La fe religiosa en la formación de la nación cubana: apuntes. Por: Aurelio Alonso*

Cuba religiónEl cristianismo llegó a Cuba, como al resto de la América Latina, con la conquista. Vale decir bajo la corona española recién rescatada, o más bien unificada, tras una larga ocupación islámica y de otras presencias históricas, y medio siglo antes de que la reforma protestante produjera el gran cisma cristiano. Y se instaló, al amparo de un previsor golpe de poder del papa valenciano Alejandro VI, quien decretó en 1493, con la bula Inter coetera, sin ninguna autoridad reconocida para hacerlo, la división del mundo conquistado y por conquistar entre España y Portugal, y otra bula, que la complementa negando derecho de conquista sobre las Indias al resto de las monarquías europeas. El papa que le sucedió, Julio II, italiano y receloso de los fueros concedidos por su antecesor a los reyes de España, demoró varios años para consolidar aquel privilegio descomunal; pero tanto poder sostenía ya el saqueo emprendido en América que no encontró otra opción que consagrarlo como un patrimonio universal, con su bula Universalis Ecclesia Regiminio en 1508. Así llegó a América la cruz que otrora fuera el emblema de la religión nacida bajo la más feroz persecución del Imperio Romano. Paradojas de la historia.

En las tierras invadidas donde la población era más densa y las culturas autóctonas más intensas, como en México y en el altiplano de Los Andes, la resistencia de las ideas logró quedar junto a otros componentes de la cultura. En otros espacios, como en Cuba y el Caribe insular, las culturas autóctonas fueron barridas literalmente con la población indígena, por el poder colonial, material y espiritual. Este dato marca la diferencia entre un universo espiritual indocristiano, y otro afrocristiano, integrado este último desde dos raíces igualmente exógenas: la religión de los colonizadores y la religión de pueblos africanos esclavizados, traídos para remplazar a la fuerza de trabajo colonial nativa en las tierras usurpadas.

De manera que distinguimos en la religiosidad cubana de hoy tres componentes relevantes: el católico de origen colonial que barrió con las culturas originales, permeado de conversiones del Islam y del judaísmo; el africano tributario de distintas culturas según la región de procedencia de los pueblos sometidos en África a la esclavitud; y un tercero, el protestante, que no nos llega en la época de implantación colonial hispana sino desde los EE.UU., cuando el poder español hace crisis ante el impulso local hacia la independencia a fines del siglo XIX. Me parecen inobviables estas diferencias para apreciar qué vincula a fe e instituciones religiosas con sentimientos y conciencia nacional en Cuba.

Por supuesto que en nuestra Isla, como en el resto del subcontinente, la formación del carácter y el sentimiento  nacional se relacionan con la independencia del régimen colonial español. Se trata de una cuestión esencial.

En el caso cubano la Iglesia de la colonia padeció casi dos siglos de desorden debido, entre otras cosas, a la inestabilidad social que daba a la capital haberse convertido en puerto de tránsito para la flota. Las instituciones católicas no tuvieron un peso significativo hasta después del Primer Sínodo Diocesano de 1680. Fue entonces que se estructuró la enseñanza general en manos del clero, crecieron las órdenes religiosas, y se hizo sentir la presencia de una autoridad diocesana creativa en obispos como Compostela, Nosti Valdés y Morell de Santa Cruz, quien se resistió incluso a las demandas del ocupante inglés en 1762, que  declaró sedicioso al prelado y lo desterró a La Florida.

A pesar de que las primeras manifestaciones de una identidad cultural datan de estos años (y también las primeras muestras de rebeldía: las de los vegueros de Jesús del Monte contra el monopolio tabacalero), no es posible vincular aún las unas ni las otras a un ideal nacional ni a la independencia. Pero las dos décadas de monarquía ilustrada de Carlos III a finales del siglo favorecerían el reforzamiento de estas tendencias históricas naturales, que dieron lugar en los últimos diez años a la creación de la Sociedad Patriótica de La Habana, a una reflexión económica propia, notable en el “Discurso sobre la agricultura de La Habana” de Arango y Parreño y en el llamado del padre José Agustín Caballero a reformar la enseñanza superior, en su Filosofía electiva, impartida en el Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio, por solo citar hitos. Caballero llegó a redactar un “Proyecto de Gobierno Autonómico” con la aspiración de presentarlo a las Cortes españolas. La “ilustración española” halló expresión eclesiástica en el obispado de Espada y Fernández de Landa en La Habana (1800-1832), con su apoyo decidido  al desarrollo de un pensamiento innovador.

