Hurgar en La pared de las palabras. Por: Octavio Fraga Guerra*

Fotograma del filme “La pared de las palabras”. Director: Fernando Pérez.

Esta es una verdad más que aceptada en el entorno de los críticos de cine y por los cinéfilos del patio. El cineasta cubano Fernando Pérez se apropia de múltiples y bastos cauces artísticos para la materialización sustantiva de sus textos fílmicos, vertidos en toda su obra. Una filmografía de denotados acentos, de signos renovados y metáforas versas.

Cada nueva entrega de este autor cinematográfico anula atornillados cánones, reescribe los tempos dramatúrgicos o rechaza los inaceptables vértices de una idea serrada, y lo hace despojado de ese didactismo cansino y esquivo que tanto daña al cine cubano. Su acento lo pone para revelarnos algo esencial y necesario. Que toda obra puede ser de ruptura, renovadora en el uso de los lenguajes cinematográficos, apertrechada de un discurso, o muchos, cuyos cimientos están en sus propios derroteros audiovisuales, en sus rutas dramatúrgicas, y todas ellas entroncan con los argumentos que le dan fuerza y corporeidad como obras de ficción.

Resulta recurrente y significante en su imparable obra cinematográfica la construcción de la fotografía, cuyo cómplice y gestor es el intelectual Raúl Pérez Ureta, pensada con texturas de pliegues y patinas diversas. Una calle derruida y sin techos ausente de sepias al uso, miradas mustias y andares descorchados bajo el encuadre de una cámara libre de aberraciones, un personaje simbólico desolado y en silencio que es inscribe en el borde de una línea imaginada o la puesta de un sol que parece enflaquecer cual sin nada y la retrata con celo de luz natural.

La pared de las palabras no es diferente en esta otra escritura de entonaciones y símbolos. Paredes en tono de mamparas deshechas, el smog sinuoso de una ciudad que parece andar de prisa, un mar con atisbos de lumbre y sin luz descollante al acecho, los claros de una tarde en escapada. Son las dotes de una atmosfera que sirven de antesala a trazos renovados de un poniente escénico que se reafirma como obra de ficción, pero se viste con los atributos del documental.

Magistrales resultan esas esquías de luz cuando lo que busca es llevarnos a escenarios cotidianos vistos con los prismas de la metáfora y los planos cercos. De esa cercanía que parece estar lejos y nos induce con sabia y aplomo para que estemos ante ella, al acecho, desnudos de nuestras propias trampas.

Pero no nos dejemos cautivar por esa primera entrada ante los predios del autor cinematográfico. Son parte esencial de una puesta en escena donde el drama es la carrilera de una historia de hondas raíces, de cuidados diálogos en estrofas cultas, de palabras reunidas que parecen filosofar y son tan llanas como el silencio.

La humanidad es la clave sustancial de su discurso fílmico. El ser humano como parte esencial de la vida -de nuestra vida toda- es el núcleo narrativo de su lectura. Fernando Pérez quiere hacernos ver más allá de esos escenarios que nos construye y los toma “sin asombros”, lo hace despojado de ese guión casposo aún hoy recurrente en no pocas puestas fílmicas, internacionales o de casa.

Esta otra entrega del autor de Suite Habana es de escasos personajes y sus historias no son periféricas o cautivas, evolucionan o transitan en nuestros de contornos inmediatos. Solo que nos asiste el acto –o deber- de verlos en todas sus esencias, en sus paradas de lecturas simples, en los retrocesos o itinerarios que caben como hondas verdades cuando se trata de vidas noveladas por nuestro imaginario tardío.

Pero se impone centrar la mirada en los personajes de Elena y Luis, interpretados por Isabel Santos y Jorge Perugorría. Sobre ellos descansa el peso de esta obra que se abre –como expresara Fernando Pérez-, a la luz y al dolor.

