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Cuba: La creación artística y el Decreto Ley 373

Por Rolando Pérez Betancourt

Ya con el Decreto Ley 373 hecho realidad y con más de mil solicitudes para entrar en el registro, felices y contentos porque ello significa un desbrozar de viejas necesidades y sueños en pos de seguir avanzando, enumero dos o tres ideas propias, y otras recogidas de opiniones vertidas por aquí y por allá, algunas de las cuales también hago mías.

Si bien se ha dicho que el Decreto Ley 373 aspira a un amplio abanico creativo en cuanto a temáticas y géneros que con cierta urgencia necesita desarrollar el país, lo social y lo político ha estado imbricado desde siempre al cine cubano. La libertad de creación inherente a cualquier artista –y máxime si es joven y está lleno de preocupaciones– hace suponer que tales temas seguirán surgiendo como hasta ahora, en ocasiones sustentados en un válido discurso crítico-artístico, en otras sin ir más allá de un tanteo pesimista per se, o amparados en amaños que apuntan menos a la conocida, y hasta válida «tendenciosidad en el arte», y más a la  necesidad de provocar aleteos ruidosos que del otro lado del océano «algunos» suelen aplaudir y premiar.

Defensor convencido de la función crítica del arte, no debe verse lo antes afirmado como un prejuicio al movimiento de jóvenes realizadores, y otros menos jóvenes  –verdadero relevo que necesita el país y de donde han surgido apreciables obras–,  y sí al creer detectar que filmes en los que  se combinan –o no– aciertos  cinematográficos con contenidos relacionados con la política y la ideología son más valorados en ciertos escenarios del exterior por el peso de estos dos últimos componentes que por sus reales aportes artísticos. Ya Hemingway alertaba de los retos y peligros de contaminación proselitista al ligar lo político a la obra artística y se sabe de creadores, bien de izquierda, bien de derecha, que se cuidan de enfrentar el desafío porque no siempre se sale de él artísticamente  convincentes.

En tal sentido debemos cuidarnos de oportunismos y enfoques desafortunados, presentes en todas las épocas y en todas las ideologías. Sobran ejemplos y polémicas en ese matrimonio no pocas veces mal llevado que suele ser la política y el arte. Al respecto cabe recordar el filme de despedida de Andrezj Wajda, poco antes de morir, Los últimos días del artista (2017), un torpe panfleto anticomunista que ignora la relevancia artística de la que otrora hiciera gala el maestro y de paso echa por tierra lo mucho válido que tenía por decir.

¿Significa esto que hay que darle de lado a lo político y a lo social en nuestras obras? En lo absoluto. Cada cual que filme lo que lleva por dentro y los demás integrantes de su equipo de realización compartan. Solo que a ratos sigo apreciando una marcada obsesión por ese decir de inmediatez –que correspondería primero a una prensa activa y analítica, y luego al arte– que en desarrollar un discurso sostenido en sus diversos componentes y complejidades.

Sociología, política y arte se confunden muchas veces, no solo en manos del creador, sino igualmente en la percepción de aquellos que valoran, deciden y censuran.

El tema de la censura es largo, sensible y universal y él solo daría para largas horas de audiencia. En lo que sí deberíamos estar claros es que las comisiones encargadas de analizar y emitir juicios en torno a los proyectos presentados por el  creador audiovisual y cinematográfico independiente deben estar integradas por corazones y mentes que se complementen en un amplio campo de democratización decisoria. Comisiones que de ningún modo ignorarán la política cultural del país, al tiempo que no haga de ella una interpretación dogmática o unipersonal.

No debemos perder de vista que cualquier casa productora del mundo discute, y no poco, los aspectos más variados en la construcción de un filme y que todavía en el suculento Hollywood –salvo honrosas excepciones– sigue operando la decisión del «último corte» por parte de los dueños del negocio. Ni pensar en ese «último corte» para nosotros, pero sí en crear comisiones amparadas por el prestigio, el conocimiento, la responsabilidad intelectual y un amplio concepto en lo que respecta a la libertad en el arte.

Ya se sabe que por vocación propia los jóvenes artistas llegan dispuestos a cambiarlo todo y ese es un envidiable don. Bastaría recordar la Nueva Ola, el Free Cinema, el nuevo cine alemán, el brasileño, aquellas cintas cubanas de los 60, y otras más para valorar esos ímpetus.

Un festinado cortar de alas al creador –lo que no pienso que ocurra– puede dar lugar a las reacciones intelectuales más diversas, la más peligrosa de ellas, la autocensura, que si se instala no será fácil sacudirla. También cualquier censura estrepitosa, además del daño que hace, puede otorgar, a razón del mero escandalito, capa y corona a una obra que solo tiene mérito para calzar botines. De ahí el papel de alta responsabilidad que le corresponde a las referidas comisiones.

Se suele decir que la crítica existe para analizar y orientar, pero no pocas veces –y ahí está la historia del cine y el arte en general para demostrarlo– han sido los artistas los que han despabilado al crítico y lo han puesto a navegar en nuevas y fabulosas corrientes, a partir de las cuales, una vez asumidas, el crítico puede enriquecer miradas, aportar ideas, y hasta redirigir rumbos.

El Decreto Ley 373 será también un reto a los críticos del país, que más que nunca debemos apartarnos de simpatías, temores a la reacción furibunda de algún lastimado por nuestras opiniones, y defensas a ultranza a arrimos muy personales, entre los que se encuentra la desideologización del análisis, el hacer de la ideología un asquito demodé devorado por tendencias del postmodernismo, olvidando con ello que la ideología, como dijera aquel personaje de Gian María Volonté, tras dar un puñetazo sobre la mesa en la redacción del periódico que dirigía, no la inventaron ni Marx ni Lenin.

Se luchó y ya se tiene, hagamos entonces de estos nuevos tiempos cinematográficos por venir fiesta y combate para la creación y el intelecto.

Tomado de: http://www.granma.cu

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El cine latinoamericano: del subdesarrollo al posmodernismo

Por Michael Chanan

A lo largo de los últimos quince años o más, el cine latinoamericano ha experimentado un cambio. Se han atenuado considerablemente el sentido de urgencia política que llevó a la pantalla en los años sesenta y el carácter iconoclasta de su lenguaje visual y narrativo. Hoy día parece menos provocador y más diverso, al incluir numerosos ejemplos de tipos de géneros que, hace poco, muchos cineastas latinoamericanos menospreciaban fuertemente. Muchos han interpretado este cambio como un reflejo del paso al posmodernismo que asociamos con la globalización. Si aceptamos esa interpretación, lo que me pregunto yo es si en el Norte se trata del mismo posmodernismo nuestro.

Me propongo acercarme a estas interrogantes primero desde el punto de vista del cineasta que forma parte de esta historia. Hace cuarenta años, después de decenios de producción comercial de bajo nivel, el cine latinoamericano conoció un renacimiento asombroso, como movimiento de cine de vanguardia con objetivos tanto políticos como estéticos. Este movimiento –que se autodefinió como «el Nuevo Cine Latinoamericano»– incorporaba un análisis de sus propias condiciones de producción en términos de la teoría del subdesarrollo. Se consideraba el subdesarrollo como una condición de opresión debida a la explotación económica continua impuesta por un largo periodo desde la metrópoli a los países periféricos del imperio. Mediante condiciones de intercambio comercial desiguales, el proceso deforma la economía, la sociedad, el Estado y la cultura. Se promete constantemente la modernización, pero nunca se cumple la promesa totalmente, sugiriendo que el país subdesarrollado no puede alcanzar el nivel de desarrollo de la metrópoli. El deseo de crear un cine en dichas circunstancias es idéntico a la lucha por librarse de este dominio debilitante para que se hagan realidad los sueños de uno. Se debe combatir al imperialismo desde todos los frentes, incluso desde el propio cine, el cual, por lo tanto, necesita un lenguaje nuevo para dar testimonio de la verdad. Si el cine lograra eso, contribuiría de manera poderosa a la lucha por la liberación.

Ahora, si comparamos las condiciones económicas de los sesenta con las de hoy, desde el punto de vista del individuo productor de películas, se puede decir que, a grandes rasgos, son similares. El modo de producción cinematográfica se basa en una tecnología compleja, e implica un proceso laboral igualmente complejo. Por lo tanto, con frecuencia, hacer una película –un proyecto en el que a menudo participan cientos de personas– es, en el mejor de los casos, una especie de caos organizado: nos referimos aquí a una labor estética, que no se conforma fácilmente con las cuantificaciones del trabajo deseadas por la dirección –lo cual explica por qué, aun en las condiciones de producción más avanzadas, es frecuente que terminar una película tome más tiempo de lo previsto, o que las películas excedan su presupuesto–. Además, el proceso entero requiere el apoyo de una infraestructura sólida, que solo se puede dar por sentada en las economías muy desarrolladas de las metrópolis. Eso significa que en muchas partes de América Latina, en particular en las regiones fuera del alcance fácil del capital local, el mero hecho de lograr rodar una película es un pequeño milagro. Nada de eso ha cambiado en los últimos cuarenta años.

Tomemos La película del rey (1986), de Carlos Sorín, un ejemplo maravilloso de bathos: en apariencia trata de un visionario francés del siglo xix, quien, apoyado por varias tribus indígenas, se convierte en el Rey de Patagonia, pero, en realidad relata los intentos desesperados de un joven cineasta para hacer un drama de disfraces mientras lucha contra un lugar de filmación inhóspito, la deserción de sus actores y la falta de dinero. Una especie de reconstrucción documental de la realidad cotidiana de los cineastas en Argentina, revela porqué el género épico no está muy desarrollado en el cine latinoamericano, a la vez que ofrece una alegoría del subdesarrollo. La mayor ironía es que, a pesar de haber ganado un premio en el Festival de Cine de Venecia, la película no recuperó todos los gastos.

La película de Sorín ejemplifica la situación del cine hoy día en América Latina, donde una serie de industrias cinematográficas nacionales de tamaños mediano, pequeño o, en unos casos, minúsculo, todas asediadas por endebleces estructurales, mercados pequeños, están condenadas a la marginalización por distribuidores globales criados con los valores de Hollywood. De hecho, resultan marginalizadas doblemente: en sus propios mercados, dominados por los productos de Hollywood, y aún más en el extranjero, por la misma razón. Si se consideran todos los factores que se han mencionado tradicionalmente para explicar el ascenso de Hollywood, sobre todo, su populismo exitoso y la eficacia de su sistema de estudios, entonces, desde esta perspectiva, forma parte integral del subdesarrollo. Es evidente que el subdesarrollo fue un factor decisivo en la historia del cine latinoamericano desde el principio. En Brasil, por ejemplo, según Emilio Salles Gomes, el cine se arraiga aproximadamente un decenio después de su introducción, lo cual se debe, afirma, al subdesarrollo de la red eléctrica. En Río de Janeiro, en cuanto la electricidad empezó a producirse de forma industrial, las salas de exposiciones proliferaron y la producción cinematográfica pronto alcanzó la cifra de cien películas al año.1 Y, claro, el vínculo estrecho entre el imperialismo económico y cultural surgió en Cien años de soledad cuando el cine llega al pueblo de Macondo en los mismos trenes que también traen la compañía frutera United Fruit Company.

Si durante los primeros años del cine en América Latina, el público procedía de la clase más acomodada en las capitales, pronto incluyó las clases populares urbanas y, como en todas partes, rompió el mecanismo normal mediante el cual los nuevos medios de comunicación suelen entrar en el mercado: desde arriba, para luego filtrarse hacia abajo –el teléfono es el ejemplo clásico de este fenómeno–. El cine alcanzó rápidamente las clases populares no solo porque su consumo era colectivo y barato, sino también porque fue difundido por una tecnología nueva mediante la cual producir copias para luego distribuirlas representaba un gasto marginal, de modo que se podía explotar un mercado en expansión por muy poco dinero. La velocidad por la cual el cine se difundió en el extranjero también se explica por el hecho de que estas copias se podían transportar con mucha facilidad, especialmente en un periodo de ferrocarriles y buques a vapor, cuando, además, la lengua hablada por los actores no constituía un obstáculo. Todos estos factores convirtieron el cine, en aquel periodo, en una comodidad única tanto desde el punto de vista económico, como cultural. Resultó que la demanda creció tan rápidamente por todo el globo, que ningún país logró satisfacerla recurriendo solo a su propia producción. De modo que, desde el principio, el cine fue un comercio internacional, que pronto se transformó en el prototipo de una industria de cultura transnacional, incluso en la etapa en que su producción apenas superaba el modo artesanal.

La primera ventaja de Hollywood cuando empezó su dominio en el segundo decenio del siglo xx fue el control que ejercía sobre el mercado nacional más grande del mundo en aquel periodo; la expansión en el extranjero se logró al usar esta ventaja allí también, dado que, en su casi totalidad, las ganancias en el extranjero representaban beneficios de plusvalía. Como observó Thomas Guback, «las películas tienden a ser una comodidad sumamente exportable; las copias exportadas no afectan la demanda nacional ni los ingresos que resultan de las exposiciones en el país… Podemos tener nuestro cine y los extranjeros también pueden disfrutar de él».2

En 1926, ante un público en la Escuela de Administración de Empresas de Harvard, una figura prominente en la industria cinematográfica preguntó: «¿Cómo podemos reducir la resistencia a las ventas en aquellos países que quieren fortalecer su propia industria? »3 En América Latina, donde había poca resistencia, el mercadeo dinámico de Hollywood minaba las oportunidades de los productores locales con los bajos precios del alquiler, incluso para las películas de primera; la práctica de vender los derechos en bloque, que incluía una mayoría de películas de menor calidad; los precios deprimidos que, por consiguiente, los dueños de salas de cine estaban dispuestos a pagar por las películas locales, etc. De modo general, poco ha cambiado desde aquel entonces, porque el subdesarrollo, como el capital, se reproduce (y un desarrollo desigual produce más desarrollo desigual).

Mientras Hollywood se expandía por todo el globo, las industrias cinematográficas locales en los países del Tercer Mundo lograban arraigarse solo cuando el mercado nacional era suficientemente amplio y a condición de que los presupuestos se mantuvieran bajos. Dado que se trata de una ecuación difícil de conseguir, lo que hallamos en América Latina es una producción fílmica que, con frecuencia, ha sobrevivido solo porque ya a partir de los años treinta, los gobiernos se mostraron dispuestos a darle un trato especial, al reconocer su poder social, o convencidos de su prestigio cultural como insignia de una nación moderna, y por lo tanto estas adoptaron planes de subsidio o de apoyo, a menudo poco sistemáticos y mal concebidos, reducciones impositivas, etc. A pesar de sus limitaciones, dichas medidas sí ayudaban, como lo revela lo que ocurre cuando se eliminan, y un buen ejemplo de esto es el colapso de la producción que sobrevino en Argentina y en Brasil en los años ochenta.

La transformación de Hollywood de ciudad natal de los grandes estudios en centro de la industria global del espectáculo, ha tenido poco impacto en esas condiciones elementales en los países de la periferia, cuyos resultados concretos me describió hace algunos años otro director argentino, Eliseo Subiela, al explicar los tres presupuestos en el sistema de producción de su país. El primer presupuesto es el oficial en moneda nacional; el segundo es el oficial en dólares, para el coproductor extranjero (sin el cual casi no se hace ninguna película hoy día); pero el verdadero es el tercero, un presupuesto invisible con el que se arreglan los tratos financieros y se pagan los sobornos. Esta es una descripción de la realidad cotidiana del subdesarrollo. Como resultado –con el respeto debido a Salles Gomes–, al nivel local, la demanda estimulada por las exposiciones no se puede satisfacer inmediatamente, porque la producción no puede desarrollar su potencial. Debido a que, además, para compensar, los cineastas locales solo cuentan con un acceso a los mercados extranjeros muy limitado. Aún en América Latina, por todo el continente, hacer cine sigue siendo un área profesional con pocas garantías, donde uno suele tener dos empleos: uno de día, y otro de noche. Por lo tanto, es propenso a la autoexplotación, dado que, por otra parte, lo abastece una abundancia de talento, imaginación y determinación, así como una historia que da orgullo e inspira, a pesar de sus altibajos. De hecho, según lo que hace unos diez años un representante sindical argentino le contó a un observador estadounidense receptivo: «Hacer cine no es una decisión económica en América Latina. Es una decisión política».4 En este caso también poco ha cambiado, ni siquiera con las nuevas tendencias como la coproducción  internacional, o las inversiones españolas en nuevos cines de tipo multiplex. Es posible que estas tendencias ofrezcan algunas oportunidades, pero ¿cómo pueden modificar la situación básica si son a la vez sus síntomas?

II

Ahora, el aspecto más notable del periodo cuando el Nuevo Cine Latinoamericano surgió fue la combinación de la aspiración artística y la motivación política. Desde La Habana hasta Santiago de Chile, los nuevos cineastas de la época no veían ninguna contradicción entre el arte y la militancia. Al contrario, presentaron el cine como sitio estratégico en la batalla por la hegemonía en una guerra en la cual el trabajador cultural era un soldado raso. Una dimensión esencial del Nuevo Cine Latinoamericano es que siempre fue más un movimiento político que artístico en la medida en que no llamaba a ninguna unidad estilística, ni siquiera a aquella tradicionalmente asociada a la definición e identidad de movimientos artísticos en la historia cultural de Europa y América del Norte. En términos estéticos, el Nuevo Cine Latinoamericano era radicalmente pluralista. Lo que sí pedía por todo el continente era el repudio de los modelos de cine impuestos por la hegemonía de Hollywood –en otras palabras, invocaba un espíritu iconoclasta vanguardista, que se podía expresar de muchas maneras distintas–. Este llamamiento continental también era, claro, uno de sus rasgos principales; operaba dentro de las fronteras nacionales, pero imaginaba una comunidad de naciones con el nombre de América Latina, con un destino común.

Desde el punto de vista del imaginario estético, ese fue el momento en que el cine latinoamericano se metió de cabeza en la modernidad y, en el proceso, creó un discurso visual totalmente nuevo en el cual, un país tras otro, el continente entero, fue reconfigurado y nuevamente concebido. Conviene subrayar, sin embargo, que en este caso los vínculos entre lo económico y lo estético ya no existen, y entramos en el campo simbólico donde se transcienden los límites materiales en la expresión comunicativa de los lenguajes estéticos. Debemos proseguir con cautela. Por una parte, toda la historia del cine es una prueba contundente de que el viejo concepto marxista era esencialmente cierto: la base material tiene una influencia determinante en la expresión artística (especialmente el cine, el cual es intensivo en capital y a la vez requiere mucha mano de obra). Por otra parte, cuando se compara el gran adelanto estético en América Latina con lo que ocurría en la misma época en Europa con el New Wave cinema / cinéma Nouvelle Vague, en particular en Francia, por ejemplo, no se puede decir que el cine latinoamericano estaba atrasado con respecto a Europa, ni desde el punto de vista estético, ni en su desarrollo como arte o expresión comunicativa.

Fredric Jameson ha señalado cómo la historia del cine resume en un periodo más corto las etapas o momentos de desarrollo cultural que corresponden a la evolución del capitalismo: el realismo dominante, en la etapa del capitalismo nacional o local; la etapa de capitalismo monopolio («la etapa de imperialismo» en la teoría de Lenin), que parece haber generado las varias modernidades; y la era multinacional, que explica los desarrollos conocidos con el nombre de posmodernidad. 5 Al pasar de sus comienzos artesanales a la empresa industrial controlada por capitales nacionales, el cine desarrolló el realismo clásico que domina prácticamente desde entonces (en gran parte por la hegemonía mundial de Hollywood). En los años veinte aparecieron los primeros signos de modernidad, especialmente en Europa. Con la introducción del sonido, se produjo un atraso, pero resurgieron después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en los últimos veinticinco años del siglo xx fueron nuevamente subsumidos bajo la transformación cultural vinculada con la globalización, por lo general conocida como el posmodernismo. Conviene otra vez proseguir con cuidado, dado que desde sus inicios el cine fue transnacional, y que a partir de los años treinta, o sea antes de la posmodernidad, su alcance y su ejercicio ya eran globales; por lo tanto, al hablar del cine, el vínculo entre la globalización y la posmodernidad es escurridizo.

Ahora, aunque varias regiones de la periferia están atrasadas en diverso grado por sus historias individuales de subdesarrollo y, por otra parte, dado que la cultura fílmica es una fuerza globalizante desde su etapa inicial, en líneas generales, la evolución estética en culturas fílmicas diversas –tanto la metropolitana, como las periféricas–, es semejante porque comparten la misma historia dominante, aun cuando los detalles del encuentro con dicha genealogía varían localmente. Dicha historia, siguiendo a Jameson, pasa por los realismos clásicos de Hollywood, las primeras formulaciones modernistas de los grandes auteurs, y las innovaciones modernistas tardías de los años sesenta con sus secuelas. (Conviene aclarar que no nos referimos aquí al gran público sino a los aficionados, entre los cuales surgen los futuros cineastas). No debemos dejar de mencionar ese momento de transición que fue el neorrealismo italiano, ante el cual la corriente dominante del cine occidental reaccionó más lentamente que los nuevos cineastas del Tercer Mundo, desde Brasil hasta India; se trataba de un realismo radical y modernista que ponía en evidencia las limitaciones ideológicas del viejo realismo. En todo caso, las modernidades del Nuevo Cine Latinoamericano y de la Nouvelle Vague francesa resultaron estar en contrapunto, y con razón Jameson compara la teoría cubana del «cine imperfecto», formulada por Julio García Espinosa –uno de los fundadores del ICAIC–, con las prácticas contemporáneas de cineastas contestatarios del Primer Mundo, como Godard. Ambas presentan un reto a los códigos dominantes del realismo genérico y lo subvierten para producir un conjunto de realidades figurativas distinto, en el cual, por lo menos hasta cierto punto, hay reconocimientos mutuos, como lo prueba la recepción entusiasta dada al cine latinoamericano por las vanguardias europeas de la cultura fílmica.

Para los latinoamericanos, cuya relación con el público nacional era mucho más tenue, el reconocimiento que encontraron en Europa como embajadores de las estéticas antiimperialistas los ayudó a aseverar su sentido de identidad como vanguardia de una política cultural revolucionaria, sin eliminar la posibilidad de que continuara sirviendo como un «otro» imaginario para los europeos. Desde la perspectiva metropolitana, descubrir que la periferia no permanece inmóvil causó una gran sorpresa; ya no era cierto pensar que los que viven en una condición de privación colonial o poscolonial estaban «atrasados» porque en dichas películas pasan a ser contemporáneos, en todos los sentidos, de los que poseen lo que a ellos les falta (lo cual no les faltaría si aquellos no lo poseyeran).

