Cultura y nación en José Martí: primicias de su pensamiento. Por: Luis Álvarez* (I parte)

Obra del artista plástico cubano Vladimir Martínez Ávila.

Obra del artista plástico cubano Vladimir Martínez Ávila.

Es innecesario decir que, en la lenta y accidentada trayectoria de la nación cubana, el siglo XIX significa un nudo fundamental en la maduración del país: esa verdad fundamental está relacionada con otra de no menor relieve. El pensamiento cultural de esa centuria, lleno de grandes figuras y de diálogos entrañables sobre la esencia de la Isla, adquiere no solo su máxima expresión, sino también su integración definitiva en el pensamiento cultural de José Martí. Pues el Apóstol representa por una parte la culminación y el más alto nivel que el pensamiento sobre la cultura alcanzó en la Cuba del siglo XIX; y, por otra parte, el impulso imprescindible para la reflexión cultural insular en el s. XX y lo que va del XXI. En particular, como se tratará de exponer aquí, Martí concibió la nación cubana desde una doble perspectiva conceptual, a la vez jurídica y culturológica. No podía ser de otra manera en ese intelectual de excepción, cuya vocación por los estudios antropológicos dejó el mismo consignada.1

Las consecuencias de su pensamiento cultural son retomadas en sentido ahondador por Fernando Ortiz, como el antropólogo mayor de Cuba en la centuria siguiente, pero también se advierten en las nuevas meditaciones de Alejo Carpentier o de José Lezama Lima. Por tanto el pensamiento martiano sobre la cultura nacional son lazo unitivo entre los tres últimos siglos de la nación: recibió lo mejor de las ideas cubanas del siglo XVIII —fundador indudable de una primera meditación sobre las especificidades de la cultura insular en la época—; sus diversas referencias dan fe de su conocimiento de grandes pensadores europeos que, como Vico y Herder, pero también Kant y abrieron el camino a la culturología como nueva disciplina que cuajaría en el tránsito de los. XIX y XX; asimila lo más peraltado del laboreo letrado de los criollos en relación con una cultura peculiar del país —Saco, Delmonte, Bachiller y Morales, por citar solo algunos—; y finalmente, al someter a examen riguroso la realidad cubana de la segunda mitad del s. XIX, la capacidad genial del Maestro le permite sentar a su vez bases para el itinerario intelectual que, en el siglo XX, habrían de trazar, como herederos suyos, Fernando Ortiz, José Lezama Lima, Marcelo Pogolotti y Alejo Carpentier —entre otros numerosos que siguen esperando por una consolidación de la investigación culturológica en Cuba, todavía insuficiente presente en los recintos universitarios del país—.

Una palabra hay que decir, además, en relación con Fernando Ortiz. Está ausente del libro, como es obvio. Ello se debe a que la suya es, sin la menor discusión, la obra magna cubana en este campo. No ha sido calibrada todavía la anchura total de sus aportes al conocimiento de la cultura nacional, pero al mismo tiempo es el suyo el pensamiento más orgánicamente expuesto de todos, y no era dable incluir aquí abordajes que habrían sido, desde luego, en extremo fragmentarios, mientras que, por otra parte, la labor de la Fundación Fernando Ortiz está impulsando desde hace algunos años la imprescindible recuperación de las ideas orticianas en el panorama insular. Quede dicho, además, que hay en Pensar la cultura en cubano básicamente un propósito no de imposible exhaustividad, sino de estímulo a estudiar uno de los ámbitos más ricos y menos transitados de nuestro acervo: el pensamiento sobre la cultura, que es, en última instancia, un legado de autoconciencia que resulta indeclinable continuar. Tal vez, para ciertas mentalidades desinformadas, pudiera resultar sorprendente que una de las figuras precursoras de la perspectiva culturológica en Cuba fuese José Martí. Sus ideas fueron fundadoras y siguen siendo vigentes en más de un sentido: por eso me arriesgo a la incongruencia cronológica que, por razones más hondas que la simple secuencia temporal, me ha pedido Graziella Pogolotti. Examinemos, pues, cómo Martí expresó una idea cenital acerca de que la nación cubana es y será siempre inseparable de la cultura del país. Defender la primera, pasa por salvaguardar la segunda. Impulsar el desarrollo y avance de la cultura insular tiene como consecuencia inevitable el crecimiento orgánico de la nación.

De aquí que unas breves consideraciones acerca de las ideas martianas sobre la nación —precursoras en más de un sentido, como trataré de evidenciar más adelante— así como sobre  los vínculos que establece el Apóstol entre nación y cultura abren esta selección de textos emanados de un breve curso de posgrado convocado por la Fundación Alejo Carpentier sobre la cuestión crucial del progreso histórico del pensamiento cultural de la patria en los siglos XIX y XX. Sin ser exhaustiva, ni incluir la totalidad de los interesantes trabajos aportados por los estudiantes —sobre todo por cuestiones de factibilidad editorial—, se ha incluido un conjunto que permite evidenciar la riqueza y diapasón de las ideas que sobre la cultura han venido siendo aportadas en la Isla.

La historiografía cubana ha tendido a investigar el proceso de formación de la nación cubana primero desde perspectivas políticas y económicas, a las que se agregaron también poco a poco las sociológicas y antropológicas. Pero el factor de la cultura como  importantísimo catalizador de la concreción nacional insular ha sido en lo esencial ignorado. Sin embargo, es imposible desatender el papel de la autoconciencia cultural de los criollos como un elemento dinámico capaz de impulsar la maduración de la nacionalidad. Las reflexiones que seguirán no pretenden ser un estudio detallado del proceso de gestación de una identidad cultural, sino un panorama muy sucinto de las fuentes y contextualizaciones del pensamiento cubano de la primera mitad del s. XIX —justamente la esencial para la constitución identitaria cubana—. Procedo aquí desde una noción de cultura desarrollada a partir del pensamiento del eminente semiólogo cultural Iuri Lotman en cuanto a la semiología de la cultura. Se aborda aquí el tema, pues, considerando que la cultura es un macrosistema abierto —e históricamente condicionado— de comunicación axiológica, vale decir, una red no clausa de modos de expresar valores.

A partir de la cultura, las sociedades y los individuos pueden desarrollar no solo una comunicación convencional —emisor-receptor—, sino también una autocomunicación —soporte esencial de la autoconciencia desarrollada—, así como proyectarse en las tres líneas del tiempo para cumplir las funciones vitales para toda sociedad: comunicarse con el pasado para servirse de él en las circunstancias presentes de una sociedad; actualizar en el presente la comunicación social efectiva en un instante dado; y proyectar para el futuro redes estructurales de la más diversa índole —económicas, educacionales, políticas, etc.—. No se identifica la cultura, en tanto macrosistema de comunicación, con cualquier signo, código o mensaje, sino esencialmente con los que son portadores de carga axiológica. También la categoría de nación requiere una mínima consideración introductoria. Se ha descuidado mucho en el mundo académico cubano el hecho de que se trata de una categoría de triple adscripción. En efecto, la nación es un concepto trabajado a la vez desde el Derecho, desde la historiografía y —mucho menos en nuestro país— desde la culturología. Ello requiere, aunque sea de manera muy sintética, tener en cuenta lo que ha señalado Miguel A. D´Estéfano (1985):

Tanto el concepto de nación como el de nacionalidad son categorías históricas y su importancia aflora con el desarrollo de los Estados nacionales. La nación es una categoría social que se fue formando durante el período pre-capitalista; en tanto el nacionalismo, como ideología engendrada por el capitalismo, surge en Europa en el siglo XVIII y se difunde por el mundo (t. I, p. 198).

Ya en la antigua Roma existía el vocablo nación —en su forma latina, natío, nationis—. La palabra latina natio significó originalmente raza, especie, género, clase (Blázquez Fraile: Diccionario latino-español, t. II, p. 1087).  Era, pues, un concepto muy amplio y no marcadamente jurídico. Ya en el siglo I a. d. C. la significación de la palabra había sido restringida y se aplicaba solo en el sentido de nación como población nacida en un mismo país. De aquí derivará luego el ius soli: el derecho por nacimiento a una nacionalidad determinada. Pero la idea moderna de nacionalidad solo toma cuerpo hacia finales del s. XVIII. El destacado jurista español Javier Pérez Royo (2000) señala lo siguiente:

Entre la población anterior al Estado y  la población “del” Estado existe, pues, una vinculación clara e inequívoca. Más aún, son las mismas personas las que son súbditos de la Monarquía francesa antes de julio de 1789 y ciudadanos del Estado francés después de esa fecha. Pero esa identidad personal no debe ocultar la diferencia radical que separa a la población del Estado de la población anterior a la constitución del mismo bajo el Antiguo Régimen, que consiste en que el individuo deja de ser un súbdito sobre el que se ejerce el poder, para pasar a ser un sujeto conformador de dicho poder en condiciones de igualdad con todos los demás, es decir, un ciudadano. Esto es lo específico de la población del Estado: la ciudadanía. De una forma general y no excepcional, como particularidad o privilegio, esto es algo que no se conoce hasta la imposición del Estado Constitucional a finales del siglo XVIII y, sobre todo, a partir del XIX. Todavía en 1785, en el Diccionario de Nouveaux synonimes français de Roubaud, se distinguía entre nación y pueblo en los siguientes términos: “La nación es el cuerpo de ciudadanos, el pueblo es el conjunto de los habitantes del reino… En la nación tomamos en consideración el poder, los derechos de los ciudadanos, las relaciones civiles y políticas. En el pueblo tomamos en consideración la sujeción, la necesidad, sobre todo, de protección y de relaciones de dependencia de todo tipo” (pp. 69-70).