La primera generación de cubanos que se atrevió a pensar por sí misma tiene su figura cimera en el padre Félix Varela, cuya vida toda fue síntesis  de las virtudes del cristianismo vivido en humildad ejemplar, la confrontación contra el dogma en filosofía, y el compromiso patriótico radical. Argumentó, sostuvo, y enseñó la razón independentista que se arraigaría, a través de las enseñanzas de sus seguidores, en quienes condujeron las luchas libradas desde la segunda mitad del XIX. Lo mejor de la huella cristiana está presente en este momento formativo de la nación. Y la nación nacía con una mirada cristiana.

Al mismo tiempo la importación de mano de obra esclava creció dramáticamente con el auge de la industria azucarera desde los años finales del siglo XVIII. Y con este crecimiento venido de África, un aumento decisivo de la presencia en la Isla de las religiones yoruba y bantú, cuyos componentes doctrinales y litúrgicos se sincretizan con los propios del catolicismo dando lugar al efecto de transculturación que Fernando Ortiz identificó como santería. La religiosidad africana entraba así, sincrética, por la base de la población cubana, que desde el empadronamiento de 1810 arrojaba mayoría de negros y mulatos frente a la consignada como blanca.

Se suma el hecho de que la incidencia eclesial en la consolidación del pensamiento nacional sufrió un sensible retroceso después de la  restauración de Fernando VII en la corona de España. Se cerraron en Cuba seminarios y se reforzó la presencia del clero peninsular a lo largo del siglo XIX. En el continente americano el poder colonial había sido barrido en las dos primeras décadas, y solo quedaba a España la dominación de las colonias de Cuba y Puerto Rico. El clero criollo sería siempre susceptible de sensibilizarse con el espíritu de la Nación cubana y con la independencia; a la corona no cuadraba que se repitiera en el Caribe la experiencia del continente, ni que germinaran el ejemplo y las ideas de Varela. Después de la muerte del obispo Espada en 1832 la Iglesia sería incapaz de acoger algo que no se acoplara al esquema colonial. De nuevo la Historia se mostraba paradójica.

Tómese en cuenta que cuando a Varela se le levantó la condena a muerte impuesta por las autoridades españolas y se le autorizó el regreso a Cuba, lo declinó  porque desde Nueva York podía hacer más que si regresaba. Y fue así, como sacerdote y como teólogo, y principalmente como patriota. En 1824 había comenzado a publicar desde Filadelfia el periódico El habanero, que circulaba clandestinamente en la Isla, contribuyendo a expandir en la población criolla la necesidad de la independencia, de cara a las tendencias autonomistas y al integrismo colonial. Y pudo escribir aun algunas de sus páginas de mayor significado formativo, como las Cartas a Elpidio sobre la impiedad, la superstición y el fanatismo en sus relaciones con la sociedad.

La jerarquía eclesiástica, que le vio como un sedicioso en la colonia, fue igualmente reticente después de 1902 en reconocerle los méritos históricos. Varela falleció en la ciudad de San Agustín de La Florida en 1853, el mismo año en el cual nacía en La Habana José Martí, quien llevaría el ideario de independencia y el compromiso nacional a la plenitud de expresión y de organización revolucionaria. Ni en la mayoría de los iniciadores de la insurrección de 1868, ni en Martí podía esperarse, sin embargo, una impronta religiosa orgánica, cuando la Iglesia había girado por completo su orientación social para perpetuar la dominación colonial.

No se trataba de irreligiosidad sino de alineamientos puntuales de las estructuras de la Iglesia frente a la independencia. Este ha sido incluso un tema de debate en torno a Martí, caracterizado con frecuencia de anticlerical por sus severas críticas a posturas eclesiásticas. Los pasajes críticos de Martí hacia el clero, e incluso hacia el dogma de fe, se fundamentan sin ambigüedad, siempre en una connotación concreta, y no justifican que se califique  su crítica de irreligiosa. Yo ni siquiera hablaría de un Martí anticlerical ya que sus críticas son muy precisas y se compensan con reconocimientos de conductas ejemplares inspiradas por la fe.

