Mujer con forma de isla. Entrevista a Gloria Rolando

Gloria Rolando, cineasta cubana. Autora de una sustantiva filmografía documental

Por Hilda Rosa Guerra Márquez

Una mujer es la historia de sus actos y pensamientos, de sus células y neuronas, de sus heridas y entusiasmos, de sus amores y desamores (…) Una mujer es la historia de lo pequeño, lo trivial, lo cotidiano, la suma de lo callado (…) Una mujer es la historia de su pueblo y de su raza. Y es la historia de sus raíces y de su origen, de cada mujer que fue alimentada por la anterior para que ella naciera: una mujer es la historia de su sangre. Pero también es la historia de una conciencia y de sus luchas interiores. También una mujer es la historia de su utopía».1

Desde que nació, a Gloria Rolando la acompaña una tríada poderosa. Poderosa pero compleja. Una tríada que le ha regalado risas y sinsabores, la ha mantenido a salvo y puesto en peligro, la ha liberado y encadenado. Una tríada que la escoltará siempre, porque vive en ella, porque desconoce la mortalidad. Gloria es mujer, negra y cubana.

Vivir en una sociedad patriarcal, racista y con la maldita circunstancia del agua por todas partes coloca tal trinidad en el filo de la navaja. Sin embargo, ello no le ha impedido a esta mujer hacer el cine que ha querido, aunque nunca pensó ser cineasta. Ella viene del mundo de Bach, Mozart, Beethoven y Chopin; de Lecuona, Matamoros, el Bola, Benny Moré y Pérez Prado. Pasó muchos años de estudio en el Conservatorio de Música Amadeo Roldán, para luego entrar en la Universidad de La Habana, donde se licenció en Historia del Arte. Pero tampoco fue historiadora. La vida la «arrojó» al séptimo arte y se dio cuenta de que con él podía hacer y decir mucho. Sus primeros pasos fueron en el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), en los grises años setenta, pero no fue hasta 1991 que realizó su primer trabajo como directora.

Hace un cuarto de siglo, entonces, que Gloria está haciendo el cine que quiere. Sus trece filmes –o «partos», como ella los nombra–, así lo prueban. De la otrora «pantera negra» Assata Shakur quiso hablar y su documental Los ojos del arcoíris (1997) regala una conversación en el malecón. Pocos han tenido la oportunidad de dialogar con la mujer que burló la seguridad de la prisión de Hunterdon County, New Jersey. A la comparsa El alacrán rindió tributo en un filme homónimo, realizado en el año 2000. Lo merecen esos hombres y mujeres que veneran a los Orishas con las danzas del carnaval habanero. Nosotros y el jazz (2004) también profesa homenaje, esta vez a esa música afroamericana deliciosa, que en Cuba unió a un grupo de amigos por más de medio siglo. En su afán de investigadora desempolvó la dolorosa historia del Partido de los Independientes de Color en la trilogía 1912-Voces para un silencio (2010-2013); y en Diálogo con mi abuela (2016), revivió otra historia, la familiar, entre cantos yorubas y espíritus buenos.

Su obra es archivo audiovisual de conceptos como historia, cultura, religión, etnia, raza… ¿Por qué su interés en tales temas?

Mi interés tiene que ver con mis inicios en el ICAIC. En 1976, cuando me gradué de Historia del Arte, el Instituto había pedido un grupo de graduados de carreras de humanidades. Así que fui para allí a hacer el servicio social. Yo nunca había soñado con hacer cine, aunque sí me interesaba conocer su lenguaje; ya entendía el de la música, porque estudié en el Amadeo Roldán desde los 11 hasta los 18 años. Mi primer trabajo fue el guion del documental Tumba francesa [terminado en 1978], con el director Santiago Villafuerte, lo que me llevó, de pronto, a una pesquisa fascinante. Afortunadamente, tenía experiencia en este campo por mi carrera y labor en el proyecto de investigación de la Dra. Graziella Pogolotti en el Escambray. En tercer y cuarto año de la Universidad me fui a esa región, con otros compañeros, a indagar sobre la vida de los campesinos. Con Tumba francesa comprendí que el cine podía servirme para abordar la historia, disciplina que tanto me apasiona; si no hubiera estado en esto de filmar, hubiese sido historiadora, aunque creo que lo soy, de alguna manera. No obstante, Villafuerte me advirtió: «En este mundo, una es de cal y otra, de arena». Y lo comprobé bien temprano, pues por esas fechas hice otro documental con él, Desarrollo pecuario [1977], al que no puedo catalogar de otra manera que no sea «un tremendo ladrillo».

