Para cambiar de mentalidad. Por: Graziella Pogolotti*

Ares

Obra del artista plástico cubano Arístides Hernández (Ares). Imagen tomada de la publicación La Jiribilla.

Existe una convicción generalizada en cuanto a la necesidad de introducir cambios de mentalidad. La desidia, la lentitud en la capacidad de dar respuestas adecuadas a los asuntos que nos competen, junto a otros factores asociados, lastran las posibilidades de impulsar el crecimiento económico y de transformar actitudes que contribuyen a convertir nuestra existencia en un yogurt. Somos víctimas de manifestaciones de agresividad y de prepotencia que, junto a la empecinada sujeción a numerosas rutinas obstaculizan la solución de problemas mínimos, acumulados en el transcurso del día.

Por difuso e inapelable, enredado inconscientemente en el laberinto de la subjetividad, el problema es complejo. Tendrá que ser acorralado desde múltiples perspectivas. Una clave inicial pudiera encontrarse en la necesidad de recuperar el sentido de las cosas, del quehacer propio y, por ende, del sentido de la vida mediante acciones afirmativas tendientes a abrir nuevos caminos, el «yo sí puedo», fuente de iniciativa en el reconocimiento de nuestras responsabilidades individuales y colectivas. Yo comenzaría por extirpar del vocabulario cotidiano el concepto de culpa, oscuro refugio que conduce al ocultamiento de las causas de los problemas y al juego infernal de la candelita, el interminable «allí fumé» que va borrando cualquier pista para el descubrimiento del origen real de las cosas.

El sentido de responsabilidad se desarrolla mediante participación colectiva en el diagnóstico y la búsqueda de soluciones que, en muchos casos, no dependen de la tardía respuesta llegada «de arriba».

Las mentalidades se construyen en el tiempo a través de un vínculo interactivo con los sectores que constituyen una sociedad compleja. La familia es el círculo primordial inmediato. Intervienen luego la escuela, el centro de trabajo y las asociaciones conformadas por afinidades en las creencias o en el ejercicio profesional. Gregario por naturaleza y necesidad, el ser humano afirma su sentido de pertenencia, de compromiso y de responsabilidad con la participación en los valores y propósitos de cada una de esas instancias.

La Revolución implementó sucesivamente vías que favorecieran la participación consciente de los ciudadanos en la edificación del proyecto mayor de soberanía y justicia social. Un sutil corrosivo alentado por el acomodamiento burocrático socavó la efectividad de aquellas acciones. Recuerdo la etapa en que se sometía a análisis de los trabajadores el presupuesto asignado a la institución y el modo en que se distribuían las distintas partidas. El debate se efectuaba a posteriori, cuando nada podía modificarse. A pesar de esa limitación inicial, los criterios hubieran podido tenerse en cuenta para los años subsiguientes. Pero la información se trasladaba con el empleo de códigos técnicos, ininteligibles para la mayoría. El problema se formalizó y cayó en desuso.

Algo similar ha ido corroyendo la autoridad del delegado, tan importante para la solución de problemas concretos que nos afectan de manera directa e inmediata. Acostumbro leer con sumo interés las cartas de los lectores a nuestros órganos de prensa. Observo la reiteración de asuntos similares que pudieran tener fácil solución en el contexto local mediante la activación efectiva de los recursos humanos y materiales existentes. Ante el silencio de las autoridades competentes, la desidia se extiende, incentivada por la falta de un uso eficiente y oportuno de la autocrítica.

Algo parecido sucede con los informes de balance de los órganos de administración del Estado. Algún infrecuente «no obstante», acompañado del inevitable «estamos trabajando en» matizan el incurable triunfalismo. Una reunión de este carácter debe convertirse, por lo contrario, en espacio ideal para la indispensable problematización de la realidad, fuente de rectificación de errores, estímulos para la búsqueda colectiva de iniciativas renovadoras.