III

La modernidad no es solo un marco estético, también es cognitivo. Así, una de las contribuciones del Nuevo Cine Latinoamericano de los años sesenta fue que desempeñó un papel crucial en alentar la reevaluación teorética y académica de temas y cuestiones que nos preocupan tanto hoy bajo el signo de la posmodernidad –cuestiones de identidad y memoria, de diferencia y de sujeto, de hibridez cultural y de nación Estado poscolonial, etc.–, ya que fue la pantalla la que primero les dio visibilidad. Como el poeta Shakespeare, le da forma a lo desconocido, lo modela, le proporciona a una nada etérea un nombre, y la ubica. O, si se usa el vocabulario teórico modernista (o posmodernista), el cine pasa a ser una fuente generadora de aproximaciones a la realidad social vista mediante historias locales particulares, que solo se presenta como saber conceptual cuando de manera plástica es traducida en la pantalla a las disciplinas y a los discursos de conocimientos formales (una descripción tendenciosa esta, por la primacía que parece otorgarle al saber conceptual sobre el conocimiento adquirido por la experiencia y el conocimiento estético de los cuales origina, lo que, en el peor de los casos, acaba por producir un conocimiento teórico sin base en la experiencia). Ahora, como se sabe, «lo visible» es una problemática de la posmodernidad, una superficie resbaladiza de transparencia falsa, un simulacro, la trampa del imaginario. Sin embargo, hace algunos años la declaración fundacional del Grupo de Estudios Latinoamericanos Subalternos con razón rindió homenaje a las películas de Fernando Birri y la escuela de cine documental de Santa Fe; al Cinema Novo brasileño; al ICAIC; y en Bolivia, a Jorge Sanjinés y el Grupo Ukamau, todos los cuales no solo rompieron con la tradición de tomar la burguesía criolla como representante genérica del sujeto social de la historia latinoamericana, y en su lugar, presentaron al subalterno, tanto urbano como rural, sino que también, con esta ruptura cuestionaron la primacía de los paradigmas figurativos eurocéntricos y de Hollywood.6

El Grupo añade que aun cuando estas obras abordaban problemas de género, raza y lenguaje, seguía adhiriendo a una certeza epistemológica propia del marxismo acerca de la naturaleza de los actores históricos, a la cual la Revolución cubana otorgaba un prestigio nuevo. Es cierto, pero desde otra perspectiva podría ser malinterpretado. De hecho, el cine cubano fue ejemplar en un aspecto crucial: rechazó el modelo estalinista del realismo social, y asentó el principio de la experimentación estética, conforme a la famosa fórmula de 1961 de Fidel Castro: «Dentro de la Revolución, todo, contra la Revolución, nada». El destino de dicha fórmula es otro asunto. Lo que conviene

subrayar aquí es que al ganar esa batalla estética en el ámbito político, el cine cubano de los años sesenta se convirtió para todos los demás en un modelo no sectario que fomentó el reconocimiento de la heterogeneidad, con implicaciones de gran alcance. Desde el comienzo, dicha diversidad incluye la emergencia de nuevos géneros que los críticos identificarán más tarde como modos característicos del discurso posmoderno; en particular, porque el nuevo cine se derivaba del documental, del género testimonial y de la fecundación cruzada del documental y la ficción, unas tendencias que, en nombre de la empresa vanguardista, orientaban los parámetros de representación hacia la diversidad de las voces marginales y subalternas que las películas se proponen representar. Se produce entonces en los años sesenta y setenta un movimiento doble: por una parte, aumenta el número de cineastas, voces autorales individuales que usan formas de expresión modernistas; por otra, aumenta la presencia de voces de otros individuos representados. El resultado de este movimiento doble es la mayor presencia de la heterogeneidad por debajo de la superficie del subdesarrollo. Es como si la llegada de la modernidad en América Latina produjera un efecto multiplicador.

Eso explica en parte por qué un observador latinoamericano como José Joaquín Brunner habla de la heterogeneidad cultural en América Latina como una especie de posmodernidad avant la lettre, ya presente en la modernidad, o por qué Fernando Calderón cree que los años sesenta (a los cuales llamó «los años de esquizofrenia trágica y lúcida») dieron origen a impulsos no solo modernistas, sino también posmodernistas. 7 Carlos Rincón va más allá: hablando de las obras de García Márquez, Cortázar, Fuentes y otros, sugiere que no solo fueron rápidamente incorporados al canon del posmodernismo literario, sino que representan un elemento constitutivo de la condición posmoderna, por la fuerza de su alteridad, su conexión descentrada y descentralizante con la metrópoli.8 Estas perspectivas plantean cuestiones críticas sobre las relaciones culturales implícitas en la teoría del subdesarrollo, por lo menos con respecto a lo que se retrata convencionalmente como un camino que siempre lleva del centro a la periferia, la cual por lo tanto siempre permanece un paso atrás. Es como si ahora, al tratar de ponerse al nivel del centro, la periferia aun se adelantara a sí misma en un esfuerzo para entender lo que está pasando.

Por otra parte, según Néstor García Canclini, resulta completamente erróneo medir la modernidad latinoamericana con lo que él llama las «imágenes optimizadas» de los países en el centro, en parte, porque no se trata de un proceso de correspondencia directa, mecánica, entre la base material y las representaciones simbólicas, y en parte también por lo inadecuado de los principios concebidos en las metrópolis para evaluar las realidades locales latinoamericanas.9 Mariátegui ya nos advirtió del problema a fines de los años veinte en una crítica notable por ser un marxista latinoamericano de la periodización marxista ortodoxa del arte, según la historia de la lucha de clases en Europa –los períodos feudal, burgués y proletario– arguyendo que la historia latinoamericana seguía unas pautas distintas, con el periodo colonial seguido por la etapa cosmopolita, y la llegada del periodo nacional solo después de esta.10 La cultura del periodo colonial era aquella del conquistador, trasladado del centro a la colonia, y la fundación de repúblicas independientes señaló el inicio de la etapa cosmopolita; entonces se rompió con el control cultural inigualado de la potencia colonial original, y se asimilaron simultáneamente elementos de varias culturas extranjeras. (Eso nos ayuda a recordar que la mayor parte de América Latina es poscolonial desde hace casi dos siglos). Pero una cultura nacional solo surge cuando se logra plenamente la independencia política por la autodeterminación económica, y es por eso que el tercer periodo de Mariátegui resulta ser un ideal utópico ante la dinámica del subdesarrollo y la emergencia de la industria cultural transnacional. Pero, claro, es precisamente dicho utopismo el que pasó a ser la fuerza impulsora en Cuba en los años sesenta, y pronto contagió al resto de América Latina.

IV

Ya se prefiguraban deslices entre la modernidad y la posmodernidad en las primeras teorizaciones que el propio movimiento produjo acerca de lo que era. Las polémicas de los años sesenta como «Por un cine imperfecto» de Julio García Espinosa y «Hacia un tercer cine» de Solanas y Getino son mucho más que simples manifiestos de cineastas, son análisis detallados de cuestiones de praxis cultural, que a la vez proponen nuevas geografías culturales. La intención del primer ensayo era prevenir contra la perfección técnica que entonces, unos diez años después, empezaba a estar al alcance de los cineastas cubanos. García Espinosa sostenía que cualquier intento de igualar la «perfección» del cine comercial de la metrópoli estaba equivocado y contradecía los esfuerzos implícitos de un cine revolucionario, porque la superficie maravillosamente controlada del cine comercial era una manera de convertir al público en consumidor pasivo al adormecer su sentido crítico. Jameson llama a eso una estética alegórica en la cual la perfección técnica connota el capitalismo avanzado, y la «imperfección» corresponde al subdesarrollo, no como consecuencia de la necesidad, sino como un «voto de pobreza», renunciar voluntariamente a una estética suntuaria en señal de solidaridad con el Tercer Mundo. El rechazo del cine como espectáculo lo compartían plenamente Solanas y Getino, quienes, por su parte, al pedir un nuevo cine de liberación, invocan explícitamente el modelo de la doctrina de los tres mundos enunciada por los comunistas chinos en la Conferencia de Bandung, en 1955.

Sin embargo, desde la perspectiva de los argentinos, el Primer Cine y el Segundo Cine no corresponden al Primero y Segundo mundos sino que constituyen una geografía virtual propia. El Primer Cine es el modelo impuesto por la industria fílmica estadounidense, el cine de Hollywood, en cualquier lugar en que se encuentre, Los Ángeles, Bombay o Buenos Aires. El Segundo Cine lo identifican con el realismo psicológico del cine de auteurs y las películas artísticas, tampoco exclusivamente un fenómeno europeo, ya que existe en lugares como Buenos Aires. Políticamente reformista, es, sin embargo, incapaz de lograr cambios profundos, y es particularmente impotente frente al tipo de represión desatada por las fuerzas neofascistas como el ejército latinoamericano. La única alternativa, afirmaban, es el Tercer Cine, películas que «el sistema no puede asimilar porque están ajenas a sus necesidades », y que, de hecho, «se proponen luchar contra el sistema de manera directa y explícita». El cine militante y la práctica fílmica guerrillera son modelos privilegiados de dicho cine. Asimismo, este tipo de cine es posible en cualquier parte –y dan ejemplos de Estados Unidos, Italia, Gran Bretaña, y Japón– pero su «fuerza motriz se halla en los países del Tercer Mundo».11 Se opone tanto al Primero como al Segundo Cine, por su política y su estética, porque representa un esfuerzo colectivo que evita tanto la división industrial del trabajo en el equipo de rodaje, como la visión privilegiada del auteur individual, con el fin de expresar la visión del subalterno.

Sin dudar, en muchos sentidos, dicho esquema es demasiado simple, y ulteriormente ambos autores introdujeron revisiones y matizaron algunos puntos, en especial, para ampliar la esfera del Tercer Cine, de modo que incluyera un amplio abanico de películas de estilos y formatos diferentes con tal de que se preocuparan todavía por dar voz a la alteridad (una actitud hacia la urgencia social del llamamiento estético compartida plenamente por cineastas como Glauber Rocha y Jorge Sanjinés). Lo importante aquí es que la idea de Tercer Cine incluía una reconfiguración del mapa mundial para producir un concepto poscolonial complejo de la pantalla como espacio figurativo. Como lo demostró Teshome H. Gabriel, esta idea corresponde a la dinámica que Franz Fanon descubrió en el proceso de descolonización, que pasa de la asimilación indiscriminada de los productos de la cultura dominante, a la fase indigenista, o del recuerdo, marcada por la nostalgia hacia un pasado legendario o folclórico, hasta la aparición de una tercera fase, combativa esta, ya que su objetivo es la descolonización cultural, política y económica.12 Conviene subrayar que Gabriel comenta acerca de las simplificaciones de esos esquemas al insistir en que las fases que proponen no siguen una simple progresión lineal, sino que surgen para plantearse como alternativas. De hecho, hay muchas películas que no encajan bien en las divisiones de ese modelo conceptual y combinan rasgos de varios modos de tratamiento, y suelen ser las más interesantes, una evaluación con la cual concuerdo totalmente.

Hay cierta afinidad entre el interés de Gabriel por los intersticios entre las categorías y la idea de hibridez cultural en la obra de Néstor García Canclini –la mezcla de géneros más allá de las fronteras estéticas y territoriales, la expansión de géneros impuros, la ruptura y renovación de la representación y del discurso simbólicos por la interacción constante entre lo local, lo nacional y lo transnacional– que ha llegado a ocupar un lugar preponderante en la posmodernidad, pero que, según García Canclini, es inherente a la condición latinoamericana. La cultura latinoamericana, como la ve García Canclini, es moldeada por las contradicciones entre tradiciones culturales con formas de racionalidad distintas (lo indígeno, el hispanismo colonial católico, el liberalismo modernizante) que, por su desarrollo desigual, producen varias temporalidades históricas que coexisten en un mismo presente (Jameson interpreta el realismo mágico de esta manera) y cuyo resultado ha sido generar formaciones híbridas en todos los estratos sociales.

La religión y la cultura populares son asimismo formaciones híbridas, en las cuales unos discursos simbólicos de orígenes diversos –precolombino, europeo y africano– se mezclan en varias combinaciones en una fusión sincrética. Y, claro, eso explica la riqueza y variedad de músicas populares o «folclóricas», como las llaman algunos, por todo el continente, tanto en el Norte como en el Sur. Pero entonces, a pesar de ser un medio completamente nuevo, importado a América Latina desde la metrópoli, el cine desempeña un papel crucial en este proceso, precisamente porque cruza las fronteras entre clases y entre culturas, reconfigurando fundamentalmente tanto las sensibilidades culturales populares como las cultas en el siglo xx, lo cual ofrece una manera de volver a leer la historia del cine en América Latina, tanto antes como después de la fase del Nuevo Cine Latinoamericano.

V

Si se representan de forma gráfica estos esquemas, la historia del cine y las distintas versiones de las etapas de evolución cultural, se pueden destacar no tres, sino cuatro fases en la historia del cine latinoamericano:

  • Primera fase: como en todas las otras partes, el periodo del cine mudo.
  • Segunda fase: la emergencia de las industrias cinematográficas comerciales a partir de los años treinta en los tres países más grandes.
  • Tercera fase: la emergencia del Nuevo Cine Latinoamericano a partir de fines de los años cincuenta.
  • Cuarta fase: el principio de la crisis del Nuevo Cine Latinoamericano en los años ochenta. En la primera fase, la del cine mudo, la producción local es completamente marginal. También es artesanal, pero al principio eso es así en todas partes. Dicha fase se caracteriza por la asimilación de los productos de la metrópoli, y los primeros ejemplos de cine criollo, entre los cuales figuran el cangaçeiro brasileño y la película gauchesca argentina; durante aquel periodo, en México se sigue otro curso, dado que se está filmando la Revolución –la mayor parte de dicho material se ha perdido y así ha dejado un hueco importante en la historia del cine–. La Revolución mexicana sirvió de escuela cinematográfica –la Primera Guerra Mundial desempeñará la misma función en Europa–, y el historiador de cine mexicano Aurelio de los Reyes13 opina que la destreza de los cineastas mexicanos para estructurar una narrativa documental superaba aquella mostrada por los estadounidenses. (Por otra parte, en aquella etapa no existía nada equivalente a la vanguardia de los años veinte en Europa o la Unión Soviética…)

La segunda fase, la cual sigue a la introducción del sonido, se caracteriza por una dependencia creciente del modelo de Hollywood, la sumisión a sus valores, conceptos y prácticas –el triunfo del Primer Cine–. Sin embargo, no se dio tanto la imitación directa de los géneros de Hollywood, como la elaboración de nuevas variantes apropiadas para las realidades nacionales en cuestión, diseñadas para explotar el capital cultural local, especialmente la música, la comedia y el paisaje: como en el caso de la chanchada brasileña, o la ranchera mexicana, que crearon un espacio para dichas industrias jóvenes. Pero la ventaja solo era parcial y pronto este tipo de variantes se vio amenazado desde el centro por unos productores que ya operaban transnacionalmente. Las películas clásicas de tango, de Carlos Gardel, no se filmaron en Buenos Aires, sino en París y Nueva York. Aquí vemos el cine operando ya en los años treinta en una forma que solo más tarde figurará debajo de la categoría de  globalización.

El cine local es totalmente cooptado en el sistema local, lo que significa que, por su dependencia de capitales extranjeros, tiene que hacer un pacto con el conservadurismo. Por lo tanto, en el caso del cine mexicano, Carlos Monsiváis se refiere a la conquista de la credibilidad con un público crédulo, que se adquiere idealizando la vida provinciana y el mundo rural, y con la demonización y la consagración del ambiente urbano, la exaltación del machismo, la transformación de defectos sociales en virtudes, etc. También considera que el cine desempeñó un papel importante en la unificación de la moralidad pública, bajo los ojos de la censura ejercida por el Estado, la Iglesia y los representantes oficiales de la familia. Pero a su vez, elaboró imágenes de la comunidad que, a pesar de ser falsas, resultan eficaces y duraderas, como son el cine del pobre, la cultura de los barrios, el machismo.

Salles Gomes describe algo similar. La chanchada brasileña tomó como modelo parcial los musicales estadounidenses, pero con raíces en el teatro cómico brasileño y el carnaval, sobre el cual el crítico brasileño escribe que, mientras que el universo construido por las películas norteamericanas era remoto y abstracto, los fragmentos que se burlaban de Brasil en dichas películas por lo menos describían un mundo vivido por los espectadores. El cine de Hollywood provocó una identificación superficial con el comportamiento y las modas de una cultura de ocupación; en cambio, el entusiasmo popular por los pícaros, bribones y holgazanes de la chanchada sugirió la polémica de la fuerza ocupada contra la fuerza de ocupación.14

Mientras ocurría eso en el cine, en otros campos de cultura más tradicionales –en particular la literatura y la pintura– florecía una modernidad latinoamericana auténtica. Incluía, en la tendencia conocida con el nombre de «indigenismo» presente en varios países en la vanguardia de los años veinte y treinta, el pasaje a la etapa de recuerdo de Fanon. Hay un eco de aquella vanguardia en figuras aisladas como Humberto Mauro en Brasil, o en la calidad artística individual del cineasta mexicano Gabriel Figueroa.

Si la mitad del siglo trae un cambio hacia una forma más vinculada al cine de auteurs, del tipo que Solanas y Getino llamaron el Segundo Cine, cuando los productores locales tratan de atraer a más espectadores de clase media, lo que ocurre a fines de los años cincuenta y en los años sesenta es un cambio que, por una parte, parece llegar al cine desde afuera, como respuesta a imperativos políticos, y por otra, se asemeja a una explosión de frustraciones contenidas hasta entonces. En otras palabras, es el inicio repentino de la etapa combativa de Fanon, una irrupción de la imaginación utópica que coincide con el imperativo político de la tercera fase que planteaba Mariátegui: la lucha por una verdadera cultura nacional, reforzada por la victoria de la Revolución cubana. Este cine, que lucha conscientemente por alcanzar la descolonización, empieza por adoptar el modelo del neorrealismo, lo cual produce una ruptura con los géneros establecidos, más que nada en términos de la ubicación social de los temas, del argumento, de los personajes y del contenido; pero pronto se radicaliza, como para recuperar el tiempo perdido, y atiende no solo a la representación de la realidad social, sino al propio lenguaje cinematográfico. El movimiento se caracteriza por una serie de líneas-tendencias-impulsos paralelos que se entrecruzan de varias maneras: películas de combate, de denuncia, de investigación sobre asuntos sociales, de recuperación histórica y un nuevo cine indígena. En todos los países de la región hay testimonio social en una gran variedad de obras documentales. Lo que se describe en estos términos no son categorías herméticas ni exactamente géneros, sino más bien intenciones, modos de aproximaciones tanto al tema, como al público.

Bajo condiciones favorables, el nuevo cine llega a un público muy numeroso, especialmente en Cuba, por motivos que he examinado en otro trabajo. Pero eso es cierto también, por ejemplo, en Chile antes del derrocamiento de Allende, o en películas específicas como Yawar Mallku [Jorge Sanjinés, 1969], en Bolivia, o en el circuito de los cineclubes en Brasil, el cual a principios de los años ochenta abarcaba quinientos locales públicos. Estos ejemplos apuntan a un factor crítico: se trataba de un cine que prosperaba en los márgenes del mercado, y más allá de sus confines, un cine para el cual el voluntarismo cultural era más importante que la viabilidad comercial; un cine que podía establecer un contacto directo con la comunidad. Eso

se aplica tanto a Cuba –empujada a las márgenes del mercado internacional por el bloqueo estadounidense, y por consiguiente, libre de desarrollar un cine sobre una base cultural antes que comercial–, como a países tales como Argentina, Bolivia y Brasil, que recurrieron a formas alternativas de distribución. La diversidad del público que así se alcanzó se refleja en las películas cuyos estilos toman direcciones muy variadas en diálogo con las historias locales particulares. En Argentina la combatividad de La hora de los hornos [Fernando Pino Solanas y Octavio Getino, 1968] se dirige a la resistencia urbana, un público urbano en la clandestinidad. En Sanjinés, responde al discurso subalterno del indígena andino. En Brasil el movimiento de cineclubes atrae una intelectualidad urbana joven, y el Cinema Novo se transforma en el Udigrundi (cine de subcultura). Lo que estos casos comparten es primero su actitud desafiante que surge de las condiciones políticas en que tenían que operar: bajo una dictadura militar de la derecha (las más extremas de estas, como en Chile, acabaron con todas las formas de cine, como si todas tuvieran igual propensión a fomentar la oposición). En segundo lugar, comparten una insistencia en narrativas alternativas y lógicas figurativas distintas que quiebran la unidad imaginaria de la sociedad basada en las normas hegemónicas de la burguesía criolla. En nombre de una verdadera aspiración cultural nacional, es un cine que desbarata el concepto de nación como comunidad imaginaria, al darle imagen y voz al elemento marginal y subalterno que hasta entonces solo había recibido una representación de las más irrisorias, y había sido excluido sistemáticamente de la esfera pública. Según comenta Brunner: «En situaciones de heterogeneidad cultural importante, se cuestiona la noción misma de colectividad nacional».15 De hecho, ese es también uno de los temas principales del Nuevo Cine Latinoamericano, de Glauber Rocha en adelante, e indica que el cine constituye inevitablemente un sitio de contestación ideológica sobre las definiciones de nación, Estado, pueblo y país. Como observó Gerald Macdonald en un ensayo sobre el cine del Tercer Mundo, mientras que la región principal evocada en el discurso fílmico es la nación Estado, la nación Estado es un marco de referencia limitado e inadecuado para este fin.16 Eso se aplica particularmente a América Latina, donde en todas las naciones, el cine parece exacerbar una tensión entre distintas etnicidades, tensión que toma varias formas, de acuerdo con las historias locales particulares. Dichas etnicidades son principalmente el criollo, quien estableció la nación como entidad política y creó e impuso su sistema imaginario de codificación; el indígena precolombino, miembro de grupos lingüísticos cuyos límites no coinciden con las fronteras nacionales; y los exesclavos quienes, en su mayoría, comparten el idioma del criollo, pero conservan (e incluso trasmiten) vestigios culturales de sus antepasados africanos. Por lo tanto, ¿en qué consiste una nación?

Fanon mantuvo que se puede colonizar el pasado de una nación así como su territorio, y eso es precisamente lo que el Nuevo Cine destacó (y sigue destacando).

VI

En los ochenta, cuando dicho movimiento experimentó una crisis cada vez más profunda –crisis tanto de confianza como de identidad– contribuyeron a ella varios factores que, aunque en forma desigual, se observaron por toda la región; entre estos figuraban: una crisis de producción, un público menos numeroso y un cambio radical en el clima político.

