Manifiesto de Montecristi: ciento veinte años de un documento fundamental. Por: Luis Toledo Sande*

ManifiestoOtras gestas independentistas en nuestra América estallaron, cada una de ellas, en una localidad determinada, y con los conocidos gritos: de Quito, en Ecuador; de Dolores, en México; de Lares, en Puerto Rico… En Cuba ha sido habitual pensar como Grito de Yara el levantamiento protagonizado en el ingenio Demajagua el 10 de octubre de 1868, con el pronunciamiento de Carlos Manuel de Céspedes, quien formó la tropa novicia que tuvo al día siguiente, en Yara, su estreno en combate.

La guerra preparada por José Martí se planeó —y esa fue una de sus singularidades— para que estallara simultáneamente en varias comarcas, y así ocurrió, aunque escollos varios impidieron que se diese en todas las comprometidas. En las numerosas que cumplieron pueden haberse dado distintos pronunciamientos de apoyo al alzamiento, pero el programa de la contienda en marcha se plasmó casi un mes más tarde en un texto destinado a la imprenta, en correspondencia con ideas pilares propaladas desde años antes por diversas vías, a menudo en páginas y discursos del propio Martí.

También suyo es el programa aludido, El Partido Revolucionario Cubano a Cuba, que se conoce con el título de Manifiesto de Montecristi, debido a la población dominicana donde él, máximo dirigente del Partido, lo escribió en acuerdo con Máximo Gómez, jefe militar de la revolución. Por la importancia que veía en ese documento, no se confió a su pasmosa capacidad de improvisación, que le permitía crear de un tirón no solo poemas, sino igualmente discursos, crónicas, cartas y otras piezas que también son joyas.

En la escritura del Manifiesto puso cuidados extremos. El investigador Ibrahim Hidalgo Paz ha estudiado el proceso de creación del texto, y corroborado que, además de “los que parecen apuntes primarios”, Martí escribió dos borradores antes de llegar al manuscrito final, que, pasado por la imprenta, circuló originalmente como hoja suelta con el periódico Patria.

Es de lamentar que en sus Obras completas más recientemente publicadas —las de mayor uso hoy— se haya reproducido el documento intercalando entre corchetes las numerosas modificaciones —cambios, supresiones, adiciones, desde signos de puntuación hasta frases enteras— que él hizo en el manuscrito final. Esa decisión editorial, ajena a Martí, dificulta seriamente la lectura. Si se quería dar una idea del esmero con que lo escribió, se debía haber puesto esa versión como acompañante de una copia libre de tales interrupciones. Pero, tratándose de Obras completas, algo similar habría que haber hecho quién sabe con cuántos textos más.

Felizmente, la discutible decisión no la han seguido otras ediciones del Manifiesto, como las facsimilares hechas por el Centro de Estudios Martianos en 1985 —esta en colaboración con Ciencias Sociales— y en 2011. De seguro tampoco ocurrirá en la edición crítica, en marcha, de las Obras completas del autor, preparadas en esa institución.

Orígenes, continuidad histórica

En el arranque del manuscrito definitivo resulta ostensible que, luego de haber escrito: “La revolución de independencia ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra”, Martí introdujo con las comas correspondientes una línea relativa a esa revolución, y el comienzo quedó de esta manera: “La revolución de independencia, iniciada en Yara después de preparación gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra”.

De ese modo reclamó para la revolución cubana no solamente el período bélico desatado en 1868, sino también la forja que condujo a ese levantamiento, calificada de “gloriosa y cruenta”. Para tal juicio tenía de su lado desde el crimen de la esclavitud, que suscitó creciente rebeldía justiciera, hasta los actos conspirativos y los intentos insurreccionales que se fomentaron contra el orden colonial establecido, todo lo cual costó derramamientos de sangre.

El concepto martiano, lúcido como suyo, de que en Cuba la revolución era más abarcadora que la lucha armada —“la insurrección era consecuencia de una revolución”, escribió en La República española ante la Revolución cubana (1873)— recorre el Manifiesto, como tantas otras páginas suyas. Se aprecia incluso en el nombre de la organización que fundó para preparar la guerra y abrir el camino hacia la república: Partido Revolucionario Cubano.

A lo citado del Manifiesto añadió que el estallido del 24 de febrero se había decidido “en virtud del orden y acuerdos del Partido Revolucionario en el extranjero y en la Isla, y de la ejemplar congregación en él de todos los elementos consagrados al saneamiento y emancipación del país”. La afirmación servía, entre otras cosas, para proclamar el alma nacional de una gesta que no obedecía a caprichos ni ambiciones personales de nadie: la revolución no veía en esa contienda “las causas del júbilo que pudiera embargar al heroísmo irreflexivo, sino las responsabilidades que deben preocupar a los fundadores de pueblos”.

