La otra mirada

‘Luz por todas partes’, un ensayo audiovisual para demoler con estilo la sociedad de la videovigilancia total

Por Ignasi Franch @ignasifranch

Hace unas semanas, Luz por todas partes se alzó con el premio del jurado a la mejor película internacional en el festival Documenta Madrid. Después de participar también en el Festival Internacional de Cine Independiente L’Alternativa, la obra está disponible por un tiempo limitadísimo (entre los días 3 y 5 de diciembre) en la extensión virtual de este último certamen a través de la plataforma Filmin.

Se trata de una nueva oportunidad de acercarse a esta demolición —marcada por un tono sobrio y meditativo que se envuelve de un bello dispositivo estético— de los sueños-pesadillas de la sociedad de la videovigilancia total y la correspondiente extracción masiva de datos.

Luz por todas partes cuestiona la supuesta objetividad de la tecnología y nos habla de la omnipresencia de ojos mecánicos. A la vez, es una de esas películas que encarnan implícitamente, y quizá involuntariamente, algunos efectos colaterales.

El tsunami constante de imágenes que se graban no implica un acceso a ellas. Las horas y horas de metraje capturado por las cámaras de los cuerpos policiales estadounidenses que pasan a los archivos de la empresa Axon, fabricante de las pistolas eléctricas Taser y muchos gadgets más, no son accesibles para el público. Y la película del documentalista (¿o ensayista de la imagen?) Theo Anthony parece condenada a tener una difusión muy restringida dentro del competitivo mercado del contenido audiovisual. Un mercado que tiende, como tantas esferas de la vida contemporánea, a estar dominado por los productos corporativos. Por desgracia, parece difícil concebir que Luz por todas partes pueda conseguir un espacio más allá de ser uno de los muchos estrenos semanales que se pierden entre el flujo de contenidos de las plataformas de vídeo por streaming, o de un estreno limitado en unas pocas salas comerciales de la geografía española.

El acercamiento de Anthony puede recordar a otro gran documental de especial utilidad pública que ha quedado sepultado por el torrente de imágenes. Oeconomia era una contundente confrontación con los idearios y los falsos dogmas dominantes en materia económica, pero se alejaba de las maneras del audiovisual protesta. Su indagación era insistente, pero no escenificaba ninguna indignación (aunque pudiese generarla). Su realizadora, Carmen Losmann, destacaba el mal funcionamiento del sistema, o el desencaje entre lo enunciado y lo que acontece verdaderamente, pero sin atender especialmente a la ética de la economía. Devenía una especie de nerd que buscaba las incongruencias de los discursos superficiales del neoliberalismo económico, y hacía emerger su lógica profunda real, sin explicitar unos principios que la situasen a la contra.

Quizá Anthony lanza unos ciertos hilos de conexión con la sensibilidad comunitaria de los movimientos sociales, pero su empeño sigue resultando de ejemplo de un cine político que es contrario a la gesticulación. Y que no resulta menos penetrante por ello.

Sobre los ojos electrónicos y sus sesgos

Luz por todas partes incluye varios relatos. Por una parte, tenemos al documentalista que visita la sede de Axon, que graba a un curso para policías de iniciación al uso de los productos Axon o que documenta los intentos de un empresario de reflotar un polémico proyecto de vigilancia de la ciudad de Baltimore a través de cámaras aéreas. Entre los fragmentos de estos relatos, aparece el Anthony ensayista (en quien podemos ver varios referentes: desde la divulgación estéticamente cuidada de la historia de la brujería en Häxan hasta las películas de Chris Marker) que ofrece un recorrido histórico: se detiene en diversos intentos humanos de objetivar el visionado y la interpretación del mundo a través de la tecnología. Caben desde las observaciones astronómicas hasta la implantación estandarizada de fichas policiales con diversos retratos, huellas dactilares y mediciones, que inspiraría los estudios sobre supuestos fenotipos criminales y sus correspondientes derivados en forma de ensoñaciones eugenésicas.

El cine de ficción nos ha hablado muchas veces sobre la indeterminación de las percepciones y los posibles fallos en la interpretación de estas. El thriller de terror italiano llegó a convertirlos en un cliché narrativo. Véase, por ejemplo, buena parte de la filmografía de Dario Argento, comenzando por El pájaro de las plumas de cristal o Rojo oscuro. En algunas elaboraciones narrativas, el ojo mecánico desplazaba al ojo humano. El giallo de autor Blow up, de Michelangelo Antonioni, y su derivado Impacto, de Brian de Palma, son otros ejemplos de ello. Anthony opta por un cierto ensayismo audiovisual para dimensionar estos fallos en la captura y decodificación de las imágenes del mundo, y por afirmar reiteradamente la imposibilidad de la objetividad. Los sesgos que siempre condicionan, sea por el mismo funcionamiento de la visión humana, por el diseño de los dispositivos electrónicos orientados al uso policial…

El autor invita al espectador a malpensar, porque la adopción de las tecnologías suele estar promovida por unos poderes con sus propios intereses y cosmovisiones. Los tecnooptimistas de la película, siempre con intereses económicos, llegan a poner en palabras verdaderas distopías de sociedades panópticas bajo vigilancia permanente. En su papel de emisor de autobombo empresarial, un portavoz de Axon parece inconsciente de las connotaciones inquietantes de sus palabras. Afirma que una cámara y un arma condicionan de manera similar la conducta de la persona observada-apuntada, sin pensar en cómo sus palabras explicitan la coacción y la violencia implícitas en su mundo de ojos electrónicos omnipresentes.

Luz por todas partes también recoge voces a la contra. Un anónimo asistente a una reunión en un centro comunitario de Pittsburgh lanza unas precisas cargas de profundidad contra el securitarismo, sus asimetrías y sus negocios derivados, antes de que la discusión se disperse y encone. El cineasta, a través de una voz en off, ensaya una enmienda calmosa a la totalidad del tecnooptimismo pro-vigilancia. Una voz en off femenina habla de las distorsiones derivadas del gran angular de las cámaras corporales que usa la policía, y de las connotaciones de estas: la perspectiva subjetivizada no muestra qué hace la persona que porta el dispositivo, y las posibles amenazas a las que esta se puede enfrentar parecen más cercanas. La voz nos recuerda que estas grabaciones, especialmente cuando pueden ser consultadas por los agentes participantes antes de prestar testimonio, facilitan la producción retroactiva de una narrativa que justifique el uso de la fuerza.

Luz por todas partes evidencia que la crítica de la brutalidad institucional y de los sistemas que favorecen su impunidad puede ser sobria, distante. A pesar de que el recorrido que propone su autor es desasosegante y transmite inquietud respecto al presente y el futuro, el resultado es una película extrañamente bella. Puede tener su lógica que el filme tenga algo de experiencia sensorial, dado que atiende al fenómeno de la percepción. Las meditaciones sobre (im)posibilidad de ver, registrar e interpretar objetivamente la realidad llegan al espectador a través de un montaje poético y una sugerente banda sonora. Porque nos podemos confrontar estilosamente a la distopía cotidiana.

Tomado de: El Salto

Tráiler Luz por todas partes (Estados Unidos, 2021) de Theo Anthony

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De las tablas a la pantalla

Fotograma de María Antonia (1967) de Sergio Giral

Por Luciano Castillo @LucioC812

Encuadramos dos de las adaptaciones de la dramaturgia nacional en la producción fílmica del ICAIC, en este caso realizadas por el cineasta Sergio Giral, obras que, por la solidez de su estructura y el delineado de sus personajes, superan en considerable medida cierto endeble e intrascendente “cine de autor”.

En 1986, Giral halló en Plácido, galardonada pieza en doce cuadros de Gerardo Fulleda León —aporte esencial a la literatura dramática cubana—, la oportunidad de realizar una aproximación estética a un artista ubicado en su momento histórico. Emprendió el rodaje de su versión como un intento por incursionar en el mundo de las ideas y las pasiones de un poeta. “Muchos pasajes que aparecen en el filme y no en la obra —advierte el cineasta— son producto de las necesidades expresivas propias del cine. Mi película es una reinterpretación y no una adaptación”.

A criterio de Fulleda, en el trabajo conjunto que acometieron, Giral no desvalorizó ninguna de las posibles lecturas planteadas por su obra, y enfatizó en la que define como fundamental: el artista y su tiempo. Para el realizador, Plácido es una película más personal a la que concede especial sitio en su quehacer, sin relación o continuidad con su trilogía sobre el tema de la esclavitud: El otro Francisco, Rancheador y Maluala.

Desde el momento climático del ajusticiamiento de Plácido, el filme eslabona flashbacks evocadores de distintas etapas en la breve vida del poeta matancero para aportar elementos de juicio sobre su conducta. La cuidada fotografía de Raúl Rodríguez captó el rigor en la reconstrucción ambiental y la selección cromática. El argumento fluye gracias a la eficaz edición de Nelson Rodríguez. El acercamiento físico y caracterológico al contradictorio bardo por el actor Jorge Villazón (1947-1994) sobresale en medio de un reparto con desequilibrios. Sin alcanzar el aliento y vigor de su antecedente teatral, Plácido queda como un fresco abocetado con personajes carentes de precisión.

No denota su procedencia escénica en ningún momento el guion concebido por Armando Dorrego para la adaptación asumida en 1990 por Sergio Giral del clásico María Antonia (1967), que convierte a Eugenio Hernández Espinosa en el dramaturgo cubano más filmado. El propósito de la adaptación fue respetar al autor sin desvirtuar la obra homónima en un prólogo y once cuadros, estrenada en septiembre de 1967 por el grupo Taller Dramático. De ese proceso surgieron tres guiones, desde el más religioso, mágico y esotérico, hasta uno actual, que no funcionó porque al transmutar la trama de los años cincuenta, los conflictos y la realidad social eran distintos. Finalmente, se escogió para el cine una variante fiel al espíritu del original y consigue, a tono con los criterios expuestos por el realizador en conferencia de prensa, “una película universal que desbordara los límites de la época en una operación más de índole cultural y estética que histórica”.

Que Giral se hallaba en el clímax de su plenitud creadora y en evidente ruptura con su filmografía anterior, es percibido a lo largo de este filme. La fotografía preciosista de Ángel Alderete propicia el estallido de las imágenes de La Habana en todo su dramatismo, como entorno para el avatar de esa mujer intransigente y rebelde que reniega de los dioses a los cuales desafía, pero cuya protección implora su Madrina, tras el acto cometido por María Antonia. La religión es el elemento decisivo en la conducta de los personajes en la obra, toda una tragedia moderna, en opinión de Giral. Plantea que este elemento está dado por un hecho de índole dramático, que conserva sus valores sin dejar de gravitar en los caracteres y el medio social donde se desenvuelven. En su versión libre para el cine se acercó más a un género tan vapuleado, pero que defiende, como el melodrama, sin pérdida de su esencial aliento trágico.

Quienes dudaron que existiera otra actriz capaz de ofrecer una imagen diferente o aproximada a la antológica caracterización teatral de Hilda Oates, ignoraban la osadía de Alina Rodríguez (1951-2015), realmente descubierta para el cine cubano en este protagónico. Ella solo conocía la exitosa reposición de la obra por Roberto Blanco en 1984 con el grupo Ocuje y se propuso encarnar ese personaje monumental apenas supo del proyecto, para el cual aprovechó sus vivencias en Santa Camila de La Habana Vieja. Su temperamento artístico disipó toda incertidumbre y convenció al cineasta. La entrega a María Antonia fue tal que delineó —como la imaginara el autor— una potente actuación como esta hija de Oshún y de la candela, sedienta de hombre, pletórica de amor, con su risa cascabelera y el viento que arremolina su cintura, su piel llena de movimientos, segura de lograr todo lo que se propone y de poder moldear el mundo a la medida de sus deseos.

Tomado de: Cubacine

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Tres en la deriva del acto creativo (Fernando «Pino» Solanas)

Por Agustín Durruty y Tomás Guarnaccia

Una vez una fotógrafa preguntó: “¿Cómo se puede escribir sobre algo que se mueve todo el tiempo?”(1). El interrogante, que puede parecer inocente o hasta ingenuo, nuclea el gran problema de la crítica. El cine es contradictorio, fija aquello que discurre y se escurre: el tiempo. Pero su lógica también es la de dejar suceder aquello mismo que fija. Claro está que las imágenes y los sonidos quedan y uno los puede revisitar, aunque más no sea para que se vuelvan a escurrir. En el mundo de las ideas sucede algo parecido, la lógica de ese mundo es muy similar a la del mundo del cine. La idea, como lo real frente a la cámara, se pesca del caos, se aprehende y se intenta fijar, ordenar, acercar; dejarla ir es perderla, por eso la experiencia y su consecuente sabiduría traen aparejadas la capacidad de saber qué tomar y qué dejar ir. Asimismo, podemos también pensar que la creatividad encuentra una de sus bases en el juego con aquello que sobrevuela descontrolado. El artista es aquel que organiza el desorden, dice Pino Solanas en un momento de Tres en la deriva del acto creativo, su obra póstuma y apertura de la 36° edición del Festival de Mar del Plata.

La emotiva presentación de la película contó con la presencia de Juan Solanas, Victoria Solanas, Ángela Correa, Flexa Correa, Gaspar Noé y uno de los protagonistas del film, Luis Felipe “Yuyo” Noé. Entre todo lo que se dijo, Juan Solanas destacó que “para Pino arte, vivir y política eran lo mismo”. Un trinomio que al mezclarse y al ser puesto en escena por Solanas parece dar por resultado un cuarto elemento: la belleza. Desde su primer cortometraje hasta este último documental, estas cuatro esferas son una constante en la poética de Solanas, a veces colisionando entre sí y otras en plena armonía. Y en este sentido es curioso que Pino, autor durante los ‘80 de algunas de las imágenes más bellas, plásticas y memorables de la historia del cine argentino, haya elegido la estética de sus documentales testimoniales para registrar la cocina de la creación y el acto de sentarse a pensar sobre la poiesis.

