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Luciano Castillo: “No pudiera vivir sin el cine” (Parte I)

Luciano Castillo. Escritor, crítico e investigador de cine. Director de la Cinemateca de Cuba

Por Daniel Céspedes Góngora

Reservado por prudente, tenaz por apasionado, Luciano Castillo (Camagüey, 1955) es, sin ser actor, guionista o director, una personalidad cinematográfica. Su escritura de cine viene a confirmarlo. Es uno de los especialistas cubanos con más colaboraciones en revistas culturales fuera y dentro del país, lo que lo convierte en una autoridad en los temas más diversos. Con numerosos volúmenes sobre el cine nacional e internacional, sus criterios son atendibles por la precisión de la información y la amenidad de su discurso.

Sus aportes al cine nacional son incuestionables no solo por saber llevar adelante la Cinemateca de Cuba —empresa ya iniciada por otras figuras—, sino por la paciencia y el interés de concebir los cuatro tomos indispensables de la historia que conforman la Cronología del cine cubano, en coautoría con el camarógrafo e historiador Arturo Agramonte.

No es un secreto cuánto trabaja y de los múltiples proyectos que siempre lo asisten, lo que no impide estar al tanto de lo que se publica en todo el país. Cuando ha tenido que elogiar o increpar opta por decírselo a la persona frente a frente, y algunos de sus juicios expresados en debates públicos, incluso, en televisión, han sido a veces malinterpretados.

Luciano sabe lo que cuesta ser un intelectual que se escucha y por tanto, influye. Defiende con vehemencia sus opiniones. Sin embargo, me consta —y esto es difícil en los capricornianos— que reconoce si se equivoca. Es uno de los pocos que, al valorar una película, uno no espera que ofrezca pronto argumentos, no por incapacidad, sino porque su parecer emana de una experiencia audiovisual enorme que lo defiende y legitima.

Admite una y otra vez que no es un teórico y reitera que, si bien el género periodístico que más le apasiona es la entrevista —disfruta muchísimo leerlas y hacerlas—, rehúye los cuestionarios, de manera que he tratado de que esto no sea otro más. Que Luciano haya accedido es una excepción.

¿Qué es la crítica de cine para Luciano Castillo?

Cuando pienso en cuestiones como esta, siempre apelo a la definición que considero más certera —y la debo al desaparecido sacerdote y crítico colombiano Luis Alberto Álvarez—, de que el crítico es un “espectador intensivo”. A su juicio, “su labor es poner a disposición de la gente que va al cine informaciones y referencias que le ayuden a formar su propio juicio, incluso contra el crítico mismo”.

Me aferro a ella porque esa es mi concepción: no ser alguien que se considera por encima del público ante todo por dominar y derrochar un lenguaje indescifrable y, en no pocos casos, del realizador, a quien en ocasiones se atreve a aconsejar.

Aunque se te lee más cuando entrevistas a un director, un actor o actriz o escribes sobre una cinematografía, eres un crítico de cine que ha desistido ya de escribir crítica, lo que no quita que tu criterio valorativo sobre una obra, expuesto al salir del cine o, entre tus colegas, se respete. ¿Por qué la renuncia —si quieres llamarle así— a dejar por escrito tus opiniones más críticas sobre el cine?

Inevitablemente llegué a la convicción de no volver a ejercer la crítica cinematográfica. Decidí conformarme con ser un investigador e historiador, porque cuando leo hoy aproximaciones críticas a ciertas películas que he visto me parece que no son las mismas por la forma en la cual son abordadas.

Soy un enemigo furibundo y declarado de ese sector de la crítica (¡y de los programadores de festivales!) que concibe el cine como una forma de aburrimiento y consagran ensayos muy enjundiosos a lo que he denominado “tediometrajes”, esa alarmante tendencia —por suerte, ya en declive— que intentan justificar al ponderar obras carentes de toda dramaturgia (les dicen “desdramatizadas”).

Si ocurre algo en la trama, las tildan de “convencionales”. Para no hablar de aquellas sobrevaloradas, más abundantes de lo que debieran ser, sobre las que los críticos repiten una y otra vez las reseñas impresionistas de los acreditados en certámenes internacionales.

Me desahogué sobre lo que pienso en torno a este tema en mi texto Cómo hacer una película para ganar un festival europeo, el cual disfruté mucho escribir y, además, resultó muy polémico; pero me enorgullece que algunos profesores de cine en otros países lo discutan con sus estudiantes por todos mis planteamientos debidamente justificados.

Así que prefiero, insisto, la soledad del investigador, eso sí, acucioso al máximo, con el placer que proporciona hallar un dato que ayude a configurar ese rompecabezas incompleto de nuestro cine. Y cuando me enfrento a una película y, en privado, expreso mi criterio, que puede ser diametralmente opuesto al que haya leído en alguna publicación, me jacto de mi certeza al coincidir luego con críticos importantes que respeto y admiro, tanto por sus opiniones, como por el modo que escriben y el respeto hacia el público.

Y, uno encuentra crítica en tus trabajos más de recorrido histórico, incluso, en tus entrevistas, en las que, por cierto, eres excelente. A propósito, ¿quién ha sido más fácil de entrevistar y, si quieres decírmelo, ¿quién el más incómodo?

Empiezo por el más incómodo o, mejor dicho, más difícil: Fernando Pino Solanas, un cineasta que admiro mucho, pero confieso que fueron insoportables mis experiencias (¡sí, porque me atreví a entrevistarlo dos veces!). La pasión desmedida le arrastra a hablar tanto de su obra como del contexto histórico en que las ha realizado, por lo que la transcripción de aquello fue de lo más extenuante que me haya ocurrido.

Las más fáciles, y opto por incluir a dos actrices que amo, fueron la inglesa Julie Christie y la española Ángela Molina, dos profesionales delante y detrás de las cámaras. Imagínate cuánto admiraba a la Christie, sin haber podido ver entonces Doctor Zhivago, que le pregunté tantos detalles de su filmografía, que terminó diciéndome: “Oiga, ¡cómo usted me conoce!”, frase que más o menos en esos términos he tenido el privilegio de que me expresen figuras como la inmensa Vanessa Redgrave o el gran realizador italiano Ettore Scola. Con cuánta frecuencia repito esa memorable frase suya sobre determinados “cineastas”: “Él ama el cine, pero el cine no lo ama a él”.

Olvidé decir que Julie Christie, inglesa al fin, me esperaba puntualmente en el lobby del hotel Capri, pues para esa fecha el Hotel Nacional estaba en reparaciones y ese era el centro del festival de cine al que asistió para presentar Miss Mary, de María Luisa Bemberg. Y, de pronto, se le ocurrió que, para mayor tranquilidad, la entrevistara en su propia habitación, sentados en la cama, mientras el fotógrafo intentaba llevarse una prenda interior de recuerdo.

La de Ángela también fue una experiencia inolvidable, era su primera visita a Cuba y una mañana que recorría el malecón, la sorprendió una tremenda ola de nuestros nortes que la bañó de pies a cabeza. Corrió al hotel Habana Libre a cambiarse de ropa y, a la hora acordada, estaba lista para hablarme del Buñuel que conoció en Ese oscuro objeto del deseo, su última película.

Detrás de cada una de mis entrevistas, para las cuales me documento a la saciedad sobre la personalidad con quien hablaré, existen muchas anécdotas que no me gusta narrar al redactarlas; en lugar de una extensa introducción del personaje y de describir la ambientación, les cedo a ellos todo el protagonismo.

Por supuesto que existen muchas figuras del cine que me habría gustado entrevistar y nunca lo logré, como en el caso de Jeanne Moreau, una de mis favoritas en toda la historia del cine, o el griego Theo Angelopoulos. En cuanto a él me conformé con apelar a una forma de acercarme y preguntarle cuanto deseaba, que es la entrevista imaginaria, cultivada por algunos colegas, y que me entusiasmó ejercitar al menos esa ocasión.

¿Cuál es tu preferido de los libros de entrevistas que has publicado?

Nunca lo había pensado, pero pienso que el primero: Con la locura de los sentidos, en el cual reuní un conjunto de mis primeras incursiones en el género, gracias a mi labor como reportero del Diario del Festival. Corría de un sitio a otro para intentar entrevistar a cineastas que me interesaban sin dejar de ver todas las películas que podía, casi sin dormir.

De todos modos, tengo diseminadas otras entrevistas, unas incluidas en una sección de Trenes en la noche, el libro con que me siento más satisfecho, o en Retrato de grupo sin cámara, los dos publicados gracias a la Editorial Oriente; y varias dispersas, como las de Brian de Palma o el veterano James Ivory, sin olvidar a Emir Kusturica. Alguna vez las compilaré en un volumen para impedir condenarlas a la dispersión de las revistas.

No sé si te has percatado de que acostumbro a alternar los libros sobre cine cubano con alguno sobre cine internacional, como un respiro y porque no solo me interesan los avatares de nuestra cinematografía. En ese sentido, La Biblia del cinéfilo es aquel libro de referencia que siempre quise tener al alcance de la mano y su éxito de ventas me convenció que no era el único en esperarlo.

Es muy difícil, por obvios inconvenientes humanos y terrenales, ver todo el cine que uno quisiera. Sin embargo, hay que intentar una balanza entre lo aparentemente del pasado y el torrente audiovisual más contemporáneo. En esa balanza, que alterna entre la cantidad de lo que se ve y del cómo se ve, estaría para mí la oportunidad y la osadía de ser crítico de cine. ¿Cuál es tu opinión?

Trato de ver todo el cine posible en el tiempo de que dispongo, casi a un ritmo de una película diaria y un poco más los fines de semana. Y en los festivales a los que tengo el privilegio de asistir, corro de un cine a otro para intentar ver la mayor cantidad que pueda antes de agotarme, ¡hasta cinco en un día!

Es muy gratificante el descubrimiento de un filme o de un director, capaces de sorprenderte tanto que al terminar de apreciarlo —como me ocurrió en el 41 festival de La Habana, en diciembre del 2019, al admirar Retrato de una mujer en llamas, de Céline Sciamma— suscite el no desear ver nada más a continuación. Obras como esa tienen el raro don de saciar la avidez cinéfila.

