Calle Obispo, postal de la época
Por Félix Julio Alfonso López
Y La Habana se parece a Cecilia Valdés […] cuando la piqueta estuvo autorizada para derribar las murallas en 1863, La Habana –espejo y retrato de Cuba– no era blanca ni negra: era mulata.
Elías Entralgo
El siglo xix fue recibido con entusiasmo por una parte de la sociedad habanera, aquella que ocupaba la cumbre de la pirámide social y se beneficiaba con ostentación del enorme auge económico emprendido por la aristocracia criolla desde el último tercio del siglo xviii, auge cuyo núcleo fundamental estuvo en la producción de azúcar de caña con mano de obra cautiva El fenómeno de la plantación esclavista –estudiado con profundidad por Manuel Moreno Fraginals,1 Juan Pérez de la Riva,2 María del Carmen Barcia,3 Jorge Ibarra Cuesta,4 entre otros– marcó decisivamente la sociedad del Occidente de Cuba, en la zona Habana-Matanzas, y más tardíamente el centro sur de la Isla. En este lapso de tiempo, la oligarquía criolla se enriqueció con las exportaciones de café y azúcar, obtuvo títulos nobiliarios, construyó mansiones palaciegas, amplió su poder como clase dominante en la sociedad cubana y controló las principales instituciones económicas, administrativas y de la cultura.
Unos versos del italiano Francisco María Colombini, escritos a finales del siglo xviii y publicados en México en 1798, nos procuran esa visión optimista y satisfecha de una clase social –la burguesía esclavista– que se sabe dueña de su realidad y canta “Las glorias inmortales de La Havana”:
¿Quién expresar podrá la complacencia,
la gloria del espíritu havanero,
cuando por nuevo afecto de clemencia
aprobó el Rey fundarse por entero
la augusta Casa de Beneficencia?
¿Quién podrá celebrar el vivo esmero
de Peñalver, de O’Farril, Montehermoso,
Calvo, Aróstegui, Lanz, sin dar reposo?
[…]
¡Oh, portento
que con feliz principio puesto tienes
en el pecho havanero firme aliento.
Tú aumentarás hasta la edad lejana
las glorias inmortales de La Havana.5
Todo lo anterior tuvo su expresión en la mentalidad de las élites letradas habaneras, las que recibieron con buenos augurios y felices perspectivas la nueva centuria. Un ejemplo de ello es el texto publicado por el redactor habanero Buenaventura Pascual Ferrer el 6 de enero de 1801, en el número XV de su periódico Regañón de La Habana, donde mostraba cuáles eran las cuestiones y los adelantos principales que, en el ámbito cultural, observaba en La Habana al iniciarse la centuria decimonona:
Año nuevo, siglo nuevo, tres papeles periódicos cada semana […] los delirios poéticos mandados a desterrar, los estudios mejorados en parte, la crítica en Ciencias y Artes en última moda, las imprentas en auge y trabajando sus prensas continuamente, las luces y el buen gusto en las letras haciendo progresos, y la instrucción expandiéndose hasta en los más íntimos individuos. Tal es el cuadro literario que presenta la Ciudad de La Havana (sic) en la conclusión del siglo diez y ocho, y tales son los cimientos sobre que va a edificar su verdadera grandeza y sus adelantamientos en el diez y nueve que principia.6
En el orden material, Pascual Ferrer apuntaba el hecho de que la ciudad hubiera alcanzado su mayor estado defensivo, que se hubieran prohibido las construcciones de guano dentro de las murallas, la regularidad en la llegada de la correspondencia, el aumento constante de la industria y el comercio, la avidez por el conocimiento científico y su aplicación práctica y todo ello le lleva a decir con optimismo: “El aparato con que se presenta La Havana (sic) en el principio del siglo xix, la grandeza a que ha llegado en menos de cincuenta años […] y los espíritus generosos que la habitan me hacen pronosticar con mucho fundamento que en el discurso de este siglo llegará esta ciudad a causar emulación a las más cultas de Europa”.7
Una nota discordante con esta visión culta y sublimada de la ciudad constituye el texto de Manuel de Zequeira y Arango, aparecido en el Papel Periódico de La Havana en el verano de 1801, donde, con una prosa satírica y chispeante, nos informa de una urbe donde prevalece a ciertas horas un ambiente de suciedad, escándalo y anarquía:
A las siete corren por las calles varios escuadrones de cuadrúpedos conducidos por los africanos para llevarlos a beber: estos instantes son de sumo peligro por la insolencia de los conductores, quienes después de visitar las tabernas gritan, corren y atropellan todo cuanto se les pone por delante, y algunas infelices criaturas o ancianos impedidos han sido víctimas de este pernicioso abuso, a pesar de las eficaces providencias del Gobierno […] A las nueve […] las plazas se ocupan con las volantas de alquiler, y los caleseros cometen todo género de desorden: las carretas cruzan libremente por las calles dejando surcos por donde pasa la inmensa mole de sus ruedas, con la que hacen irremediable la destrucción de los pisos […] A las diez de la mañana […] si la estación es de lluvias, no puede andarse por las calles sin el riesgo de las salpicaduras de los caleseros, y sin temor de sumergirse en las pocilgas, o en las lagunas de cieno que decoran nuestra patria: hay ciertos parajes absolutamente intransitables, y por otros es necesario volverse anfibio para cruzar desde la una a otra acera.8
Entre los testimonios de viajeros más importantes sobre La Habana en las primeras décadas del siglo xix, destaca el ofrecido por el sabio alemán Alejandro de Humboldt en su clásico Ensayo político sobre la Isla de Cuba. Humboldt, que visitó la ciudad por primera vez en 1800, describe con detalles el sistema de fortificaciones habaneras, incluyendo los castillos de Santo Domingo de Atarés y de San Carlos del Príncipe, construidos después de la toma de la ciudad por los ingleses, los que defendían la urbe por el lado del poniente; y apunta con sagacidad el crecimiento de los barrios de extramuros, de manera que “El terreno intermedio lo ocupan los arrabales de Horcón, de Jesús María, de Guadalupe y Señor de la Salud, que cada año van estrechando más el Campo de Marte”.9 De los grandes edificios y palacios habaneros, dice que son “menos notables por su hermosura que por lo sólido de su construcción”, y sobre las calles no deja de expresar su asombro por el sistema utilizado para su pavimentación:
