Entre maestros, el maestro Elpidio Valdés

Elpidio Valdés, el más popular personaje del cine animado cubano creado por el Premio Nacional de Cine Juan Padrón

Por Reinaldo González

Cuando con motivo de su Premio Nacional de Cine me correspondió el jubiloso deber de rendirle honores a Juan Padrón, sostuve con él, en público, nuestro persistente diálogo sobre el universo de los cómics, que nos vuelve niños permanentes. No se nos estrecharon las molleras con un accidente como el de Oscar en El Tambor de Hojalata, criatura de Günter Grass para ajustarle cuentas a la humanidad desde una infancia a prueba de guerras mundiales. Vimos la extendida trayectoria del género dentro de los productos de la llamada industria cultural, tan útil como veleidosa. En ella había entrado Padrón, con Elpidio Valdés y su familia mambisa, símbolo de entereza y esfuerzo patrios, sin traicionar la autenticidad del cómic. Padrón ejercía la posibilidad pedagógica de crearle una prole al personaje central de la historieta no como añadido inconsecuente, sino en ampliación y ganancia del mensaje.

Seguía las huellas de los viejos maestros, que a partir de la etapa inicial de sus relatos comenzaron a multiplicar personajes vinculados al héroe por la vía más directa. En esa procreación por turnos entraron los vástagos –sobrinos– de Mickey Mouse y del Pato Donald, cuyos tropiezos servirían de ejemplo a los niños consumidores. El asunto llegó a las historietas “de salón” con los problemas que agobiaban a la atildada Pepita y al siempre hambriento nocturno Lorenzo Parachoques; sus desbordados emparedados de medianoche, modelos del conocido “sándwich cubano”, colmo de la exageración. Pronto rodeado de una población de vecinos y compañeros de oficina, sin descontar a los hijos, especialistas en meter la pata para agravar las situaciones del atribulado Lorenzo, quien nunca redondeó las cuentas mensuales entre las necesidades hogareñas y el poco fondo de sus bolsillos.

Ya existía una serie clásica sobre los andares del medio ambiente citadino, con la presuntuosa Ramona y las torpezas del marido Pancho, que colmaba su paciencia. Desde el origen aquellas “tiras cómicas” se llamaron “Educando a papá”. Mudos pero insoslayables, estaban los mellizos del Príncipe Valiente, inexplicadamente nacidos durante sus ausencias de aventurero compulsivo, obsequio de su mujer Aleta, de cuidada belleza art nouveau. Regresado de sus azarosas aventuras, encontró aquella multiplicación como natural conquista in absent. Estaba Narda, novia de Mandrake el Mago; aparte de sus salvadores trucos tenía el pronto auxilio del forzudo Lotario, “como de la familia”, con un estatus impreciso entre guardaespaldas y esclavo, para sacarlo de angustias si flaqueaba la magia. Estaba la impertinente periodista que ponía en riesgo el secreto más sabido del siglo: la verdadera personalidad de Clark Kent, desdoblado en Superman cuando el lío superaba los recursos del ciudadano común. Sonreímos compasivos cuando debía travestirse en un escaparate encristalado de la gran metrópoli, o en un clóset de la oficina, con prisa y admirable decisión.

Como no existían otras relaciones que las heroicas, la intimidad de los personajes carecía de explicación. Nada cambiaba su estatus, invariables solterones, o maridos, o parejas dispares como la de Batman y Robin, por ejemplo. Un suceso nebuloso fue la aparición, que no nacimiento, de Tarzanito en la serie del hombre mono. Los fans no conocieron su llegada, sino su irrupción. Los realizadores se ahorraron el apareamiento entre lianas y árboles que permitirían la génesis del cachorro. Todos agradecimos sin reparos que el niño multiplicara los peligros del medio ambiente selvático. Algunos privilegiados recordamos una danza acuática donde sus cuerpos desnudos cabriolaron más o menos rozándose en un filme de 1929, joya de cinematecas. Los demás debieron conformarse con la eclosión del milagro, inexplicado como es condicionante de los milagros; de lo contrario no serían tan milagrosos.

Juan Padrón aprendió las lecciones de una prole necesaria: su denodado Elpidio Valdés enfrentado a la canalla peninsular junto a su novia y otros personajes, incorporados al mambisado con naturalidad de destino inapelable. Echa mano a elementos del entorno campesino con una sabiduría tocada por la picaresca. No una familia disfuncional, sino cohesionada, representante de la sabiduría campesina. Integrados al paisaje, con humilde estoicismo plantaban cara al mando colonial, daban lecciones de disciplina en un frente común ante el llamado de la corneta y en alto el machete redentor. El ingenio suplía las faltas, la admirable puntería de aquellos combatientes exalta el heroísmo y enseña la bravura de la lucha independentista, las armas de la época y los acontecimientos que marcaron su derrotero. Asistir a una proyección de esos filmes en una sala cubana es un aprendizaje de integración ideológica y un goce de multitudinaria emoción.

Entre las sabidurías que nos entrega Juan Padrón está una asimilada manera de educar sobre asuntos patrióticos sin acogerse a una altisonancia de arenga, que por repetida termina banalizando los mensajes más significativos. Con los ardides y un gracejo propio del género, habla de nuestra guerra por la independencia con un lenguaje que le es afín. Informa sobre las condiciones en que ocurrió aquella lucha, el terreno en que se movieron los combatientes aprovechando los accidentes de una naturaleza también insurgente, la organización y un compromiso sembrado en la familia como ligamento de resistencia. Padrón sabe que en circunstancias que precisan el encomio de nuestras raíces –qué importa cómo las llamemos para no decir crisis–, el mensaje no debe enredarse en la redundancia discursiva, paloma demasiado adornada que sobrevuela sin posarse en el imaginario de cada uno. Pensada para muchos y así pretendida, una apelación al “todos” ilusorio pierde su condición de compromiso. Olvida que la llamada “masa” está formada de individuos: cuando se quiere convertir el mensaje en arte se debe acudir a la percepción del “uno”. Sus resortes dependen de tocar con naturalidad los reflejos individuales. El ejemplo máximo contrario a esa exageración cotidiana del “teque” en predios cubanos es la serie de Elpidio Valdés.

Llegado a este punto, excusen, debo repetirme. Lo dije aquella noche de su premio: como creador, declaro mi envidia. Una envidia sana y limpia, que se identifica con su triunfo y lo tiene como propio. Quisiera escribir páginas que sinteticen mi mensaje como lo ha hecho él, con la virtud de un dibujo bueno para decir sin enredarse en grandilocuencias, como habla de heroísmo sin alardes, en un escenario y con vivencias que son fuente de sentimientos puros.

Tomado de la revista La Gaceta de Cuba No 4 julio/agosto de 2017: http://www.uneac.org.cu

Reinaldo González

Periodista, escritor y Ensayista cubano. Miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua. Premio Nacional de Literatura en 2003. A su pluma se deben textos medulares para el conocimiento de la cultura cubana. Su prosa, siempre documentada, se enriquece con un peculiar sentido del humor, para abordar temas que van desde la historia y el recuerdo a la inmediatez y valoraciones literarias. Director de la revista literaria Siempreviva. Tiene publicado más de veinticinco libros de ensayo sobre literatura, artes plásticas y música. Del cine, se impone señalar los volúmenes: Ansiedad y pasión de Pier Paolo Pasolini, Primeros tropiezos del español en el cine, Dos miradas a Cuba. Suite Habana & Habana abierta y El Cine Cubano y yo´.

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