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Testimonios, ficciones; la denuncia de un crimen. La reconcentración de Weyler en la literatura cubana

El general español Valeriano Weyler y el testimonio de su genocidio

Por  Zaida Capote Cruz

Un niño sin talento aporrea el piano y su maestra solo atina a insultarlo llamándolo Weyler. Lola María Ximeno y Cruz da cuenta en sus Memorias de un aborrecimiento eterno: el odio que alimentaría la resistencia futura frente a redivivas expresiones del colonialismo español.1 ¿Por qué aún hoy Weyler concita rechazo e indignación? Capitán General en Canarias y Filipinas y luego en Cataluña, cuya población civil reprimió duramente en la Semana Trágica de 1909, volvió a Cuba con idéntico nombramiento, como recurso de última hora para apaciguar la rebelión independentista. Lola María recuerda así la reconcentración, instaurada de 1896 a 1898:2

[…] Creí, y no sin razón, que mi madre iba a perder el juicio en este período de su vida. […] Murió toda aquella legión de desgraciados sin protestar, en los hospitales, en la vía pública, en los portales. A veces, una vela en un tarro vacío de cerveza, por alguien colocada, indicaba al transeúnte que el envoltorio aquel era cadáver. Dícese alcanzó a cuatrocientos mil en toda la Isla la cifra de defunciones de la reconcentración. […] La Isla entera estaba convertida en una inmensa ratonera –por todas partes se nos cazaba.3

La experiencia de la matancera estuvo tocada por la “gota de miel” que alababa siempre en su madre, capaz de hacer pasar una sopa de verdolaga por deliciosos ravioli. Las grandes víctimas de la reconcentración fueron los campesinos obligados a moverse a las ciudades para malvivir arrinconados en albergues improvisados o en barracones donde cualquier dignidad parecía imposible. Francisco Pérez Guzmán llevó a cabo una intensa indagación en fuentes  documentales y orales sobre sus consecuencias y concluyó que “afectó a la población cubana desde el ángulo demográfico, […] en la composición social, racial, la relación campo-ciudad y las estructuras agrarias”, y que “fue también el gran trauma sicológico de una población que trató de borrar ese pasado que consideraba infernal”.4 Muchos migrantes españoles establecidos en suelo cubano debieron abandonar sus casas5 y jóvenes hasta entonces pacíficos prefirieron sumarse a los insurrectos que morir de hambre en las ciudades. Argumento perfecto para la intervención norteamericana, se registró profusamente en la prensa estadunidense como paralelo del genocidio armenio por el gobierno turco.6 Durante la Guerra de los Diez Años (1868-1878) hubo antecedentes, pero lo monstruoso del sistema de Weyler fue su extensión a todo el territorio nacional, sin otra posibilidad que la emigración.

La situación creada en los pueblos y las ciudades fue desastrosa. Había que dejar atrás las propiedades y los medios de vida, y a quienes tenían parientes en la manigua se les hacía más difícil acceder a los alimentos o a algún empleo, aun temporal, pues la lealtad a España era prioritaria para obtener tales “servicios”.7

El primer capítulo de un libro contemporáneo de los hechos, Tampa. Impresiones de un emigrado, de Wen Gálvez,8 se titula “Viene Weyler”: “La política suave, de atracción, de Martínez Campos, podía darse por fracasada. Era indispensable la política de Weyler para ahogar en sangre la revolución, aunque esa sangre fuera de mujeres y niños, según su costumbre”. 9 Cuenta la desbandada de los cubanos cuando se supo del arribo del “general Carnicero” y como “se prefería morir en suelo extraño, de miseria, de hambre, antes que vivir en una Isla gobernada por la España que encomienda a Weyler el encargo de representarla”.10

A poco de haber concluido la reconcentración, con sus funestos resultados en curso, publicó Raimundo Cabrera Episodios de la guerra. Mi vida en la manigua (Relato del coronel Ricardo Buenamar), donde la denuncia se tamiza con una historia de amor cuya consumación la guerra dilata y entorpece, pero que sobrevive inspirado en el amor patrio. Cabrera suele olvidar que escribe una ficción y reporta con lujo de detalles:

Las prisiones realizadas por los sicarios de Weyler, el aumento de las guarniciones en los poblados, los numerosos fuertes construidos en los distritos rurales, las fortificaciones de las fincas azucareras y la extremada vigilancia de los españoles hicieron cada vez más difíciles los movimientos de aproximación a los pacíficos y la espontánea contribución de estos en vestidos, alimentos, medicinas y dinero.11

La disputa entre versiones de este episodio lacerante de la historia cubana se mantiene viva todavía hoy, pero entonces la moral combativa de los mambises se retrataba intacta, como en Benigno, un gallego mambí:12

[…] No hay una casa donde meterse, ni una finca que no haya sido destruida, ni nos queda más refugio que los maniguales, los cayos de monte y las cuevas…

—De modo que todo está perdido, le pregunté. —¡Tanto como perdido…! Le diré; contestó Benigno. La tropa pasa, quema las casas, destruye los sembrados, tala los árboles, mata los caballos que encuentra y que no son servibles de momento, lleva delante a los pacíficos rezagados para reconcentrarlos, y a los ganados. En tanto, los nuestros, ¡ah! los nuestros se escurren como pueden y se reúnen después cuando lo ordena el jefe y si es posible dan algún golpe de mano. Así estamos viviendo hace un mes; pero en cuanto a perdidos… ¡¡qué vamos a estar perdidos!!13

El libro es también testimonio de época pues incluye fotografías y versos. La creatividad popular instauró la burla cotidiana a Weyler y a sus esfuerzos por “pacificar” Cuba a toda costa. Sus crímenes bajo el mando de Valmaseda fueron narrados una y otra vez. En El Antillano Ramón Emeterio Betances firmó una sabrosa estampa de resabios quevedianos donde denuncia su crueldad y la complicidad de Europa: “Es así que él hace y deshace, que él triunfa y recula, que él mata, que él estrangula y que él masacra. Y los gobiernos europeos siguen impasibles”.14 Su crónica pone en juego el choteo a Weyler y la acusación a los gobiernos europeos por permitir impávidos la masacre de cientos de miles de cubanos.

La vida del Marqués protagonista de Últimos días de España en Cuba (1901), de Waldo A. Insúa, trascurre laxamente; ama a una viuda cubana, rica y amable, que lo insta sin cesar a huir a Europa. La realidad apenas aparece momentáneamente:

Al llegar a los Cuatrocaminos hízole cerrar los ojos un espectáculo horrible. Una mujer demacrada, con los carrillos hundidos, con los ojos sin expresión ni brillo, con un pálido amarillo que causaba repugnancia, exangüe y casi moribunda, con dos niños desnudos que parecían dos esqueletos con un resto de movimiento, extendía una mano descarnada y sucia pidiendo limosna.15

Insúa relata la complicada vida política citadina; encuentros entre simpatizantes de la causa cubana; la toma de La Discusión y El Reconcentrado, periódicos rebeldes “que disparaban con letra de molde y sueltos capaces de levantar ronchas a una maleta de cuero”.16 El Reconcentrado retrató la agonía del régimen y el prolongado descrédito del autonomismo,17 alentado a última hora por el poder colonial cuando la única alternativa era la independencia.

Los crímenes de Weyler concentraban la crueldad colonialista y la eterna actitud de ignorar las exigencias cubanas (e.g. las Cortes de Cádiz). España tiene “colaboradores excelentes en Cueto, Fernández de Castro, Montoro y Rodríguez”,18 quienes “deseaban una patria libre, civilizada y digna, sin extrañas tutelas y sin quebrantar el lazo sagrado que la unía con la madre España, generosa siempre y siempre dispuesta a sacrificarse por  sus hijas de América”.19 El autor expone sus dudas ante la renuencia de España al diálogo:

Había necesidad de destruir toda la obra antigua, especialmente la weyleriana; satisfacer a las almas ayunas de justicia y de reparación; enmendar los yerros de tanto ignorante como había gastado las sillas oficinescas […]. Notábase en toda aquella precipitación gubernamental, […] temor evidente de que toda aquella farsa vendría a convertirse en un bufonesco sainete, cuando no en un trágico melodrama.20

Decidido a permanecer en Cuba, lamenta que: “empeñándonos en sostener nuestros hábitos viejos y apolillados, hemos llegado al trance en que nos vemos”.21 Julia, su amante, exclamará resentida: “¿Y esto es Cuba libre? No, esto es África libre.”,22 una demostración de cómo los prejuicios, el racismo y la inercia de buena parte de la clase política cubana había coadyuvado a la masacre.

En París aparece La insurrección (1910), de Luis Rodríguez-Embil. La historia nacional vuelve a entretejerse con una trama romántica, un triángulo amoroso entre una hermosa guajira y dos hermanos ignorantes de serlo y afiliados a bandos contrarios. “La conspiración” resume los preparativos del alzamiento; “La guerra” refiere la opinión del autor: “Condenar a reconcentrarse a los guajiros era ordenarles morirse de hambre. No se les ofrecía trabajo en cambio, ni alimento, ni abrigo. Como ganado los enchiqueraban, y luego quedaban abandonados a su suerte. Cuál fue esta en la mayoría de los casos, es ya materia histórica y sabida”.23 Incluye, además, una crónica publicada en Nueva York por Cuba y América, la revista de Raimundo Cabrera, el 15 de abril de 1897: “Los animales se han comido, todos los artículos de valor se han cambiado por pan, y la gente, habiéndosele acabado ya todo, ha perecido”.24 Esta quizá sea la ficción más abundante en la visión de aquel terrífico espectáculo:

Los hombres casi no se diferenciaban de los niños sino en la estatura. Casi no hablaban. La color de la mayoría era amarilla, tirando en casos a verdosa; el andar vacilante: no era cosa rara por cierto ver caer a uno para no levantarse. Tan poco rara era, en efecto, que apenas llamaba la atención ni despertaba el menor interés. Con la cabeza baja proseguían su marcha los otros, esperando no andar muchos pasos en el mundo sin caer a su vez para no alzarse. Otros, los que no podían ya levantarse, permanecían en las viviendas que habían hecho. Más mujeres que hombres había en estas, sin embargo, con sus hijos en brazos algunas.25

El afán de denuncia lo hace recurrir a cifras y fechas. Consigna, por ejemplo, que en mayo de 1897 el Congreso de los Estados Unidos destinó al rancho de los reconcentrados 50 000 dólares. Los hermanos harán las paces al pie del lecho de muerte del padre mambí. El fin de la guerra no impide la muerte de Tera, que había resistido dignamente la vejación del albergue inmundo y la comida escasísima sin perder su honor, un bien difícil de conservar en aquellos días. La dramática descripción cierra trágicamente la historia:

Parecía el de Tera el cadáver de un niño muerto apenas nacido, según lo consumida que había quedado. Las manecitas tenía cruzadas sobre el seno liso y seco, aquel seno formado para el amor y la maternidad, ahora esterilizado sin remedio. Los ojos, aún entreabiertos, miraban a lo alto con fijeza, como pidiendo a Dios que, por el sacrificio de su vida, lo que a ella la había matado, aquella opresión secular del hombre por el hombre, que había sido la causa primera de su temprano y lastimoso fin, cesara para siempre.26

La intervención norteamericana fue borrando el recuerdo de los desmanes de España; pero cuando apareció en Madrid en 1934 una biografía de Weyler, la letra recuperó su combatividad y en la pelea por la interpretación del pasado Benigno Souza escribió una reseña bastante chusca e irrespetuosa. Aquellas expresiones “nada académicas” eran la única respuesta posible al “más que libro, libelo” de Julio Romano. Los veteranos vieron, en aquel ejemplar de El Mundo de enero de 1935, reabrirse una discusión aún pendiente, y lo publicaron como folleto en 1938. En escasas veinte páginas Souza divierte, ilustra y se apresta a enfrentar la publicidad metropolitana. Coherente con su inspiración manigüera, copia algunas de las más repetidas coplas dedicadas a Weyler; lo llama “rey señor del bluff”, “polichinela de hoja de lata” y lo describe, si admirado en España, “en Cuba […] choteado hasta lo infinito, asordado a trompetillas por un tal Maceo en Pinar del Río y al que otro tal Máximo Gómez clavó, junto al final de su nombre, sucio y mal oliente, allá por la Reforma, un rabo de trece meses de largo”.27 Aludiendo a aquel verso que reducía el nombre a Valerí, ilustra la pérdida de las tres letras suprimidas con las acciones de guerra de Quintín Bandera: “Arremetió este Quintín sobre las tres letras que le habíamos dejado al General, y no le dejó sana, siquiera para remedio, una sola de esas tres letras, y le explicaré […] este estupro irreverente”. 28 Incluso se permite un chiste que muchos habrán tachado como de mal gusto y que defiende también la independencia lingüística, al decir que Weyler se fue de Cuba “pasado por la piedra, moralmente, se entiende, por Quintín” y recomendar a Romano que averigüe el significado en la embajada cubana en Madrid.29 Otra lección merece Romano por propagar infundios contra Maceo, tildándolo de “salvaje”. Souza alaba el porte y la gallardía de Maceo, su inteligencia, su delicadeza y su virilidad frente al empequeñecido Weyler.

