La otra mirada

Cuando el cine mata

Halyna Hutchins, directora de fotografía recientemente fallecida

Por Carlos Galiano

El mundo del cine fue recientemente estremecido por el trágico suceso ocurrido durante el rodaje del oeste norteamericano Rust, cuando al disparar un revólver de utilería inexplicablemente cargado con balas reales, el conocido actor Alec Baldwin mató accidentalmente a la directora de fotografía del filme, Halyna Hutchins, e hirió a su director, Joel Souza.

El incidente, que ha hecho reaccionar a la comunidad cinematográfica con desconcierto y enojo por la evidente falta de responsabilidad profesional de los miembros del equipo de filmación involucrados en el manejo y control de armas, es investigado por las autoridades bajo el minucioso escrutinio de los medios, pero la delimitación de culpabilidades penales no podrá borrar la perplejidad y conmoción compartida por cineastas y espectadores.

A muchos la muerte de Halyna Hutchins les ha recordado la del actor Brandon Lee, hijo del mítico Bruce Lee, acontecida en circunstancias similares el 31 de marzo de 1993, cuando el intérprete de 28 años cayó abatido por un proyectil de verdad en una escena de intercambio de disparos de una película titulada El cuervo (The Crow), lo cual desencadenó un torbellino de teorías conspirativas como las que rodearon la muerte de su padre 20 años antes. La investigación concluyó que tantas personas habían cometido una negligencia en ese rodaje que resultaba imposible señalar un culpable. ¿Pasará lo mismo con el caso Rust?

Hollywood, dicho sea de paso, cuenta con un largo historial de accidentes principalmente pirotécnicos y automovilísticos en filmaciones desde los albores de la “fábrica de sueños”, sueños que en no pocos casos, como el pasado 21 de octubre, se han transformado por esos motivos en verdaderas pesadillas.

Con la debida salvedad ética que implica comparar una tragedia real con una trama de ficción, el dramático percance de Rust me recordó de golpe una película italiana realizada en 1978 cuya tesis central es que el cine, más allá de reflejar de forma ficticia o documental la realidad, constituye en sí mismo una segunda realidad que puede intervenir abruptamente en nuestras vidas. Su título es Circuito cerrado, fue dirigida por el destacado realizador Giluliano Montaldo (Sacco y Vanzetti, 1971; Giordano Bruno, 1973) y aunque originalmente fue concebida para la televisión, se estrenó en nuestras salas en los años ochenta. No es de las películas más citadas de su director, tampoco se le encuentra ya fácilmente en los mercados de video, pero curiosamente leí hace poco que forma parte de las exhibiciones habituales del Museo de Arte Moderno de Nueva York.

El filme se desarrolla enteramente dentro de un cine, durante la exhibición de un spaghetti western interpretado por un actor icónico del género, Giuliano Gemma. Antes de comenzar la proyección, se nos presenta brevemente a los espectadores que asisten a la función, cada uno en su mundo, con sus manías, individualidades reunidas en ese acto social que es compartir una función de cine.

Se ilumina la pantalla y todo transcurre normalmente hasta la escena climática de cualquier película del oeste, el duelo final, en el que Gemma desenfunda y dispara su revolver a cámara, mientras de modo fijo y extraño mira en dirección al público antes de dar media vuelta y retirarse. De pronto se descubre que un espectador yace abatido en su asiento con una herida mortal de bala. Cunde el pánico, llaman a la policía, nadie puede salir de la sala.

Comienzan los interrogatorios, no aparece el arma ni el motivo homicida, deciden reconstruir los hechos con un voluntario que ocupa el mismo asiento del muerto. Vuelven a pasar el filme, y en la misma escena el mismo disparo cobra una segunda víctima. Se encuentra un orificio en la pantalla. Desconcierto total.

Entre el género conocido como giallo, equivalente italiano del thriller de crímenes, suspenso y misterio y la ciencia ficción de proyección social, Circuito cerrado nos lleva a la inquietante conclusión de que el asesino es la propia película. Esta constituye una suerte de metarrealidad o hiperrealidad que termina por invadir y agredir la de los espectadores, por lo que deja de ser un espectáculo pasivo para convertirse en un sujeto activo que transgrede los límites de la ficción y se instala en las vidas de quienes lo contemplan.

La imperdonable negligencia de la armera, el asistente de dirección o ya se sabrá de quién o quienes reedita de manera simbólica en la tragedia de Rust estas insospechadas relaciones que pueden establecerse entre la realidad “real” y la realidad de la ficción. Por azares del destino, mientras se encontraba en su puesto de trabajo, la joven y talentosa directora de fotografía entró en el mundo de la ficción, se interpuso involuntariamente entre Alec Baldwin y su hipotético adversario, y una bala que debió ser de salva resultó ser un proyectil real que segó su valiosa vida.

La justicia tiene sus propios y estrictos códigos para descifrar estos fenómenos. El arte, sin embargo, queda a merced de ellos.

Tomado de: Cubacine

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Censuras y libertad de expresión

Actores James Bond

Por Ernesto Estévez Rams

Cuando el productor de James Bond, Harry Saltzman, pareció extenderle a Costa-Gavras, luego de su primer éxito, un cheque en blanco, al decirle: «¿Qué película quieres hacer?», este le contestó: La condición humana, de André Malraux. El hombre se rajó ahí mismo: «¿Qué? Hacen falta muchos chinos, no se puede» para cerrar el tema con una risa.

Costa Gavras confiesa que en aquel entonces le interesaban películas precisamente sobre la condición humana, sobre revoluciones, luchas cotidianas, el movimiento obrero, los sindicatos. En algún momento trabajó el proyecto de hacer un largometraje sobre el propio Malraux, ya entonces ministro de cultura de D’Gaulle.

Hay temas que no son de risa, tampoco son para esa escuela de hacer cine que da vida al agente 007. Es arriesgado decir eso último cuando se piensa en Malraux, un hombre cuya lista de actos bravíos, durante la resistencia francesa y antes de ella, lo hacen material de leyenda perfecto para la creatividad literaria de Ian Fleming. Sin embargo, no me imagino a Bond escribiendo algo como La condición humana. Hay en el personaje anglosajón demasiada filosofía barata, caricatura del superhombre de Nietzsche. Mucho menos veo que Bond termine siendo ministro de cultura de nadie, no importa si es del caudillo francés, o si es de Josef Stalin.

Hay otra razón más importante que diferencia a los personajes de Malraux de Bond, los primeros buscan con desespero (¿inútil?) la simultánea redención y comprensión del sentido de ser frente a la angustia inconmensurable de tener que matar; el segundo asume a su condición de existencia una cualidad bruta de asesino cortés. Es conocido que originalmente el personaje de Bond debía ser un arma roma, carente de sofisticación, con la mera función de asesinar por las órdenes de otro. Esa licencia para matar, realmente es licencia para cumplir las órdenes de asesinato y tomarse alguna que otra libertad macabra.

El director-fundador de la CIA, Allen Dulles, era amigo de Ian Fleming. Luego de la debacle de Playa Girón, la agencia buscó en la cuarta entrega de las películas de la serie del agente 007, Thunderball (1965), una operación de relaciones públicas para mejorar su imagen. Introdujo un personaje, Félix Leiter, agente de la CIA, como un personaje empático. El agente simpático, empleado de la agencia promotora de golpes de Estado y asesinatos políticos en tantas partes del mundo, dura hasta el día de hoy.

En 2017 primero, y luego en 2019, los autores Tom Secker y Matthew Alford obtuvieron documentos desclasificados de la CIA, el Departamento de Defensa de los EE. UU. y la Agencia Nacional de Seguridad detallando hasta qué punto estas instituciones se involucraban en los proyectos fílmicos norteamericanos. La lista llega a los mil títulos, entre materiales para cine y televisión, incluyendo muchos de los productos más icónicos de la filmografía norteamericana.

Según Secker y Alford, en muchos casos, si hay «personajes, escenas o diálogos que el pentágono no aprueba, los realizadores tienen que hacer cambios para acomodar las demandas de los militares». En el extremo, «los productores tienen que firmar contratos –acuerdos de asistencia a la producción– que los atan a una versión del libreto aprobada por los militares». Para hacer la realidad más interesante aún, en la mayoría de los casos, los acuerdos alcanzados y la intervención de los agentes del Gobierno de EE. UU. en un producto fílmico es confidencial, protegido por correspondientes contratos. No es que les guste que se sepa por ahí que andan de censores sistémicos, los defensores públicos de la libertad de expresión: no es feliz combinación apoyar a sus empleados o cooptados en otras geografías como víctimas de la censura, y a la vez aparecer cortando escenas de películas porque el matiz es contrario a la maquinaria imperial.

En GoldenEye, el estreno de Brosnan como agente 007, un almirante yanqui incompetente, que es asesinado por los malos, no fue del agrado de los militares; como consecuencia, la nacionalidad del infeliz personaje cambió a canadiense y así apareció en el producto final. En Tomorrow Never Dies, otra entrega de la saga del espía británico, algunas escenas fueron alteradas o eliminadas para complacer a los censores uniformados. La CIA es más sutil (¡no faltaba más!), en ocasiones inserta sus propios empleados en la escritura de los libretos para no tener que pasar cuchilla después.

Pero más allá de determinadas anécdotas, el involucramiento de las agencias imperiales es más sistemático que cortar escenas o alterar guiones. No se trata solo de que «la idea de usar el cine para culpar de los errores a agentes aislados, corruptos o malas manzanas, evitando de esa manera cualquier noción de responsabilidad criminal sistemática, institucional, es directamente sacada de los manuales de la CIA y el pentágono», como afirman Secker y Alford. Las agencias del imperialismo otorgan al entretenimiento made in U.S. un papel importante en su empeño de guerra cultural dentro y fuera de su país. La envoltura de su hegemonía cultural es tal que cualquier empeño de limitar la circulación de sus producciones en algún país es rápidamente asaltada como censura inaceptable, totalitarismo y acción orwelliana, mientras en EE. UU. los productos fílmicos extranjeros, tienen, en la mayoría de los casos, una circulación tan limitada que son efectivamente invisibles. Ni hablar de que reciban tiempo de pantalla apreciable materiales foráneos que describan la cara imperial de su política exterior.

No se trata, además, de lo más obvio, la sutileza es más peligrosa. En muchos casos, la mayor parte de las veces, no se trata de una conspiración diabólica para engatusar al público, basta con que el material cultural sea parte orgánica de la reproducción simbólica del sistema donde se produce. Si el guionista, el productor, el director y el realizador están embebidos en la convicción de la superioridad cultural de su sociedad, no se necesita una mano evidente que lo fuerce, la instrumentalización colonizadora del producto ocurrirá sin intervenciones orwelianas.

La obsesión cubana en la saga del espía es marcada en al menos tres filmes de tres épocas distintas. En la época más reciente de la franquicia, que comenzó con Pierce Brosnan, una de las entregas nos muestra escenas en una Cuba tropical con instalaciones de espionajes de una sofisticación absurda. Corona el ridículo el hacer que el mujeriego héroe tenga una escena de intercambio sexual en una casa cliché en la playa, no bajo la protección del aire acondicionado, sino de llamas de un hogar, receta perfecta para un infarto húmedo.

Para reafirmar la obsesión, la recién estrenada última instalación del agente 007, que finaliza el segmento de Daniel Craig, a quien hay que reconocerle haberle dado al personaje nueva vida con su calidad actoral, casi al comienzo tiene sus escenas cubanas, en este caso se supone que de Santiago de Cuba. Diseñadas desde los consabidos lugares comunes cuando se trata de reflejar a Cuba en los productos enlatados de la cinematografía comercial. Quién sabe si algún día nos enteraremos de escenas cortadas y torceduras de brazos al guion por parte de los eficientes censores, paladines de la libertad de expresión siempre que no se trate de ellos. Quizá no, después de todo, esos contratos de confidencialidad pueden ser muy persuasivos.

Tomado de: Granma

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El arte de la voz

Carmen Donna-Dío fue una actriz de doblaje y bailarina cubano-mexicana. (1921-2005)

Por Sender Escobar

Existen frases de personajes de ficción que permanecen grabadas en el imaginario popular. Parte de la magia reside en la entonación y acento de quien ha logrado tal efecto. El mundo del doblaje y la interpretación oral tiene en su historia hechos tan singulares como trascendentes.

En 1938, durante la Noche de Halloween, el actor Orson Welles narraba en directo por la radio estadounidense un capítulo de La Guerra de los Mundos, del escritor inglés H.G Wells. El futuro director de El Ciudadano Kane anunció que el planeta tierra era invadido por los marcianos. La falsa noticia causó verdadero pánico entre la población, que salió a la calles para escapar, mientras otros llamaban incesantemente a las estaciones de policía de Nueva Jersey y Nueva York.

La dramatización tan veraz del hecho, ante las quejas de la prensa, provocó que al día siguiente Welles pidiera disculpas, aclarando que solo era una broma como parte de la obra radial.

La singularidad de una voz también ha constituido el legado de artistas cuando su arte declinaba ante la pérdida de popularidad y baja calidad de sus trabajos.

