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Cuba, el país del que se informa de unas protestas que nunca existieron

Foto El artemiseño

Por Pascual Serrano @pascual_serrano

Desde más de un mes antes, desde Estados Unidos anunciaban para el lunes 15 de noviembre protestas en Cuba para promover «el cambio político» en la isla. Los medios extranjeros informaron con fruición de la jornada de movilizaciones para acabar reconociendo que, sin necesidad de violencia policial alguna, no se produjo ni una sola manifestación.

Con la pandemia de COVID, en muchos países la gente se manifestó contra el Gobierno porque les limitaba las libertades o porque consideraban que los contagios se estaban disparando sin que el Gobierno tomara las medidas necesarias.

En Cuba se convocó una jornada de protestas precisamente el 15 de noviembre, el día en que se terminan muchas restricciones, se inician las clases en los colegios y se abren sus fronteras porque las cifras de contagios habían mejorado. Gracias a la vacunación masiva la situación sanitaria está controlada.

Cobertura antes de la noticia

En cuanto a la cobertura periodística, mientras lo habitual es que los medios informen al día siguiente de las movilizaciones, de la respuesta del Gobierno, hagan las valoraciones desde los diferentes sectores, etc. En cambio, en el caso de Cuba la noticia de que iba a tener lugar una protesta empezó en los medios los días anteriores.

«Sacudir una isla: las claves de la marcha por el cambio en Cuba», titulaba el diario El País el día anterior. «‘Tenemos que sacudir las cosas’: los jóvenes en Cuba podrían desencadenar una jornada de protestas.

Una nueva generación de disidentes, que emplea internet para difundir sus ideas, convocó a una manifestación para el 15 de noviembre, un movimiento audaz con pocos precedentes en la isla», titulaba y subtitulaba en The New York Times también el día anterior.

«ABC de las protestas del 15 de noviembre en Cuba» afirmaba el día 14 la CNN, incluso una semana antes, el 7 de noviembre, ya calentaban motores: «Estas son las razones por las que cubanos protestarán este 15 de noviembre». «Los jóvenes, una generación asfixiada que busca el cambio en la Cuba comunista», titulaban el día 11.

Convocar en lugar de informar

Cuando en algunos momentos de mi profesión he tenido que ayudar en los servicios de comunicación de algún movimiento social, sabíamos que lograr que los medios difundieran el resultado de una movilización era algo muy bueno porque significaba que la gente podía conocer lo que se reclamaba, pero todavía era mejor si lo difundían antes porque, además, estaban ayudando a convocar a la gente a unirse.

Sin duda era este el objetivo de los medios ante la convocatoria de protesta cubana, lo curioso es que estuvieron informando de unas protestas que nunca se produjeron.

Resulta impactante el caso de CNN que llevaba días con el siguiente titular y enlace en su portal: «Minuto a minuto: protestas en Cuba contra el Gobierno», y cuando pasó el día 15, en ese mismo enlace llevaba a un texto de apenas seis párrafos uno de los cuales decía «El equipo de CNN en La Habana condujo por la ciudad el 15 de noviembre, informando una fuerte presencia policial y reportando que no hubo protestas durante el día».

Pero veamos cuál era la convocatoria para el día 15. Se denominaba Marcha cívica por el cambio y la convocaba una plataforma recién creada que se hace llamar Archipiélago y que, según uno de sus fundadores, Leonardo Fernández Otaño, quieren “caminar hacia una transición democrática en Cuba”, pero cuyo único dato para valorar su apoyo son los 33.000 miembros que tiene su páginas de Facebook en todo el mundo.

La idea, parece evidente, era resucitar las movilizaciones del 11 de julio cuando algunos cubanos salieron a la calle en protesta por las dificultades económicas consecuencia de las restricciones económicas de la pandemia. La convocatoria primero fue anunciada para el día 20 de noviembre y después cambiaron al 15. Consistiría en una manifestación a las tres de la tarde. Después, uno de sus líderes dijo que se manifestaría él solo el día 14 «en representación de todos los ciudadanos a los que el régimen ha privado de su derecho a manifestarse».

Finalmente, el plan quedó en que saldrían a la calle sin desfilar por ninguna ruta concreta pero vistiendo de blanco y llevando flores para depositarlas ante las estatuas y próceres de la patria.