Juan Luis Martín registró los antecedentes del método (Filipinas, Puerto Príncipe, Santa Clara), los antecesores de Weyler (Valmaseda y Caballero de Rodas) y el hecho de que fuera un médico, Félix Echauz y Guitart, nacido en Cuba, el primero en proponerlo (“Lo que se ha hecho y lo que hay que hacer en Cuba”, de 1874). Explica las razones de la animadversión general hacia el Cuerpo de Voluntarios; pero hace una salvedad: “Sería simpleza […] afirmar que solo era español. En sus filas militaron muchos hijos de Cuba que también cometieron horribles crímenes”.30

La reconcentración explica la historia y la política posteriores, como en el combativo Weyler en Cuba. Un precursor de la barbarie fascista (1947), de Emilio Roig de Leuschenring. El marqués de Tenerife es un “monstruo de crueldad” que decía respetar la opinión unánime de los españoles y su objetivo era borrar la fuerza no solo física, sino moral de los cubanos:

Si las trochas eran condición previa para el exterminio de las fuerzas militares cubanas, con la reconcentración, que fatalmente habría de producir espantosa miseria, desarraigo del lugar nativo, dispersión de la familia, hambre, enfermedades y muertes incontables, aquella destrucción se completaría con el exterminio de la población civil campesina de Cuba, y sin ancianos, mujeres y niños, no quedarían ni voces que recordasen heroísmos pasados y alentasen a la lucha, ni semilla de futuros combatientes.31

El gobierno colonial anhelaba arrasar con cualquier vestigio de desobediencia; por eso la propaganda periodística y en obras literarias, musicales o pictóricas fue vital. Aquella fue una tragedia cotidiana donde “se moría también sumando al dolor de la muerte individual el suplicio desesperante de ver morir, sin posibilidad de prestarles auxilio alguno, a otros seres […]”.32 Como Antonio Penichet en 1945,33 Roig equipara la represión de Weyler con “los salvajes crímenes del nazismo alemán y el falangismo franquista español”,34 para que sus contemporáneos entiendan las consecuencias de aquella vil práctica en la política nacional, pues la autonomía se vino a promulgar el 29 de diciembre de 1897, cuando la relación entre Cuba y España parecía dañada para siempre. Roig responsabiliza a Cánovas “del fracaso de la represión militar realista y de la pérdida, sin gloria ni honor, de los restos finales del imperio colonial de España en América”.35

Ninguno de nosotros puede aventurar cómo hubiera sido la historia de Cuba y hasta dónde habría llegado la voracidad imperial de los Estados Unidos; pero ni el prestigio de España ni la respetabilidad de los autonomistas saldrían ilesos de aquel episodio. En un último apartado, “Vigencia del Weylerismo”, Roig llama a asumir con honra la vieja “pugna de las fuerzas reaccionarias, racistas e imperialistas, contra el predominio de la libertad, la democracia, la cultura y la igualdad racial”36 y arenga a sus lectores a no cejar: “Mantengamos la pelea, sin tregua, hasta su final exterminio contra el que en el siglo pasado se llamó Weyler, y en este siglo Hitler, y ahora se ensaya en Franco, y mañana mismo podrá surgir, con el nombre fatídico que hoy ignoramos todavía”.37

La percepción de la reconcentración como grotesco extremo de una política injusta y a todas luces errónea fue perdiendo intensidad luego de 1959. Habría que releer, para confirmar esta impresión, la prensa de aquellos años.

En 1989 vio la luz Sobre un montón de lentejas, de Rodolfo Alpízar. Es la saga de una familia española en Cuba cuya percepción del hecho linda con la aquiescencia. Una noche el padre escucha un ruido en la trastienda de su bodega y lo que ve lo deja anonadado:

una chiquilla desgreñada de catorce años a lo sumo, montón de huesos insinuándose bajo una piel amarillenta, que a toda prisa se está echando una bata mugrienta por encima y recogiendo el puñado de chorizos con que el joven Cayetano había pagado por el servicio prestado. […] Se ha quedado sin saber qué hacer, alelado, no acierta más que a repetir Bestia, bestia, y a mirar al hijo con asco y con todo el odio concentrado en los ojos. Fue la primera vez que don Cayetano tuvo la sospecha de que la estrategia de don Valeriano podía no ser tan buena como había creído. […]38

Una reflexión lógica incluso en un partidario acérrimo del gobierno colonial; beneficiario de sus políticas y convencido de que los mambises eran hijos desobedientes necesitados de disciplinarse como fuera.

“Disparos en el aula”, publicado por Alberto Guerra Naranjo en 1992 y llevado con fortuna a la televisión cubana, conecta bellamente pasado y presente: Ramiro, profesor de una escuela secundaria en el campo, dedica su clase a explicar los “primeros mecanismos fascistas que conocerá la humanidad moderna en esta parte del mundo”.39 La descripción sucinta no atenúa la denuncia:

Arden los sembrados de los campesinos, fusilamiento de hombres en edad de combate por cualquier pretexto, reconcentración de gran cantidad de personas en determinadas regiones. Alambres de púas. Puestos y garitas de vigilantes. Desnutrición. Malaria. Violaciones y golpizas. La muerte de la forma más lenta que cualquiera en tiempo de guerra pudiese esperar. Valeriano Weyler y la muerte (Guerra, 78-79).

Los conflictos cotidianos quedarán abolidos frente al heroísmo de un adolescente reconcentrado que arriesga su vida para entregar un mensaje a las tropas mambisas. Los estudiantes irán sumergiéndose poco a poco en la historia, que culminará con la trasmutación del protagonista actual en el héroe de antaño y el aprendizaje de que los valores defendidos por el profesor —“de la verdadera hombría, del decoro, la honradez y del colectivismo” (Guerra, 80) merecen ejercitarse.

En 1998 vio la luz el más sagaz y hermoso y también el más terrorífico recuento de aquellos hechos inolvidables: Herida profunda, de Francisco Pérez Guzmán, es un libro crucial para entender el sentido de la política weyleriana y sus secuelas; así como lo que aún nos debe España, cegada entonces por la codicia y el autoritarismo. Utilísima para los debates sobre el lugar del autonomismo en nuestra historia, esta investigación rigurosa e inspirada describe la situación:

Estos poblados emergentes sin las más mínimas condiciones para garantizar la vida urbana devinieron en centro de muertes masivas. Como toda la población era reconcentrada su dependencia de sobrevivencia radicaba en algunos trabajos que le daba la administración municipal y el que podían obtener en las zonas de cultivo más cercanas. Pero no todas las familias contaban con brazos capaces de obtener el sustento mediante un salario. Carecían de higiene pública y de asistencia médica.40

Uno de sus efectos más nocivos, a juicio suyo, “fue el desarraigo social, cultural y familiar”. La mortandad creciente y la incapacidad para cubrir necesidades mínimas de sobrevivencia laceraron la percepción emocional de los afectados e incrementaron hasta límites insospechados la prostitución y la explotación infantil. El gobierno estadunidense encontró allí el argumento clave para impugnar el dominio de España sobre Cuba y una justificación inexcusable para su intervención en la guerra. La declaración de la guerra a España se revistió de un manto justiciero y la “connotación humanitaria” se presentaba sin contratiempos como “una necesidad que reclamaba el cese del genocidio de gran parte de la población cubana”.41 En el ámbito doméstico español la política weyleriana, síntoma de un “resquebrajamiento ético y moral”, propició amplios desacuerdos:

Pablo Iglesias, al frente de los socialistas, denunciaba los horrores de la política de exterminio llevada en Cuba. Liberales influyentes […] exigían el relevo del Marqués de Tenerife. Hasta […] Arsenio Martínez Campos clamaba por su retorno a España. En la prensa española se publicaban noticias y desmentidos acerca de la renuncia de Weyler.42

Por esos años se popularizó un trago muy gustado, de nombre un poquito más largo que el actual: “Cuba libre con lágrimas de España”.43 La reconcentración sobrepasó “su tiempo histórico y sus efectos continuaron repercutiendo en los primeros años de vida republicana”44 y su relativo éxito en quebrantar la voluntad del pueblo “culminó en un fracaso político-militar” de grandes proporciones.45

Weyler reaparecerá enigmáticamente en Apuntes sobre Weyler (2012), de Waldo Pérez Cino, donde escasas menciones eluden el asunto que lo hizo célebre y trazan escenas y reflexiones de intimidad o filosóficas. “El agrimensor”, menciona “los ángeles sin memoria de Weyler”46 y “En propia ausencia” alude de ese modo elusivo al hecho histórico:

[…] una iluminación

decíamos, como de ciclones o desastre:

la epifanía de las cifras de Weyler en un campo

cercado por las palmas […].47

Nada más.

Archipiélagos (2015), de Abilio Estévez, incluye la historia de Nino y Filita. Según especula su amante, él “convive con Filita por la culpa que arrastra por los gemelos muertos en la reconcentración”. 48 Irremediablemente desencantado, explica por qué elige mantenerse al margen de la rebelión contra Machado; no hay ningún proyecto político que logre movilizarlo:

[…] los hombres que maté, a machetazos, como matan los hombres de verdad, los maté para defender mi vida en medio de una guerra que ni yo mismo entendía, y perdí a mis hijas (sic), a mis jimaguas, de hambre y fiebre por hambre, y ahí tiene a mi mujer, loca y muerta ella misma, aunque siga por ahí, y ahora, dígame, ¿por qué cojones tengo que jugarme la vida…?49

El desaliento, la renuencia a actuar con patriotismo o en defensa de algún ideal domina a los personajes de esta historia.

La reconcentración de Weyler ha creado su propio curso imaginario en la literatura y las artes en Cuba50 en la necesidad de reflexión y recuerdo. Habría que dedicarse más a rememorar y honrar no solo a las víctimas, sino a quienes emplearon fuerzas y bienes en aliviar el sufrimiento de tantos cubanos. Las consecuencias de la reconcentración a largo plazo, aún ineludibles, 51 incluirían el cambio de la correlación entre zonas urbanas y rurales, las trasformaciones en la composición social y racial de la población, la sangría demográfica que resultó de la emigración forzosa de familias enteras, el crecimiento de la migración interna, el incremento de la prostitución y el delito, el daño sicológico a las familias y el modo en que estas se fueron recomponiendo en la etapa republicana. Es preciso recordarlo sin descanso, porque la huella potente y dolorosa de aquella “herida profunda” todavía pervive.

1 Guillermo Cabrera Infante: Revolución, 16 de enero de 1959. (Citado por Hugh Thomas en Cuba; la lucha por la libertad, 1762-1970, t. 3, La república socialista, 1959-1970, p. 1383) y Fidel Castro, “Discurso pronunciado en el acto por el XXXIX aniversario del asalto al cuartel Moncada y el XXXV aniversario del levantamiento de Cienfuegos” (5 de septiembre de 1992. Discursos e intervenciones del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, Presidente del Consejo de Estado de la República de Cuba, en <http://www.cuba.cu/ gobierno/discursos/1992)>. Apenas el 10 de noviembre de 2017, el semanario Bohemia publicó “Cuba 1897. Adiós para siempre, Weyler”, de Pedro Antonio García (a. 109, n. 23, p. 68-70).

2 El primer bando de reconcentración se publicó el 16 de febrero de 1896, seguido de otros, del 21 de octubre de ese mismo año, del 5 de enero de 1897, y el 30 de marzo de 1898.

3 Dolores María Ximeno y Cruz: Memorias de Lola María. Selección y prólogo de Ambrosio Fornet, La Habana, Ed. Letras Cubanas, 1983, p. 233-234.

4 Francisco Pérez Guzmán: Herida profunda, La Habana, Ed. Unión (colección Clío), 1998, p. 9.

5 El historiador da cuenta del caso de una antigua familia canaria avecindada en Güines, de apellido Yanes, que vio morir a ochenta de sus miembros.