A la par de mi labor en el ICAIC, me acerqué a Casa de las Américas. Allí cursé un postgrado de Literatura del Caribe y descubrí el fabuloso mundo de esta región. Aquel fue un periodo muy rico en la institución, intelectualmente hablando. Yo bebía de todas las conferencias majestuosas que daban muchísimos pensadores latinoamericanos y caribeños. Ese ambiente de intelectuales e historiadores me fue nutriendo. A decir verdad, durante ese primer tiempo dentro del ICAIC no tenía claro cuál sería mi camino. Aunque el recorrido estaba trazado: asistente de dirección, director asistente, dirección de documentales y, como punto culminante, el largo de ficción. Pero nunca fui una asistente de dirección muy hábil para la ficción, no así con el documental, creo que tiene que ver con mi personalidad. Trabajé solamente en tres largometrajes de este género: Maluala (Sergio Giral, 1979), No hay sábado sin sol (Manuel Herrera, 1979) y Habanera (Pastor Vega, 1984). Pero Maluala me marcó, me interesaba el tema y lo investigué. Aunque también me marcó porque mientras hacía mis tareas, me encargaba del vestuario, escuchaba cómo esta y otras películas que abordaban temáticas similares eran llamadas «negrometrajes ». Sin embargo, ¡era tan importante lo que hacía Giral al darles a esclavos y cimarrones papeles protagónicos! Proveía de voz a los olvidados, a los que no tenían historia.

Más adelante descubrí el cine de Sara Gómez. Me impresionó mucho su documental Guanabacoa: crónica de mi familia (1966). Me encantan las fotos familiares y de la gente negra, no solo por patrones estéticos, sino porque me interesan los relatos detrás de ellas. La obra de Sara fue una escuela para mí. Yo sola me sentaba a ver sus películas y a analizarlas. Tanto fue mi interés que por aquellos años presenté dos proyectos a una de las convocatorias que hacía el ICAIC: Sarita, sobre la realizadora, por supuesto; y Oggún, sobre Lázaro Ross. Ninguno fue aprobado.

Estas influencias, mis intereses personales, mi origen, la ausencia de personajes negros protagónicos en el cine cubano y mi inconformidad con la representación de los que aparecían, provocaron que comenzara a tratar en mis filmes –y continúo haciéndolo hasta hoy– temas como la raza, la religión, la identidad nacional y la historia, sobre todo la olvidada. Al principio de mi carrera algunos dijeron que los abordaba porque soy negra. No, los trabajo porque soy cubana. ¡Cuidado con eso! Debí enfrentar opiniones que intentaron desvirtuar el camino que he tomado. Pero como estoy muy clara de lo que hago, no dejo ponerme la piedra encima con facilidad. El problema no es mío, sino de quien menosprecie esos pasajes que he mostrado como parte de la historia de esta Isla.

En su obra Los factores humanos de la cubanidad, Don Fernando Ortiz afirma que toda historia comienza por una inmigración. Este es otro asunto recurrente en sus filmes…

Desde el postgrado en Casa de las Américas el tema de la migración atrajo mi interés. En 1985 asistí a Rogelio París con su documental La huella del hombre, lo que me permitió visitar Ciego de Ávila y oír historias de inmigrantes jamaicanos y haitianos en el municipio de Baraguá. Poco después trabajé como asistente de Villafuerte en la realización de Haití en la memoria (1987), y también conocí sobre los inmigrantes en Ciego. Cuando en los años noventa se desarrolla el Movimiento Nacional de Video, decidí hacer mi grupo y nombrarlo Imágenes del Caribe. Gracias a esta tecnología fue que pude, en 1991, hacer mi primera obra como directora, Oggún, un eterno presente. Al ICAIC nunca le interesó. Ya, entonces, tenía conciencia de lo que quería hacer, mis investigaciones, mi grupo y el impulso otorgado por el éxito de Oggún… en los Estados Unidos. Estos fueron motivos suficientes para retomar la historia de los inmigrantes en Baraguá, específicamente de los del Caribe anglófono. Y para allá me fui, en medio del periodo especial. Mis ansias por hurgar en el tema eran mayores que el miedo a las necesidades. Llevé conmigo a Raúl Rodríguez, Pepe Riera, Juan Demósthene y Antonio Romero. Cuando llegamos, el director del central, apenado, me dijo que solo podía ofrecernos un alojamiento humilde, algo de comida y el petróleo para movernos por la zona. Para mí eso era un botín. El trabajo fue una aventura. Allí descubrí todos aquellos personajes que aparecían en novelas como In the Castle of My Skin, del poeta y novelista de Barbados George Lamming; Gobernadores del rocío, del escritor haitiano Jacques Roumain; y El Compadre General Sol, del narrador y activista, también haitiano, Jacques Stéphen Alexis. Personajes todos que representaban la historia común del inmigrante. Y esa historia me fascinó.