Las calles son estrechas en lo general, y las más aún no están empedradas. Como las piedras vienen de Veracruz, y el transportarlas es muy costoso, habían tenido, poco antes de mi viaje, la rara idea de suplir el empedrado por medio de la reunión de grandes troncos de árboles, como se hace en Alemania y en Rusia, cuando se construyen diques para atravesar parajes pantanosos. Bien pronto abandonaron este proyecto y los viajeros que llegaban de nuevo veían con sorpresa los más hermosos troncos de caoba sepultados en los barrancos de La Habana.10
Sin embargo, la mayor antipatía del barón tiene que ver con el pavoroso estado higiénico de la ciudad y su deplorable trazado urbano:
Durante mi estancia en la América española, pocas ciudades de ella presentaban un aspecto más asqueroso que La Habana, por falta de buenas autoridades; porque se andaba en el barro hasta la rodilla; la multitud de calesas o volantes, que son los carruajes característicos de La Habana; las carretas cargadas de cajas de azúcar, los cargadores que se movían entre los transeúntes; todo ello hacía enfadosa y humillante la situación de los de a pie. El olor de la carne salada o del tasajo apestaba muchas veces las casas y las calles tortuosas. […] Allí, como en nuestras ciudades más antiguas de Europa, un plan de calles mal trazado no puede enmendarse sino muy lentamente.11
El lamentable estado sanitario de la ciudad es una constante en la visión de todos los viajeros,12 y fue causa de no pocas enfermedades, entre ellas la epidemia de dengue que narra el religioso estadunidense Abiel Abbot durante su breve estancia habanera en 1828, la que afectó al propio Capitán General, y que Abbot llama “una curiosa dolencia bastante prevaleciente en la ciudad […] una especie de influenza, más molesta que peligrosa”. 13 Aún peor que el dengue era el pronóstico médico de que a esta dolencia sucedería la del cólera, cuya iniciación había tenido lugar en la India. En efecto, el cólera hizo su aparición en los años de 1832 y 1833 y la ciudad resultó severamente afectada, al extremo de que: “Casi todos los habitantes se infestaron y alrededor del diez por ciento falleció. En los campos, la quinta parte de las dotaciones de esclavos de Occidente debió ser remplazada”.14 Se calculan en treinta mil las defunciones provocadas por el mal, fundamentalmente entre la población negra y pobre,15 aunque hubo víctimas ilustres como el pintor Juan Bautista Vermay y su esposa. Otros brotes de cólera azotarían la ciudad en 1850 y 1867.
No obstante, la dureza de las críticas al estado higiénico de la urbe y sus insuficientes corolarios urbanísticos, Humboldt reconoce la belleza y funcionalidad del Paseo de Intramuros o Alameda de Paula y del situado exterior a la Muralla, el Nuevo Prado. Como sabio naturalista, elogia la belleza del Campo de Marte y del Jardín Botánico, al tiempo que deplora como hombre liberal e ilustrado los cercanos barracones dedicados a la venta de esclavos. En el momento de su visita, había una población de cuarentaicuatro mil personas, de ellas veintiséis mil eran de tez negra o mulata. Y advierte como la presión demográfica se ha trasladado al lado exterior del recinto amurallado, devenido en una zona de exclusión social y conflicto con las autoridades:
Una población casi igual se ha refugiado en los grandes arrabales de Jesús María y de la Salud; pero este último no merece el hermoso nombre que tiene, pues aunque la temperatura del aire es en él menos elevada que en la ciudad, las calles habrían podido ser más anchas y mejor trazadas. Los ingenieros españoles, de treinta años a esta parte, hacen la guerra a los habitantes de los arrabales, probando al gobierno que las casas están demasiado cerca de las fortificaciones, y que podría alojarse el enemigo impunemente en ellas. No hay firmeza para demoler los arrabales, y arrojar de ellos una población de 28.000 habitantes reunidos solo en el de la Salud. […] Los habitantes de los arrabales han presentado muchos proyectos al rey, según los cuales podrían comprenderse aquellos en la línea de fortificaciones de La Habana, y legalizar su posesión, que hasta ahora solo se funda en un consentimiento tácito.16
Humboldt menciona además el proyecto de realizar un foso ancho desde el Puente de Chávez, cerca del Matadero, hasta San Lázaro, lo que haría de La Habana intramural una isla, con el objetivo de ampliar las defensas de la ciudad. Sobre los mercados y el consumo interno de alimentos abunda: “Los mercados de la ciudad están bien provistos. En 1819 se calculó con exactitud el precio de las mercancías y de los comestibles que dos mil animales de carga llevan diariamente a los mercados de La Habana, y se vio que el consumo de carnes, maíz, yuca, legumbres, aguardiente, leche, huevos, forraje y tabaco de humo subía anualmente a 4.480.000 pesos fuertes”.17
El sabio alemán consideró que La Habana, con sus 130 mil habitantes, se encontraba entre las seis ciudades de mayor población en América, junto a México, Nueva York, Filadelfia, Rio de Janeiro y Bahía. Realizó cálculos científicos sobre las tasas de natalidad y mortalidad entre sus habitantes y asimismo ponderó la elevada proporción de mujeres y extranjeros, muchos de estos últimos propensos a sufrir el efecto de las enfermedades del trópico. También colocó a La Habana como una de las cinco grandes ciudades del mundo comercial de la época, junto a Cantón, Macao, Calcuta y Rio de Janeiro.