Como hemos comenzado señalando, al final ni salieron a manifestarse, ni los cubanos se vistieron de blanco como símbolo de protesta ni pasó nada, ni el 14, ni el 15 ni el 16 de noviembre. La principal manifestación fue en Miami, donde parece que quieren decidir el futuro de Cuba.

Una de las razones con la que se intenta justificar la falta de apoyo del pueblo de Cuba a las protestas contra la revolución, es que había mucha presencia policial y se detuvo a los líderes o se les asedió en sus casas sin permitirles salir.

La CNN fue el único medio que dio datos de detenciones recurriendo a una «organización independiente de derechos humanos», con sede en La Habana. Señalaron que se «arrestó a 11 personas, mientras que agentes y simpatizantes del Gobierno ‘sitiaron’ a otras 50 dentro de sus casas para evitar que las protestas de la oposición planificadas se llevaran a cabo el lunes». O sea, que desactivando a sesenta personas se desinflan todas las manifestaciones, homenajes florales y hasta dejaron de vestirse de blanco como se invitaba desde la oposición.

El periodista cubano Iroel Sánchez ironizó incluso con el liderazgo de algunos de los promotores:

La periodista Rosa Miriam Elizalde, premio nacional de Periodismo José Martí en 2021, ha detallado en el periódico mexicano La Jornada cómo se ha ido gestando esta movilización.

El 20 de septiembre comenzaron a llegar cartas a ocho Gobiernos municipales o provinciales de Cuba, en las que se anunciaba la celebración de marchas pacíficas, no se trataba de petición de autorización como se hace en cualquier país, sino la notificación de que lo harían y el reclamo de protección de las autoridades.

Los firmantes eran un pequeño grupo de personas sin representación de ningún colectivo y su reivindicación era un cambio de sistema, sin más detalles. Es por ello que no fueron autorizadas. Sin embargo, desde Florida, Estados Unidos, anunciaban que habría manifestaciones en un centenar de ciudades.

El papel de Estados Unidos detrás de las convocatorias se muestra en el dato de que desde aquel 20 de septiembre hasta el miércoles 10 de noviembre «se habían producido 29 intervenciones públicas desde Washington o Florida con todo tipo de demandas y amenazas a las autoridades de la isla. El vocero del Departamento de Estado, Ned Price, ha explicado con pelos y señales las supuestas causas, objetivos, contenidos y demandas que tendría la marcha.

El senador Marco Rubio celebró la operación en menos de 24 horas de circular la noticia, mientras un par de asesores principales de Biden han amenazado con más sanciones al Gobierno de La Habana».

Y, como sucede siempre, el dinero que no falte. En septiembre de 2021, el Gobierno Demócrata entregó casi siete millones de dólares a 12 organizaciones que publicitan a diario la marcha cívica por el cambio en Cuba, lo que recuerda el habitual modus operandi de las revoluciones de colores exportadas por occidente en la Europa del Este.

Elizalde también recuerda que «el grupo privado de Facebook que aparece como organizador de la marcha es cualquier cosa menos moderado». «De cada 10 publicaciones, ocho recurren a la violencia simbólica y a la descalificación política de quienes defienden el proyecto socialista o celebran algún éxito social en Cuba.

El debate en estos espacios no es para modificar opiniones, sino para agitar prejuicios, instalar el odio entre los cubanos como fuente excluyente de legitimidad de un Gobierno que ha conducido al país en condiciones muy difíciles», señala la periodista.

Nadie duda de las dificultades que han tenido que enfrentar los cubanos en los últimos meses, donde han confluido el cierre de fronteras por la pandemia, con la grave afectación al turismo y pérdida de ingresos para muchos de ellos, junto con las más de 243 medidas adicionales de bloqueo impuestas por Trump que no han sido modificadas por Biden.

El propio Gobierno cubano reconoce los problemas de desabastecimiento e inflación, pero precisamente el 15 de noviembre era una fecha de alegría y optimismo para los cubanos. Ese día se abrían las fronteras, llegaban los vuelos y con ellos los encuentros familiares y los turistas; los niños y jóvenes se incorporaban a las aulas y las perspectivas de mejora de la economía eran evidentes.

En cuanto al control de la pandemia, los datos son los mejores de todo el continente y de gran parte del mundo. Según las cifras manejadas por la Universidad Johns Hopkins, la incidencia a fecha del 15 de noviembre es de 56,77 contagios por cada 10.000 habitantes. España, con una de las mejores cifras de Europa se encuentra en 82. Y en cuanto a la mortalidad, los datos del Ministerio de Salud Pública de Cuba son de 0,86% frente al 2,01% en el mundo y 2,44% en el continente americano.