Por momentos, el documental adopta la forma de film-diario: Pino se mueve con su cámara por todos lados y registra los encuentros con sus amigos. En palabras del director, Tres en la deriva del acto creativo surge como una película “sin planes preconcebidos”: un encuentro de tres amigos. Reunidos en la casa de Yuyo, los tres artistas rememoran y reflexionan acerca de sus respectivas disciplinas. Estas charlas dan pie a un racconto de sus trayectorias. La constelación de estos tres nombres no obedece solo a la motivación personal de elaborar una autobiografía. Eduardo “Tato” Pavlovsky, Luis Felipe “Yuyo” Noé y Fernando “Pino” Solanas se conocieron a fines de los años sesenta, cuando Pino concluía La hora de los hornos. La cuestión del contexto no es menor: como señala Solanas, se trata de tres figuras que resistían la dictadura a través del arte de vanguardia.

Si El legado estratégico de Juan Perón (2016), al volver a las míticas entrevistas realizadas al General junto a Octavio Getino a principios de los años setenta, implicaba una primera mirada retrospectiva de su carrera con énfasis en la militancia política, Tres en la deriva… funciona como una revisión integral de su obra artística y nos confronta a ella, sin pruritos o rencores, después de un par de décadas en las que la crítica intentó enterrarla. Solanas fue una de aquellas figuras paternas que los jóvenes y no tan jóvenes de los ‘90 debieron “derrocar” en el camino a la consolidación del Nuevo Cine Argentino. Subiela, Gallettini, Desanzo, Aristarain, Ayala, Olivera y Solanas, caían en una misma bolsa llamada “directores dinosaurios”(2); mientras en su lugar se levantaba una “estética de la abstención” como antítesis de la fuerte carga alegórica y declamatoria del cine de los años ‘80 y ‘90. Un “grado cero” para la renovación del cine argentino. Un camino que se encuentra hoy, asimismo, agotado, tal como el relato que lo sostiene: basta revisar las respuestas de Peña, Prividera y Varea a los recientes artículos de Llinás publicados en la revista Crisis, donde el desmedido esfuerzo por sostener y enaltecer el mito fundacional del NCA y el post-NCA acaso termine de apagar la llama que una vez lo encendió(3). Si, por tomar un mojón del NCA, el primer cine de Alonso, con una película como La libertad (2001), consagró un realismo que pretendía anular el discurso sobre lo representado (sin por eso imposibilitar lecturas de ese orden), con sus “imágenes fascinantes e imposibles de interpretar o de adscribir a una intención” (4), la obra ficcional de Solanas, en cambio, está atravesada por el trabajo sobre la imagen y su enunciación, es el cine de los grandes temas y voluntades. Y no es casual que algunos nombres invocados en Tres en la deriva… como modelo sean tres figuras-tótem del cine de autor de la modernidad (Welles, Bergman, Fellini), en cierta medida relegados en el canon actual del cine contemporáneo, como la propia obra de Solanas en Argentina.

En su nuevo film, a la cocina del trabajo creativo en la intimidad por parte del pintor y el dramaturgo, Solanas contrapone la raíz industrial de la imagen cinematográfica, en la que, sin embargo, el director se desenvuelve como pintor y dramaturgo a la vez, tal como se lo ve en los registros de sus rodajes: un coreógrafo, un compositor de la forma. En este sentido, Solanas le da particular importancia a su formación musical y menciona el trabajo sobre el “tempo del cine”; algo comprobable en este mismo film, donde logra hacer sonar armoniosamente sus disímiles y variados elementos. En Tres en la deriva… conviven, a modo de collage, materiales de diversas procedencias: fragmentos de sus películas, making-offs, grabaciones caseras, músicas que parecen extraídas de películas de comedia familiar, entrevistas de “cabezas parlantes”, voces en off de Pino y muchísimos sonidos e imágenes que chocan pero se amalgaman entre sí.

Siguiendo estos conceptos, también aparece en el documental la idea de que el director compone la imagen en movimiento como si se tratara de un artista plástico. Solanas se refiere, por ejemplo, al sueño del “cine dibujado” de Fellini. Desde este punto de vista, pareciera ser que el cine para Pino no parte de un mero reflejo de lo real, sino de la inspiración del creador, que puede improvisar en el set pero siempre parte de una idea, de una tesis. Un cine que no implica un esteticismo abstraído del mundo, sino al contrario: una imagen no-realista reflexiva.

Recientemente, a propósito del documental Solanas en filmación (Dolly Pussi y Enrique Muzzio, 2021) que retrata el rodaje de El viaje (Pino Solanas, 1992), el crítico Pedro Insúa llegó a una idea interesante: “Podríamos hablar de prolongación de su actividad social en el cine (o viceversa) aunque sería conceptualizar algo que las mismas imágenes simplifican: no hay desdoblamiento porque su terreno de acción es efectivamente el mismo, una constatación de que Pino no necesitaba hacer solo documentales para que el cine fuese su campo de acción político”(5). Podríamos tomar también esta fórmula para pensar que Pino no necesitaba solo hacer ficciones para que su cine fuese su campo de desarrollo de una búsqueda por lo eminentemente bello. La obra de Pino parece moverse y bascular entre una imagen no-realista reflexiva y una imagen realista estilizada.

Asimismo, a lo largo de Tres en la deriva…, la pregunta central gira en torno al misterio de la búsqueda de la imagen: el proceso creativo se desenvuelve en un permanente desorden y, como decíamos al principio, como una manera de ordenar el caos y “fotografiar un instante de esa constante transformación”: se trata, en palabras de Pino, de “sintetizar la realidad en el rectángulo” del cuadro, pero también de “mover el rectángulo”. Es decir, la ventana abierta al mundo está dotada de esa posibilidad de expresarse a través de la forma. Siguiendo a Solanas, en el proceso creativo no hay una línea recta sino un zig-zag, un viaje de crisis y riesgo, exactamente lo que sucede y emerge del caos que es Tres en la deriva…. En los tres artistas resalta una singular forma de compromiso con el arte; el trabajo artístico como una “pregunta desesperada”, una indagación en el “misterio terrible” de la vida. No solo hay alegría y felicidad a la hora de filmar, sino un constante estado de conflicto. Arte, vida, política y belleza, todo junto, todo en crisis y todo expuesto.

Tres en la deriva del acto creativo es el ejemplo de cómo Pino se acerca a Yuyo en un mismo abrazo al caos; pues ambos entienden que allí reside una de las muchas esencias, inevitables e inexorables, de la vida. La película deriva, abre ramas, abre para recibir todo lo que haya por delante y por detrás, todo lo que hubo en el pasado y todo lo que quizás venga.  Recibe tanto que constantemente corre riesgo de asfixiarse, de redundar, de ser un pastiche, pero Pino idea y encauza aquella bestia pantanosa que es la creatividad, hace acto del caos(6).

“Lo que nos une a los tres es la amistad, el arte y el compromiso político”, dice Pino. Además, los tres artistas fueron exiliados; Noé y Solanas en París, Tato en España. Sus trayectorias, como sus obras, están atravesadas por los sucesos históricos. Es notable una confesión de Yuyo en el documental: dice, en un momento de intimidad en su atelier, que su mayor influencia en la pintura es Perón. La experiencia del 17 de octubre significó para él un quiebre, un “espectáculo maravilloso” de explosión popular que determinó la visión quebrada de su pintura. La abstracción de su obra, que a primera vista parece ser la que menos marcas referenciales contiene en relación a los otros dos artistas, también está atravesada, en sus palabras, por un modo de ver, por una visión del mundo, y por el discurso. No se trata, entonces, del arte como mero vehículo de la expresión personal. La idea de una imagen no-realista reflexiva en el cine de Pino es exportable, con matices y variaciones, aquí con Yuyo. Solanas, en otro momento, acota que “el país duele” y que la indignación motiva el trabajo artístico; el arte aparece así como una lámina indivisible de un sufrimiento y un amor que ciñe sus anclajes en algo más que la propia individualidad. Se vuelve patente que, en los tres casos, fue la necesidad aquello que formó la conciencia política y lo que, en consecuencia, dio lugar a poéticas y obras con fuerte carga política: la Serie Federal de Noé, o las obras Potestad y El señor Galíndez de Pavlovsky, emergen como ejemplo.

En otro pasaje de la película, Pino le pregunta a Tato de dónde surge su necesidad de encarnar personajes monstruosos, en relación a su personaje inspirado en Astiz. Pavlovsky responde que las figuras del torturado y del torturador cohabitan en uno mismo. A su manera, Tres en la deriva… no sólo indaga en las posibilidades de la creación y en el río revuelto del mundo de las ideas, sino que problematiza la construcción misma de las imágenes. Pino cita la famosa respuesta que dió Welles cuando le preguntaron por qué interpretaba personajes tan terribles: “Si no los ayudo yo, ¿quién los va a ayudar?”, dijo el director y protagonista de Mr. Arkadin. La humanización de los carácteres del horror, el gesto de mirar de frente y firme al otro es una constante de la poética de Solanas, sea en sus films políticos, en sus ficciones de la post dictadura o en sus documentales de la crisis de 2001. Asimismo, siguiendo a Pavlovsky, la exploración de la propia subjetividad, en su dimensión más terrible y, claro, humana, está íntimamente vinculada con los conflictos macropolíticos. Este film póstumo de Solanas abraza, como no podía ser de otra manera, esa conciencia.

Tres en la deriva… es una película de despedida tanto como un retrato del ocaso de tres artistas modernos, hijos del siglo XX, a contramano del paradigma actual. La presencia de dos hijos realizadores, Juan Solanas y Gaspar Noé, constata una ruptura en la que la pregunta por lo nacional y por el propio momento histórico deja de ser una motivación central. Y acaso el desarraigado cine de Noé —hijo del exilio e “integrado al cine francés”, como sugiere Pino— condense en sí mismo una pata del problema de la supuesta “generación huérfana” de los noventa(7). Por su parte, Juan Solanas se distancia de la idea del riesgo (de manera literal) al recordar el infarto de riñón sufrido por Pino durante la realización de una de sus películas. Allí, la idea romántica del compromiso artístico, de la entrega absoluta al trabajo creativo, encuentra un límite. Algo similar sucede cuando Pino le pregunta a Gaspar Noé sobre la crisis que supone atravesar la producción de una obra, una pregunta que Noé interpreta de manera financiera antes que existencial.

Las palabras finales de Pavlovsky resuenan como el eco fantasmal del propio Solanas en su película póstuma. Aun en la proximidad de la muerte, aun sufriendo cortos momentos de desesperación, sostiene que el teatro, y el arte en general, está ligado a la vida y al deseo. Y así es que, al mismo tiempo que Solanas revisaba su propia trayectoria, con El legado… y Tres en la deriva…, también retomaba el segmento de su filmografía abierto por Memoria del saqueo (2004), para concluir la serie a la que se refiere como “crónicas de la Argentina neoliberal” con Viaje a los pueblos fumigados (2018).

El cine es el arte del siglo XX, por eso, retomamos el inicio de este texto y volvemos a interrogarnos acerca de cómo se puede pensar aquello que se mueve en constante devenir y suceder, como lo son el tiempo y el mismo cine. El cine de Solanas amerita ser revisado por esa constante preocupación por estar en contacto con los problemas de su época, por pescar del transcurrir del tiempo aquel elemento que también corre descontrolado y desorganizado: la Historia. Pensar a Pino es volver a la escala mayor, es volver a los grandes temas, es tratar al cine como el arte indómito que es. Acaso la revisión del cine de Solanas sea una puerta de salida de los problemas contemporáneos del agotamiento del realismo observacional, del formalismo lúdico o cine del shock por el shock. Frente a las inertes tabulas rasas que solo proponen superficies lisas y los “fin de la historia”, la recuperación de un diálogo histórico-estético parece fundamental. “A mis hijos Victoria y Juan Diego / A quien tenga veinte años”, dice la dedicatoria del libro La mirada (Solanas y González, Puntosur, 1989), pero parece también decir toda la obra de Solanas.

Luego de conocerse la noticia de la muerte de Solanas, el crítico brasileño Victor Guimarães publicó en su twitter una simple pero fuerte idea: “Sus películas y textos siempre han sido esto: enormes reservas de aire fresco hechas para inventar respiraciones. Las cuales siguen entre nosotros”(8). Un año después, pero ahora en el estreno mundial de Tres en la deriva del acto creativo, Ángela Correa, compañera por casi treinta años de Pino, cerró la presentación del film con una gran descripción de lo que es la obra de Solanas: “El cine de Pino es poesía, y la poesía abre ventanas, y las ventanas son para que respiremos”. El paso de este caótico y hermoso documental no quedará en el olvido, su proyección fue una bocanada de aire fresco que oxigenará no solo al festival o al cine; a Pino le importaba algo más: darle aire a la gente para así seguir curioseando, jugando, preguntando, luchando y, claro, viviendo.

Notas al pie

  1. Pregunta de Julia Russo Martínez esbozada en una charla privada.
  2. “Conversación en el Maxi”, El Amante n°40, p. 24. LINK.
  3. Menem y el cine: la hora de los viejos (primera parte) (Mariano Llinás) LINK

Menem y el cine: la hora de los estudiantes (segunda parte) (Mariano Llinás) LINK

Cine y 2001: la hora de los críticos (tercera parte) (Mariano Llinás) LINK

¿A quién le importa? A propósito de Llinás, Peña y la historia del cine argentino (Nicolás Prividera) LINK

Cine, menemismo y medias verdades (Fernando Varea). LINK

  1. «El misterio del leñador solitario», El Amante, nº111, junio de 2001. LINK
  2. Crítica completa de Pedro Insúa sobre Solanas en filmación (Dolly Pussi y Enrique Muzzio): LINK.
  3. Esta idea se vuelve literal en el afiche promocional del film, donde la palabra “caos” se encuentra tachada y reemplazada por “acto”.
  4. Una generación de huérfanos. Encuesta a jóvenes directores argentinos (Sergio Wolf). LINK
  5. Traducción propia. Tuit original.

Tomado de: Las veredas

Tráiler de Tres en la deriva del acto creativo (Argentina, 2021) de Fernando E. Solanas

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Más allá de los límites de la realidad. Una mirada a través de la antología de Edgar Wright

Edgar Wright es un guionista, productor, actor y director de cine y televisión inglés.

Por Ernesto Delgado

Resulta interesante cómo últimamente se mira el formato de las antologías no como un medio, sino más bien como un género. Más aun teniendo en cuenta que la naturaleza de las mismas es la de abarcar en un formato, varias historias que puedan reflejar diferentes caras de una temática concreta, o fragmentos de aleatorios relatos breves que no tienen por qué seguir un solo género. Edgar Wright exploró en su trilogía seminal de cine paródico, una forma de antología diferente con una visión del medi muy particulares.