El siglo XIX desarrolló un intenso proceso de análisis sobre el concepto de nación, y una serie de acciones políticas relacionadas con él. De hecho, el concepto de nación adquirió los perfiles que lo distinguen hoy, como una reacción contra la Ilustración francesa. Federico Chabod ha señalado una cuestión muy importante en su ensayo La idea de nación:

La reacción contra las tendencias universalizantes de la Ilustración, que había buscado leyes válidas para todo gobierno, en cualquier parte del mundo, bajo cualquier clima y en las tradiciones más disímiles, y había proclamado iguales las normas para el hombre prudente, esa reacción no podía sino poner en el centro lo particular, lo individual, es decir, la Nación singular (Ápud Narváez Hernández, 2010, p. 174).

El jurista José Ramón Narváez Hernández ha señalado (2010) una cuestión de singular importancia: la doble condición del concepto de nación, a la vez jurídico y cultural. Este destacado investigador mexicano afirma: “Durante el siglo XIX, el concepto de Nación jugó un papel fundamental en la recuperación romántica de los valores regionales, idea ligada a las libertades originarias, y siempre relacionada con un pasado y una historia que la condicionaban de cierta manera” (p. 173). De acuerdo con esto, el concepto de nación está ligado a la especificidad de una cultura determinada y singular. Ello significa que la idea moderna de nación, en primer lugar, está condicionada por la reflexión del s. XVIII sobre la noción de cultura —con el filósofo Herder a la cabeza—, proceso que se intensifica en el s. XIX, en el cual se desarrolla con especial intensidad, a su vez, el concepto de nación en el terreno del Derecho.

Por tanto, la nación se consolida —marcadamente en el Romanticismo— con una doble condición: como categoría del Derecho —que se va diversificando por ramas como el Derecho Natural, Derecho Constitucional o el Derecho Internacional—, y a la vez como categoría de los estudios acerca de la sociedad y la cultura, los cuales, nucleados en principio por la naciente sociología —en cuya constitución moderna tanta influencia tuvieron figuras de especial relieve como Wilhelm von Humboldt —y sus hipótesis sobre la relación entre el idioma y la visión del mundo—; Henry Morgan, fundador de la etnografía e declarada influencia sobre Federico Engels en El origen de la familia, la propiedad y el estado; Émile Durkheim, pionero de la sociología moderna, en particular por sus ideas sobre la conciencia colectiva—, en la centuria posterior se van especializando en zonas más delimitadas: antropología cultural, sociología de la cultura, estudios sobre folclor, escuela lingüística Wörter und Sachen (Palabras y cosas), geografía lingüística, sociolingüística, sociología la literatura y del arte, estudios postcoloniales, semiótica de la cultura, tradicionología, etc., hasta conformar el complejo dominio científico —concepción dominante en la cienciología actual— de la culturología como confluencia de ciencias diversas en un multisistema en el cual el objeto de interés investigativo compartido es la cultura, y se la estudia desde métodos particulares provenientes de un grupo de ciencias particulares, y además métodos específicamente elaborados en el marco de ese dominio científico.

Se trata de un largo proceso de desarrollo intelectual, que ha sido jalonada por variadas teorías y estudios de gran relieve, entre otros, de Claude Lévi-Strauss y su Antropología estructural; de la Escuela de los Annales, con Lucien Febvre y Fernand Braudel a la cabeza; de  Iuri Lotman y la escuela de Tartu, fundadores de la semiología cultural; de Roland Barthes, desde su tesis doctoral sobre la moda; de Michel Foucault en obras trascendentales como Palabras y cosas o Arqueología del saber; de Pierre Bourdieu, desde su inicial El desarraigo.

La crisis de la agricultura tradicional en Argelia y más tarde Homo academicus; o de Jeffrey Alexander en su interés por los impactos tecnológicos en la cultura y obras como Los significados de la vida social. El sentido bisémico del término cultura desde el punto de vista de las ciencias, ha sido reconocido por numerosos especialistas de una u otra rama. Por ejemplo, el ya mencionado jurista mexicano José Ramón Narváez Hernández (2010) ha afirmado:

La Nación, como intentaremos demostrar, es un concepto jurídico, pero antes es cultural, es decir, se basa en un conjunto de imágenes que le son propias, existe en dicho concepto una especie de consenso implícito entre los gobernados y el gobernante, aunque a veces la balanza se incline hacia alguno de ellos- Un concepto jurídico-cultural porque justifica el ejercicio de un gobierno, el que de alguna manera sostiene la comunidad, al grado de justificarlo, garantizarlo o al menos tolerarlo; rota la Nación, no existe pacto que sostenga al gobierno, y solo por medios artificiales o impositivos será posible mantenerla unida, creyendo en una tradición (y por tanto anterior) común (p. 174).

Ese pensamiento moderno sobre el concepto de nación, a la vez jurídico y culturológico, cristalizó hacia fines del s. XVIII y principios del s. XIX en lo que se conoce en historiografía como el principio de las nacionalidades, es decir, la postura política que defendía el criterio de que las países deben organizarse de acuerdo con la idea moderna de nación, que ya no se correspondía estrictamente con una unidad de idioma o de raíces étnicas. Hay que recordar que ese fue el siglo de José Antonio Saco, de Antonio Bachiller y Morales, y de José Martí, quien no podía menos que estar familiarizado con la conceptualización  acerca de la idea de nación y nacionalidad, a partir de su probado interés por los estudios antropológicos de su tiempo  (Cfr. Álvarez y García Yero, 2014). Entre las formulaciones más destacadas de la idea de nación en el siglo XIX, se encuentra el siguiente pasaje del intelectual francés Fustel de Coulanges, escritas en 1870: “Los hombres sienten en su corazón que forman un mismo pueblo cuando tienen una comunidad de ideas, de intereses, de afectos, de recuerdos y de esperanzas. Eso es lo que hace a la patria. Por eso los hombres quieren caminar juntos, trabajar juntos, combatir juntos, vivir y morir unos por otros. La patria, eso es lo que se ama” (Ápud prólogo a Weill, 1961, p. VI).

La idea de nación permitió que en el s. XIX se sustentara ideológica y jurídicamente el derecho de las naciones a ser políticamente libres. Este criterio se expandió por toda Europa y, desde luego, debió de influir sobre los ideólogos de la independencia cubana, y en particular sobre Martí. Si el concepto de nación se perfila ya  a fines del s. XVIII, el de nacionalidad deriva de este como un desarrollo lógico. Por eso Henri Berr señalaba:

Novedad, en efecto, en el pensamiento y en la vida de Europa, era esa noción de nacionalidad que a principios del siglo XIX se había desprendido de la de nación (…). La nacionalidad es lo que justifica o lo que postula la existencia de una nación. Una nacionalidad es un grupo humano que aspira a formar una nación autónoma o a fundirse, por motivos de afinidad, con una nación ya existente. A una nacionalidad, para ser nación, le falta el Estado que sea propio de ella o que sea libremente aceptado por ella (Ápud prólogo a Weill, 1961, p. VII).