6 Numerosas referencias e imágenes en Louis A. Pérez, Cuba y los Estados Unidos. Pérez Guzmán cita a Clara Barton, la presidenta de la Cruz Roja y defensora de la asistencia a los reconcentrados, que a su regreso de La Habana declaró: “Las matanzas de armenios en Armenia resultan piadosas en comparación con lo que he visto”. Ibídem, p. 149.

7 Ibídem, p. 74.

8 Debo a Adis Barrio el conocimiento y la lectura de este texto y de la novela Archipiélagos, de Abilio Estévez.

9 Wen Gálvez: Tampa. Impresiones de un emigrado, Ibor City, Establecimiento Tipográfico “Cuba”, 1897, [s.p.].

10 Ibídem, [s.p.].

11 Raimundo Cabrera: Episodios de la guerra. Mi vida en la manigua (Relato del coronel Ricardo Buenamar), Filadelfia, La Compañía Lévytype, Editores, impresores y grabadores, 1898, p. 160-161.

Tomado de la revista La Gaceta de Cuba No 5 septiembre/octubre de 2018: http://www.uneac.org.cu

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Álvaro Brechner: “Los hombres somos nuestras historias”

Álvaro Brechner es un director de cine, guionista y productor uruguayo radicado en España.

Por Laura Serguera Lio

El frío engañoso del diciembre habanero se cierne sobre los jardines del Hotel Nacional, mientras Álvaro Brechner — uruguayo, 42 años — conversa sobre su último filme. Solo cumple con la mitad de los estereotipos esperados: no chupa un mate al hablar de los retos de hacer una película con profunda carga dramática; pero comenta La noche de doce años, su historia sobre el confinamiento de los líderes tupamaros José Mujica, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro, fumando ansiosamente, con el descuido de quien deja que el filtro se le queme casi entre los dedos y al tiempo tiene la delicadeza de preguntar antes de encender el próximo cigarro.

La noche de doce años se presentó en el Chaplin y el Yara. El Festival del Nuevo Cine Latinoamericano es el escenario temporal de nuestro diálogo y, aunque la decadencia del sitio donde otrora se hospedaran Meyer Lansky y Marlon Brandon parece ajena al aniversario cerrado del evento, las credenciales multicolores, el trasiego de gente más o menos conocida y las cámaras de televisión delatan que sus salones son la sede, por excelencia, de los encuentros teóricos, y sus habitaciones el hospedaje de muchos de los invitados.

Brechner anda apurado, promete quince minutos que terminan por transformarse en sesenta. Sin embargo, su postura no es impaciente: reclinado en una butaca, mostrándose ajeno al ruido insoportable de los taladros que arreglan algún desperfecto en la terraza, gesticula cuando permite al aire salobre agitarle el pelo encrespado, sin tocar la bufanda con la que se protege el cuello. Escucha las preguntas, contesta de inmediato y hace pausas largas entre párrafos, como quien se cuestiona en cada parlamento la esencia misma del arte o del ser.

¿Cómo nace la idea de hacer un filme sobre la dictadura en Uruguay?

Es muy complicado, me resulta casi imposible darme cuenta de dónde nacen las cosas. Nunca quise hacer una película sobre la dictadura, ni tampoco una película sobre la cárcel; creo que no trata de ninguna de las dos cosas. Si bien está en el marco, lo que se cuenta no es eso. La dictadura en Uruguay se vivió desde 1973 hasta 1985 en las calles.

Estos tres individuos estaban en una prisión más cercana a un infierno, a un círculo de Dante. Por ello, lo que analiza son los debates existenciales a los que los seres humanos pueden ser sometidos, cómo resistir y reinventarse.

En ese sentido, dijo en el festival de cine de San Sebastián que era un filme más existencial que político. ¿Se refería a esto, a que su intención era narrar la deshumanización y la manera de sobreponerse a ella por encima de la realidad política del país?

Sí. Lo político está presente en cualquier película, pero en nuestro caso, considero que la prioridad era la lucha existencial de quienes fueron despojados en sí del mundo. Cómo hace un ser humano ante las circunstancias tan determinadas por la barbarie, para crear ductos internos, inalienables, de libertad.

En la dictadura uruguaya, ellos fueron tres de nueve rehenes con una segunda condena. Pero hubo miles de presos. Y no solo se sintió en las cárceles, la vivieron también los ciudadanos de a pie. Sobre este tema podrían hacerse cien mil películas. Esta, evidentemente, tiene un contexto esencial, más se centra en cómo enfrentarse al abismo de la locura, del silencio, cuando todo lo conocido desaparece y, de golpe, te tienes que reinventar a ti mismo para encontrar un por qué sobrevivir.

La película tiene como precedente el libro Memorias del calabozo, en el que Rosencof y Huidobro narran sus vivencias en prisión. ¿Cómo fue el traspaso del libro al cine?

Cuando decidí lanzarme a este proyecto junto a la productora, empecé una investigación. Los sucesos del libro me sirvieron mucho de arranque, pero después de leerlo estuve casi cuatro años reuniéndome cada tres o cinco meses con Mujica, Rosencof y Huidobro. Algo en el estómago me decía: esto te interesa como persona, no solo como cineasta.

Descubrí que para los individuos que han vivido situaciones tan traumáticas es muy difícil relatarlo. Te pueden hacer las anécdotas, pero nos protegemos de nuestros recuerdos y hay cosas imposibles de transmitir. Me acuerdo de la primera charla que tuve con Mujica; era presidente todavía, estábamos en el despacho presidencial y me dijo: “Hay veces que extraño el calabozo, porque nunca tuve tanto tiempo para ser yo mismo. No sería quien soy si no fuera por todo el tiempo que pasé siendo yo mismo”.

Esas palabras me dejaron en shock. Me di cuenta de que los peores años de su vida habían sido reveladores. Una frase que se le ha atribuido a mucha gente, sobre todo a Bob Marley reza: “Uno no sabe lo fuerte que es hasta que ser fuerte es lo único que le queda”. Estos hombres pasaron por un infierno del que salieron con otro tipo de sabiduría.

Cosas que no se pueden transmitir con el lenguaje, algo del horror donde solo cabe el silencio. Cuando vas a hacer una pregunta extremadamente dolorosa, tú solo ves la cara. La verdad está en la cara del tipo. Tuve la oportunidad y el privilegio de remover el pasado y ellos me dieron siempre la libertad de “nosotros ya vimos esta historia, tú haz la película que te inspire”.

Ahí, como cineasta, tienes que tomarlo con la responsabilidad que exige, pero por otro lado no te puedes esconder, no te puedes quedar detrás. Tienes que salir y decir qué es lo que significa para ti, uruguayo de 42 años, que no has vivido una experiencia intransmutable. En ese proceso, se mezclan los testimonios, la dramaturgia de la ficción, el relato.

También hay un descenso al corazón de las tinieblas. De la forma en que ellos recordaban lo que había pasado no existía una narrativa posible de abordar si me limitaba a los hechos. Era casi una pesadilla, no estaba lineal.

Comprendí que, a un hombre en estado de aislamiento, que no ve el sol, que pierde la cuenta de si es de día o de noche, que sabe si es verano porque se muere de calor o invierno porque se muere de frío, llega un momento en que el cuerpo se le empieza a disparar.

Me reuní con neurólogos para entender por qué ante la falta de luz, de estímulos y, sobre todo, ante la falta del lenguaje, no eres capaz de ordenar tu vida ni los acontecimientos. En esta película el cómo contar era tan importante como lo que estábamos contando.

Es una película basada en hechos reales, pero ¿cuán mediada se encuentra por la ficción?

Todos los hechos son reales. Hay poética, dramaturgia, estuve muchos años escribiendo el guion. Me inspiré no solo en sus historias, también en otras, para recrear momentos, diálogos, escenas. La ficción tiene eso, no solo el cine. Lo que llamamos realidad responde básicamente a la idea de un relato que necesitamos armar para dar sentido. La película está basada en hechos reales y después hay espacio para la transmutación estética.

Sus dos largometrajes anteriores eran ficción, ¿por qué dirigir ahora una historia inspirada en hechos reales?

Todo son hechos reales en la ficción. Creo más en Aquiles y en Héctor que en Homero. No sé si Homero existió, pero Aquiles sí. Sé que el rey Lear existió, en mi cabeza sé que Hamlet existe. Me da igual Shakespeare. Los hombres somos nuestras historias. Esa es nuestra cultura.

Considero mis dos primeras películas absolutamente reales. Dentro del marco de la ficción, tan reales como esta. Por eso empecé a hacer Mal día para pescar (2009): me creí que esos personajes eran de verdad, que esa historia había pasado: lo que sucede es que no tienen protagonistas tan públicamente conocidos. Pero la segunda, Mr Kaplan (2014), parte de varias anécdotas que les pasaron a mis abuelos.

Sé que para afuera es diferente pero, para mí, todo lo que ves, ha pasado. Así sea ciencia ficción. Si le preguntas al Álvaro Brechner individuo te dice que el Álvaro Brechner director está loco, pero tienes que entrar en ese trance.

Previamente había dirigido documentales… ¿Hay puntos de contacto entre el documental y la ficción histórica?

Para mí no hay ficción histórica, toda ficción es lo mismo. Una película ambientada en la Edad Media, la conquista de América, la Revolución cubana, cuando se hace hoy día, si se hace bien, está contando algo sobre el presente. El cine es fantasía, espacio de libertad, nos permite viajar a donde queramos y nos calma la insatisfacción de solo vivir una vida.

Mi experiencia con el documental me sirvió mucho para las entrevistas. En los documentales tienes que hacer trabajo de investigación. A veces, para llegar a un lugar, la línea recta no sirve. Una persona no quiere comenzar a contarte de su madre, pero después de tres horas de hablar de la vida y hacerle tus historias, quizás estableces un lazo de comunicación y abre su corazón. Te está dando permiso para usarlo.

Soy muy respetuoso. Me pasa con los actores. Mi forma de trabajar con ellos es distinta según cada uno, pero necesito conocerlos. Los invito a cenar, me hablan de su familia, de sus opiniones y te das cuenta a partir de ahí en qué ceden y en qué ponen barreras. No soy psicólogo, respeto mucho, y donde hay barreras no entro. Cuando te abren una puerta, te están guiñando un ojo y diciendo: te doy la confianza para que juegues con ello.

¿Cómo fue el proceso de selección del elenco?

En algunos casos hicimos casting. Tuve la suerte de que los tres actores me resultan fascinantes por diversos motivos. A los actores, uno los elige como mismo uno se enamora: sin ningún tipo de decisión, hay algo interno que pasa… Se puede explicar, pero si lo haces, ya se jode todo. Mejor no explicar ciertas cosas.

En general, trato de razonar quién sería el correcto para el papel, pero siempre intento pensar qué actor me agregaría algo distinto a lo que imaginé. Cuál me genera un desafío. Entonces ya no es una representación, sino que la cosa está viva de otra forma.

Antonio de la Torre, que para mí es una leyenda viva del cine español y uno de los mejores de Europa, se lanzó a hacer de Mujica, aunque el acento era un reto. Él, al igual que Alfonso Tort y Chino Darín, adelgazó casi 15 kilos.

Nunca quisimos hacer un biopic. Si bien Mujica es muy conocido y Antonio trabajó mucho para acercarse, no buscamos imitar. Una vez que estuvieran todos empapados de sus referentes reales, tenían que olvidarse del asunto. Cuando un personaje se enfrenta, por ejemplo, a ver después de seis años a su hija, no piensas en quién es, no es necesario, está todo ahí. Siempre les decía: sean ustedes. El actor lo va integrando. Aunque había un guion muy trabajado, la improvisación fue constante.

¿Por qué, en un filme con tanta carga dramática, con una historia tan intensa, incluyó momentos humorísticos?

Creo que el humor es una especie de salvataje, una herramienta de defensa intelectual. Por eso, generalmente los gobiernos detestan el humor. En las peores circunstancias, si te puedes reír, quizás puedas sobrevivir o al menos sobrellevar mejor. Ellos no paraban de reírse, cada vez que me contaban las peores anécdotas. Huidobro, Mujica, decían: nos salvó reírnos de nosotros mismos.

¿Ellos intercedieron en el proceso creativo de escribir el guion?

Hubo una generosidad absoluta. Un gesto de confianza. Ni control ni injerencia. Yo no tenía ningún ánimo de denuncia, quería hacer una película sobre la capacidad brutal del espíritu y el individuo y cómo ante las peores circunstancias se puede sacar lo mejor de sí mismo. Eso fue lo que los motivó a abrir su corazón.