La crisis económica afectó las industrias principales de Argentina y Brasil, ya que el Estado adoptó medidas de austeridad y retiró hasta sus formas míseras de apoyo. En Argentina la producción cayó de manera espectacular de cuarenta y seis películas en 1982, a cuatro en 1989. En Brasil ese mismo año había caído a veinte películas, de cerca de cien unos pocos años antes. En México, fue diferente: la producción alcanzó la cifra sin precedentes de ciento veintiocho películas en 1989, pero la mayoría de ellas, dice Patricia Aufderheide, «eran películas sentimentales baratas y películas de acción para el mercado hispano de los Estados Unidos».17 En México, la crisis de la producción vendrá más tarde, cuando con el ingreso del país al Tratado de Libre Comercio, las películas estadounidenses inundaran el mercado interno y la producción «se irá a pique incapaz de competir con un influjo masivo de películas gringas que los distribuidores pueden conseguir a bajo precio», como nota Alex Cox en un artículo publicado hace pocos años.18

Aufderheide afirma que la culpa por la pérdida del público de cine la tienen en parte las nuevas tecnologías, en particular el video casero. De hecho, hubo un cambio doble en la relación entre público y películas. Primero, ocurrió la pérdida del público que solía acudir al cine debido a la popularidad creciente de la televisión que como medio de comunicación de masas superó al cine en términos numéricos tanto en América Latina, como en el resto del mundo. A pesar de una línea divisoria cada vez más marcada entre ricos y pobres, la televisión se difundió incluso en barrios muy pobres. Hay poblaciones alrededor de capitales, como en Lima, que no tienen servicios sanitarios, pero cuyos habitantes disfrutan de la televisión al hacer una derivación de la red eléctrica. En Brasil, TV Globo se convirtió en un agente ideológico importante al demostrar la capacidad de la televisión para recrear la comunidad imaginaria de la nación a su imagen. Luego hubo la transformación, por el video, de la televisión en un nuevo medio de distribución –y por consiguiente de consumo– de las películas. Pero ninguna de estas novedades disminuyó la demanda de películas por sí misma. Al contrario, en América Latina, otra vez como en el resto del mundo, la televisión y el video han ampliado el mercado por la recapitalización del cine mediante una tecnología nueva, así el cine demuestra su poder para mantenerse en la cumbre del prestigio cultural entre todos sus públicos principales –popular o joven aficionado, o el propio mundo de los medios de comunicación–, a pesar de una competencia más intensa con formas rivales de diversión.

Pero quizás el elemento más crítico e ineludible de la crisis, para un cine fundado en una concepción política de sí mismo, fue la transformación del espacio político en el cual operaba por la democratización de los años ochenta. Según los comentaristas más perspi caces, este fue un proceso supervisado desde Washington en el cual las contrarrevoluciones neofascistas de los años sesenta fueron remplazadas por la normalización de sus políticas de derecha, so capa de una democratización –como lo ejemplificó la carrera del exdictador de Bolivia, el general y después presidente Hugo Banzer–. En resumen, las dictaduras han aparecido y desaparecido, y a pesar de unos signos contrarios aquí y allá, han dejado a algunos gobiernos orientados hacia las doctrinas neoliberales del mercado libre, que solo exacerban el desarrollo desi-gual y el subdesarrollo. Una deuda externa agobiante ha pasado a ser un factor permanente; el daño ecológico ha alcanzado proporciones de crisis; los medios de comunicación y de diversión han sido transformados por la expansión espectacular de la informática, en una nueva fase de desarrollo desigual. Ya en 1991, La última siembra, una película argentina por Miguel Pereira, trazaba la aparición de esos zarcillos en la zona rural del interior donde, después de haber estudiado en Estados Unidos, el hijo de un hacendado envejecido regresa a la finca con el fin de modernizarla e introducir las técnicas más recientes. El proceso empieza cuando ata una antena a la aguja de la iglesia, para vincular sus medios de comunicación –teléfono, fax y computadora– a los de su ansiado socio en Estados Unidos. Al final, dichos cambios significan el paso de la vieja forma económica de imperialismo –de lo que Eric Hobsbawm llama «el siglo veinte abreviado», que concluyó con el colapso de la Unión Soviética en 1991–, a la globalización sin trabas de una economía capitalista transnacional después del fin de la Guerra Fría. Sin duda, ha llegado el periodo de la posmodernidad.

Como en las otras regiones, los primeros efectos de la posmodernidad siembran la confusión, y la necesidad urgente de reexaminar la situación pasó a ser el tema del seminario en el Festival de Cine de La Habana en 1987, el cual, mientras tanto, se había convertido en la reunión anual más importante del movimiento. Según el relato muy útil que nos dejó Aufderheide, un hilo principal del debate fue la pérdida de relación con el público.19 El impacto de la televisión y de la democracia en una política cultural nutrida por la resistencia revolucionaria a la dictadura causó una desorientación grave (excepto en Cuba donde la Revolución tenía el poder, lo cual ocasionaba otro tipo de problemas), dado que el público ya no estaba movido por el mismo espíritu de resistencia que antes, y sin este, estaba debilitado el mandato para la innovación estética radical que el movimiento se había asignado. De hecho, a pesar del estímulo de la victoria sandinista en Nicaragua, la tendencia general de los años ochenta era inexorable –y aun en Cuba, que no era inmune a los cambios culturales más amplios y el nuevo cine pasaba a ser más populista–.

Para algunos, el origen de la crisis era claramente político, o mejor dicho, la pérdida de lo político. Cuando, Alfredo Guevara, el fundador del ICAIC, empezó a hablar de la misma manera de siempre acerca del «nexo sagrado entre la militancia y la poética», el productor mexicano Jorge Sánchez inmediatamente puso objeciones: «Pero la vanguardia política ni siquiera existe hoy» –Nota bene: eso ocurrió dos años antes de que los sandinistas perdieran las elecciones en Nicaragua, y tres antes del colapso del comunismo en Europa del Este–. «No solo no es como en 1967, sino que no hay una visión coherente de la izquierda en América Latina, excepto en Cuba».20 No obstante, para algunos miembros originarios del movimiento, eso no invalidaba las metas iniciales. Y García Espinosa preguntó: «¿Por qué lo llamamos el Nuevo Cine Latinoamericano? Porque estábamos decepcionados por lo que el viejo cine hacía, creando una versión autóctona de los peores códigos de Hollywood, y abriendo las puertas a la peor forma de pseudocultura».21 La meta seguía igual, incluso, con más razones que antes. Sin embargo, no era el mantra de quien estaba atrapado en el pasado, aferrado a verdades anticuadas –García Espinosa, el defensor del cine imperfecto, estaba en el centro de los eventos, transformando el ICAIC, del cual era entonces el presidente– Si habían perdido su relación con el público, afirmaba, necesitaban un lenguaje nuevo. Pero otros veían la situación en términos más absolutos.

Reproduciendo el comentario sin rodeos del cineasta venezolano Carlos Rebolledo: «Por motivos estéticos, morales e históricos, no podemos seguir engañándonos con un cine alternativo, esporádico y desigualmente nacional. O bien entramos de una vez para siempre en el mundo del Espectáculo, o bien nos quedamos atrás estancados en una farsa trivial».22

El crítico de cine español Manuel Pérez Estremera adoptó una perspectiva más sobria según la cual cualesquiera sean las ventajas y los peligros, en el extranjero se identificaba al cine latinoamericano con el movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano, profundamente caracterizado por su dignidad y su realismo humanista. Existía el peligro de que la búsqueda de un público más amplio y de mercados extranjeros apartara ese cine «de sus raíces temáticas y narrativas». Además, el esfuerzo estaba condenado al fracaso, ya que los grandes mercados comerciales extranjeros estaban bien cerrados. Lo que las películas latinoamericanas podían hacer, sin embargo, era ofrecerles a los mercados especializados, o nichos, «variedad, imaginación, historia, logros literarios originales y populares, compromiso político y ético, juventud, autocrítica, rigor expresivo, análisis de su propia identidad y bajos costos».23 Se puede discrepar de la interpretación del mercado propuesta por Pérez Estremera –en particular, el hecho de que el crítico español evita la cuestión difícil de la expansión del público hispano en Estados Unidos–, pero no se puede cuestionar el hecho de que opera internacionalmente y tiene implicaciones muy graves para las clases de películas que se hacen. Esa es la realidad de la economía global. Es como si los únicos mercados que las empresas transnacionales no se han repartido fueran los mercados especializados, pero aun estos son muy competitivos: en los nichos ninguna de las cualidades que uno puede vender basta, si el precio no se mantiene bajo.

VII

Si Pérez Estremera tiene razón cuando dice que el cine latinoamericano no es nada excepto variedad, imagi nación, historia, etc., en resumen, sin su heterogeneidad estética, entonces también es cierto que los términos del debate de 1987 en La Habana no han sido asimilados. Ya describen el presente, los dilemas que caracterizan la situación contemporánea, la condición posmoderna. Y propongo que lo que sale a la luz cuando se pasa revista a la producción muy abi-garrada del último decenio, es que el cine latinoamericano en su fase posmodernista desarrolla tendencias ya presentes en el paradigma de un cine de diferencia radical que lo precedió. Es como la realización de un proyecto que empezó en el período de la modernidad, en el cual la América Latina imaginaria representada en la pantalla constantemente sufre fragmentaciones y escisiones. Es un cine que representaría imágenes y voces de lo que previamente era territorio prohibido, la heterogeneidad debajo de la superficie del subdesarrollo. Es un sistema de valores según el cual, en principio, nadie podía descartar de antemano ninguna tendencia que pudiera surgir en el intento de renovar continuamente el lenguaje cinematográfico. Pero en ese caso no habría ninguna ruptura entre los periodos de la modernidad y de la posmodernidad, sino una extensión de tendencias, cuestión de reducir las diferencias a la decoración del trasfondo. Pero no es lo que se observa en el cine latinoamericano. Lo que se ve más bien es la persistencia del imperativo de dar testimonio de las historias locales que nos lleva a los intersticios, los márgenes, y las periferias. Pienso en películas como La estrategia del caracol [1993], de Sergio Cabrera; Macu, la mujer del policía [1987], de Solveig Hoogesteijn o más recientemente, Amores perros [2000], el debut extraordinario de Alejandro González Iñárritu, que todas nos llevan a los intersticios urbanos. O en el extremo opuesto, pienso en películas sobre el exilio interno y no sorprenderá que los mejores ejemplos procedan de Chile, como Archipiélago (Pablo Perelman, 1992), y La frontera (Ricardo Larraín, 1991). En Argentina, son películas sobre la amnesia de la guerra sucia, como La boda secreta (Alejandro Agresti, 1989). Todas esas son películas ubicadas en zonas remotas y marginales, las regiones más periféricas dentro del territorio nacional, zonas de subdesarrollo dentro del subdesarrollo (lo que, claro, no es nada nuevo en el cine latinoamericano). Aun una película como la de Alfonso Arau, Como agua para chocolate, [1992] que ensaya la nacionalidad mexicana mediante la combinación exótica de realismo mágico, comida y revolución, es a la vez una película de la frontera, como otra película mexicana reciente, El jardín del Edén [1994], de María Novaro.

En estas películas el lugar se representa frecuentemente en términos de ausencias estructuradas: son películas que evocan los efectos de fuerzas externas de gran amplitud, cuya presencia se siente de varias maneras, tanto directas como indirectas, sin siempre tener que ser nombrada para que sea identificada. En resumen, casi siempre se ubican explícitamente en el mundo globalizado que hemos ido describiendo, en contraste obvio con el espacio figurativo de las películas de la metrópoli, en las cuales típicamente el resto del mundo no existe, o cuando existe, siempre es hasta cierto punto exótico.

Aquí, y para concluir, tomo como paradigma Un lugar en el mundo (Adolfo Aristaraín, 1992), una obra maestra del realismo social. El lugar en cuestión, un rincón rural de la provincia de San Luis, quinientas millas al oeste de Buenos Aires, entre las pampas mojadas y los Andes, se halla en una red compleja de planos privados y públicos. Primero, la historia está enmarcada por unas escenas retrospectivas de recuerdos de un joven que viaja para visitar la tumba de su padre; dichas escenas establecen una otredad y distancia ya que el personaje mira su pubertad como se mira un país extranjero. En segundo lugar, está la llegada de un extranjero, un geólogo español con un apellido alemán, asalariado de una multinacional, que viene para reconocer el terreno, no porque tiene interés en el petróleo, como piensan inicialmente, sino para un proyecto hidroeléctrico. En tercer lugar, se halla la historia comunicada por los protagonistas principales, de una lucha contra una dictadura. En cuarto lugar, está la dependencia económica: las formas en que funciona el mercado, de las cuales depende el destino de la cooperativa de ganaderos ovinos, ese mercado que vincula el pueblo con la región, y más allá. En quinto lugar, figura la vida moderna, representada por la visita a la capital regional, donde hay medicamentos que recoger para la clínica y un cine al cual acudir. En sexto lugar, se encuentra la autoridad, representada por la Iglesia, que desaprueba a la monja por el trabajo al que se dedica.

El espacio en Un lugar en el mundo es realista, el lugar es alegórico. Jameson calificó a las películas del Tercer Mundo como «alegóricas por necesidad» (la traducción es mía), porque aun cuando narran historias aparentemente privadas, despliegan metáforas sobre los vínculos inextricables entre lo personal y lo político, lo individual y lo nacional, lo privado y lo histórico.24

En una película como esta, sin embargo, la dimensión alegórica no reside tanto en la propia narrativa, la cual es perfectamente explícita, sino en su ubicación dentro del espacio figurativo –aquella amalgama de espacio y lugar que la pantalla constituye– que aquí no solo funciona como un microcosmos social y como un personaje en el drama, sino también como encrucijada de un conjunto de relatos. El título de la película tiene su resonancia porque el mundo en el cual tal lugar se ubica es de planos y dimensiones múltiples.

La preocupación por la multiplicidad es una parte crucial de lo que entendemos por sensibilidad posmoderna, pero adquiere aspectos diferentes según el lugar donde uno la ve. En la metrópoli significa el descentrar la pérdida de convicción en la historia tradicional, pero en el Tercer Mundo reinscribe la periferia como un sitio de contranarrativa, o si tomamos una frase de Jameson, un nuevo tipo de historicismo. Rincón ha criticado a Jameson aduciendo que este usaba un concepto demasiado amplio de «la experiencia del colonialismo y del imperialismo» que, según señala, no se reconoce en la metrópoli, pero que reprime las diferencias dentro de las culturas de la periferia. Sin embargo, la diferencia entre estos dos comentaristas es más bien complementaria, se deriva del examen del mismo conjunto de fenómenos desde lados opuestos. Entonces, esto sería la respuesta a mi pregunta inicial: ¿Es el posmodernismo del cine latinoamericano contemporáneo el mismo posmodernismo nuestro en el Norte? La respuesta es: es idéntico y es diferente. Pero es esta última dimensión, la diferencia, lo que resulta tan fascinante y les da a dichas películas su profunda humanidad.

Notas

1 Véase Paulo Emilio Salles Gomes, Cinema: trajetória no subdesenvolvimento, Río de Janeiro, Paz e Terra/Embrafilme, 1980.

2 Thomas Guback, The International Film Industry, Bloomington, Indiana University Press, 1969, pp. 7- 8.

3 Joseph P. Kennedy (ed.), The Story of the Film, Harvard University, Chicago, A. W. Shaw & Co., 1921, pp. 225-226.

4 Jorge Ventura, citado en inglés por Patricia Aufderheide, The Daily Planet: A Critic on the Capitalist Culture Beat, Minneapolis, University of Minnesota Press, 2000, p. 241.

5 Fredric Jameson, Signatures of the Visible, New York, Routledge, 1990, pp. 156-157.

6 «Latin American Subaltern Studies Group, Founding Statement», en John Beverley, et al., eds., The Postmodernism Debate in Latin America, Durham, Duke University Press, 1995, pp. 138-139.

7 José Joaquin Brunner, «Notes on Modernity and Postmodernity in Latin American Culture», en J. Beverley, et al., eds., ob. cit., p. 40; y Fernando Calderón «Latin American Identity and Mixed Temporalities; or, How to Be Postmodern and Indian at the Same Time», ibídem, p. 59.

8 Carlos Rincón, «The Peripheral Center of Postmodernism: On Borges, García Márquez, and Alterity», citado en J. J. Bruner, ob. cit., p. 224.

9 Néstor García Canclini, Hybrid Cultures. Strategies for Entering and Leaving Modernity, trad. Christopher L. Chiappari and Silvia L. López, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1995, pp. 44, 48 y 50.

10 José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana [1928], Barcelona, Crítica, 1976.

11 Fernando Solanas y Octavio Getino, «Hacia un tercer cine» [1969], en Michael Chanan, ed., Twentyfive Years of the New Latin Cinema, BFI/C4 (British Film Institute/ Channel 4), 1983, p. 21.

12 Teshome H. Gabriel, Third Cinema in the Third World: The Aesthetics of Liberation, Ann Arbor, Mich., UMI Research Press, 1982.

13 Aurelio de los Reyes, Los orígenes del cine en México (1896-1900), México, DF., UNAM, Cuadernos de Cine, 1973.

14 P. E. Salles Gomes, ob, cit.

15 J. J. Brunner, en J. Beverley et al., eds., ob. cit., p. 49.

16 Gerard Macdonald, «Third Cinema and the Third World», en Steward Aitken & Leo Zonn, eds., Place, Power, Situation, and Spectacle. A Geography of Film, Lanhman, Md., Rowman & Littlefield, 1994, p. 28.

17 P. Aufderheide, ob. cit., p. 241.

18 Alex Cox, «Lights, camera, election», en The Guardian, Saturday, February 26, 2000.

19 «New Latin American Cinema Reconsidered», en P. Aufderheide, ob. cit., pp. 238-256.

20 Ibídem, p. 244.

21 Citado en P. Aufderheide, ob. cit., p. 250.

22 Carlos Rebolledo, «Hacia la universalización de nuestra identidad. Tema de reflexión y de acción», en El nuevo cine latinoamericano en el mundo de hoy, México D. F., UNAM, 1988, p. 78, citado por P. Aufderhheide, ob. cit., p. 245.

23 Ibídem, citado por P. Aufderheide, ob. cit., pp. 246- 247.

24 Fredric Jameson, «Third World Literature in the Era of Multinational Capitalism», Social Text, 15 (Fall 1986).

Tomado de: http://www.cubacine.cult.cu 

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Federico Engels, el maestro del proletariado

Federico Engels. Dirigente y maestro del proletariado; fundó, en colaboración con Carlos Marx, la teoría marxista, la teoría del comunismo científico, la filosofía del materialismo dialéctico e histórico.

Por María del Carmen Ariet García

En contraste con la Europa de cambios constantes, en la Alemania tradicionalista de la primera mitad del siglo XIX, nace en Barmen, provincia renana, Federico Engels, el 28 de noviembre de 1820, ciudad donde transcurre la etapa de su juventud hasta 1841, fecha en que se traslada a Berlín y, como oyente de la Universidad, se acerca a los denominados jóvenes hegelianos.

Ese contacto con la Filosofía de Hegel y las posturas radicales en que la asume, marca el inicio de un proceso en el plano intelectual que marcharía en paralelo con su vínculo al activismo político cuando, por coyunturas familiares, se marcha a Manchester, Inglaterra, en 1842. Son momentos determinantes que lo van introduciendo en la vida de los obreros y definitivamente en sus luchas, hasta convertirse en un militante consecuente con los movimientos obreros, sindicalistas y comunistas de su época.

De los estudios autodidactos que había comenzado a realizar sobre la situación del proletariado y del análisis de la economía política, publica en los Anales Franco-Alemanes, «Notas críticas sobre economía política» (1844), editado por Carlos Marx durante su estancia en París. Representa una fase significativa, no solo por el contacto que tiene con Marx a su paso por París y el inicio de una entrañable amistad a lo largo de sus vidas, sino porque posee el impulso y el compromiso para actuar y crear un pensamiento capaz de propiciar los cimientos de una interpretación científica del sistema capitalista y la sociedad en que este se sustentaba.

Se ha escrito sobre la amistad y el trabajo conjunto de las obras elaboradas entre ambos, marcado por el genio creador de Carlos Marx —como lo calificara el propio Engels—. Pero muchas veces se soslaya la importancia de su pensamiento propio, que siempre se colocó por debajo de la monumental obra de su amigo. Así ha quedado plasmado en sus propios juicios personales y en incontables interpretaciones, impidiendo ver la importancia sustantiva de la obra escrita por Engels y su papel como dirigente de las agrupaciones obreras hasta su muerte.

Al primer artículo que redactara —donde elabora sus críticas al modo capitalista de producción y los fundamentos de su economía política— le sigue, al año siguiente, la publicación de «La situación de la clase obrera en Inglaterra», considerado por Lenin uno de los mejores trabajos de la literatura socialista de todos los tiempos.

Ese período, de encuentros personales y de pensamiento, es enriquecedor, tanto para Marx como para Engels, porque construyen, casi al unísono, sus trabajos La sagrada familia y La ideología alemana, los que, a juicio de Lenin, forman los cimientos del socialismo revolucionario materialista y además sus propias concepciones filosóficas.

Sentadas esas bases, se unen en común para desarrollar una activa labor política, acompañada de un enorme quehacer científico de trascendencia hasta nuestros días. Las obras escritas por ambos constituyen textos invaluables para el estudio de las fuentes originarias del marxismo y de la coherencia de su labor política. Desde la publicación del Manifiesto Comunista (1848) —como programa de la primera organización comunista internacional fundada en Londres, denominada la Liga de los Comunistas— se vislumbran los pasos a seguir acerca de cómo actuar para alcanzar las transformaciones sociopolíticas y económicas necesarias, encaminadas a una verdadera emancipación de la humanidad.

A los años de trabajo comunes se le suman las obras independientes que, en el caso particular de Engels, se acrecientan cuando, después de la muerte de Marx, acomete el ordenamiento y la redacción de la papelería contentiva de El capital, cuyos tomos II y III se debieron a su labor comprometida y sistemática. Todo ello, sin abandonar su labor política para unir al proletariado en un frente de lucha común, donde se le ve en febril actividad en las agrupaciones internacionales del trabajo, dentro del Partido socialista obrero alemán, entre otros, así como en la elaboración de textos sobre el papel de las ciencias y la evolución del hombre en su desarrollo socio-histórico.

En la síntesis de los escritos de Engels que ahora se presenta al lector —después de haberse publicado ya en Contexto Latinoamericano algunos sobre la obra de Marx o elaborados de conjunto por ambos autores— aparecen textos que permiten valorar la creatividad de su pensamiento, reafirmando la certeza, no solo de que fue el primer marxista, como se le ha denominado, sino de que su obra forma parte del andamiaje conceptual de los orígenes del marxismo. Se cumplen, para él, sus propias palabras, las que pronunciara ante la tumba de Marx: «Su nombre vivirá a través de los siglos, y también su obra».

Significativas obras científicas escritas por Federico Engels:

La situación de la clase obrera en Inglaterra

Anti-Dühring

El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado

Dialéctica de la naturaleza

Ludwing Feuerbach y el fin de la Filosofía clásica alemana

Selección de trabajos de Federico Engels:

 

Esbozo para una crítica de la economía política

Publicado por Marx en 1844, durante su estancia en París. Pertenece al periodo de juventud de Engels y fue considerado por Marx como muy sugerente para sus estudios de la economía política.