Rastrear el origen, o la popularización más bien, de este medio en el formato cinematográfico sería llegar a La dimensión desconocida (Rob Serling, 1959-1964), en la que el artificio servía -y sirve- como extensión de la singularidad de cada capítulo. Los episodios se presentan como distintivas narraciones, directamente reconocidas como ficción y señalando la propia naturaleza cambiante de las mismas. Todas las semanas Rob Serling aparecería en el televisor para resetear la lógica que se exhibió en el capítulo anterior, y así sucesivamente, creando una suerte de serial inagotable de leyenda y fantasía en la que cabe cualquier tipo de historia. La serie se vende como producto de género, pero en el que acaban entrando episodios que destilan un costumbrismo inaudito, que incluso Chicho Ibáñez Serrador muchas veces tomará prestado para sus Historias para no dormir (1966-1982).

Este formato se empezará a adaptar al cine de una manera algo más comedida, en la que la película marca las separaciones entre las historietas, y en general aunando las mismas bajo un género compartido. Se rechaza el supuesto de que la antología pueda concebirse como algo más amplio: una serie de películas bajo un mismo sello que comparta una temática similar, pero que convivan independientes las unas de las otras. Hay intentos, desde los más clásicos como el que ocurrió con Halloween III: el día de la bruja (Tommy Lee Wallace, 1982), hasta los más contemporáneos como puede ser la franquicia Cloverfield.

Parece ser un propósito difícil de mantener en algo tan poco duradero para el mercado general, comparado con la sencillez y lo fácil de encajar que es realizarlo en un formato televisivo. De hecho, aunque menos ambicioso, es mucho más fiel al estilo original de las recopilaciones de relatos cortos y magazines de ciencia ficción en las que se inspira La dimensión desconocida en un principio. Edgar Wright se apropia del propósito general de este formato para encontrar un mínimo común múltiplo en su versión única del medio. La autoproclamada Trilogía del Cornetto  evalúa tres subgéneros sucesores de uno mayor, para mofarse en forma de sátira posmoderna, a lo spoof movie, de la irónica naturaleza auto-regurgitada de las mismas, y siempre desde un esquema palpable a lo largo de las tres películas.

Se permite entonces repetir chistes para encontrar esos momentos de firma personal y reconocimiento para crear una mayor imagen general a la larga. El que las tres películas sean protagonizadas en mayor medida por los mismos actores, con cameos recurrentes, invita a fantasear sobre la premisa de la dimensión desconocida. Incluso se permite introducir una especie de presentador estilo Rob Serling para Arma Fatal (2007) en forma de una narración en off al principio de la película. Curioso, siendo esta la menos fantasiosa de las tres, pero la que más interesada parece en explícitamente referenciar sus fuentes. De nuevo, en un alarde de mitificación posmoderna, Wright decide que sea la menos amarrada al concepto de género (Arma fatal es, en gran parte, una película de acción sin acción)  la que verbalice los clichés del policiaco americano y los sustituya por unos infinitamente más evidentes, y haga de la parodia una parodia en sí. De ahí que el personaje de Nick Frost sea prácticamente una sucesión de capas de ironía que se superponen las unas a las otras, siendo el enterado marisabidillo que se sabe todas las pelis de tiros, pero también el que termina torciendo el propio concepto de la acción en la película hacia uno más exagerado.

Es una forma muy interesante de comentar los géneros que estás adaptando, viéndolo a través un prisma más cotidiano: los amigos que se sientas en el sofá a ver películas de acción, jugar a juegos de zombies y que en secreto crean planes para sobrevivir a una invasión extraterrestre. Wright ya tantea con esta forma de parodia en la serie Spaced  (1999-2001) -que sirve a su vez como prototipo para alguna premisa que más tarde expandirá en alguno de sus largometrajes- y que otras franquicias han intentado emular con diferentes resultados. La autoconsciencia con la que se están evaluando clichés de según qué géneros se vuelve anecdótica comparada con el hecho de que la propia cinta es abiertamente consciente de que está haciendo justamente eso. Cuando en Zombies Party (2004) se utiliza música de Zombi (George A. Romero, 1978) para el principio de la película sirve como recordatorio de la naturaleza bibliográfica de la misma, de su propósito paródico, y de un conocimiento específico del subgénero (sin dejar nunca del todo claro que esta referencia existan en el universo tangible de la ficción), para más tarde desvelar que en efecto los personajes saben qué es un zombie y qué significa que hayan zombies en esta historia. Shaun (Simon Pegg) llega a comentar incluso lo incómodo que le hace sentir la propia palabra, y para acabar de cerrar el círculo de consciencia, Nick Frost cita a Romero con el “we’re coming to get you Barbara”.

Esto es una imagen más pequeña de la escala general a la que esta trilogía parece que aspira. En Bienvenidos al fin del mundo (2013) rompe por completo con esta secuencia de eventos para desligar el referente de la antología. Mientras que en Zombies Party, en parte por temas de presupuesto, dirige el fin del mundo como un inconveniente que casi nadie parece darle el peso que de verdad merece, en la tercera entrega ese mismo escenario es puesto patas arriba por una plétora de personajes que quieren entender, o quieren temer. No hay nadie que señale lo mucho que esto o aquello se parece a esto otro, o aquello otro. Parece que la película quiere distinguir lo evidente que es su puesto en una franquicia en la que se puede estimar lógica junto a sus dos compañeras, pero que se atreve a incumplir la premisa que Wright plantea en la primera. Que en Zombies Party resulte gracioso querer escapar del apocalipsis escondiéndose en un pub, en Bienvenidos al fin de mundo va haciéndose cada vez más y más patético a medida que la idea empieza a tener sentido para los protagonistas.

Pero lo que de verdad termina de aunar la tercera película con el resto como una única antología separada en tres partes es el recuperar esa idea de reset que propone Serling en La dimensión desconocida. Que los personajes de Simon Pegg en las dos primeras entregas funcionen como los racionales de la pareja, y los de Frost como los inmaduros, para que en la tercera se intercambien los roles, no es ninguna coincidencia. Que se deja intuir muy explícitamente que, consciente o inconscientemente, estos protagonistas hayan compartido unas personalidades tan reconocibles y tan similares, para luego deformarlas de manera tan categórica no es sino una señal extradiegética de que el fin de estas tres películas es uno antológico. Es una mirada transformadora y mutante, que pone en evidencia la idea de la parodia simplista, e incluso la de la parodia redicha y de recordatorio constante, la que hace que de verdad merezca la pena ahondar en este concepto de antología cinematográfica, épica y comedida, sin etiquetas ni ataduras, capaz de crear cátedra incluso en lo que a los subgéneros atiende. Todo es posible, más allá de los límites de la realidad.

Tomado de: Mutaciones

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La titánica Kate en la corte de Luis XIV

Por Rafael Grillo

Ahora que la chica linda de Titanic (1997) celebra su segundo premio Emmy de actuación por el papel de corajuda policía en Mare of Eastown, erigida en icono femenino de 2021 con su renuencia a usar maquillajes y a dejarse retocar los pliegues de la barriga con Photoshop para esa serie de HBO, y antes de que la veamos encarnando a la legendaria fotógrafa de guerra Lee Miller en el nuevo proyecto de la directora Ellen Kuras, vale la pena retroceder hasta 2014 para disfrutar de Kate Winslet encarnando a otra mujer empoderada, en el rol casi imposible de una diseñadora de jardines que fuera aceptada, en el siglo XVII, por el caprichoso Luis XIV para su pantagruélico proyecto del Palacio de Versalles.

La película hace la advertencia cuando aún no ha exhibido su primer fotograma: nada de based in true events, el personaje protagónico ni siquiera existió. Luego, esto no es “cine histórico”, sino apenas “cine de época”, al estilo de aquel Sense and Sensibility (1995) con el cual Winslet cosechó su primera nominación (de un total de siete) al Oscar (solo ha ganado uno, en 2008, con El lector). Justo fue en esa cinta de Ang Lee donde la actriz compartió reparto y conoció al actor Alan Rickman, quien la dirigiría en A Little Chaos.

Mientras la británica interpreta a una Sabine du Barra harto ingeniosa en su oficio, irreverente y de tenacidad sin límites, pero atormentada por el recuerdo de la muerte del marido y su hija pequeña (en circunstancias que la cinta maneja a cuenta gotas, con ínfulas de suspenso, y que esta nota no revelará para no pasarse en spoilers); su compatriota, que como actor es el villano inolvidable de Robin Hood, príncipe de los ladrones (1991), la primera entrega de Duro de matar (1988) y el Severus Snape en la saga de Harry Potter (2001-2011), se empeña en llevar las riendas por segunda vez en su vida (y última, porque falleció en 2016): un rol como director cinematográfico en el que ya se había estrenado en 1997 con El invitado de invierno.

Rickman, además, reserva para sí el papel del voluble y grandilocuente Rey Sol, atribuyéndole a este monarca los destellos de humanidad que una encomiable cinta anterior, Le roidanse (2001), de Gerard Corbiau, le había negado; y que, definitivamente, le serían devueltos por una posterior, la gigantesca La muerte de Luis XIV (2016), de Albert Serra.

Aunque, injertados en una sana y racional perspectiva histórica, nos cueste como espectadores creer que en la Francia de entonces —y nada menos que dentro de su porción aristocrática—, rabiosamente clasista y sexista, se pudiera abrir una brecha para la resignificación de los roles de género, el manejo del conflicto desde una dimensión interpersonal, facetoface, entre Sabine y Luis XIV, con la instauración de un respeto y admiración recíprocos como baluartes, llega a hacer verosímil la propuesta fílmica.

Para esto, dos escenas serán claves: la del primer tope entre la protagonista y un rey que va de incógnito, donde una Sabine en ropa de faena exhibe todo su savoir faire sobre el arte de la jardinería. Y la segunda, cuando una deslumbrante Kate, emperifollada para la fiesta en la corte, expone un alegato en defensa de las rosas y su efímera belleza, reflexión “filosófica” cuyo subtexto es el realce del valor de la mujer a pesar del paso de los años y sus huellas en lo físico.

Sin embargo, no esperen que vaya a más esta película en su planteamiento feminista. De hecho, los mayores obstáculos que encuentra la protagonista para cumplir su cometido de aportar un toque de exquisitez al salón de baile en el área exterior de la nueva residencia real no provendrán del exceso de testosterona imperante en la época ni de la envidia de rivales del oficio de sexo opuesto, sino de los celos de otra mujer (la actriz Helen McCrory), y del temor de que se derrumbe su matrimonio dados los muchos encantos de la recién llegada. Porque —y es lo que justifica la exhibición de A Little Chaos en el espacio Amores difíciles— es una pretensión de esta cinta contar la historia de un amor que irá naciendo entre Madame du Barra y su jefe directo, André Le Notre, el arquitecto paisajista empleado del rey.

Ese sustrato dramático, que se supone neurálgico en el argumento aportado por Alison Deegan (con el propio Rickman y Jeremy Brock como coguionistas), por el contrario, resulta su aspecto más flojo. A la otra estrella de la película, Matthias Schoenaerts, revelación en De óxido y hueso (2012) y eficiente en el casting de The Danish Girl (2015), se le obligó, obviamente, a ponerse el traje de hombre contenido, cuya conducta es aquiescente, incluso ante las infidelidades abiertas de la esposa. Queda dicho por la boca del mismo personaje, en el instante que se contrasta con Sabine: “Tu corazón late con fiereza. Mi latido es un susurro inaudible”.

Pero, aun así, a la interpretación de Schoenaerts le faltan matices, esperables, cuando menos, en los momentos en que su romance con Kinslet alcanza la cumbre de su consecución. Tal vez —intuye este exégeta— el belga quedó anonadado ante el magisterio actoral de su partenaire o la avasalladora robustez del personaje de la jardinera y su feminidad intrépida.

Para las cuotas a favor, hay que apuntar la efectividad de la McCrory para brindarnos a la enfurruñada ante el amorío de su esposo, que le devuelve como en un espejo la imagen de sí misma y la lección sobre la trampa mortal del engaño dentro de una pareja. Exquisito, como siempre, Stanley Tucci, de una comicidad sutil en sus breves apariciones como príncipe de Orleans.

En los apartados de la realización en general, cabe resaltar la dirección de fotografía de Ellen Kudras (la colaboradora de Michel Gondry en aquella Eternal Sunshine of the Spotless Mind, de 2004) y la banda sonora del joven chelista Peter Gregson, rutilante, sobre todo, en el apoteósico cierre del baile en el jardín. Y, a fin de cuentas, se agradece que A Little Chaos apueste por la chispa de emotividad y desarreglo que tributa lo femenino para desmontar ese frío racionalismo, atribuible a la herencia francesa, pero acaso, también, tan masculino.

Tomado de: Cubacine

Trailer del filme Un pequeño caos (Reino Unido, 2014) de Alan Rickman

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¿Mitificación o barbarie?: Cuando el cine hace del asesinato una obra de arte

Collage de planos de Psicosis de Alfred Hitchcock

Por Sergio Sanchis-Pérez

Es extremadamente difícil llevar a cabo un crimen. A pesar de que grandes asesinos de la historia del cine como el siniestro Michael Myers (saga Halloween, 1978-actualidad), amado por los grandes adeptos del slasher film, o el joven magnate neoyorquino, proyectado de manera peculiar, ostentosa y grotesca como mínimo por la cineasta Mary Harron en su filme: American Psycho (2000), Patrick Bateman (Christian Bale), hagan del crimen un acto que nada por los mares de la banalidad y de la cotidianidad menos seductora. El crimen, en suma, es para ellos el pan de cada día, algo que reside en su maquiavélica psique, consiguiendo actuar de forma meramente sistemática a la hora de ejecutarlo. Tomemos a modo de paradigma al citado Patrick Bateman, quien recorre las oscuras calles de la ciudad que nunca duerme liquidando brutalmente a mendigos, prostitutas u otras minorías rabiosamente, sin cuidado ni meticulosidad alguna, obviando que vive en la metrópoli que John Carpenter, allá por los albores de los ochenta, proyectó como una cárcel de máxima seguridad en: 1997: Rescate en Nueva York (Escape from New York, 1981). Ante estos presupuestos, observamos como el Séptimo arte puede llegar a tratar el crimen como una acción caracterizada por ese pasotismo llevado casi a su cenit, como es el caso de Bateman que, por sus hazañas descuidadas acabará capturado por un sagaz Willem Dafoe. No obstante, el cine se caracteriza por su forma poliédrica y moldeable, albergando en su interior una miríada de géneros que nos hipnotizan y nos punzan, una enorme cantidad de figuras, escenarios y, desde luego, delitos que no dejan indiferente a ningún ser vivo.