No era mera sutileza verbal, sino expresión de razones profundas. A ello apunta lo que sigue a las citas hechas: el nuevo período insurreccional de la revolución independentista se hacía “para bien de América y del mundo”, idea sobre la cual será necesario volver. Para todo era fundamental plasmar claramente la legitimidad de la guerra liberadora que había estallado en Cuba, y que en el Manifiesto se califica de “entera y humanitaria”.

El último vocablo expresa la voluntad de que a sus fines justicieros sumara el propósito de ser lo menos cruenta posible, sin enconos degradantes y con un trato digno a los prisioneros. No se trata de una deslexicalización manipuladora del tipo de la que usan hoy los medios hegemónicos para edulcorar, presentándolos como humanitarios, actos genocidas del imperio.

Razón y reflexión, no ilusiones

Así define Martí el ordenamiento con arreglo al cual se haría la guerra inevitable: “los representantes electos de la revolución que hoy se confirma, reconocen y acatan su deber,—sin usurpar el acento y las declaraciones solo propias de la majestad de la república constituida,—de repetir ante la patria, que no se ha de ensangrentar sin razón, ni sin justa esperanza de triunfo, los propósitos precisos, hijos del juicio y ajenos a la venganza, con que se ha compuesto”. Por eso “llegará a su victoria racional, la guerra inextinguible que hoy lleva a los combates, en conmovedora y prudente democracia, los elementos todos de la sociedad de Cuba”.

Frente a quienes niegan tal legitimidad, sostiene: “La guerra no es, en el concepto sereno de los que aún hoy la representan, y de la revolución pública y responsable que los eligió, el insano triunfo de un partido cubano sobre otro, o la humillación siquiera de un grupo equivocado de cubanos”; es, por el contrario, “la demostración solemne de la voluntad de un país harto probado en la guerra anterior para lanzarse a la ligera en un conflicto sólo temible por la victoria o el sepulcro, sin causas bastante profundas para sobreponerse a las cobardías humanas y a sus varios disfraces”.

Que fuera una guerra de liberación nacional, para cuyo triunfo se requería la mayor unidad posible entre las fuerzas independentistas, no significa que Martí ignorase la complejidad social de dichas fuerzas. Eran las de un país donde los más opulentos —como norma, sin que faltaran dignas excepciones— le daban crecientemente la espalda al sacrificio patrio y se apiñaban en las opciones autonomistas y anexionistas, o de lleno en el integrismo colonial.

Siendo niño, el futuro dirigente revolucionario juró “lavar con su vida el crimen” de la esclavitud, y desde sus días juveniles en México se identificó de modo creciente con los trabajadores en general —era uno de ellos—, y en particular con los obreros. Fue el mismo que, como se lee en Versos sencillos, donde rememora el juramento, quiso echar y echó su suerte “con los pobres de la tierra”. En un artículo publicado en Patria el 24 de octubre de 1894, titulado precisamente “Los pobres de la tierra”, elogió con especial simpatía el aporte que ellos daban a la revolución, a la lucha “por la patria, ingrata acaso, que abandonan al sacrificio de los humildes los que mañana querrán, astutos, sentarse sobre ellos”.

Sabe que esa realidad no desparece porque él, respondiendo de sí mismo y por el proyecto que se ha echado a cuestas, les diga a los pobres: “Sépanlo al menos, no trabajan para traidores”. No es casual que el día antes de caer en combate, en su carta trunca a Manuel Mercado, repudiase a los “prohombres” que desdeñaban “la masa inteligente y creadora de blancos y negros”.

Solo por invidencia o por actitud malsana se puede tildar a Martí de iluso, o más, afanado en ignorar, no digamos ya ser su cómplice, las intenciones de quienes querrían convertir la guerra y la república futura en el triunfo de unos cubanos (los más ricos) sobre otros (los más pobres).

Respeto a la dignidad humana

En su tenaz y nada ingenuo afán unitario, era vital el tratamiento que debía darse a los españoles residentes en Cuba. En distintos textos había expresado la posición reiterada en el Manifiesto: “La guerra no es contra el español, que, en el seguro de sus hijos y en el acatamiento a la patria que se ganen podrá gozar respetado, y aun amado, de la libertad que sólo arrollará a los que le salgan, imprevisores, al camino”. Esa es una de las ideas sobre las que más se extiende en el documento.

