Por Gérard Imbert
El cine como exploración de los límites: la pareja a prueba
Si el amor romántico permanece como mito -figura desdibujada y levemente nostálgica, a menudo objeto perdido tras el cual algunos(as) siguen corriendo-, emergen nuevos imaginarios en torno a la pareja, menos idílicos, pero no por ello más negativos, sino inscritos en otras lógicas. Al modelo tradicional de conquista, seducción, sucede la duda (sobre el modelo), la puesta a prueba (del otro y de uno mismo) y el cuestionamiento mismo de la idea de amor (eterno).
Deconstruir, explorar los límites, fenómenos tan omnipresentes en otros ámbitos de la vida social y relacional, alcanzan a la pareja. La pareja aparece como interrogante más que estructura que se da por sentada, espacio exploratorio más que de realización. La búsqueda de la identidad individual prevalece sobre la construcción de la pareja; no se realizan los individuos dentro de la pareja sino confrontados a ella, y la pareja funciona cada vez menos como meta y más bien como puesta al desnudo de sus propias disfunciones y de los fallos, las carencias, del individuo. Lo inmanente (la necesidad inmediata, la fuerza de las pulsiones) se impone sobre lo trascendente (la sublimación de los instintos, los ideales, lo que guía y condiciona el recorrido existencial del sujeto).
Esta nueva representación de la pareja entraña mutaciones profundas en la manera de construir la identidad (individual y de pareja) y de vivir el amor en su dimensión espacio-temporal (como algo estable, que dura). Aparecen nuevos planteamientos como los amores a distancia o los intermitentes que perturban, cuestionan el modelo estable y en ocasiones rompen con el concepto de unión física (en el espacio) y continuidad (en el tiempo).
Vamos a analizar a continuación, a través de unas sesenta películas muy recientes (la mayoría de los últimos cinco años), la evolución del concepto de pareja y las nuevas vivencias que suscita. Confirmaremos así una serie de hipótesis planteadas en otros estudios sobre comunicación, cine e imaginarios sociales donde se dibujaba una evolución notable de los roles masculinos y femeninos, con el surgimiento de nuevos imaginarios en torno al cuerpo, a la identidad, al sexo y su relación con la violencia, la muerte, el horror (Imbert, 2010)1.
Pareja y cuestionamiento identitario
La pareja no escapa al cuestionamiento que afecta a la identidad del sujeto y, como ella, está impregnada de representaciones que reflejan los imaginarios actuales. Es más, la pareja es como la cristalización de estos imaginarios, con una dimensión directamente narrativa:
De tipo sincrónico, explorando nuevos territorios donde se puedan conjugar realización individual y creación de un espacio común de convivencia, que no coarte la libertad individual (es la cuestión del libre albedrío, recurrente en el cine posmoderno) y permita reformular el contrato relacional, más fuerte desde esta perspectiva que el contrato social. La pareja aparece entonces como unión libre de dos individuos y espacio exploratorio, sin límites establecidos, lo que da pie a nuevas formas de pareja, no convencionales.
Y también diacrónico, con una inscripción en el tiempo que no es solo puesta a prueba de la durabilidad del amor, sino que, dentro de una cierta transitoriedad, rehabilita la intensidad frente a la continuidad y permite uniones que se construyen y deconstruyen permanentemente en el tiempo: la pareja como contrato revocable, no irreversible, concepción que contradice frontalmente la de amor romántico.
En estas representaciones confluye una serie de temas y obsesiones transversales que atraviesan el imaginario posmoderno: la incertidumbre como condición existencial, la inseguridad como estado emocional, la duda como aliciente para replantear la propia identidad, el cuestionamiento de la idea de compromiso (tanto frente a lo social como al otro), que emborronan los límites de la pareja y abren a otros tipos de relación.
De ahí emerge una visión de la pareja como algo inestable por definición, intermitente en su inscripción temporal (que se puede dilatar, retomar en el tiempo), donde el modelo de conquista, dominación del otro (moderno por excelencia) deja paso a un modelo basado en encuentros fortuitos, en actuaciones inesperadas donde predomina el azar. Con esto, la seducción -base de la relación hombre-mujer y pilar de los discursos amorosos- cede ante la atracción, a menudo una atracción fatal, no dominada desde el punto racional; la pulsión se impone sobre la pasión, el sentir sobre el sentimiento, el goce sobre el placer.