Como ya hemos visto, a partir del primer tercio del siglo xix se inició un proceso de expansión urbana sobre el territorio, marcado por un contradictorio escenario de fuga de las clases aristocráticas hacia las zonas limítrofes de la urbe, y de aglomeración de las capas más humildes en el centro. El desarrollo de la ciudad hacia el oeste y el desplazamiento de las clases dominantes a los nuevos barrios provocó una trasformación de la función residencial y un aumento de la densidad poblacional. Un oficial inglés advertía en 1815 que: “la mayor parte de La Habana la constituyen los suburbios, que se extienden por la llanura en dirección al sur, por más de dos millas y que parecen estar enormemente poblados. Varias familias españolas prefieren vivir aquí, aunque conservan una casa en el interior para presumir”.18
Ello determinó cambios en la división administrativa y en la legislación para el control del suelo urbano y de la higiene general de la urbe; en tal sentido, en 1806 se concluyó el Cementerio General, promovido por el obispo vasco Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa, que sacó los enterramientos de las iglesias; en 1807 la ciudad fue dividida en dieciséis barrios o capitanías de partido y en 1817 se estableció una reglamentación para controlar el trazado urbano de extramuros, siguiendo las normas dictadas por el coronel Antonio María de la Torre.
Una década más tarde, según el censo de 1827, la población de La Habana, incluyendo las partes de intramuros y extramuros, alcanzó la notable cifra de cien mil habitantes.
Avenida del puerto, La Habana
Un año después, en 1828, tuvo lugar un hecho de enorme valor simbólico, cuando se erigió en el lugar donde la tradición establecía la celebración de la primitiva misa y cabildo de la villa, el edificio neoclásico conocido como El Templete, primera construcción en dicho estilo que tuvo la ciudad. Fue consagrado en misa solemne por el obispo Espada y su simbolismo, pese a estar dedicado al monarca absolutista Fernando VII, reside en la analogía de libertades ciudadanas que sugiere con la Tribuna Juradera de Guernica, en el País Vasco.19 Sus sólidas pilastras rematadas en piñas nos recuerdan el poema neoclásico de Manuel de Zequeira y Arango, y su interior está ornado con cuadros alegóricos del pintor francés Vermay, discípulo de David y fundador de la Academia de Pintura de San Alejandro en 1818.
Del mismo modo que El Templete, la arquitectura dominante en las construcciones civiles y domésticas habaneras fue el neoclasicismo, cuyos elementos fundamentales fueron el uso de pilastras, cornisas y guarniciones clásicas, adosadas en las fachadas de inmuebles más antiguos, y la construcción de casas precedidas por portales con largas columnatas, las que incorporan a fines del siglo los portales con arcos y también otros elementos de estilo neomedieval, como es notable en la grandiosa portada del Cementerio Cristóbal Colón (1871-1886), obra del arquitecto español Calixto de Loira.
Entre las mansiones de mayor riqueza arquitectónica, que reflejan al mismo tiempo la fortuna de sus dueños, destacan la de los Alfonso, O’Farril, Joaquín Gómez, el marqués de la Real Proclamación y de la Real Campiña, el marqués de Balboa, la marquesa de Villalba, el conde de Casa Montalvo y la de Domingo Aldama y su yerno Domingo Delmonte, en las inmediaciones del Campo de Marte. Esta suntuosa vivienda fue considerada por el historiador de la arquitectura Joaquín Weiss como la más importante de las mansiones urbanas de la primera mitad del siglo xix20 y se le comparaba como el equivalente neoclásico del barroco Palacio de los Capitanes Generales.
El período de 1834-1838 se caracterizó por un amplio plan de obras públicas diseñado por el capitán general Miguel Tacón. En medio de una fuerte pugna con la sacarocracia criolla –expresada en la figura de Claudio Martínez de Pinillos (Conde de Villanueva) –, Tacón realizó importantes obras en el espacio urbano, las que embellecieron la ciudad y crearon nuevas edificaciones: mercados, teatros, plazas y paseos, muchos de ellos ostentando su nombre, de triste recordación para los cubanos por motivos políticos. En el plano militar y de orden interior fue notable la construcción del Campo de Marte en el área de extramuros y de la cárcel nueva o Cárcel de Tacón.