Con similar propósito certifica la “indulgencia fraternal” de la revolución “para con los cubanos tímidos o equivocados” y, en general, “su radical respeto al decoro del hombre, nervio del combate y cimiento de la república”. Hay un asunto de particular importancia en lo relativo a la unidad necesaria y a las contradicciones que podría oponer a ella la sociedad cubana: el llamado racismo, inseparable de llagas vivas y secuelas que la esclavitud ha dejado tras su abolición legal, decretada por la metrópoli para Cuba apenas nueve años antes del estallido del 95. Y se dice aquí “el llamado racismo”, porque esa manera de discriminación es un crimen que —acaso más tremendamente que otros— lleva su naturaleza al lenguaje. Los términos racismo y razas humanas, aunque se usen para defender la equidad, como puede resultar inevitable que se haga por su afianzamiento en el uso cotidiano, no son los más adecuados para la emancipación.

También contra esas mistificaciones sembró Martí un pensamiento de vanguardia. En “Nuestra América”, ensayo de 1891, un siglo antes de que el descubrimiento del mapa del genoma humano confirmara que en esta especie no hay razas —a diferencia del reino zoológico, de donde el concepto fue tomado por la ideología opresora—, ya había sostenido: “No hay odios de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre”.

Su defensa de los derechos del cubano y la cubana de piel negra no fue acto oportunista en busca de brazos para la guerra, sino expresión de un honrado pensamiento justiciero. Estaba totalmente libre de las actitudes que impugnó al sostener: “De otro temor quisiera acaso valerse hoy, so pretexto de prudencia, la cobardía: el temor insensato, y jamás en Cuba justificado, a la raza negra”.

Contra las maniobras que denuncia, opone la indignación justiciera, y la razón: “Cubanos hay ya en Cuba, de uno y otro color, olvidados para siempre—con la guerra emancipadora, y el trabajo donde unidos se gradúan—del odio en que los pudo dividir la esclavitud”. Sostiene incluso que, “si a la raza le nacieran demagogos inmundos, o almas airadas cuya impaciencia propia azuzase la de su color, o en quienes se convirtiera en injusticia con los demás la piedad por los suyos”, “la misma raza extirparía en Cuba el peligro negro, sin que tuviera que alzarse a él una sola mano blanca”. La extensión y la intensidad con que trata el tema expresan la importancia que le reconoce.

Cultivar virtudes y erradicar errores

Sabía que dentro y, sobre todo, fuera de Cuba había fuerzas interesadas en probar que ella era incapaz de alcanzar por sí la independencia y fundar una república de decoro. Era un recurso de los “prohombres” para desacreditarla y justificar el sometimiento con que ellos procuraban servir a un amo extranjero, yanqui o español, a cambio de que les premiara su oficio de celestinos, como se lee en su carta póstuma a Manuel Mercado. En el Manifiesto convoca a Cuba a entrar “en la guerra con la plena seguridad, inaceptable solo a los cubanos sedentarios y parciales, de la competencia de sus hijos para obtener el triunfo, por la energía de la revolución pensadora y magnánima, y de la capacidad de los cubanos”.

No habla de una entelequia imaginada, sino de “la capacidad […] cultivada en diez años primeros de fusión sublime, y en las prácticas modernas del gobierno y el trabajo, para salvar la patria desde su raíz de los desacomodos y tanteos, necesarios al principio del siglo, sin comunicaciones y sin preparación en las repúblicas feudales o teóricas de Hispanoamérica”. Los trastornos de aquellas venían —dice en términos que apuntan a virtudes y a desaciertos— “del error de ajustar a moldes extranjeros; de dogma incierto o mera relación a su lugar de origen, la realidad ingenua de los países que conocían solo de las libertades el ansia que las conquista, y la soberanía que se gana con pelear por ellas”.

Conocía la fascinación que sobre algunos ejercían los Estados Unidos y la herencia europea, y en “Nuestra América” había denunciado el mal de fondo de la independencia alcanzada en estas tierras, donde se incumplió lo que él veía como propósito cardinal: “Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”. En ello se piensa cuando en el Manifiesto desaprueba, entre otros males, “la concentración de la cultura meramente literaria en las capitales; el erróneo apego de las repúblicas a las costumbres señoriales de la colonia; la creación de caudillos rivales consiguiente al trato receloso e imperfecto de las comarcas apartadas; la condición rudimentaria de la única industria, agrícola o ganadera: y el abandono y desdén de la fecunda raza indígena en las disputas de credo o localidad que esas causas de los trastornos en los pueblos de América mantenían”.

Dice que esos “no son, de ningún modo los problemas de la sociedad cubana”, y ese juicio pudiera también leerse como que se ha de impedir que ellos mengüen la libertad en Cuba. Sobre esta añade algo que es, acaso más que reconocimiento, convocatoria: “vuelve a la guerra con un pueblo democrático y culto, conocedor celoso de su derecho y del ajeno; o de cultura mucho mayor, en lo más humilde de él, que las masas llaneras o indias con que, a la voz de los héroes primados de la emancipación, se mudaron de hatos en naciones las silenciosas colonias de América”.