Hay a veces algo lúdico en este relacionarse con el otro, pero puede derivar hacia lo dramático o una mezcla de ambas cosas que se resuelve narrativamente en dramedia. En todo caso es algo profundamente tímico (para utilizar una categoría semiótica greimasiana), vinculado al sentir, a la percepción primaria del otro, donde lo eufórico está íntimamente unido a lo disfórico. Esta exploración de nuevas formas de relacionarse desemboca con facilidad en un tipo de recorrido eminentemente posmoderno, lo que he llamado la “deriva”: un recorrido sinusoide -no encaminado hacia un fin determinado-, de tipo performativo, en el que se ama al hacer camino, al filo de lo que surge y dentro de espacios que no son los propios ni los habituales del sujeto.
El cine actual es un adelantado en este sentido -prefigura en forma de imaginarios deseos, fobias más o menos conscientes-, es un medio propicio a la exploración de los límites, al juego a veces agonístico con ellos. Dentro de esta nueva semiótica de las pasiones, la tensión domina las relaciones y las desestabiliza, pero no es forzosamente destructiva ni negativa, sino que alimenta el deseo, fomenta el goce (la satisfacción inmediata y a veces regresiva), aunque también puede ser extrema y romper todas las barreras. ¿Cómo entender, si no, películas como Melancolía o Nymphomaniac de Lars von Trier, más allá de la melancolía romántica, de la perversión sexual, donde la pulsión de muerte coexiste con la de vida de manera profundamente ambivalente, sin que se anulen sino dentro de una nueva dialéctica que acepta la coexistencia de contrarios sin que resulte contradictorio?
El cine posmoderno es un cine de ruptura, no solo con las representaciones sino con los modos de sentir y de pensar y la pareja está en el corazón de este dispositivo. Vamos a ver a continuación una serie de puntos y figuras (narrativas y simbólicas) que son como otros tantos puntos de fuga en torno y a partir de la pareja, que perturban -en ocasiones anulan- las oposiciones sobre las que se basa el pensamiento moderno y tienen su traducción en el modus vivendi actual: continuidad vs intensidad, compromiso vs amor líquido, estabilidad vs inestabilidad, euforia vs disforia, equilibrio vs juego con los límites, que tensan y en ocasiones anulan las fronteras entre lo real y lo imaginario, entre amores posibles y amores imposibles…
Tempus fugit: amor interruptus (intermitencia vs continuidad)
Quiéreme si te atreves de Yann Samuell (2003), (500) días juntos de Marc Webb (2009), Diez inviernos de Valerio Mieli (2009), Beginners de Mike Mills (2010), Habitación en Roma de Julio Medem (2010), Un amor de juventud de Mia Hansen-Løve (2011), 10.000 km de Carlos Marqués-Marcet (2014), El desconocido del lago de Alain Guiraudie (2014)
En estas películas, de procedencia diversa y de planteamientos diferentes, entre la comedia y el drama, se observa cómo la pareja aparece como un espacio profundamente ambivalente (Bauman, 2005): un espacio -físico y simbólico- en el que lo que une y lo que separa componen un fino entramado, íntima y sutilmente trenzado. Es tan importante lo uno como lo otro: por un lado, el amor romántico como mito, objeto perdido; por otro lo que separa, la distancia intangible entre el yo y el otro, acentuada por la distancia física, deseada desde una voluntad de autonomía o impuesta por las circunstancias (una separación).
Pero lo que separa implica el reconocimiento de la diferencia -a veces inquebrantable- del otro y la integridad (innegable) de uno mismo. Con esto estamos más allá tanto de lo literal e inmanente (la relación erótica) como de lo trascendente y mitológico (el amor romántico), sin que todo deje de girar en torno al cuerpo. Ahora bien, el cuerpo como lugar del descubrimiento, a veces un descubrimiento que descoloca (como lo vemos en La vida de Adèle: un cuerpo revelador de otra dimensión de la vida amorosa), que enloquece (como en Anticristo) o pervierte (Nymphomaniac).