El actor mexicano Germán Valdés Tin Tan había caído en una espiral de fracasos cinematográficos que a la postre lo llevarían también a una delicada situación económica. Sin embargo, dos producciones animadas de Disney: El libro de la Selva y Los Aristogatos, donde realizó el doblaje e interpretó los temas musicales del oso Baloo y el gato Tomás O´Malley, fueron sus últimos trabajos exitosos con diálogos y canciones inolvidables.

Cuba, país donde surgió la radio novela, posee en su historia no solo grandes del teatro y las cámaras. La voz como único instrumento ha tenido en artistas como Aníbal de Mar o María Valero intérpretes únicos de los personajes creados por Felix B. Caignet para las series Chan Li Poo y El Derecho de Nacer.

Cuando iniciaron los primeros trabajos en México para llevar las producciones en inglés al público castellano, una cubana: Carmen Donna-Dío (1921-2005) fue pionera de la historia del doblaje latinoamericano. Hoy cumpliría 100 años una habanera de voz multifacética, que dio vida a través del sonido a personajes únicos del cine y la televisión.

Bautizada como María del Carmen Donna-Dío Rodríguez, el ambiente artístico hogareño fue una influencia indiscutible en su vocación. A los 17 años emigra a México con su familia e inicia su vida artística en el país azteca como acompañante de guitarra de su padre, un reconocido concertista, en el programa de radio Cuerdas y Guitarras.

Su interés por la actuación es continuo y recibe clases de dicción y dramaturgia con maestros particulares. Gracias al aprendizaje y el timbre grave de su voz, es contratada en varias emisoras como protagonista de series radiales, casi siempre en roles antagónicos.

Olga Donna-Dío, también actriz de doblaje e hija de Carmen, relata que su madre muchas veces fue sacada de los estudios tras cada capítulo de la radio novela Corona de Espinas con una fuerte custodia policial, pues el público furioso que no conseguía separar la ficción de la realidad, esperaba por ella para enfrentarla.

En 1950 forma parte de la generación que fundó la televisión mexicana y comienza a trabajar como actriz y presentadora en programas de comedia. En el mismo año, Disney establece un convenio con la compañía Estudios Churubusco para el doblaje al español de sus películas animadas y el directivo de la empresa Edmundo Santos, pareja artística de Carmen durante varios años, la contrata.

Debuta como actriz de doblaje en la película Cenicienta donde interpretó a Anastasia, una de las hermanastras de la protagonista. Desde entonces participó como parte del elenco de doblaje en las más conocidas producciones extranjeras llevadas al público hispano como Peter Pan, Dumbo, El zorro y el sabueso, El Libro de la Selva etc.

Algunos de sus interpretaciones más relevantes fueron: Cruela de Vil en la versión animada y en persona de Los 101 Dálmatas; la despistada y cariñosa Nana de la serie inglesa El Conde Patula, personaje al que Carmen puso especial empeño, pues veía reflejado en él, parte de su personalidad.

Uno de los mejores doblajes realizados por la actriz fue a la madrastra de Blancanieves convertida en bruja, timbre de voz que acrecentó en sus carcajadas, diálogos persuasivos y amenazantes, la mítica de una de las villanas más distinguidas y recordadas en la historia del cine.

Pero el trabajo de la cubana no quedó limitado solamente al mundo de los dibujos animados y las comedias, también fue solicitada en largometrajes que exigían fuerte preparación dramática.

Realizó complejos doblajes a actrices como Bette Davis, de quien recibió una carta de felicitación donde le confesaba que ella deseaba tener su voz para actuar.

Las personalidades que interpretó Carmen llevan décadas en el recuerdo de la infancia y adolescencia de varias generaciones que hemos visto, más de una vez, los clásicos de las películas infantiles y series de comedia de los años 80 y 90 del siglo pasado, transmitidas en nuestra televisión.

Aunque su rostro es prácticamente desconocido para el público cubano, durante 52 años hasta su retiro en el 2002, Carmen Donna-Dío hizo del doblaje un arte trascendente para todos los públicos, desde la más repudiable maldad hasta el más tierno de los diálogos que personificó.

Tomado de: Radio Coco

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Agnès Varda: Se trata de mirar más de cerca

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

Para el lector fílmico su entorno es continuidad del espectáculo cinematográfico que ha visto, por esa cualidad humana de absorber lo desmedido, inusual o intrascendente en dialogo con su entorno. En ese repensarlo todo, edifica singulares códigos de observación, una suma de apropiaciones de sustantiva elaboración o también respuestas que parten de una matriz banal.

Frente a este epílogo se impone apuntar sobre lo obvio: la realidad es más plural, más compleja de lo que podemos interpretar tan solo en una primera lectura. Las dinámicas sociales en las que estamos inmersos nos colocan en la epidermis y curvas de una compleja cartografía —que evoluciona en coordenadas— no necesariamente preestablecidas.

Así, transitamos en ese escenario por “autopistas” pobladas de atascos, nudos y ramificaciones que, cuando las fotografiamos, se nos revelan en toda su dimensión. Este enfoque entronca, desde un ángulo pertinente, con una perspectiva antropológica de lo visual.

Se trata de mirar más de cerca, sentencia que encabeza este artículo, resulta la esencia fílmica y sociológica del documental Los espigadores y la espigadora, de la cineasta belga Agnès Varda, quien residió en Francia buena parte de su vida.

Como buena parte de su obra, el filme referido se distingue por un sello personal ampliamente asentado en textos ensayísticos. La película es un llano boceto de una actitud ante la vida, protagonizada —a muchos niveles— por la documentalista.

Varda recicla texturas talladas en los anaqueles del documental, como parte de una escalonada narrativa que recurva hacia su eje y parece ser una suerte de reciclados “puntos y seguidos”. Para el desarrollo de sus dispares puestas, que alternan en contextos urbanos y rurales, se “apropia” de ignorados sociales —también culturales—, personajes que emplaza en cada metraje de sus cónicas soluciones estéticas de sobrias vestiduras cinematográficas.

La obra despunta con un abordaje histórico en torno a la palabra espigar. Juega, desde la entrevista, con los tonos planos de la contemporaneidad, subyugando a actores que entroncan en un punto convergente: acopian lo “desechable”.

También alterna su proscenio cinematográfico con obras de artes plásticas en tono de pasado, para despertar un ejercicio de tradición y modernidad, de comparación atemporal.

La Varda empuña su cámara, la contornea resuelta con erguidos encuadres, desvelados desde los recursos de la crónica, en una permanente mutación personaje-realizadora. Ella se nos presenta como otra espigadora que apuesta por aprovechar lo aprovechable, lo que la sociedad global —adicta al consumo de lo “nuevo”— desecha.

El filme progresa, desde los cimientos del relato fotográfico, con planos de sobrios paralelismos forjados en la apropiación dialogante de historias. Sus interlocutores participan en la narración fílmica en cuidadas dosis y permiten retratar los cercos que invaden a los personajes, traídos de lugares inconexos, entroncados por el contexto de lo periférico.

No habitan en sus soluciones narrativas de la documentalista los enjambres del suspenso que aspiran a cautivar al lector fílmico. Presenta a los personajes con lecturas fotográficas del detalle, donde todo importa: el gesto iracundo, la palabra simbólica, un justificado caminar. Incluso, los contextos y la horizontal geografía de un plano general, no resulta un anodino telar de fondo. Por esa intencionalidad de reciclar usos estéticos, pone estos escenarios en el centro de la pantalla aun gravitando en los vértices de un encuadre boreal.

Con una visita “fugaz”, también meditada, Varda reconstruye la práctica rutinaria de una cosecha de papa. Nos lo revela más allá del simbolismo, en su intención de “anclar” signos sin dejar de mover la cámara. Todo ello dispuesto para el lector audiovisual desconocedor de esas geografías y de sus tempos.

La modesta cámara de la Varda retrata el diálogo cercano, personalizado, indagador de costumbres. Son respuestas de la autora cinematográfica a la edificación del relato. En este repasar de palabras, la autora subraya a los actores de la puesta, para quienes espigar es una “tradición perdida”.

Agnès Varda recorre el entramado social de “ocupas de la tierra” que asumen esa suerte de reciclar lo pasado, esa tradición que el desarrollismo no ha desterrado de nuestra arqueología del presente.

La documentalista combina el trazo conversacional del filme, subrayando acentos y reflexiones tardías con encuadres que jerarquizan a estos reubicados en el gran juego del consumo. Establece una visión, un logaritmo de prominencias temáticas, en la que anónimas historias traspiran en el filme. Asume, desde primerísimos planos, los argumentos de cada uno de los entrevistados en una figuración textual que va más allá del acto manual de espigar.

Personajes secundarios, parte de esta gran partitura fílmica, asumen la “profesión” de espigar a la espera de una opción mejor, como verdaderos sustentos de familias enteras. Cosechan lo que las máquinas inteligentes escupen.

La cámara domestica de Varda sigue el rastro al más universal de los tubérculos, como si de personajes se tratara. Desmenuza con acento periodístico los destinos de una cosecha, clasificadas en aptas para el mercado y aptas para el descarte. Las catalogan (entre el tamaño tal y el más cual).

Este absurdo clasificar de alimentos nos transporta a un estado de alucinación, a una burda realidad en la que determinados alimentos van a parar a su origen —a las faldas de la tierra— cuando no cumplen determinados requisitos “estéticos”.

Son normas que nos recuerdan las exigencias del mundillo de la moda, cuyos intérpretes del “buen vestir” de fastuosas pasarelas, discriminan para las construidas exigencias de una élite.

En el filme, dos historias enriquecen portentosos enfoques sociológicos que contribuyen a edificar la aguda reflexión que nos propone esta puesta documental.

La primera: un camionero que ha perdido su empleo y por circunstancias sicosociales deriva en un toxicómano in crescendo, un consumidor frecuente de bebidas alcohólicas. Un hombre que “ha perdido” a su esposa e hijos ante su deriva social y humana. Vive en condiciones de precariedad e incertidumbre. Sin embargo, nos invita a interpretar —con su erguido testimonio y cotidiana andadura— su singular relación con los “desechos” de patatas que encara desde las asimetrías de su realidad, con un obvio —también esperado— posicionamiento crítico.

Su transitar por contenedores de basura es aprovechado por la cineasta, que construye para el lector fílmico un ambulante de historias pobladas de dolor interior.

Se alimenta de productos que están en perfecto estado, así lo demuestra ante la cámara. Piezas que pasan a engrosar depósitos de basura pensados como “espacios tardíos”.

En esta primera historia aflora la posición ética y humanista de la autora. No se desmarca del “teatro social” revelado. El ángulo que discrimina el entorno nos revela la mirada cómplice de la cineasta que obvia lo superfluo para poner en primer plano los ardores de su actor “invitado”.

Un segundo personaje se dibuja en otro estatus social. Su profesión: chef de un restaurante. Es un espigador de frutas y legumbres con una premisa: “todo es aprovechable”. Llama la atención su sentido práctico y realista, su conexión naturalista con los que nos da la tierra. La lente de la cámara lo particulariza como un “icono de novela literaria”, actitud justificada desde el propio testimonio de este actor-personaje, cultor de las esencias del laboreo de espigar.

Una particular secuencia —el preciado alimento es vomitado desde los camiones a pocos metros de donde estaba emplazada la realizadora—, es todo un símbolo, también un nudo en la motricidad de la obra. Por el azar recurrente, peculiares patatas con formas de corazón o de “exageradas proporciones” son tomados por la cámara domestica de la Varda en trazos de diálogos.

En este capítulo, la documentalista asume labores de espigadora. La alucinación de las formas le atrapa y recicla sus revelaciones desde la intimidad de su casa donde nos vuelve a mostrar las proporciones de los nombrados tubérculos, convertidos en descartes agrícolas. Presenciamos un juego de humor, una mirada oblicua ante los “caprichos de la naturaleza”. La singularidad de los “desechos” implica la exclusión de lo “diferente”.

No se afinca la Varda en ningún espacio definitorio, recorre ciudades de Francia en busca de dispares realidades que enriquezcan sus indagaciones. Apunta hacia otros horizontes sociales en los que espigar constituye una adjetivación real.

Viticultores, recogedores de hortalizas y verduras aportan otras reafirmaciones que dibujan una visión más completa del tema. El espectro de los testimoniantes va desde los que defienden su derecho a recoger lo que otros dejan en el olvido, hasta los que se oponen a que otros recolecten en sus campos, porque “les afecta su economía y su patrimonio”, a pesar de ser “juguetes trasnochados” en silente desintegración orgánica.

Su reiterado retorno por otras carreteras desvela otras claves. Grietas de paredes ausentes de pintura, goteras pronosticadas para el tiritar en la soledad de su ausencia. Singulares detalles de su casa se desvisten ante nosotros con la simpleza de sus manos avejentadas y sus “disimuladas” canas, con las que se recrea para el compartir con ese todos. La realizadora hace planos detalles de estos injertos de su intimidad, elevándola a la categoría de obra de arte, simbologías con la que se siente acompañada. Es un horizontal dialogo en soliloquio de tono autobiográfico.

