De acumular objetos murió un señor de barbas blancas. Quienes lo escucharon alguna vez, sentenciaron que tenía un acento derruido con el que parafraseaba historias inconclusas. Cuando lo encontraron en los portales acristalados de un banco, estaba cubierto de trasnochados periódicos. Sus mantas fueron cartones anillados y legumbres de la otra noche.
Con estas vestiduras trazaron la cronología de su vida, la ruta de su espacio vital. Apenas tenía una identidad, un amuleto, una llovizna. Era un cuerpo seco, de largos brazos y ojos hundidos. Era un hombre que se sumaría –tan solo-, a las estadísticas ocultas de los desahuciados del lecho tibio de esta iracunda tierra.
La poesía y la palabra pueden encumbrar los soles de estos anónimos mutilados de lo incierto. Seguramente en tu trastero de mamparas, poemas y lúcidas verdades, hay un adjetivo amputado, un sustantivo inquieto, un verbo de horondas posturas. Quizás entre tus posesiones abundan los aguaceros de epístolas. O canciones que aún son letra impresa que dormitan en los anaqueles de tu casa.
Ya sé que en tu ventana la luz es larga, urgente, meditabunda. Tengo claro que los abrazos de tu vida son para vos y para los desarraigados de estos tiempos.
Para estos desarraigados, que están anclados ante la memoria y el tiempo. Detenidos ante ella. Nos toca rescatar sus profundas raíces, que son el cimiento de lo que alguna vez fueron certezas y vida. Hoy tan solo son páginas en blanco y un número recio. A fin de cuentas, en el desván de tu vida te aguarda un vendaval de palabras y muchos comienzos.
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