El enemigo del dogma: Arrufat a retazos. Por: Yoe Suárez

ArrufatEl final siempre es el principio. Un verso de Eliot, el poeta inglés. Esa convicción mueve a Antón Arrufat, el escritor que parece andar con un látigo en la lengua para espantar sus fantasmas etéreos o vivientes.

Dividir el cuerpo del alma, despreciar el primero y defender una entelequia como la segunda es un error fatal, le reprocha a cierta doctrina. Odia las religiones, cuestiona a los religiosos.

Cree que el Papa Francisco está arreglando cosas, y que ese será el mejor modo de acabar con la Iglesia Católica. Recuerda a Unamuno: Los dogmas no se pueden tocar porque si no se deshacen.

Me he encontrado con un creyente. Mira que esta mañana me reservaba cosas, suelta con ironía. Una ironía reflexiva que lo acompaña de joven y que ha puesto a prueba la paciencia de sus amigos.

Antón vive en un segundo piso de Centro Habana, el municipio más poblado de la isla. Pero en su torre de marfil es un alma sola que se dedica a llenar cuartillas y cuartillas.

Recibe a quien quiera charlar, pero antes lo investiga. Desconfía ligeramente de su alrededor. Él sabe muy bien qué es vivir por años como un personaje kafkiano. Vigilado, castigado, desaparecido.

Asegura que en otro tiempo yo hubiera sido su verdugo. Saldrías de esta conversación diciendo que era un enemigo de la doctrina y que había que quemarme. Me dan gracia sus aseveraciones.

Si algo horroriza a Antón son las cosas que se han hecho en nombre de Dios, y en nombre de la democracia. El hombre siempre busca apoderarse del otro, ponerlo en servidumbre. El hombre es lo más malo que pisa la tierra. Ahora que lo escucho no me río más.

No ha hablado mucho sobre su vida en Nueva York…

Viví tres años en Estados Unidos. Trabajé en una librería del Village de Nueva York, perteneciente a un extravagante de origen italiano que se llamaba Gaettano Massa. De vez en cuando me pagaba algún dinero porque estábamos haciendo una antología de la poesía hispanoamericana. Una antología que nunca acabé porque era un proyecto inmenso y regresé cuando todo el mundo vino, en el 59.

La librería era muy interesante porque estaba en un sótano. La gente se sentaba a conversar, a robarle algún libro a Gaettano, que no le interesaba demasiado porque no vivía de la venta minorista, sino de las extensas impresiones de libros en español que hacía para la Universidad de Columbia. Cuando alguien miraba con mucho cariño un ejemplar pues se lo regalaba.

Yo iba ahí a menudo. Trabajaba la antología en mi casa y le llevaba los adelantos.

Regresa a Cuba y su generación comienza a llenar ese vacío que trae lo fundacional. Aunque prefiere no recordarlo, en aquel momento estuvo brevemente vinculado con el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficas.

Estuve un tiempo en el quinto piso. Por el ICAIC pasé por curiosidad. Hice algunos diálogos y guiones. Recuerdo vagamente que hicimos filmaciones en los prostíbulos de La Habana que existían en el 59. Iba por las noches y veía a las putas hacer su trabajo. Cosa que era sumamente interesante.

Trabajé con un director mexicano que se llamaba García Scott. Es una parte olvidada de mi vida porque de todos los sitios que me expulsan, me olvido. Es como una defensa psicológica. Igual me ocurre con mi tránsito por Casa de las Américas. Todo lo que me pueda hacer daño, todo lo que me convierta en un resentido, lo que aumente mi odio hacia las personas, lo olvido. Yo veía a Alfredo Guevara y decía: A este hombre dónde lo he visto. 

¿Qué líos hubo entre usted y Enrique Labrador Ruiz?

Labrador Ruiz y yo tuvimos unas palabras una vez en la Biblioteca Nacional. En el 59 o en el 60 participé en una mesa ahí, de la crítica literaria. Se peleó conmigo y más nunca me volvió a hablar.

Juan Marinello, que también integraba el panel me daba golpes por debajo de la mesa y me decía: Usted es muy atrevido. Bueno, no sé qué atrevido soy yo.

Uno oye hablar, entre otros de los 60, del mito Carlos Franqui, y yo quiero saber ¿qué participación real tenía ese señor en Lunes de Revolución?

Carlos Franqui no participaba mucho de Lunes de Revolución, un magazine con el que yo colaboraba desde que estaba en Estados UnidosEsa es una leyenda que hay que aclarar. De vez en cuando él pasaba por allí. Lo que le interesaba era conversar con Fidel Castro, no con nosotros.

Era un hombre inclinado por la pintura, la escritura, la cultura. Fundó Lunes… porque alguien le dio la idea. Quizá Cabrera Infante o su primer director, del que apenas se habla, que se llamaba Enrique Berro.

En esa época usted y otros miembros de Lunes… desafiaron a Orígenes. Usted, particularmente, asumió una postura cuasi terrorista para con ese grupo de escribidores católicos.