Lo mejor es contar con un atinado criterio selectivo para evitar perder el tiempo, con lo implacable que resulta. Este entrenamiento conduce a muchos a atreverse a ejercer la crítica, ante todo ahora que existen espacios inimaginables en internet, y algunos son muy buenos, pero otros no pasan de la reseña informativa y la repetición de opiniones leídas en publicaciones electrónicas, incluyendo hasta los títulos con que esas películas se estrenaron en otros países y no en el nuestro.

Recuerdo cómo cuando —a instancias de Senel Paz— osé escribir la primera, publicada cuarenta años atrás, en el periódico Adelante, de mi natal Camagüey, lo hice luego de ejercitarme primero con comentarios radiales y en textos que publicaba modestamente como compilaciones informativas.

En cuanto a la balanza de que hablas, disfruto a plenitud con más frecuencia revisitar un clásico que ver obras contemporáneas magnificadas por la crítica y los festivales, provocadores del surgimiento de un género conocido como “películas para festivales”.

¿Qué debe poseer un crítico de cine?

Ante todo, la mayor cultura cinematográfica posible (y lo subrayo). Es el resultado de la sedimentación de muchos años de ver cine de todo tipo, no solamente el mejor ni el más contemporáneo. Es ineludible contar con una cultura general y estar actualizado con las tendencias teóricas, pero no abusar del instrumental teórico y aplicarlo fríamente al análisis de un filme o del acceso a un grupo de libros. ¡Cuánto afectó a la crítica de cine las indigestiones de semiótica que sufrieron y nos hicieron sufrir ciertos “críticos”!

Cuestiono insistentemente a no pocos que, incluso, siendo miembros de la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica —por referirnos solo a la isla—, se pueden contar con los dedos de una mano las películas que ven en un año. Por este motivo resulta tan difícil la selección anual de los mejores títulos exhibidos; en la del año 2019, por citar un ejemplo, apenas participaron 27 críticos de una membresía superior los 60.

Cuando vivía en Camagüey siempre estaba atento al finalizar cada año a la publicación de la selección de los críticos para ver qué películas relevantes tenía pendientes o no se habían estrenado aún allí para localizarlas; pues bien, recuerdo como una de mis experiencias más decepcionantes al radicarme en La Habana mi primera participación en una de estas selecciones —en tiempos que se realizaban con la presencia de los críticos—.

En esa oportunidad ¡existieron importantísimas películas estrenadas en el año que fue imposible incluir en la lista, simplemente, porque muchos colegas no las habían visto! Después que se eligió la solución de enviar una lista personal por correo electrónico, Mario Naito, con su inveterada paciencia nipona, intenta todas las vías persuasivas para que la hagan llegar… y poquísimos críticos participan.

Te debo, entre otras cosas, el haber conocido la obra de un crítico tan maravilloso como el colombiano Luis Alberto Álvarez, quien está a la altura de los mejores no solo en lengua castellana. Entre tantos críticos que has leído, ¿qué lo hace diferente?

Para Luis Alberto, a quien tuve el privilegio de conocer en su Medellín, el cine formaba también parte de su sacerdocio. Lo veneraba tanto que ver una película era una suerte de ofrecer una misa o en quienes lo admirábamos, asistir a una.

Leer sus textos sobre cine es algo a lo cual recurro cada cierto tiempo con el fin de volver a experimentar una transfusión vital de los glóbulos negros del cine. Se respira tanto amor en esas amenas críticas y semblanzas que uno no cesa de leer a alguien que como él vivía por y para el séptimo arte, un rasgo distintivo suyo que le gustaba mucho compartir.

No olvido cuánto placer experimentaba al comprobar que coincidíamos en tantas preferencias, entre estas, por Truffaut y Fassbinder, y en no subvalorar el talento de la actriz austríaca Romy Schneider. La primera y única vez que pude apreciar una película en formato de láser disco fue en su apartamento, atiborrado de libros y casetes. Sus críticas pueden leerse hoy con el mismo interés que en su momento por lo certero de sus juicios atemporales y nunca efímeros. En esa trascendente universalidad estriba quizás lo que lo hace diferente.

Tomado de: http://cubacine.cult.cu

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Frenéticamente delirante (+Tráiler)

Diamantes en bruto (Uncut Gems), de los hermanos Josh y Benny Safdie

Por Celia Sutton

Uncut Gems, posterCon su nueva cinta, Diamantes en bruto (Uncut Gems), los hermanos Josh y Benny Safdie (Good Time: Viviendo al límite, 2017; Heaven Knows What, 2014), nos brindan 135 minutos de adrenalina pura, al hacernos partícipes de los momentos de enorme tensión y estrés agudo que pasa su protagonista Howard Ratner (Adam Sandler), un joyero neoyorkino, ante la urgencia de conseguir dinero para pagar sus deudas mientras su gusto por las apuestas lo alejan cada vez más de la sensatez y la realidad.

De tal forma que Diamantes en bruto, a través de un guion escrito por ellos mismos en colaboración con Ronald Bronstein, con quien ya habían trabajado anteriormente, se percibe y –aún más– se vive como un atropellado viaje contra el reloj, en él se juega el todo por el todo. Los espectadores podemos de antemano prever el desastre que se acerca y acecha en todo momento, asistimos a una inminente caída en picada, mientras observamos con impotencia a Howard tomando decisiones cada vez menos acertadas; estas por supuesto nos provocan, en primer lugar, una risa nerviosa, debido al tono de humor negro que maneja el filme, pero sobre todo, en segundo lugar, una fuerte inquietud que perdura y se instala en nosotros durante toda la película, lo que se torna en una experiencia verdaderamente aguda y entretenida.

Este ritmo tan acelerado y devastador que aturde y no da respiro al espectador, que de pronto y de manera tácita nos remite al cine de John Cassavettes (Una mujer bajo la influencia, 1974), se construye a lo largo del filme con la suma de varios recursos cinematográficos. Se conjugan distintos elementos, como lo son los diálogos entrecortados y solapados, en los que la rapidez con la que se suceden hacen incluso difícil la labor de seguirlos y capturarlos por completo, además, los tonos y las voces de los personajes en algunas escenas son tan elevados que se vuelven casi gritos, incrementando la fuerza de las mismas; a su vez, la música a cargo de Daniel Lopatin, a ratos se vuelve estridente y escandalosa para así acompañar los estados emocionales de Howard, cuando, por ejemplo, se encuentra presionado por el resultado de sus jugadas o por las amenazas de sus deudores; percibimos también los cortes bruscos y rápidos, los cambios de planos cada vez más acelerados y, en especial, el movimiento violento de la cámara que sigue al protagonista por encima y por detrás, para mostrarnos su espalda, mientras camina por la ciudad de Nueva York –la cual funge como un personaje más en la historia– en su carrera contra el tiempo.

Y es que verdaderamente, Nueva York se convierte en el escenario ideal para el desarrollo de Diamantes en bruto, porque además de su fotogenia urbana, se le muestra prendida y llena de vida, tanto de día como de noche; atestada de gente en constante e impetuoso movimiento, casi en una fase de ebullición, que en definitiva emula el estado interno de Howard, completamente arrastrado por su descontrolada adicción al juego y las apuestas.

En cierto sentido, esta turbación tan envolvente del protagonista es el pretexto para inmiscuirnos y arrastrarnos hasta un interesante mundo subterráneo –continuamente visitado en el cine norteamericano de los setenta–, para encontrar aquella capa interna de la sociedad neoyorkina en el que afloran la mentira, el vicio, la violencia y, por supuesto, también el racismo y el machismo. A través de los estereotipados personajes se hace una tragicómica radiografía de la ciudad, de las implacables leyes de la calle y de sus grupos urbanos, tan mezclados y, a la vez, tan segregados.

No hay duda de que Adam Sandler (La doble vida, 2016) nos regala una grata sorpresa con su hábil interpretación, la cual podría incluso calificarse como la mejor de su carrera; muy alejado esta vez de la comedia, género en el que lo vemos normalmente. Los matices y manías, las intenciones inciertas, los múltiples arrebatos e imperfecciones de su personaje lo hacen sumamente irritante, a veces hasta exasperante, aunque por otro lado no podemos dejar de sentir cierta empatía por él. En cierto momento de la película, Howard comenta que nada le sale como él quisiera y, ciertamente, los espectadores podemos constatarlo, deseando sinceramente que, de pronto, algo le salga bien.

Asimismo, muchos otros personajes suman sus atinadas interpretaciones para hacer de Uncut Gems una obra completa, divertida y redonda, en la que todo funciona en rigurosa y veloz sincronía, para dar el resultado que obviamente desean sus realizadores. Vemos, por ejemplo, a Idina Menzel (Pregúntale al viento, 2006), como una esposa completamente harta del comportamiento irracional de Howard, a Julia Fox como una amante sexy, un tanto aniñada y superficial, pero quien agrega un certero golpe entre cómico y trágico a la historia es Eric Bogosian (El rebelde oculto, 2017), al presionar impávidamente al protagonista para que le pague su deuda, vigilando todos sus movimientos, haciéndolo seguir por dos violentos esbirros, que son quienes aportan el elemento de tensión extrema que mantiene al espectador en vilo durante todo el filme.

Resulta increíblemente sorprendente la habilidad de esta talentosa dupla de directores para lograr que la intensidad de la historia no disminuya en ningún tramo de la misma, sino que por el contrario, se vaya incrementando mientras la cinta avanza frenéticamente, consiguiendo que tanto la ansiedad como la emoción sigan creciendo en paralelo.

Así, los hermanos Safdie consiguen que Diamantes en bruto se vuelva toda una experiencia, un viaje delirante que realmente nos deja exhaustos, casi como si se tratara de un juego mecánico; y tal cual como nos sentimos al bajar de la montaña rusa, tras este golpe fuerte de adrenalina, quedamos entre sorprendidos y divertidos, quizá un poco alterados también, pero, sobre todo, embriagados por la carga energética de un filme que resulta verdaderamente intenso.