En el filme no aparecen los nombres de los militares, ni hay un afán revanchista. Sé que estos tres individuos, cada uno en su lugar, son hoy día personalidades, pero en ese entonces, cuando entraron a la cárcel, si bien eran líderes, eran tres líderes entre varios más y salieron como cualquier preso. Si en ese entonces se les hubiera preguntado, no habrían imaginado a Mujica de presidente.

Es un pasaje heroico el que les tocó vivir, pero no está abordado desde el héroe, sino desde la supervivencia. Tampoco desde lo político. Hay una máxima del existencialismo: la existencia precede a la ciencia. Cuando desaparecen las etiquetas que nombramos ideológicas y se llega a la existencia más baja, ¿cómo se hace para vivir?

Huidobro falleció en agosto de 2016, antes de que terminara la película, pero tanto Mujica como Rosencof han podido verla. ¿Qué opinaron?

Soy muy cauto en contarlo, porque es muy personal, íntimo y no me gusta decir palabras de otros. Fue extremadamente emocionante, muy duro. Ellos la vieron cuando terminé el montaje. No estaba obligado, pero quería mostrárselas, porque para mí fue un privilegio poder compartir esta experiencia de vida, la nobleza, la sensibilidad, la falta de interés en la venganza, de rabia…

Quedaron muy emocionados. Mujica lo ha contado. A él, por ejemplo, lo que más lo impactó fue la imagen de su madre, verla allí. Y es un personaje del que me habló muy poco. La imaginé, me reuní con otras madres que visitaron presos durante la dictadura, y traté de acercarme desde la humildad de un director a contar algo que interesa como individuo.

¿Fue diferente trabajar con Mujica a entrevistar a Huidobro y Rosencof?

No. Mujica es una persona sin vanidad. Sin embargo, hay cuestiones prácticas cuando te reúnes con el presidente de un país, diferentes a ir a la casa de cualquier otra persona. Hay un poco de protocolo, pero siempre recuerdo que, en la primera reunión, aunque ya lo conocía, le pregunté: “Disculpe, presidente, ¿cómo lo llamo?”; y me respondió: “Pepe, cómo me vas a llamar”.

Al final de la película, Mujica sale y salen ochocientos hombres más. No salió como Mandela. Es cierto que la comparación tiene lugares en común, en el sentido de individuos que sufrieron muchos años de cárcel, situaciones tremendas y después lideraron un país, pero Pepe entró como uno de los tantos dirigentes del movimiento tupamaro; también hubo presos comunistas, socialistas, disidentes, además de desaparecidos, al igual que en todas las dictaduras en el Sur de Latinoamérica.

La historia dice que veinte años después de salir, uno fue presidente, pero es casi otra ficción de Ray Bradbury. Hay que entender que este tipo, quien fue presidente, estuvo cuatro veces en la cárcel, se escapó dos, tiene seis tiros en el cuerpo y vivió doce años de aislamiento, de los cuales tres o cuatro los pasó loco, escuchando voces.

Nos queríamos centrar en tres individuos que podrían haber sido otros. Eran especiales: tenían una utopía, se imaginaban un mundo mejor y querían cambiarlo. Cuando les tocó caer presos lo asumieron como una derrota; luego de dos décadas se convirtió en una victoria, pero son circunstancias de la vida que parecen más cercana a la ciencia ficción que a la realidad.

¿Haber escrito y dirigido esta película tiene que ver con sentirse identificado con las ideas políticas de estos tres hombres?

Para mí el cine y la política están mezclados en muchísimas cosas, pero es un equilibrio muy delicado. Si bien todo esto me es cercano porque soy alguien comprometido, interesado, estamos en un momento en el cual se han caído las utopías en el mundo. Los grandes sistemas utópicos han desaparecido, es una gran crisis y nadie sabe a qué agarrarse.

Creo que como cineasta no soy ni politólogo, ni historiador, ni sociólogo. No me gusta ponerme vestimentas que no me pertenecen. No tengo respuestas como realizador, tengo preguntas y creo que la grandeza del cine, cuando es bueno, es que abre un universo ambiguo en el que cada espectador puede entrar dentro del Otro, dentro de algo individual. Si entra en un concepto de ideas se vuelve propaganda. El cine debería ser reflexivo, plantear más preguntas que respuestas.

¿Logró separar su vida personal de las emociones que genera dirigir una película tan dramática?

Es como el retrato de Dorian Gray, la obra se va pegando dentro de ti. Creas y te va transformando. Cuando es tan intenso, como si realmente te relacionaras con el hecho, no sales igual después de un proceso así. Ni el director de fotos, ni el montador, ni yo… casi ninguno de los que han estado vinculados de forma profunda con esta película, salieron igual. Las películas que, al menos a mí, me apasionan hacer son esas: en las que el viaje vale la pena porque aprendes de ellas.

¿Qué fue lo más difícil del proceso de filmación?

Todo… La escena final de la liberación de los presos. De golpe y porrazo me di cuenta de que iba a filmar una parte de la historia de mi país y no podía dormir. Estaba muy angustiado, recreando algo que intentaba hacer lo más fiel posible y el sentido emocional me mataba. A la mañana, no hablé nada con los actores. Cuando dije “acción”, comenzaron a salir todos los extras y, mientras se reunían con los familiares, empezaron a gritar entre ellos: “¡Nunca, más! ¡Nunca, más! ¡Uruguay, Uruguay!”.

Me olvidé del “corten”. La gente lloraba y se llamaban unos a otros: “abuelo”, “tío”, no paraban de vocear: “¡Uruguay, Uruguay! ¡El pueblo, unido, jamás será vencido!” Todos los extras improvisando. Todos llorando. Me puse a llorar, miré y estaba Carlos Catalán, el director de fotos, llorando mientras filmaba, los de sonido igual y me olvidé de decir “corten”.

Por eso hablaba de ficción y realidad: en lo ficcional la gente vivió una sublimación, hubo algo de exorcismo que salió en ese momento. Muchos eran jóvenes, recreaban algo de treinta años atrás y estaban actuando como si fuera real, y nosotros teníamos la oportunidad de filmarlo. Vivían cosas verdaderas dentro de ellos: una liberación de presos y la vuelta a la democracia.

Se ha dicho que La noche de doce años no es una película más para el cine uruguayo, que era necesaria. ¿Cómo enfrenta esa responsabilidad?

Cuando se habla de “película necesaria”, me da siempre un poco de miedo. Nada es necesario. Hay una frase de Plutarco que me encanta: “Vivir no es necesario, navegar lo es”. Como director, creo que hay muchas películas que podrían entrar en el rango de lo que es necesario; lo que pasa es que en Uruguay tenemos muy pocas imágenes de nuestro pasado. Como hay poco cine, poco audiovisual y es un país chico… además, por la represión, no tenemos casi imágenes de esa época.

Un país que no puede tomar posiciones sobre su pasado, sea el que sea, es un país que no puede pensar respecto a sí mismo, no puede debatir. En ese sentido, en las películas uruguayas es muy importante que podamos reflexionar hacia nosotros

En 2015, usted fue seleccionado por Variety como uno de los talentos emergentes del cine latinoamericano. ¿Qué ha significado esta distinción?

Soy partidario de preocuparme cada vez menos por los directores y más por las películas. El artista tiene que dejar todo su cuerpo y alma en la obra, pero después debe desaparecer. Habiendo hecho a esta altura tres filmes, algo que no imaginé nunca, me siento súper feliz de que me hagan un lugar. Mas, creo que hay que tomarlo con la humildad que requiere y siempre pensar que la próxima película es “la película”.

Tomado de: https://medium.com/el-caiman-barbudo

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Últimas imágenes del vestigio. Hacia una representación de la memoria fragmentaria

Cartel La obra del siglo (2015), de Carlos M. Quintela

Por Astrid Santana Fernández de Castro

Vestigio. (Del lat. vestigĭum). m. huella. // 2. Memoria o noticia de las acciones de los antiguos. // 3. Ruina, señal o resto que queda de algo material o inmaterial. // 4. Indicio por donde se infiere la verdad de algo.

And on the pedestal these words appear: “my name is Ozymandias, king of kings: Look on my works, ye Mighty, and despair!” Nothing beside remains. Round the decay Of that colossal wreck, boundless and bare The lone and level sands stretch far away. Ozymandias, Percy Bysshe Shelley

El vestigio es un rastro que ofrece información sobre lo que fue y se refuncionaliza en el espacio-tiempo del presente. Es una fantasmagoría espiritual u objetual que opera como un tipo de sustrato en la vida cotidiana. Milton Santos conceptualiza el espacio como un conjunto de formas que contienen fracciones de la sociedad en movimiento, a saber, una red de relaciones entre la naturaleza, las creaciones humanas y la vida social.1 Bajo esta luz, los vestigios son formas que vienen del pasado, cicatrices que coexisten con tejidos nuevos y guardan un tipo de memoria. El vestigio contiene fracciones de la sociedad en movimiento dada su función de hendidura entre los tiempos, su capacidad para quedar conectado al origen y al porvenir, su continua reubicación en términos prácticos y simbólicos.

La huella es impresión de la memoria, susceptible de ser interpretada. Lo que ahí queda contiene un momento de gestación y un devenir. Es una marca que se actualiza en el discurso de los que la conocen, de los que la desconocen, de aquellos que insisten en borrarla o recuperarla. Es, al mismo tiempo, una constante reescritura de memorias plurales y compartidas, de relatos públicos o íntimos, asociados a la huella. Es por ello que el tipo de memoria que se puede extraer del vestigio posee una gran movilidad, si entendemos que es una construcción discursiva o incluso emocional y no un dato fijo.

Hay una cierta nostalgia que se incorpora al vestigio, desde que los románticos lo vincularon a la conciencia sobre la fugacidad de la vida y a la imagen idílica de lo remoto. Huella palpable de un tiempo perdido, el vestigio viene a ser una ilusión ensombrecida por los años, un atisbo al sueño que se funde con los usos de la cotidianidad. Es asimismo lo que queda, lo que ha sobrevivido, animado por la experiencia que se despliega a su alrededor o por la imaginación que lo reinscribe en las mitologías del pasado.

Más que en una dimensión denotativa, el vestigio opera en una dimensión simbólica. Es sinécdoque de procesos, estados, momentos que cambian de rumbo y, por lo tanto, de connotación en la experiencia física y espiritual de una comunidad. Descubrimos en el vestigio una trama de significados potenciales que son estimulados por los imaginarios de las ruinas, el culto a lo vencido y la garantía  de futuro imbricados en una sola forma, como apunta Andreas Huyssen.

En el audiovisual, el vestigio cobra significación según sea representado por el discurso artístico, que elabora una imagen desde la apropiación enunciativa. La selección de lo que puede considerarse una huella pertinente de ser revelada se aviene con los propósitos de las tendencias de rescritura de los relatos nacionales. A partir de los personajes anónimos y de la historia subsumida, los nuevos realizadores obran la revisión del relato-Cuba, por lo general en contrapunto con los imaginarios oficiales o, al menos, como un intento de llenar los olvidos.

Existe un tipo de vestigio que habla sobre la Isla-boceto, nunca sobre la Isla-proyecto realizado. La vida siempre abocetada de los cubanos, contingente, que sucede sin que se opere la cristalización de lo que se construye. En estas circunstancias el vestigio es asimismo inconclusión, ruina antes que historia, como en el caso de tantos espacios previstos, diseñados y semihechos, pero apenas terminados y rentabilizados. Este tipo de huella es exhibida en el filme La obra del siglo (2015), de Carlos M. Quintela.

La Revolución cubana se planteó desde sus inicios como una revolución ilustrada. Un proyecto moderno que se proponía, sobre la base del conocimiento científico, la subversión del subdesarrollo a través del progreso, el dominio pleno de la téchne, la proliferación industrial y el ingreso con la fuerza de sus recursos humanos al ámbito desarrollado de los países del Primer Mundo. La colaboración con la Unión Soviética y los países del campo socialista era una fase formativa que terminó convirtiéndose en pathos trágico.

La construcción de la Central Electronuclear de Juraguá, llamada «Obra del Siglo» era, además de la posibilidad de mostrar los resultados aplicados de la revolución científico-técnica que presumiblemente vivía Cuba, un acto simbólico: el conocimiento nos proveería de luz, de bienestar, de orgullo. Su interrupción fue en la misma medida un acto simbólico de renuncia, de desencanto. La instalación a medias es hoy una cáscara sin uso que nos recuerda el idilio de varias generaciones con las potencialidades de la ciencia, el vestigio de una disposición existencial que se transformó de súbito.