Estamos entonces en un presente in-mediato -no mediado por lo simbólico, por ningún tipo de aprehensión intelectiva-, es el tiempo del goce (más o menos perverso), de la repetición (más o menos regresiva), del ritual amoroso que se mantiene porque sus integrantes se ausentan, lo viven de manera intermitente. Amor interruptus he llamado a estos amores que no pueden, no quieren (más o menos conscientemente) desarrollarse en la continuidad.
En Quiéreme si te atreves, todo parte de un juego infantil, conforme al título original (Jeux d’enfants): el reto permanente, el desafío a que uno se supere para disfrute del otro. “Cap ou pas cap?” (apócope de: ¿eres capaz o no?), se lanzan continuamente el uno al otro. Y se convierte en juego adulto, para escapar a los roles, para no caer en la rutina. Pero el juego acaba creando una distancia que impide una relación estable. Se sienten atraídos, se quieren incluso, pero, al no querer caer en una relación estándar, al huir de las rutinas amorosas y de las trampas del amor romántico, mantienen esta tensión que limita el amor a sus prolegómenos. No traspasan nunca el umbral de la declaración, ni consiguen convertir el deseo en compromiso y cada reencuentro, a lo largo del tiempo, es la repetición de lo mismo, la imposibilidad de salir del juego infantil y la incapacidad de verbalizar el amor.
Tanto Diez inviernos, del director novel Valerio Mieli, como Un amour de jeunesse, de la reconocida Mia Hansen-Løve, tratan de relaciones intermitentes, que se alargan en el tiempo, por falta de definición, de voluntad. Entre el azar de los encuentros y la búsqueda del otro, entre el miedo (al compromiso) y el orgullo (por voluntad de no ceder), los protagonistas se reencontrarán al filo de los años, entre reuniones improvisadas e imprevisibles cambios de idea, entre entusiasmos y depresiones, citas fortuitas y encuentros fallidos. En Un amor de juventud, ella –Camillese va al extranjero, necesita hacer su propio aprendizaje de la vida, de la libertad de disponer de sí misma. Él -Sullivan- se queda, se atasca. Es siempre más difícil para el que se queda que para el que se va, como en 10.000 km.
(500) días juntos empieza así, con la voz en off del protagonista: “Esto es una historia de chico conoce a chica. Pero más vale que sepas de entrada que no es una historia de amor”. Y sin embargo se le parece. Es el repaso por Tom de una relación abortada, no por falta de atracción sino por las circunstancias, laborales y personales. En una especie de inversión de los papeles tradicionales, él es arquitecto, pero trabaja escribiendo tarjetas de felicitación y cree en el amor verdadero, aspira a la estabilidad. Ella dejó de creer en esta concepción del amor en cuanto sus padres se divorciaron. Summer se siente segura mientras corre, dilapida el tiempo, pero, en el momento en que se para, se da cuenta de que está completamente sola. Sus vidas se cruzarán cuando ambos se conviertan en compañeros de trabajo y él hará todo lo posible para enamorarla. Pero la inseguridad personal revierte en la inseguridad de los sentimientos y la indefinición de las relaciones, hasta que ella se casa con otro. Puede que las expectativas sean demasiado grandes y acaben anulando la voluntad, pero hay algo más: un miedo a comprometerse, una forma de escapismo que hace que el sujeto acabe haciendo lo contrario de lo que anhela. Cuando le preguntan a él a qué se dedica, contesta: “Escribo tarjetas de felicitación.” A lo que Summer responde: “Tom podría ser un arquitecto estupendo si quisiera.” Y termina él con esta paradoja: “Quizás pensé que para qué hacer algo provisional como un edificio cuando podía hacer algo eterno como una tarjeta.” Ocasiones perdidas…
En esta frase está contenida la ambivalencia de la relación posmoderna, un estar / no estar que dicta una imposibilidad de definirse y lleva a vivir en la intermitencia, en el ritmo frenético y a volcarse en algo que aleja del propósito esencial: el otro. Miedo al futuro, a implicarse en él, determina una relación en el tiempo in-mediato, que une (en el instante) y aleja (en el tiempo largo).