El concepto moderno de nación se consolida en el marco del Romanticismo, el cual afectó a todas las ciencias sociales, desde la teoría del arte hasta el derecho.  Abbagnano comenta: “Gian Domenico Romagnosi fue el primero en suministrar una teoría jurídica del estado nacional en este sentido (Della costituzione de una monarchia nazionale rappresentativa), teoría que P. S. Mancini tomó más tarde como fundamento del derecho internacional (Della nazione come fondamento del diritto delle genti)” (Abbagnano, 1967, p. 833). Es importante señalar que el famoso jurisconsulto italiano Pascual Estanislao Mancini se ocupó particularmentedel tema de la “nacionalidad como fundamento del derecho de gentes” (Ápud prólogo a Weill, 1961, p. VIII). Sobre Mancini ha afirmado Miguel A. D´Estéfano (1985): “es Mancini quien, a mediados del pasado siglo, formula la teoría de la nacionalidad como fundamental en el Derecho Internacional y la del Estado, como derivada de aquella” (t. I, p. 198). Mancini fue una de las grandes autoridades de su tiempo en materia de nacionalidad,  y estableció una importante definición del concepto de nación en uno de sus trabajos fundamentales “Nazionalitá. Qualcheide supra una constituzione nazionale” (Nacionalidad. Ideas sobre una constitución nacional”). Él afirma en esa obra clásica de Derecho: “Una nacionalidad comprende un pensamiento común, un derecho común, un fin común: esos son sus elementos esenciales. Donde los hombres no reconocen un principio común, aceptándolo en todas sus consecuencias, donde no hay identidad de intención para todos, no existe Nación sino multitud y agregación fortuita que una crisis basta para disgregar” (Ápud Narváez Hernández, 2010, p. 175).

En el análisis de las influencias sobre la idea de nación en el pensamiento cubano del s. XIX, es imprescindible tener en cuenta las ideas de Mancini sobre nación, no solo porque es un contemporáneo de diversos y muy informados intelectuales de la Isla —entre ellos el propio Martí—, sino también porque Martí lo menciona en varias ocasiones en sus obras (Martí, 1975, t. VIII, p. 59; t. XIV, pp. 193, 220, 288), lo cual es un indicio de que estaba al tanto de sus ideas y, por ende, de la corriente europea de pensamiento ligada a los conceptos de nación y nacionalidad. La idea de nación, aunque la palabra en sí sea muy antigua, se transforma por completo a partir de la Revolución francesa. Tiene razón George Weill (1961) cuando afirma, al evaluar la transformación ideológica en torno a este concepto: «A ello ha contribuido poderosamente la Revolución francesa. Frente a los reyes, coloca a la nación (…) En los documentos oficiales se escribe: «La nación, la ley, el rey». La nación todopoderosa suprime los privilegios y hasta la existencia de las provincias” (p. 2). Se ha señalado la aplicación del concepto de nación cambia en la segunda mitad del s. XIX y pone como ejemplo el Acta del Congreso de los Estados Unidos de 1872, en que se rechaza el reconocimiento de los amerindios de su país como nación independiente (D´Estéfano, 1985: I, 198), lo cual contradecía flagrantemente las concepciones originarias de Mancini.

Es importante señalar que Martí tuvo una determinada relación también con perspectivas del Derecho Internacional y manifestó su interés en asuntos de derecho internacional, como la Conferencia Internacional Americana o el caso Cutting, lo que ha estudiado minuciosamente José Sarracino (2008). Martí, como se sabe, estudió Derecho primero en Madrid y luego en Zaragoza en los primeros años de la década del setenta, estudios que culminó en 1874. La abogacía entró a formar parte inalienable de su cultura. No es posible desconocer que Martí tuvo una definida cultura jurídica, además de literaria, artística histórica o política. Desde luego que la noción de cultura jurídica tiene que ser comprendida a la vez desde el concepto de cultura, vale decir, desde una perspectiva culturológica, y desde el derecho mismo.

En la contemporaneidad los estudios culturológicos  han venido adquiriendo un desarrollo de gran calibre. La cultura no puede considerarse en calidad de un reducido ámbito de producciones exclusivamente artísticas, sino como el amplio campo en el que se entrecruzan las más variadas actividades axiológico-comunicativas, lo que exige concebir la cultura como un enorme macro-sistema de comunicación de valores (Cfr. Álvarez y García Yero, 2014, pp. 11-28). La cultura es también el modo de existencia de las dinámicas sociales: la familia, la organización del trabajo, el proceso productivo mismo, la tradición, la educación y los fenómenos de la superestructura social, tienen su existencia dentro del marco de la cultura y solo dentro de ella. Así se revela como un factor dinámico y creador de la sociedad, sobre todo en lo que se refiere a la organización y desarrollo de la producción de bienes, pero también en lo que  tiene que ver con  el intercambio de ellos,  con la estructuración de la familia y de los sistemas de valores sin los cuales un grupo humano no puede sobrevivir (Cfr. Eco, 1999). Dentro de la cultura como macrosistema, es posible distinguir subsistemas estructurados que se relacionan específicamente con una esfera de la vida social —económica, política, institucional, etc. —.

Uno de los más importantes subsistemas axiológico-comunicativos de la sociedad a partir de su etapa histórica, es el de la cultura jurídica, el cual se encarga de producir, comunicar, trasmitir y desarrollar signos y valores específicamente jurídicos en el marco de una sociedad histórico-concreta. De este sistema se ocupan disciplinas científicas como la historia del Estado y el Derecho. Hoy por hoy la cultura jurídica es tema de asignaturas completas en universidades de varios países, como en Chile. Así, pues, la cultura en el momento presente debe ser entendida no solamente en el ámbito de la compleja existencia de una sola entidad humana (una nación, por ejemplo), sino que también es susceptible de ser considerada como realización de interrelaciones supranacionales. Es el caso específico de la cultura de América Latina, la cual existe como unidad para muchos importantes pensadores, desde Simón Bolívar a José Carlos Mariátegui, y, desde luego José Martí. En su ensayo Nuestra América, Martí establece como uno de los principios fundamentales para la defensa de la identidad regional  el de las interrelaciones culturales entre nuestras naciones (t. VI, p. 20). Por otra parte, la cultura jurídica no es ajena al sistema general de la cultura, sino una de sus parcelas, la cual existe en un tiempo-espacio concreto. José Pablo Barragán (2012) señala una cuestión capital al respecto:

la cultura es un producto social; el Derecho, como fenómeno social, es un resultado de ese producto. La cultura y el Derecho como producto social tienen como objetivo el llevar al desarrollo armónico de los pueblos; no se puede hablar de cultura renegando del Derecho, pues este es descendiente de la cultura como un todo general. Por tanto el Derecho es parte de ese todo armónico como creación cultural de estabilidad social (…) El Derecho así entendido es un fenómeno cultural. Antes que un conjunto de prescripciones o reglas particulares, es un conjunto de creencias y presupuestos acerca de la forma y carácter de la comunidad donde vivimos. El Derecho es un marco de significación desde el cual interpretamos nuestro mundo social y nos interpretamos dentro de él (p. 2).

Entre los filósofos del derecho en América Latina, Binder (2013) es uno de los que ha dedicado atención a esta categoría en el actual contexto latinoamericano:

De hecho, con cierta frecuencia se nos achaca carecer de cultura jurídica. Corrupción, impunidad, violencia, abuso de poder, arbitrariedad, caudillismo, etc., nos acaecerían debido a la falta de cultura jurídica. Pero no es posible, luego de varios siglos de profusa producción normativa, carecer de cultura jurídica. La cultura jurídica nos servirá o será una carga pesada para nuestras sociedades, pero no se puede afirmar su inexistencia, ni siquiera su débil presencia en la vida social. No hablamos aquí de “cultura jurídica” en el sentido de erudición jurídica o de conocimiento de las habilidades del profesional del derecho o la sapiencia del profesor universitario. La cultura jurídica trasciende a una persona en particular y no depende de sus esfuerzos para adquirirla. Es algo objetivo, que nos sostiene y que no se adquiere por el estudio de los textos legales, de un modo individual o como producto de una formación especializada (p. 6).

La importancia de la cultura jurídica es grande y compleja. Baste traer a colación lo que afirma José Pablo Barragán: “La importancia que tiene la cultura jurídica y su debida forma de implementación en la educación de las personas, es que mediante esto se puede constituir una sociedad con formación integral, de valores y principios ético-jurídicos, que le ayudarán a lograr la justicia de paz, la cultura de lo justo y de la convivencia” (Barragán, 2012, p. 2).  La cultura jurídica, como la cultura en su sentido más amplio de macrosistema del cual aquella forma parte, es una inmensa caja de resonancias, de modo que un elemento axiológico de un país puede atravesar fronteras hacia otros, y viceversa: toda historia de la  cultura jurídica tiene que ver con el modo en que una sociedad recepciona ideas jurídicas generadas en el seno de otra.

Es ese el sentido de interesantes estudios de Paolo Becchi (1997) acerca de la difusión del Código de Napoleón en Alemania en el siglo XIX. En el caso específico de Martí, se cumple en él la perspectiva de Binder sobre la cultura jurídica, porque confluyen en él, por una parte, la cultura jurídica tanto los modos de existencia de una sociedad y una época específicas, la cual opera sobre él en su condición de individuo social, y, por otra, también la cultura jurídica específica de un profesional del Derecho de su tiempo. Este último punto es de gran importancia. El propio Binder (2013) expresa:

(…) se denominará cultura jurídica a la cultura de los abogados: opiniones, creencias, rutinas, hábitos de trabajo, ideas y valoraciones presentes en el conjunto de actividades que llevan adelante los abogados en tanto tales (,,,) En ese sentido la cultura jurídica sostiene a los abogados, constituye un éthos (…) o una tradición presente en lo que han hecho los abogados hasta la actualidad, en sus distintos oficios. Es una estructura que trasciende lo personal, pero lo condiciona, a la vez que su contenido es alimentado por las personas que participan en esa cultura (p. 6).