Tomado de: http://www.elespectadorimaginario.com

Tráiler del filme Diamantes en bruto (Uncut Gems), de los hermanos Josh y Benny Safdie

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La Cinemateca. Sus funciones

Por Héctor García Mesa

Había que garantizar, de algún modo, la conservación y divulgación de las grandes obras del arte cinematográfico, y así es que fueron surgiendo las primeras cinematecas, o archivos de films, desde hace más de veinte años. Por fin, en 1938, se fundó en París la Federación Internacional de los Archivos de Films (FIAF).

Aunque la Federación tuvo que detener sus labores durante la Segunda Guerra Mundial, gracias a sus gestiones pudieron salvarse de la destrucción millares de films. La FIAF reanudó sus actividades en 1946 como centro de información y de comunicación entre todos sus miembros, y desde entonces viene facilitando el conocimiento y el intercambio internacional de materiales de cine de arte, a la vez que contribuye al desarrollo y la creación de nuevas cinematecas en los países donde no existen.

La función de toda cinemateca consiste, en primer lugar, en focalizar y conseguir copias de todos los films, positivos y de duplicación, que se han producido en su país, y todo el material de referencia que exista sobre dichos films y sus realizadores: fotos, programas, carteles o folletos publicitarios, libros, revistas, críticas, ensayos; lo mismo que curiosos equipos utilizados en el pasado: en fin, cuanto material pueda servir de referencia para el estudio y apreciación de la historia del cine nacional y mundial. Todo este material deberá ser revisado, reparado cuando sea requerido, clasificado y archivado ordenadamente. En el caso de las películas, estas deberán ser depositadas en bóvedas de seguridad construidas especialmente para estos fines, de modo que reúnan las condiciones idóneas de temperatura y humedad para su buena conservación.

Las películas viejas filmadas en material de nitrato, muy inflamables y de pronta descomposición, deberán ser sometidas a un tratamiento especial y copiadas en material de acetato, o triacetato (esta fórmula fue inventada en 1952) para asegurar la conservación indefinida de los films, previsto que sean revisados periódicamente.

Esta labor de búsqueda de tantos materiales, que generalmente se hallan dispersos en cada país en las condiciones más precarias; su clasificación y archivo adecuado, y más que nada los trabajos de laboratorio que deberán realizarse para corregir los defectos, sacar copias de duplicación cuando estas se hayan perdido, y en un mínimo recomendable de dos copias positivas (una para su exhibición y otra para mantenerse intacta en los depósitos) supone una tarea enorme e incalculablemente costosa que generalmente rebasa las posibilidades de las cinematecas que no cuentan con el respaldo moral y financiero de los gobiernos de sus respectivos países.

Una cinemateca bien equipada, además de contar con colecciones completas de los filmes de producción nacional, debe tratar de conseguir colecciones de los clásicos de cada época de todas las cinematografías extranjeras, a través de las negociaciones e intercambios con sus colegas, y de acuerdo con las facilidades que ofrece la Federación de Archivos del Film.

Y es ahora que arribamos en realidad a la razón suprema de toda cinemateca. Los films no deben ser condenados al encierro en las celdas refrigeradas: un film se hace para que sea visto. Las cinematecas deben preparar exhibiciones especiales de sus películas, preferiblemente en forma de ciclos, que podrán ser dedicados a la producción en general de un país determinado, o de un período histórico, de una corriente estética, de un director destacado, un actor de talentos particulares, y así se pueden agrupar los filmes en tantas series como se estime que puedan resultar de interés. Como muchas veces se presentan films de épocas pasadas, en que las técnicas y estilos, y aún los asuntos planteados difieren de los actuales, es recomendable que conjuntamente con la exhibición de las películas se facilite al público información suficiente que le sirva de guía para la mejor comprensión de dichos filmes y su significación dentro de la historia del cine.

La Cinemateca de Cuba

Pero los proyectos de la Cinemateca de Cuba son todavía más ambiciosos. Un país como el nuestro en que se realizan profundas transformaciones sociales presenta oportunidades poco comunes para el cine. El Año de la Educación, con su ingente tarea de erradicar para siempre el analfabetismo de nuestros campos y ciudades, y la creciente movilización de nuestros jóvenes en pos de la educación progresiva del pueblo preparan las condiciones ideales para el funcionamiento más cabal y positivo del cine.

En muy breve plazo, una vez coordinadas las necesidades de distribución y control del trabajo, ahora en vías de solución, la Cinemateca de Cuba, en colaboración con la Sección de Cine Clubs y Unidades Móviles del ICAIC, lanzará hacia las seis provincias del país flotillas de unidades móviles completamente equipadas con proyectores y accesorios de 16mm, que llevarán especialmente a las masas campesinas y obreras películas educativas sobre agricultura, industria, sanidad, deportes, filmes científicos, artísticos y culturales en general, y en particular aquellos que se refieren a la historia, la transformación y el desarrollo social de Cuba.

Los filmes científicos y didácticos llevarán a nuestro pueblo los adelantos alcanzados por la ciencia y la técnica modernas para el bienestar del hombre, mientras que los filmes artísticos y culturales les mostrarán los modos de vida y la capacidad creadora de otros pueblos.

En La Habana, al mismo tiempo, la sala cinematográfica ICAIC, enclavada en el edificio del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, será dedicada exclusivamente a las proyecciones especiales preparadas por la Cinemateca de Cuba para sus miembros.

El primer ciclo consistirá en una serie de clásicos del cine soviético de los años 1920, 30 y 40, que permitirá al público relacionarse, por primera vez, con importantes obras de realizadores de tanta fama como Einsenstein, Pudovkin, Turin, Dzigan, Alexandrov, Romm, Donskoi, Trauberg, los hermanos Vasiliev, Dovchenko y otros de pareja significación. La Cinemateca de Cuba ha querido comenzar sus actividades con este ciclo, que es una doble lección de buena cinematografía y de historia, en homenaje al talento artístico, al heroísmo y generosidad del amigo pueblo soviético, y en reconocimiento de la ayuda que nuestra Cinemateca ha recibido de su colega Gosfilmofond (Cinemateca Soviética), a que debemos los films que serán presentados en esta serie.

Igualmente se encuentran ya en tramitación otros ciclos retrospectivos sobre la historia del cine checoslovaco, alemán, francés, italiano, por solo mencionar los más inmediatos, y lo que resulta de particular interés, una retrospectiva de la historia del cine mundial que el Servicio de Films de la FIAF pondrá a la disposición de la Cinemateca de Cuba tan pronto como esta serie haya sido completada y esté en condiciones de circular entre sus miembros.

Como complemento de los ciclos básicos retrospectivos que serán ofrecidos al público en funciones repetidas de jueves a domingos, la Cinemateca de Cuba presentará simultáneamente, los martes y miércoles, pequeñas series dedicadas a aspectos particulares de la producción fílmica mundial, como serán los ciclos de cortometrajes de diversas categorías: documentales científicos, artísticos, sociales; cortos experimentales, de dibujo animado, de marionetas; estudios especiales sobre el teatro, la danza o la literatura en el cine; grandes intérpretes y realizadores, como Gérarde Philipe, Chaplin, etc.

Además, los domingos en las primeras horas de lamañana y de la tarde serán ofrecidos programas especiales para los niños, con películas de corto y largometraje.

Tan pronto como las condiciones lo recomienden, estos ciclos serán llevados a las principales ciudades de la Isla, confeccionados de acuerdo con las necesidades y demandas particulares de cada región. La Sección de Cine Clubs de la Cinemateca de Cuba, que desde hace algunos meses viene prestando servicios a diversas instituciones cívicas y educacionales en la ciudad de La Habana y en algunos lugares del interior, muy pronto verá incrementada su existencia de copias de films de 16 mm, con nuevos y diversos materiales ordenados al extranjero.

Por otra parte, sus actividades se verán multiplicadas al iniciarse próximamente, con el recibo de los mencionados nuevos materiales, un nuevo plan de exhibiciones periódicas en los parques públicos, anfiteatros, círculos sociales, sindicatos y centros de enseñanza.

Podemos decir, a manera de conclusión, que el panorama cinematográfico en Cuba se transforma radicalmente. La Cinemateca y la Sección de Cine Clubs se encargarán de traer al país, y de divulgar ampliamente, las obras maestras del cine de todos los tiempos, así como de aquellos materiales informativos y didácticos que hasta ahora nos habían sido vedados. El complemento de estas actividades especializadas será paradójicamente la exhibición comercial, cuyo objetivo principal, por primera vez en Cuba, consiste en tratar de ofrecer al público films de positivos valores artísticos e ideológicos.

Llamado

Con el objetivo de que este empeño de nuestro Gobierno Revolucionario pueda alcanzar y sobrepasar las metas fijadas, en beneficio del desarrollo cultural del pueblo, se solicita de todas las personas que se interesen por las actividades cinematográficas y culturales en general que comuniquen a la Cinemateca de Cuba la existencia de cualesquiera materiales fílmicos que se encuentren en el país, tales como películas de corto o largometraje, ya sea de producción nacional o extranjera y de cualquier época, sin reparar en su estado de conservación, así como de la existencia de fotos, carteles publicitarios, libros o revistas de cine y viejos aparatos de filmación o de proyección.

Esta colaboración, que se concretará después directamente de mutuo acuerdo con las partes interesadas, resultará de inapreciable valor para la formación de los Archivos y del Museo del Cine de la Cinemateca y se traducirá en el mejor servicio de información que podremos prestar a cuantas personas e instituciones se interesen por estas cuestiones.

Tomado de: http://cubacine.cult.cu

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El cineasta cubano Manuel Herrera caracteriza una época

El cineasta Manuel Herrera junto a Lola Calviño, productora de este documental

Por Mireya Castañeda

Como muchos cineastas cubanos, Manuel Herrera ha hecho un recorrido fílmico que va del documental a la ficción. Títulos como El llamado de la hora (1969) y Girón (1972) son fundamentales en la documentalística cubana. Ahora, en un viaje a la semilla, acaba de regalar otra joya al género, Retrato de un artista siempre adolescente (Una historia de cine en Cuba.)

