El genocidio del hambre en dos miradas. Por: Octavio Fraga Guerra*

“Una película no cambia el mundo, pero si puede ser un faro para numerosas conciencias. Quienes ven al cine como un producto comercial se engañan aparatosamente. El cine forma parte del alma de la sociedad contemporánea. Las historias creadas con el único fin de ganar dinero y que se sujetan a moldes creados por corporaciones son tan fáciles de identificar como de olvidar”.

Agnès Varda

Datos recientes aportados por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), dejan claro que 1.020 millones de personas sufren de hambre crónica en el mundo. Esta cifra dibuja un drama que a pesar de su frialdad, nos acerca a un mapa de brutales dimensiones. Si avistamos esta suma desde la fragmentación, el resultado es aún más demoledor: “cada día mueren de hambre 25 mil personas”. Estos datos tienen un ángulo más sensible, una brecha más difícil de digerir y entender, la respuesta no las da el director general de la FAO, Jacques Diouf, quien aseveró: “cada seis segundos muere un niño de hambre en el mundo y cada día 17.000 niños pierden la vida por no tener nada que comer”. Estas palabras fueron dichas en noviembre de 2009, en la última Cumbre Mundial sobre Seguridad Alimentaría realizada en Roma, con la ausencia de los líderes de los países ricos.

Esta descomposición matemática, nos presenta la cartografía de un escenario que supera el detalle de una foto que tiene el don de congelar esa verdad como parte de muchas historias de vida. Con esa foto, tan solo visualizamos la grieta de un drama imparable que nos debe hacer reflexionar y nos debería hacer actuar ante la inmoralidad de su indetenible permanencia y es que estamos hablando de la vida de seres humanos, somos testigos de un genocidio silencioso. Ante este brutal flagelo, se impone repensar nuestra misión en este planeta que no los ha dado todo. Mientras esta suma asciende incontenible, el cine documental se pronuncia desde los más diversos ángulos.

Los filmes documentales que abordaré en este texto, les une dos principios: no hacer concesiones éticas y estéticas, perfilando un discurso con una clara convicción de desnudar cada uno de los vericuetos de esta hola mortal. Son sustanciales obras de autor que han dictaminado el genocidio del hambre desde dispares perspectivas, en la que sus autores asumen posturas más allá de la propia obra.

Una pieza de singular factura progresa desde el paralelismo de tres familias periféricas de la ciudad de Fortaleza en Brasil. Con Garapa (2009), José Padilha nos conduce al mundo de la pobreza extrema, al cobijo de la hambruna que se traduce en “planificar” cual día podríamos comer y cual no. Una lucha diaria, -a cuenta gotas-, en un contexto de precariedad. Desde la sociología audiovisual, acudimos al entorno de la insalubridad, al alcoholismo impregnado como práctica de vida, donde el amparo de la asistencia social y médica surca en un paralelismo de similitudes fotográficas.

Padilha en esta pieza confirma ser un realizador orgánico, durante poco más de un mes retrata cada ángulo de vida, le hace un guiño al cine documental norteamericano contemporáneo y sin transgredir los píxeles de la realidad, construye un diario que sabe conducir sin alterar el orden presente, sin romper o imponer la práctica de vida de personas que aceptaron participar de la magia del cine para poner de antesala una verdad incombustible. El marco de su trabajo respira desde ese blanco y negro que la fotografía ha dejado para la historia como una patina de documento, tan solo granula la imagen que enfatiza la arquitectura de su ensayo.

Los espacios cerrados son aprovechados por la curvatura de múltiples ángulos, que como pausas, construyen una narración que circula con fluidez para apostillar en la intencionalidad del autor fílmico. No hace falta el acostumbrado diálogo testimonio, -que está presente en cuidadas dosis-, los personajes hablan por si solos. El recorrido del equipo de realización termina dejando para  el arte final, auténticos retratos fílmicos que no escenifican una obra por encargo. Desde los fundamentos de la antropología audiovisual, marca una simbiosis que alterna entre el sentido de obra como documento y el acto de retratar la realidad sin alteraciones de su propia naturaleza.

La ausencia de música en este trabajo le da una mayor connotación documental. Garapa recoge los sonidos del entorno rural y periférico, de la marginalidad construida en fragmentos aislados y distantes. La banda sonora da luz al austero testimonio de sus corelatores, el arte del silencio participa como parte de un drama que lo arropa todo.

En la piel de la obra fílmica se escucha claramente la urgente necesidad de dignificar al ser humano y convertirlo en el centro y eje de nuestras vidas. El autor ha reiterado en varias ocasiones, en procurar que su obra sea utilizada como punto de partida para la discusión y el diálogo multiplicado.