Ahora bien, el arte cinematográfico puede convertirse en el único medio que puede exponer las acciones más degradantes del ser humano, tales como los homicidios, y acabar mostrándolos de la manera más hermosa y estética, haciendo que los ensalcemos y los elogiemos olvidando que, en el fondo, son conductas aberrantes pero que, de cierta forma, despiertan en nuestro subconsciente una suerte de agrado que nos hace venerarlos a través de esas veinticuatro realidades por segundo. Procuraremos pues, embarcarnos en obras de grandes cineastas que presenten este tipo de “estética del crimen”, viendo cómo generan este peculiar sentido estético y cómo se pueden incluso asemejar a grandes obras de diferente índole de la Historia del Arte, brindándonos, a su vez, entre una larga escala de grises, una caterva de lecturas haciendo que todas ellas giran alrededor de la misma temática. Obviamente, hablar del asesinato desde la perspectiva esteticista en el audiovisual es una tarea que se puede hacer ardua y tumultuosa cuanto menos, puesto que es imposible abordar la temática sin que se haga desde un prisma, en el fondo, ligeramente subjetivista. Así, es complejo llegar a explorar todas las películas que conjuguen con este tema que le propongo al lector, puesto que estas pueden ser incontables, sin embargo, trazaremos una línea para poder comprender qué le lleva al cineasta a armar un film en el que el asesinato llegue a convertirse en una obra de arte que nos perturbe, asuste y nos deje, en definitiva, prendados. Pivotaremos en torno a de una serie de largometrajes seleccionados que nos servirán a modo de faro guía para dar rienda suelta a esta reflexión.

Primeras aproximaciones: la maestría del crimen como un arte refinado e inaccesible

Alfred Hitchcock es probablemente uno de los primeros cineastas en ligar el crimen con conceptos procedentes del ámbito de la estética. En uno de sus filmes más reconocidos por los cinéfilos y la crítica, ya no solo por presentar una trama en la que el espectador se sumerge en ese halo de suspense tan sintomático a los proyectos del genuino cineasta británico, sino también por crear el primer largometraje filmado íntegramente –a pesar de que a posteriori se hayan destapado algunas trampas efectuadas por el maestro del suspense– en un plano secuencia de la friolera de ochenta minutos. Hablamos aquí de La soga (Rope, 1948), un entrañable thriller rodado en los años de la posguerra en el que se nos presenta una trama simple pero que rebosa de una inteligencia ciclópea. Dos compañeros cometen un crimen en un apartamento donde, subsiguientemente, se llevará a cabo una reunión entre amigos e intelectuales. A lo largo del filme, el espectador se coloca tenso sobre el sillón, pues es el único, junto a los dos asesinos, en conocer qué se esconde bajo el cofre donde se halla el cuerpo del joven universitario asesinado, mientras todos los demás, todos los invitados, lo ignoran profundamente.

No ha de sorprendernos en absoluto el desenlace, pues, finalmente, el dúo criminal es desenmascarado por la fuerza intelectual del personaje encarnado por James Stewart, una fuerza intelectual superpuesta a la falta de intelecto y a la fuerza bruta de los dos jóvenes criminales –a pesar de que estos mismos se endiosen y se vean como el modelo de intelecto más absoluto- que, para nuestra sorpresa, fueron sus pupilos en el pasado. Lo que suscita interés en nosotros y que, en definitiva, responde a nuestro primer eje de reflexión es el argumento que dan los homicidas para, de cierta forma, avalar la honradez, virtud y erudición que reside en su acto.

“El crimen es un arte refinado únicamente destinado a ser comprendido por seres superiores.”

(La soga, minuto 36:05)

Esta corta oración pronunciada por uno de los frívolos personajes que presenta Hitchcock en la ópera prima del plano secuencia, dilucida de manera fidedigna la primera premisa a la que atenderemos. Para empezar, no debemos dejarnos en el tintero que esta réplica iría acompañada de un: “sólo pueden cometer un buen crimen aquellos pocos privilegiados, dotados de un valor intelectual que es inasequible por los demás”. No podemos siquiera llegar a imaginarnos la de ríos de tinta que haría correr esta proposición, la cual no dota en absoluto de un ápice de discreción, en las salas de cine de por aquel entonces, frase que remite, de forma casi directa, a la teoría del superhombre elaborada por el prolífico pensador alemán Friedrich Nietzsche, presunción que era, para más inri, abrazada por uno de los dictadores más mortíferos y despiadados de la Historia, Adolf Hitler. No obstante, cuando el nombre del fascista es nombrado por uno de los personajes, el homicida, interpretado por John Dall, contesta firmemente que aquellos quienes aniquilaron en nombre del régimen y del Reich son seres que él mismo asesinaría ya que, en definitiva, son seres estultos, pusilánimes y cuya razón se halla ahogada en somníferos. Este argumento exteriorizado por el personaje interpretado por Dall,  lo podemos hilar sutilmente con lo que bien demostrará la pensadora Hannah Arendt en su ingeniosísima teoría que bautizará como: la banalidad del mal, donde la autora castiga al ser –refiriéndose especialmente al juicio de Eichmann, condenado por su crimen contra la humanidad en el año 1691- que actúa siguiendo normas consideradas banales que, en el fondo, rebosan de una demencia digna de condenar.

De tal modo, aquí se subvierten por completo las premisas establecidas sobre el asesinato, visto, por grandes pensadoras como Arendt como un acto donde la razón sumergida en absenta y esta, por ende, asfixiada y dormida, dando paso aquí a concebir el crimen y los actos tan sumamente salvajes que le rodean como el mero hecho de la premeditación –aspecto sobre el que redundaremos a posteriori– como una obra artística y, por ende, como un resultado lleno de inteligencia. Enaltecer el crimen es netamente imposible de hacer en la vida real, en cambio, todo se hace posible mediante el séptimo arte, haciendo que, incluso, el espectador llegue a empatizar con el criminal, como puede ser el caso que nos es presentado aquí. Hitchcock consigue, en su emblemática creación, embellecerlo mediante el logos y la retórica, es decir, el arte de la palabra, el cual es más que dominado por el líder del dúo criminal (John Dall), y mediante una atmósfera elegante y refinada que es, en definitiva, como busca ser visto el asesinato.

Así pues, al hilo de esto, constatamos hasta qué punto el criminal puede convertirse en un artista y, por consiguiente, el difunto en la incipiente obra de arte. Adicionalmente, podemos llegar a deliberar como el filme contribuye a elogiarlo mediante diferentes recursos. Uno de ellos es que incluso se juguetea con el acto criminal, pues a lo largo de la película pequeños detalles tratan de hacer de la obra de los criminales, es decir, el asesinato, algo público que acabe por ser admirado por todos los invitados de la pequeña reunión intelectual. Los asesinos buscan una suerte de reconocimiento por parte de la población perteneciente al eslabón más bajo, siendo, según ellos, aquellos seres incapaces de empatizar y de defender el acto parricida. Un ejemplo de este anhelo por la publicación de su crimen es que la pareja de homicidas decide poner la mesa sobre esa especie de cofre rectangular en el cual se encuentra el cuerpo del joven ahorcado, haciendo, así pues, que los invitados coman inconscientemente sobre el lecho de muerte, acto que demostraría esa Virtus de la cual están dotados los criminales. Llegados a este punto, vemos como aquí hablamos de exhibición, de una muestra pública y, por tanto, se busca hacer del cadáver un lienzo que pueda ser visto por todos los invitados, como si este se emplazase en una exposición.

A lo largo de su carrera como cineasta, Alfred Hitchcock, si bien ha destacado por su carisma y por su peculiar temperamento, es también por la presentación de crímenes en la gran pantalla que resaltan por estar tan sumamente bien trazados, crímenes que rozarían casi lo que podríamos denominar esa proporción áurea tan anhelada por los pensadores de la Antigüedad, tratando de instaurar, mediante la realización de sus películas, un canon el cual ha de seguir el buen criminal. Ilustración de ello es la importancia que se le brinda a la escala de planos en la escena 78/52 del filme Psicosis (Psycho, 1960), esa secuencia tan conocida de la historia del cine, donde vemos esa cortina rasgada, ese crimen tan erótico y bestial, haciendo que cada nota de la banda sonora que le da sonido a la escena, compuesta por Bernard Herrmann, se agolpe  en nuestra mente de forma sistemática en cuanto admiramos los fotogramas que presentan la terrible fortuna de Marion Crane (Janet Leigh). Así pues, conversamos aquí con el primer genio en concebir o darle ese peso de obra de arte al asesinato, visto como una barbarie por muchos, pero, por muchos otros, como un acto estremecedor que está provisto de esa fuerza creativa, de ese ímpetu artístico únicamente admirado mediante la mirilla del cine. Alfred Hitchcock, como ha sido precisado, cuida meticulosamente, como un aplicado y afanoso artista, cada uno de sus crímenes. Esto consigue proyectarlo bonitamente, casi de manera celestial mediante ese juego de planos, el uso de colores vibrantes y ampulosos, como puede ser el caso de su filme Frenesí (Frenzy, 1972), o incluso, como ha sido desglosado tomando como paradigma uno de sus filmes más aplaudidos, La soga (1948), mediante el arte de la oratoria, pues los jóvenes delincuentes defienden su terrible acción llegando a elogiarla y venerándola de forma casi absurda pero argumentada. Sin embargo, conforme corren los años, y, simultáneamente, evolucionan los gustos, proliferan nuevos géneros y subgéneros, o incluso llega a nacer la industria cinematográfica en otras culturas: ¿cómo se interioriza o, más bien, cómo se relee esta idea la cual podemos decir que conoce su génesis de la mano del maestro del suspense por antonomasia?

La actriz Eva Axén en Suspiria (1977)

El giallo: o cuando el crimen se convierte en una explosión de color

Sin lugar a duda, el auge del Technicolor, los avances tecnológicos de distinta índole, entre otras novedades de carácter técnico se vieron plasmadas en las creaciones procedentes de la industria cinematográfica al correr de los años. Decimos auge del Technicolor debido a que este proceso de creación de cine en color nació a finales de la Primera Guerra Mundial, no obstante, no todos los cineastas hacían uso de este pasmoso recurso. A finales de la década de los sesenta el uso del color se consolidó de una forma palpable ya que, ciertamente, se relegó, prácticamente, a un segundo plano el recurso del blanco y negro, a pesar de que no haya sido enterrado, pues cabe advertir que grandes cineastas como Woody Allen, o Sam Levinson en su reciente obra Malcolm & Marie (2021) siguen recurriendo, de una forma lírica, tal vez, al usual por tantos en otros tiempos y empleado más por obligación que por lirismo, blanco y negro. El color, en definitiva, permitió a los cineastas más excéntricos jugar, explorar y manejarlo al gusto personal de cada uno. El cine de terror, por consiguiente, se vería ahora más descarnado gracias al meticuloso uso de este recurso, suscitando, cada vez más una inhumana agonía entre los espectadores pero, por otro lado, contribuiría a mejorar los crímenes haciéndolos, desde el punto de vista artístico, mucho más espléndidos.

Viajando desde los estudios de Hollywood hacia el corazón de los bosques alemanes, donde un ya archiconocido Dario Argento, uno de los exponentes del cine giallo, filmó su obra más representativa: Suspiria, en el año 1977, es donde veríamos ese avance de carácter estético-artístico en las escenas más excéntricas y violentas de esa congregación de fotografías que compone cada film.  Misterio, sensualidad, erotismo, violencia extrema, sangre, vísceras, colores estridentes, heavy metal, son ese conjunto de palabras que podrían ocuparse de dar a luz a la creación del campo semántico del concepto de cine giallo, un género de terror italiano que nace en torno a los inicios de la década de 1920. El concepto de giallo, que quiere decir amarillo en italiano, proviene de la literatura, y se bautiza de esta forma, este nuevo y efervescente género cinematográfico, por el color de las portadas de las novelas que narraban crímenes, asesinatos, entre otras historias que destacan por dilucidar perfectamente los confines más tenebrosos de la psique humana. Dario Argento se posiciona, podríamos decir que junto a Mario Bava, como el líder, o al menos cineasta más paradigmático en llevar a cabo películas en estar dotadas de las peculiares y altisonantes características citadas líneas atrás. Su film, Suspiria, sobre el cual deslizaremos nuestra mirada más pormenorizadamente para aterrizar sobre nuestro segundo eje de reflexión, es considerado, probablemente, como la producción que hace llegar a este género, tan sumamente enigmático, a su punto más álgido.

En Suspiria, Dario Argento narra como el enriquecedor futuro de una joven americana se ve envuelto en una espiral de atroces vicisitudes cuando en la academia de baile alemana en la que es becada comienzan a morir brutalmente, una tras otra, todas sus compañeras. Poco a poco, Suzy Bannion, la heroína del largometraje interpretada por Jessica Harper, quien luego realizará un cameo en el desastroso –citando las palabras del propio Argento– remake de Luca Guadagnino, descubre que las autoras de todos esos fenómenos paranormales que van desenvolviéndose son las propias maestras de la escuela, quienes componen un rimbombante aquelarre de brujas en los subsuelos de la institución.

El espectador, aterrado y envuelto por la atmósfera ultraviolenta que es confeccionada por el cineasta y su equipo, observa las diferentes acciones que van desarrollándose desde el punto de mira del asesino, un recurso apasionante cuanto menos que hace que empaticemos y apreciemos en primera persona su acto, haciéndonos cómplices y partícipes de su obra de arte. El asesino, realmente, queda completamente desmaterializado y, por tanto, podemos preguntarnos hasta qué punto el propio espectador se puede incluso convertir en el propio criminal. No obstante, y volviendo a nuestra casilla de salida, es importante detenernos y admirar los recursos estilísticos manejados por Dario Argento en su largometraje, especialmente aquellos que explota a la hora de presentarle a su espectador escenas de homicidio, que son, en suma, recursos que contribuyen a darle a la escena del crimen ese peso de obra o plasmación de carácter artístico.