Un nuevo recorrido por los insospechados vericuetos de lo inservible, presentes como huellas en la intemperie urbana, ocupan a la Varda. Dos artistas peculiares retrata en esa ruta: el primero recoge objetos para convertirlos en mensajes vestidos de arte. El segundo, un albañil, empotra objetos en la fachada de su casa, con énfasis en muñecas. Sus intervenciones le dan vida y sentido a las composiciones que esconde su intimidad resguardada.

La autora fílmica aprovecha la carretera para reforzar la temática del reciclado. En su transitar por ese buscar de nuevos testimonios e imágenes retrata, en cuadro cerrado, los camiones que por montones transitan a su paso. Remarca con su mano en forma angular una suerte de mirada inquisitiva, acusatoria, signos de un punto de vista resuelto con la simpleza de una idea.

Otros sectores de la sociedad como los recolectores y recogedores de ostras y almejas, de frutas y verduras, repiten argumentos y visiones del mismo asunto. Contribuyen así a reforzar la tesis de la obra y la postura que la realizadora defiende.

Su lente regresa al espacio urbano. Nuevos testimonios y erigidas imágenes transportan a una generalizada realidad de la que estamos presentes en verdaderas ausencias. Basureros que descubren embutidos en perfecto estado, frutas que aún pueden ser aprovechadas. Legumbres que pernoctaron poco tiempo en el mercado para darle paso en los anaqueles, a “productos frescos”. Son, todas estas, contribuciones de Los espigadores y la espigadora en franco desafío a los derroches de la “civilización moderna”, machacado por tres palabras mágicas: “estado de bienestar”, una conjugación semántica que sabe a mentira inoculada.

Este no es un documental de suculenta música, de bandas sonoras interpretadas por una orquesta sinfónica de grandes proporciones. Se acompaña con pequeños fragmentos de obras en la que el discurso es denuncia, es llamado de atención desde la filosofía social que distingue los poderes narrativos del rap.

La sobriedad de los planos, el diálogo enriquecedor y plural de los testimonios, junto a la conjugación del verbo de la Varda, despeja toda duda de apuntar hacia una estética manipulada. La ética con que la cineasta desarrolla este particular tema está legítimamente representada por la retórica y la argumentación, soportada en sobrias proporciones estilísticas.

El punto de vista trazado en cada metraje del filme, dispuesto en iconos progresivos, y la perspectiva de lo indagador, contribuyen a identificarnos con los mundos ajenos que se nos presentan, resueltos en sobrias dimensiones. Esta es una pieza vanguardista, que bien valdría incluir en los anaqueles de nuestra videoteca. Revisitarla constituye una necesidad en tiempos en que se impone la selva del consumo.

Ficha técnica

Título: Los espigadores y la espigadora. Título original: Les glaneurs et la glaneuse; año: 2000; duración: 82 min; país: Francia; directora: Agnès Varda; guión: Agnès Varda; música: Joanna Bruzdowicz, Isabelle Olivier, Agnès Bredel, Richard Klugman; fotografía: Stéphane Krausz, Didier Doussin, Pascal Sautelet, Didier Rouget, Agnès Varda; Productora: Agnès Varda.

Tráiler del filme Los espigadores y la espigadora

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Será entre ellas

Por Daniel Céspedes

A Andrés Duarte

Convengamos que Shirley (Josephine Decker, 2020), exhibido en la más reciente emisión de La séptima puerta y basado en el libro de Susan Scarf Merrell, no es el biopic habitual. Hay saltos de etapas en la vida y obra de la escritora estadounidense Shirley Jackson (1916-1965): se obvian hechos de su predisposición a la literatura, incluso uno no sabe qué leyó o quiénes la motivaron a convertirse en narradora. Aunque nadie se convierte en escritor de un momento a otro. Se nace con la vocación y, cuando menos se lo piensa el autor, se levanta un día con un compromiso primero para con sus adentros, donde el hacerse de un nombre le sacude la cabeza exigiéndole dar algo virgen. No importa sea una variación del mismo libro ya escrito.

Por encima de lo que piensen los demás, por encima incluso de alguien cercano (el profesor Stanley, esposo y censor de Shirley, interpretado por Michael S. Stuhlbarg, quien acaso se cree con el derecho de determinar qué género escritural le queda mejor a ella), tiene la protagonista que intentar una nueva criatura. En ese estado de perturbación, duda y cierta gracia del oficio y talento que permanece, se enfrenta el espectador a la persona de mayor interés de esta película. En principio, Shirley es un drama sobre lo que cuesta llegar al estado de gracia de la creación.

“Estoy perdida, Rosie. Estoy perdida. ¿Sabes lo que es tener un secreto? No puedo escribir nada que valga la pena”. Le comenta ella (Elisabeth Moss) a Rosie (Odessa Young). Shirley está en un aprieto. Siente que no avanza, que su investigación sobre una mujer desaparecida, que es el pivote del libro en potencia, le molesta a quienes saben en cuales escollos pudiera estar internándose ella. ¿Cómo lo saben si es reservada con lo que escribe? Su marido ni habla del asunto y, cuando lo hace, no cree que Shirley pueda asumir un proyecto de historia anclado en un misterio social. A decir verdad, para él la desaparición de la mujer es inferior a la capacidad de su esposa. Pues en un momento se lo dice a rajatabla. Frescura y madurez parecieran unirse luego. Ellas (Shirley y Rosie) ya vienen complementándose en lo que sueñan e imaginan, en lo que conversan. Llegan a ser una. Son una.

El enfrentamiento es desafío para Rosie. También para el espectador. A ambos se le presenta una mujer arisca, solitaria y hasta egocéntrica. ¿Qué escritor no lo es? Shirley carga además con la conciencia de saber que es extraña en su comportamiento, que no ostenta una belleza ni lozana ni crepuscular. Shirley es descuidada, un fracaso en la vida doméstica. Su obsesión en la creación se lo impide. La directora se inspira en el referente “real”, la gran autora de terror que fue (que es), pero reproduce —pues no le queda de otra— algunos estereotipos de la mujer intelectual, de la escritora, la complejidad a toda hora del artífice de mundos. Ni ella es el genio Virginia Woolf, ni Rosie es la bella Vita Sackville-West. No es precisa tal comparación. Pero lo que va a surgir después de la apatía y el menosprecio de una por la otra recordará la relación que en pantalla evocó Chanya Button en su película Vita y Virginia (2018).

La escritora le pide a Rosie investigar sobre el caso del que escribe. Decker recurre al suspenso: lo que la voz en off de Shirley narra es resuelto con imágenes difusas de lo que pudo haber sucedido, de lo que sucederá en el libro. Se representa cuanto el lenguaje descriptivo y preciso dice a través del montaje paralelo que, sin embargo, pudiera verse también como montaje alterno. Pues el avance de la escritura es consecuencia de lo que Rosie ya averiguó y se supone le reveló a la narradora. La directora es consciente de que un montaje puede derivar en el otro y no afecta en absoluto la narración. Rosie asume pronto la voz en off. A partir de un instante, el punto de vista de la creación sigue adrede con ella.

En Shirley destaca el guion de Sarah Gubbins, la puesta en escena, en especial el elenco y la recreación epocal —el llamado espíritu de época—, la atmósfera de misterio y a veces de terror para prolongar la propia escritura de esta precursora del terror norteamericano. Los actores se agradecen: Michael S. Stuhlbarg, Logan Lerman… Pero es una película sobre mujeres. Se le pide a Elisabeth Moss y Odessa Young fluctuar entre situaciones extremas y la serenidad de esos diálogos en los que se revela mucho y se sugiere más.

¿Cuál es el libro que se alude tanto en esta trama? La lotería, obra de 1948 que sacudió extraordinariamente a los lectores de Estados Unidos. Y sí, Shirley tomó de la realidad, la necesitó siempre para avivar su ingenio avizor, inconforme, curioso. Como diría en un momento el receloso Stanley: “La originalidad no es algo que uno pueda querer manifestar (…) La originalidad es la brillante alquimia del pensamiento crítico y la creatividad”. Sombría, psicosomática, bruja…, Shirley Jackson escribió más de lo que algunos alcanzaron a sospechar.

Tomado de: Cubacine

Tráiler del filme Shirley (Estados Unidos, 2020) de Josephine Decker

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100 años de Charles Bronson, el primer duro de matar

Charles Bronson, actor estadounidense de origen lituano (1921-2003)

Por Geoffrey Macnab

Hacia el final de El vengador anónimo 3, el vigilante que interpreta Charles Bronson es amenazado con un arma por el líder de pandilla de Gavan O’Herlihy. El matón parece haber vuelto desde los muertos luego de ya haber sido baleado una vez, pero viste un chaleco antibalas. Esta vez, el héroe le apunta a quemarropa con un lanzacohetes, volándolo en pedazos. Es un final absurdo y sin sentido para una película absurda y sin sentido, en la que el recuento de muertes anda por las nubes. La expresión de Bronson no se modifica en lo más mínimo. Se lo ve absolutamente imperturbable, incluso levemente desinteresado, como si estuviera ejecutando una simpla tarea doméstica antes de tomar el cheque de 1,5 millones de dólares que le tenían prometido por sus servicios Menahem Golan y Yoran Globus, los disidentes productores israelíes de la película dirigida por Michael Winner en 1985.

Este 3 de noviembre marca el centenario del nacimiento de Bronson. Fue la más enigmática estrella de acción de su era, uno que apareció en una buena cuota de películas terribles sin aparentemente vulnerar su reputación. Su marca de minimalismo a lo macho probó ser ampliamente influyente. Actores como Bruce Willis, Liam Neeson y Jason Statham han interpretado héroes similarmente inexpresivos en muchas películas de acción recientes sin llegar nunca a igualar su aire de misteriosa calma.

Bronson, quien murió el 30 de agosto de 2003 a los 81 años, no mostró abiertamente pena o furia en la pantalla, pero muchos de los personajes que interpretó habían sufrido un trauma extremo en su pasado. Generalmente están buscando venganza. Su cara siempre luce impasible pero, en sus mejores performances, puede transmitir su dolor y sus anhelos a través de una expresiva mirada en sus ojos o (como en Erase una vez en el Oeste) tocando unos compases en una armónica. Siempre habla de manera reposada. Eso sirve a la vez para congraciarse con el público -parece tan cortés- y para hacerlo lucir aún más intimidatorio. Se entiende que puede explotar en una espiral de violencia en cualquier momento cercano.

En sus películas menores, especialmente aquellas hechas junto a Winner, su comportamiento frecuentemente parece bizarro. Su reserva llega a través de una falta de empatía humana básica. En una de las escenas más ridículas de El vengador anónimo 3, la mujer con la que acaba de empezar un romance (Deborah Raffin) se queda en el auto mientras él va a buscar su correo. Unos matones callejeros la asaltan y causan un accidente que la mata. Saliendo de la oficina postal, Paul Kersey reacciona de un modo típicamente Bronson, es decir luciendo un gesto de leve contrariedad, como si hubiera recibido una multa de tránsito. El dolor físico tampoco perturbó al personaje ficcional de Bronson. Cuando uno de los pandilleros le clava un cuchillo en la espalda en esa misma película, él saca la hoja y la observa con curiosidad, como si no pudiera creer del todo que estuviera dirigida a él.

Bronson en El Vengador Anónimo.

“Bronson es el destino. Una especie de bloque de granito impenetrable, pero que marcó mi vida”, dijo el director italiano Sergio Leone en la biografía que Christopher Frayling escribió sobre el realizador. “Conocí a mucha gente en los Estados Unidos, hombres de negocios, jefes de grandes corporaciones; francamente, personas que eran aún más duras que el personaje de Bronson. Y ellos tenían exactamente la misma sonrisa de Charles Bronson: amenazante, inquietante”, completó Leone.

Cuando Bronson consiguió el que fue seguramente su mejor papel, en el film de Leone Erase una vez en el Oeste (1969), los jefes del estudio Paramount estaban desconcertados con la elección. Lo conocían como un actor de reparto que había aparecido en Los siete magníficos (John Sturges, 1960) o Doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967), que podía verse duro y carismático como integrante de un equipo mayor, pero no el tipo de actor que podía sobrellevar una película de alto presupuesto. Leone, de todos modos, vio al tosco actor estadounidense con ascendentes lituanos como la perfecta elección para el pistolero que tocaba la armónica. Bronson era tan inescrutable y revelaba tan poco de sí que fascinó a las audiencias. Era tan taciturno como el Hombre sin nombre de Clint Eastwood en la “trilogía del dólar” de Leone, y parecía evidente que ocultaba algo detrás de esos ojos misteriosos y conmovedores. No necesitaba decir muchas líneas de diálogo. Gracias a los primeros planos en gran pantalla de Leone, su rostro hizo todo el trabajo.

Al estilo de Humphrey Bogart, Bronson ya estaba bien entrado en la mediana edad antes de convertirse en estrella de cine. Ocasionalmente lideró películas clase B como Ametralladora Kelly (Roger Corman, 1958), pero en las películas más grandes siempre estuvo confinado a los roles de reparto.

