Nancy Morejón: desde su reino autónomo. Por: Ernesto Sierra*

Entrevista a la escritora y poeta cubana Nancy Morejón, merecedora del premio de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA) por la obra de la vida. Por: Ernesto Sierra

Es viernes y llueve. Ha llovido durante toda la semana pero acudo puntual a mi cita con Nancy Morejón en su oficina de la UNEAC. La encuentro jovial, dinámica, enredada entre teléfonos y papeles; nos interrumpen varias veces, no obstante ella parece divertirse con los enredos y mantiene su buen humor. Hablamos. Para mí, conversar con Nancy siempre ha sido un acto espontáneo y natural, desprovisto de las marcas de nuestras profesiones, pues nos conocimos en mis años de estudiante, a través de referencias casi familiares. Y así hemos transitado todos estos años, entre el respeto y el afecto.

Hoy, a estas motivaciones se une la noticia de que le ha sido otorgado, por la obra de la vida, el Premio LASA de la Asociación de Estudios Latinoamericanos, y amable, me brinda parte de su tiempo.

Nancy, ¿cómo recibiste la noticia del Premio? ¿Qué significa para ti el haberlo merecido?

―Estaba en mi apartamento del Cerro, chequeando correo, cuando recibo un mensaje de Helen Safa, gran investigadora, profesora y muy prestigiosa personalidad de los estudios latinoamericanos en Estados Unidos. Ella, quien postuló mi nominación junto a Catherine Krull, destacada académica canadiense, fue quien me dio la noticia lamentando en aquel mensaje mi ausencia de las labores de LASA, a cuyo desarrollo y existencia ha hecho grandes aportes. Confirmó luego la noticia la cubana Iraida López. Por eso declaré inmediatamente a Prensa Latina que era una sorpresa y es la pura verdad.

«Tuve, por otra parte, la dicha de que Miguel Barnet tuviera la oportunidad de recogerlo en mi nombre junto a mi primera traductora Kathleen Weaver. Miguel prologó esa primera antología que publicara en 1985 The Black Scholar Press de San Francisco precisamente, traducida por Kathleen. Ella leyó, según me cuenta Miguel, algunos cantos de Richard trajo su flauta».

Es un reconocimiento a la obra de una vida. ¿Qué zonas de tu obra poética, de traductora, de ensayista y crítica recuerdas ahora de un modo especial al recibir este galardón?

―En verdad que es muy difícil en la vida, en cualquier circunstancia, ser juez y parte. Más en un caso como este. Un premio siempre debe ser recibido con satisfacción y alegría. Lo importante, creo, es el hecho de que este año mi escritura habrá llegado al medio siglo de existencia y ya eso es bastante para alguien que la ejerce por complacencia personal pero también con algún sentido de pertenencia y, sobre todo, de servicio a la cultura cubana cuya explosión actual, por caribeña y latinoamericana, es incuestionable pues cada vez más se vuelve raigalmente universal.

Es frecuente que tu obra y tu biografía se asocien a una “autora caribeña”. ¿Cómo ves tu obra en el contexto de las letras hispánicas?

―Como una muestra de esa diversidad cultural que define nuestra época. Las literaturas del Caribe hispano, es decir, las de Puerto Rico, República Dominicana y Cuba comparten y alternan una experiencia literaria con toda Hispanoamérica y, a su vez, se asientan en los estilos antillanos tan singulares, tan irreversiblemente territoriales. Somos un archipiélago que ensancha los horizontes expresivos de la lengua castellana y hemos contribuido a la creación de un cuerpo literario a caballo entre exuberantes islas y la tierra firme del continente.

Son bien conocidos tus vínculos personales y literarios con Nicolás Guillén. ¿Lo has tenido presente al recibir este premio? ¿Quisieras compartir alguna anécdota relacionada con él que recuerdes en este momento tan especial para ti?

―Nicolás Guillén siempre está en mi recuerdo y sus versos, sus páginas, han alimentado las mías y las han procreado. No hubieran sido posibles muchos poemas míos sin la previa existencia de otros suyos.

«Anécdotas tengo miles; tengo en la memoria frases y la risotada que sucedía a su ingenio expresivo. Era muy ingenioso Nicolás sin dejar de moverse y actuar como el cubano criollo que era. Hablaba lo necesario y mantenía una disciplina férrea para sus lecturas y el cultivo de la poesía o el periodismo.

«Entrando una mañana a su oficina, para precisar algunos datos de su atractiva biografía, le habían dado la noticia de que había recibido el Premio Viareggio, de Italia. Cuando lo fui a felicitar soltó una sonrisita burlona, añadiendo: “Ahora la cosa se pone mala. Voy a desaparecer de los círculos literarios por un buen rato. Cuando hay un premio, hay que volver a empezar como el primer día… y hay que huir de esa vida social que te roba a mansalva el tiempo que la vida te dio para crear”. Nos abrazamos y me fui a traducir un texto del gran martiniqueño Édouard Glissant».

¿Influye de alguna manera tu estrecha relación con el Caribe anglófono y francófono en tu manera de escribir en español?