Estos datos han sido posibles gracias, entre otras razones, al éxito de su campaña de vacunación con vacunas propias. Cuba ha sido el primer país del mundo en comenzar a vacunar a los niños mayores de dos años. A fecha 10 de noviembre, 7,9 millones de cubanos han sido totalmente vacunados, lo que representa el 71,2% de la población, mientras que un 88,7% cuenta con al menos una dosis.

No deja de resultar paradójico que se informe más de unas protestas que nunca existieron en Cuba que de los cientos de muertos en motines carcelarios en Ecuador y su presidente esté implicado en los papeles de Pandora junto con el de Chile, de los cientos de líderes sociales asesinados en 2021 en Colombia o del millón y medio de familias que sufren apagones de luz tras la privatización de su servicio en Puerto Rico.

Tomado de: Razones de Cuba

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El supermercado de lo visible. Hacia una economía general de imágenes

Autor: Peter Szendy

“Intento analizar, auscultar aquí aquello que, ya en 1929, Walter Benjamin describía como un espacio cargado ciento por ciento de imágenes. O dicho de otra forma, esa visibilidad saturada que hoy nos llega desde todas partes, que nos rodea y nos atraviesa. Un espacio icónico es el producto de una historia: la de la puesta en circulación y mercantilización general de las imágenes. Había que esbozar su genealogía, desde los primeros ascensores o escaleras mecánicas (esos travellings avant la lettre) hasta las técnicas contemporáneas de oculometría, que pesquisan incluso nuestros menores espasmos oculares, pasando por el cine, ese gran director de orquesta de las miradas.

Sin embargo, en forma subyacente a esta inervación de lo visible, existe una economía propia de las imágenes, lo que intentamos llamar su ‘iconomía’. Deleuze la había vislumbrado al escribir, en páginas inspiradas por Marx: ‘el dinero es el reverso de todas las imágenes que el cine muestra y monta al derecho’. Una frase cuyo alcance ontológico solo comprenderemos al recordar que ‘cine’ quiere decir también, en este caso, ‘el universo’.

Por eso, bajo la guía de secuencias de Hitchcock, Bresson, Antonioni, De Palma o Los Soprano, estas páginas quisieran abrir la vía que conduce de una iconomía restringida a lo que podríamos denominar, con Bataille, una iconomía general”.

Peter Szendy

(Tu mirada no descansa, tampoco la imagen. Las imágenes se persiguen, se cazan y se sustituyen unas a otras. El mundo es una sucesión de imágenes que ya son recuerdos al nacer. El intercambio es una ficción capitalista; su corazón negro es la plusvalía, la asimetría radical. Así también tus ojos, siempre en deuda, van detrás de una imagen fantasmal que se disolverá en cuanto otra se apodere de ella. Nunca la tendrás del todo, nunca saldarás tu deuda. Tu deuda es infinita y solo se cancela con la muerte, a ojos cerrados, bajo el sol que cae a plomo sobre el duelo de un western. En el supermercado total de lo visible, no das tu tiempo por dinero: das tu tiempo, tu exiguo tiempo fascinado, por imágenes que circulan de pupila en pupila, como monedas fugaces, como acreedores hipnóticos que nunca te dejarán en paz).

Con El supermercado de lo visible, Shangrila Ediciones apuesta a la publicación en español de tres conferencias y un capítulo adicional de “contenido extra” que constituyen, entrelazados, uno de los textos más lúcidos y profundos acerca de esa pregunta que jamás dejará de asediarnos: ¿qué es una imagen?

Peter Szendy. París, 1966. Filosófo y musicólogo, Profesor de literatura comparada en la Universidad de Brown y asesor de los programas de concierto de la Filarmónica de París. Ha publicado, entre otras obras, Musica pratica. Arrangements et phonographies de Monteverdi à James Brown (L’Harmattan, 1997); Écoute. Une histoire de nos oreilles (Minuit, 2001); Membres fantômes. Des corps musiciens (Minuit, 2002); Sur écoute. Esthétique de l’espionnage (Minuit, 2007); Tubes. La Philosophie dans le juke-box (Minuit, 2008); Kant chez les extraterrestres. Philosofictions cosmopolitiques (Minuit, 2011); L’Apocalypse cinéma. 2012 et autres fins du monde (Capricci, 2012); A coups de points. La Ponctuation comme expérience (Minuit, 2013).