La cultura jurídica constituye también un espacio no institucional que constituye una zona de mutua relación entre el sistema jurídico en tanto construcción sistémica conceptual, y el dinamismo del proceso social. El investigador antes citado añade una cuestión de gran interés:

la cultura jurídica es algo objetivo donde están inmersas las personas, que ha sido construido colectivamente y que se nos presenta como tradición —obviamente no como “tradicionalismo”, en especial por la connotación conservadora de la palabra, que no es aplicable al análisis que aquí se hace—, que (…) en la visión hermenéutica de Gadamer, significa antes que nada historia, una historia que nos sostiene y se articula entre nosotros principalmente como lenguaje o, mejor dicho aún, como sistemas articulados de signos productores, inmersos en un sistema de comunicación que provoca efectos sociales (p. 6).

Binder se apoya en una perspectiva hermenéutica —no solo la de Gadamer, sino la de la escuela filosófica de Frankfürt—, en cuanto a la cultura como macro-sistema de comunicación. Es necesario traer a colación una cuestión más de las que aborda este autor:

Con este particular sentido, cultura jurídica es tradición jurídica, transmitida, elaborada y reelaborada por la lectura e interpretación de textos y la comprensión de las ciencias sociales que esos textos motivas. Agustín Squella propone distinguir entre cultura jurídica externa y cultura jurídica interna. La primera se corresponde con las ideas, creencias y percepciones del conjunto de la población; la segunda, con las de los operadores jurídicos. Se trata (…) de creencias, puntos de vista, actitudes, hábitos de trabajo y valoraciones respecto del sistema legal presentes en quienes podríamos llamar actores o protagonistas principales que intervienen en la producción, aplicación, defensa y difusión del derecho; es “la cultura jurídica que comparten legisladores, jueces, abogados, funcionarios y profesores de derecho” (p. 7).

En mi criterio, la cultura jurídica de José Martí tiene dos componentes: el externo —adquirido por su formación como abogado— e interno —que tiene que ver con la asimilación, consciente o no, de las normas jurídicas de la sociedad en que se habita, ya sea de manera permanente, ya transitoria—. El componente externo deriva del estudio; el interno, de la experiencia social. Es necesario abordar esta cuestión, para obtener siquiera un acercamiento epidérmico al problema, profundo si los hay, de cómo la concepción martiana de nación, a pesar de su sólido basamento jurídico, resulta de una imprescindible y peculiar integración —de gran interés todavía para la Cuba del presente— entre la perspectiva cultural y la juris-filosófica de Martí para la Isla.  El presente trabajo aborda apenas un aspecto muy específico de ella, puesto que la amplitud y complejidad del pensamiento cultural martiano es muy grande, y tiene que ver, además, con el hecho de que estuvo en contacto directo con la cultura jurídica externa de Cuba, España, Guatemala, Venezuela y Estados Unidos —países donde vivió por períodos amplios—, pero también con la de Francia, por su profundo conocimiento de la cultura general dicha nación, evidente en sus crónicas periodísticas sobre ese país, que incluyen muchos análisis de la vida parlamentaria y aun relativa al Derecho Penal de dicho país (Cfr. entre otros Martí, 1975, t. IV, pp. 355-380).

Si la cultura jurídica es una categoría de gran vigencia, que ha operado en la sociedad desde muy remotos tiempos, independientemente de que solo se la considere como categoría jurídica y culturológica cabal a partir de la Ilustración, sus vínculos con el sistema orgánico de cada sociedad no pueden ser desatendidos. Incluso, la categoría de nación no puede ser comprendida sino atendiendo a su contexto cultural. Hay que insistir en que no es casual que el concepto de nación surja y se consolide en las mismas etapas de la Modernidad —Ilustración, Revolución francesa y Romanticismo— que el concepto de cultura, emanado este último de las reflexiones de una serie de intelectuales tan diversos como Vico, Montesquieu, Schiller, Kant, Herder, Wilhelm von Humboldt, Herbert Spencer, Carlos Marx, Augusto Comte, Talcott Parsons, Vladimir Propp, Eliseo Verón, Boris Uspenski y tantos otros.

Fue el gran ensayista argentino Ezequiel Martínez Estrada uno de los investigadores martianos que insistió con más fuerza en la importancia de que Martí hubiese alcanzado una formación universitaria como jurista. Martínez Estrada (1974) no dejó de señalar que “El estudio del Derecho ha sido de todos los conocimientos adquiridos por Martí en España, el que puede considerarse más acabado y hecho con fines de utilidad, aunque no lo ejercerá” (p. 115).

Resultan muy interesantes las variadas referencias de Martí, a lo largo de obra, a una serie de filósofos que se ocuparon del derecho. Un ejemplo es el de John Locke (Martí, 1975, t. XXI, p. 49), quien se ocupó del derecho natural (Cfr. Abbagnano, 1967, t. I, cap. XIV). También el Apóstol se refiere explícitamente a Thomas Hobbes (1975, t. XXI, p. 169). Para el filósofo inglés el iusnaturalismo fue uno de sus temas de interés: “El problema consiste por consiguiente en determinar hasta qué límite las leyes de la naturaleza, que son las leyes de Dios, autorizan o desautorizan las órdenes de la República o Estado nacido del pacto o acuerdo entre los hombres” (Tierno Galán, 2012, p. XII).

No puede olvidarse ni la importancia de la formación de abogados —verdadero ejército de la metrópoli— en el imperio colonial español, y mucho menos la fuerte tradición de la enseñanza-aprendizaje del derecho en Cuba. No siempre se recuerda que el propio presbítero Félix Varela, no obstante su condición de clérigo, ejerció como profesor de Derecho Constitucional. Y fueron alumnos suyos muchos jóvenes cubanos, algunos de los cuales serían después grandes figuras del pensamiento insular, como José de la Luz y Caballero, una de las personalidades más admiradas por Martí, quien se refiere a él ampliamente en una treintena de ocasiones en sus Obras completas. Eduardo Torres-Cuevas observa al respecto:

En 1820, como consecuencia de la implantación de la Constitución de 1812, se crea en el Seminario de San Carlos la Cátedra de Derecho Constitucional, la cual le es asignada a Félix Varela. Su libro Observaciones sobre la Constitución Política de la Monarquía Española, como antes había ocurrido con sus tesis filosóficas expuestas en su obra Lecciones de Filosofía, provocó un profundo cambio en la juventud estudiosa de la época. Luz asiste a las clases de Derecho Constitucional en 1823. En ese año, ante el avance de las tropas que la Santa Alianza había enviado a España para apoyar a Fernando VII en sus pretensiones absolutistas y anticonstitucionales, los estudiantes de la Cátedra remiten una carta a las Cortes españolas de apoyo al constitucionalismo, contra el absolutismo y la tiranía, y por el respeto a las libertades prescritas por la Carta Magna. La firma de Luz está en ese documento; aún más, se le ha atribuido haber sido el redactor o, al menos, uno de los redactores. (…) En ese documento queda claramente definida la proyección política del joven estudiante: abiertamente constitucionalista, antiabsolutista, liberal —en el sentido en que se utiliza este concepto en la época: “partidario de las libertades”—, reformista y adscrito al pensamiento de la modernidad (2006, vol. 1, t. II, p. 90).

La cultura jurídica de Martí se sistematiza y orienta profesionalmente  en la universidad de Zaragoza —había comenzado a estudiar en Madrid, pero el clima lo afectó demasiado—. El derecho español había formado parte muy importante de la cultura del país y su imperio colonial, y se había caracterizado por su conservadurismo. Incluso en el momento en que la Ilustración y la Revolución francesa transforman una serie de puntos de vista sobre la sociedad, las universidades españolas, con la de Salamanca a la cabeza, se resistieron a introducir cambios en la carrera de Derecho.  Véase la siguiente afirmación:

Cuando hacia 1770 Carlos III ordenó a todas las universidades que elaboraran unos planes de enseñanza nuevos, a título de encuesta o consulta, la Facultad salmantina de Derecho llegó a afirmar altivamente que sus enseñanzas no requerían modificación alguna y que ningún doctor de Salamanca para profesar el Derecho necesitaba servirse de obras ajenas, “bástale a la Facultad —escriben los juristas salmantinos— con ser el baluarte inexpugnable de la Religión” (Vicens-Vives, 1961, t. IV, p. 98).