Aunque los galardones no siempre reflejan la realidad, una seña si ofrecen, y en la obra que nos convoca apuntan a su significación. En la selección de la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica sobre los Mejores filmes exhibidos en Cuba en el año 2019, Retrato… encabezó la relación de los tres mejores documentales.

Antes, en la entrega del premio Caracol, el momento más importante del año para la Asociación de Radio, Cine y Televisión de la Uneac (Unión de Escritores y Artistas de Cuba), Manuel Herrera recibió el Premio Especial del jurado por «el extraordinario documental dedicado a la vida y obra de Julio García Espinosa».

Incluido en el concurso del 41 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, Retrato… recibió tres de los más significativos premios colaterales: El Mégano, de la Federación Nacional de Cine Clubes; el del Círculo de Cultura de la Unión de Periodistas de Cuba, y el de la Facultad de Medios de Comunicación de la Universidad de las Artes.

En una rápida visión puede advertirse que el documental aglutinó favorablemente a la crítica cubana e internacional y también al público si recordamos las ovaciones en sus solo dos presentaciones en 2019, una en marzo, aniversario del Icaic, en una proyección especial en el cine Charles Chaplin, y la otra en el cine 23 y 12 durante el pasado Festival de La Habana.

Tres ejemplos. Al reflexionar sobre la cinta Michel Chanan, documentalista británico, señaló que «la obra representa una crónica sobre la institución y una generación» y aseguró: «Hay muy pocas biografías que presenten el contexto político de su tema tan lúcidamente como en este audiovisual», mientras el cineasta español Manuel Pérez Estremera afirmó «Herrera…deja de lado el mero amontonamiento de datos, entrevistas y material de archivo, y presenta un audiovisual riguroso, con un gran sentido de la realidad narrativa».

Por su parte, el crítico cubano Carlos Galiano señaló: «Retrato de un artista siempre adolescente (Una historia de cine en Cuba) no es solo un documental sobre la figura que lo inspira, el cineasta y ensayista Julio García Espinosa, sino también sobre la institución en que se formó y contribuyó decisivamente a formar, el ICAIC, y sobre la época en que ambos, artista e institución, participaron activamente en la vida cultural de un país que transitaba por las primeras décadas de su proceso revolucionario».

Dentro del fragor del Festival de La Habana, Manuel Herrera, con su amabilidad y simpatía características, accedió a responder unas preguntas sobre Retrato… para nuestra publicación y a continuación les presentamos sus respuestas.

Hace tres años en otro Festival me habló de este documental. ¿Por qué le tomó tanto tiempo?

Como ves es una investigación muy profunda no solo en la vida de Julio García Espinosa sino en los orígenes del ICAIC, en el contexto en que se desarrolló su actividad y los hechos que incidieron en la vida de Julio. Por otra parte, algunos problemas técnicos se presentaron y amenazaban con impedir que el documental llegara a las pantallas pero fueron felizmente solucionados por técnicos cubanos. También algunas incomprensiones retrasaron la aprobación de nuestra salida a filmar.

Usted firma el guión. ¿Puede referirse a la estructura, la dramaturgia?

El guión en el documental es simplemente una guía, porque prácticamente se va elaborando día a día partiendo de una línea central que luego se completa en edición, al menos yo los elaboro así y este es el método que he seguido lo que no quiere decir que no exista un guión. Esta línea central se desarrolló a base de una aparente cronología. La primera edición nos dio casi tres horas de metraje porque respetábamos estrictamente la cronología, al saltar sobre esta pudimos acortar el tiempo sensiblemente. La dramaturgia empleada es la de ficción típica. Tiene exposición, nudo y desenlace y para transitar por esas etapas, el protagonista tiene que vencer obstáculos, opuestos por sus antagonistas, hasta llegar a su objetivo final. Es por eso también que la cronología debe ser aparente.

¿Quisiera precisar acerca del trabajo investigativo, los materiales y recursos utilizados?

Materiales de diversos tipos, pero fundamentalmente el tesoro de información que Lola Calviño, compañera en la vida de Julio, atesoraba. Estos nos permitieron entrar en el personaje y a través de sus acciones bosquejar un retrato humano y sicológico. Otras fuentes también fueron empleadas como el archivo del Icaic y la Biblioteca Nacional de Cuba. Otros archivos desgraciadamente no quisieron cooperar con nosotros, por incomprensiones de todo tipo. Pero de esto me alegro porque nos obligó a buscar soluciones más imaginativas y cinematográficas.

El documental va de García Espinosa al ICAIC y políticas culturales. ¿Siempre fue el objetivo?

Desde el guión, pensé que debía apartarme de esa visión, chata presente en la mayoría de los documentales–obituarios. Toda persona tiene sus luchas, sus contradicciones, sus momentos débiles y me resultó evidente desde el comienzo que hacer una película sobre Julio García Espinosa es hacer una película sobre el ICAIC, dado que fue la mayor obra de su vida. Y pensando vienen las visiones como una cadena, y el enorme poder de sugerencia del cine, cualidad que más me gusta de él, se pone de manifiesto. Por eso Julio, el Icaic, Alfredo (Guevara), el cine cubano, como expresión cultural, los enfrentamientos con el pensamiento dogmático, y el Nuevo Cine Latinoamericano. Toda esa cadena se me presentó como un enorme rompecabezas que tenía que armar… y lo armé.

Retrato de un artista siempre adolescente (Una historia de cine en Cuba): Un título quizás para avezados cinéfilos o quien gusta del idioma. Me refiero al uso muy preciso de dos palabras: siempre y de cine. ¿Quisiera comentar?

Si, para mí el título es algo muy importante es como la diana hacia la que viaja la flecha. Debe referirse a lo que trata la obra sin revelarla. En obras anteriores he tenido que admitir que se cambie el título por un criterio comercialista. Por suerte en esta no sucedió así y pensando en él, llegué a la conclusión de que Julio era un hombre al que conocí cuando entré al Icaic con 17 años y él apenas tenía 30 y al que vi transitar por todas las etapas de su vida, hasta enfermarse y fallecer y siempre mantuvo una actitud de adolescente. Por eso tomé prestado el título de la inmensa obra de James Joyce y le añadí el siempre porque se refiere a todas las etapas de su vida y no a una. En cuanto al segundo título Una historia de cine en Cuba se debe al hecho de que cuenta la historia del ICAIC pero, como siempre he dicho, este no es el cine cubano sino solo una parte de el y por eso de cine».

Retrato de un artista siempre adolescente (Una historia de cine en Cuba), de Manuel Herrera tiene como evidente eje central la vida y quehacer artístico de Julio García Espinosa (La Habana, 1926- 2016) más el director logra llevarlo, como se ha dicho, en tres direcciones, todas verdaderamente concatenadas. Un documental, además de necesario, de excelente factura y elaboración artística.

Tomado de: http://www.granma.cu

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Soah. El campo fuera de campo. Cine y pensamiento en Claude Lanzmann

ah. El campo fuera de campo. Cine y pensamiento en Claude Lanzmann, Alberto Sucasas, Shangrila 2018

Por José Carlos Bellido Herrero

No ignora el autor la magnitud de la tarea que aborda: hacer emerger reflexivamente lo que cualquiera que haya contemplado Shoah conoce, su carácter de obra maestra; lo evidente, en muchas ocasiones, se convierte en el enemigo más relevante de la comprensión cabal de un acontecimiento artístico. Lo obvio fija ataduras invisibles que hurtan el análisis y la crítica. Al mismo tiempo, nos da cuenta de una ruptura que introduce una nueva dificultad: el idilio entre imagen y acontecimientos de masas se torna divorcio cuando aborda el exterminio bajo planificación industrial acontecido en la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo restablecer el diálogo? ¿Puede anularse esa supuesta irrepresentabilidad?

Aún podríamos ampliar el círculo de problematicidad con un tercer apunte: ¿cómo abordar una obra fílmica que rompe los cánones del documental por su extensión, más de nueve horas, y por su propósito, dar voz real a aquellos que fueron asesinados sin que haya ningún rastro de su presencia física en alguno de sus fotogramas?

Todo ello lo aborda Alberto Sucasas a lo largo de algo más de cuatrocientas páginas circulando, ora de forma paralela, ora simultánea, sobre un análisis del estatuto de la imagen a lo largo de la historia y su reflejo en Shoah, más lo propio y original que el genio de Claude Lanzmann supo imprimir al discurso pensante inserto en el filme y que vuela muy por encima de estereotipos haciendo de Shoah un documental único, radicalmente nuevo.

Lo lleva a cabo a través de una reflexión teórica avalada por muchos años de dedicación a la filosofía originada en la singularidad judía: El rostro y el texto (2001); Memoria de la Ley (2002); Lévinas: lectura de un pa-limpsesto (2006); Celebración de la alteridad (2014), etc. Alberto Sucasas, profesor de la Universidad de A Coruña, ya desde su tesis doctoral en la que indaga en el pensamiento de Lévinas, va a volver una y otra vez (con las pausas dedicadas a su otro afecto filosófico: Eugenio Trías) a la tradición del pensamiento judío. El esfuerzo previo que le emparenta directamente con el texto que nos ocupa sería La Shoah en Lévinas: un eco inaudible; en él, Sucasas indaga en la importancia que el Holocausto proporcionó al pensamiento filosófico levinasiano. A ese primer ejercicio de puesta al descubierto de aquello que parecía ausente, añade el autor Shoah. El campo fuera de campo, incidiendo en cómo el Holocausto, el suceso, gravita sobre unas imágenes que desprenden novedad cinematográfica a la vez que derrochan reflexión filosófica. Una tarea que resalta las señas de identidad estéticas del filme e indaga en los problemas éticos que sugiere.