Bronson no era un tipo alto. Dentro y fuera de la pantalla, no era para nada extrovertido. De cualquier manera y a pesar de eso, era presa de cierto narcisismo. Trabajó su físico sin descanso, llegando a extremos de exigencia para mantenerse en la mejor forma posible. Según el director Winner, se sometió a cirugía plástica algunas veces. “Esa cara maravillosamente tallada se fue volviendo progresivamente sosa”, apuntó el realizador sobre el modo en que su apariencia se fue aliviando luego de la primera película de El vengador anónimo, en 1974.

En El peleador callejero, película dirigida por Walter Hill en 1975 que algunos consideran como su personaje definitivo, fue elegido para interpretar a un boxeador de las calles, a nudillos pelados, perdido en el Estados Unidos de los años ’30. Allí interpretaba un personaje intensamente físico frente a actores muchos años menores, pero pocos de los críticos parecieron darse cuenta de que ya estaba en sus 50.

Parte del encanto de Bronson descansa en cuán diferente era de las otras estrellas masculinas de ese período, gente del tipo carilindo como Robert Redford, Paul Newman y Steve McQueen. Nacido como Charles Buchinsky, era hijo de padres lituanos y creció en la pobreza, en un pueblo industrial de Pennsylvania. “Los ojos de Bronson son ojos de gato, vigilantes y siempre alerta”, apuntó el crítico de cine Roger Ebert en 1974, en un perfil que definió a Bronson como “la estrella de cine más popular del mundo”.

Bronson había adquirido ese status de una manera muy indirecta, escapando de su entorno de mineros de carbón cuando fue reclutado para las Fuerzas Armadas y luego, como muchos otros, utilizando su paga del Ejército para asistir a una escuela de arte y realizar estudios de actuación. Mucho antes de que lo abrazara el público estadounidense, ya era festejado en Europa y Asia.

Aun cuando su carrera despegó, Bronson siguió siendo un outsider, hostil con la prensa y nunca del tipo de los que toman parte en los trucos publicitarios de Hollywood para propulsar su popularidad. “Yo soy solo un producto, como una torta o un jabón, algo para ser vendido de la mejor manera posible”, le dijo a Ebert cuando, con muchas reservas, accedió a hablar con él.

Los siete magníficos.

A comienzos de su carrera, Bronson a veces fue elegido para interpretar a nativos americanos. No era el típico anglosajón de la Ivy League. No lo ibas a encontrar en El Gran Gatsby o El Golpe. De allí surge una ironía con respecto a su posterior emergencia como el héroe vigilante de las películas del Vengador Anónimo. En estas películas, cada una más orientada al puro lucro que la anterior, él era el ángel vengador, reventando a los pandilleros de la calle en cuidado de un Estados Unidos blanco y de clase media suburbana a la que en realidad él nunca perteneció.

Bronson era una figura que intimidaba. Los conductores de programas de entrevistas estaban palpablemente nerviosos en su presencia. “Yo no soy violento. Solía serlo, pero ahora ya no lo soy”, le dijo a un Dick Cavett visiblemente agitado en una entrevista televisiva. Vestido con camisa negra, Bronson estuvo fumando todo el tiempo, hablando en una voz tan baja que sus palabras parecieron entrañar una amenaza extra. El mostacho manubrio lo hacía lucir aún más como un extraño en el saloon, de esos a los que todos los parroquianos están aterrados de ofender.

“Bronson era diferente a cualquier hombre que hubiera conocido, tranquilo de una manera casi inquietante e intenso, con un aire explosivo de violencia flotando sobre él”, escribió más tarde Jill Ireland, quien dejó a su marido David McCallum por él. Ella y Bronson aparecerían juntos en quince películas, casi todas ellas thrillers o westerns. Cuando intentó salirse de esas tipologías, por ejemplo cuando interpretó a un novelista pornográfico de mediana edad que tenía un romance con una estudiante adolescente (Susan George) en Lola (Richard Donner, 1969), el público se sintió comprensiblemente desconcertado.

A pesar de todo su machismo, Bronson dio pistas de algunos sentimientos algo más refinados en algunas de sus películas, y estaba mucho más apasionado por su tarea como pintor que por la actuación. Aun en películas como El vengador anónimo 3, podía tomarse un descanso de la tarea de matar pandilleros para tener charlas triviales con los vecinos más grandes durante la cena.

La influencia de Bronson puede sentirse aún hoy. El preso con mayor tiempo de condena en el Reino Unido tomó su nombre en 1987, y más tarde fue el tema de una biopic protagonizada por Tom Hardy. Las rugosas películas de acción de años recientes -películas como la recientemente estrenada Nadie, con Bob Odenkirk; El justiciero, con Denzel Washington; o Caminando entre tumbas y y Búsqueda implacable, con Liam Neeson- tienen un sabor similar al de los thrillers de Bronson. Bruce Willis le rindió homenaje al protagonizar una remake de El vengador anónimo (esta vez la traducción respetó el título original de Deseo de matar). De manera nada sorprendente, Quentin Tarantino es uno de sus admiradores.

El actor tiende un puente entre dos mundos diferentes: el viejo sistema de estudios de Hollywood en el que comenzó su carrera, trabajando con directores como Henry Hathaway y Andre De Toth, y la muy diferente, más liberal industria cinematográfica estadounidense de los años ’70 y ’80. Tuvo una ética de trabajo implacable, enganchando roles en la televisión y en la pantalla grande, pero rara vez debatió qué significaba su trabajo. Como le dijo a Ebert, “yo proveo una presencia”.

En una carrera cinematográfica que abarca cerca de medio siglo, Bronson no obtuvo ni una nominación al Oscar, ni siquiera la leve posibilidad de una. Muchas de sus películas, especialmente aquellas con Winner, fueron destrozadas por la crítica. De todos modos, fuera como parte de un ensamble en Los siete magníficos, El gran escape o Doce del patíbulo, o como el protagonista de Erase una vez en el oeste y El peleador callejero, su trabajo perdura. Sigue siendo el primer punto de referencia para cualquiera que quiera hacer un thriller de venganza hoy. Cien años después de su nacimiento, casi dos décadas después de su muerte, Charles Bronson sigue siendo el más duro de los duros, el tipo al que todos respetan más que a nadie.

Tomado de: Página/12

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Miravalles, hacia el cine y en cualquier parte

Reinaldo Miravalles (derecha) el clásico filme El hombre de Maisinicú de Manuel Pérez

Por Sender Escobar

El adolescente nacido en el Callejón del Chorro de la Habana Vieja soñaba con ser pintor, pero había que trabajar y su realidad lo golpeaba tan fuerte que vender en la calle era la única opción. Solo pudo permanecer dos años en la escuela de pintura de Gervasio y Belascoaín en el curso nocturno.

El poco dinero reunido fue suficiente para comprar un local en San Rafael junto a un amigo e intentar prosperar vendiendo café con leche. Amaba el arte, pero no sería a través de un pincel por donde iniciaría su camino.

― ¿A qué dedicas? ―preguntó a un joven a quien a veces le regalaba café con leche―.

― ¡Yo soy artista! ―respondió entusiasmado el muchacho―.

― Coño, chico, qué bonito eso ―dijo quien ya había renunciado una vez por necesidad al arte―.

El muchacho trabajaba en Radio Cadena Azul e invitó al vendedor de café para que hiciera, junto con su grupo, tres programas que salieron al aire. Solo intervino unas pocas veces, sin paga alguna, pero ya era rotunda la decisión: quería ser actor.

Esta vez la renuncia fue a su trabajo como vendedor, permaneció en la radio sin cobrar, aprendiendo de los actores, escuchando cada día de siete de la mañana a ocho de la noche los programas de la emisora. Debía continuar a pesar de todo, ante la incertidumbre de no tener nada.

Reynaldo Miravalles comienza a ser conocido, su determinación y talento le han abierto las puertas a los programas radiales La voz de los ómnibus aliados y La tremenda corte. Debuta en el teatro, sin renunciar a la radio, y crece en la técnica de persuadir a través de gestos y miradas. Sin nada que perder, llega a la televisión en 1952; las cámaras enfocan al espigado joven que gana un premio al actor más destacado del nuevo y floreciente medio en Cuba.

Pero su versatilidad experimenta la amplitud genérica de sus capacidades dramáticas y humorísticas en la más completa de las artes. El cine significó la expresión definitiva donde encontraría multitud de personalidades, en las líneas de guiones que parecían preconfigurados para que Miravalles interpretara a los personajes contenidos en ellos.

Con el filme venezolano de 1957 Pepe Lape Reynaldo inicia una relación única con el cine en la que los personajes secundarios de sus dos primeras películas después de 1959, Historias de la Revolución, como lechero en el segundo cuento, y El joven rebelde, en la cual interpretó a un cruel miembro del ejército batistiano, certificaron la aptitud histriónica del actor.

A partir de entonces, bajo la dirección de Tomás Gutiérrez Alea, Sergio Giral, Manuel Pérez, Rolando Díaz, Luis Felipe Bernaza y otros realizadores, Miravalles construiría para el público cubano los matices que definirían los antagonismos o empatías de personajes infaltables dentro de la historia del cine nacional.

― Alberto Delgado, cará’ ―pronuncia con una mano sobre el hombro del infiltrado ya descubierto.

Es Cheito León, el líder de la banda de alzados en el Escambray a quien Miravalles da vida. Cada palabra esconde temeridad y violencia, pronto ordenará la muerte del hombre de Maisinicú.

Personaje icónico del cine cubano por la relevancia de quien saca a relucir mediante una película la potencia de su talento en función no solo de trasmitir emociones, sino de construir a través de la ficción el ligero puente que conecta la realidad histórica de un país con una década llena de conflictos como fueron los años sesenta.

El contexto y contenido de los largometrajes de los que sería protagonista, desde la construcción de la épica revolucionaria en películas de trama histórica de los años sesenta y setenta, hasta las comedias ambientadas en la cotidianidad citadina o rural en la década de los ochenta, no constituyeron impedimento para que Miravalles se adueñara de una forma tan exacta de los personajes a través de gestos y palabras que era difícil no observarlo tal y como se proyectaba en los filmes: un perseverante y ocurrente exchofer de clase alta, el líder de una guerrilla de alzados en el Escambray o un tierno y cascarrabias guajiro, jefe de una granja vacuna.

Alejado por años de la creación fílmica cubana, regresó en el 2013 con la película dirigida por Gerardo Chijona Esther en alguna parte, obra y personaje que lo satisficieron y remarcaron el escaso protagonismo de actores de la tercera edad en el mundo del cine.

A pesar de no trabajar en producciones cubanas durante casi dos décadas y residir fuera del país, su relación con Cuba y público no decreció. Sobre ello declararía en una entrevista: “Me aplauden con afecto. Cada vez que vengo aquí soy feliz. Esta es mi patria. Donde quiera que viva esta es mi patria…”. Este 31 de octubre recordamos el quinto aniversario de su partida.

Aficionado a la artesanía, el joven de la Habana Vieja que no logró ser pintor buscó la vida hacia todas partes y encontró el cine como destino, para descifrar con actuaciones el universo, desde las imágenes sonoras de un país y su historia.

Tomado de: Cubacine

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Expresiones de un nuevo siglo

Por Blanca Felipe Rivero

Son diversos los caminos que encuentras cuando comienzas a indagar en la historia de la animación en la televisión, casi todos por organizar y jerarquizar, pero fascinantes y muy parecidos a los de las artes en Cuba. Aun cuando los espacios carentes de luz son posibles, siempre aparecen luciérnagas hermosas que coquetean y te sacuden en lo más hondo desde su existencia y voluntad artística. Al revisitar estos caminos, descubrimos los ciclos naturales de bríos desde el nacimiento de la animación: superaciones, exigencias del contexto y naturalezas del artista cubano, siempre indagador, creador osado y talentoso.

Tras la desarticulación provocada por el período especial, las dos primeras décadas del nuevo siglo generaron la necesidad de “habilitar”, sobre todo porque aún no hay una formación escolarizada dentro la especialidad. De esta manera se crearon dos cursos de stop motion (2002-2004) por el maestro David Jaime; enlace que permitió la sobrevivencia de esta especialidad tan relevante dentro de la Televisión Cubana. Nuevos capítulos de El profesor (el primer animado didáctico de la animación cubana), a la manera de Hugo Alea y Reinaldo Alfonso en la década del 60, se convirtieron en trabajos de clases, junto a Piófilo y Cascarón, de David Jaime. Otros resultados de clases, como La semilla, de Niels del Rosario, y La última gota, de Ivette Ávila, en 2008, fueron premiados nacional e internacionalmente. En 2D se realizaron más de una decena de superaciones que generaron personal de trabajo y se unieron a los formados por el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, donde se insertan nociones básicas y tecnologías contemporáneas. Al menos en la televisión se estuvo trabajando “a mano” hasta el 2017. La introducción del trabajo digital trajo nuevas formas de hacer y mayor riqueza expresiva, y aceleró la producción.