Apreciando el fotograma de nuestra izquierda observamos como la víctima, capturada en un excelentísimo contrapicado no del todo llevado a su paroxismo, parece llegar a fusionarse con el espeluznante inmueble que nos adentra en un universo de color sanguina. Todo se funde en ese eléctrico rojo, las formas geométricas dispuestas en friso que presentan los diferentes pisos de la edificación, las arquitecturas fingidas dispuestas verticalmente (columnas, pilastras, etcétera) también brillan sobre ese color rojizo, e incluso las paredes, que son la tónica que encierra al espectador en una obra monocromática que queda aún más acentuada, mediante la presencia de la víctima que desprende sangre a borbotones colgada del techo, como si esta formase parte de la arquitectura. Argento consigue que el aporte estético en el crimen evolucione, haciendo que la joven víctima caiga, quedando sostenida por la dolorosa cuerda, desde la solución de vidriera con la que se cubre el inmueble (fotograma de la derecha). Por tanto, aquí vemos, en esta sobresaliente escena que abre de forma in medias res el film, como las propias plasmaciones artísticas que consideraríamos “convencionales” ayudan a llevar a cabo el crimen y, por consiguiente, se engendra –gracias también a la ayuda del tan avanzado Technicolor del que hablábamos en nuestro párrafo introductorio a esta segunda parte– esa brillante estética. Dario Argento consigue que la muerte esté dotada de una exorbitante armonía que llega incluso a seguir unos cánones estéticos. Cánones que a ojos de los criminales que presenta Hitchcock en La soga, serían la mayor y más inteligente plasmación artística que puede ser atisbada por el ojo humano. El cine hace de este acto tan sumamente asqueroso algo hermoso, luminoso y eclipsante, dejándonos, esta clase de fotogramas, prendados y atados a ellos, al igual que una obra de arte y la experiencia estética que podemos entresacar de ella.

No es mera casualidad que abriésemos el telón de este nuevo apartado reflexionando en torno al concepto del color en el cine. Como bien nos lo demuestran los fotogramas escogidos para defender nuestra propuesta, vemos como los eclipsantes tonos de lo que hace uso el añorado Argento son, en definitiva, actores protagonistas para la confección de la obra de arte final, del crimen perfecto. Para más enjundia, podemos preguntarnos: ¿Acaso no es el color el actor principal de las obras del artista, pues, sin él, probablemente quedaría únicamente un lienzo o una tabla en blanco?

Siguiendo por esta misma línea, Argento nos presenta en Suspiria a una jovencísima Stefania Cassani, actriz que ha sido nominada a dos premios David de Donatello –la versión italiana de los Oscars-  interpretando a Sara, cómplice de Jessica Harper, la heroína del filme, quienes tratan de desenmascarar al grupúsculo de brujas milenarias que se esconden en los subsuelos de la academia de baile en la que viven. En cambio, el sino de Sara será mucho menos tentador que el de su compañera, pues esta acaba ahogada en la trampa que es tendida por las brujas. Algo que especialmente nos puede llamar la atención de la presentación de la muerte de la joven bailarina es que Argento vuelve a hacer uso del recurso del asesino desmaterializado, típico del giallo, haciendo que el espectador se convierta en el propio criminal. Además, el cineasta vuelve a meternos en una fría ducha artística, jugando con el color y con esa luz ultra luminiscente neón de un tono azulado, que nos deslumbra, haciendo que finalmente apenas veamos la escena del crimen, puesto que solo oímos gritos de sufrimiento fusionados con el sonido de guitarra eléctrica de Goblin, el grupo de rock italiano capitaneado por el mismísimo Argento que se ocupa de componer de la banda sonora de la película. Todo ello fusionado con los latidos de nuestro corazón, pues el espectador se halla ahogado en un pseudo Síndrome de Stendhal pervertido, haciendo que nuestras pulsaciones se aceleren. Nos emplazamos pues, si vemos todo lo que genera esta escena en el espectador, ante una posible obra de arte, pues esta queda presentada como tal, de eso no cabe la menor duda, haciendo que el espectador la admire como la veneraría un viandante en un museo, con miedo pero, al mismo tiempo, con ese ansia por dominarla y relacionarse con ella.

Ante los horizontes que nos amparan, debemos poner de manifiesto el contexto histórico-artístico en el cual Dario Argento llevó a cabo su producción. Nos encontramos en el pleno auge de las Segundas Vanguardias artísticas, las cuales conocen su advenimiento en el momento en el que empezaron a esbozar los primeros trazos del expresionismo abstracto, movimiento capitaneado por artistas de gran renombre como Jackson Pollock, su mujer, Lee Krasner,  o Franz Kline entrada la década de 1950. Podemos estar casi convencidos de que nuestro cineasta italiano pudo haber visitado exposiciones con obras que presenten este nuevo lenguaje artístico, especialmente si observamos que una de las tendencias artísticas que más en boga estaba poniéndose en torno a esas fechas era el minimal-art o minimalismo, movimiento que no necesita más presentación ya que su propio nombre nos indica su naturaleza. La obra de Dario Argento sumerge a su espectador de una forma tan sumamente poética en una exposición al puro estilo de las obras minimalistas, de ese minimalismo a la maniera de Dan Flavin o James Turrell, donde el rugido y la vibración del color es el máximo protagonista. El crimen se fusiona con él, creando, finalmente, una obra de arte total que consigue sobrepasarnos. Por tanto, aquí apreciamos como el crimen vuelve, otra vez, a convertirse en una obra de arte autónoma que nos deja fuera de serie. La luz y el color, ese recurso que, en definitiva, hace tanto del crimen como de la obra de arte una odisea mágica sin parangón alguno.

En nuestra contemporaneidad, el recurso de las luces empleadas en abundancia y el uso del color estridente siguen siendo atisbados por el espectador, a quien le dejan en la embriaguez más absoluta sobre el sillón, al igual que una obra de arte cuando nos supera. A su vez, estos recursos pueden acabar convirtiéndose en la seña personal de grandes cineastas como Gaspar Noé, inspirado en ciertas ocasiones, como él mismo advirtió en una entrevista, por Dario Argento a la hora de configurar sus filmes. Especial mención es la que debemos hacer a su último film, Lux Aeterna (2019), el cual parece, en primera instancia relatar de manera bastante angustiosa y exasperante las vivencias de un equipo de dirección durante un rodaje, mostrándonos los órganos del cine a través del cine –a lo que llamaríamos Metacine- pero que, si no estuviera filmada en ese formato tan bizarro como es el Split-screen o pantalla partida, el cual solo pueden emplear cineastas como Gaspar Noé o Darren Aronofsky  de una forma atinada, bien podría suponer, el film, un reportaje sobre el funcionamiento de un set al borde de un ataque de nervios antes de dar comienzo al rodaje de una superproducción. Una superproducción, en este caso, dirigida por una estrepitosa Béatrice Dalle, y protagonizada por Charlotte Gainsbourg, Abbey Lee Kershaw y Mica Argañaraz, por no olvidarnos de citar a otros actores y actrices recurrentes en las películas de Gaspar Noé como Karl Glusman, Félix Maritaud o Claude Majan Maull.

Son las últimas escenas del film las que nos dejan boquiabiertos, puesto que el espectador desconoce si está desarrollándose ante sus ojos un crimen real, un crimen falso o una mera prueba de grabación. Sea lo que fuere, esta escena de clausura, la cual nos deja con un desenlace a libre interpretación, nos ahoga en una mar de luz y de sonido, siendo, finalmente, ese brillo tan sumamente eclipsante quien domina toda la pantalla. Ante estos presupuestos, vemos como aquí se vuelve a destapar como, en ese lienzo en movimiento que supone el cine, prevalece ante todo el objetivo de mostrar el acto macabro de la manera más hermosa que se pueda hacer, teletransportándonos, como ha sido citado anteriormente, a una exposición o una galería de arte. Cada fotograma se convierte en una obra de arte más violenta y ajena a la otra y, en definitiva, hablaríamos aquí de muertes bellas que nos elevan y superan.

Llegados a este punto, vemos como el color, la luz, el sonido, la manera en la que se lleva a cabo la grabación del largometraje o incluso el guión, son utensilios similares a los pinceles, las brochas, los pigmentos, o incluso el propio soporte -los que utilizaría un pintor– y, con ellos, puede modelar de forma estética las atrocidades más perversas. Como bien hemos avanzado discretamente en los párrafos anteriores, conducir un crimen por las carreteras de la estética es la tónica que vislumbrar hasta qué punto el cine se puede permitir licencias de esta índole, consiguiendo despertar los pensamientos más lúgubres y tétricos que duermen sobre la mente de cada espectador, que se deleita y emociona con el espectáculo visual que se desenvuelve ante sus ojos.

Fotograma del filme La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968)

El proceso del crimen como parte de la obra de arte con fundamento estético

Ahora bien, para conseguir una experiencia estética de mayor calado, esta, en la mayoría de las ocasiones, no ha de regirse por algoritmos guiados por la contingencia o la desnudez del azar: toda obra estética ha de recorrer un camino, configurarse de forma paulatina, y, en síntesis, pasar por un proceso creativo. Quitando de nuestra lista los fluxus o los happenings que, como su propio nombre revela, son plasmaciones artísticas que no se apoyan en ningún tipo de premeditación o esquema compositivo preconcebido, al contrario, ocurren y nacen de la espontaneidad más elocuente y pura, casi toda creación artística sigue unos pasos ya sean extremadamente extensos: paradigma de ello es el caso del artista Jean-Auguste-Dominique Ingres, quien tardó más de cincuenta años en culminar su obra La fuente (La source, 1856) o cortos, como era el caso de los impresionistas, quienes destacaban por la fluidez y velocidad en sus pinceladas, capaces de ejecutar varias obras al día. Algo análogo ocurre en el cosmos cinematográfico, y más en el cine de terror, a pesar de que pase desapercibido a ojo desnudo.

Ciertamente, existen creaciones de dicho género que elaboran escenarios que nos hacen esperar sentados hasta los últimos minutos del film para desvelarnos la creación artística o el secreto final y, por ende, veríamos como todo el desarrollo anterior, es decir, esos ciento veinte minutos de filme que se desarrollan a simple vista “estáticos”, son, por tanto, un elegante proceso creativo. Podemos citar a título de ejemplo dos filmes de Roman Polanski, adscritos a su aplaudida trilogía del Apartamento (1965-1977): La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968) y El quimérico inquilino (Le Locataire, 1977), donde a lo largo del desarrollo de las diferentes escenas parece que no esté sucediendo absolutamente nada fuera de la norma -especialmente en la primera citada– pero, realmente, es el momento en el que se está cociendo, o esbozando más bien, la obra de arte final, la cual nos dejará hiperventilando en una última estancia. Este tipo de películas son etiquetadas, normalmente, como cine de terror psicológico, el que supuestamente no nos aterra hasta el final pero que, realmente, todo aquello que ha de estremecernos es el desenvolvimiento del proceso que antecede al deletéreo desenlace.

Sin irnos por los cerros de Úbeda, y enganchando con nuestra temática sobre la estética del crimen, grandes cineastas de nuestra era consiguen dar a luz a crímenes que pasan por una especie de proceso creativo, proceso con el que el espectador consigue empatizar y, finalmente, acaba por admirar. Existe una atmósfera casi conceptual que baña por completo la idea de crimen en el cine, haciéndolo estético y digno de admiración. Esto ocurre en el filme de Yorgos Lanthimos, cineasta oriundo de Atenas y que atesora ya bajo su manga tres nominaciones a los premios Oscar, El sacrificio del ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, 2017). La maravillosa cinta presentada por Lanthimos nos brinda esa belleza del crimen que pasa por una concatenación de etapas cada cual más descarnada, dando lugar a una mordaz conclusión marcada por su intrínseca rareza y por la belleza, que puede residir en el proceso en el proceso previo al asesinato.

Protagonizada por un envejecido Colin Farrell y una enrarecida Nicole Kidman, El sacrificio del ciervo sagrado nos sumerge en un escenario enmarcado por unos encuadres y unos planos extremadamente originales y característicos que hacen dotar a los filmes de Lanthimos de una personalidad singular. La película presenta, en resumidas cuentas, la paulatina venganza de un joven adolescente interpretado por Barry Keoghan, quien busca rendir justicia al crimen cometido por Colin Farrell, un respetado cardiólogo que acabó durante una operación con la vida del padre del joven. A lo largo del filme, Yorgos Lanthimos presenta como esa venganza va siendo esbozada de forma lenta, como un dibujo preparatorio sobre un lienzo o sobre un mural que, antes de ejecutarse, pasa por una enorme diversidad de procesos. El joven, podría decirse que está dotado de una suerte de poderes sobrenaturales, siendo quien acabe hechizando a la familia de Farrell –menos a este– para que vayan muriendo progresivamente hasta que el padre de familia asesine a uno de ellos. Así pues, el joven adolescente busca que quien él considera asesino de su añorado padre se sumerja en sus carnes para sentir esa pérdida en primera persona, tal y como fue sentida por el joven.

Como bien ha sido precisado, el desarrollo del filme se basará en el gradual transcurso de la muerte de los dos hijos del cardiólogo (Sunny Suljic y Raffey Cassidy) y de su mujer (Nicole Kidman). Antes de morir, aquellos que sufren de dicho encantamiento pasarán por tres agonizantes etapas: la tetraplejia -quedando así inmóviles-, seguido de la anorexia –que irá matándolos de hambre poco a poco– y, tras ello, irán consumiéndose y vaciándose por dentro por causa de una hemofilia, es decir, la pérdida de sangre en abundancia. Es aún más lúgubre contemplar como este proceso va siguiendo una serie de cánones estéticos –que es en el fondo aquello que suscita interés en nosotros- , pues el espectador atisba como la sangre que va vaciando los cuerpos de los condenados por el rabioso adolescente va brotando de los ojos, dando lugar a disparejas pero interesantes semejanzas con algunos iconos marianos, lo que hace que nos preguntemos si: ¿es posible llegar a asemejar este proceso creativo previo al asesinato incluso con órdenes procedentes de temáticas bíblico-religiosas?