Hasta este momento he realizado tres documentales sobre la emigración: Los hijos de Baraguá (1996), Pasajes del corazón y la memoria (2007) y Reembarque (2014). Sobre los inmigrantes españoles en Cuba se habla mucho en tesis, libros, audiovisuales…, pero sobre las otras inmigraciones, no. Y todas son iguales de interesantes y fabulosas. Además, investigarlas y conocerlas es necesario para entender la identidad del cubano. ¿Cómo se va a atender solo una pieza del abanico? Es preciso, también, romper el silencio que ha existido en la población negra desde la época de la esclavitud por la historia oficial, la represión, los olvidos, las memorias no contadas o distorsionadas. La gente de antes callaba muchas cosas y prefería olvidar a relatar un pasado tan doloroso. Y me percaté de que esa era una actitud de los inmigrantes negros en nuestro país, los Estados Unidos y toda la diáspora africana. Hoy día hay poca conciencia de cuán oprobioso fue para las personas a comienzos del siglo xx haber sido esclavas. Sé que me he metido con capítulos de la historia que han querido silenciar, convertir en tabúes. Pero he disfrutado hacer cada filme porque me gusta el reto. Hablar de la identidad cubana requiere mucho amor por este país. Pero, ¿acaso ese amor no es lo que me tiene todavía aquí? Cuba es mi gran pasión.

Estos conceptos sobre los que hemos conversado se relacionan directamente con el significado de la palabra nación. Según su criterio, ¿en qué medida esa preocupación constante de la que hablan varios historiadores cubanos –como Don Fernando Ortiz y Eduardo Torres Cuevas–, por autodefinirnos y establecer el concepto de cubanidad, está presente en la cinematografía nacional?

Creo que cada generación de cineastas se ha preocupado hasta donde ha podido. Unos, a través del documental; otros, con la ficción. De este segundo género pienso rápidamente en Lucía (1968), Cecilia (1982) y El siglo de las luces (1992), de Humberto Solás. Sin embargo, siento que desde hace varios años esa preocupación ha disminuido. Recientemente la han rescatado, por ejemplo, Fernando Pérez con José Martí: el ojo del canario (2010), Ernesto Daranas con Conducta (2014) y Jorge Luis Sánchez con Cuba Libre (2015). Las razones de tal ausencia pueden ser varias pero, sin dudas, la falta de recursos es una de las principales. Yo he seguido un camino que otros empezaron, y cada cual lo ha hecho o no atendiendo a sus intereses, pero también a las posibilidades. No obstante, la carencia de recursos nunca ha sido un freno para mí. Mi pasión por mi país me ha impulsado, y no es palabrería. ¡Ah, también he utilizado la imaginación! Cuando no he podido reconstruir un acontecimiento determinado porque no he tenido actores, le he echado mano a la naturaleza.

La historia de los años noventa en Cuba, por ejemplo, no está filmada, o muy poco. La historia en vivo. Y es verdad que había carencias, muchísimas, pero también cobardía. ¿Por qué no lanzarse con una cámara a filmar a los balseros? En ese periodo con la tecnología del video era mucho más fácil que antaño. ¿Por qué ese cine no se hizo? ¿Por qué no se filmó la angustia que vivía este país? Creo que nos acomodamos un poco y no fuimos lo suficientemente agresivos. Debimos pedir cámaras, recursos y salir a filmar lo que sucedía. ¿Ahora cómo se reconstruyen los noventa? ¿Cómo los reconstruimos los cineastas cubanos? Quizás no podíamos ir a Miami a filmar la llegada de los balseros, pero las trágicas partidas sí estaban a nuestro alcance. ¿Por qué fuimos tan cobardes? Hoy día llevar esa preocupación a la gran pantalla requiere recursos, aprobación del guion si no filmas de manera independiente y otros requisitos. Es bastante complejo.

