¿Dónde está Teresa?

Cartel del filme Retrato de Teresa (1979), de Pastor Vega

Por Enrique Álvarez

La fuerza mayor de una película radica en que sea indiscutible con respecto a las acciones que determina, y que transcurren ante nuestra vista. Es normal que el testigo de una acción la transforme para su propio gusto, la distorsione y dé falso testimonio de ella. Pero la acción tuvo lugar, y vuelve a tener lugar cada vez que la máquina la resucita.

Cocteau

Retrato de Teresa otra vez. ¿Por qué volver a Teresa? ¿Por qué regresar a ver esta película filmada por Pastor Vega en 1979? ¿Qué puede decirnos hoy? O mejor, ¿qué puede seguir preguntándonos?

Retrato de Teresa pertenece a una tradición de arte reflexivo. Hija de Por un cine imperfecto, es la mejor puesta en escena de ese texto programático escrito por Julio García Espinosa en 1971. «Mostrar un proceso no es precisamente analizarlo. Analizar, en el sentido tradicional de la palabra, implica un juicio previo, cerrado. Analizar un problema es mostrar el problema –no su proceso– impregnado de juicios que genera a priori el propio análisis. Analizar es bloquear de antemano las posibilidades de análisis del interlocutor. Mostrar el proceso de un problema es someterlo a juicio sin emitir el fallo».1

Retrato de Teresa no es un retrato, son mínimamente dos, porque entre el que le hace Ramón a Teresa en la secuencia de créditos iniciales de la película (la foto), y el que le hace el director a su personaje para concluir el filme (corte y congelamiento de un fotograma), hay toda una muestra de sucesos efervescentes, que funcionan como representación, y testimonio, de la compleja sociedad en la que los protagonistas y el resto de los personajes interactúan.

La imagen inicial de Teresa remite al registro de un instante feliz, de una protagonista enamorada que reacciona y mira con limpieza el lente de la cámara con que su marido le hace una fotografía de domingo. Esta mujer, que también nos mira a nosotros, se ofrece en todo su esplendor y su belleza. Es el tipo de foto que nos dejamos captar, cuando sabemos que nos miran, cuando queremos mostrar lo mejor de nosotros, dar una buena impresión. Es el retrato de Ramón.

Pero este, el del esposo, no es el Retrato de Teresa que Pastor Vega nos propone. Hay una intención mucho más compleja y cuestionadora en la cámara «objetiva» con la que el realizador registra, desde una mirada expresamente documental, las luces y sombras de una protagonista que, metida en la vorágine de las transformaciones revolucionarias que condicionan su comportamiento, se está construyendo a sí misma.

Y es que Teresa, vaya paradoja, es hija del Sergio de Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968). Aquel, un neurótico que reacciona intentando comprender la mutación social que está ocurriendo a su alrededor; ella, una mujer que acciona en la misma dirección que el cambio político-social le exige y al que quiere contribuir con su emancipación personal. En Memorias…, el neurótico es el personaje; en Retrato…, la neurótica es la colectividad (o para ser más preciso, el ecosistema de un ideario revolucionario que, con sus propósitos y exigencias redentoras, genera una tensión moral alienante entre los individuos y sus nuevas relaciones laborales, ideológicas, sociales y familiares). En Memorias…, Sergio, alejado de la comunidad y de su propia familia, se hace preguntas y se las responde, desplegando una tesis sobre la condición de subdesarrollados que en alguna medida justifican la sociedad y lo justifican a él: «¿Qué sentido tiene la vida para ellos? ¿Y para mí? ¿Qué sentido tiene para mí? Pero yo no soy como ellos…»; en Retrato…, Teresa, que en algún momento confiesa trabajar como una mula para no pensar, no puede, en realidad, dejar de cuestionar lo que sucede y le sucede, y como la mayoría de las respuestas que encuentra son viejas, comienza a luchar: «Yo quiero ser yo, no una muñeca de trapo». En Memorias…, la lucidez del protagonista, su capacidad de análisis, lo lleva a un callejón sin salida, al desespero, al encierro en sí mismo. En Retrato…, el despertar de la mujer la lleva a la duda y a la confrontación; por un lado, la fábrica, la emulación, el sindicato, el movimiento de artistas aficionados, y por el otro, Ramón y sus hijos. Entre las demandas de la familia y los compromisos laborales se va tensando la cuerda que la obliga a tomar decisiones. «La gente no es de hierro», le dice ella a su jefe y este le contesta: «La gente es de carne y huesos, y de ideas. Uno es lo que quiere y tú puedes hacer más si tú quieres».