El estatuto de la IMAGEN que enmarca la puesta en escena de Shoah es revisado en la primera parte del texto. Lo inicia trayendo al primer plano la relación entre el culto a los muertos, ese arcaísmo que puede parecernos ajeno a nuestras preocupaciones contemporáneas, y el cine. Lo resuelve a través de un viaje antropológico en el que desentraña la función de lo icónico para traer al presente la presencia de lo ausente. Tiempo y lugar rebasados por el imperativo de la imagen volviendo a nosotros lo ya ido, los muertos. El cine como dispositivo “capaz de materializar cualquier allá y entonces”. En Shoah, de una forma absolutamente consciente, se va a seguir produciendo la mediación entre los que fueron, las víctimas del acontecimiento más execrable de la historia, y el mundo de los vivos.

Procede entonces Sucasas a poner de manifiesto una lectura filosófica de la imagen que contribuya a dar notoriedad al sustrato también filosófico que habita Shoah. A través de una lectura atenta a autores varios, pero con escucha más atenta a Sartre, pone de relieve lo coincidente en cualquier imagen: presencia y ausencia del objeto representado: “Fotografiar consiste en otorgar visibilidad a algo de suyo invisible”. Lo fundamenta en la división sartreana entre percepción (nos pone en contacto con lo real) e imaginación (conciencia irrealizante, abierta a lo irreal o imaginario), ambas con igual predicamento. Somos también más allá de la realidad que nos ata a los objetos; la imaginación nos proporciona libertad. Eso sí, esta última también nos propone caminos confusos allí donde adquiere vigencia la magia de la imagen: es evidente en ella lo irreal, pero, en un segundo instante, ese objeto de la imaginación propuesto lo tomamos por el modelo.

La contemporaneidad en la imagen, señala en un nuevo capítulo el autor, también es deudora de la pugna entre iconoclastas e iconófilos. Junto a las reticencias platónicas, el judaísmo se convertirá en abanderado de una iconofobia secundada hasta el extremo por el Islam y amparada por el cristianismo en alguna fase de su historia (ambigüedad superada cortando el nudo gordiano de la idolatría mediante una iconodulia que permitirá la manifestación artística en todo su esplendor). Esta batalla de tintes religiosos tendrá su correlato en la imagen cinematográfica contemporánea y, en concreto, en Shoah, donde lo iconoclasta se convierte en seña de identidad del filme.

Pero el filme no agota su diálogo con la problemática de la imagen en el fenómeno iconoclasta en el que claramente se inscribe; interpela en cada uno de sus fotogramas a las nuevas reflexiones que impuso la aparición de la fotografía y, posteriormente, el cinematógrafo. La iconografía contemporánea se hace presente a partir de las innovaciones técnicas que producen una sobreabundancia de imágenes que acaban atribuyendo a lo real su estatuto fantasmático. El mundo deviene espectáculo; las imágenes, a la par de su pérdida de sacralidad, se transforman en banales (su remate: la realidad virtual). El mundo es una representación perfectamente comercializable, al servicio del poder (como siempre). Las vanguardias del siglo XX van a poner también en entredicho la coincidencia histórica realidad/representación a partir del triunfo de la abstracción con escasas posibilidades de vuelta atrás. De ese alejamiento del objeto impuesto por vanguardia y de las paradojas figurativas de Magritte (“Esto no es…”) beberá igualmente Shoah.

Y, ya centrado en el fenómeno cinematográfico y en su anudamiento al relato de la presencia/ausencia, Sucasas nos recuerda cómo el cine contiene una dimensión ajena a la fotografía: la temporal. A la vez que señala la primera ausencia detectable: la que se nos hurta en el “fuera de campo”. En el cine, en Shoah en particular, se debe ir más allá de lo presente, de lo visible, de lo continuo…; enfoque que traslada al análisis del género fantástico y su primado del phantasma. Por eso concluye el capítulo afirmando que “el cine de la ausencia es el único apto para reabrir el acceso a lo real”. Shoah constituiría su culminación: el documental se manifiesta como un viaje de más de nueve horas en el que nunca emerge físicamente lo nombrado mediante la voz del testigo. El acontecimiento excede de tal manera lo imagi-nable que no puede ser representado. No podemos estar allí a la manera propuesta, por ejemplo, en La lista de Schindler.

Aborda a continuación la poética del exterminio que caracteriza a Shoah. Tras hacer compatibles el modo cinematográfico del documental con el relato ficcional, el autor del texto inscribe Shoah en el primero (al servicio de la verdad), pero también resalta la existencia de una suma de elementos ficcionales (subjetividad del testigo, sus gestos, la intención de hacer emerger el phantasma ausente…). De ahí que Lanzmann califique Shoah de “ficción de lo real”.

Documental con relato que, paradójicamente, parte de la nada: no se han conservado imágenes del acontecimiento (se eliminaron los cuerpos, también los documentos/testimonios); y, por decisión de Lanzmann, el gaseamiento se entiende irrepresentable. Un documental que se erige sobre lo que Sucasas denomina “poética del resto”, las reliquias que la Cosa nos dejó: testigos (pocos), lugares (sobre los que han pasado décadas). Con ellos Lanzmann da vida a lo sucedido, a los hechos, aun admitiendo, ya desde el inicio del proyecto, que ni estética ni éticamente pueda llegar a comprender-se. Esta se convierte en una de tantas aporías del filme: irrepresentabilidad/deseo de volver a la vida a las víctimas ausentes.

La eficacia del filme descansa en la orfebrería de su montaje. Discurre este por una puesta en escena temporal que conduce al fin anunciado desde su inicio, pero también con otro tiempo circular que golpea de manera repetida la visión del espectador. Tiempo de tragedia transitando caminos o a lomos de vías férreas (el tren circulando de forma obsesiva; progreso deshumanizado) siempre sintiendo la entrada al campo (la icónica entrada en Auschwitz). Todo se mueve en Shoah (eterno travelling), todo se muestra impávido (ojos que nos interrogan en los interminables planos fijos). Imágenes que permanentemente connotan al mostrarnos lo invisible. Secuencias sujetas a unos enlaces trabajados a lo largo de los cinco años de esfuerzo en el montaje.

La muy amplia parte final del texto la dedica a la pura creación del rodaje. Más allá de las reglas que barajan ese material inmenso mediante el montaje, Sucasas analiza el riguroso pensamiento de Lanzmann para conseguir una puesta en escena que literalmente haga hablar a los muertos. Des-taca los dos elementos fundantes: el testigo y su palabra, más el valor simbólico de los lugares. Su síntesis la realiza ya en las postrimerías del texto.

El testigo es la pieza fundamental: “solo él, que estuvo allí y ahora reside aquí, puede testimoniar en el mundo la experiencia de lo inmundo”. Figura que adquiere trascendencia a partir del juicio de Eichman y que muestra su hondura mayor en el filme de Lanzmann. Un testimonio diferente al que prestan habitualmente los que se ven sometidos a preguntas: son voces que, tras las resistencias iniciales que incluso les sumen en el silencio, son despojados de la máscara que esclerotiza su declaración para dar sonido a la voz de los muertos. Eso sí, Sucasas entiende que el mismo silencio “habla”, que el rostro es tanto o más expresivo cuando se resiste a la palabra. Cuando la máscara cae, las palabras del testigo pierden su condición de rememoración del pasado “para devenir su actualización”. De ahí la consideración repetida en muchas ocasiones del autor por destacar la idea de que el documental pierde su carácter de pura descripción del pasado para convertirse en el “acontecimiento” mismo. “La verdad velada ha de ser desvelada”.

Por último, los lugares; el complemento de la palabra/silencio/gestuali-dad del testigo. A través de un recrearse en los espacios vacíos que favore-cen la aparición del espectro; de una labor de arqueología fílmica del pai-saje que nos permita oír la voz sofocada de las víctimas por tantos años de olvido. Síntesis de opuestos que nos recuerda la originalidad del proyecto cinematográfico de Lanzmann.

En fin, el texto se nos ofrece como el más diáfano por su escritura de cuantos ha escrito el autor. A lo largo de los años, ha extremado una precisión léxica que le acercaba al lector especializado; en Shoah. El campo fuera de campo, además del lector avezado en las letras filosóficas, un público más amplio podrá acercarse a un texto que, sin perder ninguna fuerza conceptual, allana las dificultades al discurrir por un tema tan universal como el cinematográfico. Eso sí, lejos del panorama cultural tan en boga del espectáculo; ni el documental ni su exégesis en las páginas de este libro se convertirán en “documento de barbarie”. Y si a la mayor transparencia léxica añadimos una vocación pedagógica producto de su tarea universitaria diaria, la labor se hará más liviana. Para ello, nada mejor que hojear las páginas dedicadas al índice: pura exhaustividad. El lector especializado encontrará asimismo una bibliografía extensa y minuciosa producto de una vasta cultura filosófica y cinematográfica.

Bajo la piel del texto discurre un tratado de estética que, a mi juicio, resulta pertinente. Es el “fuera de campo” que reserva para sí Sucasas, aunque en esta ocasión perfectamente explícito para que el lector no pueda dejar de valorar ninguna de sus conclusiones.

Finalmente, Sucasas no olvida algunas de las controversias que cruzan el documental, y lo hace con un ánimo crítico. Veamos algún ejemplo: la intromisión heroica del gueto de Varsovia en el final del filme, ¿convierte Shoah en un ejercicio más del sionismo tendente a una reapropiación de la violencia por parte del mundo judío ya ubicado en Israel? La negativa de Lanzmann a la más mínima representación con pretensiones de veracidad (solo nos es dado escuchar el eco de las víctimas en el rostro, en las palabras, en los lugares), ¿conlleva una sacralización de la poética de la ausencia? Más, ¿por qué apenas hay rostros de mujeres?

Si el lector ya conoce Shoah o si se le ha despertado la curiosidad de visualizar uno de los grandes documentales de la historia, este texto será la mano firme que le hará transitar cada uno de los caminos que el filme propone. Alberto Sucasas se convierte gracias a su escrito en ese Virgilio necesario para profundizar en una obra de arte mayor.