La economía política surgió como consecuencia natural de la extensión del comercio, y con ella, apareció, en su lugar, del tráfico vulgar sin ribetes de ciencia, un sistema acabado de fraude lícito, toda una ciencia sobre el modo de enriquecerse.

Esta economía política o ciencia del enriquecimiento, que brota de la envidia y la avaricia entre unos y otros mercaderes, viene al mundo trayendo en la frente el estigma del más repugnante egoísmo […].

Surge así, sobre esa base, el sistema mercantil. Bajo él, queda ya un tanto recatada la avaricia del comerciante; las naciones se acercaron un poco más, concertaron tratados de comercio y amistad, se dedicaron a comerciar las unas con las otras, y con el señuelo de mayores ganancias, se abrazaban y se hacían todas las protestas de amor imaginables. Pero, en el fondo, seguía reinando entre ellas la codicia y la avaricia de siempre […]. En estas guerras se ponía de manifiesto que en el comercio, lo mismo que en el robo, no había más ley que el derecho del más fuerte.

[…]

El siglo XVIII, el siglo de la revolución, revolucionó también la economía. Pero así como todas las revoluciones de este siglo pecaron de unilaterales y quedaron estancadas en la contradicción, así como al espiritualismo abstracto se opuso el materialismo abstracto, a la monarquía la república y al derecho divino el contrato social, vemos que tampoco nada tiene que envidiar a la antigua en cuanto a crueldad e inhumanidad […]. De ahí que la nueva economía no representara más que un progreso a medias.

[…]

¿Quiere esto decir que el sistema de Adam Smith no representara un progreso? Sin duda que lo representó, y un progreso, además, necesario. Fue necesario, en efecto, que el sistema mercantil, con sus monopolios y sus trabas comerciales, se viniera a tierra, para que pudiera revelarse con toda su fuerza las verdaderas consecuencias de la propiedad privada; fue necesario que pasara a segundo plano todas aquellas pequeñas consideraciones localistas y nacionales, para que la lucha de nuestro tiempo se generalizara y cobrara un carácter más humano.

[…]

Así, pues, en la crítica de la economía política investigaremos las categorías fundamentales, pondremos al descubierto la contradicción introducida por el sistema de la libertad comercial y sacaremos las consecuencias que se desprenden de los dos términos de la contradicción.

[…]

Al fijarme en los efectos de la maquinaria, me sale al paso otro tema, más alejado, el del sistema fabril, que no tengo ni tiempo ni ganas de tratar aquí. Confío, por los demás, en que no tardará en deparárseme la ocasión de desarrollar detenidamente la repugnante inmoralidad de este sistema y de poner de manifiesto, sin miramiento alguno, la hipocresía de los economistas que brilla aquí en todo su esplendor.

La situación de la clase obrera en Inglaterra

La presente cita fue incorporada por Engels en una edición de 1885, dentro del prefacio de la primera publicación aparecida en 1845.

[…] Cuanto mayor era la empresa industrial y cuantos más obreros ocupaba, tanto mayores eran los perjuicios que experimentaba o las dificultades comerciales con que tropezaba ante cualquier conflicto con los obreros. Por eso, con el transcurso del tiempo, apareció entre los industriales, sobre todo entre los grandes fabricantes, una nueva tendencia. Aprendieron a evitar los conflictos innecesarios y a reconocer la existencia y la fuerza de los sindicatos; por último, llegaron incluso a descubrir que las huelgas constituyen —en un momento oportuno— un excelente instrumento para sus propios fines. Así, resultó que los grandes fabricantes, que antes habían sido los instigadores de la lucha contra la clase obrera, eran ahora los primeros en predicar la paz y la armonía. Tenían para ello razones muy poderosas.

[…]

El segundo sector de obreros «protegidos» lo integran los grandes tradeuniones. Son estas organizaciones de ramas de la producción en las que trabajan única o predominantemente hombres adultos. Ni la competencia del trabajo de las mujeres y de los niños ni la de las máquinas han podido debilitar hasta ahora su fuerza organizada. Los metalúrgicos, los carpinteros y los ebanistas y los albañiles constituyen otras tantas organizaciones, cada una de las cuales es tan fuerte que puede, como ha ocurrido con los obreros de la construcción, oponerse con éxito a la introducción de la maquinaria. No cabe duda de que la situación de estos obreros ha mejorado considerablemente desde 1848, la mejor prueba de ello nos la ofrece el [hecho] que desde hace más de 15 años no solo los patrones están muy satisfechos de ellos, sino también ellos de sus patrones. Constituyen la aristocracia de la clase obrera; han logrado una posición relativamente desahogada y la consideran definitiva.

En cuanto a las grandes masas obreras, el estado de miseria e inseguridad en que viven ahora es tan malo como siempre o incluso peor. El Est End de Londres es un pantano cada vez más extenso de miseria y desesperación irremediables, de hambre en las épocas de paro y de degradación física y moral en las épocas de trabajo. Y si exceptuamos a la minoría de obreros privilegiados, la situación es la misma en las demás grandes ciudades, así como en las pequeñas y en los distritos rurales. La ley que reduce el valor de la fuerza de trabajo al precio de los medios de subsistencia necesario, y la otra ley que, por regla general, reduce su precio medio a la cantidad mínima de esos medios de subsistencia, actúan con el rigor inexorable de una máquina automática cuyos engranajes van aplastando a los obreros […].

Dialéctica de la naturaleza

Texto escrito entre 1875 y 1876. Publicado por primera vez en 1925. Viejo prólogo para el Anti-Dühring. Sobre la dialéctica.

El trabajo que el lector tiene ante sí no es, ni mucho menos, fruto de un «impulso interior». Lejos de eso, mi amigo Liebknecht puede atestiguar cuánto esfuerzo le costó convencerme de la necesidad de analizar críticamente la novísima teoría socialista del señor Dühring […].

Dos circunstancias pueden excusar el que la crítica de un sistema tan insignificante, pese a toda su jactancia, adopte unas proporciones tan extensas, impuestas por el tema mismo. Una es que esta crítica me brindaba la ocasión para desarrollar sobre un plano positivo, en los más diversos campos, mis ideas acerca de problemas que encierran hoy un interés general, científico o práctico.

[…]

El pensamiento teórico de toda época, incluyendo por tanto la nuestra, es producto histórico, que reviste formas distintas y asume, por tanto, un contenido muy distinto también, según las diferentes épocas. La ciencia del pensamiento es, por consiguiente, como todas las ciencias del desarrollo histórico del pensamiento humano. Y este tiene también su importancia, en lo que afecta a la aplicación práctica del pensamiento a los campos empíricos. La primera es que la teoría de las leyes del pensamiento no representa, ni mucho menos, esa «verdad eterna» y definitiva que el espíritu del filisteo se representa en cuanto oye pronunciar la palabra «lógica». La misma lógica formal ha sido objeto de enconadas disputas desde Aristóteles hasta nuestros días. Por lo que a la dialéctica se refiere, hasta hoy solo ha sido investigada detenidamente por dos pensadores: Aristóteles y Hegel. Y la dialéctica es, precisamente, la forma más cumplida y cabal del pensamiento para las modernas ciencias naturales, ya que es la única que nos brinda la analogía y, por tanto, el método para explicar los procesos de desarrollo de la naturaleza, para comprender, en sus rasgos generales, sus nexos y el tránsito de uno a otro campo de la investigación.

En segundo lugar, el conocimiento de la trayectoria histórica de desarrollo del pensamiento humano, de las ideas que las diferentes épocas de la historia se han formado acerca de las conexiones generales del mundo exterior, constituye también una necesidad para las ciencias naturales teóricas, ya que nos sirve de criterio para constatar las teorías por ellas formuladas.

[…]

Corresponde a Marx —frente a los gruñones, petulantes y mediocres epígonos que hoy ponen cátedra en la «Alemania culta»— el mérito de haber destacado de nuevo, adelantándose a todos los demás, el relegado método dialéctico, el entronque de su pensamiento con la dialéctica hegeliana y las diferencias que le separan de esta, a la par que en El capital aplicaba este método a los hechos de una ciencia empírica, la economía política. Para comprender el triunfo que esto representa basta fijarse en que, inclusive en Alemania, no acierta la nueva escuela económica a remontarse por sobre el vulgar librecambismo más que plagiando a Marx —no pocas veces con tergiversaciones—, so pretexto de criticarlo.

En la dialéctica hegeliana reina la misma inversión de todas las conexiones reales que en las demás ramificaciones del sistema de Hegel. Pero, como dice Marx:

El hecho de que la dialéctica sufra en manos de hegeliana mistificación, no obsta para que este filósofo fuese el primero que supo exponer de un modo amplio y consciente sus formas generales de movimiento. Lo que ocurre es que la dialéctica aparece, en él, invertida, puesta de cabeza. No hay más que darle la vuelta, mejor dicho, ponerla de pie, y enseguida se descubre bajo la corteza mística la semilla racional.

Ludwing Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana

Escrito y publicado en 1886 en la revista Neue Zeit (Tiempos Nuevos).

I

La tesis de que todo lo real es racional se resuelve, siguiendo todas las reglas del método discursivo hegeliano, en esta otra: todo lo que existe merece perecer.

Y en esto precisamente estriba la verdadera significación y el carácter de la filosofía hegeliana —a la que habremos de limitarnos aquí, como remate de todo el movimiento filosófico iniciado con Kant—, en que daba al traste para siempre con el carácter definitivo de todos los resultados del pensamiento y de la acción del hombre. En Hegel, la verdad que trataba de conocer la filosofía no era ya una colección de tesis dogmáticas fijas que, una vez encontradas, solo haya que aprenderse de memoria; ahora, la verdad residía en el proceso mismo del conocer, en la larga trayectoria histórica de la ciencia, que, desde las etapas inferiores, se remonta a fases cada vez más altas de conocimiento, pero sin llegar jamás, por el descubrimiento de una llamada verdad absoluta, a un punto en que ya no puede seguir avanzando, en que solo le resta cruzarse de brazos y sentarse a admirar la verdad absoluta conquistada. Y lo mismo que en el terreno de la filosofía, en los demás campos del conocimiento y en el de la actuación práctica. La historia, al igual que el conocimiento, no puede encontrar jamás su remate definitivo en un estado ideal perfecto de la humanidad; una sociedad perfecta, un Estado perfecto, son cosas que solo pueden existir en la imaginación; por el contrario todos los estadios históricos que se suceden no son más que otras tantas fases transitorias en el proceso infinito de desarrollo de la sociedad humana, desde lo inferior a lo superior. Todas las fases son necesarias, y por tanto, legítimas para la época y para las condiciones que las engendran; pero todas caducan y pierden su razón de ser, al surgir condiciones nuevas y superiores, que van madurando poco a poco en su propio seno; tienen que ceder el paso a otra fase más alta, a la que también llegará, en su día, la hora de caducar y perecer.

[…]

Personalmente, Hegel parecía más bien inclinarse en conjunto —pese a las explosiones de cólera revolucionaria bastante frecuente en sus obras— del lado conservador; no en vano su sistema le había costado harto más «duro trabajo discursivo» que su método.

[…]

Fue entonces cuando apareció La esencia del cristianismo, de Feuerbach. Esta obra pulverizó de golpe la contradicción, restaurando de nuevo en el trono, sin más ambages, al materialismo. La naturaleza existe independientemente de toda la filosofía; es la base sobre la que crecieron y se desarrollaron los hombres, que son también, de suyo, productos naturales […].

II

El gran problema cardinal de toda la filosofía, especialmente de la moderna, es el problema de la relación entre el pensar y el ser. Desde los tiempos remotísimos, en que el hombre, sumido todavía en la mayor ignorancia acerca de su organismo y excitado por las imágenes de los sueños, dio en creer que sus pensamientos y sus sensaciones no eran funciones de su cuerpo, sino de un alma especial, que moraba en su cuerpo y lo abandonaba al morir; desde aquellos tiempos, el hombre tuvo forzosamente que reflexionar acerca de las relaciones de esta alma con el mundo exterior.

El problema de la relación entre el pensar y el ser, problema que, por lo demás, tuvo también gran importancia entre los escolásticos de la Edad Media; el problema de saber qué es lo primario, si el espíritu o la naturaleza, ese problema revestía, frente a la Iglesia, la forma agudizada siguiente: ¿el mundo fue creado por Dios o existe desde toda una eternidad?

[…]

Pero el problema de la relación entre el pensar y el ser encierra, además, otro aspecto a saber, ¿qué relación guardan nuestros pensamientos acerca del mundo que nos rodea con este mismo mundo? ¿Es nuestro pensamiento capaz de conocer el mundo real; podemos nosotros, en nuestras ideas y conceptos acerca del mundo real, formarnos una imagen refleja exacta de la realidad? En el lenguaje filosófico esta pregunta se conoce con el nombre de problema de la identidad entre el pensar y el ser, y es contestada afirmativamente por la gran mayoría de los filósofos […].

Pero al lado de estos, hay otra serie de filósofos que niegan la posibilidad de conocer el mundo o por lo menos de conocerlo de un modo completo.

[…]

La trayectoria de Feuerbach es la de un hegeliano —no del todo ortodoxo, ciertamente—, que marcha hacia el materialismo; trayectoria que, al llegar a una determinada fase, supone una ruptura total con el sistema idealista de su predecesor.

[…]

Feuerbach tiene toda la razón cuando dice que el materialismo puramente materialista es el «cimiento sobre el que descansa el edificio del saber humano, pero no el edificio mismo». En efecto, el hombre no vive solamente en la naturaleza, sino que vive también en la sociedad humana, y esta posee igualmente su historia evolutiva y su ciencia, ni más ni menos que la naturaleza. Se trataba, pues, de poner en armonía con la base materialista, reconstruyéndola sobre ella, la ciencia de la sociedad; es decir, el conjunto de las llamadas ciencias históricas y filosóficas. Pero esto no le fue dado a Feuerbach hacerlo […].

III

[…]

Pero el paso que Feuerbach no dio, había que darlo; había que sustituir el culto abstracto, médula de la nueva religión feuerbachiana, por la ciencia del hombre real y de su desenvolvimiento histórico. Este desarrollo de las posiciones feuerbachianas superando a Feuerbach fue iniciado por Marx en 1845, con La sagrada familia.

IV

[…]

Con la descomposición de la escuela hegeliana brotó además otra corriente, la única que ha dado verdaderos frutos, y esta corriente va asociada primordialmente al nombre de Marx.

Discurso ante la tumba de Marx

Pronunciado en el cementerio de Highgate, Londres, el 17 de marzo de 1883.

El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, dejó de pensar el más grande pensador de nuestros días.

[…]

Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: el hecho, tan sencillo, pero oculto hasta él bajo la maleza ideológica, de que el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte religión, etc., que por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales, y por consiguiente, la correspondencia fase económica de desarrollo de un pueblo o de una época es la base a partir de la cual se han desarrollado las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de los hombres y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse, y no al revés, como hasta entonces se había venido haciendo.

Pero no es solo eso. Marx descubrió también la ley específica que mueve el actual modo de producción capitalista y la sociedad burguesa creada por él. El descubrimiento de la plusvalía iluminó de pronto estos problemas, mientras que todas las investigaciones anteriores, tanto las de los economistas burgueses como las de los críticos socialistas, habían vagado en las tinieblas.

Dos descubrimientos como estos debían bastar para una vida. Quien tenga la suerte de hacer tan solo un descubrimiento así, ya puede considerarse feliz. Pero no hubo un solo campo que Marx no sometiese a investigación…

Tal era el hombre de ciencia. Pero no era, ni con mucho, la mitad del hombre. Para Marx, la ciencia era una fuente histórica motriz, una fuerza revolucionaria […]. Por eso seguía al detalle la marcha de los descubrimientos realizados […].

Pues Marx, era, ante todo, un revolucionario. Cooperar, de este o del otro modo, al derrocamiento de la sociedad capitalista y de sus instituciones políticas creadas por ella, contribuir a la emancipación del proletariado moderno, a quien él había infundido por primera vez la conciencia de su propia situación y de sus necesidades, la conciencia de las condiciones de su emancipación: tal era la verdadera misión de su vida.

De la Correspondencia

De Engels a J. Bloch. Londres, 21 de septiembre de 1890.

Según la concepción materialista, el elemento determinante de la historia en última instancia es la producción y la reproducción en la vida real.

[…]

Marx y yo tenemos en parte la culpa de que los jóvenes escritores le atribuyan a veces al aspecto económico mayor importancia que la debida. Tuvimos que subrayar este principio fundamental frente a nuestros adversarios, quienes lo negaban, y no siempre tuvimos tiempo, lugar ni oportunidad de hacer justicia a los demás elementos participantes en la interacción […]. Y no puedo librar de este reproche a muchos de los más recientes «marxistas», porque también de este lado han salido las basuras más asombrosas.

De Engels a Mehring. Londres, 14 de julio de 1893.

Usted ha descrito en forma excelente los puntos capitales, y de manera convincente para cualquier persona sin prejuicios. Si encuentro algo que objetar es que usted me atribuye más crédito del que merezco, aun si tengo en cuenta todo lo que —con el tiempo— posiblemente podría haber descubierto por mí mismo, pero Marx, con su cop´doil (golpe de vista) más rápido y su visión más amplia, descubrió mucho más rápidamente. Cuando se tiene la suerte de trabajar durante 40 años con un hombre como Marx, generalmente no se le reconoce a uno en vida lo que se merece […].

Tomado de: http://www.contextolatinoamericano.com

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Borges y el cine. Invasión, a 50 años del estreno del filme (+tráiler)

Invasión de Hugo Santiago Muchnik

Por Félix Pérez

El 16 de octubre se conmemoraron los 50 años del estreno de la película Invasión de Hugo Santiago Muchnik, película basada en un argumento de Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges y co-escrita por este último y el director. Es una buena excusa, como cualquier otra, para volver a este film esencial del cine argentino, película poco conocida (creo) en maspaís tan devoto de Borges.

La relación de Borges (sobra todo epíteto elogioso) con el cine (que nacen casi al mismo tiempo: la Salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon Monplaisir es del 95 y Borges del 96) daría para una nota más extensa y profunda, baste por ahora un pequeño esbozo a modo de introducción.

Si bien el cine no está casi presente (como elemento narrativo) en sus ficciones que marcan, quizás, el final de una era dominada por la letra (sus personajes no son directores de cine o guionistas y al contrario de, por ejemplo, Bioy Casares o Cortázar no imagina tramas o artificios asociados a la proyección o creación de imagen audiovisuales, aunque algunos de sus cuentos, como El Aleph, se puedan leer en esta clave); el cine sí supo tener una gran influencia sobre estas, influencia admitida por el propio Borges.

En Evaristo Carriego, por ejemplo, imagina como una película presentaría al naciente barrio de Palermo:

Lo más directo, según el proceder cinematográfico, sería proponer una continuidad de figuras que cesan: un arreo de muías viñateras, las chucaras con la cabeza vendada; un agua quieta y larga, en la que están sobrenadando unas hojas de sauce; una vertiginosa alma en pena enhorquetada en zancos, vadeando los torrenciales terceros; el campo abierto sin ninguna cosa que hacer; las huellas del pisoteo porfiado de una hacienda, rumbo a los corrales del Norte; un paisano (contra la madrugada) que se apea del caballo rendido y le degüella el ancho pescuezo; un humo que se desentiende en el aire. Así hasta la fundación de Don Juan Manuel: padre ya mitológico de Palermo (…)

Así, a la vez que creaba una poética literaria capaz de dar con Buenos Aires, Borges dejaba entrever una poética cinematográfica capaz de dar con el vivir y el sentir argentino, proyecto que, ¡helas!, quizás nadie llevó a cabo finalmente.

Por otra parte “los ejercicios de prosa narrativa” de Historia universal de la infamia, derivan, entre otras fuentes, “de los primeros films de von Strenberg” y la influencia del cine mudo en estos es, sobre todo en Hombre de la esquina rosada, evidente: se narra la trama como una sucesión de imágenes (de las cuales se describe la iluminación, la posición de los personajes y la dirección de sus miradas) cortada por breves diálogos (que funcionan como los intertítulos de una película muda); se evitan los “psicologismos”; se reduce “la vida entera de un hombre a dos o tres escenas”; se utilizan elipsis que recuerdan a los fundidos cinematográficos; etc. Varios momentos de estos cuentos parecen escenas de un film silente.

Esta influencia del cinematógrafo está también presente en varios de los cuentos de Ficciones y El Aleph. La espera o El muerto, para poner dos de los casos más evidentes, son difícilmente imaginables sin, principalmente, los westerns o el cine de gángsters.

Borges fue, además, un crítico cinematográfico perspicaz, inteligente y sensible que escribió muy bien sobre cine (sobre Eisenstein y el cine soviético, sobre Welles y Ciudadana Kane, sobre Chaplin, etc.), que supo ver y luego escribir lo que el cine tenía para decir y que no incurrió en el error, harto común, de pedirle al cine lo que la literatura ya le había dado.

Por otra parte, supo escribir, junto a Bioy Casares, dos guiones cinematográficos que se publicaron en 1955 (ya que no consiguieron que se filmen): Los Orilleros (que derivó en un mal film estrenado en 1975) y El Paraíso De Los Creyentes (del que no hay, todavía, versión). Junto a Bioy también imaginó el argumento de dos películas de Hugo Santiago Muchnick: la antedicha Invasión y Les autres; coescritas, ambas, por Borges y Hugo Santiago (director argentino que desarrolló su carrera entre su país de origen y Francia y que fue asistente y discípulo de Bresson). Esta pequeña nota no pretende ser más, como decíamos al comienzo de la nota, que una invitación al lector a ver la primera de estas películas, Invasión. (El film está subido a Youtube y se puede descargar vía torrent. También se editó en DVD.)

Invasión narra, como el nombre lo indica, la defensa de la ciudad de Aquilea por un grupo de ciudadanos, frente al intento de invasión de una misteriosa fuerza extranjera. Esta ciudad es y no es Buenos Aires: el primer plano de la película nos muestra claramente la ciudad porteña pero sobre este se sobreimprime el nombre de Aquilea; y el mapa de esta es el mapa de Buenos Aires aunque algo transfigurado (la ciudad ficticia es más chica que la real). Como si para mostrar (y ver) a Buenos Aires habría que desnaturalizarla un poco, descolocarla, para poder así evitar los lugares comunes, las ideas preconcebidas (tanto del espectador como de los realizadores).

Este procedimiento no era nuevo en la obra de Borges. Este describe, en El escritor argentino y la tradición, su frustración por no poder escribir a Buenos Aires y como finalmente lo consiguió (luego de varios intentos en vano) cuando creó una ciudad ficticia, que como Aquilea, era un Buenos Aires transfigurado. Vale la pena citarlo en extenso:

Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milonga, tapia, y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros; luego, hará un año, escribí una historia que se llama La muerte y la brújula que es una suerte de pesadilla, una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rué de Toulon, pienso en las quintas de Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires. Precisamente porque no me había propuesto encontrar ese sabor, porque me había abandonado al sueño, pude lograr, al cabo de tantos años, lo que antes busqué en vano.

