Habrá que parar el efecto dominó (III). Por: Aurelio Alonso*

09__america-latina_111210_ad_s.indd“En la América Latina de hoy la adopción de una estrategia efectiva supone diferenciar con suficiente claridad los frentes de confrontación y operar según sus condiciones específicas”

III

En América Latina el modelo neoliberal llevó la desigualdad y la pobreza a niveles sin precedente, insoportables en el último cuarto del siglo XX. A un punto en que no resulta exagerado ahora hablar de agotamiento de aquel modelo en el ámbito de la relación neocolonial. En especial con la conversión del endeudamiento externo en pivote principal de sometimiento financiero: ya los acreedores, cuando negocian de conjunto, no lo hacen en función de la necesidad del pago tanto como de la sumisión de los deudores arruinados. Hasta sus concesiones hay que evaluarlas con la prevención de lo que se espera a cambio.

En estas circunstancias se explica que la crisis del sistema-mundo se visibilizara primero en los vínculos con su periferia que al interior de los centros de poder.

El auge de los movimientos sociales hizo sentir la presión de las masas en la coyuntura histórica regional durante el último cuarto del siglo XX, contribuyendo significativamente a que los resultados electorales comenzaran a responder a los intereses populares, y se creara, con los cambios que sobrevinieron, la configuración en la cual nos encontramos desde la primera década del presente siglo. Lo que sobrevino al desplome de quince dictaduras latinoamericanas en menos de veinte años no podría ser reducido a un simple retorno de la democracia, como pretendieron, en la academia de los Estados Unidos, los teóricos de la transición[1], sino que se convirtió en una adquisición cultural prácticamente inédita en nuestra América.

Se puede afirmar así porque pasadas las primeras experiencias, y los desgastes de los mandatarios electos, el cambio no quedó en meras alternancias de gobierno dóciles al sistema oligárquico, como esperaba los ingenios neoliberales, sino que se fue allanando, para los intereses genuinos de las masas, el camino de los instrumentos electorales. Se introducía desde entonces la posibilidad real de llegar por las urnas a una nueva correlación: la de una verdadera red de gobiernos populares que cuestionara, en la práctica, el sometimiento a los patrones económicos, políticos, sociales, ideológicos y culturales de dominación desde los centros capitalistas actuales de poder. Los que nos subordinaron en el continente después de la independencia de España y Portugal. Patrones forjados en Europa y modernizados por los Estados Unidos en el siglo XX. Tocó a nuestra América un siglo después ser el escenario privilegiado de esta sacudida histórica inesperada para las potencias de la modernidad capitalista.

Quede sentado que hablamos sobre cambios de diferente intensidad y radicalidad –como saben los lectores–, de nuevas alternativas de asociación, y de la correlación que estos cambios propician, a través de su diversidad, frente a cadenas de sometimiento manejadas localmente por las oligarquías.

Correlación que tenemos que constatar, inevitablemente, en el análisis de avances y retrocesos, difíciles de predecir, tras los cuales, como se pretendió en Mar del Plata con el Alca, en 2005, la implantación del efecto dominó se mostraría como principio activo. No me extiendo más en una mirada integral porque creo que bastan estas líneas para pasar a lo que me interesa destacar a continuación[2].

En los quince años transcurridos del presente siglo, los cambios en el mapa geopolítico latinoamericano han contribuido también a alentar la inclinación -que expuse arriba– en el diseño de la dominación estadounidense, hacia la costa del Pacífico, en el contexto de su proyecto global. De entrada, con un escenario americano más manejable, por razones geográficas, que el del Atlántico y el Caribe, hacia donde se concentran casi todos los países en los cuales han avanzado proyectos reformistas, radicales o moderados.