Tomado de: Shangrila Textos Aparte

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Máximo Gómez, dominicano de nacimiento, y cubano de corazón

Máximo Gómez Báez (Baní, República Dominicana, 18 de noviembre de 1836 – La Habana, Cuba, 17 de junio de 1905) fue general en la Guerra de los Diez Años y el General en Jefe de las tropas revolucionarias cubanas en la Guerra del 95.

Por Jorge Wejebe Cobo @wejebecobo

Máximo Gómez se calificaba a sí mismo como “dominicano de nacimiento, y cubano de corazón”, palabras que fueron ratificadas durante más de la mitad de su vida dedicada a la causa independentista en la Isla, desde que arribó junto a su familia en 1865. Cuando no llegaba a los 30 años y como oficial de la reserva militar española, tuvo que exiliarse, al ser derrotada su causa en la convulsa situación de su país.

Tenía experiencia militar por haber combatido junto a las milicias dominicanas contra las incursiones haitianas y en las propias contiendas civiles, en las que participó activamente.

El futuro Generalísimo del Ejército Libertador Cubano nació en el poblado rural de Baní, Santo Domingo, el 18 de noviembre de 1836, hace 185 años, y en su hogar le dieron una formación basada en la honorabilidad, la severidad y el virtuosismo, cualidades que serían el derrotero de su vida.

Tras llegar a Cuba se estableció con su familia en la finca El Dátil, cerca de Bayamo. En 1866 fue dado de baja del ejército español y al parecer su vida estaba predestinada a transcurrir en su proyecto de mejorar la situación económica de los suyos, incrementando la explotación de sus fértiles tierras, pero su gran sensibilidad ante la injusticia y la inhumana esclavitud lo llevaron a involucrarse en el movimiento independentista y fue de los primeros en seguir a Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868.

El joven dominicano se destacó dentro de las inexpertas tropas mambisas, al utilizar tácticas de combate diferentes a las tradicionales aplicadas por el ejército peninsular que también conocía, al concebir las acciones guerrilleras de emboscadas, de rehuir los enfrentamientos en grandes batallas en las cuales los colonialistas podrían desplegar su superioridad de fuerzas con la utilización de la caballería y artillería a sus anchas.

La gran lección sería el 26 de octubre de 1868, en que Gómez con unos 40 infantes armados en su mayoría solo con machetes se escondieron entre la tupida vegetación a ambos lados de la Tienda del Pino de Baire, aproximadamente a un kilómetro por el camino vecinal al oeste del poblado, y a su orden se lanzaron contra una columna hispana de más de 500 hombres y le hicieron más de 200 bajas en la que sería la primera carga al machete.

Ese fue solo el comienzo de la extraordinaria trayectoria militar de quien sería considerado por renombrados militares extranjeros como el primer guerrillero de América, y que le valieran fuera ascendido a General por Carlos Manuel de Céspedes.

Después vendría el Pacto del Zanjón y el destierro de 17 años afrontando vicisitudes en la pobreza y enfermedades de su familia, pero sin que dejara de pensar en la independencia de Cuba cuando intentó un nuevo estallido junto a Antonio Maceo.

En esas condiciones le escribió Martí en 1892 para integrarlo a la preparación de la Guerra Necesaria: […] Yo ofrezco a usted sin temor a negativa, este nuevo trabajo, hoy que no tengo más remuneración que brindarle que el placer de su sacrificio y la ingratitud probable de los hombres” y Gómez le responde: “Desde ahora puede Ud. disponer de mis servicios”.

En la nueva contienda reverdecerá su excepcional talento militar y junto con el Titán de Bronce llevará en la invasión la guerra a todo el país para en batallas memorables derrotar a las más selectas tropas colonialistas.

Pero después de la muerte de Martí y Maceo, fue la única máxima figura de la Revolución y tendría que sufrir la intervención yanqui en la guerra y el establecimiento de la neocolonia en 1902, facilitada por la división y la traición del anexionista y primer presidente cubano Tomas Estrada Palma y su grupo.

Al final de la guerra expresó: “La situación pues, que se le ha creado a este pueblo; de miseria material y de apenamiento, por estar cohibido en todos sus actos de soberanía, es cada día más aflictiva, y el día que termine tan extraña situación, es posible que no dejen los americanos aquí ni un adarme de simpatía.”

