Casa de Campo, estrictamente personal

                                                                                    

   “Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar”

José Martí

La ignorancia consumada, el silencio febril y el miedo que se arropa en el vacío de las no preguntas, se tejen en una coraza que transita contenida de emociones. Personas que presumen de bondad son inmuebles atiborrados con palabras huecas, que surcan la autopista de la vida huyendo de una verdad contenida. Del peligro citadino, de la conjura de la verdad que resulta un templo crecido a velocidades virtuosas, se esconden los que niegan el dolor de otro.

Para calmar sus “nervios descarriados”, consumen biblias con sabor a carmín, a perfume de violeta gestado en la huerta ecológica del vivero teñido en francés parisino. Las compras saturadas de bolsas de tamaños desproporcionados para el resguardo de la ropa interior, son recurrentes catarsis para transitar por el goce y la enajenación.

Vivo en una puesta en escena desprovista de lingotes dorados y mordazas libidinosas. En todo caso la utilería de mis entresijos son escombros que persisten tras mi habitual trayecto. Los personajes, árboles de frondosas estaciones tiritando de frío y preguntas, coches que surcan el intento de marcar la meta para ser los primeros, donde la estupidez es el estigma que los sostiene.  Se suman a este panorama, los que se empeñan en adsorber el sin sentido que lleva a convertir el “buen vino” y las artificiales formas de fabricar la vida en el principio del fin.

Los titulares

Resulta “impostergable” estar al tanto saber si la “Duquesa de Alba” se casa con algún mortal enajenado. O que el embarazo de una “histriónica” ministra francesa se le atribuye al dueto de espermatozoides masculinos de Nicolás Sarkozy y José María Aznar, ¿a quién cojones le importa eso? Mejor aún, las gafas de la excandidata republicana a vicepresidenta del gobierno de los Estados Unidos Sarah Palin, a calado muy hondo entre los japoneses.

Comienzo a desnudar las entrepiernas de palabras huecas ajustando las estrofas del sin sentido, que son juegos de un dominó que está estructurado hasta en el simulacro.

Reunión de abigarradas palabras, adjetivos de múltiples colores que adornan esta jerga de frases iletradas dejan para el final “lo más importante”, los sabores de helados que más le gusta a Michael Jackson, o los pretéritos que Elthon John le espetó a la cantante Lyli Allen en una gala glamorosa donde estaba pasada de copas.

La historia

Era un día cualquiera de diciembre, el frío me nublaba los aromas de un verano apetecible. Mi trayecto hacia la rutina de mi oficio sabe a empeño, a paciencia destronada. Era otro amargo entresijo de cúpulas encorvadas. Aquella noche “me hacia acompañar” por las prostitutas de la calzada ecuestre, que descubrían sus altares de pliegues envejecidos por el cansancio de un “oficio” que sabe a poco cuando la paga resulta insuficiente.

Nervios de creyones labiales, cabellos alisados para la ocasión, móviles que se interponen en un diálogo que nunca tuvo preguntas ni respuestas, tan solo campanas nacidas de improviso. Divisé el aliento de una sonrisa falsa, donde las dosis de alegría solo se pueden servir -como anzuelos- si la presa anda suelta.

El inmenso dolor de las grietas de personas abrumadas por el caos y la polución del olvido, hacen un trueque amargo que van dejando sabor acumulado por el arrastre de pies acantonados por el destronar de versos mudos.

La metáfora

Era un hombre de mirada llana con ropaje vahído. Sus dos piernas describían una danza equidistante, acompañado de un par de muletas que ocultaba su dolor con pegatinas de bares y grandes almacenes de “vistosos colores”. Llevaba un contenedor a rastras, siguiendo la misma ruta que cada tarde me servía de “rutina sideral”.

Sus manos dejaron de empujar aquel “coche”, un giro de corbata me lo puso delante y sin mediar palabras se dirigió hacia mí con una pregunta. -¿Me puede usted ayudar a empujar este contenedor hasta el final del todo? Con las reservas propias hacia lo desconocido, arremetí contra este particular carromato que presumía de amarillo y no desaproveché “la vuelta” para hacer preguntas.

Entonces supe que llevaba dos bolsas de plástico. Eran sus dos casas, en la primera –la más grande- estaban doblados los tres juegos de ropa que le habían regalado en un mercadillo, más hacia el fondo sus zapatos de adoquines mudos, una mochila del Real Madrid, -sus ídolos de toda la vida- que solo ve desde la acera que está en un bar de copas, al doblar dela GranVía.Libros que fueron habitantes de un hogar y ahora sobran en los anaqueles le sirven para su subsistencia, que puja junto a los vendedores ambulantes de algún país de África nororiental.

Mientras se empeña en ser un comerciante de tratados de lengua norcoreana, se forra de porros y metrallas servidas con sólidas agujas. En sus aposentos de plásticos enmohecidos, se incluyen peluches, periódicos dejados en la estación de metro Puerta del Ángel y un cartón de vino que alguna vez probé y sabe a infierno.

Tenía dos hijos, emprendedores hombres de negocios que lo vieron por última vez para hacerle firmar un documento donde renunciaba al título de propiedad… y llegamos a la puerta de su destino, que también era el mío. Se arropo los ojos, guardó las bolsas en un ladrillo color café y se puso en la cola donde otros como él, dejaban “sus casas” a la entrada del escampado para vivir en un habitáculo compartido, hasta que el sol amanezca.

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