El Paseo Militar, obra de Mariano Carrillo de Albornoz, no solo sirvió para expresar el talante marcial del gobernador, sino que expandió considerablemente los terrenos para el ocio y la diversión de las élites criollas. Entre los mercados se destaca el de la Reina Cristina o de Fernando VII sobre los terrenos de la Plaza Vieja, el Mercado del Santo Cristo, la Pescadería, ubicada en terrenos aledaños a la Plaza de la Catedral, y el Mercado de Tacón, en el área de extramuros conocida como Plaza del Vapor. También llevó el nombre de Tacón un coliseo, considerado entre los mejores de su época, donde se estrenó la primera obra moderna del teatro cubano, El conde Alarcos, de José Jacinto Milanés, un drama de argumento medieval donde la oligarquía criolla quiso ver una secreta alusión contra el gobierno autoritario y despótico de su constructor. Al mismo tiempo que se mejoró el alumbrado público de la ciudad, se creó un cuerpo de serenos y bomberos, se dispuso la higienización y la pavimentación de las calles con el método de Mac Adams y se acometió la fábrica de cloacas y sumideros. Finalmente, Tacón numeró las calles con el sencillo método, todavía vigente, de colocar los números pares e impares en ambas aceras.21
En contrapartida al plan de modernización ejecutado por Tacón, la sacarocracia criolla impulsó su propio proyecto urbano, trazado por el intendente de hacienda Claudio Martínez de Pinillos, quien trató de resignificar los espacios citadinos dotándolos de nuevas construcciones de gran beneficio público, como el Acueducto de Fernando VII, y de un alegórico mobiliario urbano, donde destacaba con particular simbolismo La Fuente de la India, una representación de la ciudad bajo la apariencia de una princesa aborigen, a la que cantó el poeta Gabriel de la Concepción Valdés Plácido.
En opinión del historiador Juan Pérez de la Riva, esto se tradujo en un tour de forcé entre dos concepciones opuestas de la ciudad, en el cual:
Los citadinos pudieron comparar a su antojo la bella pila de Neptuno en el muelle del Comercio que el General mandó esculpir en Génova, en mármol de Carrara, con la espléndida Fuente de la India o de la “Noble Habana” colocada en el Paseo de Isabel II que también de mismo material vino de Italia; el solemne mercado de Tacón con la graciosa estación de Villanueva; las escuelas tecnológicas y los hospitales del Intendente con la magnífica cárcel del Gobernador, la más espaciosa de las Américas, según su promotor; la utilidad del bello Paseo Militar o de Tacón… con la del Acueducto de Fernando VII.22
En 1837 el desarrollo económico azucarero, asociado a la plantación esclavista, hizo que la emprendedora burguesía cubana consiguiera que La Habana fuera la primera ciudad en el mundo hispano en contar con un ferrocarril, que en su etapa inicial llegó hasta la villa de Güines. La estación desde donde partían los trenes llevaba el nombre de su promotor, el conde de Villanueva, y estaba conformada por dos edificios principales que se encontraban separados por el área del camino de hierro. La fachada presentaba columnas de estilo dórico y daba al Campo de Marte.23
En 1853 se instaló la primera línea telegráfica, entre La Habana y Bejucal, siguiendo el camino de hierro que unía a ambas localidades, y por entonces también se lanzó el primer cable telegráfico submarino, que llegaba hasta la Florida y conectó a Cuba con la red internacional. Asimismo, La Habana estuvo entre las primeras ciudades que contó con alumbrado de gas (1846), luz eléctrica (1877), telefonía (1879) y una proyección cinematográfica (1897). Sin embargo, quizás el invento más importante asociado a la ciudad fue el descubrimiento del teléfono eléctrico en 1849, realizado por el florentino Antonio Meucci, superintendente técnico del Teatro Tacón quien denominó a su sistema “telégrafo parlante”, y estaba encargado por el capitán general O’Donnell de realizar trabajos de galvanoplastia.
El proceso de desamortización, iniciado en 1835 en España por el progresista Juan Álvarez de Mendizábal, tuvo su repercusión en La Habana a inicios de la década de 1840, con la expropiación de los bienes de la iglesia que pasaron a manos de la Corona. En consecuencia, en el convento de los dominicos se ubicó el Cuerpo de Ingenieros del Ejército y la antigua universidad escolástica fue laicizada bajo el título de Real y Literaria; el templo y el monasterio de San Francisco de Asís fueron destinados a depósitos de mercancías y Archivo General de la Isla, y el convento de Belén quedó para oficinas del gobierno, hasta 1854 en que fue adjudicado a la orden jesuita.
En la década de 1840, algunos espacios públicos como la Alameda de Paula fueron rediseñados y reformados, añadiéndoseles farolas y cercas de hierro. De igual modo surgieron otros paseos marítimos como la Cortina de Valdés y el Paseo de Roncali, en un intento por resignificar el borde interior de la bahía, lugar de acceso de la ciudad por mar. El antiguo teatro principal ubicado en un extremo de la Alameda de Paula también fue intervenido, pero el ciclón de 1846 terminó de demolerlo y nunca más fue restaurado, ocupando su lugar un hotel para viajeros.
Hubo también teatros en el Campo de Marte, donde inició su brillante carrera el actor Francisco Covarrubias, el “caricato” habanero; el Diorama (1830), inaugurado en los terrenos del antiguo Jardín Botánico, y el llamado Circo Habanero (1846), rebautizado como Teatro Villanueva. Ya en la segunda mitad del siglo, aparecen nuevos teatros cuyos nombres estaban asociados a la colonia española como los vascos Albisu (1870) e Irijoa (1884) y los catalanes Payret (1877) y Jané (1881). Todos ellos rivalizaban entre sí por atraer al público peninsular y criollo, y el Irijoa en particular fue la sede por muchos años de los bufos cubanos y dio cabida a reuniones obreras y del Directorio de la Raza de Color.