El asesinato es aquí planteado como un proceso artístico, de eso no cabe la menor duda. Cada etapa supone una nueva capa que se le da a la obra pictórica, consiguiendo, finalmente, ese resultado final, esa gran obra que es, nada más y nada menos, que la propia muerte, ¿pues acaso no es la muerte la última gran obra de arte de todo ser humano? Equiparar el asesinato a un proceso artístico que rebose de belleza remite a esa idea sobre la cual pivota esta reflexión: es apabullante apreciar como el cine puede presentarnos los actos más bestiales de una forma estética que hace que el espectador, sea admirador del género o simplemente curioso, quede, en definitiva, más que boquiabierto, prendado por estos procesos tan sumamente rocambolescos. Yorgos Lanthimos juega, quizá de manera inconsciente, con este binomio que supone la creación y el crimen, convirtiéndose en un esteta que acaba poniéndolo en simbiosis el gusto y el sabor de la venganza, idea que podemos decir audazmente que se convierte en un leitmotiv fundamental de sus tramas, puesto que la gran mayoría giran alrededor del concepto de vendetta y la creación artística.

Esta idea de belleza subyacente en el proceso creativo criminal que culmina en una obra estética se hace aún más patente cuando observamos cómo esos procesos previos son presentados por Lanthimos de una forma casi científica y medida, al igual que los pasos que ha de seguir todo artista para dar lugar a su creación. Esto último es especialmente perceptible gracias al uso de planos como el cenital, empleado para mostrarnos el primer síntoma del hijo de Farrell (Sunny Suljic), la tetraplejia y, por consiguiente, el primer proceso por el que ha de pasar la futura obra de arte. Este plano nos muestra lo que será la subsiguiente muerte como algo muy lejano pero que, paulatinamente, conforme avancen los síntomas, irá viéndose de manera mucho más cercana. Es el caso de la anorexia, el segundo síntoma del que hablábamos, que, cuando este afecta al hijo menor –que es finalmente ese ciervo sagrado– se plasma mediante el uso de un plano medio que se amolda a la perfección al constante encuadre panorámico (16:9) utilizado por Lanthimos en la integridad del largometraje, acercándonos, así pues, mucho más a la obra final que sería ese acto criminal.

No se quisiera soslayar en este escrito la citación a otra de las grandes entregas del cineasta griego como es su película Langosta (The Lobster, 2015). En Langosta, Yorgos Lanthimos lanza a su espectador una crítica intelectual sobre uno de los grandes síntomas y terrores de la cultura contemporánea: no encontrar nuestra media naranja y acabar compartiendo nuestros últimos días sobre la faz de la tierra con nuestra soledad iluminadora. Aquí, Lanthimos nos vuelve a presentar escenas que son como mínimo, atroces, pero estas quedan maquilladas por un halo de comedia que tan elegantemente es aplicado por el cineasta griego. En Langosta, aquellas personas que superan un rango de edad y que aún no han conseguido emparejarse han de ingresar en una especie de institución donde se reúnen con otros solteros y solteras. El objetivo es tratar de encontrar a tu media naranja en un rango de cuarenta días. Si finalmente esto no se logra el individuo quedará sometido a un proceso de transformación: pasaremos de estar dotados de un cuerpo de ser humano a un cuerpo, una forma y una mente de animal, es decir, quedamos convertidos en animales de cualquier tipo, privandonos así de nuestras cualidades intrínsecas y propias al ser humano. Nuestro cuerpo es remodelado, como lo es una escultura hecha por un artista, despropiándonos de nuestra esencia y dándonos otra completamente desemejante. Así, cabría anotar pues que se nos presenta un asesinato, un asesinato cobarde y pasado por los filtros de la transmutación corporal. Eliminar nuestra esencia, en palabras de Jean-Paul Sartre –a pesar de que algo cogido con pinzas– sería borrar nuestra existencia, a pesar de que ésta preceda a la esencia. El punto de vista existencialista se cuela entre el aura de la película del cineasta, a pesar de que este deje sartriano no pueda divisarse de manera directa. Por consiguiente, y para retornar a nuestro punto de partida primigenio, vemos como se vuelve a crear una especie de forma de presentarnos un crimen de una forma poética y turbia al mismo tiempo, que nos descoloca por completo, especialmente debido a su alta carga estética, pues bien lo pueden corroborar los siguientes fotogramas que dispongo a modo de ilustración que no solamente sobresalen por esa estética que confecciona Lanthimos al más puro estilo de Wes Anderson, sino también por su perfección matemática, donde cada plano se convierte en una joya artística con personalidad propia.

Reflexiones a modo de colofón

El cine es un arte que no deja de sorprendernos. Este se convierte, una vez más, sin lugar a duda, en una fuente de inspiración, de reflexión y de meditación inoxidable. Nuestro cerebro se cuela entre cada uno de los fotogramas que es presentado por el cineasta haciendo que nuestros pensamientos comiencen a esbozar un escrito imaginario. Eso es lo que puede ocurrirnos cada vez que tenemos la oportunidad de ver un filme y, por ende, esto es lo que ha dado a luz a la a elaboración del presente artículo. Mil películas pueden ser citadas y pueden casar con esta idea a propósito de la estética del crimen, ya que, en el fondo: ¿Acaso no es el cine una obra de arte total en sí misma y, por ende, todo aquello que lo envuelve, sea un crimen, una escena cargada de belicismo u otras barbaries que, a ojos del ser humano, en la vida real, son actos despreciables pero que, el cine, una vez más, los acaba embelleciendo y los hace insuperables? Cada creación cinematográfica es un mensaje, cada film tiene su razón de ser, es comunicación y expresión, siendo la creación artística más pura de todas ya que está dotada del poder de emocionar a su espectador aunque muestre escenas difíciles de digerir.

Así, tras este viaje por los confines de la cinematografía de diferentes épocas y culturas, probablemente, ya no volvamos a enjuiciar los diferentes e irremisibles actos criminales de manera desdeñosa e insultante –tal y como podemos llegar a verlos en ciertas ocasiones– sino que quizá, consigamos tal vez, exprimirles todo el jugo artístico del que están provistos, explorando los diferentes recursos empleados y ver cómo, a fin de cuentas, hasta las escenas más indigestas se convierten en un vibrante viaje artístico.

Sergio Sanchis-Pérez. Estudiante de Historia del Arte. Campos de estudio e interés: cultura visual contemporánea, teoría del cine de terror, estética y filosofía de la imagen, estudios antropológicos de la imagen, lenguaje técnico-artístico del audiovisual. Ha publicado en diversas revistas universitarias y en diferentes periódicos culturales. Colabora con Código Cine desde febrero de 2021.

Tomado de: Código cine

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ENDAC o la construcción de una Base de Conocimientos del audiovisual cubano

Por Juan Antonio García Borrero @JuanAnt54437386

Para Alex Halkin,

por la ENDAC

He comenzado a escribir este texto sin saber hacia dónde terminarán conduciéndome las ideas que anoto. Sé que quiero hablar de la Enciclopedia Digital del Audiovisual Cubano (ENDAC), ese proyecto que vengo impulsando desde hace cinco años; pero, en verdad, sé que la ENDAC es tan solo el pretexto que usaré para reflexionar sobre historiografía del audiovisual cubano en tiempos de revolución digital, y con ello de informatización, digitalización, datificación, y gestión informatizada de sus memorias.

Con la Enciclopedia Digital del Audiovisual Cubano hemos pretendido construir una plataforma que permita acceder, desde cualquier parte del planeta donde exista conexión a la red de redes, al conocimiento de cualquiera de las áreas vinculadas a la producción, distribución, consumo, promoción y/o estudio de las imágenes en movimiento asociadas a lo cubano, acompañadas o no de sonido, y posteriormente proyectadas sobre alguna superficie (tela, pared, pantalla electrónica, etc).

De allí que hablemos, no de una enciclopedia del cine cubano (ni siquiera del “cine cubano expandido”, para utilizar el término acuñado en su momento por Gene Youngblood), sino en todo caso del audiovisual cubano, lo cual nos permitirá cartografiar un territorio inmenso. Una vez que se recorre sin los prejuicios a los que nos somete el concepto “cine” que hemos heredado hasta el momento, estimulará el establecimiento de inéditas conexiones, así como la recuperación de “historias” que han sido sumergidas bajo el peso de la Historia oficial, esa que está pensada a partir de “las grandes películas” y “los grandes autores”.

Esto significa que en la ENDAC encontraremos información sobre las cintas (sin importar las modalidades o soportes utilizados) y los cineastas que las hacen posibles, pero también sobre las tecnologías empleadas, los espacios donde se visibilizan y discuten (salas cinematográficas, festivales, cine clubes, cinematecas, canales de televisión, sitios de Internet, etc), los libros que aluden a esos fenómeno. Siempre con un enfoque transnacional, que nos permitirá reconstruir un rastro que casi nunca se origina o se queda en un único país.

Aunque los debates asociados a estos temas ya son bastante numerosos en el mundo, entre los cubanos que nos dedicamos al estudio de las imágenes audiovisuales, eso parece ser un terreno vedado. No es que estemos ajenos al universo digital, toda vez que es fácil comprobar que la información sobre el cine nacional crece de modo exponencial en la red, por lo que ya formaríamos también parte de eso que han llamado “bibliotecas sin paredes”.

Pero justo allí es donde comienzan a advertirse los primeros problemas: la facilidad para acceder a ese exceso de información, lejos de garantizarnos la obtención de conocimientos útiles, ha agudizado en su negatividad el conocido síndrome de la infoxicación.

Nunca antes los estudiosos habíamos tenido a la mano tantas fuentes para consultar. Por otro lado, la colosal digitalización de libros especializados nos ha permitido conformar bibliotecas personales que no alcanzarían cuatro vidas para leer un veinte por ciento de los textos que las conforman. Asimismo, el desarrollo de Bases de Datos (BD) y Sistemas de Gestión de Bases de Datos (SGBD) cada vez más sofisticadas e intuitivas para un usuario no necesariamente ducho en la informática, multiplican hasta el infinito las posibilidades de incorporar al ciberespacio todo tipo de información.

Entonces, ¿qué hacer ante esa impresionante miríada de noticias, rumores, comentarios que aparecen vertiginosamente ante nuestros ojos en la red de redes, y son reemplazadas con la misma rapidez con que llegaron las antiguas? ¿Cómo iniciarnos en esa forzosa campaña de alfabetización informacional que demandarían las nuevas modalidades de enseñanza y aprendizaje derivadas, necesariamente, de los nuevos entornos?

Como no pretendo que estas notas se asocien a un informe técnico de lo acontecido con la ENDAC (no soy informático), prefiero vincular el recuento de su origen y desarrollo al arqueo de mis experiencias más personales, esas que me llevaron a iniciarme en el culto al cine como el típico cinéfilo y coleccionista de crónicas escritas por otros en los periódicos y revistas.

En aquella época inicial, como es lógico, lo que dominaba era la cinefilia compulsiva. Devoraba cuanta película pudiera llegar ante mis ojos, sin importar demasiado los atributos de las mismas. El punto de giro en la calidad de aquel consumo audiovisual que sigue siendo desaforado y adictivo, debo asociarlo al descubrimiento de las proyecciones que se hacían en la Cinemateca de Camagüey, y al casi inmediato ingreso como miembro de varios Cine Clubes que lideraba Luciano Castillo, de modo ejemplar, en la ciudad.

Recuerdo que a partir de entonces comencé a recortar y conservar todo lo que apareciese vinculado al cine en nuestras publicaciones nacionales. Conservo aún el viejo archivo de madera, atestado de carpetas donde pueden encontrarse los recortes de reseñas o entrevistas, y distribuidas de acuerdo a las nacionalidades de las películas, o por directores.

En la distancia crítica que me proporciona el tiempo trascurrido, consigo apreciar la ingenuidad con la que clasificaba aquella documentación. Por supuesto, entonces no tenía ni la más leve idea de las cuestiones que Jacques Derrida planteara, hacia 1994, en su polémico texto Mal de archivo.

No había comprendido aún que los ficheros nunca son inocentes. Cuando conseguimos articular algún relato sobre la base de lo que esa papelería nos comunica, en realidad no estamos haciendo un uso objetivo de la misma, sino que ante todo interpretamos lo que allí se expresa de acuerdo al conjunto de filias y fobias que habitan previamente en nosotros, por lo que entregamos informes que hablan sobre todo de nuestra subjetividad, por mucho que intentemos enmascarar los sesgos con el rigor científico.

Entonces, llegar a la ENDAC también ha sido la posibilidad de tomar conciencia de esas limitaciones individuales. Después de tantos libros escritos por mí para hablar del cine producido por el ICAIC, o del cine sumergido (Estudios Cinematográficos de la Televisión o de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, cine clubes de creación, Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, entre otros), o del cine de la diáspora o el exilio, descubro que estos solo han servido para hacerme retornar al punto inicial que despertó aquella primigenia sospecha intelectual, cuando me asaltó la impresión de que esa Historia del cine cubano que conocíamos se reducía peligrosamente a la Historia de la institución ICAIC. Esto me obligaba a repensar el concepto mismo de cine nacional, compartido por mí hasta ese momento, sin sobresalto alguno.

Es cierto que ahora, gracias a esos libros y las investigaciones desplegadas, tengo más información en mis manos. Pero, como dije antes, también sabemos que la creciente acumulación de datos, por cuantiosos que sean estos, no garantiza que alcancemos una comprensión cabal de los procesos que han posibilitado el orden de las cosas que examinamos. Y mucho menos hay garantía de que esa información se traduzca en conocimiento útil.

Por otro lado, en la misma medida que me adentraba en terrenos que hasta entonces eran absolutamente desconocidos, como puede ser la producción audiovisual de cubanos residentes más allá del espacio físico de la isla, comprendía mucho mejor lo que en su momento anotó Xavier Zubiri: “Investigar lo que algo es en la realidad es faena inacabable, porque lo real mismo nunca está acabado. La realidad es abierta y múltiple”.

Esto explica que mi heredada idea del cine nacional, en la misma medida en que me familiarizaba con todo ese conjunto de prácticas vinculadas al audiovisual producido y/o consumido por cubanos más allá de la institución ICAIC, poco a poco fuese reemplazada por la de un cuerpo audiovisual de la nación.

No obstante, si bien lo de la nación puede describirnos mucho mejor, por inclusiva, las diversas dinámicas que se van articulando de modo transversal y transnacional en este campo de estudio que sería la cultura audiovisual asociada a Cuba, tampoco se basta a sí misma para formular hipótesis que estimulen las investigaciones con metodologías novedosas.