A finales de los 90 los Estudios de Animación pasaron al Departamento de Infantiles, lo cual propició el sostenimiento de presentación de programas, efectos visuales y cuentos o enlaces dentro de programas para niños. Se destacan los “lilibíes” (familia de duendes en stop motion) en Claro, Clarita, de Pepe Cabrera, los Para la vida, y la Calabacita, tan querida por la población. Vale señalar algunos productos artísticos que marcan a creadores del nuevo siglo, como Un lugar posible, de Jean Alex; El mulatico santiaguero, de Dany de León; Ernestico, de Niels del Rosario; Pepe, de Raúl González; Ladrón de paisajes, de Dany de León y Eisman Sánchez; Los ninjas, de Dany de León y René Martínez; Reducto, de Ermitis Blanco, y Los novios de la abuela Rosa, de Abel Álvarez. Martí contra dos imperios, de René Martínez, enlaza la desarticulación que llega al nuevo siglo. No obstante los ejemplos anteriores, en esta etapa se hacen visibles la vulnerabilidad de los guiones y las actitudes cuestionadoras que mutilaron proyectos y libertades expresivas.

No es hasta el año 2020, coincidiendo con el inicio de la pandemia, que se produce una reanimación después de casi un quinquenio de inactividad. Bajo la tutela de Rafael Pérez Insúa, se toma la decisión de unir la producción de títeres a los Estudios, y devolver así una mirada contemporánea a la figura animada en su amplio espectro. Se arma un grupo creativo con asesores, un especialista en archivos y un consejo artístico que comienza a recibir y seleccionar alrededor de 50 proyectos hasta la fecha, de los cuales solo 20 están hoy en ejecución, con pocas salidas al aire.

Un pensamiento de gestión cultural, investigación y balance en la programación direcciona los modos de hacer ya respetados por los animadores que van a nuestro encuentro. Propuestas de disímiles poéticas y públicos llegan hasta nosotros, algunas con años de existencia. Nuevamente la fuerza del stop motion hace su entrada. Se reitera con ímpetu la presencia de El profesor, con guiones y dirección general de David Jaime junto a creadores formados por él y colegas con una saga que no se detiene. El escaparate de Patricia —proyecto que refleja el lenguaje de los niños, la curiosidad y la exploración desde el universo del hogar y mundos de fantasía, hoy más ideales que nunca— solo tuvo dos capítulos en 2013, con dirección de arte y artesanía del maestro Jesús Ruiz, y ahora con una propuesta de mayor alcance artístico y cinematográfico con la dirección de arte del joven Yordy Amiot (recreación de cuatro espacios, maquetas escenográficas, cajas de luces, etc.); nuevamente la dirección de Niels del Rosario, y la animación madura y magistral de Yoandra Reyes, asistida por Yasser Janet. Estos animadores participan también en Manita y Manota, de Ivette Ávila, donde dos manoplas y la mascota Tuti desde una mesa de animación crean un mundo de personajes y dibujos en homenaje a protagonistas de la animación cubana.

Lo raro, una propuesta también perteneciente a Ávila, hace entrada con una mirada osada de experimentación, continuadora de las pesquisas de Alea y Alfonso, con una suerte de videoclips con música de diferentes regiones del mundo; material lúdico que cuenta, danza o sencillamente toca con su aro sensible (papel recortado, plastilina, arroz, madera, tejidos).[1] Estas dos últimas propuestas son parte de la revista Bim Bam Muñes, con animación y dirección de Jean Alex en 2D y 3D en combinación con imágenes reales, cuestión inédita en nuestras producciones. Dentro de ella también figuran Pin Pon, un trabajo de bien público de Rafael Collantes, y otro de interacción con niños, muy original y sabichoso, dirigido por Elaine del Valle y titulado ¿Y tú qué crees? También cuenta con Películas hechas por niños, resultado de talleres infantiles realizados por Cucurucho Producciones.

A lo largo de la historia de la animación en la televisión ha existido un vínculo habitual con el teatro de títeres en la obra de determinados autores, así como en diversas temáticas y diseños. De las propuestas digitales de la pandemia llega La salamandra, por el Consejo de las Artes Escénicas y con dirección de Mario Cárdenas. Su predilección por las arcas, la maquetería y el teatro de papel y de objeto se imbrica al dominio de la composición y la belleza visual y da como resultado en El teatrino de Diego, una fortaleza de identidad que ofrece a la infancia y a la familia la poesía para niños contenida en Soñar despierto, de Eliseo Diego. Aquí el descubrimiento de “las cosas” del mundo, los sentimientos y sus naturalezas están presentes como motivaciones. Desde el teatro también nace Retablo de sueños, dirigido por María de los Ángeles Jauma. Se trata de cinco agrupaciones profesionales de las Artes Escénicas (Retablo, Teatro La Proa, Adalett y sus títeres, Polichinela de La Habana y Los Cuenteros) en nueve espectáculos y un capítulo de presentación con multiplicidad de técnicas y un show divertido y peculiar: una presentadora entre títeres, una constante dentro de los espectáculos que llegan a la pantalla con recursos del audiovisual. También para la televisión llega Entre el naranjal y el cielo, un hermoso trabajo de títeres parlantes dirigido por José Antonio López e inspirado en El cochero azul, de Dora Alonso.

Para las primeras edades se estrenó en semianimación Por el mar de las Antillas, de Nicolás Guillén; la voz de un niño referencia la lectura con el uso de las ilustraciones de Raúl Martínez para el volumen de Ediciones Sensemayá, bajo la dirección de Maricel Acosta. Actualmente se trabaja en El valle de Cubanosauria, de Nelson Serrano, Mira y aprende, de Raúl González, y Fábulas de papel, de Niels del Rosario; entretenimiento, enseñanza y tradición cubana con el influjo del campo socialista, que muy bien orientó nuestra labor con el universo infantil desde los 60.

Desde la propuesta para jóvenes, adultos y la familia nace Educlip, de Jesús García, herencia de Los gazapos de antaño; una propuesta en la línea costumbrista que orienta sobre el lenguaje. También llega, con Acuarelas de Cuba, de Jesús Rubio, un contundente proyecto de las queridas estampas cubanas en la voz y la expresión de la poesía antillana de Luis Carbonell, garantía de gracia, colorido y cubanía.

Creadores importantes de la literatura, la música y el teatro están presentes junto a los animadores. Hay mucho por andar, y ahí seguiremos a favor de nuestra cultura y nuestro país.

Notas:

[1] De Lo raro nace un videoclip con papel recortado bajo la dirección de Ivette Ávila y Ramiro Zardoya, titulado “Sinsonte”; un poema de Dora Alonso musicalizado en el espectáculo “Una niña con alas”, de Teatro las Estaciones, dirigido por Rubén Darío Salazar. Los dibujos son de Zenén Calero —Premio Nacional de Teatro (2020) junto a Salazar—, y unidos a los Estudios de Animación rinden homenaje a Pelusín del Monte, el títere nacional.

Tomado de: La Jiribilla

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Dune: ¿La belleza podrá hacerla vivir?

Por Álvaro Guerrero

Arrakis, Dune, planeta del desierto… Esa frase enmarca el comienzo de la epopeya galáctica, ecológica, política, religiosa y alucinatoria creada por Frank Herbert hace sesenta años en la forma de una sola novela. Porque Dune no necesita para erigirse como epopeya más que solo un libro, el original y fundacional, lo demás viene por extensión al éxito comercial y su influencia en la cultura popular. Da igual que el cine sea cine y la literatura otro lenguaje, a las adaptaciones de Dune en la pantalla siempre se les medirá en función de la estatura del mito, y ese ha sido hasta ahora obra exclusiva de la novela de 1965. El audiovisual no ha creado nada que pueda aportar auténtica magia a la altura del aura y la leyenda de una novela cuasi mística y a la vez de una trama enervantemente cargada de maquinaciones.

Hace cuatro años aproximadamente, Denis Villeneuve, un talento natural del cine canadiense secuestrado por un Hollywood donde cumplió el milagro de mantener la magia fílmica de una personalidad intensa, incluso dotada de atisbos poéticos donde pocos los hallarían (la frontera mexicano estadounidense y la guerra al narco con la DEA, en Sicario, es un ejemplo), aceptó la idea de filmar una continuación que parecía, o imposible, tanto por la estatura del mito de la original como por el tiempo transcurrido (se trataba de un filme de hace 35 años, en una cultura donde 10 años atrás ya parece una línea divisoria entre el bien y el mal, o mejor dicho entre lo real y lo irrelevante) o simplemente absurda, por idénticos motivos. Se trataba de emular, reactualizar y proponer un horizonte contemporáneo respecto de la Blade Runner de Riddley Scott, estrenada allá por 1982.

Villeneuve lo hizo, la terminó, estrenó y rápidamente tuvo que olvidar (quién lo sabe a ciencia cierta), obligado por las magras cifras en taquilla que cerraron lo que se planteaba originalmente como una saga, al menos con una continuación para un final que se abría enigmático a múltiples preguntas. El filme era una muestra de deslumbrante cinematografía que hacía eco del, tal vez, primordial tópico de la ciencia ficción moderna: la reformulación del mito cristiano en la figura del elegido y la constante (y muchas veces cargante) materialización del milagro como posibilidad de sentido en un mundo ya sin grandes relatos o utopías. Postularemos una fecha de inicio a este fenómeno: la del estreno de dos filmes. Por un lado, la plástica (en el mal sentido de la palabra) La amenaza fantasma, el reinicio de Star Wars por obra y gracia de George Lucas, y por otro, de la Matrix de los hermanos Wachowski, allá por 1999 ambas. Sí, justo al fin de un milenio.

Si la de Lucas resultó tan decepcionante como precursora, cabe consignar que, sin duda, también se revela como una bellísima colección de fotogramas de un mundo fantástico maravilloso, con un divorcio ya fundamental entre lo perseguido, el milagro, el arribo de un mesías, la belleza puramente visual (sea idílica o apocalíptica) de un mundo agotado, y lo narrado, donde tal vez Matrix (solo la primera) salve esta ruptura ateniéndose al momento histórico de la revolución digital y la paranoia (otro rasgo fundamental de la época) ante el poder más o menos oculto que nos esclavizaría. Como fuera, el mundo externo, observable, debía de ser deslumbrante a los ojos y oídos, y el interno, disolverse en el milagro de lo religioso o espiritual. Si la narración pura y dura se resintiera, sea por falta de frescura, de nuevas ideas o de clichés, al menos el artefacto visual y temático tendería un puente a lo sagrado y liberador, y por qué no también, a lo polémico. Villeneuve tomó esa bandera en Blade Runner 2049, calzando igualmente en el escalafón donde Cristopher Nolan es declarado como el sumo maestro: el blockbuster de autor.

Cabe preguntarse aquí por los cuentos chinos y por la tensión posible entre contemplación, lentitud y parafernalia (por la infinita suma de elementos supuestamente sugerentes introducidos al caldo), ya que, por ejemplo, un filme como Inception nunca busca ocultar su incursión palomitera al mundo de los sueños, mientras que Blade Runner 2049 a ratos carga una pesada mochila de pretensiones que no alcanzan un significante como tal. ¿Ejemplo? Comparar la sencillez contundente de la vileza en el padre creador de los replicantes de la original de 1982 (además interpretado por un hombre maduro ya entrando en la vejez) versus la parafernalia verborreica del nuevo Tyrrel, continuador de la factoría de criaturas, en la piel de Jared Leto, personaje más parte del decorado, de la escenografía fantasmagórica en el esfuerzo estético de Villeneuve. Porque en cuanto a pasar gato por liebre es curioso que para una continuación de Blade Runner la elección de un Nolan no se habría sentido atinada, pero sí para el caso de Dune.

El estilo visual de Villeneuve para este tipo de superproducciones lo ha llevado a decir que la película debe ser vista obligatoriamente en el cine. Esto resulta verdadero y a la vez ilusorio. Toda película debe ser apreciada en la gran pantalla, cada gesto, cada confianza y cada disparo al aire o al objetivo cobran identidad plena en la luz rodeada de oscuridad y el tamaño de las formas, la sintaxis del montaje también. Cinematográficamente, el cineasta repite en Dune ciertas tendencias marcadas desde Blade Runner 2049, en particular esa oscuridad en la fotografía que allí cobraba sentido por la fantasmagoría onírica cara a la obra de Philip Dick que subyace al proyecto de las Blade Runner, una literatura donde no sabemos qué es real por esa sensación constante de no saber si soñamos o no. Ese riesgo, ese abismo existencial, era intenso y tal vez lo más atinado del filme continuación del de 1982. Dune, en cambio, mantiene la fotografía de penumbras aún cuando en la obra literaria de Herbert nunca se pone en duda la vigilia. Estamos despiertos, no hay duda de ello, los sueños recurrentes tienen más que ver con la idea de “revelación”, no ante el hecho de estar soñando sino ante la constancia de estar viviendo engañados, por eso la política en la novela (los planes dentro de los planes) nunca abandona a la religión ni a la leyenda, ni la profecía. Hay que enfrentar lo que somos, al espejo, a través de las palabras tanto en nuestra conciencia como en la conciencia colectiva. ¿Qué queda de eso en la Dune de Villeneuve? ¿De la palabra frente a la imagen? O, mejor dicho, ¿de cómo la imagen cinematográfica se hace palabra?