Tranvía tirado por caballos. Prado y Neptuno. La Habana a finales del siglo XIX
El novelista Cirilo Villaverde, en un artículo de enero de 1842, daba cuenta de los enormes progresos urbanos y adelantos en la vida económica y comercial de la metrópoli. Sobre los nuevos límites citadinos dice:
En vano, pues, ha sido oponerle murallas y abrirle fosos. Estos y aquellas los ha traspasado, derramándose por el sur hasta Jesús del Monte, cuya pequeña iglesia, sobre una verde colina asentada, al mismo tiempo que de atalaya, parece puesta allí por la Providencia para impedir que el pueblo se desbande por los campos. Por el sudoeste, entre famosas quintas y alegres casas, salvando el profundo Casiguaguas, no ha detenido su carrera hasta darse las manos con el Quemado. Por el oeste, cubriendo los manglares de La Punta y San Lázaro, lleva trazas de no detenerse hasta besar los muros del Príncipe.24
No escapa al ojo avezado del escritor el elevado número de barcos fondeados en la bahía, ni tampoco cierto desorden en el trazado urbano de las nuevas construcciones y las molestias causadas por el estrépito de centenares de carretas y carretillas en veloz escapada hacia los muelles. Todo ello cambia al anochecer ante la aparición súbita de millares de quitrines y volantas que rodean las grandes residencias, los palacios, los paseos y teatros.25 En una vívida estampa de la riqueza comercial de la urbe expresa:
A esa hora de la noche, asimismo, la ciudad toda, como por encanto, y a la manera de ciertos insectos de nuestros campos, brota luz de sus entrañas; pero no una luz para ofender la vista, sino para reflejarse en los mil variados tesoros que el comercio ha derramado en las tiendas de ropa, de plata, de quincalla, de bruñidos muebles, de ricos paños, de relojes, de joyas, de víveres, de dulces y de cuanto producen las artes y las ciencias en toda la Europa. Y como si fuera absolutamente preciso que los productos de esas naciones fueran expedidos aquí por sus propios hijos, la Alemania y la Inglaterra han poblado nuestros escritorios; la Francia, nuestras relojerías, joyerías, perfumerías, peluquerías, sastrerías y almacenes de modas; la España, nuestras tiendas de telas, de víveres, de quincalla y de sombreros; Italia nos suministra sus buhoneros, organistas y vendedores de estatuas y estampas; Norteamérica, sus caballeritos y saltimbanquis, si bien en esto último va a la parte con Francia; y en fin, el África nos presta los brazos con que labramos los frutos que damos a cambio de sus riquezas artísticas.26
Un hecho que marca la vida de la ciudad a mediados del siglo xix es la llegada, en junio de 1847, de los primeros chinos “contratados” o culíes, poco más de doscientos sobrevivientes de un fatídico viaje iniciado seis meses atrás en las riberas de Amoy. Dicho contrato, por un período inicial de ocho años, encadenaba a los chinos a un sistema de trabajo en condiciones de semiesclavitud y los hacía prisioneros de sucesivas deudas imposibles de pagar. Lo anterior explica que, a pesar de la muerte, la rebelión o el suicidio por el excesivo rigor del trabajo, la imposibilidad de reunir el dinero para la travesía de regreso provocara el surgimiento de una comunidad china relativamente estable, con un elevado índice de masculinidad y juventud, factor también decisivo en su integración al etnos cubano. Fueron ellos los constructores del bullicioso barrio chino habanero, en el espacio limitado por las calles Zanja, Rayo, San Nicolás y el Cuchillo de Zanja.27
En 1849, el historiador, anticuario, pedagogo y geógrafo José María de la Torre publicó un exquisito mapa de La Habana titulado Plano pintoresco de La Habana con los números de las casas. Lo novedoso de este plano es que muestra los nombres de las calles y los números de las viviendas, así como los paseos, fortificaciones, edificios públicos y la división de la ciudad en barrios. Un mapa en recuadro, en el extremo derecho inferior, señala el puerto de La Habana, con las fortificaciones de El Morro, La Punta y La Cabaña. Como detalle artístico, el plano contiene además varias ilustraciones con grabados de Federico Mialhe (1810-1881).