Usted asegura que la preocupación por el tema de la identidad cubana existe en la cinematografía nacional. ¿Cómo valora, entonces, el tratamiento que ha recibido?

El enfoque que cada realizador le da a su obra depende de muchos elementos. Influye hasta su estilo de vida. El origen, las metas, el ambiente en el que se mueve, las compañías… Todo condiciona un filme. Tratar temas tan complejos como este requiere investigación, conocimiento y mucha conciencia. De las películas más recientes que han abordado la historia e identidad cubanas, la que más admiro es José Martí: el ojo del canario. La considero desgarradora, pero con un vuelo poético al mismo tiempo. Muestra el difícil contexto histórico de la época, pero también adentra al espectador en la familia del héroe. De manera general, no estoy inconforme con el tratamiento que se le ha dado, pero hace falta más. No podemos «casarnos» con libros e investigaciones de décadas atrás; estudios más recientes han arrojado luces sobre acontecimientos que necesitan ser llevados a la gran pantalla.

Según el intelectual y profesor cubano Esteban Morales Domínguez en su artículo Factores para una solución de la problemática racial en Cuba, entre tales factores hay que tener en cuenta la escasa presencia del tema en los medios masivos. ¿Cuál es su opinión?

Concuerdo con él. Sobre tal problemática no hay un debate nacional. No existe una obra audiovisual que la aborde desde todos los puntos de vista: histórico, social… Mi trabajo, por ejemplo, aúna fragmentos, pero no todo. Una de las causas de esta ausencia es el temor al tema. Le tenemos reserva porque se relaciona con la esencia misma de la nación cubana. Somos una sociedad postcolonial, y los 130 años transcurridos desde la abolición de la esclavitud, en 1886, no han sido suficientes para borrar las trazas de la discriminación racial. Lo peor es que esta problemática vibra en toda la sociedad. Entre sus consecuencias están las desigualdades sociales tan profundas que podemos encontrar tanto en La Habana, como en el resto del país. Tal vez muchos cineastas sencillamente no se lo han planteado. Y no se trata de hacer una simple descripción, sino de meterse de lleno en el asunto. En esta Ciudad Maravilla todo no es maravilloso. Su arquitectura, sus personajes, su gente, su historia lo son, pero no sus carencias y desigualdades abismales.

¿Cree que el Ministerio de Cultura y el ICAIC deberían destinar más fondos a la producción de audiovisuales sobre este y otros temas relacionados con la identidad cubana? ¿O los realizadores han de hacer sus obras de manera independiente –como ha hecho usted casi todas–, sin esperar por la venia ni los recursos de tales instituciones?

Las dos cosas. Ahora el país atraviesa una situación económica delicada, pero esto no puede ser pretexto. El tema de la raza, por ejemplo, siempre ha quedado rezagado por una u otra razón. Es momento de parar. «La problemática racial ha sido utilizada por los enemigos del gobierno y del pueblo cubanos», se excusan. ¿Por qué? Porque nosotros mismos no hemos hablado de ella con claridad y constancia. Todo lo que llega a esta bendita Isla adquiere un sello especial: el sello cubano. No importa si eres español, africano, francés, chino, haitiano…, te transformas en cubano. Ese ajiaco del que habló Don Fernando Ortiz es importante valorarlo para no perderlo. Por tanto, los que nos dedicamos al mundo del pensamiento: cineastas, escritores, intelectuales… debemos preocuparnos por hacer obras que permitan el entendimiento de nuestra identidad.

En los últimos años, los discursos de los jóvenes realizadores cubanos han versado sobre temas como la ruina, la decadencia, la vejez, la melancolía, la tragedia y la muerte. ¿Teme que en un futuro, cercano o lejano, se pierda totalmente el interés por tratar las problemáticas asociadas a la historia, la cultura, la religión, la raza…?

