Titón y lo intertextual

Tomás Gutierrez Alea. Cineasta cubano. (La Habana, 1928-1996

Por Michael Chanan

En cuatro décadas de cine cubano, desde que la Revolución creó una industria fílmica donde antes solo había existido una sucesión de películas aisladas, ningún director ha sido un autor tan coherente con su propia trayectoria como Tomás Gutiérrez Alea (Titón), pero ninguno se amolda menos al criterio convencional de lo que es un auteur cinematográfico. Titón no podría asociarse a ningún género en particular, pero abarcaba muchos. Tenía, sin embargo, una vena especial para la sátira, tanto dramática (La última cena), como cómica (Las doce sillas, La muerte de un burócrata, Los sobrevivientes, Guantanamera). Sin embargo, no se le asocia con ninguna tendencia estilística en particular, porque en realidad era maestro en muchas. A pesar de esto, sus películas fueron rodadas a menudo con la impronta del realismo documental: él nunca olvidó las lecciones de neorrealismo que se enseñaban en el Centro Sperimentale de Roma, donde estudió cine a principios de los años 50, aun cuando creía que las condiciones propias de la Revolución llevaban al cine más allá del punto en que lo situó la estética neorrealista. Desde su primer largometraje, Historias de la Revolución, un debut modesto, aunque impresionante, o a través de la realidad contemporánea en la muy compleja Memorias del subdesarrollo, pasando por la realidad histórica en la vertiginosa Una pelea cubana contra los demonios, y la más apolínea La última cena, hasta la cómica, pero desconcertante visión de su última película, la cinta de humor negro Guantanamera, todas las historias que Titón nos cuenta pertenecen a un universo social en el cual la cámara se ve tan involucrada como los protagonistas.

Por encima de todo, sus películas nunca desembocan, como se puede decir de Hitchcock, en una maestría que acaba haciéndose repetitiva. Sus dos últimos filmes, Fresa y chocolate y Guantanamera, son creaciones artísticas originales que abren nuevas sendas, y también bastante diferentes entre sí por la forma en que evocan, pero no repiten películas anteriores como Memorias del subdesarrollo y La muerte de un burócrata.

La idea de auteur, en el cine, es en verdad escurridiza. Se originó después de la Segunda guerra mundial, promovida por los directores franceses de la Nueva Ola —la misma generación de Titón— aun antes de que se convirtieran en directores, cuando eran jóvenes críticos militantes, con el fin de reclamar como propios a los cineastas de Hollywood a quienes más admiraban. Estos directores, decían ellos, no eran solo artesanos de géneros comerciales destinados al entretenimiento, sino que tenían las mismas preocupaciones de un autor literario y el mismo derecho a una consideración estética seria.

Otros respondían que no siempre el director era el autor de la película, también había que pensar en el director de fotografía, o el guionista, o tal vez el productor, o en algún caso la combinación de ellos —después de todo, el cine es un arte colectivo. Otros señalaban, sin embargo, que también podía ser el «productor» como ente industrial: no un individuo, sino el estudio. En efecto, todas estas variaciones sobre el tema son relevantes en el caso de Titón. Él compartía su autoría gustosamente con sus colaboradores, y se sentía feliz de que esto incluyera al ICAIC, que no consideraba una simple empresa de producción, sino una comunidad artística a la cual debía la posibilidad de hacer sus propias películas.

Titón tampoco contemplaba la naturaleza política del cine en Cuba —con las complejas y a veces difíciles demandas que impone sobre el individuo— como un elemento indeseado de la ecuación. Por el contrario, era un ser profundamente político que no solo se politizó cada vez más, sino que dirigió la cámara hacia los mismos problemas en que se sentía sumergido (implícitamente en Memorias…, explícitamente en Hasta cierto punto, donde los protagonistas son cineastas). Para hacer esto y salir bien del empeño se necesita distanciamiento —de otro modo, podría levantar sospechas en el espectador— y esta es la clave, tanto para la estética de Titón como para su política. En otras palabras, su estética se inclinaba hacia el humor, la razón y la objetividad, mientras que su política era la de un espíritu comprometido aunque independiente. Ni la autoexpresión emotiva, ni la mera experiencia emocional del espectador, fueron jamás para Titón un fin en sí mismas, pues para él la emoción sin inteligencia era anatema. Sus películas son como el texto de un historiador contemporáneo que aún no conoce el resultado de la historia que está escribiendo, pero constantemente hurga en el pasado con el fin de tratar de comprender su naturaleza, y esto lo lleva a ver una alegoría del pasado hecho presente.