El gran peligro

Inmediatamente apunta que Cuba se halla “en el crucero del mundo”, con lo cual alude a su circunstancia de punto de tránsito naviero y comercial, y a intereses foráneos que urden una red en torno a ella. Son, señaladamente, los intereses expansionistas que arrecian en los Estados Unidos, y, además de afianzarse con el zarpazo que a mediados del siglo XIX le arrebató a México más de la mitad de su territorio, en las décadas finales se expresaban ya en la búsqueda de ataduras económicas y, por tanto, políticas. Lo apreció en las señales del Congreso Internacional de Washington de 1889-1890, y en la Comisión Monetaria Internacional celebrada en la misma urbe estadounidense en 1891. Ambos le mostraron a Martí que a Cuba le urgía conquistar la independencia sin dar tiempo ni pretexto a la intervención de los Estados Unidos.

En el Manifiesto, que al inicio señala el papel de Cuba en el concierto de nuestra América y del mundo, hacia el final retoma el tema de modo que se explica la función de tal comienzo: “La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo”.

Entre lo que adquiere carácter de conclusiones del Manifiesto, se lee: “A la revolución cumplirá mañana el deber de explicar de nuevo al país y a las naciones las causas locales, y de idea e interés universal, con que para el adelanto y servicio de la humanidad reanuda el pueblo emancipador de Yara y de Guáimaro una guerra digna del respeto de sus enemigos y el apoyo de los pueblos, por su rígido concepto del derecho del hombre, y su aborrecimiento de la venganza estéril y la devastación inútil”. Pero, sin esperar por lo que se deba escribir luego, en ese documento se expresa el significado de la situación geográfica de Cuba, y de la debilidad política que le impone el ser todavía colonia, en la vecindad de una nación que aspira a crecer en poderío y romper para beneficio de sus intereses empresariales el equilibrio del mundo.

Se explica por qué, el día antes de caer en combate, Martí, aún con el ejército español en frente y por vencer, le confiesa a Manuel Mercado que todo cuanto había hecho, y haría, era para impedir a tiempo la consumación de los planes que “el Norte revuelto y brutal que los desprecia” tenía para los pueblos de las Antillas y, en general, de toda nuestra América.

Texto tomado del blog: https://luistoledosande.wordpress.com

Luis Toledo Sande*Nació en Velasco, Holguín, en 1950. Licenciado en Estudios Cubanos y doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Se ha desempeñado como redactor-editor en la Editorial Arte y Literatura; investigador y sucesivamente subdirector y director del Centro de Estudios Martianos; profesor titular del Instituto Superior Pedagógico Enrique José Varona, tarea compartida con la asesoría nacional, en la dirección del Ministerio de Educación, para la presencia del legado de José Martí en los planes de enseñanza del país; jefe de redacción y luego subdirector de la revista Casa de las Américas. Hacia finales de 2005 fue nombrado Consejero Cultural de la Embajada de Cuba en España, responsabilidad que concluyó satisfactoriamente en diciembre de 2009. De regreso al país, optó por ejercer el periodismo en la prestigiosa revista Bohemia.

Ha mantenido programas radiales semanales en CMBF y en Radio Habana Cuba. Ha participado como asesor en programas televisuales, y ha sido jurado en el Premio de la Crítica, el de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y otros certámenes nacionales, y en el Premio Literario Casa de las Américas.

Ha impartido conferencias y participado en foros profesionales en Cuba, Venezuela, Nicaragua, República Dominicana, México, Costa Rica, Colombia, Puerto Rico, Argentina, España, Italia, Yugoslavia, Andorra, Checoslovaquia, India y China.

A su obra pertenecen volúmenes de diferentes géneros: Precisa recordar, Flora cubana, Tres narradores agonizantes, Libro de Laura y Claudia, De raíz y memoria, Textículos (reúne Amorosos textículos e Infernales textículos), De Cuba en el mundo, Más que lenguaje y varios acerca de José Martí. Entre estos últimos se hallan las colecciones de ensayos Ideología y práctica en José Martí y José Martí, con el remo de proa, así como la biografía Cesto de llamas, que recibió Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, cuenta con varias ediciones en español dentro y fuera de Cuba y se ha publicado asimismo en inglés y en chino.

Textos suyos de diversos géneros han aparecido en numerosos libros colectivos y publicaciones seriadas, dentro y fuera de Cuba, y ha prologado obras (algunas con selección suya) de Luis Vélez de Guevara, José Martí, Miguel de Carrión, Jesús Castellanos, Carlos Loveira, Jorge Mañach y otros. Preparó y prologó el primero de los dos tomos de la Valoración Múltiple de José Martí publicada por la Casa de las Américas. Tiene otros libros en proceso de edición. Entre los reconocimientos que ha recibido se halla la Distinción Por la Cultura Nacional.

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