―El Caribe es una torre de babel en donde todo suena, por cierto, como afirmaba ese otro grande que fuera Alejo Carpentier. Las lenguas aquí se caen y se levantan, se rehacen y nuestros territorios son los sitios en donde el abismo entre el habla y la lengua escrita se vuelve más infranqueable. Aquí escribimos como hablamos, al punto de que, en un gran número de países, se han creado nuevas lenguas, originales en su esplendor de facto. Hay literaturas emergentes que se expresan con una carga oral inigualable cuyo acento marca una diferencia sistemática. Vivimos como hablamos y nuestras literaturas en sus diversos modos atraviesan por la riqueza de procesos transculturales infinitos.

«Aprender idiomas es una necesidad del Caribe para cualquier especialista o para cualquier estudiante. Traducir es como nuestra segunda piel. Sin esa inmensa presencia de lenguas coexistiendo, conviviendo unas con otras, haciéndose préstamos nobles, no tendríamos el cuerpo literario que en 1992 recibió la atención y el clamor de tres grandes premios literarios para nuestra Dulce María Loynaz, para el martiniqueño Patrick Chamoiseau y para el sanluciano Derek Walcott, con su Premio Nobel. Yo escribo al amparo de una experiencia literaria polisémica».

Junto a tu obra literaria has desarrollado siempre una activa labor en diversas instituciones como la UNEAC, la Casa de las Américas, la Academia Cubana de la Lengua. ¿Cómo valoras la relación del creador con el trabajo institucional?

―Infinitamente enriquecedora. Es un toma y daca que perfila tu oficio y te propicia el entendimiento más cabal de tu entorno. La lección la aprendí durante los años sesenta cuando estudié una Licenciatura en Lengua y Literatura Francesas en la Universidad de La Habana, habiendo tenido una pléyade de humanistas como profesores, los más prominentes de la segunda mitad del siglo XX: Camila Henríquez Ureña, Vicentina Antuña, Raimundo Lazo, Graziella Pogolotti, Mirta Aguirre, Adelaida de Juan, Roberto Fernández Retamar, José Antonio Portuondo, Alba Proll, Cira Soto, Rosario Novoa, Salvador Bueno, entre otros.

«Ellos se entregaban al servicio docente con la virtud mayor de aquellos años: la contribución al conocimiento de nuestra propia cultura, sin chovinismos estrechos, pero con la convicción de que todos podíamos ser capaces de retribuirla humildemente. Éramos jóvenes, bailábamos chachachá y rock pero subíamos montañas para aunar nuestras voluntades, para cambiar la vida convencidos de que un mundo mejor es posible, tal como hoy decimos en nuestros días para defender la posibilidad de la utopía en cualquier latitud del planeta».

¿Cómo resumirías la experiencia creativa y vital de aquella jovencita de Mutismos (1962) y Amor, ciudad atribuida (1964), publicados por ediciones El Puente, a esta autora consagrada por este premio?

―He pensado mucho en Ana Justina y José Mario recordando en voz alta conmigo, por los parques del Vedado, la Elegía sin nombre, del “primaveral” Emilio Ballagas. Me parece estar en El Gato Tuerto en uno de aquellos aquelarres inventados por nuestra compulsión adolescente. Creo que la poesía tiene su propio lugar, su razón de ser, en donde quiera que nazca, en donde quiera que coloque su grito de esperanza que es, como dice Retamar, a pesar de todo, “un reino autónomo”, o para decirlo con versos de Pablo Armando Fernández: “He visto el mundo / y de él guardo una imagen: / confusa multitud / siempre en acecho. / Conocer cierta gente / me ha hecho sospechar / que ser distinto / es otra adecuación. / El complicado mundo / simplificó mi vida. / La gente simple / complicó mi mundo”.

¿Eres de las que se duermen con los lauros o de las que se inquietan y necesitan escribir algo nuevo?

―Apenas tengo tiempo para dormir, así que no te inquietes. Escribo siempre que puedo como una liberación, o un mejoramiento de mis condiciones. Siempre es bueno hacerlo.

¿Un nuevo libro en el horizonte?

―Dos poemarios ya comenzados, pero sin concluir, y un raro texto sobre las relaciones entre Nicolás Guillén y yo, que me sugiriera un amigo y colega norteamericano al leerle al azar párrafos de ese futuro volumen.

Tomado de: www.cubarte.cult.cu

*Ernesto Sierra. Filólogo, especialista literario, ensayista, profesor universitario. Centró la mayor parte de su vida estudiantil y, sobre todo, profesional, al área del conocimiento en la Universidad de La Habana. En la actualidad se dedica al periodismo digital.

Ha publicado los libros: “La doble aventura de Adán”, (Editorial Letras Cubanas, 1996) y “Aprendiz de América”, Editorial Unicornio, San Antonio de los Baños, 2005.)

Ernesto Sierra. Filólogo, especialista literario, ensayista, profesor universitario. Centró la mayor parte de su vida estudiantil y, sobre todo, profesional, al área del conocimiento en la Universidad de La Habana. En la actualidad se dedica al periodismo digital.

Ha publicado los libros: “La doble aventura de Adán”, (Editorial Letras Cubanas, 1996) y “Aprendiz de América”, Editorial Unicornio, San Antonio de los Baños, 2005.)

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