Si a alguna de sus películas le fue negado el éxito, no puede hablarse de fracaso sino, ante todo, de una verdad evidente acerca de las películas y los públicos: a veces aquellas modelan a estos, pero a veces las líneas de comunicación no son tan directas. Esto resulta inevitable si el objetivo es hacer películas de tesis, lo cual es una constante en el arte de Titón. La marca de su éxito es que, en cintas como Memorias… y La última cena, Titón no solo arrastra al espectador con el gancho de un personaje complejo, sino que logra hacerlo con uno que él realmente no espera que guste, dada la naturaleza de los prejuicios populares. Sergio es un burgués diletante en medio de una revolución popular socialista; el Conde en La última cena es un voluntarioso terrateniente esclavista. Estos personajes, sin embargo, están tan completa e intensamente dibujados que cierta simpatía humana absorbe al espectador. Titón utiliza esa característica, que todo el mundo trae consigo al cine, para hacer demandas al espectador, para inducirle a pensar tanto como a entregarse a la pantalla. Cuando le pregunté una vez cómo Memorias…, una película de enorme complejidad narrativa, podía tener tanto éxito entre el público cubano, mientras que en el extranjero era tratada como una película de arte esotérica, él respondió que era porque les había intrigado. Se había hecho el hábito de ir a ver sus propias películas a los cines, anónimamente, para aprender de la respuesta del público ante ellas, y gracias a eso, me dijo, descubrió que la gente volvía a ver la película una segunda y una tercera vez porque se les fijaba en la mente, y eso los arrastraba de nuevo al cine. Este es, por cierto, el tipo de cine que todos necesitamos.

La obra cinematográfica de Titón es un exorcismo personal que se ejecuta a través de la sátira. Una vez me comentó que había hecho La muerte de un burócrata porque a veces se sentía furioso ante las estupideces de la burocracia que la propia Revolución había creado, y él necesitaba desahogarse a través del trabajo. Sergio, en Memorias…, es obviamente su propio alter ego, aunque él siempre lo ha negado; Sergio es el personaje en el cual él no se convirtió, pero bajo otras circunstancias, pudiera haberse convertido. Y en su última película, Guantanamera, el tema privado de la película es igualmente claro: su propia muerte cercana. Pero uno siente que él escogía esos temas porque sentía que coincidían con sus inquietudes y podían tratarse en paralelo con la experiencia popular. Es así como el interés suscitado por Memorias… viene en parte de aquello que los intelectuales latinoamericanos llamaban el desgarramiento, aunque la ruptura, la destrucción del vocabulario familiar de la existencia, cara a cara con los cambios revolucionarios, no sea en absoluto monopolio del intelectual. Todo el mundo se ve afrontado al mismo problema de la necesidad de reconstruir su escala de valores. De manera similar, en sus últimas dos películas, Fresa y chocolate y Guantanamera, Titón logró articular la experiencia popular de la Revolución en los momentos más difíciles de los años 90, sin andar con paños tibios.

Lo intertextual

Las condiciones en que se desarrolló el cine dentro de la Revolución permitieron a Alea desarrollar una estética particularmente rica en la cualidad conocida formalmente, desde la obra de Julia Kristeva, como intertextualidad. Hablando grosso modo, esto se refiere a la participación de otros textos dentro del texto artístico, a la presencia de referencias, connotaciones o incluso meras resonancias de referentes externos, los cuales pueden provenir de otras películas o de textos diversos, que a su vez pueden ser evocados deliberada, aunque también inconscientemente, y a veces involuntariamente (lo que no es igual); el trabajo, en otras palabras, de una subjetividad creativa que ya no pertenece solo a sí misma, sino que se convierte en un depósito a través del cual habla una identidad colectiva. Esto significa que los espectadores se ven expresados a sí mismos en el texto o en la película que están mirando, pero no como consumidores pasivos, sino como co-creadores secretos. Este público no es unitario, ni limitado a aquel que compra sus boletos en la taquilla. En efecto, resulta que el cine de Titón es también intertextual porque sostiene un diálogo con un Otro estético, otro que varía de película a película —cuya identidad es a veces curiosamente «serendipítica».