Bajo el gobierno de José Gutiérrez de la Concha, en 1855, se sancionaron nuevas Ordenanzas Municipales, subdivididas en temáticas específicas, aunque no abordaba aspectos como las dimensiones de los paseos públicos y los requerimientos de portales, lo que se logra en 1861, cuando se dictaron las Ordenanzas de Construcción que jerarquizaron calles y avenidas, se refirieron al tráfico de vehículos y enunciaron los atributos arquitectónicos que debían tener los inmuebles en las diferentes zonas de la ciudad.28
Hacia 1850 la urbanización extramuros sobrepasó las calzadas de Galiano y Belascoaín, y el área edificada total ascendía a cuatro kilómetros cuadrados. En un proceso de rápida expansión hacia el oeste, la ciudad va extendiendo su frontera que en 1890 coloca el límite construido en la Calzada de Infanta, con un área total de diez kilómetros cuadrados. En 1862 la población sobrepasa los 140 mil habitantes, la mayoría fuera de las murallas, y tres decenios más tarde rebasa las doscientas mil almas.29 Se hacía evidente que el ensanche de la urbe fuera del cercado pétreo había formado dos ciudades, una dentro de las murallas, llamada desde entonces La Habana Antigua o Vieja, y otra Extramuros llamada La Habana Nueva o Moderna, de creciente importancia económica. En consecuencia, las murallas eran cada vez más inútiles para la defensa ciudadana, pues una parte considerable de estas se encontraban fuera de sus límites y el desarrollo de la artillería moderna y de nuevas técnicas militares tornaba inservible una defensa concebida para la época de corsarios y piratas.30
Asimismo, estaba el grave inconveniente de que el lienzo dejaba incomunicada de noche a la sección de extramuros. La única solución posible a esta paradoja urbana era, como afirma la investigadora Felicia Chateloin: “escapar de las murallas, ya obsoletas”.31 Todos estos motivos llevaron al Ayuntamiento a solicitar desde inicios del siglo su derribo, pero numerosas dilaciones propias de la burocracia colonial no hicieron efectiva esta decisión hasta el 8 de agosto de 1863. El acto titánico de demolerlas, al igual que el de su construcción, corrió a cargo de esclavos fugitivos de sus amos y cimarrones capturados, penados con tan formidable castigo. Sin embargo, y a pesar de que con relativa rapidez se abrieron numerosos boquetes en el colosal muro, permitiendo la salida de las calles y la construcción de paseos, plazas y nuevos edificios, la obra no se concluyó hasta la época de la intervención estadunidense de 1899 a 1902, por los planes de saneamiento y obras públicas del gobierno interventor, empeñado en sustituir los antiguos símbolos del poder colonial por nuevas metáforas de la modernidad y el progreso.32
Por estos años, en 1857, José María de la Torre publicó su ensayo Lo que fuimos y lo que somos o La Habana antigua y moderna, donde se compendian numerosos aspectos de la historia de la ciudad, algunos de carácter erudito y otros, sencillas curiosidades. Como apéndice, le incorporó un texto costumbrista titulado “Un día en La Habana”, donde se observa con sagacidad el ambiente urbano, inestable, cosmopolita y ruidoso, de mediados del siglo xix:
El aturdidor sonido del martillo en el taller del artesano, el del canto penetrante de los africanos ocupados en entongar, pesar, cargar y descargar los carretones de cajas de azúcar o café; el de los monótonos temas del ambulante organista; […] el agudo pregonar de las fruteras y vendedores de ropa que pululan por las calles; el continuo transitar de más de cuatro mil carruajes y de hombres de todas edades que circulan en distintas direcciones, forman un cuadro difícil de pintar. Los litigantes, procuradores, oficiales de causas con sus expedientes debajo del brazo, se dirigen a los tribunales o escribanías para dar a las causas el curso que las leyes recomiendan; las bellas habaneras luciendo sus celebrados breves pies en las conchas de elegantes quitrines, ocupan las puertas de los establecimientos de prendería, modistas y tiendas de ropa […]. La bahía, las cercanías de la Aduana, el muelle, ¡qué Babilonia! Túrbase la vista al contemplar el continuo y rápido movimiento de millares de buques de todos tamaños y naciones, que figurando espesos bosques con sus empinadas arboladuras, surcan las aguas de la bahía en todas direcciones, cruzándose unos a otros, girando sobre sí mismos y describiendo toda clase de figuras geométricas, ya para atracar a los muelles y sufrir carenas, ya en fin para cargar o descargar.33
Un hecho que marcó la modernidad habanera fue la creación del ferrocarril urbano en 1857, compuesto por coches de tracción animal que rodaban sobre líneas férreas, lo que posibilitó la conexión más eficiente con otras zonas periféricas de la urbe como el Cerro, o con la zona llamada tradicionalmente Monte Vedado. Ya desde antes, en 1842, existía una empresa de ómnibus interurbanos para realizar viajes desde la ciudad intramuros hasta Carraguao y el Cerro. Se le llamó originalmente Empresa de Ómnibus de La Habana al Cerro y su propietario principal fue Francisco de Cárdenas. A partir de 1863, el Ferrocarril Urbano y los Ómnibus de La Habana se unificaron en una sola empresa.