Isabel Santos no deja de sorprenderme ante cada obra en la que participa. Construye nuevos registros o particulares miradas, regula la voz y los tonos ante el desatar de fugas escénicas. Calibra el verso de sus palabras, se viste de Elena con opacidad o cavilación y es que no se deja penetrar por otras voces cercanas ante la realidad, la suya; se permea de corazas curvas que no permiten escuchar o escucharse. La actriz sabe componer con oficio renovado, claros y silencios; nos adentra en los dolores de sus cercas que son todas ellas inmateriales. Sobriedad en el gesto, diálogos heridos de tonos vertebrados, palabras vertidas con virtuoso anclaje teatral, la sitúan a la altura de su época. Son partes y sumas de ese construir de su Elena que resulta memorable para la filmografía cubana.

Jorge Perugorría es un punto y aparte. Dotado de una abultada ruta como actor de cine nos revela un personaje mudo. Un discapacitado que sueña, que se viste de palabras. Y lo expresa con virtuosismo desde la gestualidad contenida, con ese remover de sus facciones truncas y viriles. Exhibe entrecortados gestos de fragor, de improntas desatadas. Se afana por poner en orden sus destellos de luz y su humanidad personalísima que encarna con arcos y gestos de entregas fragmentadas. Es en definitiva su coherencia como actor de pliegos visibles ante la naturaleza “enana” de Luis, pues se empeña en hacernos ver la calidez de su presencia hecha metáfora humana. El experimentado actor cubano siembra otro antes y otro después con esta entrega de su carrera escénica, reciclando los pastos de la escuela cubana de actuación, claramente influenciada por las tesis de Stanislavski.

Elena y Luis son los pilares humanos que convergen en “diálogos ciegos” de esta obra mayor y lo hacen ante un guión fraguado por el monólogo y el converso entre dos o entre muchos otros. Las palabras fundan significados como los gestos. Son las metáforas de esta puesta cinematográfica que se sirve de la austeridad de los vocablos, evadiendo las oraciones abultadas y vacías como recurso significante del argumento. Los conflictos vertidos en cada parte de esta pieza de ardores humanos evolucionan al calor de cada entrega. Ellos, son ese ir y venir de personas al vuelo que nos invitan a mirarlos y, sin embargo, los fotografiamos incompletos.

Las metáforas se imponen en este exquisito y duro filme de Fernando Pérez. El personaje llamado Luis se muestra vertebrado por su incapacidad. Sus limitaciones físicas son evidentes, sus andares cercados son parte de sus dicotomías humanas. Pero nos quiere hablar, quiere expresarse con palabras y no puede, como parte medular de una icónica idea, ante un guión que se ubica en las fronteras narrativas donde no hay cierres.

El realizador apela a la semilla que el personaje trata de sembrar –y lo logra- y se desviste increcento, toma del suspenso de ligeros ornamentos corporales para acercarnos al personaje, a su historia. Nos está incitando en cada momento a leer esta trama con apego y sin cortezas en forma de brasas que tan solo distancian.

Pero hay otras limitaciones humanas en esta obra de refugios desolados. La madre de Luis, Elena, que no se revela con aparentes limitaciones. Sin embargo, “vive” en el claustro de su propio encierro, en los itinerarios de sus limitaciones humanas ante un trocar que parece invisible. Lo junta todo: la desidia por la vida, su vida, la responsabilidad reforzada ante el hijo “diferente” e incomprendido, el tiempo de los afectos que parece no alcanzar y la nube de una insinuada muerte le acelera el pulso; la presencia, el estar con él por encima de todo, para hacerlo su todo.

Estas dos humanidades se encuentran en un punto final, en el borde de un desenlace que podría ser parte de nuestras profecías y que logran removernos el todo. O al menos, nos podría tocar de soslayo para formar en nuestros pilotes tópicos los desequilibrios de nuestros andares.

Ante la trama escrita como peldaños a conquistar, el cineasta nos convierte en testigos de historias “ocultas” narradas en tiempo presente. Pero el futuro lo hace con esta obra conclusa en nuestros predios. Y es que no le hace falta “pedir permiso” para ponernos en una pedazo de nada, de esa “nada” que para la historia lo es todo. Fernando Pérez escribe una sentencia final que se puede leer en el espíritu del filme. Saber escuchar no significa compartir, más bien entender los cimientos de las palabras. Alerta temprana para los que andan ciegos de luz y humanidad. Y claro que lo logra, logra inquietar al lector fílmico que son los focos de esas verdades en nuestro presente.

Editor del blog: https://cinereverso.org

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