En algunos miembros de Lunes de Revolución había un sentimiento anti-Orígenes. Pero era más bien entre los que escribíamos poesía, como Heberto Padilla y yo. Cabrera Infante se mantuvo al margen. Escribimos cosas terribles de las que no me arrepiento porque estábamos en contra de esa literatura trascendentalista, y nosotros no éramos creyentes.

Yo fui amigo de Lezama. Desde niño iba a su casa.

Dicen que usted sabe qué es ser una no-persona. Cuénteme de esa experiencia que le sobrevino luego de publicar la premiada pieza teatral Los siete contra Tebas, en 1968…

Lo he olvidado por cuestiones curativas. Pero debí haber sufrido mucho esos catorce años que estuve metido en una biblioteca, sin publicar, prohibiendo que me visitaran allí. Con una serie de medidas coercitivas espantosas.

Ni siquiera podía contestar el teléfono. Me levantaba a las seis de la mañana para llegar a las ocho y la directora me esperaba en la puerta. Revisaban todo lo que escribía, incluso lo que botaba en la basura. A la gente que preguntaba por mí, le decían que yo no trabajaba ahí.

Las bibliotecarias me tenían pánico. No se acerquen a él que es contra, les decían. Después se dieron cuenta que no, que yo me estaba divirtiendo mucho. Era punto fijo de castigos en los Consejos de Trabajadores y me ponían a limpiar la biblioteca a las tres de la madrugada.

Mis libros desaparecieron en esa y en todas las bibliotecas. Me sacaron de los catálogos de fichas. Yo no existía, jamás había publicado un libro, no era nada.

Cuando aquello, la única persona que fue a verme fue Virgilio Piñera. Se produjo un escándalo en la biblioteca. Me llamaba desde la puerta. Gritaba mi nombre. Yo estaba en el sótano.

Él, que la gente decía que era un cobarde, era capaz de valentías extraordinarias. Luego escribió un poema muy bonito que se llama “Antón en la biblioteca”.

Con el tiempo todo se fue aliviando. Yo entré a estudiar en la Universidad de La Habana, salía a las dos de la tarde. Y aquel reglamento anterior se hacía insostenible.

En aquellos años, era durísimo. No se podía hacer o decir nada que se considerara agresivo, peligroso. Y como la mentalidad era tan rígida, tan estrecha, tan soviética, faltaba poco para mandarnos a la Siberia. Si hubiéramos estado en Hungría nos hubiéramos podrido en las cárceles como millones. Pero esto era Latinoamérica, Estados Unidos estaba muy cerca y había que cuidar un prestigio.

Ya que mencionaba a Virgilio, y por su íntima relación con él conoce bastante su obra, ¿qué consideraciones tiene sobre una pieza llamada El filántropo, de las menos conocidas?

No es muy buena y que por eso no la mencionan. Es una pieza política, sobre un millonario que promete darle a los mendigos dinero si ellos escriben su nombre mil veces. En ese disparate hay gran profundidad. No es absurdo (como Ionesco, por ejemplo).

El estreno lo dirigió Humberto Arenal, para quien Virgilio adaptó El Filántropo. El protagónico lo hizo Florencio Escudero en la Sala Covarrubias del Teatro Nacional. No creo que haya despertado demasiada curiosidad.

En conversaciones anteriores, usted ha delineado un mapa interesante de la homofobia en la isla, ¿Cuáles son algunas de las historias que incluiría en el atlas final?

El general Bayo era un español que fundó en su país las guerrillas durante la Guerra Civil. Vino a Cuba y Fidel le pidió que lo ayudara en la creación, la formación de las milicias.

Cuando yo estaba en esa cosa de las milicias contó algo que nunca podré olvidar: Yo ponía a los maricones delante en la batalla para que los mataran. Y le dije: Entonces los héroes de la Guerra Civil Española son los maricones.

Otra: Batista era homófobo, y sin embargo su Primer Ministro, Morales del Castillo era una loca famosa. El que perseguía a las locas, que se llamaba Ramón O. Hermidas, era una loca de amarrarle a la pata de la cama.

A Papo, el hijo del dictador, la guardia le conseguía los muchachos. Como en La Habana todo se sabe, la gente veía cómo en 12 y 23 se los buscaban.

¿Qué efecto debe causar un libro para recordarlo siempre?

Los grandes libros son los que te hacen señales para que vuelvas a ellos. Entre él y yo queda algo que no se completó, siempre se mantiene algo que el lector no logra entender del todo, y regresa.

Así me pasa con Hamlet. Queda un secreto que hasta el mismo protagonista puede ignorar.

De las pequeñas cosas es un libro en el que a veces parece que estamos leyendo textos ensayísticos, epistolares…

Yo mezclo los géneros. Antes los escribía puros, y al final de mi vida creo que haré una mezcla tremenda. Es que ya las fronteras se han desdibujado. Las novelas parecen poemas, los poemas una obra de teatro.

Tomado de: http://www.caimanbarbudo.cu

One Response to El enemigo del dogma: Arrufat a retazos. Por: Yoe Suárez

  1. gLoria dice:

    Muy sincero. vierte luz sobre épocas, ideologías y miedos al ser humano, su presencia en el reino de este mundo. Gracias. Lindo lo que dice de la escritura y su travestismo que nos libera de cánonicas rigideces universales.

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