Las dos películas en las que las dimensiones intertextuales han sido más completa y deliberadamente desarrolladas son Memorias del subdesarrollo y Fresa y chocolate. Referencias explícitas en la primera —verbales o visuales, que van desde Picasso hasta Brigitte Bardot, de Martí a JFK—, constituyen un mapa cognoscitivo de la cultura habitada tanto por el protagonista como por el espectador. Por supuesto, esta cultura es diferente en casa y en el extranjero. El espectador cubano reconocerá inmediatamente, por ejemplo, la cita de la Segunda Declaración de La Habana, que Alea pone en boca de Sergio, y muy probablemente habrá leído el libro sobre los mercenarios de Playa Girón que también cita. Sea como fuere, no se trata de un simple inventario, pues la pantalla se convierte en la arena de una lucha de valores culturales, sobre todo en la secuencia central, subtitulada «Una aventura tropical», en la cual Sergio lleva a su más reciente amiga, Elena, al Museo Hemingway, en un intento de educarla. La secuencia se resume en una disquisición sobre las relaciones sociales e históricas del escritor, la confluencia de las propias preocupaciones de Sergio y las del mismo Alea, donde ambos rinden un homenaje no exento de crítica a la tradición del escritor como encarnación de la conciencia social y, al mismo tiempo, reflexionan sobre la transformación revolucionaria que esta conciencia debe sufrir ahora. Del comentario de Sergio, sobreimpuesto a la charla del guía del museo (quien fuera antes el propio sirviente de Hemingway y que ahora muestra la casa a los visitantes) surgen dos puntos. Uno es la cuestión de las versiones de la cultura que dan los museos oficiales; esto pertenece a la crítica que les hace la película a quienes promueven el paternalismo dentro de la Revolución. El segundo es el tema simbólico de la muerte inevitable, el necesario suicidio espiritual del escritor de viejo tipo ante la nueva sociedad.

El problema no es solo de Sergio. Un momento después, otro subtítulo en pantalla anuncia «Mesa Redonda. Literatura y subdesarrollo». Al igual que el guía en el Museo Hemingway, los participantes son personas reales: el poeta haitiano René Depestre, el novelista italiano Gianni Totti, el argentino David Viñas y Edmundo Desnoes, autor de la novela en la cual se basa la película. La secuencia representa un divertido acertijo intertextual. Allá, en la remota Francia, Roland Barthes puede proclamar la muerte del autor, la desaparición de la identidad del escritor detras del texto, pero aquí el texto es impersonado por el propio autor, quien se convierte en una de las claves de su propia intertextualidad polimorfa.

Casi treinta años después, Fresa y Chocolate causó una pequeña conmoción porque su personaje central era, por primera vez en la historia del cine cubano, un homosexual. Nuevamente, al igual que Memorias…, la película tendría lecturas diferentes dentro y fuera del país, porque en el extranjero habría inevitablemente espectadores que la verían en el contexto del cine gay de los años 90. De este modo, evocaba un intertexto que Alea no había pretendido, porque no es una película gay en absoluto, y no porque los autores fueran heterosexuales. La historia de la amistad entre «David, un joven con creencias sólidamente marxistas, y Diego, un homosexual mal mirado por la sociedad», se convierte en la premisa dramatúrgica de algo mucho más fuera de moda: una fuerte película política, rebosante de diálogos explícitos sobre la censura, el marxismo-leninismo, el nacionalismo y la estética, y también la sexualidad. El giro en la historia consiste en que el cultivado «burgués» homosexual, Diego, es quien educa a David, el estudiante de origen campesino, ideológicamente desafiado (aunque su relación permanece sin consumar). El asunto crucial es que, para Diego, ser gay no es solo una cuestión de sexualidad; es también estar en posesión de una tradición cultural en la cual el padre del nacionalismo cubano, José Martí, se codea con Lezama Lima, a quien llama «el cubano universal», pero cuya novela Paradiso había sido objetada en Cuba debido a su retrato de la homosexualidad; y Lezama, a su vez, se codea con John Donne y Cavafy, Oscar Wilde, Gide y Lorca, todos los cuales se dan como referencia en el guión. El sentido que tiene Diego de la cultura cubana es incluyente, no chovinista. (De modo similar, sus gustos musicales van desde la ópera hasta las danzas para piano de los compositores cubanos Cervantes y Lecuona). Su primera crítica de la ortodoxia partidista es que trata de reprimir la imaginación, y solo puede pensar el arte en función de la propaganda o la mera decoración. Como le objeta a su vecina Nancy: «El arte no es para trasmitir. Es para sentir y pensar. Que trasmita la Radio Nacional».