Y es aquí donde tendría que apreciar a la ENDAC, como la herramienta que me está permitiendo, en un plano personal, representar ese universo audiovisual de un modo diferente. Para empezar, la ENDAC ya no me funciona como una simple Base de datos (Data Base), que es como la apreciaba al principio, sino como una auténtica Base de Conocimientos (Knowledge Base). En tanto, a través de lo colaborativo, se van formulando y reformulando toda una serie de preguntas y respuestas que ayudan a conformar rutas de aprendizajes, en función de los intereses más puntuales de los usuarios.

A diferencia de las Bases de Datos tradicionales, donde la información suele ocupar una posición estable, y más bien permanece a la espera del estudioso que la consultará (si la encuentra), en una Base de Conocimientos (o Co-Laboratorio, como también me gusta llamarle) aspiramos a estimular la colaboración entre usuarios, buscando convertir en conocimiento útil esa ingente información que, lejos de ser almacenada de modo pasivo, se convierte en aprendizaje compartido.

Para ello será preciso que logremos distinguir las diferencias entre la digitalización, que según los estudiosos Viktor Mayer-Schönberger y Kenneth Cukier en su libro Big Data. La revolución de los datos masivos sería “hacer que la información analógica fuese legible por los ordenadores, lo que también la vuelve más fácil y barata de almacenar y procesar”, y la datificación, algo que los autores describen como la acción de plasmar un fenómeno cualquiera “en un formato cuantificado para que pueda ser tabulado y analizado”.

El simple almacenamiento de información digitalizada difícilmente permitirá construir conocimientos rentables, toda vez que el valor de los datos no se aprecia en ellos como algo aislado, sino precisamente en la posibilidad de establecer correlaciones que nos permitan avizorar tendencias sumergidas, apreciar patrones de comportamientos grupales inconscientes, o conectar caminos que hasta ese momento estaban vedados. Y justo esas potencialidades heurísticas de la herramienta es lo que más deseamos aprovechar de la ENDAC, haciendo nuestra la convicción de Roger Chartier: “A mi parecer, lo que da sentido a los análisis historiográficos o metodológicos es su capacidad de inventar objetos de investigación, de proponer nuevas categorías interpretativas y construir comprensiones inéditas de problemas antiguos”.

En el caso del audiovisual cubano y su historiografía, son varios los problemas que pudieran aspirar a una solución, aprovechando las características de esta tecnología interactiva que, sin darnos cuenta, ya se ha naturalizado en nuestro entorno mediático. Por ejemplo, en la narrativa tradicional asociada al cine cubano, hasta ahora los relatos se acumulan de modo secuencial, colindando entre sí, pero rara vez mezclándose. Así, es difícil encontrar visiones donde convivan de un modo natural el ICAIC y el Cine Joven, los Cine-Clubes de Creación y el Movimiento Audiovisual en Nuevitas, el cine hecho para televisión y el producido por la EICTV.

Más raro aún es encontrarse biografías donde se aprecie como un todo al individuo que, antes de hacer películas, vio filmes que ayudaron a su formación, leyó libros como cinéfilo, e interactuó como miembro de determinados cine-clubes. Y también suele suceder que, si ha abandonado el país, su bio-filmografía se corta de modo brusco, como si irse de Cuba significara un fade a negro concluyente, que condiciona de modo automático el apagón creativo o existencial.

Dicho de otra manera: en nuestros modos de pensar el audiovisual cubano lo que domina es la perspectiva molecular, con abundantes referencias a los diversos elementos individuales que conforman ese paisaje múltiple y dinámico. Pero nos haría falta un enfoque molar, donde el entorno sea apreciado con una perspectiva de conjunto que permita explicar las diversas interacciones que van aconteciendo en el conjunto de realidades (tecnológicas, sociales, biológicas, culturales, etc) que conviven de modo sincrónico, más allá de lo que los individuos y las instituciones aisladas se van representando a sí mismos en su modalidad diacrónica.

Por otro lado, en la ENDAC apostamos por la pesquisa de esos espacios donde se ha difuminado lo familiar, pues sabemos que, más allá de las sombras historiográficas, lo que se ha perdido de vista permanece conectado con otras tramas que, unidas a las que conocemos, conforman eso que Unamuno llamaría la intrahistoria, algo que vive en el silencio de lo cotidiano, alejada de las pompas oficiales, los reflectores y los archivos públicos, y es común a toda la humanidad.

Sin embargo, nada de eso se podría lograr si a la par que se proponen los nuevos contenidos, no se estimula la imprescindible Alfabetización Informacional (ALFIN) que debe acompañar a esa revolución epistémica que ya se ha comenzado a vivir, toda vez que reconocemos como algo que ya es tangible ese escenario que describía Richard Gennaro al apuntar en las postrimerías del siglo pasado:

“La cuestión ahora no es cuántos volúmenes posee una biblioteca o qué tan grande es, sino con qué eficiencia puede ofrecer recursos necesarios a los usuarios mediante la nueva tecnología. La nueva tecnología no hará que las colecciones existentes de libros y revistas se vuelvan obsoletas e innecesarias, pero ya no serán los únicos –ni siquiera los principales- recursos de la biblioteca del futuro. En este mundo de recursos electrónicos, será menor la ventaja relativa de que actualmente goza un investigador en una importante biblioteca de investigación”.(1)

Tampoco hay que llamarse a engaño. La comprensión de que las cosas esenciales han cambiado de modo radical a nuestro derredor, tarda muchísimo tiempo (tal vez siglos) en concretarse, lo que explica que casi siempre la llegada de nuevos artefactos y tecnologías intenten ser domesticadas dentro de un entorno donde se quiere preservar lo que se conocía, lo que era familiar. Así, nuestra resistencia analógica todavía nos hace pensar en el ordenador como una máquina de escribir, aunque más sofisticada; lo mismo que el móvil sería una variante ingeniosa del teléfono fijo de antaño.

Por tanto, cuando hablamos de construir con la ENDAC una Base de Conocimientos del audiovisual cubano, estamos proponiendo superar esa antigua lógica a través de la cual confiábamos en que la construcción de una “Verdad”, o de la “Historia”, respondía al uso concienzudo de los datos que llegan a nuestros sentidos.

Ahora, antes que certidumbres heredadas, encontraremos sospechas que nos harán preguntar por lo que ha quedado en las sombras historiográficas. Las afirmaciones rotundas serán sustituidas por los debates permanentes donde se someten a críticas las visiones grupales o individuales. Los grandes acontecimientos serán explicados a la luz de lo que estaba sucediendo de modo anónimo en el día a día. Las grandes biografías que ya eran espléndidas se enriquecerán con los aportes de quienes estuvieron espléndidamente de paso, y se manifestaron a través de la inteligencia colectiva, que es anónima. Las efemérides dejarán de ser puntos de celebración, para convertirse en signos de interrogación. Las tecnologías perderán su engañosa inocencia y tendrán que rendir cuenta de su rol de prótesis y anteojos. Los espacios de socialización (salas cinematográficas, festivales, eventos, sitios en Internet, etc) devolverán las memorias de quienes imaginaron esto que ya somos, pero también de lo que quisimos ser y no se pudo.

Y, no menos importante, el cine será visto otra vez por lo que siempre fue y seguirá siendo: una gran plataforma de incesantes flujos transnacionales, de deseos, fantasías, e infinita libertad.

Camagüey, Cuba, 11 de enero de 2021.

Nota

Richard Gennaro. Bibliotecas, la tecnología y el mercado de la información. Editorial Félix Varela, La Habana, 2006, p 9.

Tomado de: Revista El Caimán Barbudo

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James Bond y un nuevo cambio de posta

Por Carlos Galiano

Llegó por fin a las pantallas el postergado estreno de Sin tiempo para morir (No Time to Die), la película número 25 de la saga de James Bond, que la pandemia ha hecho prácticamente coincidir con el aniversario 60 del primer filme que tuvo como protagonista al personaje creado por el novelista británico Ian Fleming: Dr. No (1962).

Sus productores aguardaron estoicamente por este momento, mientras Sin tiempo para morir se convertía en la demora más connotada entre los estrenos aplazados por la COVID-19. No había plataforma online posible; filmada en formato IMAX para ser proyectada en salas con esa tecnología, su destino no podía ser otro que la gran pantalla. Nunca una película del mítico 007 había tenido tantas dificultades para llegar a los espectadores, y nunca se había preparado con tanto esmero, desde el guion hasta la puesta en escena, la despedida de uno de los seis intérpretes que hasta ahora han dado vida al incondicional agente de los servicios secretos de Su Majestad británica.

Sin tiempo para morir es, efectivamente, el adiós del actor Daniel Craig al papel que interpretó en cinco ocasiones en los títulos Casino Royale (2006), Quantum of Solace (2008), Skyfall (2012), Spectre (2015) y ahora No Time to Die (2021). Le precedieron Sean Connery (1962-1967; 1971), George Lazenby (1969), Roger Moore (1973-1985, el que más veces lo encarnó), Timothy Dalton (1986-1993) y Pierce Brosnan (1995-2002).

Mucho se ha hablado y escrito sobre el vuelco que Craig le dio a la caracterización del personaje, que, según las propias declaraciones del actor, siempre concibió como una mezcla de vulnerabilidad y dureza que le otorgaba una mayor densidad sicológica y complejidad como ser humano. La clave está en que, a diferencia de sus antecesores, Daniel Craig nunca presumió de galán, por lo que no fue el carácter seductor del bon vivant tan afín a los estilos de Connery, Moore, Dalton y Brosnan lo que marcó el sello personal de su versión Bond, sino una combinación a partes iguales de tipo duro, hombre de acción y persona que siente y padece como cualquier otra.

A este último James Bond no solo se le otorgó licencia para matar, sino también para amar, sufrir, dudar, errar, tener presumiblemente descendencia y hasta ―aparentemente― morir.

Así lo resume la coproductora de Sin tiempo para morir, Barbara Broccoli: “Daniel Craig ha llevado a Bond y la saga 007 a un lugar tan extraordinario y tan satisfactorio a nivel emocional que no puedo imaginar el personaje después de él. Empezaremos a pensar en ello una vez todo el mundo se haya hecho a la idea. Sobre todo nosotros, porque nos costará más que a nadie aceptar que se ha acabado y pasar página antes de empezar un nuevo capítulo. Es como si, recién bajada del altar, te preguntan quién será tu siguiente marido. No vamos a empezar a trabajar en la próxima entrega hasta el año que viene. Lo que queda para la historia es que Daniel ha creado un Bond para la eternidad”.

Mientras se nos revela quién será el sustituto, Daniel Craig abandona el olimpo Bond por todo lo alto con una historia en la que los ingredientes habituales de intrigas, complots, persecuciones y escenas de acción se conjugan en una espectacular puesta en escena con la que el director norteamericano de ascendencia japonesa y sueca Cary Fukunaga ratifica la marca de autor ya reconocida en anteriores trabajos suyos como la coproducción mexicano-norteamericana rodada en español Sin nombre (2009), premio al mejor director en el Festival de Sundance, y la serie televisiva True Detective (2014), premio Primetime Emmy a la mejor dirección de serie dramática.

Por cierto, cuando Cary Fukunaga reemplazó al británico Danny Boyle luego de que este renunciara a dirigir la vigésimo quinta entrega de la saga por “diferencias creativas” con los productores (incluyendo a Daniel Craig), los medios lo señalaron erróneamente como el primer estadounidense que realizaría un James Bond, ignorando a otros anteriores como Irvin Kershner, John Huston y Robert Parrish a partir del histórico litigio que separa los episodios del 007 que pertenecen a su franquicia “oficial” (Eon Productions) de los que no.

Fukunaga, con la colaboración de los guionistas habituales de la saga, Neal Purvis y Robert Wade, introduce en Sin tiempo para morir elementos novedosos y actualizados en torno al héroe, como es el empoderamiento de los personajes femeninos que lo secundan, en lo que ha sido calificado como el tránsito de las tradicionales “chicas Bond” a las “mujeres Bond”.

Una de ellas, Paloma, es interpretada por la cubana Ana de Armas, quien funge como apoyo logístico del 007 lanzando también patadas de artes marciales y ráfagas de disparos en un segmento de la trama que tiene lugar nada menos que en Santiago de Cuba, recreada escenográficamente a imagen y semejanza de la Cuba de los años cincuenta, pero con la sorpresiva y divertida irrupción en las calles de taxis y carros patrulleros Lada, muy lejos, por supuesto, del malabarístico desempeño vial del glorioso Aston Martin que conduce el súper espía. El episodio, afortunadamente, no dura más de lo necesario para dejar inscrita a nuestra compatriota (Santa Cruz del Norte, 1988) en la selecta lista de “mujeres Bond” (su consagración parece estar en camino con la caracterización de Marilyn Monroe en Blonde, que Netflix finalmente ha accedido a exhibir sin censura. Se estrena en el Festival de Sundance en enero de 2022).

La otra, Nomi, en la piel de la británica Lashana Lynch, llega a lo inimaginable en una película de James Bond, más aún para un personaje femenino y negra: obtener temporalmente el número de agente 007, lo que ha sido interpretado como un posible guiño a la sucesión de Graig. Eso sí, no por mucho tiempo: haciendo gala de una actitud ética ejemplar, Nomi le restituye su identificación al depositario original para dejar en el ambiente solo las especulaciones pertinentes sobre quién heredará el trono.

Se cierra así una temporada más de la franquicia y se abren las expectativas sobre quién vendrá a continuación. Cada agente 007 tiene su propio universo personal, y ese universo no se traspasa de una encarnación a otra. Mientras en la literatura es siempre la misma criatura creada por Ian Fleming de aventura en aventura, en el cine James Bond se reinicia (ese término en inglés ahora tan frecuentemente empleado que es reboot) con cada nuevo actor… ¿o actriz?

Tomado de: Cubacine

Tráiler Sin tiempo para morir (Reino Unido, 2021) de Cary Joji Fukunaga

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“Get Back”, el documental definitivo sobre The Beatles

Por Eduardo Fabregat

¿Existirá en la historia del rock alguna banda más analizada, visualizada, puesta bajo la lupa y el microscopio que The Beatles? El peso específico de lo que inventaron Paul McCartney, John Lennon, George Harrison y Ringo Starr dio pie a horas y horas de material audiovisual, ríos de tinta, millones de caracteres, decenas de teorías, análisis y modos de contar e interpretar la historia. Y sin embargo, a más de medio siglo de la separación y después de todo eso, tuvo que llegar 2021 para que el público entre en contacto con el documental definitivo, la obra que clausura todo relato alrededor de la banda de Liverpool. Se llama The Beatles: Get Back, lo dirigió Peter Jackson, de visión obligatoria. Porque no es un recuento de la historia. Es la historia sucediendo ante los ojos y oídos de quien se sumerge en la experiencia.