No sé hasta qué punto funciona el azar, dado que el Norte del continente tiene cara a los dos océanos, a diferencia del Sur. Canadá y los Estados Unidos, potencia dominante, que linda con México, del que dos siglos atrás usurparon la mitad del territorio y desde 1994 funge como socio preferencial en el tablero geoeconómico, gracias al TLC inaugural, con el cual deformaron, en el acoplamiento, su economía y su estructura social. Todo ese Norte mira hacia ambos océanos; une y separa.

Le sigue, en su frontera sur, el mosaico centroamericano, con variaciones determinadas por la pobreza generalizada, el reducido tamaño de los países y la incidencia estadunidense  más directa y voraz. Un espacio estratégico, sin embargo, definido por el cruce que conecta a los dos océanos y también a las dos latitudes de América, de conjunto con las islas vecinas y el mar en que el Atlántico se revuelve entre las tierras del Norte y el Sur. El Caribe, multicultural y polifónico, espacio cuya excepcional importancia estratégica para el poder imperial el contralmirante Alfred T. Mahan dejó bien fundamentada desde finales del siglo XIX.

Atilio Boron nos recuerda que no se había desencadenado todavía la crisis que llevó al derrumbe del socialismo europeo cuando Zbigniew Brzezinski declaraba que “la Unión Soviética era un problema transitorio para los Estados Unidos, pero que la América Latina constituía un desafío permanente, arraigado en las inconmovibles razones de la geografía”[3].

Colombia, Perú y Chile, se mantienen afines, en distinto grado, a estos pactos subalternos con los Estados Unidos, que siguieron a Mar del Plata, a los que aludí antes, y solo Ecuador escapa hoy a la esfera de influencia norteamericana en el Pacífico sur  continental. La articulación de una nueva edición del Pacific Basin que no se limite a su silueta occidental (liderada por Japón) sino que complete el enclave con el Este del océano (la costa americana), distinta en esencia de la anterior por el papel tutelar de los Estados Unidos, se cae de la mata, en especial cuando se pretende multiplicar el volumen de la transportación interoceánica de mercancías con la ampliación de las inversiones canaleras.

De hecho, el dominó se presenta cantado aquí, aunque no descanse el esquema de dominación continental en el control de los países del Pacífico americano del sur, muy desigual (e insuficiente) en peso dentro de la región. He escogido entrar por esta ruta solamente para retener la perspectiva del plano global en otra contienda (aunque reconozco que no es la ruta más directa). Una contienda que por el momento se nos presenta fría, cifrada en la supuesta exclusión de coyunturas bélicas, pero que no debiéramos considerar inmune a eventuales subidas de temperatura.

No queda duda de la necesidad de concentrar la atención en esta vertiente de la estrategia imperial: la ofensiva para romper la correlación progresista que ha avanzado en el continente latinoamericano, que domina principalmente su costa atlántica y que lo convierte en el escenario de resistencia pacífica al imperialismo más efectivo dentro del Tercer Mundo[4]. Esta estrategia de ruptura se orienta al conjunto (no solo al Pacífico) y muy especialmente a Venezuela y Brasil.

Venezuela, con un proyecto propio de cambio revolucionario, radical y coherente, fundado por Hugo Chávez sobre el legado de Bolívar, para su pueblo y para América. Que ha mostrado eficacia, capacidad de resistencia y una impecable sustentabilidad democrática electoral. Proyecto que se abrió rápidamente en pilar de transformación, y que su líder bautizó como “socialismo del siglo XXI”. Además, con la importancia de levantarse sobre los hombros de una potencia petrolera mundial. El segundo, Brasil, portador de una propuesta reformista liderada por Luiz Orlando Lula da Silva, con un programa de eliminación de la pobreza, incrementar el empleo, reducir desigualdad, y orientado a reforzar el bien común en un país que es casi un continente en población, extensión y riqueza natural. Brasil está llamado a representar, eventualmente, los intereses regionales en una alianza de las sub-potencias (BRICS), como indiqué líneas atrás.