Sobre el culto a las ruinas dice Huyssen que tal obsesión encubre la nostalgia por una etapa temprana de la modernidad, cuando todavía no se había desvanecido la posibilidad de imaginar otros futuros.2 Poder imaginar formas de futuro es algo digno de ser evocado con añoranza. Cuando se pierde esta perspectiva se clausura la imagen de la vida como empresa a realizar, como una ofensiva que requiere de fuerza, habilidad, voluntad, y se instala la imagen de la vida como sobrevivencia estática o parálisis.

Tres hombres de generaciones distintas –padre, hijo, nieto- habitan en un apartamento del edificio más alto de Ciudad Nuclear, una zona habitacional que fuera construida para los trabajadores asociados a la «Obra del Siglo». Junto a ellos vive un pez que nada en círculos y que opera como traslación simbólica del estancamiento de una existencia sin propósitos. Las vidas de estos hombres, como las de sus vecinos, son también vestigiales: el recuerdo de algo que pudo haber sido y fue abandonado sin posibilidades de restauración. Las personas que cruzan en transporte marítimo de Pasacaballos a Ciudad Nuclear son huellas fantasmales de un proceso encauzado durante quince años, interrumpido y reorganizado alrededor del vaciamiento.

El ingeniero nuclear (Mario Guerra) convertido en criador de puercos –oficio terrenal y prosaico– es la imagen de un país previsto para hombres de ciencias y derivado, dada la crisis económica, en un país de agricultores, criadores de animales, personal de servicio. Este es un hombre en el no-lugar de la Historia, que vemos al final sentado en el interior del reactor, digerido por los recuerdos de su profesora en Moscú, del idioma ruso, de las palabras de Fidel Castro al cerrar la obra bajo un torrencial aguacero: «Si la naturaleza llora nosotros no podemos llorar, porque si nosotros lloramos es por orgullo y no por cobardía, porque nosotros debemos enfrentar los problemas».

Ahora lo vivido queda como un ensueño para reinterpretar. La construcción por partes de la Central Electronuclear –partes que vemos llegar, en el momento de su emplazamiento, a través de filmaciones in situ–, durante años fue generando una red de relaciones humanas. Cada sujeto cumplía una función, cada quien planificaba una vida y ensayaba un sueño; así que la liquidación de la obra implicaba el desvío de esas rutas imaginarias y la deformación de la estructura de colmena. «¿Y qué pasó? [piensa el ingeniero] Se cayó el muro de Berlín, se cayó el campo socialista, se desmoronó la Unión Soviética». Ese fue el fin de los proyectos conjuntos. La llamada Obra del Siglo resultó una catedral inconclusa, el cercenamiento del avance progresivo y lineal dentro de la fe en la razón ilustrada.

El filme está dedicado a dos figuras en apariencia distantes: la cineasta Sara Gómez y el cosmonauta Yuri Gagarin. De Sara se cita explícitamente un fragmento de su película De cierta manera (1977), donde el actor Mario Balmaseda, que aquí interpreta al abuelo viejo y tirano, aparece como el joven obrero que intenta integrarse a un proceso de transformación de mentalidades. De joven obrero a anciano déspota, usufructuario del trabajo del hijo, se establece con el uso del mismo actor una parábola sobre los destinos de un universo que pugnaba por el progreso y que ahora se anquilosa en la mezquindad de la sobrevivencia y el poder. Como homenaje a Sara, La obra del siglo combina la ficción con material documental extraído de archivos conservados. Quintela propone interpelar al público desde la visualización directa de hombres y mujeres que en la década del ochenta eran participantes del entusiasmo constructivo, convertidos hoy en patrimonio borrado.

Si Sara Gómez nos recuerda la mirada incisiva sobre la transformación social incompleta, Yuri Gagarin, primer hombre en viajar al cosmos, hijo de campesinos, remite a las promesas de futuro. En su visita a Cuba en 1961, después de recibir la Orden Nacional Playa Girón, dijo:

La victoria de la Unión Soviética en la asimilación del cosmos es la victoria de toda la humanidad progresista, es la victoria aquí del pueblo cubano. Como escribió justamente su máximo líder, Fidel Castro, esa es «la mayor esperanza para los destinos de la libertad, de la paz y del bienestar de todos los hombres de la Tierra» (aplausos). ¡Yo estoy seguro de que no está lejos el tiempo en que al cosmos volarán los cosmonautas cubanos, los hijos gloriosos del pueblo cubano, para en esta rama, contribuir al progreso de la humanidad! (aplausos)³

En efecto, como también apunta el filme, en 1980 viajó el cubano Arnaldo Tamayo a través del programa Intercosmos, a bordo de la nave Soyuz 38, y su traje espacial es otra huella en el Museo de la Revolución; pero el desarrollo que nos traería la prosperidad no fue posible. Es una ironía que el ruido de los artefactos para fumigar recuerde el despegue de una nave espacial en la película. El sonido de un aparato sin sofisticación es remedo de nuestros anhelos convertidos en nostalgia, no solo de lo que fue imposible alcanzar, sino de la esperanza colectiva de cara al porvenir.

La ciudad fantasma permanece como asentamiento de una ilusión perdida. La arquitectura desolada abriga decrepitud, violencia, malestar. En su disfuncionalidad es una distopía actuante, semi-imaginada, en una era postraumática donde todos son restos. Audiovisualmente, el filme obra una congelación en la década de los ochenta, a través de las letras en pantalla, las imágenes granuladas del televisor, la música de un dibujo animado soviético. Para acentuar el fracaso, la reminiscencia del tiempo ido aparece incorporada como un celofán colorido sobre el presente en blanco y negro.

El corto de ficción Cosmódromo (2015), de Joanna Vidal, se detiene en un tema similar. El cosmódromo es una promesa de vuelo, un anclaje en tierra firme que asegura el lanzamiento más allá de los límites. Con sus estructuras inmensas y los brazos del poder tecnológico, con la belleza de la máquina, del fuego, del despegue, es desde la década del sesenta un símbolo de la potestad del hombre sobre su destino, al tiempo que una declaración de supremacía. La fantasía de un cosmódromo planeado en Cuba y de una «ciudad de las estrellas», es una fábula que refleja las grandes tentativas extraviadas.

Después que la nave Soyuz 38 fuera lanzada desde Baikonur, ¿por qué no soñar, si nuestra vida cotidiana se veía rodeada por caracteres cirílicos estampados en los artefactos, en los dibujos animados, en las latas de conserva; letras que definían una identidad foránea y al mismo tiempo familiar, un cierto «estado de felicidad convenido»? Las imágenes de Yuri Gagarin, Valentina Tereshkova y Yuri Romanenko, y la voz en ruso que comenta el vuelo de Arnaldo Tamayo, introducen al espectador desde los primeros planos en la atmósfera anacrónica de una vida, de un espejismo, que pronto serán abandonados.

El abuelo (Manuel Porto) nunca llegó a habitar realmente una «ciudad de las estrellas», basada en la cooperación con la URSS. El nieto (Armando Miguel Gómez) partirá a trabajar y lo llevará con él a una nueva ciudad comercial en el puerto del Mariel, construida con capital brasileño. El anciano se resiste porque, según su vivencia, la certeza de una mejoría puede disolverse en cualquier momento, mientras el joven desmonta el viejo mundo de las paredes, con ánimos que parecen heredados del abuelo. Toda la situación se convierte en advertencia de un posible déjà vu, y a su alrededor se topan el desaliento y la confianza.

La relación del anciano con el nieto se teje a través de estas zonas de «esperanza errática». Los dos observan el cielo, nombran las estrellas, miden su distancia a pesar de la decadencia que los rodea. El entorno pobre, el agujero en el mapa estelar, la pierna enferma del hombre saturan la historia con los semas de la fatiga y la depauperación; sin embargo, es esta una manera de proponer interrogantes: ¿cómo se inserta el individuo con sus anhelos y desengaños en el marco más amplio de las relaciones entre los gobiernos?, ¿cómo se mide el tiempo que un hombre ha dedicado a la utopía, hecha propia y respaldada por el acto de soñar?, ¿es posible que los jóvenes hoy se entreguen a un sueño que sea imposible deshacer, uno que puedan legar no como retazo sino como matriz?

Es sintomático que los nuevos realizadores insistan en representar la inconsistencia del presente como resultado de la superposición dramática del pasado inmediato −ese que generó todo tipo de ilusiones− y de su discontinuidad. El cosmódromo es la plataforma donde irónicamente el abuelo quedó atascado, por eso habita en un intersticio entre la memoria y el futuro; pero es también el punto de partida del nieto que aún sonríe con expectativas.

El hombre, aunque no asistió a un «despegue», ha fosilizado ese momento de posibilidad. Quizás por eso el apartamento guarda un tipo de vestigio inscrito en el ámbito personal, donde las fotos de los cosmonautas, las matrioskas, las revistas Sputnik, remiten a la latencia del pasado. El espacio simbólico soporta tanto las prácticas políticas como la huella dejada por «lo soviético» en la experiencia íntima cubana. Es curioso que la representación de la nostalgia por los tiempos de promisión sea semejante a la que se hace de la añoranza en la emigración. La preservación del recuerdo y de los rituales asegura al emigrante –que se ha visto separado de su cultura− un cierto espacio de autorreconocimiento. Cuando el abuelo mira las constelaciones todas las noches o conserva los recortes sobre la carrera soviética por la conquista del cosmos, está autorreconociéndose en la dimensión del deseo y de la pérdida. No se ha producido una migración territorial, pero sí espiritual. Todos aquellos jóvenes de entonces hoy son migrantes espirituales, abastecidos de evocaciones.

La imagen del vestigio se asemeja a la del naufragio: fragmentos que quedan suspendidos y a la deriva, cuyas utilidades conocemos mas no podemos poner en marcha porque el océano les es ajeno. De la misma forma, el corto documental Héroe de culto (2015), de Ernesto Sánchez Valdés, nos habla de la Historia como traza y no como vivencia articulada. La producción en serie de bustos de José Martí para ocupar barrios, centros de trabajo, comercios estatales, jardines de escuelas y parques, termina por sobresaturar y banalizar el sentido de la figura, por convertir en residuo su eficacia. La imagen de un hombre venerable es convertida en objeto repetido, mediante un acto de fordismo que lo va trocando en una pieza invisible al transeúnte.

Una de las dedicatorias del filme va dirigida a Tomás Gutiérrez Alea, quien hiciera una parodia crítica sobre el mismo tema en La muerte de un burócrata (1966). Colocado en diálogo con las imágenes de la producción de bustos de polietileno, aparece un fragmento de texto que se debe al comentario de Bernardo Callejas en el periódico Granma al estrenarse la película de Titón: «La máquina de hacer bustos martianos es una sátira a los que, a fuerza de mecanicismo, se alejan del pensamiento de los grandes hombres, convirtiéndolos en símbolos huecos».

Aquí los bustos están destinados a ser vestigio desde su nacimiento, huella de una acción sin destinatarios reales. Las imágenes de textos tomados de la prensa ofrecen un recorrido por el pasado que intenta generar el mapa de un proceso, cuyo momento culminante es la producción abaratada de la efigie del Héroe Nacional. Observamos las palabras escritas a su muerte: «La historia, justa e imparcial, comienza donde la vida acaba. Para José Martí se han abierto las puertas eternales». La muerte del héroe se entiende en plena campaña independentista como un germen fertilizador, pero los modos de perpetuación en los que se soporta la eternidad de un hombre son variables según pasa el tiempo.

Empacados en cajas de cartón, en el siglo xxi, los bustos son identificados por una etiqueta en la que leemos: «Empresa Química, de Farmacéuticos y Plásticos. Producto: Martí. Lote 2. Cantidad 27». Esta imagen es contrapunteada con las fotos de época, donde se muestra el respeto y la solemnidad de los habaneros frente a la estatua del héroe colocada en el Parque Central. Martí es padre fundador de Cuba, del relato de la nación libre como hecho esencial de identidad y autodeterminación; sin embargo, en la modalidad de representación objetual, ligera y homogénea, su imagen es moldeada, empacada, transportada en camiones, para ser luego atrezo de la vida cotidiana.