El personaje de Nancy, la vecina de Diego —interprtado por Mirta Ibarra— representa otro nivel de intertextualidad que podría ser reconocido inmediatamente por el espectador cubano (aunque, nuevamente, no en el extranjero) pues procede de otra película cubana, Adorables mentiras, de Gerardo Chijona y escrita por el mismo guionista, Senel Paz. Esto no solo crea un vínculo entre las dos películas, sino que abre la narrativa de Fresa y chocolate, al duplicar los «prejuicios y rechazos que se dan con el homosexual» con los dirigidos a una mujer en desgracia, metida ahora en el mercado negro y abocada a una depresión suicida, que aquí intenta matarse nuevamente. Conocida ya del público como una mujer llena de calor humano y espíritu de independencia, luchando para no sucumbir en el abismo, Nancy tiene el efecto, entre otras cosas, de subrayar la inocencia de David. Al mismo tiempo, en el más amplio contexto del cine cubano de los 90, su presencia hace explícita la idea bajtiniana de la locución artística como vínculo de una cadena dialogal, la misma noción a partir de la cual Kristeva construyó su concepto de intertextualidad.

Diálogo con otros

Existe efectivamente en el cine de Alea un proceso de diálogo, de elaboración profunda, incluso de exorcismo estético que se inscribe en la paradoja del autor capaz de sobrepasar su condición de autor. Alea es un cineasta enzarzado en un diálogo, constantemente renovado, con el cine mismo. Cumbite —la que menos le gustaba de todas sus obras—, me parece una especie de adiós al neorrealismo, una visión fría, casi antropológica, de un Haití visto con una óptica que en Cuba ya casi no era posible, porque la sociedad estaba cambiando dramática y rápidamente. La mitad del regocijo que produce La muerte de un burócrata consiste en su homenaje a la comedia silente norteamericana, la cual siempre ha constituido una tradición subversiva. El país donde esos hechos tienen lugar es, por lo tanto, una hilarante mezcla de la Cuba revolucionaria y la tierra de las comedias de Hollywood. Memorias… es una película que claramente impugna al cine de la propia generación de Titón, el de la Nueva Ola francesa, en cuanto a los peligros de la «timidez» literaria; y Desnoes —autor, repito, de la novela en la cual se basa la película—, la llamó significativamente una «traición creativa» de su fuente.

De acuerdo con lo que me dijo el propio Titón, Una pelea cubana… establece conscientemente un diálogo con el director brasileño Glauber Rocha. De forma no intencional también lo establece con una película de Nelson Pereira dos Santos, la reconstrucción histórica más remota que se haya intentado en el cine brasileño, Como era gostozo o meu francês. Las dos películas fueron filmadas alrededor de la misma época, cada una con desconocimiento de la otra. Entre ambas representan, con mucho, las visualizaciones más imaginativas de la era de los conquistadores que se pueda encontrar en el cine latinoamericano. La última cena completa todo un ciclo sobre la historia de la esclavitud, en el cual Titón estuvo involucrado cuando colaboró con Sergio Giral en El otro Francisco, un ciclo al que aportó su admiración de toda una vida por Buñuel, su humor negro y su anticlericalismo. Añádase a ello su apoyo a Sara Gómez; primero, cuando trabajó junto con Julio García Espinosa para completar la película De cierta manera (Sara murió durante la edición), y luego, refiriéndose a ella en su propio filme Hasta cierto punto.

En el conjunto de su obra, el sentido de «diálogo con otros» no es preconcebido; a veces es solo parcialmente consciente; pero Titón sabía perfectamente que es algo que siempre está ocurriendo y que de eso se trata en el discurso del artista, porque un día se encontró estableciéndolo consigo mismo —haciendo autoalusiones súbitamente. Esas autorreferencias no son deliberadas —dijo cuando un entrevistador le llamó la atención hacia el fenómeno—, surgen espontáneamente, de la misma forma en que ciertas ideas surgen en el transcurso de una conversación. La conversación puede ser con otros, o con su propia voz interior —el artista que no se vea involucrado en tales «conversaciones» termina repitiéndose a sí mismo.