Invasión es, como sintetizan Borges y Bioy en la sinopsis que crearon para el film, “la leyenda de una ciudad, imaginaria o real, sitiada por fuertes enemigos y defendida por unos pocos hombres, que acaso no son héroes. Luchan hasta el fin, sin sospechar que su batalla es infinita”.

El nombre de esta ciudad “real o imaginaria” remite, evidentemente, a aquella otra ciudad sitiada llamada Troya y a aquella otra Aquilea, la real, que fue uno de los últimos bastiones romanos frente a las invasiones bárbaras.

¿Pero en este caso, quiénes son estos hombres que quieren invadir la ciudad? ¿De dónde provienen? No lo sabemos: solamente se diferencian de los habitantes de Aquilea por su vestimenta (los locales están vestidos con trajes obscuros y los extranjeros con trajes blancos). ¿Por qué invaden la ciudad? ¿Para qué? No lo sabemos tampoco, sus razones nunca son explicitadas.

El film es, entonces, un film fantástico, pero de un particular tipo de fantasía: la acción transcurre casi contemporáneamente al momento de realización del film (unos años antes simplemente); no hay actividades paranormales; los invasores no son seres sobre-naturales ni  monstruos, ni utilizan artefactos tecnológicos sorprendentes (sino autos y pistolas); no hay desmesurados edificios futuristas sino que la arquitectura de Aquilea es la arquitectura de Buenos Aires… Están entonces ausentes todos los elementos característicos del cine de fantasía o ciencia ficción tradicionales.

Borges resume, mejor, el tipo de universo fantástico que el film construye:

En todo caso, se trata de un film fantástico y de un tipo de fantasía que puede calificarse de nueva. No se trata de una ficción científica a la manera de Wells o de Bradbury. Tampoco hay elementos sobrenaturales. Los invasores no llegan de otro mundo y tampoco es psicológicamente fantástico: los personajes no actúan —como suele ocurrir en las obras de Henry James o de Kafka— de un modo contrario a la conducta general de los hombres. Se trata de una situación fantástica: la situación de una ciudad (la cual, a pesar de su muy distinta topografía, es  evidentemente Buenos Aires) que está sitiada por invasores poderosos y defendida —no se sabe por qué— por un grupo de civiles.

La narrativa comienza con los primeros ataques de estos seres, de estos hombres invasores, ataques que los habitantes de Aquilea, nos enteramos, aguardaban desde hace un largo rato: así se ven aliviados que estos finalmente sucedan, que la interminable espera concluya, cansados ya de imaginar peligros venideros. El espectador se ve entonces envuelto en una trama ya empezada que no termina de comprender completamente, una trama cuyo origen, repitámoslo, nunca se explicita (los motivos de la invasión), como si en la Ilíada ignorásemos los orígenes y las causas de la guerra de Troya e, inclusive, de la cólera de Aquiles.

No llegamos, tampoco, a comprender completamente el proceder de las fuerzas de resistencia, su organización y sus métodos: el espectador como un soldado en una guerra que lo supera por su complejidad, busca orientarse entre ataques y contraataques de difusos objetivos y resultados.

Este aire de extrañeza se propaga por todo el film como una niebla que no nos deja ver del todo claro, desde los lacónicos diálogos y las desnaturalizadas actuaciones (que no aspiran a crear un efecto realista) hasta las misteriosas atmosferas creadas por la iluminación de tintes expresionistas (se hace un uso notable del blanco y negro y el claro-obscuro). Se crea así un Buenos Aires (¿o una Aquilea?) fantasmagórico, de sugestivas calles, fachadas y rincones.

Debemos resaltar aquí, al pasar, el excelente uso de locaciones “reales” (es decir no fabricadas para el film) en la construcción de este universo fantástico: así un portón puede funcionar como la frontera de Aquilea, la Bombonera como un centro de comando, un largo muro con una puerta como un enigmático punto de traspaso, una típica casona porteña como lugar de reunión de los resistentes. Este uso de Buenos Aires  como terreno de una disputa fantástica parece inspirado en el film Alphaville de Godard, film que construía la ciudad distópica del título con el Paris “real” (ambas película tienen una clara influencia, además del cine expresionista). En ambos casos el uso reconocible de ciudades reales (ambas buscan dejar claro donde se filmaron) parece dejar en claro que las amenazas también lo son: los elementos distópicos y totalitarios ya están presentes en Paris, la amenaza de Invasión se ciñe sobre Buenos Aires. (Alphaville interpola, ¡oh coincidencias!, extensivamente un famoso ensayo de Borges: Nueva refutación del tiempo.)

Esta amenaza esta resaltada por el uso de planos secuencia que abandonan a un personaje para irse con otro (a veces secundario), la presencia de mapas, las composiciones en profundidad en la que el personaje no es más que uno de los elementos presente en cuadro (a veces no el central) y el “desfasaje” (no correspondencia directa) entre la imagen y el sonido (escuchamos unos pasos de los que desconocemos el origen, vemos de lejos una acción que escuchamos de cerca). El film crea un universo cercano al de ciertos film de Fritz Lang y una sensación de paranoia constante, en la que cada elemento parece ser el signo de un gran plan secreto, de una gran conspiración. El peligro puede emerger en cualquier momento y lugar; y todo hombre, toda situación, toda mirada o conversación son sospechosos (una situación típica del film consiste en dos personajes susurrando en, supongamos, una calle, mientras un peatón parece mirarlos desde el fondo del plano: ¿los mira realmente?, ¿qué quiere?).

Esta tela de araña que atrapa al espectador y a los personajes se ilumina solo parcialmente: momentos esenciales de la trama son sugeridos, omitidos, entrecortados, o mostrados desde cierta distancia. Se multiplican también los puntos de vista: la película no tiene un solo protagonista sino que alterna entre las acciones de varios de los defensores de Aquilea. Así la situación no parece ser el resultado de voluntad individual (ni siquiera de la del líder de la resistencia), sino que es el resultado de un una complejo entretejido, que los personajes (y nosotros) tratan, en vano, de dominar, de abarcar.

Sin embargo el film no se cae en un nihilismo o un derrotismo a lo Kafka: los ciudadanos de Aquilea siguen defendiendo su ciudad, aunque esto signifique su muerte y aunque su causa parezca ser una causa perdida; quizás porque, como escribió Borges, estas son las causas que merecen la pena ser defendidas. La lucha, individual y colectiva a la vez, por más parcial y desproporcional que sea (¿que pueden los hombres contra lo que parece imponerse como su destino?) parece tener sentido o, más precisamente, parece crear sentido.

Así describe Borges el accionar de nuestros personajes:

Esos civiles no son desde luego esa nueva versión de Douglas Fairbanks que se llama James Bond. No: son hombres como todos los hombres, no son especialmente valientes, ni, salvo uno, excepcionalmente fuertes. Son gente que trata simplemente de salvar a su patria de ese peligro y que van muriendo o haciéndose matar sin mayor énfasis épico. Pero, yo he querido que el film sea finalmente épico; es decir, lo que los hombres hacen es épico, pero ellos no son héroes.

¿Pero finalmente qué defiende esta “gente”? La respuesta parece estar en los márgenes del film, en esos momentos no directamente justificados por la narración, en esos momentos que el plano se extiende un poco más de lo estrictamente necesario, en lo que parece circunstancial pero quizá sea lo esencial: en ese Buenos Aires (amenazado) que se dibuja en el film, esa maravillosa y bellísima ciudad, en su centro y sus arrabales, en su arquitectura (la humilde y la lujosa), en sus patios y jardines, en sus zaguanes, en su rambla iluminada por faroles, en sus calles empedradas o asfaltadas, en su puerto, sus trenes y sus almacenes, en la Bombonera (filmada como si fuese el Coliseo romano), en su música (presente en la banda sonora a través del tango y la milonga); pero también en su gente, en el culto a la amistad (“esa pasión más lucida que el amor”, como sentencia uno de los personajes), en las tertulias en los bares (sobre el fútbol y la vida), en su capacidad de reflexión y análisis (acompañadas por unos mates, evidentemente), en sus libros (entre ellos los libros del propio Borges que aparecen en el film), en su vivir con sentimiento pero sin sentimentalismo, en su actitud estoica y valiente, con compasión pero sin patetismo, en su humor y su ironía, en su sentir ético sin auto- vanaglorizaciones ni moralismos… (Podría seguir, pero cada espectador podrá traducir a su manera estas ideas sugeridas mas no explicitadas por el film, film que, con este listado, no hago más que banalizar o reducir).

Invasión parece así realizar la misma tarea que sus personajes: preserva ese Buenos Aires (quizás perdido) a través del registro de sus imágenes y sonidos. Parafraseando a Borges: ¡qué lindo ser habitadores de una ciudad que haya sido comentada por una gran película!

Buenos Aires como realidad vital parece ser así el centro de este mapa del que hablábamos anteriormente. La película no precisa, para mostrarla, excesos de color local, ni siquiera limitarse a localismos, sino que habla de la amistad, del amor, de la violencia, del miedo y de la valentía, retratando así una forma particular, y única, de ser. “Hay un espíritu criollo, la que nuestra raza puede añadirle al mundo una alegría y un descreimiento especiales. Esta es mi criollez. Tomar lo contingente por lo esencial es oscuridad que engendra la muerte y en ella están los que, a fuerza de color local, piensan levantar el arte criollo”  escribía Borges ya en 1926. En sus mejores momentos este film consigue captar este espíritu criollo.

Uno de estos momentos sucede cuando un grupo de aquileanos se junta en un café y entre cigarrillos y charlas comienza a sonar una guitarra: es un recitado de Milonga de Manuel Flores (musicalizada, mas no interpretada, por Aníbal Troilo). En un primer momento comprendemos que la letra de la milonga parece comentar el destino de nuestros personajes, su inevitable muerte en la batalla: “Manuel Flores va a morir / Eso es moneda corriente / Morir es una costumbre / Que sabe tener la gente / Mañana vendrá la bala / Y con la bala el olvido / Lo dijo el sabio Merlín: / Morir es haber nacido”.

Sin embargo, en un segundo momento nos damos cuenta que esa escena no solo comenta el destino de estos combatientes, sino también las causas de su combate (causas que, quizás, hasta ellos ignorar): las tertulias en los cafés,  la poesía, la guitarra y la milonga; esa milonga que busca aceptar la muerte aunque se lamente por el adiós a la vida. Mientras esta suena se suceden imágenes, que podrían parecer casuales, de Aquilea y sus habitantes: un farmacéutico preparando una mezcla, una pareja en un parque, unos jóvenes charlando en un rincón, un transeúnte paseando por un jardín, entre otras. Es el pico emotivo del film y su centro (aunque como decíamos anteriormente, no avanza la trama). Es el punto en el que nos damos cuenta qué es lo que está en juego,  creando así como decía Mariano Llinás (cuya obra está claramente atravesada por Invasión) “un momento único en la historia del cine”. Tristeza por  lo que está en riesgo, vigor para defenderlo. “Y sin embargo me duele / decirle adiós a la vida, / esa cosa tan de siempre, / tan dulce y tan conocida.”.[1]

¿Pero defender a Buenos Aires de qué? ¿Del progreso o modernidad? ¿De la globalización?  ¿Del peronismo? ¿Del capitalismo? ¿De la dictadura cívico-militar? El film que es de 1969 (en plena dictadura de Onganía), sin embargo, sitúa su acción en 1957 porque, según el propio Borges, en ese año no sucedió nada particularmente memorable, porque podría ser un año como cualquier otro y esto es lo que hace la riqueza de este tipo de fabulas: abre las lecturas e implicancias, no las cierra en un sentido o referente único.

La coda del film, sin embargo, se mueve en otro registro. Esta interpela directamente al espectador a seguir combatiendo aunque la invasión finalmente se concrete (aunque la invasión, inevitablemente, ya haya tenido lugar). Pero para continuar con el combate es necesario un relieve generacional y el uso de técnicas más violentas: el film invita, directamente, a los jóvenes a tomar las armas.  El relieve generacional no parece solo darse, entonces, entre los personajes del film sino que también parece darse en sus creadores: el simbolismo borgiano da paso al comentario explícitamente político del joven Hugo Santiago (estamos en la época del arte llamado “comprometido”): esta coda parece ser un llamado directo a los jóvenes a la lucha armada.

Podríamos (y deberíamos) hablar más sobre la producción del film y enmarcarlo en las obras de Borges y Hugo Santiago respetivamente, analizar sus aspectos formales y narrativos (la influencia de Bresson y Godard, su particular mezcla de distintos  géneros y estilos cinematográficos), bastará, por ahora, decir que en tiempos en los que en nuestro país se destruye indiscriminadamente el patrimonio arquitectónico; en los que se contamina, también indiscriminadamente, nuestros suelos y nuestra agua mientras se pierde la biodiversidad; en los que se aceleran los procesos de negociación con una multinacional para que el contrato pueda cerrarse en este periodo de gobierno y se acuerda con esta la construcción de un tren que atravesará, entre otros, los hermosos barrios de Sayago, Capurro y Paso Molino; en los cuales el actual intendente dice que “es de locos tener muertos con vista al mar” en referencia al cementerio de Buceo (¿por qué no moverlo y hacer otro edificio en la rambla?); en los que las calles están sucias y los espacios públicos deteriorados; en tiempos de estandarización cultural; entre un largo etcétera, Invasión parece ser el llamado, sin caer en conservadurismos absurdos o patriotismos patéticos, a cierta resistencia, a cierto cuidado (y apreciación) de nuestra ciudad y nuestro país.

Se podría pensar que la moral de film es aristocrática: son, finalmente, unos pocos los que defienden a Aquilea, los que tienen la dura tarea de preservarla; sin embargo el principio es democrático: cualquiera puede defender su ciudad, no hace falta ser un héroe (finalmente nadie lo es), sino solamente tener voluntad: querer y decidir hacerlo.

Una épica, entonces, para los tiempos contemporáneos, tiempos en los que nuestros destinos parecen ser decididos por poderes que nos superan ampliamente. Sin embargo son  tiempos en los que, también, el combate parece ser más necesario que nunca, sea cual sea su resultado.

Invasión se nos presenta en este contexto como uno de los films latinoamericanos políticamente más inteligentes y ricos (para aquellos que siguen acusando a Borges de torremarfilismo o ingenuidad política) y como uno de los mejores films latinoamericanos a secas (a pesar de sus defectos que no abordamos: por momentos el film parece no animarse a comprometerse con su material, quizás por una incomprensión de la propuesta bressionana: así en varios momentos el film parece indiferente al destino de sus personajes y cuando quiere empatizar con este lo consigue con resultados dispares). En todo caso un film esencial y tonificante.

En un momento uno de los resistentes, ya por darse por vencido, le dice a uno de sus compañero: “¿A qué morir por gente que no quiere defenderse?”, a lo que este le responde: “La ciudad es más que la gente”.

[1] Link a la escena: https://www.youtube.com/watch?v=Pu6ITHLbu2o

Tomado de: https://www.revistafilm.com

Tráiler del filme Invasión, de Hugo Santiago Muchnik

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Reflexiones cinematográficas

Fotograma del filme Los siete samuráis, de Akira Kurosawa

Por Akira Kurosawa

¿Qué es el cine? La respuesta a esta pregunta no es una cuestión sencilla. Hace tiempo el novelista japonés Shiga Naoya presentó en una revista literaria un ensayo escrito por su nieto como una de las piezas más importantes de su tiempo. Se titulaba «Mi perro» y decía así: «Mi perro se asemeja a un oso; también se asemeja a un tejón; también se asemeja a una zorra…» Y procedía a enumerar las características especiales del perro, comparando cada una con otro animal, desarrollando una lista completa del reino animal. Aunque el ensayo cerraba con: «Pero como él es un perro, a lo que más se asemeja es a un perro».

Recuerdo que me reí a carcajadas cuando leí este ensayo, pero tiene un punto serio. El cine se asemeja a muchas otras artes. Si el cine tiene características muy literarias, también tiene cualidades teatrales, un lado filosófico, atributos de la pintura y escultura, y elementos musicales. Pero el cine es, en un análisis final, el cine.

Hay algo que podría ser llamado belleza cinematográfica. Esto solo puede ser expresado en una película y debe ser plasmado en una película para que esta sea un trabajo conmovedor.

Cuando está muy bien expresado, mientras uno ve la película experimenta una particular emoción profunda. Creo que es esta cualidad la que hace que la gente venga y vea una película y la esperanza de obtener esta cualidad es la que inspira al cineasta, en primer lugar, a hacer su película. En otras palabras, creo que la esencia del cine descansa en la belleza cinematográfica.

Desde que empiezo a considerar un proyecto cinematográfico, siempre tengo en mente un número de ideas que serán el tipo de cosas que me gustaría filmar. De entre estas de pronto una germinará y empezará a crecer; esta será la que escoja y desarrolle. Nunca he tomado un proyecto que me ha ofrecido algún productor o alguna compañía de producción. Mis películas emergen de mi propio deseo de decir algo particular en un momento particular. La raíz de cualquier proyecto cinematográfico es, para mí, la necesidad interna de expresar algo. Lo que nutre esta raíz y la hace convertirse en árbol es el guion. Lo que hace que el árbol dé flores y frutos es la dirección.

El papel del director de cine comprende el manejo de los actores, la fotografía, la grabación del sonido, la dirección artística, la música, la edición, la regrabación y mezcla de sonido. Aunque estas pueden ser pensadas como independientes, yo no las veo como independientes, las veo fundirse en la cabeza del director.

Un director de cine tiene que convencer a un gran número de personas para que lo sigan y trabajen con él. Aunque ciertamente no soy un militar, si se compara la unidad de producción con un ejército, el guion es una bandera de batalla y el director es el comandante en la línea del frente. Desde el momento en que la producción comienza hasta que termina, no se puede predecir lo que va a suceder. El director debe ser capaz de poder responder a cualquier situación y debe tener la habilidad del liderazgo para hacer que toda la unidad esté de acuerdo y siga todas sus soluciones.

Aunque la continuidad de una película está toda trabajada previamente, pueden suceder cosas sin aviso que produzcan un efecto inesperado. Cuando estas pueden ser incorporadas en la película sin molestar el balance, el todo se vuelve mucho más interesante. Este proceso es similar al de la olla calentada en el horno. Cenizas y otras partículas pueden caer sobre la masa derretida, mientras se calienta, y provocar impredecibles pero bellos resultados. De una manera similar, efectos no planeados pero interesantes aparecen en el curso de la dirección de una película, así que los llamo «cambios del horno».

Con un buen guion un buen director puede producir una obra maestra; con el mismo guion un director mediocre puede hacer una película pasable. Pero con un guion malo ni siquiera un buen director puede hacer una película buena. Para una expresión cinematográfica verdadera, la cámara y el micrófono deben de estar capacitados para atravesar por fuego y agua. Esto es lo que realmente hace una película. El guion debe ser algo que debe tener la fuerza para lograr esto.

Una buena estructura para un guion es la de la sinfonía, con sus tres a cuatro movimientos y diferentes tempos. O uno puede usar la forma del Noh con su estructura en tres partes: jo (introducción), ha (destrucción) y kyu (abreviación). Si usted se dedica enteramente al Noh y gana algo con esto, eso emergerá naturalmente en sus filmes. El Noh es verdaderamente una forma única de arte que no existe en ningún otro lado del mundo. Creo que el Kabuki, que lo imita, es una flor estéril; pero en un guion, creo que la estructura sinfónica es la más fácil de entender para la gente de hoy.

Para escribir guiones, primero hay que estudiar las grandes novelas y dramas del mundo. Y se debe considerar por qué son grandiosos. De dónde viene la emoción que uno siente cuando las lee. Qué grado de pasión hubo de tener el autor, qué nivel de meticulosidad tuvo que dominar para retratar a los personajes y situaciones como lo hizo. Usted debe leer esas obras constantemente, al punto que pueda comprender todo esto. Usted también debe ver las grandes películas. Debe leer los grandes guiones y estudiar las teorías del cine de los grandes directores. Si su meta es convertirse en director de cine, usted debe dominar la escritura cinematográfica.

He olvidado quién dijo «creación es memoria». Mis propias experiencias y las varias cosas que he leído que quedan en mi memoria se convierten en la base a partir de la cual creo algo nuevo. No lo podría hacer de la nada. Por esta razón, desde el tiempo en que era joven he tenido siempre un cuaderno a la mano cuando leo un libro. Escribo mis reacciones y lo que particularmente me mueve. Tengo montones y montones de estos cuadernos y cuando voy a escribir un guion, esto es lo que leo. En algún momento me ayudan. Hasta para simples líneas de diálogo, he tomado sugerencias de estos cuadernos. Lo que quiero decir es: «No lea libros mientras esté echado en la cama».

Empecé a escribir guiones con otras dos personas hacia 1940. Hasta ese momento escribía solo y me di cuenta de que no tenía dificultades. Pero al escribir solo surge un problema: que la interpretación de otro ser humano sufra de uniteralidad. Si se escribe con otras dos personas acerca de un ser humano, al menos usted obtiene tres puntos de vista diferentes sobre él y puede discutir aquellos en que está en desacuerdo. También el director tiene la tendencia natural de tratar al héroe y a la trama en el molde que más fácil le resulte a él de dirigir. Escribiendo con otras dos personas también se puede evitar este peligro.

Algo en que se debe tener particular atención es el hecho de que en los grandes guiones existen muy pocos pasajes explicativos. Agregar explicaciones a los pasajes descriptivos de un guion es la mayor trampa en que uno puede caer. Es fácil explicar el estado psicológico de un personaje en un momento particular, pero es muy difícil explicarlo a través de los delicados matices de la acción y el diálogo. Aunque no imposible. Gran parte de esto se aprende a través del estudio de las grandes obras de teatro, y creo que de los refritos de las novelas de detectives que pueden ser también muy instructivas.

Empiezo los ensayos en el vestidor de los actores. Primero les hago decir sus líneas y gradualmente procedo a los movimientos. Pero esto se hace con el vestuario y el maquillaje desde el principio; luego lo repetimos todo en el set; la complejidad de estos ensayos hace que el tiempo de filmación en sí sea muy corto. No solo ensayamos con los actores, sino también con todas las partes de la escena, los movimientos de cámara, la iluminación, todo.

Lo peor que un actor puede hacer es mostrar su conciencia de la cámara. Cuando un actor escucha la palabra «acción» se pondrá tenso, alterará sus puntos de observación y se presentará muy forzado. La conciencia de sí mismo se ve claramente en el ojo de la cámara. Siempre digo: «Solo habla con el actor opuesto. Esto no es como en teatro, donde tienes que decir tus líneas al auditorio. No hay necesidad de ver la cámara. Pero cuando sabe dónde está la cámara, el actor invariablemente, sin saberlo, se mueve de un tercio a la mitad en esa dirección. Con múltiples cámaras en movimiento, al menos, el actor no tiene tiempo de averiguar cuál lo está filmando.