No me parece exagerado afirmar que ambos países se encuentran en el centro de las estrategias de desestabilización que se ingenian para recuperar la ascendencia norteamericana sobre su tradicional patio trasero. Los otros proyectos que podemos considerar de una radicalidad semejante a Venezuela los tenemos en Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Cuba, asociados a partir de diciembre de 2004 en la Alternativa, devenida Alianza Bolivariana de los Pueblos de América (Alba), al cual se adhirieron varios Estados insulares, como germen de la integración continental independiente. El Alba contiene, en términos primarios, el perfil institucional de una unificación internacional (la integración latinoamericana) de futuro, cuyo avance se condiciona al desafío de remontar progresivamente obstáculos y contradicciones del presente continental.

El arribo del Partido del Trabajo a la presidencia de Brasil, y el de Néstor Kirchner a la Argentina, trajeron consigo una panoplia de reformas sociales y una postura de defensa de la soberanía efectiva y de resistencia a los dictados imperiales, que completaron, en lo esencial, el cuadro de la primera década y media del presente siglo; lo que hemos vivido desde el 2000 hasta hoy. Ganada para la izquierda ya en tres ocasiones la presidencia en Uruguay y dos en Chile, aportan su peso al panorama de cambio. En Honduras y en Paraguay fue escandaloso que sendas oligarquías, con apoyo norteamericano, llevaran a cabo maniobras golpistas exitosas (también ensayadas sin éxito en Venezuela, Bolivia y Ecuador)[5]. El termómetro no ha sido siempre tranquilizante, por lo tanto. Y el año 2016 anuncia complicaciones a partir la derrota presidencial del kirchnerismo en Argentina y la victoria de la oposición anti-bolivariana en las elecciones legislativas en Venezuela.

El concierto de todas estas variantes relevantes de resistencia latinoamericana que se han logrado establecer en gobierno, y que sería impensable querer articular a la integración que se manifiesta en el Alba, logró articularse asociativamente en la creación, en 2012, del Consejo de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac), que al excluir a Canadá y los Estados Unidos, se libraba de influencias directas del poder explotador hegemónico, a pesar de que los consensos que admite no pueden tener el alcance de los del Alba. Por primera vez en la historia se cuenta con un escenario de concertación sin la presencia de los centros capitalistas de poder. En consecuencia, se trata de instituciones (Celac y Alba) con un potencial de complementación indispensable, el cual intuyo que estamos todavía bastante lejos de haber aprendido a asimilar.

Este es solo un retrato que procuro armar paso a paso, no un análisis completo, y habrá referencias que preserve para más adelante, o que han aparecido antes, y otras que omita por no estimar relevantes para el conjunto o porque no se me revele su trascendencia a plenitud. De modo que tampoco excluyo que haya errores en mi mirada. Me alienta, por encima de todo, una vocación por alentar el debate.

La bibliografía sobre los procesos y las experiencias del cambio crece por día, pero es todavía insuficiente en comparación con la multiplicidad de los problemas y las aristas que se perciben. Faltan estudios comparativos e inclusivos sobre los mismos. Me interesa tocar en este análisis dos aspectos que considero vitales. El primero es que al sustentarse en la acción de las masas y los movimientos sociales, y definirse mediante los dispositivos electorales, sin necesidad de recurrir a la lucha armada en la iniciativa de cambio, podemos ostentar el clima paz como propósito orgánico del proyecto. Como lo hizo Celac, con acierto, desde su congreso fundacional en La Habana, cuando alumbró su nacimiento acordando la declaración de la América Latina como zona de paz. Algo que no podría proclamarse hoy en otra región del mundo.

El segundo aspecto es que ni las variantes más radicales de cambio socioeconómico excluyen la presencia dentro del sistema de las oligarquías nacionales y el capital, nacional y extranjero, sino que recaban su contribución como contraparte comercial, inversionista y socio financiero. He citado aquí estos dos elementos, que estimo indispensable distinguir en el proceso de cambio continental, porque hay que valorarlas también en cuanto puede costar su asunción.