España demoró en acusar el impulso que aportaron el Iluminismo, lo mejor del pensamiento revolucionario francés y el Código Napoleón a la evolución del Derecho y, en particular, de la filosofía del Derecho, que en Francia, por ejemplo, produjo decisivos cambios de perspectiva. Kant la definió la Ilustración de la manera siguiente:

La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Supere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración (Ápud Erhard et al., 2002, p. 17).

El pensamiento iluminista reflexionó concienzudamente acerca del derecho porque trataba de construir un pensamiento ideológico para el cambio radical de una sociedad anclada aún en el feudalismo, evolución propugnada por la burguesía, ya en el s. XVIII clase social consciente de sus fines. Las décadas del siglo anteriores a 1789 implicaron una renovación radical en las maneras de pensar, tanto en el campo de las ciencias de la Naturaleza y la técnica, como en el de la filosofía y las ciencias humanas. Roland Mousnier  y Ernest Labrousse (1972) afirman atinadamente:

Aunque continúan siendo muy imperfectas, las ciencias humanas realizan grandes progresos. Y en ellas se observa el mismo espíritu e igual orientación que en la “física”. En cuanto al espíritu, se eliminan las causas finales, se descarta la Providencia, se admite el postulado del determinismo; el hombre solo quiere tener en cuenta causas eficientes naturales: medio físico, necesidades humanas, sentimientos, pasiones, ideas; los procedimientos que se adoptan son: la observación de los hechos, sea directamente o por medio de testigos, y el razonamiento experimental (p. 68).

La cuestión del Derecho había sido objeto del pensamiento filosófico a lo largo de la historia europea. Pero en el s. XVIII se había convertido en un tópico de la reflexión filosófica. Por ejemplo, Émile Bréhier (1944), al examinar el s. XVIII desde el punto de vista de la evolución de las ideas, ha señalado:

Desde los sofistas griegos hasta Montaigne y Pascal, la diversidad de leyes había servido de motivo a escepticismos sobre la estabilidad de la justicia humana: tal diversidad testifica el carácter convencional de las leyes. Habría que buscar su unificación en un derecho natural común a todos. El dilema era: o ley natural y, por tanto, universal; o leyes diversas y cambiantes y, por tanto, arbitrarias. Y Montesquieu piensa en un plan en que esta alternativa no tenga sentido (…). Todo el método de Montesquieu consiste en examinar las leyes positivas en sus relaciones mutuas, mostrando cómo, por su naturaleza, tal ley implica o excluye a tal otra (t.  II, pp. 323-324).

Montesquieu encaró el problema de enfrentar el Derecho desde una nueva perspectiva. Defendió una manera renovadora de concebir el Derecho desde la óptica del iusnaturalismo. El cambio se relacionaba directamente con la necesidad de renovar la sociedad de la época. En el prefacio de una de sus obras capitales, El espíritu de las leyes, afirma: “Si yo pudiera hacer de modo que todo el mundo tuviera nuevas razones para amar sus deberes, su príncipe, su patria, sus leyes; que todos se sintieran más contentos en el país, en el gobierno, en el puesto que a cada uno le ha tocado, yo me creería el más feliz de los hombres” (Montesquieu, 1976, p. 41). Martí leyó a este autor e incluso se refiere más de una vez a él (Cfr. 1975, t. V, p. 133; t. XIII, p. 318; t. XXI,  p. 429).

Una de esas referencias corresponda al “Cuadernos de apuntes 18”, el cual data de 1894, es decir, cuando Martí está inmerso en la fase final de la preparación de la Guerra del 95 y, por ende, de la construcción de un proyecto de Cuba republicana. El apunte: “Una tarde Bonaparte estaba ensalzando la capacidad del anciano señor de Portalis, quien estaba entonces trabajando en el Código Civil, y el señor de Remorsat dijo que el señor de Portalis se había nutrido particularmente del estudio de Montesquieu, y añadió que él había aprendido las ideas de Montesquieu como se aprende el catecismo” (t. V, p. 429). Se trata de una anotación en inglés, referida obviamente al proceso de elaboración del Código Napoleón, una de las consecuencias jurídicas más notables del proceso iniciado en 1789. Portalis había desempeñado un papel relevante en su redacción.

Otro destacado enciclopedista fue Dennis Diderot, uno de los pensadores que más se enfrentó al feudalismo agonizante en Francia. Martí lo leyó igualmente y se refiere a él en varias ocasiones (t.  V, p.  119; t. XX, p. 202; t. XXI, p. 217).

Se ha afirmado con razón que “Hasta sus últimos días Diderot lucha contra la arbitrariedad tiránica y los poderes de la ignorancia, a favor de una sociedad culta y humana. Por ello, puede ser considerado con plena razón uno de los más brillantes representantes del Siglo de las Luces” (Dlúgach, 1989, p. 67). Diderot se interesaba por un cambio esencial del Estado francés; aspiraba a “suprimir todos los privilegios estamentales” (Dlúgach: 1989, p. 67), y a convertir a todos los ciudadanos en miembros del llamado Tercer Estado, lo cual equivalía a equiparar a la nobleza, a la iglesia católica y a la burguesía. Por último, otro gran filósofo ilustrado leído por Martí fue Juan Jacobo Rousseau  (Cfr. Martí: 1975, t. V,  p. 365; t. VI,  p. 395; t. VIII, 244; t. XIV, p. 205;  t. XXII, pp. 246 y 316;t. XXIII, p. 254).

Sin el pensamiento de la Ilustración no se puede comprender la cultura jurídica de muchos de los intelectuales cubanos del s. XIX, por la influencia de las ideas e ideologemas de la Ilustración en los intelectuales criollos.  A las ideas de la Ilustración y la Revolución francesa, se añaden las de la filosofía clásica alemana y el Romanticismo. Martí conocía el pensamiento de Kant y se refiere a este eminente filósofo en numerosas ocasiones (1975, t. XII, p. 306; t. XIII, p. 211; t. XIX, pp. 367 y 369; t. XXI, pp. 48, 64, 65, 387; t. XXII, pp. 128, 140). La filosofía clásica alemana significó un desarrollo importante en el campo del iusnaturalismo. Fernández Bulté señala (2005):

(…) en el iusnaturalismo kantiano hay un rasgo sobresaliente que lo coloca en una posición de puente entre el iusnaturalismo anterior y la filosofía hegeliana ulterior. Ese puente consiste, a nuestro modo de ver, en que en Kant el derecho natural adquiere una connotación absolutamente racional, de un lado, y en su conjugación con el afán de libertad que recorre todo el pensamiento y la obra de Kant (p. 127).

La Revolución francesa tuvo, desde luego, un gran impacto en el Derecho. Y Martí estudió se refiere a ella insistentemente. Alude varias veces a Mirabeau  (Cfr. Martí: 1975, t. IV, p. 269; t. XV, pp. 410 y 417; t. XXI, p. 410), uno de los políticos de la Revolución francesa que más atención le prestó al concepto de nación, y señaló:

Para la existencia y el funcionamiento del cuerpo político son precisos dos poderes: el de querer y el de obrar. Por el primero, la sociedad establece las reglas que deben conducirla al fin que se ha propuesto, que es, incontestablemente, el bien de todos. Por el segundo, esas reglas se ejecutan, y la fuerza pública sirve para hacer que la sociedad triunfe de los obstáculos que pudiera encontrar en la ejecución de esas reglas por la oposición de voluntades individuales.

Una gran nación no puede ejercer por sí misma esos dos poderes, y de aquí la necesidad de los representantes del pueblo para el ejercicio de la facultad de querer, o poder legislativo; de aquí también la necesidad de otra clase de representantes para el ejercicio de la facultad de obrar, o poder ejecutivo (Martínez Arancón, comp., 1989, p. 56).

Emmanuel Sieyès es mencionado en específicamente en Nuestra América  (t. VI, p. 17).Sus reflexiones sobre el Tercer Estado, es decir, los elementos no aristocráticos de la sociedad francesa pre-revolucionaria, fueron muy importantes, en la medida en que impulsaron a unos determinados acontecimientos en los primeros momentos de la Revolución francesa. Sieyès apuntaba en su famoso texto “¿Qué es el Tercer Estado?”: “En estas circunstancias, ¿qué ha de hacer el tercer estado si quiere entrar en posesión de sus derechos políticas de una forma útil a la nación?” (Ápud Martínez Arancón, comp., 1989, p. 42). El Romanticismo jurídico, por su proximidad con la época en que Martí estudió, debió haber sido conocido por é. Martí también menciona en sus obras a Friedriech Karl von Savigny, una de las figuras capitales del Derecho romántico. El momento en que lo menciona, da testimonio del interés que, incluso como periodista, tenía Martí por el Derecho:

—Ha muerto Blüntsschli, el gran profesor de Derecho Internacional. Fue un gran colector, un admirable expositor, y un juicioso innovador. Una de sus más conocidas obras ha sido traducida al español y concienzudamente anotada por Díaz Covarrubias, secretario del Despacho en México en tiempos de Lerdo de Tejada. Estudió con Niebhr y Savigny, y se adhirió a la escuela histórica (t. XXIII, p. 95).