Durante la filmación de una escena, el ojo del director tiene que captar hasta el más mínimo detalle. Esto no significa echar feroces miradas al set. Cuando las cámaras están filmando, raramente veo directamente a los actores, enfoco mi mirada hacia otro lado. Haciendo esto, siento inmediatamente cuando algo no está bien. Observar algo no significa poner tu mirada fija sobre eso, sino estar consciente de eso de una manera natural. Creo que era eso lo que quería decir el dramaturgo medieval y teórico del Noh Zeami cuando decía: «Observando con la mirada apartada».

Mucha gente decide seguir el movimiento de los actores con un lente zoom. Aunque la manera más natural de acercarse a un actor con la cámara es moverla a la misma velocidad que él se mueve. Mucha gente espera que el actor se detenga y luego procede a hacer el zoom in hacia él. Creo que esto está muy mal. La cámara debe seguir al actor mientras se mueve y se debe detener cuando este se detiene. Si esta regla no se sigue la gente se volverá consciente de la cámara.

Mucho se habla del hecho de que yo uso más de una cámara cuando filmo una escena. Esto empezó cuando estaba haciendo Los siete samuráis [1954], porque era imposible predecir qué sucedería en la escena donde los bandidos atacan al pueblo mendigo durante una fuerte tormenta. Si lo hubiera filmado con el tradicional método de toma por toma, no existiría garantía de que alguna pudiera ser repetida de la misma manera dos veces. Así que usé tres cámaras rodando simultáneamente. El resultado fue en extremo efectivo. Por eso decidí explotar esta técnica plenamente, también en dramas con menos acción, y luego lo usé en Kimona no kiroku (Si los pájaros vivieran [1955]). Cuando hice los Los bajos fondos [1957] estaba enteramente usando el método de una toma por escena.

Trabajar con tres cámaras simultáneamente no es tan fácil como puede parecer. Es sumamente difícil determinar cómo moverlas. Por ejemplo, si una escena tiene tres actores en ella, los tres están hablando y moviéndose libre y de forma natural. Desde enseñar cómo las cámaras A, B y C se mueven para cubrir la acción, hasta la completa continuidad del cuadro, es insuficiente. Ni el operador de cámara estándar entiende un diagrama de los movimientos de cámara. Creo que en Japón los únicos fotógrafos que pueden son Nakai Asakazu y Saito Takao. Las tres posiciones de cámara serán completamente diferentes al principio y al final de cada plano, porque entre ambos momentos ocurren varias transformaciones. Como sistema general, pongo la cámara A en las posiciones más ortodoxas, la cámara B para rápidos movimientos decisivos y la cámara C como un tipo de unidad guerrillera.

La tarea de los técnicos de iluminación es extremadamente creativa. Un iluminador en realidad bueno tiene su propio plan que, por supuesto, tiene que discutir con el fotógrafo y el director. Pero si no pone en marcha su propio concepto, su trabajo se convierte nada más que en iluminar todo el cuadro. Creo, por ejemplo, que el método actual de iluminación para película de color está equivocado. Con tal de obtener los colores, se llena todo el cuadro con luz. Siempre he dicho que la iluminación debe ser tratada como si fuera película en blanco y negro. Aunque los colores sean fuertes o no, para que las sombras salgan bien.

A veces se me acusa de ser muy minucioso con los sets y la utilería, de mandar a hacer cosas, solo por el bien de la exactitud. Eso nunca aparecerá en la cámara. Y aunque yo no lo pida, mi equipo lo hace por mí de todas maneras. El primer director japonés que pidió autenticidad en los sets y la utilería fue Mizoguchi Kenji y los sets en sus películas son realmente asombrosos. Aprendí mucho del oficio cinematográfico de él. Construir los escenarios está entre las cosas más importantes. La calidad de los sets influye en la calidad del trabajo de los actores. Si el plan de una casa y el diseño de las habitaciones están hechos correctamente, los actores podrán moverse con naturalidad. Si le tengo que decir a un actor: «No pienses acerca de esta habitación en relación con el resto de la casa», esa calma natural no podrá ser alcanzada. Por esta razón, tengo los sets hechos exactamente como en la realidad. Restringe los planos, pero aumenta la sensación de autenticidad.

Desde el momento en que empiezo a dirigir una película, estoy pensando no solo en la música, sino también en los efectos especiales. Antes de que la cámara empiece a rodar, además de todas las otras cosas a considerar, decido qué tipo de sonido deseo. En algunas de mis películas como en Los siete samurais y Yojimbo [1961], he usado un tema musical diferente para cada personaje o grupo de personajes.

He cambiado mi pensamiento acerca del acompañamiento musical desde que Hayasaka Fumio empezó a trabajar conmigo como compositor de la música de mis películas. Hasta ese momento la música de cine era nada más que acompañamiento: para una escena triste era siempre música triste. Esta es la forma en que la mayoría de la gente usa la música, y no es efectivo. Pero desde El ángel ebrio [1948] hasta hoy, he usado música suave para algunas escenas tristes claves y mi manera de usar música ha diferido de la norma. No la pongo donde la mayoría de la gente lo hace. Trabajando con Hayasaka, empecé a pensar en términos de contraponer el sonido y la imagen como opuesto a la unión del sonido con la imagen.

El requisito más importante para editar es objetividad. No importa cuánta dificultad se tuvo en obtener un plano particular. El público nunca lo sabrá. Si no es interesante, simplemente no es interesante. Uno puede haber estado lleno de entusiasmo durante la filmación de un plano en particular, pero si ese entusiasmo no se ve en la pantalla uno debe ser lo suficientemente objetivo para cortarlo.

Editar es en verdad un trabajo interesante. Cuando llegan los rushes (las tomas del laboratorio) raramente se los enseño a mi equipo tal como vienen. En cambio, voy al cuarto de edición cuando la filmación del día ha terminado y con el editor paso como tres horas editando los rushes. Solo después los muestro a mi equipo. Es necesario enseñarles el material editado por el bien de despertar su interés. Algunas veces no entienden lo que están filmando o por qué tienen que pasar diez días para obtener un determinado plano. Cuando ven el material con los resultados de su trabajo eso los hace recuperar el entusiasmo. Y editando mientras trabajo, solo tengo que afinar para completar cuando la filmación ha terminado.

Siempre se me pregunta por qué no trasmito a la gente joven lo que he logrado a través de los años. Realmente me gustaría mucho hacerlo. El noventa y nueve por ciento de los que han trabajado como asistentes míos se han convertido en directores por derecho propio. Pero no creo que ninguno se haya tomado la molestia de aprender las cosas más importantes.

Tomado de: http://www.cubacine.cult.cu

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La otra pantalla. Redes sociales, móviles y la nueva televisión

La otra pantalla. Redes sociales, móviles y la nueva televisión. Elena Neira. Editorial UOC

Por J. Ignacio Gallego

La continua transformación que están experi­mentando las industrias audiovisuales en las últimas dos décadas presenta una serie de retos a los que el sector y la academia tratan de dar respuesta de manera sistemática: nuevas formas de producción, distribución y consumo de unos contenidos que circulan por redes sociales, o la existencia de pantallas e infraestructuras que alteran las dinámicas de sectores en los que los equilibrios y las posiciones entre los actores esta­ban perfectamente establecidos y que han sufrido un terremoto a gran escala.

El escenario de convergencia tecnológica y em­presarial ha provocado que las empresas (pú­blicas y privadas) traten de redefinir su posición dentro de la cadena de valor con continuos proce­sos de integración vertical cuya actividad final no es fácil definir. A esto hay que sumar el escena­rio de globalización neoliberal en el que empre­sas que llegan desde el campo tecnológico (aquí podemos incluir a los llamados GAFA —Google, Amazon, Facebook y Apple— y a la todopoderosa Netflix) ocupan espacios de producción y distri­bución que antes eran controlados o por las ma­jors de Hollywood, en el espacio de la producción y distribución de audiovisuales, o por los grupos mediáticos locales que dominaban las redes tele­visivas. El impacto de los GAFA, evidenciado por autores como Mosco, Miguel de Bustos, Albornoz, García Leiva o Van Dijck, está suponiendo todo un desafío tanto para las grandes empresas que controlaban el sistema audiovisual como para los gobiernos e instituciones públicas que definen las políticas públicas de protección y promoción de la diversidad del audiovisual. Por último, el nue­vo escenario de convergencia también ha desa­rrollado nuevas formas de consumo y de relación entre y con las audiencias que han sido sistema­tizadas por autores como Jenkins, Livingstone o Baym. Es un consumo multiplataforma, social, en movilidad y multipantalla que activa y explota (siguiendo las ideas de Christian Fuchs) a las au­diencias en un complejo equilibrio. En este mar­co, los espacios de formación también se sienten interpelados y, en una continua adaptación que traslade a los estudiantes estas tendencias y el establecimiento de nuevos perfiles profesionales, buscan contenidos y materiales para las nuevas o adaptadas asignaturas. Para cubrir estas necesidades, la colección de Manuales de la Editorial UOC (perteneciente a la Universidad Oberta de Catalunya con sede principal en Barcelona) está generando de manera sistemática referencias como las dos que aquí nos ocupan.

Elena Neira, autora de La Otra Pantalla, ha publicado varios libros sobre el espectador social o el uso de redes sociales para la promoción cinematográfica nutridos con reflexiones y experiencias que actualiza de manera regular en su blog (http://laotrapantalla.com). En la obra aquí reseñada focaliza su atención en el concepto de «segunda pantalla», es decir, en cómo la actividad en redes sociales de productores/difusores y espectadores genera una emisión secundaria (también llamada backchannel) que puede marcar tanto las estrategias de marketing de los productos como al desarrollo de los mismos. Destacando la dimensión social del espectador actual frente al espectador pasivo predigital (pasividad que podríamos discutir desde un punto de vista teórico a partir de las teorías de relación y recepción con base en Stuart Hall), Neira profundiza en los diferentes impactos que tiene la actividad de los diferentes actores en el marco de lo que la autora denomina como la «nueva televisión». Y es que la actividad de las audiencias en las redes sociales en su segunda pantalla y en su relación con las propias plataformas desde sus televisiones conectadas (que a partir del streaming ofrecen una información más que valiosa a los propietarios de este tipo de servicios —desde Movistar Plus a Netflix—) está siendo estudiada de manera sistemática, aunque la autora reclama una actualización y mejor sistematización de la medición de audiencias.

Esta actividad marca, según Neira, la eficiencia a partir de un buen uso del Big Data (o los macrodatos, siguiendo la acepción de Fundéu) y de que los difusores y productores tengan una estrategia bien clara que permita la captación de nuevas audiencias y su monetización en forma de publicidad (en la audiencia como consumidora) o en nuevos socios de los diferentes servicios (en la audiencia como cliente). En un espacio con dife­rentes «arcos de influencia» de la actividad en re­des sociales de las audiencias, estas actúan como seguidoras de un producto, como difusoras e, incluso, como cocreadoras del contenido a través del UGC (contenido generado por los usuarios).

Finalmente, en la segunda parte del libro, la au­tora explicita las estrategias concretas de la na­rración en redes que se deben manejar desde la producción y cómo analizar ese nuevo rating para monetizar a las audiencias en la doble di­mensión del marketing de los medios, el juego en el mercado publicitario y en la conceptualización del producto. En definitiva, es un interesante ma­nual en el que se puede echar en falta una mirada más crítica que, por ejemplo, presente el rol de los servicios públicos en este escenario, cómo las audiencias presentan resistencias a través del ac­tivismo o referencias a autores actuales que traen al presente las reflexiones de Dallas Smythe sobre la explotación de las audiencias en el nuevo esce­nario digital.

El Big Data forma parte del libro de Neira y es el eje de la otra obra que nos ocupa en esta re­seña, con varios puntos en común. Eva Patricia Fernández coordina Big Data. Eje Estratégico en la industria audiovisual, donde varios autores y autoras dibujan un buen acercamiento a este concepto y a cómo está alterando la industria au­diovisual y los medios de comunicación. El texto se presenta en dos partes fundamentales. Por un lado, trata de hacer entender la complejidad del concepto de Big Data desde un marco general, con su impacto en las empresas de todos los sec­tores de la economía, para ir derivando hasta su uso específico en medios y haciendo hincapié en los nuevos perfiles profesionales que se generan desde la elección y almacenaje de la información, por la analítica y la inteligencia de negocio, hasta llegar a su visualización y la toma de decisiones. Y es que cuando hablamos de datos masivos es importante establecer en qué se diferencia esta cuestión de la información que históricamente ha llevado a gestores de lo público y lo privado a to­mar decisiones. Los datos masivos vienen defini­dos por unas características comunes, denomina­das «volumen, variedad, veracidad y velocidad», elementos que dotan de valor a la información si esta es bien trabajada. La realidad, como presen­ta el libro, es que el nuevo ecosistema digital es una máquina continua de generar información a partir de la actividad de productores, distribuido­res y usuarios, y que su correcta gestión lo con­vierte en el nuevo petróleo. Pero, a su vez, como han presentado autores antes citados, este esce­nario reordena el panorama de poder y establece un claro oligopolio global con actores tremenda­mente poderosos.

Por otro lado y en su segunda parte, la obra ofre­ce una serie de casos de estudio que permiten al lector hacerse una idea de las aplicaciones den­tro de la industria audiovisual, desarrollando (en algo común al libro de Neira) especialmente la acción en redes sociales. Cómo se pueden intro­ducir los datos masivos dentro de la creación de narraciones de ficción, su uso en la televisión en tiempo real (haciendo especial hincapié en rea­litiescomo Gran Hermano), el uso de Twitter de cara a los lanzamientos cinematográficos, la gestión de la información en una web multimedia como Marca.com o el uso de la herramienta Dog­track son algunos de los casos aplicados en el de­sarrollo de este bloque. En la parte final del libro, un interesante capítulo de María Isabel González presenta uno de los mayores retos surgidos a par­tir del desarrollo de las estrategias empresariales y políticas en el uso de la información: la cuestión de la privacidad en las redes sociales. Y es que el continuo desarrollo de legislaciones, la adapta­ción de los términos de uso por parte de las em­presas, la violación de la protección de datos de los usuarios y escándalos como el de Cambridge Analytica y Facebook hacen de esta cuestión un elemento central en todo lo referente a la gestión de la información.

En definitiva, nos encontramos con dos manuales de interés para estudiantes de disciplinas audio­visuales a la hora de entender estos fenómenos emergentes y que deben ser completados con mi­radas más críticas hacia estos desarrollos para un correcto entendimiento del escenario mediático global actual.

Tomado de: https://revistas.uam.es/secuencias

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Plan de Estados Unidos contra Bolivia está en curso

Tomasz Woloszyn (Alemania)

Por Alfredo Jalife-Rahme

Desde el territorio de los Estados Unidos se desarrolla gradualmente un golpe de estado contra el presidente boliviano Evo Morales, que se llevará a cabo presumiblemente después de las elecciones, entre fines de 2019 y marzo de 2020.

Sus principales agentes son los políticos bolivianos, Gonzalo Sánchez de Lozada, Manfred Reyes Villa, Mario Cossio y Carlos Sánchez Berzain, todos residentes en Estados Unidos. Coordinan las acciones en Bolivia con los líderes de la asociación opositora «Coordinadora Nacional Militar», compuesta por ex oficiales del ejército del ejército boliviano, entre ellos, el general Rumberto Siles, los coroneles Julius Maldonado, Oscar Pacello y Carlos Calderón.

Además, se coordinan con altos líderes de la oposición boliviana, Waldo Albarracín, presidente de la Confederación Democrática Nacional (CONADE), Jaime Antonio Alarcón Daza, presidente del Comité Cívico de La Paz, Jorge Quiroga, ex presidente. de Bolivia, Juan Carlos Rivero, Rolando Villena, ex defensor del pueblo y Samuel Doria Medina del Partido de Unidad Nacional, todos son responsables de suministrar los fondos que se envían desde Estados Unidos para esta operación, así como de garantizar lo esperado acciones para crear un estado de crisis social para convulsionar al país antes del 20 de octubre, fecha electoral.

Este plan ya está en curso, y tiene disposiciones para otros emisores, como la creación de la ruptura y la división del ejército boliviano y la policía nacional, logrando que estas fuerzas se rebelen contra el presidente Evo Morales. Además, prevé la manipulación de sectores estratégicos de la sociedad boliviana, como el sector universitario, el sector médico, las personas con discapacidad y los ambientalistas, en términos de desestabilización del país.

Gran parte de los fondos ya se encuentran en territorio boliviano, para lo cual han contado con el apoyo de las embajadas acreditadas en el país y la Iglesia Evangélica, que han sido utilizados por el gobierno de los Estados Unidos como una cobertura ya que no debe verse directamente implicado en estas interferencias.

Funcionarios del Departamento de Estado acreditados en el país, como Mariane Scott y Rolf A. Olson, se han reunido con funcionarios diplomáticos de alto nivel de Brasil, Argentina y Paraguay, a fin de organizar y planificar acciones de desestabilización contra el gobierno boliviano, como además de entregar los fondos estadounidenses a la oposición boliviana.

El plan tiene en cuenta tres etapas:

1- «Fase preparatoria» (ya ejecutada): Su propósito es preparar y organizar el campo para las etapas posteriores.

Se desarrolló entre abril y julio de 2019, donde establecieron alianzas políticas para conformar un solo frente de oposición, celebraron reuniones de coordinación y acciones que se llevarán a cabo en las etapas 2 y 3, acordaron comenzar a desacreditar campañas contra el Gobierno, utilizando la estructura de medios concebida que incluye prensa de medios opositores, medios ad hoc, activistas en redes sociales, así como el logro de quejas formales ante organismos internacionales.

La estrategia en las redes sociales y las noticias falsas está siendo dirigida por el ciudadano boliviano Raúl Reyes Rivero, uno de los principales activistas de movilización de la oposición. Está presentando acciones y planes de las plataformas democráticas y los comités cívicos contra el gobierno, para el derrocamiento del presidente Evo Morales.

El ex presidente y opositor Jorge Quiroga se encarga de buscar apoyo y una declaración de instituciones regionales e internacionales, como la OEA, la Unión Europea y algunas otras, para deslegitimar la victoria electoral de Evo, declararla inconstitucional y responder para una intervención internacional en Bolivia.

2- “Etapa intensiva” (en funcionamiento): su objetivo es generar convulsiones e inestabilidad social en el país.

Comenzó a entrar en vigencia en julio y prevé llegar hasta octubre de 2019. Consiste en establecer un estado de crisis social en el país, a través de manifestaciones públicas violentas y pacíficas, barricadas y huelgas, utilizando para ello los comités cívicos y el movimiento 21F, estudiantes universitarios, el sector médico y otros de la sociedad civil.

Juan Flores, presidente del comité cívico de Cochabamba, es el asesor político de Carlos Sánchez Berzain y Manfred Reyes Villa en Bolivia y tiene la responsabilidad de generar un encuentro social a escala nacional, para lo cual vincula los comités cívicos y afilia a los primeros. oficiales del ejército y policías. Junto con el coronel retirado Oscar Pacello, manipulan sutilmente la intención de generar un punto de inflexión que genere violencia y convulsión social.

La idea es paralizar el país el 10 de octubre de 2019, arruinando las elecciones nacionales. De tal manera, que a partir de esa fecha puede reunir a la población boliviana para enfrentar al Gobierno y de esta manera desestabilizar el proceso electoral.

Antes de esta fecha, tienen la intención de seguir implicando a diferentes sectores de la sociedad en estas movilizaciones. Se prevé que las protestas y manifestaciones tengan un éxito total durante el 20 de septiembre (a nivel nacional), el 26 de septiembre (en La Paz) y el 4 de octubre (en Santa Cruz y La Paz).

Otro de los objetivos en esta etapa es fragmentar las instituciones estatales armadas, principalmente la Policía Nacional y el Ejército.

Con este objetivo a la vista, espera el reclutamiento de altos mandos en servicios activos dentro del Ejército, aquellos que respaldarían el golpe de estado y asumirían la presidencia del país en una coalición cívico militar, ya conformada, en el período de transición.

Es un hecho conocido que ya hay un grupo de oficiales del ejército reclutados, personas muy cercanas al presidente Evo, que desde sus posiciones permitirían el logro de las acciones examinadas en el plan, utilizando la desinformación para el presidente.

3- «Fase final» (no ejecutada): Proclamación de fraude electoral e imposición de un gobierno paralelo. Se percibe que se lleva a cabo una vez que finalizan las elecciones presidenciales.

Las evaluaciones y predicciones hechas por el Departamento de Estado de EE. UU. y otras agencias sobre los resultados probables de las elecciones presidenciales del próximo 20 de octubre, es que el presidente Evo Morales ganará las elecciones.

En vista de este escenario, la Embajada de los Estados Unidos ha estado creando en secreto las condiciones objetivas y subjetivas para la proclamación de un fraude electoral.

Incluso Mariane Scott se ha estado reuniendo, fuera de registro, con el sector diplomático en el país, alentando el mensaje de ilegitimidad y fraude en las elecciones, en el que ha logrado convencer a un grupo de países acreditados.

En sus reuniones con funcionarios de alto nivel de las embajadas de Brasil, Argentina, Paraguay, Colombia, España, Ecuador, Reino Unido y Chile, ha seguido solicitándoles que sean ellos quienes lideren las quejas formales de fraude en las elecciones, lo cual será más creíble y genuino que si Estados Unidos lo hace solo.

Además, la embajada de EE. UU. Se ha centrado en un seguimiento orientado a los detalles del Tribunal Supremo Electoral (TSE), buscando documentar supuestas irregularidades de esta agencia del gobierno electoral, que sirven para denunciar el fraude.

Quién no es importante, sino quién cuenta los votos

Paralelamente, en el mes de julio se llevó a cabo una reunión privada entre los opositores Jaime Antonio Alarcón Daza, Iván Arias y otros miembros de los comités cívicos, en la que se acordó adquirir «máquinas para el conteo rápido de votos» para las próximas elecciones presidenciales, en aras de manipular la opinión pública sobre los resultados electorales.

Estas máquinas tendrían un costo total de 300 mil dólares. La Embajada de los EE. UU. Y la representación de la Unión Europea en el país contribuirían a financiar la compra, que proporcionarían a través de la Fundación Jubileo y la Iglesia Evangélica. Con ese objetivo específico, ya han logrado reunir más de $ 800 mil dólares, de los cuales también saldría el pago a las personas que participan en el conteo rápido de votos.

La intención es ubicar las máquinas en cada junta electoral establecida y organizar a través de los comités cívicos su cobertura (personas capacitadas de antemano para esta maniobra) durante todo el día de trabajo electoral, esto estaría acompañado de una cobertura mediática para invitar a la población a venir junto con este sistema de conteo de votos como una forma de supervisar los resultados, sin la mediación del Tribunal Supremo Electoral.

En esta etapa, la Unión Juvenil Cruceñista desempeñará un papel fundamental, que se sugiere para imponer acciones violentas una vez que se publiquen los resultados electorales finales, para lo cual han estado reclutando criminales, que serán utilizados como punta de lanza en estos enfrentamientos. y acciones violentas contra las instituciones estatales.