Lo primero –esa ostensible proyección de paz, ajena a las farsas liberales, que suponen la violencia y la dominación disimulada en la retórica– conlleva una regla tácita de renuncia a la crítica de las armas, que no se sabe hasta qué punto los enemigos de una revolución americana (imperio y oligarquías) van a respetar en términos de un pacto (al que ni siquiera han dado señas de querer comprometerse). Pero se sabe, con solo pasar la vista a otras latitudes, que seguirían dispuestos a perturbarla.

El segundo rasgo que destaco es para subrayar que los cambios que se introducen, incluso los más profundos, se insertan en economías de mercado, dentro de esquemas orgánicos de acumulación de capital, frente a los cuales se lucha por los espacios que permiten empoderar el peso de lo público sobre lo privado, con avances y reveces. Lo uno y lo otro están en el conteo para la inducción de las acciones de desestabilización con vistas a hacer retroceder lo que ha cambiado.

Se ha generalizado el concepto del “golpe suave” para canonizar desplazamientos de poder gubernamental logrados por la astucia en lugar de la fuerza. Justificados por la Ley o de legitimidad controversial. Tal vez debemos ver en la defenestración de Lugo en Paraguay el experimento pionero de la nueva ingeniería golpista, y en la ruta de Macri a las presidenciales, la variante argentina. No hemos sido capaces de analizar a fondo las debilidades de los sistemas establecidos, o no han cuajado aun mecanismos efectivos para traducir la conciencia de los avances sociales en votación electoral, o las dos cosas juntas. Lo cierto es que lograr irreversibilidad en las conquistas políticas se ha vuelto un desafío de todos los días, y si no se para el efecto dominó desde la preparación misma de cada elección, los electores –las verdaderas mayorías que deciden en ese acto único que no se deja corregir– volverán a elegir contra ellos mismos, aunque carezcan de razones plausibles.

El caso cubano es el único diferente en esta orquestación continental, como historia y como estructura. Los protagonistas del cambio llegaron en Cuba al poder por la vía armada en 1959 y el régimen revolucionario se vio obligado a confirmar su legitimidad también por las armas, puestas ya en manos del pueblo, al tiempo que distribuía la tierra a los productores, revolucionaba la cultura con la campaña de alfabetización, realizaba reformas sociales en el empleo y la vivienda, proscribía la discriminación y expropiaba al mundo empresarial desde la oligarquía hasta la clase media, haciendo estatal la economía en proporciones extremas. Un torbellino desencadenado durante los cuatro o cinco primeros años. Hasta qué punto esto funcionó y donde no, y cómo hubiera funcionado sin bloqueo norteamericano son temas que sería un despropósito querer abordar en este texto.

Lo que estimo significativo aquí es que en estos sesenta años Cuba demostró una capacidad de resistencia al imperio y una posibilidad de soberanía efectiva que se han hecho capitalizables como experiencia para el cambio latinoamericano de este siglo. Esta es casi una verdad de Perogrullo. Su historia le asigna a la Isla una presencia esencial en el cambio que necesitan hoy nuestros pueblos y que les permite parar el efecto dominó, y oponerse la hegemonía imperial. Las restricciones padecidas en estos años por los cubanos no impidieron mantener un claro patrón de justicia social y de eliminación del desamparo, y mostrar una ética de solidaridad que entroncan ahora con las propuestas de los países hermanos.