Antonio Sánchez de Bustamante, en su texto La filosofía clásica alemana en Cuba. 1841-1898 realiza un estudio de gran interés sobre la influencia del pensamiento de Kant y de Hegel en Cuba, así como el impacto de las ideas de Krause, un discípulo de Hegel, en la isla. Hegel, centró la atención en temas como la propiedad, el contrato, el derecho contra entuerto, y otros tópicos del Derecho (Cfr. Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas, 1986, pp. 450 y sig.). La enorme importancia que Martí concede a la ética no puede desligarse del interés Kant por ella. Fernández Bulté apunta sobre esta línea de pensamiento de Kant:

La ética kantiana, colofón de su discurso filosófico proclama como ley fundamental lo que él llama imperativo categórico, el cual exige guiarse por una regla conductual que se expresa como ley universal, y que también obedece a juicios apriorísticos.

Esa ética trascendental, como es denominada, y a cuyo contenido pertenece el Derecho, no obedece entonces a una cambiant4e necesidad, o a la satisfacción personal de apetencias, deseos o necesidades, sino a ese imperativo categórico apriorístico a que ya hemos aludido.

Que Kant considere el Derecho parte de la ética trascendental, en un doble sentido, es algo que no tiene la menor duda (Fernández Bulté, 1995, p. 127).

Todavía no se ha realizado un estudio acabado de la relación de Martí con el krausismo. El discípulo de Hegel Karl Christian Friedrich Krause fue un filósofo de segunda fila en Europa, y eso implica que en los primeros estudios sobre la formación del pensamiento martiano, no se le haya dado suficiente importancia su conocimiento de la obra de Krause y los krausistas.2 El jurisconsulto Antonio Martínez Bello, en cambio, toca la cuestión, pero de una manera muy poco profunda (Cfr. Martínez Bello, 1989, pp. 38 y sig.). Más certeras son las consideraciones de Elena Rivas Toll, quien realiza un análisis más hondo de la cuestión:

En la ética de Krause aparece una axiología que a partir de la tradicional relación entre el bien y el mal aboga por el principio de obrar el bien por el bien, como ley de Dios para semejarnos a Dios, y deviene concepción sobre el ser y el deber-ser, presidida por la armonía sustancial que reina en todos los órdenes del ser y el conocer. No vivir en armonía con un criterio racional era para Krause y los krausistas resignarse a una humilde y voluntaria servidumbre moral y este presupuesto moral es asumido por el Maestro.

El poderío de la justicia racional era en Krause absoluto y el vincular esta concepción con la dignidad humana, es lógico que encontrara resonancias en el pensamiento martiano en formación (Rivas Toll: 2009, 46-47).

Krause no fue un filósofo importante en Alemania, pero su pensamiento dio frutos duraderos en España y en América Latina, donde su pensamiento contribuyó mucho al desarrollo de las ideas. El krausismo constituyó una influencia indudable sobre muchos intelectuales españoles, que dieron lugar al krausismo español, un importante movimiento que trató de renovar la decadente España de la segunda mitad del s. XIX. Hay que pensar que el krausismo dominó mucho de las ideas de los intelectuales más destacados en España. Si bien se sustentaba sobre principios de la filosofía idealista objetiva de Hegel, su proyección ética —e incluso jurídica, en juristas españoles como Julián Sanz del Río, Gumersindo de Azcárate, Manuel Pedregal y Cañedo, Adolfo González Posada, Joaquín Costa, Pedro Dorado Montero y otros— fue muy importante para la formación de las ideas de Martí. Como apunta Elena Rivas Toll (2009):

El krausismo español, que deviene filosofía social antropológica con fuerte base ética, impresiona a Martí y radicaliza aún más su pensamiento revolucionario formado en Cuba. Sin lugar a dudas, Martí conoció la existencia del filósofo alemán, a través de la divulgación que de parte de su pensamiento hacían los krausistas españoles (p. 49).

Habría que añadir otra vía de relación entre Martí y Krause. Sánchez de Bustamante (1984), al analizar una posible influencia de Krause en el pensador insular Luz y Caballero, el cual como ya se ha señalado aquí fue muy apreciado por Martí,  apunta: “El krausismo encuentra en Economía Política y en Filosofía del Derecho, con Bachiller, un terreno abonado para germinar profundamente; no así en Filosofía General. Cuando llega al pensamiento de Luz y Caballero, el choque es inevitable y se produce un rechazo” (p. 118). También Sánchez de Bustamante establece la existencia de una determinada influencia de Krause en el importantísimo intelectual cubano Antonio Bachiller y Morales (Cfr. Sánchez de Bustamante, 1984, pp. 122 y sig.). Bachiller y Morales fue una personalidad muy admirada por Martí, quien escribió un retrato periodístico del notable intelectual y se refirió a él en varias ocasiones (Cfr. Martí, 1975, t. I, pp. 27 y 35;  t. V, pp. 115, 143, 144, 146, 147, 148, 151, 153, 154, 155; t. XX, pp. 342, 344 y 477; t. XXII, p. 92). Sánchez de Bustamante  señala una cuestión cardinal:

Todo pueblo que sostiene su propia personalidad (soberanía política) en la sociedad humana siendo en verdad en todos su fines una condición libre y activa de su destino, debe tener propio derecho y estado; porque tan inmediato como está consigo para la realización de sus fines humanos, tan inmediato e inherente le es su Estado como la expresión de las condiciones relativas a la vida total del pueblo mismo. Solo el pueblo que posee un carácter nacional, y conoce claramente su fin histórico, acierta a conocer las condiciones permanentes y las actuales, cada vez, de su vida, y sabe hallar los medios legítimos y los oportunos para cumplirlas, la forma de Estado que le conviene y las personas (los poderes) que en representación del todo deben hacerla efectiva (Cfr. Sánchez de Bustamente, 1984, epígrafe 115).

Un juicio de Krause de gran interés en cuanto a la concepción de la nación como entidad moral:, idea que recorre el pensamiento cultural cubano de todo el s. XIX: “Al participar en una agrupación humana —la sociedad— el hombre hace suya una vida superior y su propia vida se enriquece y se hace más bella”(Ápud Payo de Lucas, 2012, p. 196).

Por otra parte, la cuestión que toca Krause de un Estado de grandes dimensiones, debió de ejercer determinada influencia en la noción martiana de la unidad de nuestra América. Para el Apóstol, la unidad hispanoamericana era una realidad sustancial, determinada por el común origen, la similitud de hábitos, la identidad de intereses históricos, económicos y culturales. Ahora bien, ello no significaba para Martí que debía volverse a una total integridad política, ni que debía “construirse” artificialmente un megapaís, formado con todas las repúblicas surgidas de las guerras de independencia de principios del siglo XIX. Por el contrario, como ha sabido comprender muy claramente el investigador francés Noël Salomón, la apreciación martiana es la siguiente:

No cabe duda de que la idea de la patria americana es una de las orientaciones cardinales del pensamiento martiano. Mediante anticipaciones, que yo considero geniales, José Martí comprendió que la unidad continental o la unidad americana de Nuestra América correspondía a una necesidad geográfica, o geopolítica, histórica, derivada del pasado del pasado de una comunidad de pueblos que hablan dos o tres lenguas latinas, era, lo comprendía, un legado del pasado también prehispánico, precolombino; y también comprendía, atisbaba, que llama él “el día de la visita que se aproxima”, o sea, la amenaza del imperialismo, cada vez más cercana (Salomón, 1974,  p. 88).

De lo que se trataba para Martí era de consolidar relaciones supranacionales que garantizaran la unidad cultural e ideológica de Hispanoamérica, y por tanto, contribuyeran fuertemente a la defenderla contra la avidez norteamericana:

De todos los peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. Otras olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero una pompa de jabón, el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta del extranjero (Martí: 1975, t. VI, p. 21).

Martí no abordó de forma expresa y cabalmente explícita el concepto de nación hasta que tiene veinte años, a pesar de que antes de esa fecha ya ha venido escribiendo y publicando numerosos textos e incluso un folleto, El presidio político en Cuba. De inmediato se comprenderá el porqué. El primer texto en que Martí expresa una consideración sobre el concepto de nación, data de 1873. Ya era estudiante de Derecho en España, se había instaurado una república en ese país, y el prócer cubano analizaba en “La República Española ante la revolución cubana” las consecuencias que esto podría tener para su patria.