Soah. El campo fuera de campo. Cine y pensamiento en Claude Lanzmann, Alberto Sucasas, Shangrila 2018

Tomado de: https://www.shangrila-blog.com

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Borges sobre el doblaje cinematográfico

Jorge Luis Borges (1899-1986) Escritor de cuentos, ensayista, poeta y traductor argentino. Descollante figura tanto para la literatura en habla hispana como para la literatura universal

“El arte de combinar no es infinito, pero suele ser espantoso. Los griegos engendraron la quimera, un monstruo con tres cabezas (una de león, otra de dragón, otra de cabra). Los teólogos inventaron la Trinidad, en la que conviven Padre, Hijo y Espíritu. Y ahora la cinematografía acaba de enriquecer ese vano museo con “el doblaje”, un artificio maligno que combina las facciones de Greta Garbo con la voz de cualquier dulcinea española. ¿Cómo no quejarnos ante ese prodigio penoso, ante esas anomalías fonético-visuales?

Quienes defienden el doblaje razonarán que lo mismo se le puede objetar a cualquier otro ejemplo de traducción. Ese argumento desconoce, o elude, el defecto central: el injerto arbitrario de otra voz y de otro lenguaje. La voz de Katharine Hepburn no es intrascendente; es, para el mundo, uno de los atributos que la definen.

Ni siquiera la mímica del inglés es igual a la del español. Entonces, ya que hay usurpación de voces, ¿por qué no también de figuras? ¿Cuándo será perfecto el sistema? ¿Cuándo veremos directamente a una tal Juana González en el papel de Greta Garbo en “Queen Christine”)?

Oigo decir que el doblaje gusta en ciertas regiones. Se trata de un simple argumento de autoridad; yo, por lo menos, no me dejaré intimidar. También oigo decir que el doblaje es útil, o tolerable, para los que no saben inglés. Mi conocimiento del inglés es menos perfecto que mi desconocimiento del ruso; sin embargo, yo no me resignaría a ver el film “Alexander Nevsky” (de Eisenstein) en otro idioma que el original. Peor que el doblaje, peor que la sustitución, es la conciencia general de la sustitución, del engaño.

No hay partidario del doblaje que no acabe por invocar la ley de las causas y los efectos. Juran que el doblaje es fruto de una evolución necesaria y que pronto sólo se podrá elegir entre ver películas dobladas y no ver películas. “Las visitas guiadas son el arte de la decepción”, dejó anotado Stevenson; esa definición le cabe también al cine”.

Fragmento “Sobre el doblaje”, aparecido en la revista “Sur”, núm. 128, Buenos Aires, junio de 1945; y recopilado en “Obras Completas” de Jorge Luis Borges (Tomo I, páginas 283-4), Emecé, Buenos Aires, 197.

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El ojo de la cerradura

Por Graziella Pogolotti

Durante la República neocolonial, los periódicos dedicaban amplias secciones a la llamada crónica social. Para los reporteros que cubrían el sector, era una tarea fácil y la mejor remunerada entre todas. De acuerdo con la comprensión recibida, se distribuían en distinto grado adjetivos, epítetos, siempre los mismos, salpicado todo ello con algunas palabras en francés.  En la descripción más o menos profusa de bodas, bautizos o cumpleaños de la distinguida jeune fille, podía incluirse, pago mediante, la mención al jardín encargado del adorno floral.  A pesar de la monótona aplicación de fórmulas rutinarias, razón probable de una lectura aburrida, el espacio disponía de numerosos lectores, personas que nunca hubieran alcanzado acceder a ese mundo privilegiado, pero conocedoras del rango de los apellidos, de las relaciones de parentesco y de los títulos nobiliarios, adquiridos mediante pago por parte de emigrantes enriquecidos, como fuera el caso de la condesa de Revilla Camargo, hija de Chichón Gómez Mena y propietaria de la fastuosa residencia ocupada en la actualidad por el Museo de Artes Decorativas, entorno opulento escogido por Alejo Carpentier para ambientar algunos pasajes de La consagración de la primavera.

Para los asiduos lectores de origen modesto, recorrer esas páginas constituía un modo de penetrar en un mundo inaccesible a través del ojo de la cerradura, de franquear así las puertas cerradas, de estar dentro, de pertenecer y participar desde la distancia. Ese mecanismo sicológico ha sido ampliamente utilizado con propósitos políticos y comerciales y tiene hoy un inmenso efecto manipulador de conciencias.  Se desarrolló con el star system para crear una aureola alrededor de estrellas efímeras que fascinaban a través de las pantallas. Con clara intención propagandística, se filtraban a la prensa informaciones sobre secretos de alcoba, muchas veces ficticios, al punto de cercar a actores y actrices con un verdadero acoso, privados del necesario refugio en su intimidad, zona invulnerable para la dignidad humana.

Las revistas del corazón hicieron lo suyo. Por el ojo de la cerradura se observa la intimidad de las dinastías monárquicas. Después del derrocamiento del sha de Irán, uno de los tiranos más implacables de la historia, millones de lectores se identificaron con el drama de la princesa Soraya, causado por su infertilidad. A la manipulación política se añade el empleo de estos mecanismos con fines comerciales. La investigadora canadiense Naomi Klein ha desmontado el proceso de construcción del culto a las marcas. Siempre efímeros, la proyección mediática multiplica los íconos. Proceden de la farándula y del deporte. Portar los tenis asociados con un célebre jugador de básquet equivale a pertenecer, de manera ilusoria, a su mundo selecto. La economía y la política van de la mano. Transmitidas en tiempo real, las imágenes edifican una franja juvenil ficticiamente universal, despojada de origen clasista y de contextos nacionales específicos. Se introduce en las más empobrecidas favelas. La individualidad se sumerge en una identidad grupal.

El poder hegemónico ha sabido poner a su servicio el conocimiento acumulado por las ciencias sociales, la sicología y la sociología en particular, saberes que conformaron históricamente una vía de diagnóstico para la acción revolucionaria y nutrieron las fuentes originarias del marxismo. A lo largo de nuestras vidas vamos dejando huellas en el espacio público y en nuestra comunicación a través de las redes sociales. Con esos datos se configura el perfil específico de nuestra personalidad individual y se revelan los puntos vulnerables de cada uno. Se descubre, sobre todo, el fondo oscuro de una memoria colectiva remota en la que residen atávicos fundamentalismos cargados de racismo, homofobia y rechazo a las políticas de género. Sobre esa plataforma, se apuntala la ideología fascista que asoma por todas partes, falsa salida para la crisis que atraviesa el mundo contemporáneo.

Corresponde a la izquierda y, en particular, a los sectores progresistas latinoamericanos, elaborar una plataforma programática atenida a las realidades del mundo actual, teniendo en cuenta el estrecho entrelazamiento entre factores objetivos y subjetivos. Es ineludible también desentrañar las esencias del imperialismo contemporáneo en lo económico y en sus vías de acción política.  En estas últimas se combinan nuevas formas de subversión con la tradicional alianza con las oligarquías nacionales y la consiguiente implementación de golpes de Estado. En la década de los 90, después de la caída del campo socialista, con respaldo académico, se diseminaron ideas orientadas a un renovado ejercicio de dominación global. Se habló entonces del fin de la historia, del choque entre civilizaciones y del fin de las ideologías.  Fue un barraje engañoso, un anzuelo para incautos y para algunos defraudados. Por el contrario, las contradicciones se han agudizado. Los estallidos sociales se manifiestan en todas partes. Bajo el volcán aparentemente silencioso, subsiste la lava ardiente. La ideología se expresa en lo conceptual y permea la vida cotidiana en la concreta formulación de los proyectos de vida. La respuesta no puede ser simplista. Requiere conceder la debida prioridad al pensamiento creador.

Tomado de: http://www.juventudrebelde.cu

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Notas gráficas de la semana. No 5 del 2020

Bart van Leeuwen (Holanda)

Por Octavio Fraga Guerra

Ocurrió lo esperado, el “emperador” Donald Trump salió ileso del juicio político que culminó con su absolución, la de un político mentiroso visceral, egocéntrico, que aplica un recetario de drecetazos reaccionarias. El artista gráfico holandés Bart van Leeuwen reproduce ese instante de manera fotográfica, con toda una carga simbólica, propia de su estilo. Otras miradas de este asunto está incluidas en esta entrega de los domingos. Los derroteros del Coronavirus, las huellas de los plásticos en los mares, la reacción del pueblo palestino al “Acuerdo del siglo”, más otros tópicos, van en esta entrega, que cierra, los contenidos de la semana, pensados para un blog donde el cine y las ideas son los protagonistas.

Migue (Cuba)

Timo Essner (Alemania)

Mello (Brasil)

Falco (Cuba)

Mikail Çiftçi (Turquía)

Rodrigo de Matos (Portugal)

Halit Kurtulmus Aytoslu (Turquía)

Tjeerd Royaards (Holanda)

Sanouni Imad (Marruecos)

Osval (Cuba)

Mikail Çiftçi (Turquía)

Sanouni Imad (Marruecos)

Osval (Cuba)

Mikail Çiftçi (Turquía)

Niels Bo Bojesen (Dinamarca)

Dimitris Georgopalis (Grecia)

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Traficar la palabra

Ciro Guerra, notable director de cine colombiano

Por Ángel Pérez

  1. Del director

Desde La sombra del caminante (2004) hasta la reciente Pájaros de verano (2018), la obra del realizador colombiano Ciro Guerra ha consumado uno de los ensayos culturales más notables y arriesgados de la producción cinematográfica en Latinoamérica. Si en su ópera prima y en Los viajes del viento (2009) se conjugaban ya un competente diseño dramático con una excelente radiografía psicosocial e identitaria de la tierra colombiana —lejos de cualquier marca de costumbrismo epidérmico—, la rigurosa concepción visual, la extraordinaria puesta en escena y la profundidad conceptual de la narración desplegada en El abrazo de la serpiente (2015) terminaron por colocar a este director como una de las voces relevantes del subcontinente. En El abrazo…, ampliamente celebrado por la crítica, Ciro Guerra propuso una narración de corte ensayístico —dada la meditación cultural propuesta— que, con ánimo etnográfico y certero pulso cinematográfico, se sumerge en la Amazonía de 1909 y 1940 paralelamente, para explorar las huellas de la colonización, el devenir de ciertas culturas indígenas y la suerte del hombre al interior de sus tradiciones. Por supuesto, además de su reflexiva elaboración conceptual, esa aventura estética reportaba otra particular ganancia: el valor depositado en la construcción del discurso. De este modo, cada una de las piezas legadas por el cineasta desarrollan orgánicamente complejos planteamientos temáticos e instrumentan relevantes ejercicios estilísticos que evidencian dominio del lenguaje fílmico, capacidad creativa y una alta competencia para encauzar el cine por territorios que trascienden lo estrictamente formal.