Años después cuando Estrada Palma, antes de culminar su período presidencial en 1906, decidió reelegirse de forma fraudulenta el invicto jefe del Ejército Libertador se opuso decididamente.

En junio de 1905 realizó un viaje acompañado de su familia a Santiago de Cuba, pero sobre todo para continuar con su campaña contra la reelección de Estrada Palma.

Fueron tantas las muestras de afecto y cariño del pueblo hacia él, que al recibir numerosos apretones de mano se le infectó una pequeña herida que se generalizó y le causaría la muerte el 17 de junio de 1905, como consecuencia de su campaña cívica de unidad contra el engendro reeleccionista del anexionista Estrada Palma.

Esa fue su última batalla librada por el amor hacia Cuba que mantuvo inalterable desde aquellos lejanos días de octubre de 1868, aunque esta vez la libraría contra los males de la falsa república que solo culminaría con los cambios definitivos de la alborada revolucionaria del primero de enero de 1959.

Tomado de: Agencia Cubana de Noticias

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Discurso de aceptación del Premio Nobel

José de Sousa Saramago fue un escritor, novelista, poeta, periodista y dramaturgo portugués. En 1998 se le otorgó el Premio Nobel de Literatura. (1922-2010)

Por José Saramago

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer.

Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama.

Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable.

Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado.

Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: «José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera». Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera.

Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea.

Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba.

Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: «¿Y después?».

Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo.

Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa.

Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: «No hagas caso, en sueños no hay firmeza».

Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños.

Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: «El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir». No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada.

Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.

Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a vivir.

La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde mis padres aparecen. «Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día.

Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas». Y terminaba: «Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere, llegando del norte de Africa, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me apoyaría?».

Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido.

Ahora descubro que estaba equivocado, la biología no determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus caminos para haber dado una vuelta tan larga. A mi árbol genealógico (perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la sustancia de su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los sucesivos encuentros de la vida van desgajando del tronco central.

También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos.

En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.

Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis maestros de vida, los que más intensamente me enseñaron el duro oficio de vivir, esas decenas de personajes de novela y de teatro que en este momento veo desfilar ante mis ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de papel y de tinta, esa gente que yo creía que iba guiando de acuerdo con mis conveniencias de narrador y obedeciendo a mi voluntad de autor, como títeres articulados cuyas acciones no pudiesen tener más efecto en mí que el peso soportado y la tensión de los hilos con que los movía.

De esos maestros el primero fue, sin duda, un mediocre pintor de retratos que designé simplemente por la letra H., protagonista de una historia a la que creo razonable llamar de doble iniciación (la de él, pero también, de algún modo, la del autor del libro, protagonista de una historia titulada «Manual de pintura y caligrafía», que me enseñó la honradez elemental de reconocer y acatar, sin resentimientos ni frustraciones, sus propios límites: sin poder ni ambicionar aventurarme más allá de mi pequeño terreno de cultivo, me quedaba la posibilidad de cavar hacia el fondo, hacia abajo, hacia las raíces.

Las mías, pero también las del mundo, si podía permitirme una ambición tan desmedida. No me compete a mí, claro está, evaluar el mérito del resultado de los esfuerzos realizados, pero creo que es hoy patente que todo mi trabajo, de ahí para adelante, obedeció a ese propósito y a ese principio.

Vinieron después los hombres y las mujeres del Alentejo, aquella misma hermandad de condenados de la tierra a que pertenecieron mi abuelo Jerónimo y mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados a alquilar la fuerza de los brazos a cambio de un salario y de condiciones de trabajo que sólo merecerían el nombre de infames. Cobrando por menos que nada una vida a la que los seres cultos y civilizados que nos preciamos de ser llamamos, según las ocasiones, preciosa, sagrada y sublime.

Gente popular que conocí, engañada por una Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del Estado y de los terratenientes latifundistas, gente permanentemente vigilada por la policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las arbitrariedades de una justicia falsa. Tres generaciones de una familia de campesinos, los Mau-Tempo, desde el comienzo del siglo hasta la Revolución de Abril de 1974 que derrumbó la dictadura, pasan por esa novela a la que di el título de «Alzado del suelo» y fue con tales hombres y mujeres del suelo levantados, personas reales primero, figuras de ficción después, con las que aprendí a ser paciente, a confiar y a entregarme al tiempo, a ese tiempo que simultáneamente nos va construyendo y destruyendo para de nuevo construirnos y otra vez destruirnos.