Juan Martín Delgado, miembro de esta organización juvenil, se encarga de organizar estas actividades violentas. También cuenta con el apoyo del boliviano Luis Fernando Camacho, presidente del Comité Cívico de Santa Cruz, quien a su vez recibe indicaciones y consejos del empleado del gobierno estadounidense Rolf A. Olson.

Después del [posible] acceso al poder de Evo en enero de 2020 y prestando atención a que han sido capaces de lograr la desestabilización social, se autoproclamará un gobierno paralelo, alentado por una fracción del Ejército, que supervisará un gobierno militar cívico, dirigido por Waldo Albarracín, quien tendrá que convocar nuevas elecciones en 90 días sin examinar la participación del partido» Movimiento al Socialismo» (MAS, por sus siglas en español).

Para esta etapa, el gobierno de los Estados Unidos ya ha estado entrenando al político y candidato presidencial Oscar Ortiz en secreto.

Esta estrategia, dirigida y financiada por la Embajada de los Estados Unidos en Bolivia, también contempla el llamado a una huelga general indefinida antes del día electoral, operaciones encubiertas, campañas de descrédito y desinformación, y otros tipos de sabotaje para crear violencia y deslegitimar el proceso electoral.

La Embajada de los EE.UU. en La Paz continúa llevando a cabo acciones encubiertas en Bolivia para apoyar el golpe de estado contra el presidente boliviano Evo Morales.

19 de octubre de 2019

Lo que adelanté en el artículo “Las manos de los Estados Unidos contra Bolivia. Parte I”, ya es casi un hecho: si Evo Morales gana las elecciones, el próximo 20 de octubre, se colocará en su lugar un gobierno de transición cívico-militar. Este nuevo gobierno no reconocería la victoria electoral de Evo y alegaría fraude durante las elecciones.

Lo nuevo aquí es que, para justificar la puesta en el poder de un gobierno paralelo, es necesario crear un clima de inestabilidad en las principales ciudades.

Con este fin, la oposición boliviana, a través de los comités cívicos y el grupo opositor «Coordinadora Nacional Militar», ha estado preparando un grupo de jóvenes para llevar a cabo acciones violentas, principalmente en las ciudades de Santa Cruz y La Paz.

Estos jóvenes serían insertados en la protesta convocada para esos días y tendrán orden de entablar enfrentamientos violentos con la policía. Estas acciones irían acompañadas de un levantamiento formado por ex oficiales militares. La «Coordinadora Nacional Militar» con el apoyo de la «Unión de militares retirados de Santa Cruz» organizaría estas acciones.

La sede de los gobiernos de transición se establecerá en Santa Cruz, para consolidar los planes de dividir el país en dos frentes (este y oeste), lo que podría generar el caos suficiente para que estalle la guerra civil.

Pero, ¿cómo se llevarían a cabo estas acciones violentas?

Los barcos llenos de armas han estado haciendo viajes en secreto desde los EE. UU. Específicamente de Miami, al Puerto de Iquique (Chile), que está cerca de la frontera con Bolivia.

Estas armas y municiones se enviaron dentro de contenedores de barcos que, para la mayoría de los puertos, están repletos de artículos diversos. Los contenedores fueron recibidos por personas no vinculadas a las actividades de las oposiciones. Estas personas fueron reclutadas con el único propósito de poner sus nombres y sacar los contenedores del puerto.

Juan Carlos Rivero, ciudadano boliviano, fue el encargado de comprar las armas en los Estados Unidos y hacer que llegaran a la «Coordinadora Nacional Militar». Esta persona tiene vínculos con Manfred Reyes, un opositor político que vive en los EE. UU., y con la Embajada de los EE. UU. En Bolivia.

La Embajada de los EE. UU. ha realizado un seguimiento permanente de la entrega de armas y municiones a través de colaboradores secretos. En este sentido, se han reunido en privado con los principales líderes de la oposición para hablar sobre la financiación del golpe y ofrecer consejos al respecto. Entre estos líderes está Jaime Antonio Alarcón Daza, ​​presidente del Comité Cívico de La Paz.

Las armas que se han enviado a Bolivia incluyen municiones de diferentes calibres, pólvora, máquinas para fabricar y calibrar proyectiles, estuches de rifles y armas.

Paralelamente, el Comité Cívico ya está reclutando ciudadanos bolivianos para comprar votos a favor del candidato a la oposición Carlos Mesa, por un valor de 50 USD por votante.

El pago se llevaría a cabo después de la votación y los votantes tendrían una foto de una boleta marcada.

En el artículo «La mano de los Estados Unidos contra Bolivia. Parte II», alerté sobre la estrategia que el Departamentos de Estado (DOS) había diseñado para consolidar al candidato para las elecciones presidenciales bolivianas, Oscar Ortiz.

Ahora quiero informarles quién ha estado llevando a cabo esta estrategia política diseñada por los Estados Unidos. Su nombre es Eric Foronda Prieto y actualmente está encubierto en La Paz llevando a cabo acciones encubiertas a favor de Oscar Ortiz, al mismo tiempo que la Embajada de los EE. UU. le dice qué hacer.

Su trabajo principal es asesorar la campaña política de Ortiz. También trabaja con la prensa en la filtración de información sensible relacionada con los opositores electorales de Ortiz. El presidente Evo Morales ha sido el objetivo principal en este sentido.

Pero, ¿quién es Erick Foronda? Erick es un periodista boliviano que terminó siendo jefe de redacción de Última Hora y La Razón. Dos periódicos bolivianos. Tiene fuertes lazos con la Embajada de EE. UU. En La Paz, ya que trabajó en la oficina de prensa allí durante 20 años. Jugó un papel importante en la obtención de información de políticos y periodistas en el país, con el objetivo de satisfacer el interés de Estados Unidos.

Dada la importancia de las actividades abiertas y encubiertas que realizó para la Embajada de los EE. UU., se convirtió en una persona de confianza y estableció estrechos vínculos con el antiguo Embajador de los Estados Unidos, Phillip Goldberg.

Erick Foronda fue una de las piezas clave en la organización de la campaña de oposición por el «NO», durante el referéndum constitucional para la reelección de Evo Morales. Siguiendo la orden de la Embajada de los EE. UU., con frecuencia se comunicó con los medios de comunicación bolivianos favorables a los Estados Unidos para obtener cualquier información necesaria que pudiera conducir a la victoria de la campaña «NO». Un ejemplo de esto fueron los artículos publicados en la prensa sobre un supuesto asunto entre Gabriela Zapata y Evo Morales.

Asimismo, la Embajada de los EE. UU. Ha utilizado a Ortiz para influir en los principales líderes de la oposición. Si bien, por un lado, la Embajada de los EE. UU ha estado trabajando para consolidar Oscar Ortiz por encima de Carlos Mesa, su objetivo principal es eliminar a Evo Morales de la Presidencia.

Tomado de: https://www.conclusion.com.ar

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Una mirada hacia América Latina

Las venas abiertas de América Latina. Eduardo Galeano. Editorial XXI

Por Graziella Pogolotti

Algo, quizá insuficiente, nos enseñaron los programas escolares acerca de América Latina. De manera superficial, supimos de la conquista y la colonización y de los héroes de la guerra de independencia. A pesar de la advertencia martiana no entendimos las razones esenciales de nuestra americanidad. Nos faltó comprender la sustancia concreta y las complejidades del tejido social de países construidos desde la violencia que castró el desarrollo orgánico de sus habitantes originarios y los convirtió en marginados. Proveer brazos para la extracción de materias primas introdujo la brutal esclavitud africana. En ese contexto, distintas culturas entrechocaban, se contaminaban en cierto grado, aunque sobre todo se ejerciera el dominio de unas por encima de las otras con el sustento, en el plano objetivo, de la opresión económica y, en el plano subjetivo, de un racismo que caló en la conciencia de muchos y subsistió en términos de mala memoria, lesivo a la unidad de nuestros pueblos. Sin embargo, los marginados y olvidados han demostrado una enorme capacidad de resistencia. Empiezan a emerger en situaciones muy adversas. Sus voces y sus valores comienzan a hacerse reconocibles. Contra sus proyectos de renovación, el neoliberalismo desata el poder económico y su instrumento de acción sobre las subjetividades, el monopolio de los medios de comunicación, incluido el trabajo personalizado a través del sofisticado empleo de las redes sociales.

Los acontecimientos ocurridos tras el triunfo de la Revolución nos entregaron un aprendizaje de las realidades profundas de América, ocultas tras las vitrinas esplendorosas de algunas de sus grandes ciudades. Después de la victoria de enero de 1959, muchos vinieron a compartir nuestro trabajo, a intercambiar ideas, a ofrecer conocimientos. Algunos permanecieron para siempre con nosotros. Otros encontraron aquí refugio en días aciagos de exilio. Descubrimos el cine y la música del Brasil. Nos tocó de cerca el drama de las dictaduras que cercenaron vidas y produjeron millares de desaparecidos. Nos familiarizamos con la imagen de las madres y abuelas de la Plaza de Mayo. Vivimos con intensidad la oleada transformadora que invadió el continente.

El vuelco progresista que se extendió desde Venezuela hasta el sur acrecentó nuestra proximidad. América Latina asumía un nuevo lenguaje, afirmaba simultáneamente sus valores identitarios y proponía, según las circunstancias de cada cual, modelos de desarrollo que mejoraban las condiciones de existencia de millones de ciudadanos en contraposición a las fórmulas establecidas por el neoliberalismo. Por primera vez, se escuchaba la voz de nuestros pueblos originarios.

Las derrotas electorales en algunos países nos desconcertaron y nos plantearon numerosas interrogantes. Para algunos, los recién salidos de la pobreza comienzan a pensar de otro modo. Hacen suyas las aspiraciones de la pequeña burguesía. Sin tener en cuenta lo ganado, olvidan que el regreso del neoliberalismo los privará de sus conquistas. El argumento no me resulta del todo satisfactorio. Los cambios en la conciencia no se producen con tanta rapidez, sobre todo cuando los beneficios materiales se suman a un trabajo sistemático de educación ciudadana. El asunto merece un estudio en profundidad, porque los fenómenos sociales responden a causas multifactoriales.

La vicepresidenta electa de la Argentina, Cristina Fernández, ha narrado la infame campaña difamatoria a que fue sometida por la gran prensa y por los canales privados de la televisión. Contraviniendo todo principio ético, la infamia transgredió los límites de su vida personal, llegando a poner en dudas su salud mental. Acusada sin pruebas de toda clase de delitos, sufrió el deterioro de su imagen pública y pagó un alto costo en el plano familiar con el quebranto del estado físico de su hija. El barraje propagandístico socavó lo esencial de un proyecto gubernamental de rescate de la nación, ampliación de oportunidades para los más desvalidos, impulso a la ciencia y amparo a la cultura.

El panorama actual evidencia una profunda perversión de las instituciones democráticas. Los golpes de Estado se llevan a cabo con el empleo de otros métodos. La transparencia informativa implica conocimiento y constituye una vía de ejercicio del poder mediante el acceso a la realidad en su complejidad y en las contradicciones propias de la dialéctica de todo devenir histórico. Los sucesos ocurridos en Brasil son reveladores al respecto. La feroz campaña mediática se complementó con el golpe de Estado parlamentario perpetrado contra la presidenta Dilma Rousseff, a pesar de no habérsele imputado delito alguno. Con la complicidad activa del Poder Judicial, en nombre de una causa justa, la lucha contra la corrupción, las condenas se concentran en los personeros del PT. Para conjurar su gran respaldo popular y marginarlo del proceso electoral, sin contar con pruebas y vulnerando principios constitucionales, Luis Inácio Lula da Silva es encarcelado y, por ende, privado de sus derechos políticos con el propósito de ceder el terreno a la extrema derecha.

Es lo que se denomina judicialización de la política. En verdad, la operación responde a las enormes reservas de petróleo existentes en los mares del Brasil y a las materias primas —agua incluida— conservadas en el inmenso territorio del país. Las fórmulas pueden ser aún más extremas.  En el caso de Bolivia, se organizan grupos violentos con la intención de desestabilizar la nación en términos de guerra civil. En un trasfondo todavía más siniestro, en un territorio plurinacional, donde han sido reivindicadas las demandas históricas de los pueblos originarios, se recurre al racismo latente.

En todos los casos, el papel tradicional de los tres poderes ha sido anulado.  En nombre de la libertad de prensa, se coartan las posibilidades de tomar medidas contra el uso sistemático de la calumnia y la difamación. Meticulosamente preparado, el golpe de Estado fascista se consumó, como trágico vuelco del desarrollo de un proyecto nacional, de rescate de la soberanía, de los riquísimos recursos mineros y de reivindicación de los plenos derechos de nuestros pueblos originarios.

Es una lección que tenemos que aprender. Nuestro conocimiento en profundidad de la América Latina sigue siendo una asignatura pendiente. De la mano del imperio, la derecha oligárquica actúa de manera cohesionada y articula el uso de la violencia con el sistemático empleo de los medios de comunicación y las redes sociales. Paliando diferencias de matices, la izquierda y los movimientos progresistas tienen que forjar, en la teoría y en la práctica, una plataforma común contra el capitalismo salvaje representado por el neoliberalismo. Lo que está en juego en este momento decisivo es mucho. Es nuestro derecho a la vida y el porvenir de nuestros hijos.

Tomado de: http://www.juventudrebelde.cu

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Cada filme es mi último filme

Fotograma del filme El séptimo sello, uno de los clásicos de la filmografía de Ingmar Bergman

Por Ingmar Bergman

Se ha dicho que el hombre lleva a cabo sus experiencias antes de los cuarenta años y que luego saca sus conclusiones.

En mi caso creo poder afirmar que sucede lo contrario. Nadie ha estado más convencido que yo de sus propias teorías ni más inclinado a exponerlas. Siempre sabía más y veía más lejos que los demás.

Al llegar a la madurez me hice un poco más prudente. Las experiencias que acumulé y que he comenzado a seleccionar son tales que no me gusta hacer pronunciamientos sobre el arte de hacer filmes. Sé que efectivamente mi trabajo se desarrolla en un campo a la vez técnico y psicológico, y que mis descubrimientos más importantes no pueden interesarle a nadie salvo, posiblemente, a los futuros especialistas.

Según mi opinión la única contribución que el artista puede ofrecer a un debate es su obra. Me parece impropio mezclarme en la discusión y llevar a ella indicaciones, aclaraciones o excusas.

El incógnito en que anteriormente se dejaba al artista le era verdaderamente provechoso. Su relativo anonimato lo protegía contra las influencias externas, contra las preocupaciones materiales y la tentación de prostituir su arte. Hacía todo lo que estaba en sus manos para crear una obra de valor y luego se la entregaba al que se la había encargado o sencillamente a Dios.

Vivía y moría sin parecer más admirable ni más despreciable que cualquier esmerado artesano. «Obra eterna», «obra inmortal», «obra maestra» eran expresiones privadas de sentido y de poder sugestivo.

La obra servía para la gloria de Dios. El poder de crear era un don y una gracia. La atmósfera que se desprendía de esas creencias mantenía a la par una natural confianza en sí mismo y una auténtica humildad, dos sentimientos que caracterizan al verdadero artista.

En la sociedad actual, el artista se ha convertido en un ser extraño y mal definido, una especie de atleta obligado sin cesar a mejorar sus ejecuciones. Su aislamiento, su sacrosanto individualismo y su subjetividad artística se originan en heridas fácilmente infectadas, neurosis y ansiedades. La dificultad para vencer es lo que lo atormenta y lo satisface.

Es posible que generalice indebidamente mi caso personal, de particular complejidad. Es posible también que sienta más intensamente mi responsabilidad y la agencia de los problemas morales por el hecho de que mi actividad depende, en gran medida, del favor del público y que supone recursos financieros extremadamente abundantes.

De todas maneras, experimento con frecuencia la necesidad de volver a tomar conciencia de lo que quiero, de definir la moral que practico y de determinar los componentes de mi acción. Como no hablo de lo que me concierne me abstendré de dar preceptos sobre el arte del filme. Me limitaré a algunas observaciones –eminentemente subjetivas– sobre los problemas técnicos y éticos del realizador.

El guion

Frecuentemente comienza este con movimientos embrionarios muy vagos: una frase, unas palabras intercambiadas apresuradamente, una idea indecisa pero seductora, sin relación particular con la situación actual. Puede que algunas medidas musicales, un reflejo luminoso en la calle. Cuando trabajaba en el teatro, veía a veces a los actores con otros rasgos, interpretando papeles que no se habían interpretado todavía.

En cada oportunidad se trata por lo tanto de impresiones fugitivas. Desaparecen tan rápidamente como habían llegado, pero, como un hermoso sueño, dejan a veces tras sí un sentimiento de nostalgia. Se las podría comparar a un hilo de hermosos colores que emerge del oscuro saco de la conciencia. Si tiro de ese hilo, si tiro de él de manera prudente, devano todo un filme.

Me apresuro a decir aquí que no se trata en este caso de una Palas Atenea que surge de la cabeza de Zeus, sino de un complejo extremadamente incoherente, que más se parece a un estado de ánimo que a una historia, pero que resulta rico en asociaciones de ideas e imágenes fecundas.

Está animado de pulsaciones o de ritmos que varían con cada película. En esos ritmos, las secuencias de imágenes vienen a ordenarse según leyes que parecen engendradas y dictadas por el motivo.

Desde el comienzo esta existencia de tipo «ameba» aspira a una forma superior, pero su movimiento es indeciso y como somnoliento. Si me parece que esa masa semiorganizada tiene suficiente fuerza como para transformarse en un filme, me decido a llevarla a término y emprendo la redacción del guion.

Si el proyecto es irrealizable, la mayor parte de las veces me doy cuenta de ello antes de haber comenzado a escribir. Los sueños se convierten entonces en telas de araña, las visiones se borran o de pronto parecen indiferentes, la pulsación se desvanece: no era más que un fantasma de la imaginación.

Una vez que he tomado la decisión de hacer un filme me encuentro ante un trabajo de múltiples y complejos elementos: llevar a las palabras y a las frases de un guion legible o por lo menos descifrable, los ritmos, las impresiones, los ambientes, las tensiones, las secuencias, las diferencias de tono y los perfumes.

Es una obra difícil por no decir imposible.

La única cosa a la que en realidad se le puede dar una forma un poco más definida es el diálogo. Pero el diálogo también puede ofrecer resistencia. Hemos aprendido (o deberíamos haber aprendido) que el diálogo dado a los actores es una partitura que se puede descifrar difícilmente si se la recorre como un texto corriente. La interpretación de un diálogo exige conocimientos técnicos, cierta imaginación y una aptitud para salir de sí mismo, cualidades que con mucha frecuencia le faltan incluso a especialistas del teatro o del cine.

Al margen del diálogo pueden anotarse indicaciones sobre cómo desenvolverlo, sobre los ritmos que se le deben dar, sobre las pausas, sobre lo que sucede entre las distintas réplicas. Por mi parte, he renunciado a esa abundancia de detalles porque una partitura tan minuciosamente comentada sería en la práctica ilegible.

Puedo llevar también a mi manuscrito precisiones sobre el lugar, los caracteres, los ambientes, tratar de expresarme en términos comprensibles –en la medida en que soy capaz de escribir y en que mi lector es capaz de leer, lo que no siempre es el caso.

De seguido llego a lo esencial: el montaje propiamente dicho, el ritmo, las relaciones entre imágenes, la tercera dimensión de importancia vital y sin la cual el filme, una vez terminado, no es más que un producto industrial muerto al nacer. No puedo indicar claramente los «tonos», sugerir, ni siquiera de manera sumaria, el tempo de los distintos conjuntos y su equilibrio, transcribir la respiración o el pulso que debe darle a la obra su vida propia. Muchas veces he soñado con una especie de anotación que me permitiera traducir los matices y las tonalidades de mis visiones y los detalles de la estructura interna de mis películas. Desgraciadamente…

Cuando me encuentro en la atmósfera del estudio –atmósfera tan poco favorable a la inspiración artística, las manos y la cabeza ocupadas en el perfeccionamiento de esos detalles banales e irritantes que son el destino de todo realizador de filmes–, muchas veces tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para recordar cómo determinada secuencia se me ocurrió primeramente y cómo la he visto realizada para discernir la relación que existe entre la escena que he filmado hace cuatro semanas y la que quiero filmar hoy. Si en ese momento pudiera referirme a signos precisos y matizados, los factores irracionales de mi trabajo estarían prácticamente eliminados y podría proseguir mi obra seguro de respetar siempre las exigencias de cohesión y de ritmo que impone el conjunto a cada una de las partes.

Afirmemos una vez más que un guion es, para la creación de una película, una base técnica extremadamente deficiente.

En cuanto a eso quisiera señalar otro aspecto de ese tipo de trabajo, frecuentemente desconocido.

El filme no tiene nada que ver con la literatura. El filme y la obra literaria son dos formas artísticas cuyo carácter y sustancia se excluyen mutuamente. Es difícil decir por qué sucede esto pero ciertamente es necesario tener en cuenta la diferencia que separa dos actitudes físicas. La comprensión de la obra escrita supone un acto de voluntad consciente, al mismo tiempo que inteligencia; solo después, y poco a poco, nuestra imaginación y nuestros sentimientos despiertan. En el cine, el proceso es inverso. Cuando vamos a ver una película nos instalamos deliberadamente en un mundo de ilusión, «desconectamos» nuestra voluntad y nuestro intelecto. Abrimos en toda su amplitud las avenidas de nuestra imaginación. Las imágenes avivan de inmediato nuestros sentimientos sin hacer escala con anterioridad en nuestra reflexión.

Hay muchas razones para no llevar a la pantalla una obra literaria, pero una de las principales es que la dimensión irracional de esta –su profunda originalidad– es frecuentemente intraducible y que además destruye la dimensión irracional del filme.

Si a pesar de esos peligros, queremos expresar por medio de imágenes una obra literaria, estamos obligados a proceder a una serie infinita de transposiciones complicadas para solo obtener, en la mayor parte de los casos, un resultado que no corresponde a los esfuerzos desplegados.

Sé de lo que hablo puesto que he estado expuesto a la crítica de esa gente que llaman «hombres de letras». Dejar que un especialista en literatura critique un filme es tan poco razonable como invitar a un crítico musical a juzgar una exposición de pintura o confiarle a un reportero deportivo el relato de una representación teatral. Si todo el mundo se cree capaz de juzgar un filme, es que este no tiene manera de afirmarse como una forma artística autónoma, que le falta una nomenclatura precisa, que es espantosamente joven en relación con las otras artes, que depende íntimamente de factores financieros y que apela ante todo a los sentimientos del público. Por todas estas razones el filme es mirado con frecuencia desde muy alto; el carácter inmediato de sus medios de expresión provoca desconfianza y un recién llegado se considera competente para decir cualquier cosa, desde cualquier punto de vista, puesto que se trata del arte del filme.