El tejido narrativo de Dune guarda algo de tirante y desproporcionado. Como en tantas superproducciones surgidas desde El señor de los anillos, todo tiende a la gravedad y la grandilocuencia, pero de verdad, todo. En Dune el énfasis es, por tanto, el verdadero tono, antes que la tensión misma, que es su fachada: la de conflictos entre las casas reales de un universo que ha retrocedido al feudalismo de lazos de honor, alianzas políticas a través de matrimonios y luchas abiertas entre ejércitos cuerpo a cuerpo, espada a espada. Arrakis, Dune, hogar de gusanos gigantes como una catedral, de los aún no categorizados por el poder Fremen, habitantes originarios del planeta, y de la especia, el recurso más codiciado del universo, aquel que les permite a los navegantes de la cofradía cruzar el espacio permitiendo la articulación y el tejido social y político entre planetas y distancias siderales. Poco, poquísimo de esto último se siente en la narración de Villeneuve, al igual que las mismas intrigas que hacen de la novela algo tan angustiante como fascinante. El peso de la tragedia que se avecina sobre los Atreides, los nobles enviados a Arrakis por el emperador para relevar de las funciones a sus enemigos mortales, los feroces y calvos Harkonnen, nuevamente se enfatiza a cada momento ya que no puede irse trasluciendo gradualmente. Lo macro, lo representado en planos abiertos, generales, cumple un rol majestuoso; presenta a la política y la guerra en un tono señorial. Lo micro, en cambio, lo destinado a la dialéctica de personajes, coquetea desde un inicio con el molde y lo ya visto una y otra vez.

¿Un ejemplo? La casa Atreides espera dispuesta en un acto solemne a los enviados por el emperador. El duque Leto (Oscar Isaac) de pie junto a sus más cercanos, a su concubina, Lady Jessica (Rebecca Fergusson) y su hijo, Paul Atreides (Timothee Chalamet), se mira de reojo con la mujer, luego, dando vuelta su rostro, le dice a su brazo derecho, Gurney Halleck (Josh Brolin), “sonríe”. Lo estoy intentando, responde este, claramente sin el menor ademán de querer hacerlo. Esa es la primera señal del carácter bipolar en la puesta en escena de Dune. La tensión que pretende invadir toda la dramaturgia y que más bien tensa el orden (o indefinición) entre lo por una parte sagrado, referido tanto al cine como arte, la autoría, la belleza exterior que aún las cosas más feas (industrias, artefactos descompuestos, etc.) han de comportar para la fascinación del cine, así como a la constante presencia de lo inmaterial, de la revelación y la profecía, y por otra parte a lo convencional y predecible en la construcción y disposición de los personajes dentro del cuadro.

¿Cómo se hace un blockbuster que ambicione la calidad de representar algo más que la pura eficiencia de la acción y que, como Dunkerke, por encima o gracias a esa objetividad donde los seres, los soldados, pueden ser cualquier ser, cualquier soldado, sin embargo hacen que duela, repito, tal vez no a pesar sino gracias a ese mismo espectáculo construido a distancia pero con sangre, sudor y lágrimas? Los cineastas dosifican, representan lo micro, aquello localizado a la altura del sentimiento entre los personajes y entre ellos mismos y el fondo luminoso de la grandiosidad con cierta distinción, con escala humana, en suma. Villeneuve, que ha sido un muy bien dotado trabajador en dicha escala, ensambla en Dune frialdad y, lamentablemente, impersonalidad, por no decir a ratos torpeza, a la hora de recrear las intrigas humanas (que a diferencia de la novela aquí son solo encendidas con más énfasis), junto a una estética a escala monumental de dicha política en los planos generales. Ensamble de impersonalidad con monumentalidad cuya salida podría ser la dimensión del relato mítico, las constantes visiones metafísicas del héroe hacia un futuro de guerra santa, en el interés por impresionarnos a los humanos en la sala de cine con una visualidad oscura y profunda. Pero la auténtica tensión de Dune puede radicar en el hecho de tener que aceptar su carácter de artefacto visualmente deslumbrante aún hilado con momentos propios del blockbuster que seguramente los productores han instalado como forma de controlar un producto que no puede por ningún motivo, como ya pasó con Blade Runner 2049 (un filme harto más bello en su materialidad desnuda que este), volver a fracasar en taquillas.

Pueden quedar muchas o algunas cosas, para ser justos, en la retina y el corazón tras ver Dune en la gran pantalla. Emociones tan caras al cine épico en una historia que, a pesar de todo lo que olvida del libro, retiene parte de su enrevesada y alucinada anécdota. Pero hay poco de erótica en la falta real de tensión a todo nivel de este espectáculo, por eso puede fácilmente tender a aburrir pasado un rato de proyección. Los Harkonnen, fundamentalmente el Barón, uno de los personajes más feroces y turbios con que haya podido encontrarme en la literatura, aquí son una calcomanía cinética, los Atreides, sombras un poco tiesas sobre las que la tragedia pesa nuevamente más a nivel del clásico despliegue de rayos y naves espaciales gigantescas incendiándose. Solo, parcialmente quizás, lo triste y lo apasionado rocen la superficie de la pantalla cuando las figuras del joven Paul Atreides, el que los locales creen es el elegido, y su madre, la concubina y bruja de la orden de las Bene Gesserit -aquellas que, según muchos, gobiernan desde las sombras la política imperial-, se encuentran en escena. En esa deriva de fragilidad y tensión entre madre e hijo, en el misterio de la premonición y la leyenda (esparcida nuevamente en la búsqueda de un poder con alcances y objetivos difusos, misteriosos), y la forma en que literalmente ambos son arrojados juntos al desierto, quizá podamos encontrar los elementos de una puesta en escena en la que Villeneuve tal vez buscó infructuosamente el ensamble entre lo micro y lo macro, ambos espectaculares, pero ya en este último caso con una cierta capacidad de florecer más allá de lo rígido, de cierta frigidez parafernálica.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

Tráiler del filme Dune (Estados Unidos, 2021) de Denis Villeneuve

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Una cierta tendencia del cine francés

Francois Truffaut, cineasta francés (1932-1984)

Por Francois Truffaut

“Se puede querer que el sentido de la palabra arte conciencie a los hombres de la grandeza que ignoran que hay en ellos”.

André Malraux (Le temps du mépris, prefacio)

La finalidad de estos apuntes consiste sólo en intentar definir una cierta tendencia del cine francés —la llamada tendencia del realismo psicológico— y esbozar sus límites.

Diez o doce películas…

Si bien los cineastas franceses realizan un centenar de películas cada año, de todos es sabido que sólo diez o doce merecen el interés de los críticos y los cinéfilos, el interés, por tanto, de estos Cahiers. Estas diez o doce películas constituyen lo que curiosamente se ha llamado la tradición de la calidad; debido a su ambición despiertan la admiración de la prensa extranjera y defienden dos veces al año los colores de Francia en Cannes y en Venecia, donde, desde 1946, obtienen con bastante regularidad medallas, leones de oro y grandes premios.

Al principio del cine sonoro, el cine francés se desmarcó de forma honesta del cine americano. Bajo la influencia de Scarface, el terror del hampa, realizamos el divertido Pepe le Moko (Pépé le Moko, 1937). Más tarde, gracias a Prévert, el cine francés experimentó una gran evolución: Quai des brumes (1938) sigue siendo la obra maestra de la escuela llamada del realismo poético.

La guerra y la posguerra renovaron nuestro cine, que evolucionó bajo el efecto de una presión interna, y el realismo poético —del que se puede decir que murió cerrando tras de sí Les portes de la nuit (1946)— fue sustituido por el realismo psicológico (1), representado por Claude Autant-Lara, Jean Delannoy, Rene Clément, Yves Allégret y Marcel Pagliero.

Películas de guionistas…

Si bien películas como las que hace poco rodó Delannoy —Le bossu (1944) y La parí de l’ombre (1946)—, Claude Autant-Lara —Le plombier amoureux (1932) y Lettres d’amour (1942)— e Yves Allégret —La boíte aux réves (1943) y Les démons de l’aube (1945)— están consideradas como estrictamente comerciales y su éxito o fracaso depende de los guiones que escogen los cineastas, La shymphonie pastorale (1946), Le diable au corps (1947), Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952) y Manéges (1950) son esencialmente películas de guionistas.

Y, además, la indiscutible evolución del cine francés ¿no se debe básicamente a la renovación de los guionistas y los temas, a la audacia con respecto a las obras maestras, a la confianza, en fin, que se pone en el público de que sea sensible a temas generalmente calificados como difíciles?

Por este motivo, aquí sólo hablaremos de los guionistas, los que precisamente se encuentran en el origen del realismo psicológico y en el seno de la tradición de la “calidad”: Jean Aurenche y Pierre Bost, Jaques Sigurd, Henri Jeanson (nueva forma), Robert Scipion, Ro-land Laudenbach, etc.

Todo el mundo sabe ya…

Después de dirigir dos cortometrajes olvidados, Jean Aurenche se especializó en la adaptación. En 1936 firmó, con Anouilh, los diálogos de Vous n’avez ríen a déclarer y de Les dégourdis de la 11e. En la misma época, Pierre Bost publicó en la N.R.F. excelentes novelas cortas.

Aurenche y Bost formaron un equipo por primera vez al adaptar y dialogar Douce (1943), que dirigió Claude Autant-Lara. Todo el mundo sabe ya que Aurenche y Bost rehabilitaron la adaptación cambiando la concepción que se tenía de ella, y que sustituyeron la antigua tendencia del respeto a la escritura por la opuesta, la del respeto al espíritu, hasta el punto en que se llega a escribir este atrevido aforismo: “Una adaptación fiel es una traición” (Cario Rim, Travelling et Sex-appeal).

La equivalencia…

El procedimiento llamado de la equivalencia es la piedra de toque de la adaptación que Aurenche y Bost practican. Este método parte de la hipótesis de que en la novela adaptada hay escenas que se pueden rodar y otras que no, y que, en vez de suprimir estas últimas (como se hacía hasta hace poco), se han de inventar escenas equivalentes, es decir, las que el autor de la novela habría escrito para el cine.

“Inventar sin traicionar”, ésta es la consigna que predican Aurenche y Bost, quienes olvidan que también se puede traicionar por omisión. El sistema de Aurenche y Bost es tan seductor en el enunciado mismo de su principio que nadie ha pretendido nunca comprobar de cerca su funcionamiento.

Esto es más o menos lo que me propongo hacer ahora. Toda la reputación de Aurenche y Bost está establecida sobre dos puntos precisos:

1) La fidelidad al espíritu de las obras que adaptan (2)

2) El talento que utilizan.

Esta famosa fidelidad…

Desde 1943, Aurenche y Bost han adaptado y dialogado juntos las siguientes obras: Douce, de Michel Davet, La symphonie pastorale, de Gide (3), Le diable au corps, de Radiguet (4), Un recteurá l’íle de Sein (a partir de la cual surgió la película Dieu a besoin des hommes), de Queffelec, Les jeux inconnus (vertida en el filme Juegos prohibidos) y Le ble en herbé, de Colette (5).

Además, escribieron una adaptación del Diario de un cura de campaña que nunca ha sido rodada (6) un guión sobre Juana de Arco (7), una parte del cual ha sido realizado por Jean Delannoy, y, finalmente, el guión y los diálogos de L’auberge rouge (1958, dirigida por Claude Autant-Lara).

Habrán observado la gran diversidad de inspiración de las obras y los autores adaptados. Para llevar a cabo esta proeza que consiste en mantenerse fiel al espíritu de Michel Davet, Gide, Radiguet, Queffelec, Frangois Boyer, Colette y Bernanos, me imagino que se ha de tener una soltura y una personalidad abierta muy poco comunes, al igual que un eclecticismo singular.

También hay que tener en cuenta que Aurenche y Bost colaboran con los directores de cine más diversos; Jean Delannoy, por ejemplo, se considera con gusto un moralista místico. Sin embargo, la gran bajeza de Le garcon sauvage (1951), la mezquindad de El minuto de la verdad (Le minute de verité, 1952), o la insignificancia de La route Napoleón (1953) son buenos ejemplos de la intermitencia de esta vocación.

En cambio, Claude Autant-Lara es famoso por su inconformismo, sus ideas “avanzadas”, su feroz anticlericalismo; debemos reconocer el mérito de este cineasta de ser siempre, en sus películas, honesto consigo mismo.

Pierre Bost es el técnico del tándem, por lo que parece que Jean Aurenche es el responsable de la parte espiritual de esta tarea en común.

Educado por los jesuítas, Jean Aurenche conservó al mismo tiempo la nostalgia y la rebelión. Si bien flirteó con el surrealismo, parece que simpatizó con los grupos anarquistas de los años treinta. Esto demuestra la dureza de su personalidad y su aparente incompatibilidad con las de Gide, Bernanos, Queffelec o Radiguet. Sin embargo, analizando sus obras descubriremos sin duda muchas otras cosas.