Animada por una tesis bastante similar, Pájaros de verano —codirigida con Cristina Gallego— llega justo para confirmar lo antes dicho. La película ofrece otra evidencia de la potente inventiva de este creador y de la originalidad con que perpetua un sólido imaginario autoral, siempre puesto en función de inteligentes premisas gnoseológicas. El acertado equilibrio entre una densa estilización retórica y una contundente meditación conceptual orquestan una de las cintas más convincentes del paisaje fílmico de la región latinoamericana, de una construcción argumental y dramática plena de matices y resonancias.

  1. Del discurso

La historia contada en Pájaros de verano se articula a partir de una serie de sucesos acaecidos en la comunidad indígena wayúu, de Colombia, entre finales de la década del sesenta y la década del ochenta, cuando dicha comunidad experimentó múltiples conflictos internos a raíz del tráfico de marihuana con norteamericanos. Emplazado en La Guajira, territorio en el que se asientan los protagonistas, el relato se extiende a lo largo de doce años en los que se testimonia el auge y la decadencia de una familia presa de las inevitables consecuencias que el nuevo negocio implicó. Tanto las particularidades geográficas como las tradiciones y costumbres de estos individuos quedan rigurosamente retratadas en el filme, que tiene el tino de enfundar el imaginario wayúu, su universo de valores, su cosmovisión y sus atributos culturales en el entramado dramático como detonantes de las ideas sustantivadas por el discurso. En puridad, el argumento desplegado observa la disputa desatada entre dos familias, lo cual alcanza a sustantivar un mapa ideológico representativo del destino latinoamericano; o sea, uno capaz de sobrepasar la realidad descrita o los hechos privilegiados por el plano referencial, para vehicular todo un pensamiento cultural.

Cuando el filme arranca, nos enfrentamos a una ceremonia ritual que marca la entrada en la adultez de Zaida, una joven wayúu que ha permanecido encerrada durante algún tiempo, en cumplimiento estricto de los dictados de su tradición. Ahora es ofrecida en matrimonio, bajo una dote específica que Rapayet Abuchaibe, un hombre mucho mayor que ella, procurará obtener para conseguir su mano. Justo en ese intervalo de tiempo en que debe adquirir los bienes necesarios para poder contraer matrimonio con Zaida, Rapayet —secundado por su amigo Moisés— se encuentra con un grupo de hippies que lo introducen en el negocio de la droga a gran escala. Ahí detona el conflicto desarrollado por la película,  es envuelto con un gradual y coherente crecimiento que, no solo mantiene el ritmo de la fábula, sino que nos conduce, peripecia tras peripecia, hasta un rotundo desenlace que concreta el sentido de una parábola muy bien entretejida. Ese es uno de los aciertos de Pájaros de verano, la competencia con que el centro temático se va engarzando durante el avance de la cadena dramática y la proporcionalidad con que las tramas colaterales añaden comentarios que la complementan.

Entretanto, según transcurre todo ese primer fragmento expositivo, el filme documenta con detalles, pero sin subrayado romántico alguno, los valores ancestrales, los modos de vida y los principios que rigen estas sociedades indígenas y sus diálogos con otros entornos socioculturales de Colombia. Aquí resulta determinante la plasticidad y fluidez visual con que la dirección de arte y la fotografía recrean y aprehenden el entorno, la convivencia y el paisaje donde se mueven estas comunidades; la expresividad con que los objetos, las vestimentas, etcétera, enriquecen la composición y la puesta en escena. Del mismo modo, el guion no teme presentar largos diálogos hablados en wayuunaiki, la lengua wayúu, así como aludir a sus prácticas pastoriles, a su organización social y a sus actividades cotidianas. Otro reconocimiento que la cinta merece —algo apreciable ya en El abrazo de la serpiente— es la limpieza dramática y la coherencia en la concatenación de  elementos etnográficos cuando el discurso se detiene a caracterizar ese horizonte cultural. Lo que llama la atención al respecto es el modo en que ese abundante mundo se incorpora al relato sin huellas de exotismo ni idealización.

Gradualmente, la narración se entrega a recrear las peripecias acontecidas entre los clanes inmiscuidos en las negociaciones con los norteamericanos, quienes no perdieron un minuto para comenzar a exportar un producto que, para entonces, alcanzaba altas demandas en su país. Así, a medida que se van desgranando los encuentros y desencuentros provocados por el narcotráfico, no ya con los gringos, sino entre las propias casas wayúu que llevaban adelante el contrabando, Pájaros de verano enfatiza en el impacto que las ansias de poder y venganza, y la sed de riquezas, tienen sobre la preservación de las tradiciones. Si tomamos en cuenta, además, que es esta una película «basada en hechos reales» —convención que complejiza la textura ficcional, en tanto estetización y reescritura del pasado—, se acentúa más la intención de acusar esa cartografía en que aflora la descomposición de «la memoria cultural» a causa de una especie de apetito caníbal (del que todos somos un poco culpables).

Al irrumpir los norteamericanos en el contexto de La Guajira, de inmediato se hace sistemático el negocio de la marihuana. Comienza a abundar el dinero y, casi sin percatarse, las familias implicadas en el comercio y la lógica capital, van transformando sus conductas y estilos de vida —cambian de residencia, medios de transporte…—,a la vez que se distancian de las coordenadas éticas y cívicas por las que se rigen sus culturas. Y, desde luego, esa erosión de sus valores, tal alteración de sus orientaciones identitarias, trae aparejada una inevitable condena. Tal es así que Úrsula, la madre de Zaida y cabeza de la familia Ashaina, quien en la primera parte del filme se mostraba como una preservadora indoblegable de los valores familiares y las tradiciones de su pueblo, cuando palpa las recompensas (los beneficios) de la venta de la yerba pasa a participar del nuevo estado de cosa y llega a revelar, cuando la situación se le va a Rapayet de sus manos, otra cara de su personalidad: suplanta la regencia filial que hasta entonces había recaído en este último y se torna en una suerte de Lady Macbeth que acaba por destruir el núcleo doméstico. Otro subrayado al respecto tiene lugar cuando el «palabrero» es enviado a conversar con Aníbal —el jefe del otro clan implicado en el asunto— para resolver ciertas diferencias, y al cabo es asesinado por este último. Puesto que el «palabrero» es una figura central en la comunidad wayúu, un individuo fundamental dado el carácter sagrado que para ellos tiene la palabra como trasmisora de las tradiciones, dicha acción destierra por completo el linaje cultural a que se deben. Este acontecimiento marca un punto definitivo al que arriban estos sujetos diluidos en el imperio de la droga.

Mas lo interesante está en cómo ese desmembramiento o fragmentación de la identidad, esa disolución de lo propio, da paso a una pérdida más devastadora: una corrupción ética (con todo lo que el término implica) que trae consigo una pérdida del humanismo esencial que sostiene su civilización. Y en tal sentido, la película pretexta el relato puntual para remitir a otras complejidades inherentes al ser humano. Colocada sobre esa cuerda, la directriz conceptual que engloba la narración invita a reflexionar, como mínimo, sobre las consecuencias históricas de la irrupción del narcotráfico en Colombia; la confrontación entre las culturas indígenas que se impusieron a los embates de la modernidad y las influencias negativas del mundo occidental y el capitalismo; el precio de la modernización tecnológica y civil motivada por las ambiciones del ser humano; y el peligro que radica en la observación acrítica de modelos de vida ajenos.

  1. Del enunciado

En un momento en que el imaginario fílmico latinoamericano legítima su experiencia estética de desalienar la imagen —de no limitarla a un repertorio cerrado o un proyecto identitario único—; desplazada la impronta colonizadora perpetrada por Hollywood, Ciro Guerra y Cristina Gallego procuran, satisfactoriamente, un sustancial ejercicio de revisión genérica en Pájaros de verano. La gramática edificada por estos autores ostenta una legítima revisión de ciertos códigos, referentes fílmicos y topos recurrentes en la breve historia del séptimo arte, ligados a la industria y al denominado cine comercial o de entretenimiento; los cuales, en lo absoluto atentan contra la hondura conceptual ni la sintaxis argumental. Al contrario, tal variante estilística enriquece la textura visual y el recorrido dramático como potenciadores del ensayo cinematográfico viabilizado por los creadores.

Anclada en ese horizonte, Pájaros de verano se presenta como un narco-thriller que atiende a todo el repertorio expresivo consolidado por esta variante narrativa, con la particularidad de estar colocado al interior de la cultura wayúu. La escritura dramática contempla, por ejemplo: la creciente bonanza económica de dos familias que mantienen vínculos ancestrales y que trasgreden su respeto mutuo a causa de la corrupción acarreada por la acumulación de riquezas; el enfrentamiento violento, físico y moral, entre ambos bandos que se disputan el poder; la venganza de algún miembro filial y la disputa de ciertas posiciones estratégicas al interior del negocio —líneas todas que se entregan a observar la composición de piezas canónicas como El padrino (Francis Ford Coppola) o algunas obras de Martin Scorsese, por solo mencionar dos casos—. Todo ello, además, está acentuado por una puntual revisión de pautas específicas del wéstern, el suspense y el cine de acción. Claro, lo anterior, así dicho, no podría significar mucho; sin embargo, la distinción reside en cómo la atención a esos esquemas expositivos suministra (aprovecha) determinada ideología que contribuye a engrosar la complejidad de la construcción fílmica, toda vez que tiene la elocuencia de conciliar esos estilemas en un cuerpo discursivo que, gracias a ello precisamente, se atreve a transgredir la lógica que recurre a esos estereotipos —y pensemos en los múltiples seriales televisivos que en este minuto aprovechan la topografía del narcotráfico.