Volvemos a leer: «Para la gloria de Martí ha sido una fortuna la desgracia de su muerte; porque si en vez de vivir en la memoria y en el cariño de los cubanos, viviera la baja y triste vida terrena…». Y esta idea hace las veces de vaticinio. Asistimos como espectadores a la traslación del recuerdo obrante del héroe, vinculado a la emoción y al compromiso, hacia la pérdida del halo honroso por su maltrato en el plano ordinario de la experiencia. La figura martiana es abusada y en esa medida despojada de valor.

Manipuladas como cualquier objeto obtenido del molde, los trabajadores de la fábrica apoyan en sus torsos desnudos las cabezas del Apóstol para quitar los excedentes de plástico con las cuchillas. Los bustos no son colocados, sino abandonados en entornos extraños. El tiempo los va rasgando como a las antiguas efigies clásicas que han perdido su original morfología, las plantas y el hollín los van contaminando, el movimiento urbano apenas permite un instante de detenimiento frente a la imagen.

El héroe de culto se convierte a través del desuso en réplica disfuncional de algo que tuvo verdadero significado, a saber, la referencia a un hombre y a un ámbito de ideas que remiten al sentimiento conjuntivo de lo patriótico. El filme, sin dudas, llama la atención sobre cómo se torna la iniciativa de hacer de Martí una figura permanente, en una operación absurda y vaciada de funcionalidad, donde el objeto clausura la sacralidad y se convierte en eso que, sea de reciente o vieja fabricación, alude al agotamiento.

El vestigio se relaciona con la memoria y el olvido, asimismo, con el lugar de enunciación de quien lo reinscribe como referencia simbólica. La memoria en fracciones, abocada a la desaparición, constituye una parte de su industria, la otra parte es el inevitable accionar de nuevos significados. El énfasis puesto en lo que queda, en la reminiscencia, para explicar la historia presente, es una voluntad de los cineastas jóvenes que parecen reivindicar su derecho a la escritura compartida y plural de la Historia.

La obra del siglo, Cosmódromo y Héroe de culto abordan fenómenos singulares en el imaginario cubano de hoy, conectados por el tránsito de la magnificencia al desuso en la imagen recreada. Una obra de alta tecnología, un sueño hiperbólico, un hombre de estatura mayor, reducidos a paisaje desértico, a recortes y formas de plástico, no son realidades ajenas a la sociedad en movimiento. Son marcas de la experiencia recogidas en relatos que describen procesos como la dilación del empleo real y efectivo de una parte del sector profesional que quedó suspendido ante la crisis económica, la desarticulación de proyectos de vida colectivos sin profilaxis social, la vulgarización del potencial simbólico y del patrimonio histórico de la Isla. Al mismo tiempo, parece surgir una corriente de melancolía neorromántica en estos filmes, basada en el deseo de imaginar un futuro con la conciencia de que todo vestigio es evidencia de transformación.

Tomado de la Revista Cine Cubano No 201-202 enero/diciembre de 2017: http://www.cubacine.cult.cu

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El murmullo de las imágenes. Imaginación, documental y silencio

El murmullo de las imágenes. Imaginación, documental y silencio. Josep M. Català Domènech. Shangrila Ediciones

Por Sebastián Russo

La pregunta por lo irrepresentable, el intento de representar (y teorizar) sobre aquellas zonas que trasvasan ciertos umbrales de visibilidad y decibilidad, ocupan un importante lugar tanto en la teoría como en la producción audiovisual (particularmente) documental. Sobre todo, post Holocausto que, convertido en un cisma cultural del horror, configuró un paradigma de lo inmirable, de lo imposible de mostrar, de la imposibilidad del decir, de una dificultad escópica tan necesaria como irrealizable. ¿Cómo representar lo que hiere el ojo (el alma)? ¿Cómo no dejar de intentarlo? Una fundamental asunción ética se pone en juego allí. Ética del que muestra, ética del que ve, ética de una trama social, de una época.

Georges Didi-Huberman reunió parte de este debate en su ya clásico libro Imágenes pese a todo (2004), donde en el mostrar/no mostrar imágenes documentales de los campos de exterminio nazi se expresaba el modo/grado de politicidad de dichas imágenes, y así, el (des)vínculo con lo allí ocurrido. Justamente Shoa (1985) de Claude Lanzmann es el ejemplo paradigmático del no mostrar para mostrar más y mejor. Es decir, un sustraer las imágenes escalofriantes del holocausto, posibilitando un potente vínculo imaginativo de una experiencia recuperada y actualizada a través del testimonio oral y de los espacios vaciados de evidencias de ese ayer tortuoso.

El libro que nos convoca tiene como subtítulo, precisamente: imaginación, documental y silencio. Su autor, Josep Maria Català Domènech, se ubica así dentro de la saga de estudios críticos preocupados más que por el decir/mostrar, por lo no dicho, lo no mostrado, y en lo que efectivamente dicen, expresan, significan tales silencios (Lanzmann, y su Shoa, claro, serán parte de sus referentes).

Al “silencio”, de hecho, le dedicará el autor no sólo un primer y extenso capítulo, sino gran parte de su propuesta teórico/epistemológica. Esto es así, hasta el punto de pretender configurar una llamada “fenomenología del silencio”, o incluso una “antropología del silencio”; vinculadas éstas (y en plan teorético) a una “teoría de la imaginación en la era de la cultura visual”.

Pero ¿qué entiende Català por “silencio”? Rápidamente lo aclarará: lejos de la acepción literal de “ausencia de sonido”, y hasta de la acepción metafórica de un “silencio de las imágenes” (aunque dirá, no tan lejos de ésta), propondrá concebir el silencio como una ausencia de lenguaje generadora de una ruptura del sentido. Un silencio ya no dé sino en las imágenes. Es decir, entenderá el silencio visual como una capacidad no sustractiva sino productiva del sentido. Tal como John Cage entendía el silencio en la música, en tanto parte estructural, fundamento, y no como falta de sonido.

Su interés/propuesta se basa en la siguiente sentencia contextual: la representación visual contemporánea sigue sometida a lo lingüístico, obturando en su simbolismo formas de expresión e incluso formas de comprender y aprehender el mundo, que sólo la ampliación a potencias imaginarias como la del silencio otorgaría.

“El murmullo de las imágenes” de este modo configura tanto un diagnóstico, como una línea propositiva. Diagnóstico de la mentada “cultura de la imagen” que seguiría regida por la lógica de la representación, y sobre todo de la significación lingüística. En otras palabras, la mencionada cultura visual estaría dominada por la explicitación de la separación entre lo visible y lo invisible, lo sonoro y el silencio, en suma, la realidad y la ficción, obstruyendo formas de la experiencia, formas del pensamiento, atentas a la potencia reflexiva y perceptual de imágenes que no comunican, ni (sólo) significan, sino que permiten “crear mundo”, imaginar. En repotenciar estas formas “obturadas” de la experiencia está en definitiva el aspecto propositivo de Català.

Tales imágenes desobturadoras, creadoras de mundo, tales imágenes “silenciosas” pueden ser tanto las de Guy Debord y su pantalla en negro (o en un blanco absoluto) en Aullidos en favor de Sade (1952), o las de James Benning en sus experiencias de radicalidad observacional donde “lo narrativo deja paso a lo simplemente expositivo” (19) que podríamos vincular a la producción del cineasta argentino Jonathan Perel en películas como El predio (2010) o 17 monumentos (2012); a las del propio Lanzmann, o a las plasmadas por Víctor Erice en El sol del membrillo (1992) y El espíritu de la colmena (1973). Esta última si bien “no es un documental, sus imágenes trascienden los límites entre el documental y la ficción (…) construyendo una dialéctica entre el silencio y la palabra, entre lo vacío y lo lleno” (207). Del mismo modo el autor aborda la obra de José Luis Guerín, cuyas fotos en la ciudad de Sylvia (2010) es un “documental no por reproducir la realidad sino por todo lo contrario: porque reproduce la imaginación del autor” (205).

Entabla pues Català un trabajo de vinculación dialéctica entre el silencio y la imaginación, en donde la función significante se densifica dando lugar a espectadores activos, creadores. Más allá de encontrar distintas valencias “silenciosas” e “imaginativas” en algunos directores paradigmáticos, dedica el autor una particular atención a los webs documentales, sobre todo a partir de sus mecanismos interactivos multimediales: “Los webs documentales funcionan en el territorio de la imaginación, no en el de la literalidad, como los documentales de carácter tradicional. Su transcurrir discurre por nuevas dimensiones, más allá de la linealidad bidimensional típica del filme (…) En ellos, lo imaginario no es algo latente, sino un territorio efectivo en el que la propuesta, planteada a modo de constelación, se ofrece para ser convenientemente desplegada” (203). Estas propuestas desplegarían un “nuevo espectador” que vería en ellos su capacidad imaginativa (creadora de mundo) no sólo posibilitada, sino impulsada, ampliada. Una capacidad con eminentes acepciones y potencialidades políticas, siendo que “vivir el mundo de forma imaginaria implica estar constantemente transformándolo. La imaginación constituye un antídoto a la constante represión de la realidad y su deseo de estabilizarse” (203), concluye Català.

El énfasis que hace el autor sobre este tipo de documentales “interactivos” no lo consideramos tan sustantivo como la asunción del concepto de silencio para una interrogación (vivencia, experiencia transformadora) de las imágenes. Y en este sentido, y para resaltar y desplegar esta propuesta teórica-apologética de encontrar en el silencio una forma de discutir con formas hegemónicas del audiovisual que realiza Català, podemos vincularla a la llevada a cabo por el intelectual argentino Eduardo Grüner, propiciando entender al “secreto” como aquel modo de expresión que se enfrenta a la transparencia comunicacional. Dirá Grüner (El sitio de la mirada) que “es el secreto, cierto inviolable silencio, ese resto incontable que hace posible la cultura”[1], en tanto habilita el juego (siempre conflictivo, es decir político) de las interpretaciones. Y que, por el contrario, y parafraseando a Jacques Lacan, la presunción y aspiración de “una desnudez total (o sea, un mundo de pura transparencia comunicativa, de pura literalidad), además de ser un imposible, supondría la muerte del deseo: de allí que no hay ninguna cultura que no “marque” el cuerpo (que no lo oculte, lo silencie) de alguna manera” (2001: 86).[2]

Resulta pues un ejercicio estimulante adentrarse en las páginas escritas por Català, sobre todo por el interés teorético de reconceptualizar tanto cierto tipo de imágenes, como cierto tipo de experiencia (creadora, imaginativa), lo que termina resultando un interesante matiz interrogativo al campo de los estudios en torno del cine documental. En un mundo contemporáneo apologético de distintas formas de perpetua visibilidad y sonoridad, recuperar el silencio como un modo fundamental de la creación no deja de ser un hallazgo celebrable. Hallazgo y necesidad, tal como la que tenía el protagonista del cuento de Milan Kundera “El hombre del ruido” que, tras su desesperada y fallida búsqueda de silencio en la noche de la ciudad, descubrió que “dormir es el anhelo humano más fundamental, y que la muerte causada por la imposibilidad de conciliar el sueño debía de ser la peor de las muertes”.

Notas

[1] (2001, 82)

[2] Grüner, Eduardo (2001), El sitio de la mirada. Buenos Aires, Editorial Norma.

Tomado de: http://revista.cinedocumental.com.ar

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Los cines que amé

Fachada del Cine Capitolio (Campoamor) inagurado en 1920. ubicado en calle Industria esquina a San José. La Habana

Por Rolando Pérez Betancourt

Unos cuantos ya no están, pero dejaron huellas, y cualquier amante de la pantalla grande pudiera reordenar urdimbres de vida recordando las películas que en ellos disfrutó.

La década de los 90 del siglo pasado trajo aparejada una ola de nostalgia internacional, luego de que los nuevos tiempos acabaran con los viejos cines que hicieron época por su gigantismo y glamour. Recuerdo en especial la crónica desgarradora de un crítico argentino porque una renombrada sala de Buenos Aires, otrora acogedora de Chaplin y Gardel, había sido convertida en parqueo.

La reconversión tecnológica vinculada con la exhibición venía sufriendo transformaciones –como toda la denominada industria del ocio– pero aquellos años 90 resultaron decisivos en la concepción de un nuevo tipo de sala más pequeña, con varias pantallas que posibilitaban exhibir diferentes filmes y vinculadas, por lo general, a centros comerciales.

Las llamadas nuevas tecnologías, que posibilitan «llevarse el espectáculo a casa», conspiraron igualmente contra las salas tradicionales y hoy día es mucho lo que se inventa, tanto en el terreno del marketing, como en la calidad de la exhibición, en aras de frenar el exterminio de los cines. En nuestro caso, el factor económico ha sido determinante para que se concentren los recursos en privilegiar la atención a los circuitos más céntricos y, por ende, populosos.