La complejidad es desafío y riqueza de la vida, siempre cambiante. El pensamiento burocrático se aferra al estatismo, se acomoda a la rutina, evita el riesgo de tomar decisiones. El secretismo absurdo se convierte en una de sus armas de poder. Su conducta lleva al escepticismo. En cambio, la transparencia es el mejor método para conquistar una capacidad de convocatoria. En el ámbito delimitado de una circunscripción o de un centro de trabajo es imprescindible ofrecer una clara información acerca del porqué y el para qué de las cosas. En función de propósitos compartidos surgen espontáneamente las iniciativas, se coordinan acciones, se establecen prioridades, se identifican problemas y se encuentran soluciones. Urge implementar métodos que propician la paulatina evolución de las mentalidades. No es empeño de un día formulable en un recetario abstracto, ajeno a las circunstancias concretas. El camino se irá haciendo con el oído bien pegado a la tierra, las antenas vigilantes, la sensibilidad a flor de piel.

La rutina mental burocrática frena el necesario cambio, aunque también operan otros factores arraigados en el ser nacional. Uno de ellos, el paternalismo, sigue interviniendo en el rescate de la disciplina laboral. Más allá y, desde siempre, se ha dicho que todo cubano tiene un discurso embuchado. El interlocutor es la víctima de la verborrea. Cuando logra encontrar una fisura en el discurso del otro, inmerso en la elaboración de una respuesta probable, tropieza con una suerte de sordera sicológica. En este cruce de espadas, no hay diálogo real, se estanca el proceso de aprendizaje. En la comunicación desprejuiciada con el ser humano concreto descansa la posibilidad de percibir el rumor fluyente de la vida, de entender y actuar en consecuencia.

Texto tomado de la publicación: http://www.juventudrebelde.cu

Graciela Pogolotti*Crítica de arte, prestigiosa ensayista y destacada intelectual cubana, promotora de las Artes Plásticas Cubanas. Presidenta del Consejo Asesor del Ministro de Cultura, Vicepresidenta de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Miembro de la Academia Cubana de la Lengua.

Hija de uno de los íconos de la vanguardia artística de la primera mitad del siglo XX, Marcelo Pogolotti y de madre rusa. Nació en París en 1931 pero desde niña vivió en Cuba. Ser cubana, para ella, es una misión y un estado de gracia.

Es una de las más dispuestas y necesarias consejeras y asesoras de cuanto proyecto útil pueda favorecer la trama cultural de la nación. Esa vocación participativa se expresa también en las pequeñas cosas de la vida. Gusta de la conversación amena, de la música popular y no le gusta perder el hilo de una telenovela, nunca cierra las puertas a quien la procura.

A los siete años ya estaba en la capital cubana, donde estudia hasta graduarse como Doctora en Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana. Cursó estudios de postgrado en La Sorbona, durante un año, estudió Literatura Francesa Contemporánea. Al regresar a Cuba, matriculó en la Escuela Profesional de Periodismo Manuel Márquez Sterling, donde alcanzó otro título.

Ha escrito numerosos ensayos, pero tan fundamental como su obra escrita ha sido su enorme labor en la docencia y la promoción de la cultura. Desde la cátedra de la Universidad de la Habana, a las investigaciones socioculturales vinculadas a los primeros pasos del Grupo Teatro Escambray, desde la formación de teatristas en el Instituto Superior de Arte, hasta la vicepresidencia de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, desde la Biblioteca Nacional, hasta la presidencia de la Fundación Alejo Carpentier.

Al Triunfo de la revolución se encontraba en Italia desde fines de 1958, se hallaba en una beca, residiendo en Roma por lo que aprovecho también para atender su salud. Al saber la noticia del derrocamiento de la dictadura se presento junto a otras personas que vivían en Roma en la sede de la Embajada a ocuparla. De regreso a la isla tuvo pasó por París hasta que finalmente llagó a Madrid, donde el Gobierno Revolucionario situó aviones para facilitar el regreso de los cubanos en Europa. Durante el vuelo conoció a Fayad Jamis, que ya era poeta y pintor distinguido pese a su juventud. Al llegar a La Habana observo una euforia generalizada, los rebeldes estaban en la terminal aérea.

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