Puede deducirse entonces que Martí empieza a utilizar en su escritura esos dos conceptos cuando ya ha adquirido una cultura jurídica, y no antes. De modo que su empleo de esos términos puede considerarse vinculado directamente a su formación como abogado. Desde luego que es posible —pero no es posible probarlo—, que antes de que él usara por primera vez el vocablo nación en sus escritos, él se haya asumido un concepto de nación relacionado con la cultura jurídica externa, es decir, la de su sociedad y su época; pero no hay manera de probar esto. De modo que hay que atenerse al momento en que por primera vez escribe la palabra nación, lo cual ocurre donde se ha señalado y luego de sus estudios de Derecho en España. Tampoco es posible identificar un concepto de nación propiamente dicho en los textos precedentes a 1873.

Recuérdese que un concepto es una categoría lógica y tiene que ser declarado, expresado directamente, debe existir a través del par dialéctico forma-contenido, es decir, como signo, no consiste nunca en una connotación o un matiz de significado que un lector infiera: un concepto es un exactamente un signo, y si no se materializa como signo específico, hay que hablar de matices de significación, de alusiones, de connotaciones, pero no de conceptos propiamente dichos (Abbagnano,1972, p. 190). En el pasaje en que se refiere por primera vez de forma verbal explícita al concepto de nación, hay matices contextuales de gran interés:

Hombre de buena voluntad, saludo a la República que triunfa, la saludo hoy como la maldeciré mañana cuando una República ahogue a otra República, cuando un pueblo libre al fin comprima las libertades de otro pueblo, cuando una nación que se explica que lo es, subyugue y someta a otra nación que le ha de probar que quiere serlo. —Si la libertad de la tiranía es tremenda, la tiranía de la libertad repugna, estremece, espanta (Martí, 1975, t. I, p. 89).

Nótese la observación: “una nación que se explica que lo es”. La nación tiene que estar sustentada, explicada para sí misma, vale decir, contar con un sostén ideológico, de manera que un pueblo puede ser, como Cuba, una colonia, pero si aspira a la libertad puede ser comprendido, explicado como nación. El joven estudiante de jurisprudencia asume a la Cuba entonces insurgente como nación, y no como colonia. Martí establece una contradicción entre la nación española —reconocida como tal y con conciencia de tal— y la nación cubana, que todavía no ha alcanzado pleno reconocimiento. Martí debió de haber tomado, quizás, alguna conciencia de la necesidad de defender del derecho de Cuba a constituirse en nación, desde sus años juveniles. Durante su primer destierro en Madrid, trabó amistad con un eminente jurisconsulto camagüeyano y patriota cubano, José Calixto Bernal y Soto. Tuvo que salir de Cuba, por razones políticas, y se estableció primero en París y luego en Martí, donde se convirtió en mentor espiritual y político del entonces muy joven y recién desterrado Pepe Martí. Publicó en Madrid un opúsculo, titulado Vindicación. Cuestión de Cuba, el cual motivó luego su destierro, siendo ya anciano, al Marruecos español, en el cual defendía el derecho y la razón jurídica de los cubanos que se habían alzado en armas en 1868 —y seguían luchando cuando ese folleto apareció—. Era una cuestión importante, porque Bernal se enfrentaba allí a posiciones que pretendían catalogar a los cubanos en armas como rebeldes al gobierno y la constitución españolas, carentes de derecho jurídico a ejercer la soberanía de la isla (Cfr. Álvarez y Sed, 1997, pp. 107 y sig.).

Bernal fue el precursor del derecho de los cubanos a constituirse en nación independiente. Y él influyó sobre Martí, quien, años después de haber conocido y leído a Bernal, escribió su famoso texto “Vindicación de Cuba”, cuyo título evidencia su deuda con el jurisconsulto camagüeyano. Bernal, hoy completamente olvidado en las universidades insulares, fue una influencia importante en Martí. En el pasaje martiano antes citado podría tal vez haber un eco de su lectura de las obras de Bernal en Madrid. Martí, muy atento desde su adolescencia a la marcha de la Guerra de los Diez años, y particularmente informado de todo lo que tuvo lugar el 10 de abril de 1869 en Guáimaro, aplica el término de nación a la Cuba insurgente. Este texto martiano de 1873 permite comprender la perspectiva del joven Martí sobre el asunto. Es importante hacerlo, porque, como señalara Villabella:

En algunos estudios el valor de este texto (Nota del editor: la constitución de Guáimaro) ha sido minimizado por considerarlo demasiado idealista, poco ajustado a las condiciones de guerra e incapacitado para lograr la conciliación de los intereses presidente-Cámara-militares —como sucedió a la postre—; tales estudios desconocen que la misma es producto de un patriciado que trata de proyectar en la misma lo más avanzado del ideario político del momento y de hombres apasionados y fieles a sus convicciones (Villabella, 2000, p. 55).

El krausismo fue muy importante para Martí, en particular en lo que se refiere a una percepción iusnaturalista de su pensamiento. Hay una cuestión muy importante en el pensamiento de Krause:

En consecuencia, algo muy importante extraído de su metafísica, es la unión de la Naturaleza con el Espíritu para formar un ser de armonía, siendo su manifestación la Humanidad. Vemos también una clara influencia de Spinoza. Esto es muy relevante para nuestro trabajo, pues al concebir Naturaleza y Espíritu en un mismo plano las consecuencias morales son insospechadas para la época: defensa de los derechos de la naturaleza, importancia del cuerpo, derechos para la humanidad —niño, mujer—, respeto hacia los animales. Creo que este es el verdadero fondo del krausismo. Pero no solo derechos, sino también libertades (Payo de Lucas, 2012, pp. 196-197).

Martí se refirió al destacado jurisconsulto italiano Mancini, el primero en teorizar sobre el concepto de nación correspondiente a la Modernidad. En la antes citada expresión de Martí sobre la nación cubana, se pone de manifiesto su vinculación con las teorías de Mancini. Recuérdese lo que ha señalado Miguel A. D´Estéfano sobre las ideas del italiano:

Mancini analizaba los elementos que componían la nacionalidad y establecía que la conservación y desarrollo de la nacionalidad no es solamente un derecho, sino un deber jurídico, y que no existe sino un solo sujeto y una sola persona en el derecho de gentes: la nacionalidad y, a esa concepción, se vincula la independencia de muchas naciones en el siglo XIX, tanto en Europa como en América Latina (D´Estéfano, 1977, t. I, p. 198).

Otro elemento de enorme importancia está contenido en ese artículo de Martí. En 1873, algunos políticos españoles aspiraban a “reformar” el estatus constitucional de Cuba, y, de colonia, pasarla a ser una “provincia de ultramar”, de manera que así evitarían “el fraccionamiento de la patria”. No era más que una manipulación política para conservar el yugo sobre la Isla. Esos políticos peninsulares sentaron esa aspiración sobre la base de la deformada y alienante estructuración institucional establecida en la colonia. El constitucionalismo español, deficiente y raquítico, resultaba deformado en su aplicación en la Isla. Los políticos españoles que defendieron el cambio de estatus de Cuba, de colonia a provincia de ultramar, confiaban en que ello atenuaría tal vez las justas demandas de los independentistas, sobre la base de establecer una supuesta equidad constitucional entre Cuba y España. Ante esas maniobras políticas, Martí asume una postura de rechazo total, obviamente sustentada en el hecho de que Cuba es ya una nación con perfil propio: “Si España no ha querido ser nunca hermana de Cuba, ¡con qué razón ha de pretender ahora que Cuba sea su hermana?—Sujetar a Cuba a la nación española sería ejercer sobre ella un derecho de conquista hoy más que nunca vejatorio y repugnante. La República no puede ejercerlo sin atraer sobre su cabeza culpable la execración de los pueblos honrados” (1975, t. I, p. 94).. Con “La República Española ante la revolución cubana”, Martí da comienzo a un elemento que será temática frecuente de sus escritos políticos hasta el fin de sus días: la comparación entre la nación ibérica —decaída y corrupta en su cultura y en su condición de nación— y la nación cubana que luchaba por su independencia.