Por el camino que van, sí. Yo no he visto todo lo que hacen los jóvenes, pero lo que he observado lo he encontrado tan… crudo. No tengo una mejor palabra para describirlo. Muchas veces filman lo primero que encuentran al salir a la calle y casi siempre son escenas lacerantes. Y si lo muestran así es porque deben sentirse de esa manera. Es válido, pero no veo otra cosa. No distingo otros intereses. Y me pregunto: cuando dejen de mostrar esas imágenes y sentirse como ellas, ¿cuáles serán las sustitutas?

¿Considera que el cine es capaz de contribuir a la transformación de los prejuicios raciales en la sociedad?

En lugar de «transformar» prefiero la palabra «movilizar». El cine puede despertar las mentes, suscitar la reflexión, el comentario… Transformar es más difícil porque ante tantos años de ausencia del tema racial, ni los mismos negros saben qué discutir. Hay mucha gente que no es consciente de por qué le suceden determinadas cosas, por qué no hay una presencia mayor de negros en el sector económico más fuerte… ¿Por qué nuestros líderes negros –históricos y no históricos– no hablan nunca del asunto? Se refieren a «los cubanos», en sentido general. Siempre se ha aplazado por las crisis, por darles prioridad a otras cuestiones de importancia nacional, como si esta no lo fuera.

Su trabajo como directora y guionista solo incluye –hasta ahora– una sola obra de ficción Las raíces de mi corazón (2001). ¿Estima el documental como un género más efectivo para abordar temas tan complejos como estos de los que hemos hablado?

Cualquiera de los dos grandes géneros, documental y ficción, puede ser efectivo. Yo, por ejemplo, he hecho más del primero por cuestión de recursos. Espero antes de diez años más hacer mi primer largometraje de ficción, aunque la situación económica siga desfavorable, y aunque les tenga miedo a los actores. Pero aquí los acontecimientos se dan de manera tan loca –no encuentro un adjetivo más preciso–, que una no puede decir «no».

Opino que los realizadores nunca deben olvidar que el cine es un espectáculo y, por tanto, una de sus funciones es entretener. Cuando piensa y hace sus obras, ¿qué aspectos en el tratamiento del tema y la concepción estética tiene en cuenta para no convertirlas en panfletos?

La música es mi arma. Al contrario de lo que hace la mayoría de los directores, yo no musicalizo. Yo llego al set de edición con la música hecha. Las ideas, el guion, la filmación, todo se da junto con ella. Pienso las imágenes a partir de ella. La música forma parte del relato. De hecho, hay canciones que dicen más que una entrevista a expertos. Y me gusta el espectáculo, si tomas los guiones puedes crear obras de teatro.

¿Qué nación le interesa, como cineasta y cubana, mostrar en sus filmes?

Una muy compleja, llena de matices, contrastes y realidades soterradas. Soterradas porque, muchas veces, determinados historiadores han querido enterrarlas. Estamos en el siglo xxi, me pregunto entonces: ¿hasta cuándo esos entierros? ¿Debemos esperar por que vengan otros ojos, otras manos de afuera para revelarlos por nosotros? No lo creo. Los jóvenes y no tan jóvenes merecen conocer los capítulos «olvidados ». Tal vez no soy cronista de estos tiempos, pero considero que he hecho mi aporte, al menos, a la reconstrucción de la historia.

Casi al comienzo de la entrevista, sin saberlo, usted me respondió esta última pregunta. No obstante, aquí va, deseo corroborar su respuesta: Imagine que forma parte de un proyecto de libro titulado Cuba definida por cubanos –o aquellos que así se sientan–. ¿Cuál sería su acepción?

Cuba es mi gran pasión.

1 Marcela Serrano, Antigua vida mía, Ediciones Huracán, La Habana, 2002, pp. 13-14.

Tomado de la Revista Cine Cubano No 200 septiembre/diciembre de 2016: http://www.cubacine.cult.cu

Hilda Rosa Guerra Márquez

(Ciego de Ávila, 1991). Licenciada en Periodismo por la Universidad de La Habana. Sus trabajos aparecen en el portal del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), Cubacine, y otras publicaciones online e impresas, como el portal de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, el sitio web Cubarte, la Cartelera Cine y Video, y el periódico Bisiesto.

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