Buena parte de los cines de barrio se han convertido solo en un ejercitar de memorias, y a cada rato recibo cartas de amigos lectores recordando los buenos momentos vividos en las matinés que tanto nos marcaron.

El contacto inicial con la sala oscura, la primera vez que nos dejaron ir solos a un cine, los títulos más impresionantes y, por supuesto, el momento a partir del cual –ya acompañados– se buscó el lugar más íntimo y oscuro, allí donde la acomodadora raramente llegaba con su fastidiosa linterna.

El Majestic, en la calle Consulado, sirvió en los años 50 del pasado siglo para demostrarme que el cine podía ser algo más que las películas de piratas y cowboys que tanto me hicieron soñar. Al este del paraíso (Elia Kazan, 1955), con un fabuloso James Dean reviviendo el drama de Abel y Caín, a partir de una novela de Steinbeck, fue la primera señal de que sentimientos y entendederas podían abrirse desde una proposición artística superior, quizá demasiado superior para un niño de 11 años.

El Verdún, próximo al Majestic, con su techo corredizo que se abría a las estrellas, ratificaría ese tipo de cine con El estigma del arroyo (Robert Wise, 1956) que presentaba a un desbordado Paul Newman reviviendo la hazaña de un campeón de boxeo, el «inadaptado social» –como se decía entonces– Rocky Graciano.

Dos sentimientos se me aúnan al recordar aquellos dos cines que tanto amé: el del niño que no hubiese querido que las largas tandas se acabaran nunca, y ese mismo niño, desesperado a veces, horas antes de comenzar la función, porque la peseta que me abriría las puertas de la felicidad no aparecía por ninguna parte.

Ya en los 60, los cines próximos al Prado fueron decisivos en la formación de un gusto (y un interés «extra»), que es imposible olvidar la primera vez que, con 16 años, entré al Capri –con sus películas francesas– y todavía sin sentarme me recibió una escena donde la protagonista, sin ton ni son, se quitaba la blusa a pantalla completa. «Buen cine», me dije, dispuesto a repetir la tanda, pero ni una vez más hubo trapos al aire.

En el Payret fueron la devastadora Los cuatrocientos golpes (Truffaut, 1959) y con ella, la inmersión en la Nueva Ola y La soledad del corredor de fondo (Richardson, 1962), lo mejor del Free Cinema inglés, con sus conflictos sociales como respuestas a los temas amelcochados de Hollywood. En el Campoamor vi levantarse a no pocos espectadores y abandonar la sala, ofendidos por las «duras» secuencias de La fuente de la virgen (Bergman, 1960); en el Astral mi madre se me abrazó alarmada viendo Tiburón, y también me rechazaron a mi hijita Mariela, disfrazada de mujer para que la dejaran ver La vida sigue igual (Eugenio Martín, 1969). En el Chaplin, banquete con lo mejor: Antonioni, Fellini, Kurosawa, Visconti, Godard y su Sin aliento (1960), Pasolini y la polémica Acatone (1961), el Nuevo Cine Latinoamericano y, ¡que suenen las campanas!, Memorias del subdesarrollo (Gutiérrez Alea, 1968), un filme bendecido por el don de no envejecer y que he visto más veces que Casablanca.

¿Solo películas y salas?

Influencias, razonamientos, aprendizaje, dudas y certezas, emociones y misterios reposados, o a flor de piel, mientras La Habana de mis amores (y de mis cines), me tienta retadora.

Tomado de: http://www.granma.cu

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Washington y Marco Rubio tras el golpe de Estado en Bolivia

Marco Rubio es del Partido Republicano y actual senador por el estado de Florida

Por Rafael González Morales

La renuncia forzada de Evo Morales a la presidencia de Bolivia como resultado del empleo de la violencia, el secuestro y el terror por parte de los sectores de derecha de ese país constituye un golpe de estado. Este tipo de sucesos políticos en América Latina y el Caribe, desde hace muchos años de manera invariable, han estado marcados por la presencia del gobierno estadounidense y grupos de poder de esa nación que se involucran en la planificación, organización, financiamiento y ejecución de lo que termina siendo un «cambio de régimen».

En el caso específico de Bolivia, la derrota de la derecha en las elecciones presidenciales de finales de octubre constituyó el factor que desencadenó el despliegue del plan golpista. Es evidente que sin la participación y apoyo de Washington no es posible ejecutar este tipo de acciones que tienen un fuerte componente desestabilizador y requieren la concertación de varias fuerzas políticas y estructuras hemisféricas controladas desde el Norte. Por lo tanto, la estrategia fue elaborada desde hace tiempo y se montó sobre la base de un supuesto «fraude o irregularidades electorales», lo que tenía el propósito de restarle legitimidad a la elección del presidente Evo Morales, quien estaba decidido a continuar profundizando su programa de cambios sociales. Es decir, se empleaban una vez más los mecanismos de la democracia representativa para argumentar un supuesto desconocimiento de la «institucionalidad democrática».

En los sucesos que están aconteciendo, existen al menos tres actores desde Estados Unidos que han jugado el papel fundamental en la articulación del golpe de estado. En primer lugar, el gobierno estadounidense a través del Departamento de Estado ha organizado cada paso para arrebatarle el triunfo electoral a Evo Morales y presionar por su renuncia a la presidencia de la República. Al respecto, tanto el Secretario de Estado, Mike Pompeo, como el Secretario Asistente para el Hemisferio Occidental, Michael Kozak, se han convertido en las figuras más prominentes que dentro de la Administración Trump han coordinado este plan.

Pompeo afirmó el 10 de noviembre que en Bolivia deberían realizarse nuevas elecciones «para garantizar un proceso verdaderamente democrático representativo de la voluntad del pueblo». Por su parte, Kozak subió el tono y señaló que Washington apoyaba la convocatoria a nuevos comicios e instó a «todos los implicados en el proceso defectuoso a renunciar». Con estos pronunciamientos, estaba muy claro que el gobierno estadounidense se encontraba desplegando con fuerza e intensidad el golpe de estado y solo quedaba un reforzamiento de las acciones desestabilizadoras, incluyendo el secuestro y la violencia, para forzar la renuncia de Evo Morales. Como parte de este diseño y como una prolongación del Departamento de Estado en suelo boliviano, la Embajada de Estados Unidos en La Paz desempeñó su rol de coordinadora en el terreno de los pasos que adoptarían las fuerzas de derecha en función de lograr el objetivo principal. Además, de mantener sistemáticamente informados a los que dirigían las acciones desde Washington para realizar los ajustes pertinentes.

En segundo lugar, la OEA y su secretario general Luis Almagro se convirtieron en los actores que propiciaron «cubrir de legitimidad democrática» el golpe de estado al erigirse como el mecanismo que dictaminó las supuestas irregularidades electorales, condición necesaria y fundamental para desplegar los próximos pasos que adoptaron los golpistas. En ese sentido y como muestra de la fuerte concertación entre Washington y Almagro, el jefe de la diplomacia estadounidense para América Latina y el Caribe, planteó recientemente «instamos a la OEA enviar una misión completa para garantizar que las nuevas elecciones sean libres e imparciales, y que reflejen la voluntad del pueblo boliviano». Por lo tanto, en términos prácticos la OEA se está instituyendo como la fuerza externa interventora al servicio de Estados Unidos.

En tercer lugar, los legisladores anticubanos Marco Rubio, Bob Menéndez y Ted Cruz se convirtieron en instigadores principales del golpe y puntos de contacto con los sectores de la oligarquía boliviana que lo ejecutaron. Medios de prensa han revelado audios en los que se evidencia claramente la participación de estos representantes de la derecha cubanoamericana en los preparativos y organización de la desestabilización que sufre en estos momentos la nación boliviana.

El senador Marco Rubio desde el triunfo de Evo Morales en primera vuelta, fue uno de los promotores de la supuesta ilegitimidad de esos resultados. Después que se declaró al mandatario boliviano como presidente electo, Rubio a través de un comunicado el 25 de octubre afirmó «lo que vimos el pasado fin de semana debería plantear serias preocupaciones sobre el futuro democrático de Bolivia. Como lo indicó la misión de observación electoral de la Organización de Estados Americanos (OEA), la mejor opción para Bolivia es realizar una segunda vuelta. Las democracias de la región deben expresar su preocupación pues el futuro democrático de nuestro hemisferio está en riesgo».

Con estos pronunciamientos tremendistas y con un fuerte tono amenazante, el senador anticubano estaba trasladando un claro mensaje de que sus intenciones serían involucrarse públicamente en una ofensiva que tendría como propósito final la salida de Evo Morales de la presidencia. El 10 de noviembre cuando se consumó el golpe de estado, Marco Rubio enfatizó «la renuncia de Evo Morales es un testimonio de la fuerza y la voluntad del pueblo boliviano. Aplaudo el trabajo de la OEA en la supervisión y el seguimiento de las recientes elecciones en Bolivia, espero que continúen trabajando en apoyo del proceso democrático».

El senador obsesionado con la promoción de la política de «cambio de régimen» contra los gobiernos progresistas de Nuestra América sigue consolidándose como uno de los actores con mayor capacidad para influir en el diseño estratégico de la Administración Trump hacia la región latinoamericana y caribeña. Este tipo de maniobras y sus resultados lo tornan más peligroso y beligerante. No obstante, la compleja situación que se vive en Bolivia está apenas comenzando y habrá que observar con detenimiento su evolución, y en especial, la capacidad de las fuerzas populares para revertir este golpe de estado que, sin lugar a dudas, conmueve a todos los que luchan por las causas nobles y justas de los pueblos en el mundo.

Tomado de: http://www.contextolatinoamericano.com

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El golpe en Bolivia: cinco lecciones

Evo Morales, el rostro de la dignidad

Por Atilio Borón

La tragedia boliviana enseña con elocuencia varias lecciones que nuestros pueblos y las fuerzas sociales y políticas populares deben aprender y grabar en sus conciencias para siempre. Aquí, una breve enumeración, sobre la marcha, y como preludio a un tratamiento más detallado en el futuro. Primero, que por más que se administre de modo ejemplar la economía como lo hizo el gobierno de Evo, se garantice crecimiento, redistribución, flujo de inversiones y se mejoren todos los indicadores macro y microeconómicos la derecha y el imperialismo jamás van a aceptar a un gobierno que no se ponga al servicio de sus intereses.

Segundo, hay que estudiar los manuales publicados por diversas agencias de EEUU y sus voceros disfrazados de académicos o periodistas para poder percibir a tiempo las señales de la ofensiva. Esos escritos invariablemente resaltan la necesidad de destrozar la reputación del líder popular, lo que en la jerga especializada se llama asesinato del personaje (“character assasination”) calificándolo de ladrón, corrupto, dictador o ignorante. Esta es la tarea confiada a comunicadores sociales, autoproclamados como “periodistas independientes”, que a favor de su control cuasi monopólico de los medios taladran el cerebro de la población con tales difamaciones, acompañadas, en el caso que nos ocupa, por mensajes de odio dirigidos en contra de los pueblos originarios y los pobres en general.

Tercero, cumplido lo anterior llega el turno de la dirigencia política y las elites económicas reclamando “un cambio”, poner fin a “la dictadura” de Evo que, como escribiera hace pocos días el impresentable Vargas Llosa, aquél es un “demagogo que quiere eternizarse en el poder”. Supongo que estará brindando con champagne en Madrid al ver las imágenes de las hordas fascistas saqueando, incendiando, encadenando periodistas a un poste, rapando a una mujer alcalde y pintándola de rojo y destruyendo las actas de la pasada elección para cumplir con el mandato de don Mario y liberar a Bolivia de un maligno demagogo. Menciono su caso porque ha sido y es el inmoral porta estandarte de este ataque vil, de esta felonía sin límites que crucifica liderazgos populares, destruye una democracia e instala el reinado del terror a cargo de bandas de sicarios contratados para escarmentar a un pueblo digno que tuvo la osadía de querer ser libre.