La intermitencia puede estar relacionada con las condiciones de vida, como en Beginners o 10.000 km, por la no presencia continua en el hogar en la primera (ella es actriz, aparece y desaparece al filo de los rodajes) o la distancia objetiva en la segunda (Barcelona y Los Ángeles adonde ella va a realizar un proyecto fotográfico).
La protagonista de Beginners es actriz y salta de avión en avión, de rodaje en rodaje. La pareja vive en no lugares (habitaciones de hotel) hasta que tiene casa, pero no saben habitarla, como tampoco saben cómo construir la relación: son principiantes. El piso que ocupan los une y los separa al mismo tiempo: es el del difunto padre. Oliver ha vivido a la sombra de ese padre carismático de 75 años que, al perder a su mujer, ha hecho su coming out y vive en la felicidad sus propios “amores líquidos”. Cuando la ex pareja de Oliver le pregunta por qué abandona a todo el mundo y la dejó escapar (cuando estaban felices juntos), él contesta que es porque no cree realmente que vaya a funcionar: “Entonces me aseguro de que no funcione”. Oportunidades desperdiciadas…
En 10.000 km, ópera prima del joven director catalán Carlos Marqués-Marcet, la pareja utiliza todos los recursos de la pantalla (mail, skype, fotos) para mantener el contacto. Pero también aquí lo que une -en el contacto aparentemente inmediato, sin filtro- separa en la continuidad, por mucho que Alex y Sergi intenten recobrar olores, impresiones, pequeñas complicidades (como cocinar mientras él dicta la receta a distancia) e incluso juegos eróticos. El presente de cada uno (lleno de nuevas actividades para ella, vacío para él) acaba venciendo este intento de mantener la relación. La película traduce bien la falacia de la relación tecnológica que impone una falsa presencia, una complicidad puramente formal (vinculada al medio). Se plantea entonces la cuestión del espacio: espacio de realización personal, que necesita Alex y ha ido a buscar fuera, espacio deshabitado en el que se he quedado Sergi, lugar del vacío y de la carencia, carencia acentuada por la creación de otro espacio físico, material que habita exclusivamente ella. “¿Qué hay de tan importante en ese espacio que me tengo siempre que quedar fuera?”, quiere decirle él y acaba borrando la línea del mail. Amores virtuales…
Los amores homosexuales no escapan a esta intermitencia, es incluso consustancial de ciertas prácticas de ligue. El desconocido del lago nos muestra a un grupo de homosexuales que se junta en torno a un lago, de día, sin ocultarse, y sus rituales de acercamiento, consumación furtiva del acto sexual, hasta que uno se enamora de otro de perfil inquietante y el deseo se torna atracción fatal. Amores líquidos, también, sin mañana, entre dos mujeres que no se conocen, en Habitación en Roma, lo que dura una noche y el descubrimiento del otro, sus defensas, sus máscaras.
Duda, incertidumbre, miedo de amar, a comprometerse
Margot y la boda de Noah Baumbach (2007), Buscando un beso a media noche de Alex Holdridge (2007), Submarino de Richard Ayoade (2010), Blue Valentine de Derek Cianfrance (2010).
En otras películas, la dificultad para verbalizar el amor y formalizar la relación desemboca en cambios, en rupturas, bruscas o paulatinas, y expresa un miedo a amar, a comprometerse. La soledad hace el resto como pasa en Buscando un beso a media noche: la soledad del individuo y la de la gran ciudad -aquí Los Ángeles-, sinónimo de megalópolis donde erran los corazones solitarios, “el lugar donde fracasan las historias de amor”, como dice el protagonista; soledad que procura superar poniendo un anuncio en la web. La noche aquí cumple la función de tiempo infinito, espacio indefinido (sin límites) que -cree él- le va a permitir salir de su soledad y resolver esa imposibilidad de conseguir pareja que lo diferencia de los demás.
En la película de Noah Baumbach, Pauline, la hermana de Margot, decide echarse atrás en el último momento, cuando está a punto de casarse. La confrontación con la amargura de su hermana, su frustración existencial, hacen resurgir viejos conflictos familiares, alimenta los presentes y descubre la infidelidad de su futuro esposo. El matrimonio ya no es la panacea para olvidarse de todo y, mágicamente, borrar las dudas sobre el otro.