En el caso de Fresa y chocolate, el diálogo es con el director de fotografía Néstor Almendros, y en particular con el documental de este último Conducta impropia, una condena del sistema cubano por su tratamiento de los gays. Alea estaba preparando Fresa y chocolate cuando se enteró de la muerte de su amigo de juventud, con quien hizo sus primeras películas en 8 milímetros allá por los años 40. Conducta impropia era un filme que él consideraba «muy simplificador de la realidad, muy manipulador. Es decir, para mí, es todo lo que pudiera pensarse que hace el realismo socialista, pero al revés…»; en otras palabras, una manipulación de la realidad al servicio de la propaganda política. O para decirlo de otro modo, una película con verdades a medias que inevitablemente cuenta la mitad equivocada. «Entonces, tratándose la película del tema de un homosexual en Cuba, pues inevitablemente tenía que asociarla con lo que había hecho Néstor; de modo que sí, de alguna manera Fresa y chocolate es una respuesta a Conducta impropia».

Para poner esto en un contexto adecuado, debe aclararse que Titón no era miembro del Partido. Creía que el artista debía mantener siempre una distancia respecto al poder y la autoridad. Almendros, por otra parte, era un comunista cambia-casacas. Hijo de un exiliado de la España franquista, cuando él y Titón trabajaban juntos como jóvenes tiros, era Néstor el miembro de la Juventud Comunista y, de hecho, quien introdujo a Titón al marxismo. Titón siempre pensó que era muy extraño que Néstor, en los años 50, lograra una visa para los Estados Unidos tan fácilmente, y no se sorprendió cuando yo le dije que, en Gran Bretaña, el Canal 4 de la televisión se negó a comprar Conducta impropia para su exhibición porque pensaban que había sido financiada por la CIA.

Después del enorme esfuerzo que supuso filmar Fresa y chocolate mientras luchaba contra el cáncer (lo que logró con la ayuda de Juan Carlos Tabío, el más desinteresado de todos sus colaboradores), el gran éxito que tuvo tanto en Cuba como en el extranjero le dio la oportunidad de filmar una última película, y retomando un guión que había dejado de lado durante un par de años, aprovechó el momento para exorcizar su experiencia privada por última vez, para bromear acerca de la muerte estando ya en sus fauces. Si esto, una vez más, requiere distanciamiento y un correcto sentido de la proporción, Guantanamera (con Tabío nuevamente como su codirector) no es sobre su muerte individual, sino sobre una muerte que todos en Cuba temen sufrir: la amenaza del derrumbe del sueño socialista, el cual ha logrado, casi milagrosamente, sobrevivir al colapso de los Estados comunistas del Este de Europa. La recepción de la película dice mucho acerca del ambiente que prevalecía en Cuba cuando fue estrenada. Por una parte, fue atacada por los críticos de cine por no lograr, desafortunadamente, el mismo nivel de excelencia que La muerte de un burócrata; algunos se quejaron de que estaba desactualizada aun antes de filmarse, aludiendo a la escena del cambio ilícito de dólares, cuando ya el dólar se había convertido en moneda de curso legal en el país. Sin embargo, Guantanamera fue un gran éxito popular, justificadamente. Es una película reflexiva, pero no de resignación o negatividad. El diálogo con la muerte se convierte en el diálogo con un sueño de vida: está basado en una leyenda popular que habla de la mortalidad, pero también del vigor de los jóvenes, a los cuales los viejos deben ceder el paso. Es, al mismo tiempo, el adiós a la vida de Titón. Él permanece vivo, sin embargo, no simplemente en las películas que nos dejó, sino en el diálogo que seguimos sosteniendo con ellas los que le sobrevivimos.

Tomado de: http://www.temas.cult.cu

Michael Chanan

Experimentado documentalista, escritor y profesor de Cine y Video de la Universidad de Roehampton, Londres. Como académico ha escrito extensamente sobre el cine en Latinoamérica, especialmente en Cuba, así como del cine en sus comienzos, la historia social de la música y las políticas del documental. Como realizador comenzó en la BBC realizando documentales sobre música contemporánea. En los años 80 rodó varios filmes en Latinoamérica para Channel Four, comenzando con New Latin American Cinema (1983), una introducción en dos partes a la primera emisión de cine latinoamericano en la TV británica, y Havana Report (1985), sobre el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano. La mayoría de sus realizaciones en los últimos quince años han sido producciones independientes, de bajo presupuesto y financiamiento académico, como Detroit, Ruin of a City (codir. G. Steinmetz, 2005). A comienzos de 2011 hizo una serie de videos para la web de The New Statesman que reportaban las protestas ocurridas ese invierno en el Reino Unido, a los cuales siguió Secret City (2012), acerca del papel de la City de Londres como cuartel general del capital financiero. Su último filme, Money Puzzles (2016), aborda la crisis del capitalismo neoliberal que comenzó en 2008 y los movimientos anticapitalistas en Europa.

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