Sería imposible pasar por alto la sintonía del fenómeno cubano con las plataformas de cambio que se abrieron con el siglo en la América Latina, aunque las rutas no pueden ser idénticas, a todas luces. Donde las economías del continente necesitan reducir el peso de las oligarquías y empoderar el interés social, la cubana necesita descentralizar, incentivar la producción y hacer espació a la estimulación en estructuras más participativas, desde múltiples formas de propiedad, sobre las cuales el Estado no debe ni tiene que perder el control. Pero donde el éxito de la iniciativa privada retenga un papel que también contribuya al sistema. Allí donde las sociedades del continente necesitan consolidar, en sus instituciones gubernamentales, la continuidad del cambio emprendido en bien de la población, la cubana, cuya solidez institucional no deja espacio a disyuntivas frente al socialismo, tiene que ganar en cultura deliberativa, reconocimiento a la diversidad, y participación efectiva en las instancias de decisión. Son rutas que, siendo inversas en apariencia, no están opuestas, dada la diferencia de los puntos de partidas, y se orientan a desembocar en un acoplamiento.

He evitado hablar de modelos porque, de manera general, considero que ni Cuba puede servir de modelo para el cambio latinoamericano ni los procesos transicionales del continente se hacen modélicos para los cambios que Cuba debe hoy afrontar, para decirlo claro y rápido. Lo que no obstaculiza el aprovechamiento de experiencias puntuales exitosas, ni resta convergencia a sus objetivos estratégicos.

En la América Latina de hoy la adopción de una estrategia efectiva supone diferenciar con suficiente claridad los frentes de confrontación y operar según sus condiciones específicas. Las oligarquías latinoamericanas intensifican su papel como aliados de los intereses foráneos en un terreno en el cual los Estados Unidos no tienen la posibilidad de acudir a la Otan. El desenvolvimiento de sus acciones se orienta ahora al objetivo de poner a su recaudo la correlación entre los Gobiernos sometidos a las reglas de la economía neoliberal, y los Estados con proyectos soberanos (más o menos radicales), sirviéndose de los patrones dominantes de deformación y desinformación, y la política global del imperio.

Proceso en el cual pesan enormemente a favor de las fuerzas reaccionarias –no hay que cansarse de repetirlo– la alianza económica entre el capital local y el transnacional (el dinero es la patria de los ricos), y el monopolio de esta alianza sobre los medios de comunicación, masivos y personalizados, con altos niveles tecnológicos.

Del 2008 al 2012, cuando el resto del mundo dependiente, incluido el sur europeo, recibía los efectos más intensos de la crisis, las economías emergentes dentro del cambio latinoamericano comenzaban a sanearse, y hoy están más preparadas para resistir que en los inicios. A pesar de que se hable de agotamiento del ciclo progresista latinoamericano, con una lectura perversa de desafíos inevitables, dilemas complejos y retrocesos que la coyuntura explica. Veremos a Macri, en los próximos años, malgastar los avances logrados en el periodo kirchneriano como si fueran suyos.

Pero lo cierto es que las economías latinoamericanas no han dejado de ser sistemas dependientes de la exportación de productos agrarios y minerales, entre los cuales el petróleo juega un papel fundamental. Regresamos, sin casualidad de por medio, al elemento que nos puso en el centro de la crisis del Oriente Medio, quizá para completar un escenario más que para introducir otro distinto.

En alrededor de un año y medio, entre 2012 y 2013, los Estados Unidos pasaron de la condición de importadores de crudo a autoabastecerse mediante la introducción generalizada de la tecnología del fracking para la extracción del petróleo del subsuelo rocoso. Lo justificaba, teóricamente, que al fin se hacía rentable hacerlo a un costo de 40 dólares el barril frente a la subida de precios de la Opep y los demás exportadores de crudos, que llegó a los cien dólares en 2013.