Pero todavía se densifica más el andamiaje de Pájaros de verano. La estructura narrativa se divide en cinco cantos —«Hierba salvaje, 1968», «Las tumbas, 1971», «La prosperidad, 1979», «La guerra, 1980» y «Los limbos»— que progresan linealmente, mas cada uno constituye una unidad dramática cerrada que, a la vez que diseccionan mejor el mundo de valores de los personajes y las torceduras a que se ven sometidos, van orquestando, a la manera de Dante, la trágica inmersión de estas familias en las arcas del infierno. La densa arquitectura lingüística de Pájaros de verano cruza esta zona de la cultura latinoamericana con referentes fundacionales de la cultura occidental, en un formidable y locuaz entramado intertextual capaz de sostener, sin caer en el panfleto o la política epidérmica del «buen salvaje», el resquebrajamiento existencial de una familia que, al abandonar los dictados de sus tradiciones y su cultura, se vio mutilada al punto de descender a la muerte1.

Como si no bastara la declarada vocación genérica de que hace gala esta obra, el guion tiene a bien enmarcar la historia en los márgenes de la tragedia griega, no solo por las similitudes en la estructura narrativa, sino por la inclusión de ciertos componentes mitológicos, de donde procede la singularidad con que el final acentúa el castigo a que es sometida la familia protagónica. Esa composición en diferentes actos facilita la cristalización del tono épico que abraza al trayecto narrativo, matizado por austeras pinceladas de realismo mágico que remarcan la cosmogonía wayúu —destaca, sobre todo, el hecho de que sea un juglar o trovador quien nos relata la historia, a modo de esas moralejas propias de las tradiciones orales.

Llegado a este punto, es apreciable la contundente estilización, de corte neobarroco, desde la que los realizadores conciben el hecho cinematográfico. Es comprensible ese rejuego con el artificio fílmico, puesto que, bien vista, Pájaros de verano no es una película interesada solo en observar con detenimiento el discurrir de la realidad wayúu y documentar las tensiones a que se enfrentan determinadas zonas de la vida latinoamericana, ciertamente problemáticas y complejas. Sin renunciar a ese perfil antropológico enfocado en diseccionar los cercos que definen el devenir ético, social y emocional del ser latinoamericano —apuesta que distingue a lo mejor de las creaciones del área, si no qué otra cosa hace extraordinarios a títulos como Joel (Carlos Sorín, 2018) y Retablo (Álvaro Delgado-Aparicio, 2018), por solo poner dos ejemplos bien divergentes del tono escogido por los directores colombianos—, esta obra relega la descripción literal de las vicisitudes en la cotidianidad de esas personas, para conseguir una formulación que disfruta del despliegue de artilugios y convenciones, de cierta espectacularización, sin rebajar la efectividad del enunciado, más bien contribuyendo a su eficacia comunicativa2.

  1. De la lectura

Esta congruente meditación en torno a la disolución de las identidades étnicas y los efectos del apetito capitalista sobre el hombre se despide con la hija de Zaida y Rapayet vagando por el desierto, solitaria y abandonada a los desmanes de su suerte: una peregrina que carga con el peso de una culpa que no le corresponde, pero que hereda inevitablemente. Ciro Guerra y Cristina Gallego completan una metáfora que llama la atención sobre el destino escabroso implícito en unas relaciones peligrosas de las que no escapa el ser latinoamericano en la actualidad; sobre todo en ese corrosivo mapa social que vive Colombia, jalonada por un tenso diálogo entre tradición y modernidad.

1 Respecto a Latinoamérica, me gustaría destacar, en particular, las conexiones con la topografía de Cien años de soledad, donde también el afán de progreso y el contacto con una cultura «externa» arrastran a Macondo y su gente a la ruina.

2 Por ese mismo camino, la cinta corre el riesgo de subsumir sus ambiciones discursivas en la prefabricación estética del enunciado, sobre todo allí donde el universo wayúu se subordina a las acrobacias de la forma.

Tomado de: http://cubacine.cult.cu

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La vida oculta (+Tráiler)

La vida oculta (2019), de Terrence Malick

Por J. Casri

Si hay un director que aspira a hacer poesía con el cine, ese es Terrence Malick. El romántico William Wordsworth, en el prefacio de “Baladas líricas”, definía la poesía como un desbordamiento de emociones poderosas recordadas en la tranquilidad. Semejante sensación es el sentimiento inescapable que inundan las películas de este veterano director norteamericano. Al igual que Wordsworth y sus demás compañeros del Romanticismo, Malick está cercando un encuentro con lo sublime, el punto de unión entre la naturaleza humana y la trascendencia. La búsqueda del realizador es por tanto espiritual, ante la cual belleza estética, experimentación cinematográfica y narración se encuentran supeditadas. Y, en el trasfondo de sus películas, se encuentra una reflexión sobre la relación entre el hombre y la divinidad, una vez más elemento vertebrador en “Una vida oculta”.

El cine de Malick es una combinación de ostentación y magnificencia, de excesos y delicadeza. Su acercamiento filosófico-religioso-humanista y su paleta visual se fundieron a la perfección en su recordada “El árbol de la vida” (2011) y perdieron su armonía en sus siguientes tres filmes, “To the Wonder” (2012), “King of Cups” (2015) y “Song to Song” (2017), un inusual ritmo de producción por parte de un director que solía firmar un nuevo proyecto cada siete años. Ahora, en “Una vida oculta”, Malick presenta una de sus películas más accesibles y la más extensa, lineal y narrativa de su filmografía.

En ella reconstruye parte de la vida de Franz Jägerstätter, un granjero austríaco real que se negó a luchar con el ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial. A Jägerstätter se le ha calificado como objetor de conciencia, aunque Malick lo presenta como un hombre en una encrucijada donde confluyen su relación con su familia, su visión de la divinidad y las exigencias de las autoridades oficiales tanto políticas como religiosas, alguien que solo tiene una salida consecuente tras formular una simple pregunta al principio del filme: ¿es que la gente no reconoce el mal cuando lo ve?

Pese a su envoltorio de drama durante la ocupación nazi, “Una vida oculta” es una reflexión humanista frente a la demagogia y un estudio de la imposibilidad de acción ante fuerzas que superan la capacidad individual. Jägerstätter, ante la complicidad entre estado y estamentos religiosos, y el fervor patriótico, nacionalista y xenófobo que invade a sus vecinos en una edénica localidad de las montañas austríacas, no aboga ni por el combate ni la pasividad sino por la integridad moral.

Para relatar el calvario que sufre este hombre, Malick recurre a un tono desapasionado y a una cinematografía de gran belleza. El director no puede evitar presentarlo prácticamente como una versión humana de Jesucristo —episodios de la vida de este último centrarán el próximo filme de Malick—, pero en este proceso de enaltecimiento la película logra reafirmar la humanidad de su protagonista. El momento vital de su protagonista es, en el fondo, parejo al que se han hallado la mayoría de héroes míticos. Franz Jägerstätter se encuentra en una situación que ha sido explorada desde el teatro griego, el cual se centró en indagar en antihéroes puestos en situaciones de imposible resolución al serles inviable satisfacer las obligaciones contrapuestas con el estado, con los dioses y consigo mismos. Entre Grecia y Malick los dioses cambian, pero la humanidad permanece.

No obstante, Malick no es un director que focalice la introspección, sino que su cámara se fija en la fría exposición desde el exterior. Para ello no duda en extender el metraje, dando argumentos a sus detractores de que el realizador abusa de autoindulgencia, de que llena sus filmes con secuencias no narrativas que buscan persistir en la creación de una atmosfera y no el desarrollo de sus personajes. Cierto es que hay mucho de criticable en las apuestas de Malick, como sus momentos de pomposidad redundante o su tendencia a una falta de concreción narrativa, y su planteamiento filosófico es fácilmente no compartido. Sin embargo, cada película de Malick es fascinante tanto por sus logros como por sus fracasos. Malick nunca tiene miedo en salirse de la convencionalidad para aspirar a la trascendencia, en rehuir la planitud en busca del lirismo.

Su cine no solo es un acto de valentía, pero una apuesta casi segura por el naufragio, ya que sus películas fluctúan más cerca del mundo de las ideas que de la narratividad, concebidas con una serie de marcados manierismos del director —la meditativa voz en off, los planos largos, la fijación con la naturaleza— que fascinan a una parte del público y exasperan a otra. Terrence Malick, antes de ser cineasta, iba camino de ser filósofo. Se graduó en Filosofía por la universidad de Harvard y su tesis posterior, la cual abandonó, se centraba en Heidegger, Kierkegaard y Wittgenstein. Además, es traductor de Heidegger, pensador con quien estudió personalmente. Ensayos académicos sobre las películas de Terrence Malick también incluyen a Schopenhauer como gran influencia por su búsqueda de una consciencia despierta, con conocimiento de su fragilidad, en su encuentro con lo sublime. Cada película de Malick es la empresa imposible de aunar de forma accesible una serie de reflexiones filosóficas, de ideas fenomenológicas y de discursos estéticos a través de un medio eminentemente narrativo como es el cinematográfico.

Es inevitable que un nuevo filme de Malick sea un recordatorio de aquella frase de Samuel Beckett que decía “Lo intentaste. Fracasaste. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”. Seguramente Malick ya firmó en 2011 con “El árbol de la vida” la que sería su obra maestra, un legado difícil de superar. “Una vida oculta” es su mejor película desde entonces, una cinta tan imperfecta como cautivadora que, en comparación con “El árbol de la vida”, podría ser calificada como pequeño fracaso. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.

Tomado de: https://www.elviejotopo.com

Tráiler del filme La vida oculta (2019), de Terrence Malick

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