En lo que me concierne, no he pensado nunca en convertirme en escritor. No quiero escribir novelas, relatos, ensayos, biografías, ni siquiera obras de teatro. Mi deseo es hacer películas con los estados de ánimo, las emociones, las imágenes, los ritmos y los caracteres que llevo dentro de mí y que, de una manera u otra, me parece presentan interés. Soy un fabricante de filmes, no un actor; mi medio de expresión es el filme, no la palabra escrita. Para entrar en contacto con los hombres mi camino es el filme, y el lento proceso de su eclosión. Me parece humillante ver mi obra criticada como si fuera un libro cuando es un filme. Es como llamar pájaro a un pez o confundir el fuego con el agua.

Por muy penoso que sea, la redacción de un guion no es menos útil pues me obliga a experimentar la solidez de mi proyecto. A veces tropiezo con grandes dificultades; me encuentro dividido entre mi necesidad de buscar una expresión específicamente cinematográfica para una situación complicada y la necesidad de mantener una perfecta claridad. Puesto que no creo una obra para mi propio placer o para el de una pequeña élite sino para el placer de millones de espectadores, es el segundo imperativo el que triunfa con más frecuencia. Sucede de cuando en cuando que opto por el primero y la experiencia ha probado que el público, en contra de lo esperado, es capaz de seguir al creador por un camino donde el mundo de progresión es directamente desorientador para la lógica corriente.

Desde hace tiempo experimento en mis filmes el deseo de relatar historias. Posiblemente menos por amor a las historias como tales, como porque, según me parece, una de las maldiciones que pesan sobre el filme es su dependencia frente a la epopeya y el drama.

Sé que efectivamente con la ayuda del filme podemos penetrar dentro de mundos hasta ahora deshabitados, dentro de realidades superiores a la nuestra.

Es urgente para la industria del filme, generalmente tan pesada, producir verdaderos sueños, juegos ligeros y picantes, dejar entrelazarse y llamar a asociaciones virulentas, soplar hermosas pompas de jabón.

No pretendo que no se intente la explotación del más allá pero las tentativas son demasiado escasas y demasiado tímidas.

El estudio

Más de una vez, en la penumbra del estudio, entre el ruido, la agitación, la suciedad y la atmósfera irrespirable, me pregunto seriamente por qué me dedico a esa forma de creación artística, de manejo tan difícil, de leyes tan abundantes y exigentes.

Cada día necesito asegurar tres minutos definitivos del filme. Tengo que seguir un plan de producción tan estricto que excluye la mayor parte de los factores absurdos. Soy víctima de los inconvenientes de una maquinaria técnica que, con una perseverancia casi demoníaca, trata de sabotear mis mejores intenciones. Vivo en una perpetua tensión nerviosa; me siento obligado a existir dentro y para la colectividad. Y, en medio de todo esto, tengo que dedicarme a una tarea delicada que exige tranquilidad, concentración y fuerza: quiero hablar de la cooperación con los actores.

Muchos realizadores olvidan que el rostro humano es el punto de partida de nuestro trabajo. Claro que podemos dedicarnos a la estética del montaje, podemos imprimir a objetos o a naturalezas muertas ritmos admirables. Pero la presencia del rostro humano es indudablemente la nobleza característica del filme. De ello se deduce que el actor es nuestro más preciado instrumento y que la cámara es solo el mediador de las reacciones de ese instrumento. Pero, en muchos casos, se olvida esta evidencia: las posiciones de la cámara y sus movimientos parecen más importantes que los actores y la imagen, convirtiéndose en un objetivo en sí mismo, lo que llega a quebrar la ilusión y a destruir el efecto artístico.

Para darle a la expresión del actor la mayor fuerza posible, el movimiento de la cámara debe ser sencillo y, además, debe estar cuidadosamente sincronizado con la acción. La cámara debe intervenir como un observador totalmente objetivo y solo por excepción puede participar en los acontecimientos.

Debemos recordar también que el medio de expresión más bello del actor es su mirada. El primer plano objetivamente compuesto, perfectamente conducido e interpretado, es el medio más poderoso de que dispone el realizador para influenciar a su público. Pero es al mismo tiempo el criterio más seguro de su competencia o de su limitación. La ausencia o la multiplicación de primeros planos caracteriza infaliblemente el temperamento del realizador de filmes y el grado de interés que experimenta hacia los hombres.

La sencillez, la concentración, la consciencia de cada uno de los detalles, el acabado de la técnica, esas deben ser las constantes de cada escena y de cada conjunto.

Sin embargo, esto no basta.

Suponiendo que se hayan reunido todas esas cualidades –que son siempre indispensables– falta todavía lo más importante, la chispa que provoca la vida interior. Esta vida misteriosa que, para manifestarse, plantea condiciones que solo le pertenecen a ella. Esta vida que es el elemento decisivo pero que nunca se deja dominar.

Sé, por ejemplo, que en una escena todo debe haberse preparado de manera minuciosa, que cada actor y cada técnico deben saber exactamente lo que tienen que hacer. Toda la actividad técnica debe estar estrictamente prevista, pero esos preparativos no deben tomar demasiado tiempo, ni cansar o aburrir a los participantes. Los ensayos deben desarrollarse según un orden determinado y con precisión técnica.

Luego llega la filmación. La experiencia me ha demostrado que el primer ensayo es casi siempre el más logrado, el más vivo. Es que el actor, en la tensión que provocan en él las primeras tomas, con frecuencia llega a crear algo nuevo, a hacer brotar esa pequeña chispa de la vida, a encontrar el detalle auténtico y original. El ojo de la cámara capta una acción creadora, misteriosa, apenas perceptible para el ojo o para el oído no entrenados, pero captado y fijado en la película y en la banda magnética.

Creo que es precisamente eso lo que me retiene en el trabajo de realizador y que ejerce sobre mí una poderosa fascinación. El desarrollo y la fijación de esas vistas en las que surge de pronto la vida me recompensa con creces las mil horas de incertidumbre, de penas e irritación.

El actor debe identificarse con su personaje sin crearse complejos. Debe poder meterse dentro del personaje como en un traje fácil de ponerse. La concentración prolongada, la severa disciplina de los sentimientos, las violentas cargas afectivas deben rechazarse completamente. El actor debe poder, según un método puramente técnico (y si es posible con ayuda del realizador), adoptar o abandonar su personaje: la tensión espiritual y el esfuerzo voluntario prolongados son la muerte de toda expresión cinematográfica.

Las indicaciones del realizador no deben estar martillando sobre los actores sino ser formuladas en el momento preciso. Sus palabras deben ser pocas. En su trabajo, al actor no le ayudan los análisis intelectuales. Lo que desea son indicaciones precisas sobre la atmósfera que debe crearse en ese momento, correcciones técnicas otorgadas sin precauciones oratorias ni digresiones. He notado que cierto tono en la voz, una mirada o una sonrisa pueden darle al actor una ayuda más eficaz que el análisis más refinado. Esta manera de actuar podrá parecer una especie de magia negra; de hecho solo supone un control apacible y eficaz de la comunicación profunda entre el realizador y sus actores. Mientras menos discusiones haya, conversaciones, explicaciones, mejor se aseguran el buen entendimiento mutuo, la percepción inmediata de las intenciones recíprocas, la lealtad y la confianza.

La moral

Para mucha gente la industria del filme comercializado no tiene mucha moral. O bien su moral es tan dependiente de la inmoralidad que no se podría hablar de una ética artística. Nuestra actividad se muestra entonces como una rama de la vida comercial y los hombres de negocios que se ocupan de ella la consideran con desconfianza puesto que a veces el filme aspira a situarse en un campo tan sospechoso para ellos, como el campo del arte.

Puesto que la mayor parte de la gente mira nuestra actividad como sospechosa, me siento obligado a darme una moral a mí mismo, una moral tan absoluta que a veces se hace pesada para quien ha formulado sus reglas. Estoy en una situación parecida a la del inglés que está en la jungla y sigue afeitándose todos los días y cambiándose a la hora de la cena. No para agradar a las fieras sino por respeto a sí mismo. Si renuncia a esa disciplina está perdido.

Soy un hombre perdido en medio de la jungla si dejo que se relajen mis minuciosas exigencias en cuanto a la moral y si tomo a la ligera la disciplina espiritual. Por eso me he confeccionado una especie de catecismo que contiene tres preceptos absolutos de los que solo me queda dar su fórmula y significación. Han sido siempre la base de mi trabajo.

El primer mandamiento no parece muy difícil pero no por ello deja de contener una moral muy elevada. Helo aquí:

sé siempre interesante

Eso quiere decir que el público que viene a ver mi película y que por eso mismo me permite vivir, tiene derecho a exigir de mí una sensación, una emoción, una alegría, una renovación de vitalidad. Tengo el deber de darle lo que pide: es lo único que me da derecho a la existencia.

Pero esto no significa que tenga derecho a prostituirme de cualquier manera, pues intervendría en ello mi segundo precepto:

actúa siempre según tu conciencia de artista

Este segundo precepto es ambiguo puesto que por una parte me impone rechazar todo lo que se llama robo, mentira, lujuria, crimen y falsificación, pero que por otra parte me permite falsificar, si mi falsificación es artísticamente defendible, mentir si la mentira es placentera, matar a mi amigo más íntimo o a mí mismo o a cualquiera si ese crimen sirve a mi filme, prostituirme si eso me acerca a mi objetivo y, en fin, robar si no he encontrado nada original.

A esto es a lo que llamo seguir en todos los sentidos la conciencia artística. El equilibrio es tan difícil de conservar que en todo momento se corre el riesgo de romperse la crisma y de oír entonces a toda la gente inteligente y moral exclamar: «Miren a ese ladrón, ese asesino, ese prostituido, ese mentiroso. ¡No podía sucederle nada mejor!» Entonces nadie piensa que todos los medios están permitidos, salvo aquellos que llevan al fracaso, que los caminos peligrosos son finalmente los únicos practicables, que el rigor y el vértigo son ingredientes necesarios para nuestra inspiración. Nadie piensa que la alegría de crear, que es algo hermoso, está siempre mezclada al terror de crear, que también es indispensable. Pronúnciense todas las fórmulas de exorcismo que se quiera, exalte su humildad o rebaje su orgullo, queda siempre esto: seguir su conciencia de artista es una perversidad que, en el transcurso de numerosos años de humillaciones y exaltaciones, de ascetismo libremente consentido y de usura amargamente sufrida, se ha mezclado a su sangre. El resultado de la experiencia es siempre el mismo: cuando el yo ha alcanzado su punto de fusión es cuando se produce, entre la fe y la sumisión, esa aleación que se llama la conciencia artística. No pretendo haber alcanzado ese punto de fusión, pero me esfuerzo en alcanzarlo y trato de no desviarme de mi camino.

Para fortalecerme y no caer en todos los barrancos he incluido en mi catecismo un tercer precepto, consolador y suculento:

cada filme es mi último filme

Se podrá interpretar como una divertida paradoja o como un aforismo trivial o bien como la comprobación de la vanidad universal. Pero no es así como yo lo entiendo. El precepto me demuestra una realidad vivida.

En Suecia, la producción cinematográfica estuvo interrumpida durante un año. Durante esa inactividad forzada aprendí que sin existir ninguna falta de mi parte y solamente por razones de complicaciones financieras, podía ser lanzado a la calle sin el menor aviso.

No me quejo de lo que hago, no me siento asustado ni amargado, sencillamente he sacado la consecuencia lógica y altamente moral de la situación: cada filme es mi último filme.

Ahora sé que solo existe una forma de dedicación. La dedicación hacia el filme de que me ocupo. Lo que vaya a suceder (o no vaya a suceder) después, me es indiferente y no me causa ninguna preocupación. Esa certeza me da una sensación de seguridad, de seguridad artística. La seguridad financiera es evidentemente limitada, pero considero la seguridad artística como mucho más importante. Por eso pongo en práctica mi tercer principio: cada filme es mi último filme.

Esto me reconforta también desde otro punto de mira. He visto a demasiada gente que dedicaba su vida al cine, seguir el cumplimiento de sus principales deberes, abrumados de hastío, acabados, extenuados, sin alegría. Han sido humillados e insultados por los productores, la crítica y el público; no reaccionaron, no se levantaron para abandonar el ruedo. Desfigurados por el cansancio, han seguido hasta caer muertos o ser echados.

Sé que es posible que algún día tropiece también con la indiferencia del público o con mi propio sentimiento de hastío que paralizará mis energías. La extenuación y el sentimiento de vacío caerán sobre mí como un saco gris y lleno de polvo; el miedo ahogará la alegría; la vida interior me hará hacer muecas.

Habrá llegado entonces el momento de dejar mis instrumentos, de abandonar espontáneamente la escena. Será cuestión de no aceptar la amargura, de no preguntarme si mi obra ha sido útil y verdadera sub specie aeternitatis.

En la Edad Media, algunos hombres eminentes tenían por costumbre dormir en un féretro con el fin de no olvidar la importancia de cada minuto y la vanidad de la vida.

Sin recurrir a un método tan radical y tan poco confortable, me protejo contra la aparente vanidad y la caprichosa crueldad de nuestro oficio persuadiéndome del modo más profundo posible de que cada filme es mi último filme.

Tomado de: http://www.cubacine.cult.cu

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El odio al indio

Por Álvaro García Linera

Como una espesa niebla nocturna, el odio recorre vorazmente los barrios de las clases medias urbanas tradicionales de Bolivia. Sus ojos rebalsan de ira. No gritan, escupen; no reclaman, imponen. Sus cánticos no son de esperanza ni hermandad, son de desprecio y discriminación contra los indios. Se montan en sus motos, se suben a sus camionetas, se agrupan en sus fraternidades carnavaleras y universidades privadas y salen a la caza de indios alzados que se atrevieron a quitarles el poder.

En el caso de Santa Cruz, organizan hordas motorizadas 4×4 con garrote en mano para escarmentar a los indios, que los llaman collas y que viven en los barrios marginales y en los mercados. Cantan consignas de que hay que matar collas, y si en el camino se les cruza alguna mujer de pollera, la golpean, la amenazan y la conminan a irse de su territorio. En Cochabamba organizan convoyes para imponer la supremacía racial en la zona sur, donde viven las clases menesterosas, y cargar como si fuera un destacamento de caballería sobre miles de mujeres campesinas indefensas que marchan pidiendo paz. Llevan en la mano bates de beisbol, cadenas, granadas de gas, algunos exhiben armas de fuego. La mujer es su víctima preferida, agarran a una alcaldesa de una población campesina, la humillan, la arrastran por la calle, le pegan, la orinan cuando cae al suelo, le cortan el cabello, la amenazan con lincharla y cuando se dan cuenta que son filmados deciden echarle pintura roja simbolizando lo que harán con su sangre.

En La paz sospechan de sus empleadas y no hablan cuando ellas traen la comida a la mesa, en el fondo les temen, pero también las desprecian. Más tarde salen a las calles a gritar, insultan a Evo y en él a todos estos indios que osaron construir democracia intercultural con igualdad. Cuando son muchos arrastran la wiphala, la bandera indígena, la escupen, la pisan la cortan, la queman. Es una rabia visceral que se descarga sobre este símbolo de indios al que quisieran extinguir de la tierra junto con todos los que se reconocen en ella.

El odio racial es el lenguaje político de esta clase media tradicional. De nada sirven sus títulos académicos, viajes y fe; porque al final todo se diluye ante el abolengo. En el fondo la estirpe imaginada es más fuerte y parece adherida al lenguaje espontáneo de la piel que odia, de los gestos viscerales y de su moral corrompida.

Todo explotó el domingo 20 cuando Evo Morales ganó las elecciones con más de 10 puntos de diferencia sobre el segundo, pero ya no con la inmensa ventaja de antes ni el 51 por ciento de los votos. Fue la señal que estaban esperando las fuerzas regresivas agazapadas, desde el timorato candidato opositor liberal, las fuerzas políticas ultraconservadoras, la OEA y la inefable clase media tradicional. Evo había ganado nuevamente, pero ya no tenía 60 por ciento del electorado, y entonces estaba más débil y había que ir sobre él. El perdedor no reconoció su derrota. La OEA habló de elecciones limpias, pero de una victoria menguada y pidió segunda vuelta, aconsejando ir contra la constitución que señala que si un candidato tiene más de 40 por ciento de los votos y más de 10 puntos de diferencia sobre el segundo es el candidato electo.

Y la clase media se lanzó a la cacería de los indios. En la noche del lunes 21 se quemaron cinco de los nueve órganos electorales, incluidas papeletas de sufragio. La ciudad de Santa Cruz decretó un paro cívico que articuló a los habitantes de las zonas centrales de la ciudad, ramificándose el paro a las zonas residenciales de La Paz y Cochabamba. Y entonces se desató el terror.

Bandas paramilitares comenzaron a asediar instituciones, a quemar sedes sindicales, a incendiar los domicilios de candidatos y líderes políticos del partido de gobierno, al final hasta el propio domicilio privado del presidente sería saqueado; en otros lugares, las familias, incluidos hijos, fueron secuestrados y amenazados de ser flagelados y quemados si es que su padre ministro o dirigente sindical no renunciaba a su cargo. Se había desatado una dilatada noche de cuchillos largos y el fascismo asomaba las orejas.

Cuando las fuerzas populares movilizadas para resistir este golpe civil comenzaron a retomar el control territorial de las ciudades con la presencia de obreros, trabajadores mineros, campesinos, indígenas y pobladores urbanos y el balance de la correlación de fuerzas se estaba inclinando del lado de las fuerzas populares, vino el motín policial.

Los policías habían mostrado durante semanas una indolencia e ineptitud para proteger a la gente humilde cuando eran golpeados y perseguidos por bandas fascistoides; pero a partir del viernes, con el desconocimiento del mando civil, muchos de ellos mostrarían una extraordinaria habilidad para agredir, detener, torturar y matar a manifestantes populares. Claro, antes había que contener a los hijos de la clase media, y supuestamente no tenían capacidad, pero ahora que se trataba de reprimir a indios revoltosos, el despliegue, prepotencia y saña represiva fue monumental. Lo mismo sucedió con las Fuerzas Armadas. Durante toda nuestra gestión de gobierno nunca permitimos que salieran a reprimir manifestaciones civiles, ni aún durante el primer golpe de Estado cívico de 2008. Ahora, en plena convulsión y sin que alguien preguntara nada, dijeron que no tenían elementos antidisturbios, que apenas tenían 8 balas por integrante y que para hacerse presentes en la calle de manera disuasiva se requería un decreto presidencial. No obstante no dudaron en pedir-imponer al presidente Evo su renuncia, rompiendo el orden constitucional; hicieron lo posible para intentar secuestrarlo cuando se dirigía y estaba en el Chapare; y cuando se consumó el golpe, salieron a las calles a disparar miles de balas, a militarizar las ciudades, a asesinar a campesinos. Todo sin decreto presidencial. Claro para proteger al indio se requería decreto. Para reprimir y matar indios sólo bastaba obedecer lo que el odio racial y clasista ordenaba. En cinco días ya hay más de 18 muertos y 120 heridos de bala; por supuesto, todos ellos indígenas.

La pregunta que todos debemos responder es ¿cómo es que esta clase media tradicional pudo incubar tanto odio y resentimiento hacia el pueblo llevándola a abrazar un fascismo racializado centrado en el indio como enemigo?, ¿cómo hizo para irradiar sus frustraciones de clase a la policía y Fuerzas Armadas y ser la base social de esta fascistización, de esta regresión estatal y degeneración moral?

Ha sido el rechazo a la igualdad, es decir, el rechazo a los fundamentos mismos de una democracia sustancial.

Los pasados 14 años de gobierno, los movimientos sociales han tenido como principal característica el proceso de igualación social, reducción abrupta de la extrema pobreza (de 38 a 15 por ciento), ampliación de derechos para todos (acceso universal a la salud, a educación y a protección social), indianizacion del Estado (más de 50 por ciento de los funcionarios de la administración pública tienen una identidad indígena, nueva narrativa nacional en torno al tronco indígena), reducción de las desigualdades económicas (caída de 130 a 45 la diferencia de ingresos entre los más ricos y los más pobres), es decir, la sistemática democratización de la riqueza, del acceso a los bienes públicos, a las oportunidades y al poder estatal. La economía ha crecido de 9 mil millones de dólares a 42 mil millones, se amplió el mercado y el ahorro interno, que ha permitido a mucha gente tener su casa propia y mejorar su actividad laboral. Pero entonces esto ha dado lugar a que en una década el porcentaje de personas de la llamada clase media, medida en ingresos haya pasado de 35 por ciento a 60 por ciento, la mayor parte proveniente de sectores populares, indígenas. Se trata de un proceso de democratización de los bienes sociales mediante la construcción de igualdad material, pero que inevitablemente ha llevado a una rápida devaluación de los capitales económicos, educativos y políticos poseídos por las clases medias tradicionales. Si antes un apellido notable o el monopolio de los saberes legítimos o el conjunto de vínculos parentales propios de las clases medias tradicionales les permitía acceder a puestos en la administración pública, obtener créditos, licitaciones de obras o becas, hoy la cantidad de personas que pugnan por el mismo puesto u oportunidad no sólo se ha duplicado, reduciendo a la mitad las posibilidades de acceder a esos bienes; sino que además los arribistas, la nueva clase media de origen popular indígena tiene un conjunto de nuevos capitales ( idioma indígena, vínculos sindicales) de mayor valor y reconocimiento estatal para pugnar por los bienes públicos disponibles.

Se trata por tanto de un desplome de lo que era característico de la sociedad colonial, la etnicidad como capital, es decir, del fundamento imaginado de la superioridad histórica de la clase media sobre las clases subalternas, porque aquí en Bolivia la clase social sólo es comprensible y se visibiliza bajo la forma de jerarquías raciales. El que los hijos de esta clase media hayan sido la fuerza de choque de la insurgencia reaccionaria es el grito violento de una nueva generación que ve cómo la herencia del apellido y la piel se desvanece ante la fuerza de la democratización de bienes. Aunque enarbolen banderas de la democracia entendida como voto, en realidad se han sublevado contra la democracia entendida como igualación y distribución de riquezas. Por eso el desborde de odio, el derroche de violencia, porque la supremacía racial es algo que no se racionaliza; se vive como impulso primario del cuerpo, como tatuaje de la historia colonial en la piel. De ahí que el fascismo no sólo sea la expresión de una revolución fallida, sino, paradójicamente, también en sociedades poscoloniales, el éxito de una democratización material alcanzada.

Por ello no sorprende que mientras los indios recogen los cuerpos de cerca de una veintena de muertos asesinados a bala, sus victimarios materiales y morales narran que lo han hecho para salvaguardar la democracia. Pero en realidad saben que lo que han hecho es proteger el privilegio de casta y apellido.

Pero el odio racial sólo puede destruir; no es un horizonte, no es más que una primitiva venganza de una clase histórica y moralmente decadente que demuestra que detrás de cada mediocre liberal se agazapa un consumado golpista.

Tomado de: https://www.jornada.com.mx

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