El Apóstol tenía varias razones para establecer ese paralelo. La razón primera y fundamental tenía que ver con su oposición a los autonomistas. La corriente del autonomismo cubano insistía en sostener que Cuba podría desenvolver su economía y sus instituciones sociales y políticas si alcanzaba la condición de provincia autónoma. La prédica del autonomismo era, desde luego, un peligro para la unidad ideológica de los cubanos en pos de la independencia. Martí insistió muchas veces en que ese proyecto político era impracticable porque la situación política española era por sí misma deplorable, de modo que una estatus autonómico para Cuba significaría para la isla permanecer sujeta a una país cuyo gobierno y cuya sociedad tenían graves conflictos internos. Eso no correspondía con el tipo de nación que el Apóstol deseaba que se constituyese en Cuba. Entre otros momentos, Martí dice:

Sí. ¡Es la independencia el esfuerzo supremo de mi patria porque se siente unida en una aspiración fuerte, compacta, potente, ilustrada, rica, amada, requerida por la más fecunda prosperidad, y España dividida, desmembrada, en la política desmoralizada, en la administración corrompida, en la industria atrasada, en el comercio pobre, en todo devastada y decaída, no puede llevarla allí donde sus fuerzas vírgenes la arrastran allí donde el comercio y el cuidado de un mundo nuevo y floreciente la atraen con invencible poder!

Sí. ¡Es la independencia la aspiración unánime de Cuba, porque Cuba no quiere subyugar su vida joven y robusta a la vida débil y roída que arrastra la nación en el continente, porque no quiere verse de nuevo sujeta como España a que un cambio político le arranque sus derechos como provincia española, si admitiera serlo, y la vuelva al estado mismo de postración y de riqueza infame en que la dominación de España la sujetaba y oprimía! (1975, I, p. 107).

Dos años después, en 1875, Martí, ya establecido en México, publica un artículo de título significativo, “Colegio de abogados”, en la Revista Universal. Allí expresaba:

una nación republicana no puede vivir sin el perfecto conocimiento de sus instituciones; los que han de conducir un día por prósperos caminos a la patria, deben educarse vigorosamente, fortalecerse en la conciencia de sí propios, templarse al fuego vivo del derecho, ley de paz de los pueblos libres, en la progresión sucesiva de las leyes de los pueblos de la tierra (1975, t. VI, pp. 209-210).

Defiende la idea de que no basta que una nación cuente con instituciones republicanas: es necesario que el pueblo de esa nación conozca plenamente el sentido de ellas. Está abogando, pues, por una cultura jurídica generalizada en el país. La importancia de esa afirmación martiana fue señalada hace varias décadas: “A lo hondo de la creación jurídica va Martí al advertir que una nación no puede existir sin el perfecto conocimiento de sus instituciones” (Santovenia, 1944, p. 81). Ese mismo año, hace evidente que su concepto de nación parte no solo de una perspectiva jurídica, sino también de un punto de vista cultural: “Toda nación debe tener un carácter propio y especial” (Martí, 1975, t. VI, p. 227).En 1875 Martí pone de manifiesto su convicción, que habrá de acompañarlo el resto de su vida, de que la nación a que debe aspirar su América —y por tanto Cuba— debe asentarse firmemente sobre la base del trabajo: “La industria fabril crea y transforma, en cambio, de un modo siempre nuevo productos fijos y constantes, en los que se asienta el verdadero bienestar de una nación (1975, t. VI, p. 268). Ese artículo se publica el 14 de julio de 1875, aniversario de la Revolución francesa. Al día siguiente, 15 de julio, no contento con esa declaración de principios, vuelve a ratificar su punto de vista de la nación como entidad a la vez jurídica, cultural y trabajadora:

La “Revista” se enorgullece de que los obreros asciendan por su propia fuerza y convicción de dignidad, de masa conducida e inconsciente, a hombres dignos y capaces de examinar e interponer sus derechos. Quiere hombres para su patria: no quiere sustituir a la esclavitud política pasada por una esclavitud moral, perniciosa porque vive en las masas esenciales y constituyentes en grado principal, de la nación. (1975, VI, p. 274).

Ninguno de los documentos martianos conservados de 1874 aborda el tema de la nación. Es un año en que Martí está sumergido en su labor como periodista en México y, también, este país está viviendo una etapa muy difícil por las rivalidades en cuanto al poder entre Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz. Al mes siguiente, el 8 de junio, vuelve a reflexionar en la misma revista sobre el concepto de nación, ahora desde el ángulo de lo que podemos considerar culturológico: “Toda nación debe tener un carácter propio y especial” (Martí, 1975, t. VI, p. 227). Ese año 1875 es fundamental para comprender la radicalización del pensamiento martiano. Otra idea publicada ese 14 de julio de 1875 un artículo en el cual establece una relación indisoluble entre una nación y sus obreros. Dice el joven abogado y periodista: “La industria fabril crea y transforma, en cambio, de un modo siempre nuevo productos fijos y constantes, en los que se asienta el verdadero bienestar de una nación” (Martí, 1975, t. VI, p. 268).

Es la primera vez que formula un principio que será esencial en todo su pensamiento y, en particular, en sus ideas acerca de una futura república cubana. De manera que 1875 puede marcarse como el año en que comienza a escribir con seriedad sobre el tema de la nación. El 1876 muestra a Martí todavía más interesado en ello, enfocado ahora en su relación con la democracia. En México, como en buena parte de América Latina, el krausismo ha penetrado, sobre todo a través de los krausistas españoles como Julián Sánz del Río (fundador del krausismo español), Adolfo González Posada, Francisco de Paula Canalejas, Gumersindo de Azcárate y Francisco Giner de los Ríos, el pensador Gumersindo de Azcárate, intelectuales muy frecuentemente referidos por Martí en sus obras.

Hay que señalar, además, que el krausismo español se había formado, más que por la lectura directa de las obras de Karl Christian Krause, por el estudio de las de sus discípulos, en particular Heinrich Arens y Wilhelm Tiberghien. El krausismo español se había ocupado con gran interés de temas filosóficos y pedagógicos, pero también, con no menor intensidad, del derecho natural. En este sentido, defendieron la idea de que el Estado tenía como función esencial asegurar que la sociedad se desarrollase armónicamente; esto, en la perspectiva de los krausistas españoles, podría alcanzarse a través de un proceso de reformas sociales y de un intenso trabajo educacional asentado sobre enfoques novedosos y renovadores. El krausismo jurídico se adscribió a una perspectiva ética. Por eso en sus pensadores puede hallarse un enfoque marcadamente iuris-filosófico. Se vincula así el krausismo iurisfilosófico con el derecho natural, por su carácter esencialmente vinculado con la ética. El 5 de diciembre de 1876, aparece en El Federalista su artículo titulado “Catecismo democrático” en que hace evidente su conocimiento sobre el pensamiento jurídico del krausismo:

Ahora publica el orador de Puerto Rico, que ha hecho en los Estados Unidos causa común con los independientes cubanos, un catecismo de democracia, que a los de Cuba y su isla propia dedica, en el que de ejemplos históricos aducidos hábilmente, deduce reglas de república que en su lenguaje y esencia nos traen recuerdos de la gran propaganda de la escuela de Tiberghien3 y de la Universidad de Heidelberg. (…) La voluntad de todos, pacíficamente expresada: he aquí el germen generador de las repúblicas (Martí, 1975, t. VIII, pp. 53-54).

En 1880, manifiesta un interés similar por el concepto de nación, pero ahora lo hace claramente desde el punto de vista de la cultura, y no solamente del Derecho. Es un enfoque que a partir de ese momento marca todas sus ideas sobre la nación cubana: “El arte, como la sal a los alimentos, preserva a las naciones” (Martí, 1975, t. XIII, p. 482). Estos brillantes comienzos de la reflexión martiana sobre nación y su vínculo inextricable con la cultura, se consolidan en su período de madurez intelectual, artística y política.

…continuará…..

1 Cfr. Luis Álvarez y Olga García Yero: Visión martiana de la cultura. Ed. Ácana. Camagüey, 2008.

2 Jiménes-Grullón no se ocupa de esta presencia de Krause en Martí  (Cfr. Jiménes-Grullón: 1960).

3 Se refiere al filósofo belga Wilhelm Tiberghien, discípulo de Krause, el pensador hegeliano alemán que tanto influyó en las ideas en España y América Latina. Tiberghien fue traducido al español por Hermenegildo Giner de los Ríos.

Tomado de: http://www.cubaliteraria.cu

Luis Álvarez*Se graduó de Licenciatura en  Lenguas  y  Literaturas  Clásicas en la Universidad  de  La Habana (1975). Es Doctor en Ciencias (2001) y Doctor en Ciencias Filológicas (1989), ambos por la Universidad de La Habana, donde trabajó durante varios años. Ha participado en la elaboración de planes de estudios y programas docentes para el nivel superior, así como ha sido coordinador de diversos Diplomados y la Maestría en Cultura Latinoamericana, desde su natal provincia: Camagüey. Además, ha hecho ediciones críticas y traducciones especializadas, prólogos a libros, notas críticas publicadas en revistas nacionales y extranjeras, dictado conferencias en universidades de Cuba, España, Canadá y México. También ha participado en numerosos simposios y ha sido miembro de jurados en importantes premios convocados por prestigiosas instituciones del país. Es columnista de la revista digital Cubaliteraria desde 2007.

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