Siguiendo el eje temático y los aportes del género al tema, debemos detenernos en el trabajo de la francesa Agnès Varda, con su ya clásico documental, Los espigadores y la espigadora (2000). La obra despunta con una arrancada histórica en torno al arte de espigar; juega -desde la entrevista y el monólogo-, en entonación de presente con personas que recogen “lo desechable” y alterna con obras de las artes plásticas en tono de pasado, despertando ese ejercicio de tradición y modernidad no en el sentido artístico o histórico que suele atribuírsele, desdibujando un paralelismo que sobrevive imperceptible. Empuña su cámara y se contornea en permanente mutación personaje-realizadora  y se nos presenta como otra espigadora que apuesta por tomar lo aprovechable.

Una modesta cámara digital, un diálogo fluido y respetuoso, indagador de costumbres que fueron oficio de antaño y hoy constituyen historias secundadas por personajes que asisten como furtivos actores, de los que espigar es una tradición perdida.

La Varda recorre el mapa de sus vidas, combinando un diálogo conversacional con encuadres que buscan el protagonismo de estos reubicados del gran juego del consumo. Establece una visión en la que anónimas historias se traspolan en historias de anónimos. Encara en primer plano los argumentos de cada uno de los que entrevista, en una figuración que va más allá de espigar.

Asistimos como testigos de privilegio, al esqueleto de personajes que “construyen sus vidas” sustentadas por los desechos de lo que otros dejan “a buen recaudo”. Desmenuza con actitud periodística los destinos de una cosecha, clasificada en aptas para el mercado y aptas para el desecho. Esta burda realidad implica que contorneados alimentos que no tengan el “noventa-sesenta-noventa” van a parar a su origen, convertidos en destino.

Sin embargo, la mirada incisiva de esta pieza fílmica no se regodea con el tema. Dos particulares historias merecen nuestra atención: un camionero que ha perdido el empleo deriva en toxicómano, consumidor habitual de bebidas alcohólicas, con esposa e hijos que lo han abandonado, viviendo en condiciones de precariedad e incertidumbre laboral.cheap viagra Sin embargo, este personaje nos invita a participar desde su propio testimonio y cotidiana andadura; en relación con los desechos que las grandes superficies dan como “no apto”, y arremete –desde su verba marginal-, por la inmoralidad de desechar los productos fuera de clasificación. Su tránsito por los contenedores es aprovechado por la realizadora que toma nota fílmica sobre los productos que espiga este actor-personaje, productos que aún están en perfecto estado y pasan a engrosar la fila de los depósitos de basura. El ángulo participativo de la cámara, es cómplice del personaje denotando el calado ético de la autora ante esta singular realidad. Otros personajes secundarios afloran en testimonios y escenifican su papel, legitimando una diversidad de matices.

Una gran carga de patatas es dejada a pocos metros de la Varda. Caprichos de la naturaleza en forma de corazón, de exageradas proporciones que son tomados por la cámara y en esa secuencia pasa de ser realizadora para asumir el rol de espigadora. La alucinación de las formas atrapa a la Varda, quien desde la intimidad de su casa nos vuelve a mostrar las proporciones de estas piezas.

Presenciamos un juego de humor, de mirada oblicua por la singularidad de los “desechos”, que lo serán en la medida que estos pensamientos persistan, que son –tan solo-, códigos construidos desde las trampas del mercado que nada tienen que ver con la ética. Cabe hacerse un par de preguntas: ¿Por qué una patata en forma de corazón no está apta para el mercado? ¿Qué sentido tiene que alimentos por ser de tal o más cual medida no son aptos para el consumo? Dejo esa reflexión a los espectadores; en cualquier caso tengo la certeza de que las conclusiones que podríamos sacar escapan de toda racionalidad y sentido común.

Algunos teóricos del cine documental afirman que cuando coexisten realizadores y actores sociales, donde uno de ellos representa al otro, sufre un desplazamiento. Sin embargo, la particular manera con que Agnès Varda asume esta hipótesis, logra una auténtica convivencia de partes involucradas.

La sobriedad de los planos, el diálogo enriquecedor y diverso de los testimonios, junto a la conjugación del verbo de la Varda, rompe toda duda como documental manipulado. La ética con que desarrolla este tema está legítimamente representada desde una narrativa retórica y una sólida argumentación. Un punto de vista mayor subyace en toda la película: la crítica ante la filosofía de mercado de las grandes superficies. Agnès Varda traza su discurso desde el refinamiento irónico presente como una lanza visceral y comprometida.

*Editor del blog: https://cinereverso.org

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