Pero el hecho es que la Iglesia católica de finales del siglo, opuesta a la independencia, se distanció del ideal de nación, y la República que nació con el siglo XX no solo nació mediatizada y subordinada al nuevo poder colonial, sino sometida espiritualmente a una tradición católica que rechazaba un reclamo de soberanía real que la intervención norteamericana frustraba. El catolicismo había recorrido la historia formativa de la nación y, para los nuevos señores, se hizo más funcional al cambio de los patrones de dominación que las corrientes protestantes, cuyas primeras misiones se verían fortalecidas con éxito moderado por la libertad religiosa que amparaba su reforzamiento  desde la Constitución de 1901.

La santería, discriminada en el cuadro de la religión colonial como magia negra, brujería, tratos satánicos y otros apelativos, tuvo de todos modos un efecto expansivo potenciado por el hecho de que el ideal independentista se vinculó en Cuba, desde temprano, al de la abolición, y las guerras de independencia se condujeron en condiciones de relativa igualdad por mandos negros, mulatos, y blancos. Esta realidad histórica la vinculaba a la esencia misma de la soberanía de la Nación, pero el levantamiento de un edificio nacional contaminado de entreguismo y sometimiento restableció el viejo patrón que conectaba la racialidad a la estructura de explotación de clases: el negro no volvió a ser esclavo pero el desprecio al color servía bien a la distancia fijada por el poder de las riquezas y de la represión.

La posibilidad de consumar el ideal de Nación que la emancipación plena debía aportar quedaba pospuesta, y su caricatura se volvía discriminatoria en el plano social y religioso, que no podían evitar, sin embargo, desde los esquemas hegemónicos, la intensidad con que las raíces culturales africanas se arraigaban en las diversas vertientes de la cubanía. El crisol que fue la larga lucha por independencia dejaba su huella visible en la cultura.

Retorno, para finalizar, a la Iglesia que vio nacer la República a principios del siglo XX, desde una posición institucional debilitada y una feligresía reticente y poco comprometida como practicante, que no podría ya reconocer vínculos con intereses nacionales auténticos; populares, en consecuencia. Los signos de este distanciamiento se extendían en las bases de la estructura social. El despegue económico de la Iglesia católica en la República fue apoyado con millonarias indemnizaciones que los gobiernos interventores (Magoon repitió en 1906 el “donativo” de Wood) cargaban, siempre al partir, al erario público. Evidentemente era una manera de balancear la pérdida del monopolio de la fe que imponía la legalización de la libertad religiosa desde la Constitución de la República. Libertad religiosa que, por cierto, no valía para el ambia, santero, palero, ñáñigo, tratado con desprecio, sometido a imputaciones de brujería,  hechizos, superstición, oscurantismo. O, cuando menos, con el matiz límite de respeto atribuible al término de “culto sincrético” (usado hasta hoy) con vistas a descalificarlos tácitamente como sistemas de creencias. No obstante, son creencias tan presentes en la religiosidad dominante en Cuba, que a veces a las propias iglesias se les hace difícil pasarlas por alto.

Sin concordatos ni acuerdos que revirtieran el marco constitucional de 1901, el cual se reprodujo con pocas modificaciones en lo tocante al tema de la libertad religiosa en la Constitución de 1940, se puede decir que en los años de República neocolonial el catolicismo recuperó influencia a través de sus instituciones, fundamentalmente en las clases dominantes de la sociedad, aunque tuvo que hacerlo con un clero que se mantendría mayoritariamente español y mayoritariamente conservador, dado el bajo nivel en el que se manifestaban las vocaciones nacionales.

La continuidad de las luchas revolucionarias de las décadas del 20 y del 50 responden precisamente a esa frustración republicana que había llevado al centro de la agenda popular el completamiento de la independencia, mediante el rescate de la soberanía efectiva, esencia misma de la realidad de la Nación. Se encuentra por tal motivo en José Martí, y no entre sus antecesores ni sucesores, el paradigma irrealizado al cual los revolucionarios de la segunda mitad de siglo (al igual que Mella, Guiteras y Rubén) tenían que acudir.

El rescate de la Nación, de su emancipación y de su soberanía, iba a constituir,  de tal modo, un objetivo central de la revolución que triunfó en 1959, más allá de la coyuntura histórica en la cual se realizó.

Texto y foto tomados de la publicación: http://www.lajiribilla.cu

Aurelio Alonso*Sociólogo y escritor cubano. Licenciado en Sociología en la Universidad de La Habana. Miembro del Consejo de Dirección de la revista Pensamiento Crítico. Autor del libro “Iglesia y política en Cuba revolucionaria”. Es Investigador Titular del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas (CIPS) y Profesor Titular Adjunto de la Universidad de la Habana. Subdirector de la Revista Casa de las Américas. Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanísticas 2013.

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