Aun conocido, hay que repasar el contexto: en 1969, el director Michael Lindsay-Hogg se propuso retratar el proceso de creación de un disco y un especial televisivo, pero el asunto no terminó bien. La primera mala elección fue el lugar: alejado de todo ámbito conocido por los músicos, el hangar de Twickenham no era el lugar más amigable para una banda que apenas surfeaba los efectos de años demasiado intensos. Las horas pasaban, crecían las tensiones y finalmente el cuarteto —que durante cinco días se convirtió en trío por la deserción de Harrison— canceló esa idea y se mudó a un estudio aún en montaje en el sótano de Apple Corps. Allí las cosas volvieron a encarrilarse, aunque Lindsay-Hogg nunca encontró el tono adecuado para semejante historia.

La conclusión de esa historia es igualmente conocida: el concierto en la terraza de Savile Row 3, la edición de Abbey Road (que en realidad se grabó después) y Let It Be, el final de la banda. Y una película bastante amarga, que cimentó la impresión de un final a los tortazos. Un epílogo demasiado oscuro para un recorrido tan luminoso.

Pues bien: el director de El señor de los anillos (entre otras cosas) vino a poner justicia. Y de la mejor manera: no tuvo que “lavar” ni ocultar nada, más bien lo contrario. Las 60 horas de filmación y 150 de audio que tuvo a disposición contaban la historia completa, reforzando el interrogante de por qué aquel primer director se inclinó tanto por las facetas más tristes y turbulentas. Había otra cosa para contar. Había otra cosa que se debía contar.

Y sin embargo, aunque parezca extraño con todo lo dicho, lo mejor de Get Back no es su revisionismo, su búsqueda del punto justo sobre lo que fueron los últimos tiempos de The Beatles. El mayor impacto de las siete horas y media del documental es la inédita posibilidad de ver en profundidad, con el mayor nivel de detalle, a cuatro tipos que cambiaron la música del siglo XX trabajando en la intimidad. El modo en que esos cuatro músicos habían naturalizado la genialidad: cuando se muestran las primeras ideas de canciones que se volverían eternas, el espectador no entiende cómo no surge el inmediato comentario de “¡¡uh, eso es buenísimo!!”. No, ellos apenas asienten con la cabeza. A veces ni eso: un día Beatle normal. Y se suman, agregan capas, mejoran al otro, le dan forma a obras maestras como quien arregla una silla.

Paul llega a Twickenham, se toma un té, dice “estuve tocando algo anoche”, se larga a hacer una base. Lennon toma la guitarra y empieza a tocar. George, siempre tranquilamente sentado junto a la batería, inescrutable, empieza a agregar cositas. Y de pronto la banda mete quinta y aparece “Get Back”. Lennon y McCartney cantan una y otra vez “Two of Us”, y se suma George, y le dan forma a una armonía vocal deliciosa. Tocan el esqueleto de “Maxwell Silver Hammer”, y dicen “hay que conseguir un martillo y un yunque”, y allá va Mal Evans (Mal Evans, ese otro quinto Beatle, transcribiendo todo lo que van zapando los boys) y lo consigue, y el yunque también viaja de Twickenham a Apple, mudísimo testigo de las barbaridades musicales que suceden alrededor. Ringo le da forma a “Octopus’s Garden” junto a George y Sir Martin. Paul se sienta al piano y toca unos acordes que van a ser “Let It Be”. Cuando la frialdad del primer set de filmación congela la creatividad, John y Paul hacen lo que cualquier músico, ir al pasado lejano, a los tiempos de adolescentes componiendo sentados frente a frente (y de allí, ojo, sale “One After 909”), y se ríen de sus propias ingenuidades, cambian las letras, se mofan de sí mismos. Y disfrutan.

Ese evidente disfrute entre los compañeros viene a relativizar la consensuada teoría de que en 1969 todos se ladraban. Eso vendría después, con los desacuerdos contractuales que se terminaron definiendo por la vía judicial. En el pequeño estudio que los alberga, pura cercanía de artistas para quienes lo esencial siempre fue la música, todo empieza a fluir. La presencia del ingeniero Glyn Johns, siempre menos mencionado que George Martin en el canon, es otro soporte fundamental de lo que va apareciendo. La aparición de Billy Preston es el empujón final, la tranquilidad de tener a un tipo que es pura onda tocando el piano eléctrico y dejándoles a ellos la libertad de ser Beatles una vez más.

Esos Beatles que se ven en pantalla son auténticos. No están contaminados de análisis posteriores o rastreo de documentos. Y el grado de autenticidad llega al punto de las escuchas ilegales: cuando Harrison colma su paciencia por estar siempre afuera de esa férrea camaradería entre los principales compositores y se va, Lennon y McCartney sostienen una charla privada en la cafetería de Twickenham. Pero Lindsay-Hogg había colocado un micrófono en un florero, y Macca y Yoko autorizaron la desclasificación de semejante documento: la honestidad con la que analizan la dinámica interna del grupo, con la que entienden las razones de George (a pesar de los primeros chistes ante la renuncia, ese “Bueno, llamemos a Clapton, repartámonos sus instrumentos”) y se proponen enmendar la situación, es una de tantas revelaciones que brillan en Get Back.

Y lo mismo sucede con la tan meneada cuestión de Yoko Ono. Sí, la artista japonesa es una presencia permanente en las sesiones, pero el documental de Jackson es, de algún modo, una reivindicación: al comienzo del segundo episodio, cuando Harrison está fuera y Lennon todavía no llegó a Twickenham, hay un tiempo muerto en el que Paul, Ringo, Linda Eastman y algunos colaboradores charlan de bueyes perdidos, analizan el difícil momento. Y McCartney dice que a él Yoko le cae bien, que no le resulta una molestia que esté allí, que entiende que estén enamorados y quieran estar juntos. “El problema no es Yoko, el problema en todo caso es el grado de compromiso que queremos tener nosotros, o que ya no tenemos un papá que nos diga ‘estén en la sala de ensayo a las 9, y sin novias’. En 50 años esto va a ser increíblemente cómico, que se piense que nos separamos porque Yoko se sentó en un amplificador.”

Get Back demuele mitos con la naturalidad y el grado de verdad que ofrecen los protagonistas en el momento en que sucedían las cosas. Si Let It Be recortó la tensa situación en la que Harrison lo fulmina a Macca con la mirada mientras tira “bueno, decime qué querés que toque y listo”, Get Back presenta todo el diálogo, que comienza con el mismo Paul admitiendo que a él también lo pudre ponerse en jefecito, que sólo quiere que sigan creando cosas juntos, que sigan teniendo entusiasmo.

Y abundan las incredulidades, la banda tocando “Jealous Guy” cuando aún se llamaba “Nature Boy” o probando algo que trae Harrison llamado “All Things Must Pass” (y se entiende la frustración de George porque la canción no sea considerada). El origen de  “Get Back” como canción de protesta por los movimientos anti inmigración en el Reino Unido —y parece que el tiempo no hubiera pasado—, las zapadas de canciones que quedaron en el archivo, los diálogos casuales sobre todo lo vivido en los años precedentes, que fueron pocos pero abundaron en experiencias. Un pequeño debate sobre la utilización de Northern Songs, la editorial con la que intentaron mantener el control sobre su obra. Las lecturas irónicas de notas periodísticas. La aparición en el horizonte de Allen Klein, el agente de The Rolling Stones que ardía en deseos de manejar a The Beatles. El rol de Alex Mardas, Alex el Mágico, que prometía un estudio ultramoderno pero resultó un vendehumo capaz de darles un prototipo de guitarra-bajo con mástil giratorio que Lennon muestra entre risas. “Freakout”, la desquiciada zapada entre Lennon, McCartney y los gritos primales de Yoko…

Si McCartney 3, 2, 1, la notable serie de charlas con Rick Rubin que Star+ estrenó también este año, permitió apreciar varios de los trucos que la banda puso en juego para inmortalizar semejante música, el film de Peter Jackson opera con un grado de veracidad aún mayor. Ya no se trata de determinar, revisar, recordar quién hizo qué cosa o cuándo: todo está allí, a la vista, con músicos que en varios momentos logran olvidar que están siendo filmados todo el tiempo, se acorazan en una usina de creación que nunca había sido expuesta de esta manera. Y boludean. Y se ríen. Y juegan con el sonido, con las voces, con los instrumentos, con su conocimiento de la obra de sus propios ídolos, a la que revisitan en zapadas espontáneas, precalentamientos antes de meterse por enésima vez a terminar de sacar cosas como “I’ve Got A Feeling” o “Don’t Let Me Down”. Y sí, también discuten, porque está claro que la idea no es pintar todo de rosa sino de dar cuenta, de una vez y para siempre, que eran seres humanos con sus falencias y neurastenias, pero el arte terminaba encima de todo.

Por supuesto, todo termina con aquel show en la terraza, la última aparición pública de la banda que trastornó la música del siglo XX y el que vendría (y la paz del barrio: las imágenes intercaladas con opiniones de personas en la calle y el diálogo con la policía en Apple, “si no bajan el volumen voy a empezar a detener gente”, son un festín). Pero incluso ese concierto tantas veces visto resulta resignificado. Lo que se vio en su momento como un acto de compromiso de una banda en las últimas se convierte en la conclusión de días y días de creación, intercambio, enriquecimiento mutuo, superación de problemas esperados e inesperados. También por eso, The Beatles: Get Back se erige como el documental definitivo. La posibilidad de, ahora sí, entender cómo fue The End. Y en el final, el amor que consiguieron es igual al que supieron dar.

Tomado de: Página/12

Tráiler del filme Get Back (Reino Unido, 2021) de Peter Jackson 

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Fellini & Manara

Por Guido Negretti

El binomio cine y tebeos (o, como dicen los anglófonos, los cómics) tiene tres posibles resultados y causas de su ser: de hecho, se utiliza el formato de los dibujos sobre papel para (1) transportar a las hojas lo que ya existe en la pantalla, (2) seguir con las peripecias de lo que hemos visto en el cine como si de una continuación o de un spin-off se tratara, y finalmente (3) proponer al público con un gasto irrisorio lo que desafortunadamente nunca verá la luz ante nosotros sentados en una butaca, sumergidos en la oscuridad de la sala. En el caso de Fellini y de Manara, lo que nos interesa es la tercera opción, ya que el director romagnolo había entendido cómo el medio del cómic podía ayudarle a poner en marcha hacia el mundo de la realidad aquellos sueños de los cuales pensaba que su fin sería el olvido.

Dos son las obras que nos interesan en esta colaboración entre director y artista: Viaggio a Tulum e Il viaggio di G. Mastorna detto Fernet. Se trata, en el primer caso, de una larga aventura en la que volvemos a encontrar el vecchio snaporaz cuya cara (y cuerpo) pertenece al actor fetiche de Fellini, el inolvidable y eterno Marcello Mastroianni. Es una aventura, la de nuestro snaporaz, otra vez en el rol de un director de cine (alter ego de un Fellini que aparece en tanto voz telefónica, creando así un juego de espejos de carácter onírico) que decide rodar una película sobre Carlos Castaneda. Es un viaje muy largo y, al mismo tiempo, muy veloz, demostración esta de que en mundo de celuloide el tiempo y el espacio son factores relativos, hechos de la misma materia de los sueños. Fellini se permite, así, dejar que su imaginación se expanda no solo en lo que se refiere a los hechos sino también en relación a los lugares, gigantescos, increíbles, imposibles, esto sí, de rodar sin un presupuesto inalcanzable.

¿Qué nos cuenta, entonces, Viaggio a Tulum? Si dejamos por un lado las estructuras de la historia que nos viene narrada, resulta simple (casi automático) notar la relación que se instaura entre aquellas páginas y el concepto mismo de creación artística en tanto punto de unión entre lo real (el lápiz que traza unas líneas sobre las hojas) y lo imaginario (la figura que se nos presenta y a la que otorgamos cierta vida), exactamente como acontece en aquellos momentos en los cuales estamos entre la vigilia y el sueño, incapaces de decir qué es verdad y qué es ficticio. Aquí, entonces, es donde Fellini y Manara logran captar una sensación de eternidad, como si nos fuera posible poner la mirada hacia un cosmos que está fuera de nuestro alcance pero que, sin saber por qué, sabemos que nos pertenece, un elemento, este, que forma parte de un mundo al que estamos acostumbrados y que quizás un día vayamos a habitar, tan solo como recuerdos.

En el caso de Il viaggio di G. Mastorna detto Fernet estamos ante una obra que no tiene sentido porque ningún verdadero tipo de sentido tiene que mostrar. Es un juego, una especie de movimiento por un laberinto que va construyéndose mientras caminamos por él; difícil, entonces, poder dar un juicio definitivo sobre algo que se presenta más como un divertissement en el cual se nos pide que olvidemos por algunos minutos todo lo que queremos esperar de una historia (los tres actos que nunca van a aparecer). Fragmento de un guión que nunca fue llevado al cine, empieza este viaje con una pregunta que Mastorna le hace al público: ¿qué cara va a ser la suya, la de un protagonista del mundo del cine? Nos presenta tres, las de E. A. Poe, de John Barrymore y la de Mastroianni, pero ninguna de esta es la correcta. La que vamos a ver, de hecho, es la de Paolo Villaggio, con quien Fellini colabora en el filme La voce della luna (1990).

Son estos dos viajes la demostración de que la fantasía y la imaginación pueden funcionar en los varios medios que están a nuestra disposición. Son, efectivamente, dos obras no solo fellinianas, sino también profundamente conectadas al mundo de Manara, con su mano dulce y mórbida, y aquellas mujeres increíbles, capaces de unir el eros más carnal con la ligereza típica del carácter de la emancipación cultural del mundo femenino del artista. Una lectura entretenida, señal de que el cómic puede ir mucho más allá del simple entretenimiento superficial, y manifestación del hecho de cómo el arte sabe transformar nuestros sueños en realidades.

Tomado de: El Espectador imaginario

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