Me es difícil aceptar que un cambio tecnológico de tal magnitud en esa mercancía tan crítica que les ha servido para convertir el Medio Oriente en un infierno, se realice por meras motivaciones de oferta y demanda. Aun si los Estados Unidos tienen, con mucha distancia, el rango de primer consumidor de petróleo del mundo y ese paso les representa un ahorro enorme en términos de compras. Arabia Saudita ha logrado, en el seno de la Opep, que ya no está en condiciones de controlar los precios, que no se reduzca la producción, jugando a la baja, aprovechando que el costo de extracción para los exportadores del Golfo Pérsico es muy reducido y puede resistir un piso de veinte dólares o menos. Las ventas no llegarían de nuevo –si se reanima la demanda– a los picos de hace dos años, pero dicen los expertos que se podrían estabilizar entre cuarenta y cincuenta dólares el barril. Estimo que se hace previsible, en todo caso, un significativo redimensionamiento de la disponibilidad de recursos a escala mundial, y particularmente en nuestra América.

Tengo demasiadas preguntas sin responder para aventurarme a hacer predicciones, pero con mayor motivo me justifican inquietudes en torno al reordenamiento que tocará al mapa geopolítico y económico. Ignacio Ramonet tiene razón en vincular la retirada norteamericana de Afganistán e Irak a esta situación y se pregunta, con igual motivo, si en 2014 o 2015 habría tenido la ocupación de Libia el mismo sentido para Washington y sus acólitos que tuvo en 2011. En cuanto a Libia, no comparto hipótesis de Ramonet, porque en este caso también deben haber tomado en cuenta en el Pentágono (y sus alrededores) los miles de kilómetros de frontera con Egipto. No creo que los Estados Unidos hubieran querido dejar expuesta esa difusa línea fronteriza a un régimen difícil de controlar, como el de Gadafi, en medio de la mal llamada “primavera árabe”, a cuyo impacto no escaparía el deteriorado régimen de Hosni Moubarak, respaldado por Occidente.

Pero mucho más importante que los efectos en el Oriente Medio, de control del mercado por la demanda, monopsónica, diría yo para usar un término económico, probablemente la más grande de ese tipo que la historia registre, son los de su impacto en la economía latinoamericana. En particular en la economía venezolana, cuyos programas sociales descansan sobre los dividendos del producto que responde por más del 90% de los ingresos del país. Y, en consecuencia, sobre el aporte que significa para el despegue de una nueva concepción de la integración latinoamericana.

Después de la muerte de Hugo Chávez los Estados Unidos no reconocieron la elección de Nicolás Maduro a la presidencia y han centrado su agresividad política, con el apoyo interno de una oligarquía venezolana confiada en ese sostén exterior. Lo que supieron que no tendrían en Cuba, después de 1961, debido a que la oligarquía no sobrevivió a la radicalidad revolucionaria. Ejerciendo además un efecto de tenaza a con la petrolera Mobil extrayendo en zonas conflictivas en Ezequivo, que cerraba con el contrabando tolerado de gasolina en la frontera colombiana. Todo a renglón seguido de la pérdida de Chávez, y en extraña coincidencia con el cambio de la estrategia petrolera norteamericana hacia el fracking.

Los efectos provocados por la baja de los precios han incidido definitivamente en la economía de Venezuela, pero también en México, Ecuador, Brasil y Argentina. Y de conjunto, en el declive productivo en el continente. Aunque la baja sea un paliativo para los consumidores netos, no se compensa el efecto global, que se complica con la amenaza de bancarrota a los grandes consorcios petroleros latinoamericanos, de propiedad pública mayoritaria, decisiva en el sostén de los proyectos económicos más autónomos.  Es la situación de Pdvesa, Petrobras, Petróleo de Ecuador, los Yacimientos argentinos y Pemex, que ya anuncia licitaciones para privatizar lo que le queda en manos del Estado.

Son evidentes las consecuencias en la caída en las posibilidades de sostener el ritmo de algunos programas sociales, pero se trataría en primer plano de saber redimensionar las condiciones de la coyuntura con un mínimo de daño. También se explica que se disparen índices de inflación, con la ayuda concertada de la alianza de las oligarquías domésticas y las fuerzas externas contrarias. Y la capitalización de descontentos, manejados con habilidad por la propaganda para revertir resultados electorales, como ha sucedido en las presidenciales argentinas y las legislativas venezolanas en diciembre de 2015.