Algo parecido ocurre con la joven pareja de La gran familia española, cuando Efráin, el hermano menor, se da cuenta de que a la que quiere realmente no es al amor de adolescencia, Clara, sino a su hermana y renuncia a casarse con su “prometida”. El amor puede más que el “compromiso” …
Ensimismamiento, casi autismo, es lo que caracteriza al protagonista masculino de Submarino, ópera prima del director británico Richard Ayoade, con tono y humor de cine independiente. La pareja adolescente inicia una aventura en la que todos -padres e hijos- están atrapados en los roles heredados del pasado o los códigos sociales, en especial Oliver, que debe elegir a qué enfrentarse, si al problema de sus padres o al de su pareja. Esta dependencia determina una relación incierta -por no decir veleidosa- con su novia que se traduce por una constante duda, indecisión y una clara tendencia a analizar lo que está viviendo que acaba incapacitándolo para la relación. El metadiscurso intelectual fagocita el discurso amoroso y dificulta la relación.
En Blue Valentine, segundo trabajo del director Derek Cianfrance, asistimos a la progresiva degradación de una pareja a lo largo del tiempo. Cindy pierde el interés por su marido. Y él, Dean, en un intento desesperado por recuperar la pasión en su relación, le propone pasar una noche en un hotel temático. Allí se hospedan en la llamada “habitación del futuro”, donde mediante flashbacks recordarán cómo se conocieron, de qué manera se enamoraron y cómo, irremediablemente, su relación empezó a deteriorarse. En esta película antirromántica, de subtítulo ambivalente (“A love story”) -juego entre presente (frustrado), pasado (irrepetible) y futuro incierto- Cianfrance mezcla el “antes” y el “después”, dando al espectador la posibilidad de comparar y apreciar el cambio en los personajes y en la relación. El tiempo pasa factura y las circunstancias no ayudan, pero lo que aflora, más que otra cosa, es la soledad dentro de la pareja, el retraimiento que trae consigo y la desestabilización que produce. La pareja no puede nada contra la soledad del individuo; es más, la potencia y crea una distancia insalvable.
La inestabilidad como nuevo contrato relacional
Comment je me suis disputé (ma vie sexuelle), 1996, Rey y reinas (2004), Un cuento de navidad (2008), de Arnaud Desplechin. L’auberge espagnole (Una casa de locos, 2002), Las muñecas rusas (2005) y Casse-Tête chinois (Nueva vida en Nueva York, 2013), de Cédric Klapisch. El futuro de Miranda July (2011), El arte de amar de Emmanuel Mouret (2011), Un castillo en Italia de Valeria Bruni-Tedeschi (2013).
Pero la inestabilidad no es forzosamente un lastre y, dentro de un planteamiento típicamente posmoderno, puede integrarse en el modus vivendi de la pareja e incluso ser un aliciente, un fermento vital. Los personajes de Arnaud Desplechin, en particular los masculinos, viven en la duda, el cuestionamiento continuo de lo que están viviendo, en un estado de permanente metadiscurso. Aparece claramente en Comment je me suis disputé (ma vie sexuelle), la película que dio a conocer a este director. Paul Dédalus, de nombre predestinado, vive rodeado de mujeres y entrañables amigos, pero perdido en un laberinto de dudas intelectuales y existenciales. El joven normalien de 30 años no consigue ni terminar su tesis de filosofía ni separarse de Esther, con quien formó pareja durante diez años, ni decidirse entre Sylvia, la amiga de su amigo Nathan (que admira), y Valérie, que le fascina y asusta al mismo tiempo. Cuando cae en las redes de la intrigante Valérie, descubre que su amor por Sylvia permanece. Bajo una intriga entre comedia de la vida y cuento moral a lo Rohmer, se esconde una actitud vital que es recurrente en los personajes de Desplechin: la duda como estado existencial, aliciente vital, que revela la profunda ambivalencia de sus personajes, entre cómicos y trágicos, pero sin que el relato caiga en los enredos de la comedia ni en la ampulosidad del drama…
Tanto en Rey y reinas como en Un cuento de navidad, no son tan locos los que lo parecen (los personajes masculinos) ni tan perfectos como aparentan (los femeninos).