No tengo la seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria aquello que la dureza de las experiencias tornó virtud en esas mujeres y en esos hombres: una actitud naturalmente estoica ante la vida. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la lección recibida, pasados más de veinte años, permanece intacta en mi memoria, que todos los días la siento presente en mi espíritu como una insistente convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la esperanza de llegar a ser un poco más merecedor de la grandeza de los ejemplos de dignidad que me fueron propuestos en la inmensidad de las planicies del Alentejo. El tiempo lo dirá.

¿Qué otras lecciones podría yo recibir de un portugués que vivió en el siglo XVI, que compuso las «Rimas» y las glorias, los naufragios y los desencantos patrios de «Os Lusíadas», que fue un genio poético absoluto, el mayor de nuestra literatura, por mucho que eso pese a Fernando Pessoa, que a sí mismo se proclamó como el Super-Camoens de ella? Ninguna lección a mi alcance, ninguna lección que yo fuese capaz de aprender salvo la más simple que me podría ser ofrecida por el hombre Luis Vaz de Camoens en su más profunda humanidad, por ejemplo, la humildad orgullosa de un autor que va llamando a todas las puertas en busca de quien esté dispuesto a publicar el libro que escribió, sufriendo por eso el desprecio de los ignorantes de sangre y de casta, la indiferencia desdeñosa de un rey y de su compañía de poderosos, el escarnio con que desde siempre el mundo ha recibido la visita de los poetas, de los visionarios y de los locos.

Al menos una vez en la vida, todos los autores tuvieron o tendrán que ser Luis de Camoens, aunque no escriban las redondillas de «Sobolos rios». Entre hidalgos de la corte y censores del Santo Oficio, entre los amores de antaño y las desilusiones de la vejez prematura, entre el dolor de escribir y la alegría de haber escrito, fue a este hombre enfermo que regresa pobre de la India, adonde muchos sólo iban para enriquecerse, fue a este soldado ciego de un ojo y golpeado en el alma, fue a este seductor sin fortuna que no volverá nunca más a perturbar los sentidos de las damas de palacio, a quien yo puse a vivir en el teatro en el escenario de la pieza de teatro llamada «Que farei con este livro?» («¿Qué haré con este libro?»), en cuyo final resuena otra pregunta, aquélla que importa verdaderamente, aquélla que nunca sabremos si alguna vez llegará a tener respuesta suficiente: «¿Qué haréis con este libro?».

Humildad orgullosa fue ésa de llevar debajo del brazo una obra maestra y verse injustamente rechazado por el mundo. Humildad orgullosa también, y obstinada, esta de querer saber para qué servirán mañana los libros que vamos escribiendo hoy, y luego dudar que consigan perdurar largamente (¿hasta cuándo?) las razones tranquilizadoras que quizá nos estén siendo dadas o que estamos dándonos a nosotros mismos. Nadie se engaña mejor que cuando consiente que lo engañen otros.

Se aproxima ahora un hombre que dejó la mano izquierda en la guerra y una mujer que vino al mundo con el misterioso poder de ver lo que hay detrás de la piel de las personas. El se llama Baltasar Mateus y tiene el apodo de Siete-Soles, a ella la conocen por Bilmunda, y también por el apodo de Siete-Lunas que le fue añadido después porque está escrito que donde haya un sol habrá una luna y que sólo la presencia conjunta de uno y otro tornará habitable, por el amor, la tierra.

Se aproxima también un padre jesuita llamado Bartolmeu que inventó una máquina capaz de subir al cielo y volar sin otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se viene diciendo, todo lo puede, aunque no pudo, o no supo, o no quiso, hasta hoy, ser el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto. Sontres locos portugueses del siglo XVIII en un tiempo y en un país donde florecieron las supersticiones y las hogueras de la Inquisición, donde la vanidad y la megalomanía de un rey hicieron levantar un convento, un palacio y una basílica que asombrarían al mundo exterior, en el caso poco probable de que ese mundo tuviera ojos bastantes para ver a Portugal, tal como sabemos que los tenía Bilmunda para ver lo que escondido estaba. Y también se aproxima una multitud de millares y millares de hombres con las manos sucias y callosas, con el cuerpo exhausto de haber levantado, durante años sin fin, piedra a piedra, los muros implacables del convento, las alas enormes del palacio, las columnas y las pilastras, los aéreos campanarios, la cúpula de la basílica suspendida sobre el vacío.