El padre Amédée Ayffre ha sabido analizar muy bien La symphonie pastorale y comparar la obra escrita con la filmada: “Reducción de la fe a la psicología religiosa de Gide, reducción luego de ésta a la psicología a secas… A esta caída cualitativa corresponde ahora, según una ley muy conocida por los esteticistas, un aumento cuantitativo. Se añadirán nuevos personajes, Piette y Casteran, encargados de representar ciertos sentimientos. La tragedia se convierte en un drama, un melodrama”. (Dieu au Cinema, pág. 131.)

Lo que me molesta de este famoso procedimiento de la equivalencia es que no estoy nada seguro de que una novela comporte escenas que no se pueden rodar y aún menos de que las escenas consideradas “irrodables” lo sean para todo el mundo.

Para alabar a Robert Bresson por su fidelidad a Bernanos, André Bazin concluía su excelente artículo “La stylistique de Robert Bresson” con estas palabras: “Después de El diario de un cura de campaña, Aurenche y Bost ya sólo son los Vlollet-Le-Duc de la adaptación”.

Quienes admiren y conozcan bien la película de Bresson recordarán la admirable escena del confesionario en la que el rostro de Chantal “empezó a aparecer poco a poco, gradualmente” (Bernanos). Cuando, varios años antes que Bresson, Jean Aurenche escribió una adaptación del Diario de un cura de campaña que Bernanos rechazó, consideró que esta escena no se podía rodar y la sustituyó por la que reproducimos a continuación:

— ¿Quiere que la escuche allí? (Señala el confesionario.)

—Nunca me confieso.

—No obstante, ayer se confesó porque esta mañana ha comulgado, ¿verdad?

—No he comulgado. Él la mira, muy sorprendido.

—Perdone, pero yo le he dado la comunión. Chantal se va rápidamente hacia el reclinatorio donde había estado por la mañana.

—Venga a ver.

El cura la sigue. Chantal le señala el libro de misa que ella ha dejado allí.

—Mire dentro de este libro, padre. Yo ya no tengo ningún derecho a tocarlo.

El cura, muy intrigado, abre el libro y descubre, entre dos páginas, la sagrada forma que Chantal ha escupido. Se queda estupefacto y trastornado.

—He escupido la hostia —dice Chantal.

—Ya lo veo —dice el cura, con una voz neutra.

—Nunca había visto nada igual, ¿no es cierto? —dice Chantal, dura, casi triunfante.

—No, nunca —dice el cura, con un aspecto tranquilo.

—¿Sabe usted lo que debo hacer?

El cura cierra los ojos un momento. Reflexiona o reza. Dice:

—Es muy fácil reparar esta falta, señorita. Pero es horrible cometerla.

Se dirige al altar, con el libro abierto. Chantal le sigue.

—No, no es horrible. Lo que es horrible es recibir la hostia estando en pecado.

—¿O sea que está en pecado?

—Menos que otras personas, pero a ellas esto les da igual.

—No juzgue.

—No juzgo, condeno —dice Chantal violentamente.

—¡No hable ante el Cuerpo de Cristo!

El cura se arrodilla delante del altar, coge la sagrada forma del libro y se la come”.

Una discusión acerca de la fe enfrenta, a mitad del libro, al cura y a un ateo obtuso llamado Arséne. Esta discusión acaba con esta frase de Arséne: “Cuando uno se muere, todo muere”. En la adaptación, esta discusión, sobre la tumba misma del cura, entre Arséne y otro sacerdote pone fin a la película. Esta frase —”Cuando uno se muere, todo muere”— había de ser la última del filme, la que queda, quizá la única que el público retiene en su memoria. Bernanos no acababa la película con “Cuando uno se muere, todo muere”, sino con la frase: “¿Qué más da?, todo es gracia”.

“Inventar sin traicionar”, dicen, pero yo creo que en este caso se trata de poca invención y mucha traición.

Todavía uno o dos detalles más. Aurenche y Bost no pudieron escribir El diario de un cura de campaña porque Bernanos estaba vivo. Robert Bresson declaró que, si Bernanos estuviera vivo, se habría tomado más libertades con la obra. De modo que Aurenche y Bost se quejan porque estaba vivo y Bresson se queja porque está muerto.

La máscara arrancada…

De la simple lectura de este extracto se desprende:

1) Un deseo de infidelidad, tanto al espíritu como a la escritura, constante y deliberado;

2) un gusto muy marcado por la profanación y la blasfemia.

Esta fidelidad al espíritu degrada también Le diable au corps, novela de amor que se convierte en una película antimilitarista y antiburguesa, La symphonie pastorale, una historia de un pastor enamorado en la que Gide se muestra como la nueva Béatrix Beck, Un recteurá l’fle de Sein, cuyo título fue cambiado por el equívoco Dieu a besoin des hommes, obra en la que los habitantes de la isla se nos presentan como los famosos “cretinos” de la película Las Hurdes/ Tierra sin pan (1932), de Buñuel.

En cuanto a su gusto por la blasfemia, se manifiesta constantemente de forma más o menos insidiosa según sea el tema, el director e incluso el actor.

Como ejemplos recuerdo la escena del confesionario de Douce, el entierro de Marthe en Le diable audiovisual corps, las sagradas formas profanadas en esta adaptación del Diario de un cura de campaña (escena trasladada a Dieu a besoin des hommes), todo el guión y el personaje de Fernandel en L’auberge rouge y la totalidad del guión de Juegos prohibidos (la pelea en el cementerio). *

Todo señalaría, por tanto, a Aurenche y Bost como autores de películas claramente anticlericales, pero como los filmes de sotanas están de moda, nuestros autores han aceptado someterse a esta moda. Sin embargo, como —según ellos— no se deben traicionar sus convicciones, recurren a menudo al tema de la profanación y la blasfemia y a los diálogos con doble sentido para demostrar a sus compañeros que dominan el arte de “timar al productor”, dándole satisfacción, y timar también al “gran público” igualmente satisfecho.

Este procedimiento merece el nombre de coartadismo, que es disculpable y necesario en una época en la que continuamente se ha de fingir que se es tonto para obrar inteligentemente; pero, si es acertado “timar al productor”, ¿no es un poco escandaloso reescribir así a Gide, Bernanos o Radiguet?

En verdad, Aurenche y Bost trabajan como todos los guionistas del mundo, como hacían antes de la guerra Spaak o Natanson.

En el fondo, todas las historias comportan los personajes A, B, C, D. En el interior de esta ecuación, todo se organiza en función de criterios que sólo ellos conocen. Los líos de cama se efectúan según una simetría bien concertada, algunos personajes desaparecen, otros se crean, el script se aleja poco a poco del original para convertirse en un todo, informe pero brillante y, paso a paso, una nueva película entra solemnemente a formar parte de la tradición de la calidad.

Me dirán…

Me dirán: “Aun cuando Aurenche y Bost fueran infieles, ¿niega usted también su talento?”. El talento, sin duda alguna, no tiene nada que ver con la infidelidad, pero yo no concibo ninguna adaptación admisible que no esté escrita por un hombre de cine. Aurenche y Bost son esencialmente literatos y yo les reprocharía que desprecien el cine infravalorándolo. Su comportamiento con respecto al guión es el mismo de quien considera que reeduca a un delincuente encontrándole un trabajo; siempre creen haber “hecho lo máximo” por él adornándolo con sutilezas, mediante esta ciencia de los matices que constituye un escaso mérito en las novelas modernas. Además, la idea que tienen los exegetas de nuestro arte de que lo están honrando al utilizar jerga literaria es uno de sus mayores defectos. (¿No se ha hablado de Sartre y de Camus a propósito de la obra de Pagliero y de fenomenología a propósito de la de Allégret?)

En verdad, Aurenche y Bost quitan la gracia a las obras que adaptan, porque la equivalencia siempre va unida al sentido de la traición o de la timidez. He aquí un breve ejemplo: en Le diable au corps de Radiguet, Francois se encuentra con Marthe en el andén de una estación cuando Marthe salta del tren en marcha; en la película, se encuentran en la escuela convertida en hospital. ¿Cuál es la finalidad de esta equivalencia’? Permitir a los guionistas introducir los elementos antimilitaristas añadidos a la obra, de común acuerdo con Claude Autant-Lara.

Ahora bien, es evidente que la idea de Radiguet era una idea de puesta en escena, mientras que la escena inventada por Aurenche y Bost es literaria. Créanme cuando les digo que podríamos multiplicar infinitamente los ejemplos.

Cualquier día nos tendrán que explicar…

Los secretos sólo se guardan durante un tiempo, las fórmulas se divulgan, los descubrimientos científicos son objeto de comunicaciones en la Académie des Sciences y, puesto que según Aurenche y Bost la adaptación es una ciencia exacta, cualquier día de éstos nos tendrán que explicar en nombre de qué criterio, en virtud de qué sistema, de qué geometría interna y misteriosa de la obra, eliminan, añaden, multiplican, dividen y “rectifican” las obras maestras. Una vez transmitida la idea según la cual estas equivalencias son tan sólo tímidas astucias para salvar las dificultades y resolver mediante la banda sonora problemas que atañen a la imagen, purgaciones para tener solamente en la pantalla encuadres inteligentes, iluminaciones complejas, fotografías “relamidas”, todo manteniendo muy vivaz la tradición de la calidad, es el momento de examinar el conjunto de las películas dialogadas y adaptadas por Aurenche y Bost y de investigar la permanencia de ciertos temas que explicarán, sin justificarla, la infidelidad constante de dos guionistas hacia las obras que toman como “pretexto” u “oportunidad”.

Resumidos en dos líneas, vean cómo se presentan los guiones tratados por Aurenche y Bost: La symphonie pastorale: es pastor, está casado. Quiere a una mujer y no tiene derecho a ello.

Le diable au corps: juegan a amarse y no tienen derecho a ello.

Dieu a besoin des hommes: oficia, bendice, da la extremaunción y no tiene derecho a ello.

Juegos prohibidos: amortajan y no tienen derecho a ello. Le ble en herbé: se quieren y no tienen derecho a ello.

Me dirán que también he explicado el argumento del libro y no lo niego. Sin embargo, quiero hacer constar que Gide escribió también La porte étroite, Radiguet Le bal du comte d’Orgel, Colette La vagabonde, y que ninguna de estas novelas ha motivado a Delan-noy o a Autant-Lara. Recalquemos también que los guiones de los que no he hablado aquí porque no lo he creído útil confirman también mi tesis: Audelá des grilles, Le cháteau de verre, L’auberge rouge… Es evidente la habilidad de los promotores de la tradición de la calidad de escoger sólo temas que se prestan a malentendidos sobre los cuales descansa todo el sistema. Con el pretexto de la literatura —y, por supuesto, de la calidad— dan al público su dosis habitual de maldad, inconformismo y atrevimiento fácil.

La influencia de Aurenche y Bost es inmensa…

Los escritores que se han convertido en guionistas han observado los mismos imperativos; Anouilh, entre los diálogos de Les dégourdis de la 11 y Un caprice de Caroline chérie, ha introducido en películas más ambiciosas su universo ávido de desorden que tiene, como telón de fondo, las brumas nórdicas trasladadas a la Bretagne (Paites blanches [1948]). Otro escritor, Jean Ferry, ha seguido también la moda, de forma que los diálogos de Manon [Manon, 1949] podrían haber estado firmados perfectamente por Aurenche y Bost: “Cree que soy virgen y, en la vida civil, ¡es profesor de psicología!”. No se puede esperar nada mejor de los guionistas jóvenes. Sencillamente toman el relevo, evitando tocar los tabúes. Jacques Sigurd, uno de los últimos en introducirse en el mundo del “guión y los diálogos”, trabaja en equipo con Yves Allégret. Juntos han dotado al cine francés de algunas de sus obras maestras más oscuras: Dedé de Amberes (Dédé d’Anvers, 1947), Manéges, Une si jolie petite plage (1949), Les miracles n’ont lieu qu’une fois (1951), La jeune folie (1952). Jacques Sigurd ha asimilado la fórmula muy rápido; debe estar dotado de una admirable capacidad de síntesis porque sus guiones oscilan ingeniosamente entre Aurenche y Bost, Prévert y Clouzot, todo ligeramente rejuvenecido. La religión no interviene nunca, pero la blasfemia siempre aparece de algún modo por medio de algunas jóvenes devotas o algunas monjas que cruzan por la pantalla en el momento menos esperado (Manéges, Une si jolie petite plage).

La crueldad mediante la cual se pretende “remover las tripas del burgués” aparece reflejada en frases tan famosas como: “Era viejo, en cualquier momento podía palmarla” (Manéges). En Une si jolie petite plage, Jane Marken envidia la prosperidad de Berck debida a la presencia de los tuberculosos: “¡Sus familiares les van a ver y favorecen el comercio!”. (Esto recuerda la plegaria del rector de la isla de Sein.)

Roland Laudenbach, que parece más hábil que la mayoría de sus colegas, ha colaborado en las películas más típicas de este género: El minuto de la verdad, Le bon Dieu sans confession (1953), La maison du silence.