Las poblaciones más importantes que se desarrollaron a lo largo del siglo xix fuera de las Murallas serían el Cerro, Jesús del Monte, El Vedado y Marianao. En el caso del Cerro, se trató de un asentamiento de las élites de los primeros años de ese siglo, que se extendía por el Camino Real de la Vueltabajo, luego llamado Calzada del Cerro, lugar muy apreciado por su belleza natural y donde discurría un tramo de la Zanja Real. Entre sus pobladores originarios estuvieron Juan Antonio Cortina, Felipe Tejas –quien dejó su apellido en una famosa esquina de la calzada principal–, el marqués de San Miguel de Bejucal y otros miembros de la nobleza criolla, que construyeron allí sus palacetes y casas quintas para la temporada veraniega, equipándolas con fuentes, estanques y baños que recordaban las termas romanas. Estas lujosas viviendas asumían una arquitectura de orden neoclásico y estaban rodeadas de árboles frutales y jardines, como en los casos de la quinta de los condes de Santovenia, el conde de Gibacoa y el conde de Palatino. Otras mansiones de igual porte fueron las del conde de Villanueva, el conde de Fernandina, los marqueses de Sandoval y Pinar del Río, la San José, de Susana Benítez, la de Arango, las de los Carvajal, los Lluria y, más hacia el interior de la barriada, la quinta de Echarte. En opinión de los arquitectos Mario Coyula e Isabel Rigol: “La Calzada, con sus más de tres kilómetros de longitud, es el espinazo de El Cerro. Este barrio, cuyo impresionante esplendor y rápida decadencia ocurrió entre el segundo tercio y último cuarto del xix, fue el principal exponente de la arquitectura neoclásica cubana. Ninguna otra ciudad importante de América Latina produjo o pudo conservar un eje urbano decimonónico tan relevante y coherente”.34
Paseo de Carlos III
Un caso semejante al del Cerro fue el del barrio de Jesús del Monte, que se expandió a lo largo de la calzada homónima, la que alcanzaba hasta Santiago de las Vegas y Bejucal. Su jurisdicción comprendía a mediados del siglo unas cinco leguas cuadradas, y contenía los poblados de Arroyo Naranjo, Arroyo Apolo, San Juan y la Víbora, con una población en 1858 que superaba los cuatro mil habitantes. En opinión del historiador Emilio Roig: “Jesús del Monte no sustituyó nunca al Cerro como barrio ‘elegante’, ya que este destino estaba reservado al Vedado”.35
Los promotores de la urbanización del Monte Vedado fueron José Domingo Trigo, iniciador del negocio del ferrocarril urbano, y José Frías, hermano del conde de Pozos Dulces. De acuerdo al plano del ingeniero Luis Iboleón Bosque, se parceló un territorio de 156 hectáreas en 105 manzanas cuadradas de cien por cien metros, ordenadas en una retícula perfecta. La calle principal de este reparto era una amplia avenida de veinticinco metros de ancho, por donde circularía el ferrocarril urbano. 36 La ocupación inicial de las parcelas fue lenta, pero ya en la década de 1880 la fama del lugar como espacio saludable y cercano al mar comenzó a crecer y promovió las nuevas urbanizaciones de las fincas Medina y Rebollo en 1883 y 1885. Esto trajo la aparición de una nueva vía de comunicación principal, llamada Calzada de Medina (actual calle 23). Junto a las casas y quintas que ocuparon los lotes del reparto, también hubo espacios de ocio, dedicados a baños públicos y a juegos como el beisbol, cuyos terrenos más importantes, los del Club Habana, estuvieron ubicados cerca de la intersección de las calles Línea y G.
Como sus homólogos del Cerro y Jesús del Monte, Marianao fue sitio de veraneo y curación para las clases acomodadas, por la presencia de los baños del río homónimo y un manantial con aguas medicinales en el río Quibú. En 1858 comenzó el ensanche del antiguo caserío de los Quemados con su división en los repartos La Isabela y Panorama, a los que seguirían varios más: Navarrete, Cañas de Pluma, Corinto, Dolores y Padre Zamora. Para 1870 el poblado alcanza los 4700 habitantes y en 1878 se constituye como municipio con cuarentaicuatro calles, 785 casas, cincuentaiocho predios rústicos, el ingenio de azúcar Toledo, propiedad de Francisco Durañona, talleres, potreros y estancias de labor. En 1880 se publicó el primer periódico de la localidad y en 1881 se inauguró el Hipódromo de Marianao, que tuvo fama en toda la ciudad. 37
Al finalizar el siglo xix, la ciudad había derramado sus bordes por un amplio perímetro, en un desplazamiento radial como lo describió el historiador Elías Entralgo: “La Habana […] ya villa, se trasladó del sur para el norte y del oeste para el este: y más tarde, ciudad, creció primero por el nordeste (Habana Vieja), y luego por el este hacia el sur (Jesús del Monte), por el centro (Cerro) hacia el norte (Vedado) para agonizar donde tuvo su infancia: en la desembocadura del río Almendares. Su adaptación, por lo tanto, ha sido circular y variada”.38
1 Manuel Moreno Fraginals: El Ingenio, complejo económico-social cubano del azúcar, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1978.
2 Juan Pérez de la Riva: El barracón y otros ensayos, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975.
3 María del Carmen Barcia: Burguesía esclavista y abolición, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1987.
4 Jorge Ibarra Cuesta: Marx y los historiadores ante la hacienda y la plantación esclavista, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2008.
5 Citado en: Ángel Augier: Poesía de la ciudad de La Habana, La Habana, Editorial Letras Cubanas/Ediciones Boloña, 2001, p. 27-28.
6 Citado por Emilio Roig de Leuchsenring: La Habana. Apuntes históricos, La Habana, Editorial del Consejo Nacional de Cultura, 1963, t. I, p. 247.
7 Ibídem, p. 250.
8 Manuel de Zequeira y Arango: “El reloj de La Habana”, Papel Periódico de La Havana, 9 de agosto de 1801.
9 Alejandro de Humboldt: Ensayo político sobre la isla de Cuba, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2005, p. 32.