Reveses indiscutibles para los proyectos que atentarán también contra una asociación latinoamericana independiente como la de Celac y tratarán de revitalizar la Oea y el panamericanismo. Joao Paulo Stedile ha vaticinado el fin posible de Mercosur bajo el extremismo anunciado de Macri; esta iniciativa vivió muchos años de inactividad hasta el arribo de Kirchner a la presidencia. En todo caso, no hay que descartar su debilitamiento.

Nada de lo sucedido permite hablar, sin embargo, de agotamiento del modelo, aunque tampoco se puede disimular el retroceso evidente. El enemigo neoliberal no tiene alternativa que proponer para dar respuesta al desempleo, el desamparo y la pobreza, que solo puede hacer que crezca de nuevo. El escenario histórico obra en su contra y sólo habrá que saberlo utilizar por los pueblos.

En esta batalla política y de ideas que se hace intensa el enemigo se ha sostenido, como es habitual, en aprovechar los efectos del revés económico y en mentiras y promesas articuladas al mismo. El reto para las fuerzas de izquierda –los gobiernos, en primer plano– sería en primer plano, a juicio mío, el de sostenerse mejor sobre las realizaciones y la interiorización realista de las mismas por las masas, y evitar hacerlo sobre concesiones a las circunstancias, que pueden convertirse incluso en concesiones al enemigo.

En todo caso de lo que se trata es de descifrar en cada circunstancia adversa cómo parar el efecto dominó.

Notas

[1] Ver los estudios de Guillermo O’Donnell, Phillip Schmitter, Terry Lynn Carr, y otros, que en las últimas décadas del siglo pasado dieron sistematización teórica a la supuesta victoria de la democracia en las transiciones políticas del período; tanto en la globalización neoliberal aplicada a los esquemas de dominación en la América Latina como a los que siguieron al derrumbe del socialismo europeo. El concepto de transición, que hasta entonces se había referido casi exclusivamente a las transiciones socialistas, fue prácticamente secuestrado para el acta de defunción del socialismo.

[2] Entre la copiosa bibliografía producida en los últimos años sobre el tema me permito recomendar expresamente, al lector de estas líneas, el ensayo de Atilio A. Boron América Latina en la geopolítica del imperialismo, ganador del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2012, ediciones del Ministerio del Poder Popular para la Cultura, Caracas 2013.

[3]Op. Cit., pag. 78.

[4] Concepto que seguimos utilizando por inercia o, en nuestro caso, por respecto a la referencia histórica al tiempo de creación de asociaciones dentro de un mundo que no quedaba bien presentado a través de la división Este/Oeste. Personalmente tengo otra lectura del bipolarismo más ligada a la relación Norte/Sur, que expuse en “Notas sobre la hegemonía, los mitos y las alternativas al orden neoliberal”, en mi libro El laberinto tras la caída del muro, Editorial de Ciencias Sociales, 2006.

[5] He intentado seguir el progreso de esta correlación a través de las Cumbres de las Américas en “El siglo XXI y el ocaso del panamericanismo”, Casa de las Américas, no. 280, julio-septiembre de 2015.

Tomado de: http://laventana.casa.cult.cu

Aurelio Alonso*Sociólogo y escritor cubano. Licenciado en Sociología en la Universidad de La Habana. Miembro del Consejo de Dirección de la revista Pensamiento Crítico. Autor del libro “Iglesia y política en Cuba revolucionaria”. Es Investigador Titular del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas (CIPS) y Profesor Titular Adjunto de la Universidad de la Habana. Subdirector de la Revista Casa de las Américas. Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanísticas 2013.

Deja un comentario

AlphaOmega Captcha Classica  –  Enter Security Code
     
 

* Copy This Password *

* Type Or Paste Password Here *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.