Ambas películas funcionan como un mundo al revés en el que tras la locura está la profunda humanidad y donde las apariencias engañan…
En tono agridulce, encontramos también la duda, la incertidumbre –aunque más en clave de comedia- en la trilogía de Cedric Klapisch. En ella asistimos a una evolución progresiva del tono que se hace cada vez más grave, desde la comedia Erasmus desenfadada (la primera) hasta la hora de los balances (la última), pasando por el reencuentro de la misma pareja en la segunda, años después. ¿La clave? Seguramente esta pequeña frase de Las muñecas rusas: “Las mujeres son como las muñecas rusas, dentro de una siempre hay otra…” ¿Qué mejor sentencia para referirse a la complejidad del otro, a esta dialéctica de la atracción fatal de la que hablaba al principio, a esta relación ambivalente por excelencia que es la relación amorosa posmoderna, entre defensa de la integridad y fascinación por la otredad?
Dificultad de elegir, duda identitaria, versatilidad de los sentimientos, maldición que pesa sobre la figura del seductor, “desorden amoroso”, llenan las películas tanto de Desplechin como de Klapisch. Alcanzan su clímax en las películas interpretados y/o dirigidas por Valeria Bruni-Tedeschi. En ellas aparece a todas luces la descolocación del personaje femenino. Sin duda la más conmovedora sea Un castillo en Italia, que está literalmente inspirada en la historia de su propia familia y en ella misma, en la que actúa ella, además de su ex-pareja en la vida real que hace de su pareja en la película… El personaje es entrañable, es todo duda, hasta en los detalles más nimios de la vida cotidiana, interpretado con emoción y naturalidad por Valeria Bruni-Tedeschi.
Estamos aquí ante un planteamiento claramente posfeminista, lo mismo que, en otro polo, la directora Jane Campion pone en escena la pasión femenina, la conquista amorosa, la manipulación del otro desde la mirada femenina, como lo hace a la inversa Desplechin desde el punto de vista masculino, mostrando la debilidad del hombre… La inestabilidad (emocional, de situaciones) se presenta entonces como un nuevo estado relacional que permite todas las formas de amar, como ocurre en El arte de amar de Emmanuel Mouret. La película es un estudio de casos, atípicos, singulares, estrafalarios, al margen de los modelos dominantes, sin caer en la “pansexualidad” ni en la perversión patológica. Todo es posible hasta lo más insólito, por más que haya sentimiento, como mil maneras de “entrar en amor”, de crear empatía y fomentar la atracción.
Pero sin duda sea El futuro la película que expresa con la máxima fantasía -rayana en el surrealismo (patente en su anterior película: Yo, tú y todos los demás)- la sinrazón de una pareja de treintañeros, que son como el simétrico inverso del otro: ella (interpretada por Miranda July, la directora) de silueta algo masculina y él tan escuálido como ella y de pelos largos y rostro casi femenino. Parte de una historia rocambolesca, contada y comentada en tono sarcástico y en voz en off por… un gato. En clave de comedia de tintes sombríos, nos sitúa ante una pareja que tiene previsto adoptar un gato hasta que el asunto se demora. Después de una serie de peripecias, deciden que, durante ese tiempo de espera, tienen que disfrutar al máximo. Pero la situación ha cambiado su vida, los confronta el uno con el otro, no desde la diferencia sino desde la similitud. Su primera medida para comenzar a vivir es desconectar el ADSL de su apartamento.
Pero eso les sumerge en una apatía aún mayor que antes. Están tan acostumbrados a su vida que ya no saben qué hacer con ella ahora. Son dos seres tan similares entre sí, tan aparentemente hechos el uno para el otro, pero también tan atípicos que su vida en común, en lugar de motivarlos y estimularlos, los anula y reduce casi a la inexistencia. Metáfora sobre el vacío de la pareja y el miedo al futuro, la película redunda en la búsqueda de paliativos para colmar la carencia.
Tomado de: http://www.designisfels.net
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