10 Ibídem, p. 32-33.
11 Ibídem, p. 33.
12 Francis Robert Jameson hace referencia a que la ciudad vive agobiada por una permanente “asamblea de malos olores”, donde prevalece “el insoportable mal olor de los almacenes de bacalao que se importan para el sustento de los negros”, unido a las emanaciones de la basura que se acumula en las callejuelas estrechas y húmedas, marcadas por el surco de los carruajes y las patas de los caballos, llenas de detritus animales y podredumbres humanas. Francis Robert Jameson: Letters from the Havana: During the Year 1820; Containing an Account of the Present State of the Island of Cuba and Observations on the Slave Trade, London, John Miller, 1821. Cito por su traducción como “Cartas habaneras”, en: Juan Pérez de la Riva: La isla de Cuba en el siglo xix vista por los extranjeros, p. 51. Sobre este mismo asunto apunta el joven francés Eugenio Ney en 1830: “Yo creo que no hay en el mundo calles más sucias que las de La Habana. Apenas se puede caminar más que en fila junto a las casas, salpicados por las volantas que se cruzan, detenidos por las carretas que llevan el azúcar y el café, y por inmensas hileras de mulas, de negros, de capuchinos, de entierros y de procesiones que se suceden sin interrupción”, Cuba en 1830 (Diario de viaje de un hijo del Mariscal Ney), Introducción, notas y bibliografía por Jorge J. Beato Núñez, Miami, Ediciones Universal, 1973, p. 34-35.
13 Abiel Abbot: Cartas escritas en el interior de Cuba: entre las montañas de Arcana, en el este, y las de Cusco, al oeste, en los meses de febrero, marzo, abril y mayo de 1828, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1965, p. 350.
14 Adrián Lopez Denis: “Higiene pública contra higiene privada: cólera, limpieza y poder en La Habana colonial”, Estudios Interdisciplinarios de América Latina y El Caribe, Universidad de Tel Aviv, v. 14, n. 1, enero-junio de 2003.
15 Enrique Beldarraín Chaple y Luz María Espinosa Cortés: “El Cólera en la Habana en 1833. Su impacto demográfico”, Diálogos: Revista Electrónica de Historia, San José, Costa Rica, v. 15, n. 1, febrero-agosto de 2014, p. 155-173.
16 Ensayo político sobre la isla de Cuba, p. 35-36.
17 Ibídem, p. 48.
18 “La Habana en 1814-15 según Sir John Maxwell Tylden”, Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, n. 2, mayo-agosto, 1972, p. 92.
19 Fernando Ortiz: “La hija cubana del Iluminismo”, Revista Bimestre Cubana, La Habana, v. LI, n. 1, enero-febrero de 1943.
20 Joaquín Weiss: La arquitectura colonial cubana, 2a ed., La Habana/Sevilla, Editorial Letras Cubanas/ Agencia Española de Cooperación Internacional, 2002, p. 375.
21 Felicia Chateloin: La Habana de Tacón, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1989, passim.
22 Juan Pérez de la Riva: Correspondencia reservada del capitán general Don Miguel Tacón, La Habana, Biblioteca Nacional José Martí, 1963, p. 341.
23 Alejandro García y Oscar Zanetti: Caminos para el azúcar, La Habana, Ediciones Boloña, 2017, p. 31- 50.
24 Cirilo Villaverde: “La Habana en 1841”, El Faro Industrial de la Habana, 1o de enero de 1842.
25 Según el censo de 1827, en las calles de La Habana circulaban 467 quitrines y 2184 volantas.
26 Cirilo Villaverde: “La Habana en 1841”.
27 Juan Pérez de la Riva: Los culíes chinos en Cuba, La Habana, Fundación Fernando Ortiz, 2000, p. 250.
28 Este reglamento fue aprobado y se autorizó su publicación en enero de 1862, pero su edición oficial se realizó en 1866. Otras legislaciones posteriores que regularon el cuerpo urbano fueron las Ordenanzas Municipales de 1881, la Ley General de Obras Públicas de 1883 y la Ley de Aguas de 1891.
29 Emilio Roig de Leuchsenring: La Habana. Apuntes históricos, t. II, p. 14.
30 El oficial inglés sir John Maxwell Tylden apuntaba en 1815: “La ciudad está amurallada, pero los muros están deteriorados por todas partes, y parece que nadie se ocupa en repararlos. En la actualidad, una fuerza muy reducida podría tomar La Habana”, véase: “La Habana en 1814-15 según Sir John Maxwell Tylden”, Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, n. 2, mayo-agosto, 1972, p. 91.
31 Felicia Chateloin: La Habana de Tacón, p. 22.
32 Carlos Venegas Fornias: La urbanización de Las Murallas: dependencia y modernidad, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1990, passim.
33 José María de La Torre: Lo que fuimos y lo que somos o La Habana antigua y moderna, Habana, Imprenta de Spencer y Compañía, 1857, p. 175-176.
34 Mario Coyula e Isabel Rigol: “La Calzada del Cerro: esplendor y ocaso de La Habana neoclásica”, Arquitectura y Urbanismo, Instituto Superior Politécnico José Antonio Echeverría, v. XXVI, n. 2, 2005, p. 29.
35 Emilio Roig de Leuchsenring: La Habana. Apuntes históricos, t. II, p. 18.
36 Maria Victoria Zardoya: “La ley y el orden”, Regulaciones urbanísticas de la Ciudad de La Habana. El Vedado, La Habana, Dirección Provincial de Planificación Física, 2006, p. 27.
37 Fernando Inclán Lavastida: Historia de Marianao, Marianao, Editorial “El Sol”, 1952, cap. VI.
38 Elías Entralgo: “El capitalinismo habanero”, en Loló de la Torriente: La Habana de Cecilia Valdés, la Habana, Jesús Montero Editor, 1946, p. 5.
Tomado de la revista La Gaceta de Cuba No 1 enero/febrero de 2019: http://www.uneac.org.cu
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