Ser o no ser Teresa, esa es la cuestión; y para serlo, un sujeto independizado, tiene que romper con Ramón. Lo perverso de esta película, o su limitación, es situar la emancipación de la mujer fuera del núcleo familiar, con lo cual el conflicto de convivencia con el machismo y su superación queda falsamente postergado. ¿Acaso no son machistas el jefe y sus compañeros de trabajo? ¿Acaso no lo terminarán siendo sus hijos? ¿Acaso no lo es la misma sociedad que la lleva a liberarse?

Ambrosio Fornet, coguionista de la película, cuenta: «Nuestro problema –el de Pastor y el mío– era el de la responsabilidad y la integridad revolucionarias. Lo que tratábamos de decir es que nada crece, nada se desarrolla –ni una sociedad, ni una persona, ni una conciencia…– sin esfuerzos, sin obstáculos, sin conflictos».2 Por eso la complejidad de un personaje como Teresa (así está diseñado) proviene precisamente de un carácter voluble, en proceso, que está buscando su definición. Ella es una flecha en vuelo impulsada por el contexto, por un experimento social que va modelando sus convicciones y desplaza el conflicto de la construcción del «hombre nuevo» a un ámbito privado, al ecosistema de un matrimonio que no está preparado para afrontar en conjunto las nuevas tareas y termina rompiéndose, a través de un posicionamiento sobre la infidelidad.

«¿Si yo hubiera hecho lo mismo?», le pregunta Teresa a su esposo, sugiriendo que ella también podría haber tenido otra relación; y él le contesta: «Un hombre es distinto, no es lo mismo». «Ramón, ¿si yo hubiera hecho lo mismo?», repite ella. Y cuando él insiste en: «No es lo mismo», ella comprende que evidentemente ya nada será lo mismo, y se va.

Por eso la mujer que camina en medio de un gentío por el boulevard al ritmo de «Sácale brillo al piso, Teresa» (una ironía de Pastor) ya no sonríe, ya no mira a cámara cuando el realizador la congela en un fotograma. Dentro se le ha muerto una ilusión o, para ser más preciso, un proyecto de vida. Va sola y lo sabe. En el proceso que transcurre desde la foto con que se inicia el filme hasta el retrato final, ha ocurrido una revelación. Ramón es un hombre incapaz de evolucionar y caminar a su lado, se ha convertido en un obstáculo.

¿Qué significará esta experiencia para Teresa? ¿Cómo enfrentará en lo sucesivo las contradicciones entre las ideas y ser ella misma? Es difícil saber hasta dónde pueden llegar los cuestionamientos de una persona que ha comenzado a pensar por sí misma, y que una y otra vez tendrá que afrontar los mismos problemas.

El mayor logro de esta película es sin dudas la escritura del carácter de los protagonistas diseñada por los guionistas y por sus intérpretes, los actores Daysi Granados y Adolfo Llauradó; todo lo que sucede entre ellos resulta verosímil, incluso hoy, por la vitalidad, la espontaneidad, la implicación personal y la identificación que ambos sentían con la experiencia sociopolítica y emocional de sus personajes. En aquellos años buena parte de la sociedad cubana estaba empeñada en la construcción del hombre nuevo.

La persistencia de Teresa es la persistencia de un cine que a ratos supo mirar y hurgar a su sociedad con empatía y lucidez. Por aquellos años la empatía era fácil, pero la lucidez no. La lucidez siempre fue compleja, implica dudar, supone una mirada crítica difícil de digerir: la de Sergio, el de Memorias…, era un «rezago burgués», pero el despertar de Teresa no.

¿Dónde está Teresa, ahora? Es difícil saberlo; el retrato que conservamos no nos sirve para saber qué le sucedió después. Pero igual es una película en la que todo torna  a ser creíble cuando la máquina la resucita y uno vuelve a vivirla y a reflexionar sobre el destino de sus protagonistas, sobre nosotros mismos, sobre los sueños y las frustraciones del país que somos hoy.

1 Julio García Espinosa, Por un cine imperfecto. Un largo camino hacia la luz, Ediciones Unión, 1969, p. 28.

2 Ambrosio Fornet, «Teresa: retrato de un desafío», Trampas del oficio, Ediciones ICAIC, 2006, p. 187.

Tomado de: http://www.cubacine.cult.cu

Enrique Álvarez

(La Habana, 1961). Director de cine, guionista y ensayista. Licenciado en Historia del Arte por la Universidad de La Habana. Ha realizado estudios de postgrado sobre Historia del Arte, Teoría de la Comunicación y Dramaturgia en el cine, entre otros temas. Actualmente ejerce como Jefe de la Cátedra de Dirección en la Escuela Internacional de Cine y Televisión en San Antonio de los Baños. Cuenta con una sustantiva obra de cine como actor y realizador.

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