Cuarto: entran en escena las “fuerzas de seguridad”. En este caso estamos hablando de instituciones controladas por numerosas agencias, militares y civiles, del gobierno de Estados Unidos. Estas las entrenan, las arman, hacen ejercicios conjuntos y las educan políticamente. Tuve ocasión de comprobarlo cuando, por invitación de Evo, inauguré un curso sobre “Antiimperialismo” para oficiales superiores de las tres armas. En esa oportunidad quedé azorado por el grado de penetración de las más reaccionarias consignas norteamericanas heredadas de la época de la Guerra Fría y por la indisimulada irritación causada por el hecho que un indígena  fuese presidente de su país. Lo que hicieron esas “fuerzas de seguridad” fue retirarse de escena y dejar el campo libre para la descontrolada actuación de las hordas fascistas -como las que actuaron en Ucrania, en Libia, en Irak, en Siria para derrocar, o tratar de hacerlo en este último caso, a líderes molestos para el imperio- y de ese modo intimidar a la población, a la militancia y a las propias figuras del gobierno. O sea, una nueva figura sociopolítica: golpismo militar “por omisión”, dejando que las bandas reaccionarias, reclutadas y financiadas por la derecha, impongan su ley. Una vez que reina el terror y ante la indefensión del gobierno el desenlace era inevitable.

Quinto, la seguridad y el orden público no debieron haber sido jamás confiadas en Bolivia a instituciones como la policía y el ejército, colonizadas por el imperialismo y sus lacayos de la derecha autóctona. Cuándo se lanzó la ofensiva en contra de Evo se optó por una política de apaciguamiento y de no responder a las provocaciones de los fascistas. Esto sirvió para envalentonarlos y acrecentar la apuesta: primero, exigir balotaje; después, fraude y nuevas elecciones; enseguida, elecciones pero sin Evo (como en Brasil, sin Lula); más tarde, renuncia de Evo; finalmente, ante su reluctancia a aceptar el chantaje, sembrar el terror con la complicidad de policías y militares y forzar a Evo a renunciar. De manual, todo de manual. ¿Aprenderemos estas lecciones?

Tomado de: https://www.cubaperiodistas.cu

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Ante el golpe de estado en Bolivia. Declaración de la Casa de las Américas

Casa de las Américas. La Habana, Cuba

Una vez más las fuerzas progresistas y populares de nuestra América han sufrido un artero golpe. En medio de un contexto esperanzador que ha visto en el transcurso de unos meses las victorias electorales de Andrés Manuel López Obrador en México y de Alberto Fernández en Argentina, la derrota del uribismo en las elecciones parciales de Colombia, las masivas movilizaciones antineoliberales en Ecuador y Chile, y la reciente excarcelación de Lula con su anunciado regreso al ruedo político; en ese contexto, repetimos, las fuerzas de la reacción, en alianza con  el imperialismo, han depuesto al presidente indígena boliviano Evo Morales.

El golpe de estado a Evo –quien lideró una radical transformación en Bolivia que le ganó desde un primer momento tanto el apoyo popular, como el inevitable rechazo de los sectores conservadores dentro y fuera de su país– está dirigido, en primer lugar, contra un exitoso proyecto político, económico y social de izquierda, pero también es una impúdica muestra de venganza, de racismo y de fundamentalismo religioso por parte de la reacción, que esta vez no ha disimulado su brutalidad y no descarta el magnicidio.

En un momento histórico en que se escucha el clamor de los pueblos del Continente reclamando en las urnas o en las calles su espacio y su dignidad, no podemos ceder ante el desvergonzado asalto de la derecha ni abandonar las más legítimas aspiraciones de las mayorías. Quienes creemos que la integración cultural de nuestra América es una condición para nuestra plena realización política y social, apoyaremos por todos los medios a nuestro alcance esa aspiración, que no puede realizarse al margen de la justicia social y de la emancipación humana.

Nos encontramos en la antesala de un nuevo giro de la historia. El reloj de nuestra América, que sonó con Bolívar y con Martí, y más de una vez nos ha movilizado con sus campanadas, suena de nuevo. No tenemos derecho a permanecer en silencio. Urge respaldar la unidad de acción de los pueblos, comprometidos con la paz y el bienestar humano, y –a fin de cuentas– con la decisión de salvar de la destrucción el planeta que habitamos.

11 de noviembre de 2019

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La profecía de Túpac Katari

Por Abel Prieto Jiménez

El líder aymara Túpac Katari formó un ejército de alrededor de cuarenta mil hombres para enfrentarse a las fuerzas colonialistas de España y llegó a cercar la ciudad de La Paz en 1781. En noviembre de ese mismo año, traicionado por
algunos de sus seguidores, fue capturado por los españoles.

Un juez lo condenó a ser “desmembrado” con el mismo método bárbaro usado para ejecutar a Túpac Amaru II, es decir, cuatro caballos tirarían de él por sus extremidades hasta descuartizarlo.

La sentencia, realmente antológica, establece: “Ni al Rey ni al Estado conviene que quede semilla o raza de éste o de todo Túpac Amaru o Túpac Katari por el mucho ruido que este maldito nombre ha hecho en los naturales… Porque, de lo contrario, quedaría un fermento perpetuo.”

Hoy se consumó finalmente el golpe de Estado contra el Presidente Evo Morales. Día muy doloroso, amarguísimo, para Nuestra América. El plan para desconocer la previsible victoria de Evo y desestabilizar el país empezó a prepararse desde mucho antes de las elecciones y contó con el patrocinio temprano del Imperio.

Ya Pompeo felicitó a la OEA por su complicidad con los golpistas. Ya el fascismo está celebrando su victoria en Bolivia mientras sigue persiguiendo a funcionarios del gobierno, a vocales del Tribunal Supremo Electoral, a partidarios del MAS, a líderes de los movimientos indígenas y populares, a simples hombres y mujeres social o étnicamente “sospechosos”.

Paradójicamente, uno de los golpistas más connotados se presenta como una especie de Mesías y emplea la Biblia y las figuras de Cristo y de la Virgen para llamar al odio, al racismo, a la violencia. Esto no es nuevo: la campaña electoral del fascista-mesiánico Bolsonaro recibió un apoyo decisivo de iglesias evangélicas reaccionarias.

Otra paradoja: la oligarquía cuenta con sicarios, “guarimberos” y paramilitares provenientes de sectores beneficiados por las políticas sociales de Evo. Se nos presenta de nuevo el triste espectáculo del “pobre de derecha” (en este caso de “ultraderecha”) que es engañado por los medios y los discursos populistas. Personas que deberían sentir agradecimiento hacia Evo se convierten en peones de vociferantes Hitlers de pacotilla.

Al Comandante Chávez le gustaba repetir la profecía que (con distintas variantes) se atribuye a Túpac Katari cuando fue condenado a muerte hace más de doscientos años: “Pueden matarme a mí, pero volveré hecho millones.” Era una respuesta indirecta a su juez, que, como vimos, aspiraba a que Katari no dejara huella alguna sobre la faz de la tierra.

Evo, aymara como Katari, con su nobleza y sentido ético a toda prueba, con su entrega generosa al pueblo, con los resultados extraordinarios de su obra, está dejando (duélale a quien le duela) “un fermento perpetuo” en Bolivia, en
Nuestra América, en la gente digna de este mundo. Y volverá, con toda seguridad, “hecho millones”.

Tomado de: https://elvuelodelgato.home.blog

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Alejandro Gil: “Debemos hacer un cine que entretenga y muestre el rostro de la nación”

Alejandro Gil, cineasta cubano

Por José Manzaneda

Alejandro Gil es el director de “Inocencia”, una película que ha abarrotado los cines de toda Cuba, durante meses, convirtiéndose en un verdadero fenómeno social. Ha obtenido varios premios y está nominada, además, a los Premios Goya 2020.

¿Qué narra “Inocencia”?

“Inocencia” es una película inspirada en hechos reales, sobre unos sucesos muy conmovedores que ocurrieron, en La Habana, el 21 de diciembre de 1871. Bajo la presión del llamado Cuerpo de Voluntarios, las autoridades españolas apresan a los estudiantes de toda un aula de primer año de Medicina, por haber profanado, presuntamente, la tumba de un insigne periodista español.

Es todo un absurdo, porque los muchachos eran completamente inocentes. Pero ocho son condenados a prisión y, después, condenados a muerte y ejecutados. También es la historia paralela de la búsqueda de sus cuerpos por parte de Fermín Valdés Domínguez, uno de los integrantes del aula, que se salvó.

Recreamos el contexto histórico con mucha pasión, con mucha entrega. En la construcción de la película rompimos todas las jerarquías entre las especialidades, todos nos ayudamos. Porque es realmente muy difícil hacer una película de época con una historia totalmente capitalina, en una Habana invadida por la modernidad. Pero, en la confrontación con el público, vimos que sobrepasamos nuestras expectativas.

El Premio Coral del Público en la 40ª edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana fue sorpresivo. Allí vimos a un público fundamentalmente joven, que vive la película como una experiencia muy emotiva, muy sensible. También para mí y para todo el equipo de realización, que hemos vivido la felicidad de que el público al que ofreces ese aporte cinematográfico, responda de esa manera en que ha respondido. Estamos felices de que el público haya apostado por la Historia de su país.

También obtuvimos el Premio Coral del Jurado, así como el premio SIGNIS que ofrece la Asociación Internacional de Comunicadores de la Iglesia Católica, más dos premios colaterales de la prensa cultural cubana y de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano. En total fueron cinco premios, fuimos en ese festival la película más premiada.

¿A qué cree que es debido su éxito entre el público cubano?

Creo que es la manera en que la película dialoga con su público. Es una película inspirada en hechos reales, pero que dialoga desde lo humano. Creo que hay una narrativa audiovisual, una narrativa de la historia, de la dramaturgia de la película que sale del corazón y creo que de esa manera es que conecta con los públicos.

De esa manera es que el cine ejerce su influencia dentro del alma de los espectadores. La emoción es uno de los elementos esenciales para que el cine pueda llevar a buen término su objetivo dramatúrgico.

Y es una manera contemporánea de acercarnos a la Historia de Cuba, siendo una película que está dedicada a la juventud y protagonizada por jóvenes.

Pero creo que hay interioridades de la película por descubrir, en un estudio mucho más profundo, de orfebrería, de especialistas, para conocer qué ofrece la película, cómo narra, para obtener semejante contacto con los públicos.

¿Qué mensaje proyecta “Inocencia” y por qué una película así en estos tiempos?

Estamos saldando una deuda con la Historia de Cuba, con el suceso histórico más conmovedor y más sensible del siglo XIX cubano. Es un acontecimiento que no tiene nada que ver con la épica militar, sino con la épica social, que desvela, por ejemplo, los valores humanos universales que personifica Fermín Valdés Domínguez, personaje aglutinador de la historia.

Es un suceso que se conoce poco, que no ha sido abordado en toda su amplitud. La película, además, tributa a un documental que hice en 1992 sobre el mismo suceso, en el que me di cuenta que había mucha información por descubrir que estaba en la sombra, que había que sacar más a la luz para ofrecer una visión mucho más íntegra, con todo su simbolismo. Para redimensionar el carácter simbólico de la fecha y elevar el nombre de Fermín Valdés Domínguez, sólo conocido como “el amigo del alma de José Martí”, para insertarlo en los anales de quienes hicieron tanto por su país.

Ocho huidas de ocho jóvenes en una vida en ciernes, en total juventud, con aspiraciones grandísimas, son cercenadas, son cortadas al tajo por la ambición, por el rencor, por la venganza, en el marco de la lucha por la independencia del país.

¿Puede el cine de un país periférico y bloqueado como Cuba enfrentar la hegemonía de Hollywood?

El público cubano apuesta por su cine nacional, siempre ha sido así, el público cubano abarrota los festivales, los cines, y cuando se estrena una película cubana, de cualquier tendencia, se apuesta por ir a verla.

Pero no se debe ver como un enfrentamiento, cerrar las puertas culturales sería un fallo tremendo. Y aquí, en este país, los cinéfilos tienen la posibilidad de ver semanas de cine francés, de cine español, alemán, checo, retrospectivas especiales de la India… Aquí se ve todo tipo de cine y me parece que ha sido una de las mejores cosas que han impulsado las instituciones culturales cubanas, que ha propiciado la dirección cultural del país a través del ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos), que es el primer organismo cultural que creó la Revolución.

Hay que hacer películas que sean responsables, que afloren desde ellas nuestros valores a defender, y también la polémica que debe existir, el conflicto entre la utopía y la concreción real. Porque el cine es movilizador de ideas, estremecedor de conceptos, un ente vivo que tiene todas sus puertas abiertas a los diferentes puntos de vista.

Nuestro deber es hacer un cine que entretenga, universal y que, a su vez, muestre el rostro de nuestra nación. Un cine que debe ser sincero, responsable y artísticamente legitimable.

Tomado de: http://historico.cubainformacion.tv

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