Robert Scipion es un hombre de letras competente; sólo ha escrito un libro: un libro de pastiches; señas particulares: frecuenta diariamente los cafés de Saint-Germain-des-Prés y es amigo de Marcel Pagliero, a quien llaman el Sartre del cine, probablemente porque sus películas se parecen a los artículos de Les temps modernes. Les incluimos algunas frases de Les amants de Brasmort, película populista en la que los “héroes” son unos marineros, del mismo modo en que los dockers (estibadores) eran los protagonistas de Un homme marche dans la ville:

“— Las mujeres de los amigos están para acostarse con ellas.

— Haz lo que te parezca; tú te lo montarías con cualquiera, sólo tienes que proponértelo”.

En una única bobina de la película, hacia el final, en menos de diez minutos se oyen las palabras: zorra, puta, ramera y jilipollada. ¿Es esto el realismo?

Echamos de menos a Prévert…

Teniendo en cuenta la uniformidad y la bajeza común de los guiones de hoy, se echan de menos los guiones de Prévert. Él creía en el diablo y, por tanto, en Dios, y si bien la mayoría de sus personajes representaban, por capricho suyo, todos los pecados de la creación, siempre había lugar para una pareja a partir de la cual, como nuevos Adán y Eva, una vez acabada la película, la historia podía empezar mejor.

Realismo psicológico, ni real, ni psicológico…

No hay más que siete u ocho guionistas que trabajen regularmente para el cine francés. Cada uno de estos guionistas sólo tiene una historia que contar y, como cada uno aspira solamente al éxito de los “dos grandes”, no es una exageración decir que los ciento y pico filmes franceses realizados cada año tienen el mismo argumento: siempre se trata de una víctima, en general un cornudo. (Este cornudo sería el único personaje simpático de la película si no fuera siempre infinitamente grotesco: Blier-Vilbert, etc.)

La astucia de sus allegados y el odio que los miembros de su familia se profesan entre ellos conducen al “héroe” a su perdición; la injusticia de la vida y, como toque local, la maldad del mundo (los curas, los porteros, los vecinos, los peatones, los ricos, los pobres, los soldados, etc.).

Durante las largas noches de invierno podrían entretenerse en pensar en títulos de películas francesas que no se adapten a este esquema y, ya que están puestos, podrían tratar de encontrar entre estas películas aquellas en las que no figura en los diálogos esta frase, o su equivalente, pronunciada por la pareja más despreciable del filme: “Siempre son ellos los que tienen dinero (o suerte, o amor, o felicidad); ¡oh! Es muy injusto”.

Esta escuela que busca el realismo lo destruye siempre en el momento preciso en que logra captarlo, puesto que está más preocupada en aislar a los seres en un mundo cerrado, tapiado por fórmulas, juegos de palabras, máximas, que en dejar que se muestren tal como son, ante nuestros ojos.8 El artista no siempre puede dominar su obra. A veces ha de ser Dios, a veces su creación. Todos conocemos esta obra de teatro moderna cuyo protagonista, que normalmente lo es desde el momento en que se levanta el telón, aparece mutilado al final de la obra, durante la cual ha ido perdiendo sucesivamente sus miembros en cada cambio de acto. Curiosa época en la que el peor actor fracasado utiliza palabras de Kafka para calificar sus avatares domésticos. Esta forma de hacer cine procede directamente de la literatura moderna, ¡medio kafkiana, medio bovarista!

Ya no se rueda ninguna película en Francia cuyos autores no crean estar rehaciendo Madame Bovary. Por primera vez en la literatura francesa, un autor adoptaba una actitud lejana, exterior, frente a su tema, mediante la cual éste se convertía en el insecto asediado en el microscopio del entomólogo. Pero si, al principio, Flaubert había podido decir “Les arrastraré a B todos por los suelos y se lo merecerán” (frase que los autores de hoy día adoptarían gustosamente como suya), después tuvo que declarar “Madame Bovary soy yo”, y dudo que los mismos autores puedan volver a utilizar esta frase… ¡y por cuenta propia!

Puesta en escena, director, textos…

El objeto de estos apuntes se limita al examen de un cierto estilo de cine desde el único punto de vista de los guiones y los guionistas. Sin embargo, creo que conviene precisar que los directores son y se consideran responsables de los guiones y los diálogos que ilustran.

Antes he hablado de películas de guionistas y sin duda no serán Aurenche y Bost quienes me llevarán la contraria. Cuando ellos entregan su guión, la película ya está hecha; el director, a sus ojos, es el señor que hace los encuadres… ¡y por desgracia es cierto! Ya he comentado esta manía de añadir entierros por todas partes y, sin embargo, siempre se elude a la muerte en estas películas. Recordemos la admirable muerte de Nana o de Emma Bovary, de Renoir; en La symphonie pastorale, la muerte es sólo un ejercicio de maquillador y de director de fotografía; comparen un primer plano de Michéle Morgan muerta en La symphonie pastorale, de Dominique Blanchard en El secreto de Mayerling (Le secret de Mayerling, 1949) y de Madeleine Sologne en L’éternel retour (1943): ¡es el mismo rostro! Todo ocurre después de la muerte.

Citemos por último esta declaración de Delannoy que pérfidamente dedicamos a los guionistas franceses: “Cuando algunos autores con talento dedican un día a ‘escribir para el cine’, ya sea por ánimo de lucro o por debilidad, sienten que se rebajan. Se entregan a una curiosa tentativa hacia la mediocridad, preocupados en no comprometer su talento y seguros de que, para escribir cine, hace falta hacerse entender por las clases bajas”. (La symphonie pastorale o L’Amour du métier, revista Verger, noviembre de 1947.)

Debo mencionar enseguida un sofisma que se utilizará como argumento para contradecirme: “Estos diálogos son pronunciados por personas abyectas y nosotros les prestamos este lenguaje tan duro para estigmatizar su bajeza. Así es como actuamos los moralistas”.

A lo que yo respondo: no es del todo cierto que estas frases sean pronunciadas por los personajes más abyectos. Sin duda alguna, en las películas “realistas psicológicas” no sólo hay seres ruines, pero los autores se muestran tan desmesuradamente superiores a sus personajes que los que por casualidad no son infames, al menos son infinitamente grotescos.

En fin, conozco a un puñado de hombres en Francia que serían incapaces de concebir estos personajes despreciables que pronuncian frases despreciables; se trata de cineastas cuya visión del mundo es como mínimo tan válida como la de Aurenche y Bost, Sigurd y Jeanson; me refiero a Jean Renoir, Robert Bresson (9), Jean Cocteau, Jacques Becker, Abel Gance, Max Ophuls, Jacques Tati o Roger Leenhardt. No obstante, son cineastas franceses y resulta que, curiosamente, son autores que escriben a menudo sus diálogos y algunos de ellos son los propios creadores de las historias que realizan.

Me dirán también…

Algunos me dirán: “Pero, ¿por qué?; ¿por qué no se puede admirar de igual forma a todos los cineastas que se esfuerzan en trabajar en el seno de esta tradición de la calidad de la que usted se burla con tanta ligereza? ¿Por qué no sentir la misma admiración por Yves Allégret que por Becker, por Jean Delannoy que por Bresson, por Claude Autant-Lara que por Renoir?” (10).

Pues bien, yo no puedo creer en la coexistencia pacífica de la tradición de la calidad y de un cine deautores.

En el fondo, Yves Allégret, o Delannoy no son más que caricaturas de Clouzot, o Bresson.

No es el deseo de crear polémica lo que me lleva a infravalorar un cine por otro lado tan alabado. Sigo estando convencido de que la existencia exageradamente prolongada del realismo psicológico es la causa de la incomprensión del público frente a obras de concepción tan nueva como La carrosse d’or (1952), París, bajos fondos (Casque d’or, 1951), o incluso Les dames du bois de Boulogne y Orfeo (Orphée, 1949).

En cuanto a la audacia, todavía falta ver dónde está realmente. Si al finalizar este año 1953 tuviera que hacer una especie de balance de las osadías del cine francés, no aparecerían ni el vómito de Los orgullosos (Les orgueilleux, 1954), ni el rechazo de Claude Laydu de tomar el agua bendita en Le bon Dieu sans confession (1953), ni las relaciones pederastas de los personajes de El salario del miedo, sino más bien el modo de andar de Hulot, los soliloquios de la criada de La Rué de l’Estrapade (1953), la puesta en escena de La carrosse d’or, la dirección de los actores en Madame de… y los intentos de polivisión de Abel Gance. Como habrán adivinado, estas audacias corresponden a hombres de cine y no a guionistas, a directores y no a literatos.

Considero significativo, por ejemplo, el fracaso que experimentaron los guionistas y directores más brillantes de la tradición de la calidad cuando abordaron la comedia: Ferry-Clouzot en Miquette et sa mere (1949), Sigurd-Boyer en Tous les chemins ménent á Rome (1950), Scipion-Pagliero en La rose rouge (1951), Laudenbach-De-lannoy en La route Napoleón, Aurenche-Bost-Autant-Lara en L’Au-berge rouge o, si se prefiere, en Occupe-toi d’Amélie (1949).

Cualquier persona que un día haya intentado escribir un guión no puede negar que la comedia es el género más difícil, el que requiere más trabajo, más talento y también más humildad.

Todos burgueses…

La característica más peculiar del realismo psicológico es su voluntad antiburguesa. Pero, ¿qué son Aurenche y Bost, Sigurd, Jeanson, Autant-Lara, Allégret si no burgueses?; ¿y qué son los cincuenta mil nuevos lectores que atrae cada película extraída de una novela si no burgueses?

¿Cuál es pues el valor de un cine antiburgués hecho por burgueses y para los burgueses? Está claro que los obreros no aprecian demasiado este estilo de cine a pesar de que intente acercarse a ellos. Se niegan a identificarse con los dockers de Un homme marche dans la ville o con los marineros de Les amants de Bras-mort. Quizá se deba enviar a los niños al rellano para hacer el amor, pero a sus padres no les gusta oírlo, sobre todo en el cine, aunque sea con “benevolencia”. Si bien al público le gusta corromperse utilizando la literatura como pretexto, también quieren hacerlo de forma social. Es instructivo considerar la programación de las películas en función de los barrios de París. Uno se da cuenta de que el público popular prefiere quizá las insignificantes películas ingenuas extranjeras, que les muestran a los hombres “tal como deberían ser” y no como Aurenche y Bost creen que son.

Como si se les hubiera dado un pase gratis…

Siempre es bueno concluir; es algo agradable para todo el mundo. Es curioso que todos los “grandes” directores y los “grandes” guionistas hicieran durante mucho tiempo películas insignificantes, y que el talento que utilizaban en ellas no bastase para que destacaran de entre los demás (quienes no utilizaban ningún talento). También llama la atención que todos se pasaran a la tradición de la calidad al mismo tiempo, como si se les hubiera dado un pase gratis. Y después un productor —e incluso un realizador— gana más dinero con Le ble en herbé que con Le plombier amoureux. Las películas “atrevidas” resultan muy rentables. La prueba: un Ralph Ha-bib que renuncia bruscamente a la semipornografía realiza Les compagnes de la nuit y se vale de Cayatte. Ahora bien, ¿qué impide a los André Tabet, los Companeez, los Jean Guitton, los Pierre Véry, los Jean Laviron, los Ciampi, los Grangier hacer, de la noche a la mañana, cine intelectual, adaptar las obras maestras (todavía quedan algunas) y, cómo no, añadir entierros por todas partes?

Entonces estaremos hasta el cuello de la tradición de la calidad, y el cine francés, rival del realismo psicológico, de la severidad, del rigor, de la ambigüedad, sólo será un gran entierro que podrá salir del estudio de Billancourt para entrar más directamente en el cementerio que parece haber sido emplazado al lado expresamente, para ir más rápido del productor al sepulturero.

Sin embargo, a fuerza de repetir al público que se identifique con los “héroes” de las películas, éste acabará creyéndoselo, y el día que comprenda que este cornudo gordo de cuyas desgracias se ha de compadecer (un poco) y reírse (mucho) no es, como él creía, su primo o su vecino del rellano sino él mismo, esta familia abyecta, su familia, esta religión ridiculizada, su religión; entonces, este día, puede que se muestre ingrato hacia un cine que se habrá esforzado tanto en presentarle la vida tal como se ve desde un cuarto piso de Saint-Germain-des-Prés.

Sin duda alguna, he de reconocer que la pasión y una idea preconcebida han presidido el análisis deliberadamente pesimista que he llevado a cabo sobre una determinada tendencia del cine francés. Algunos dicen que esta famosa “escuela del realismo psicológico” había de existir para que pudieran existir a su vez El diario de un cura de campaña, La carrosse d’or, Orfeo, París, bajos fondos o Las vacaciones del señor Hulot (Les vacances de M. Hulot, 1951).

No obstante, estos autores que querían educar al público han de entender que quizá le han hecho pasar de la enseñanza primaria a la de la psicología, más sutil; lo han trasladado a esta clase de sexto que admira a Jouhandeau, ¡pero no hace falta aumentar el número de alumnos indefinidamente!

(Cahiers du cinema, n° 31 – enero de 1954)

Tomado de: Cinéfagos

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