Los sonidos que estamos oyendo son del clavicornio del Doménico Scarlatti, que no sabe si debe reír o llorar. Esta es la historia del «Memorial del convento», un libro en que el aprendiz de autor, gracias a lo que le venía siendo enseñado desde el antiguo tiempo de sus abuelos Jerónimo y Josefa, consiguió escribir palabras como éstas, donde no está ausente alguna poesía: «Además de la conversación de las mujeres son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita. Pero son también los sueños los que le hacen una corona de lunas, por eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo». Que así sea.

De las lecciones de poesía, sabía ya alguna cosa el adolescente, aprendidas en sus libros de texto cuando, en una escuela de enseñanza profesional de Lisboa, andaba preparándose para el oficio que ejerció en el comienzo de su vida de trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo también buenos maestros del arte poético en las largas horas nocturnas que pasó en bibliotecas públicas, leyendo al azar de encuentros y de catálogos, sin orientación, sin alguien que le aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante que va inventando cada lugar que descubre.

Pero fue en la biblioteca de la escuela industrial donde «El año de la muerte de Ricardo Reis» comenzó a ser escrito. Allí encontró un día el joven aprendiz de cerrajero (tendría entonces 17 años) una revista – «Atena» era el título – en que había poemas firmados con aquel nombre y, naturalmente, siendo tan mal conocedor de la cartografía literaria de su país, pensó que existía en Portugal un poeta que se llamaba así: Ricardo Reis.

No tardó mucho tiempo en saber que el poeta propiamente dicho había sido un tal Fernando Nogueira Pessoa que firmaba poemas con nombres de poetas inexistentes nacidos en su cabeza y a quien llamaba heterónimos, palabra que no constaba en los diccionarios de la época, por eso costó tanto trabajo al aprendiz de las letras saber lo que ella significaba. Aprendió de memoria muchos poemas de Ricardo Reis («Para ser grande sê inteiro/Põe quanto és no mínimo que fazes»), pero no podía resignarse, a pesar de tan joven e ignorante, a que un espíritu superior hubiese podido concebir, sin remordimiento, este verso cruel: «Sábio é o que se contenta com o espectáculo do mundo». Mucho, mucho tiempo después, el aprendiz de escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias sabidurías se atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de las «Odas» algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que lo puso a vivir sus últimos días: la ocupación de la Renania por el Ejército nazi, la guerra de Franco contra la República española, la creación por Salazar de las milicias fascistas portuguesas. Fue como si estuviese diciéndole: «He ahí el espectáculo del mundo, mi poeta de las amarguras serenas y del escepticismo elegante. Disfruta, goza, contempla, ya que estar sentado es tu sabiduría».

«El año de la muerte de Ricardo Reis» terminaba con unas palabras elancólicas: «Aquí donde el mar acabó y la tierra espera». Por tanto no habría más descubrimientos para Portugal, sólo como destino una espera infinita de futuros ni siquiera imaginables: el fado de costumbre, la saudade de siempre y poco más. Entonces el aprendiz imaginó que tal vez hubiese una manera de volver a lanzar los barcos al agua, por ejemplo mover la propia tierra y ponerla a navegar mar adentro.

Fruto inmediato del resentimiento colectivo portugués por los desdenes históricos de Europa (sería más exacto decir fruto de mi resentimiento personal), la novela que entonces escribí – «La balsa de piedra» – separó del continente europeo a toda la Península Ibérica, transformándola en una gran isla fluctuante, moviéndose sin remos ni velas, ni hélices, en dirección al Sur del mundo, «masa de piedra y tierra cubierta de ciudades, aldeas, ríos, bosques, fábricas, bosques bravíos, campos cultivados, con su gente y sus animales», camino de una utopía nueva: el encuentro cultural de los pueblos peninsulares con los pueblos del otro lado del Atlántico, desafiando así, a tanto se atrevió mi estrategia, el dominio sofocante que los Estados Unidos de la América del Norte vienen ejerciendo en aquellos parajes.

Una visión dos veces utópica entendería esta ficción política como una metáfora mucho más generosa y humana: que Europa, toda ella, deberá trasladarse hacia el Sur a fin de, en descuento de sus abusos coloniales antiguos y modernos, ayudar a equilibrar el mundo. Es decir Europa finalmente como ética. Los personajes de «La balsa de piedra» – dos mujeres, tres hombres y un perro – viajan incansablemente a través de la Península mientras ella va surcando el océano. El mundo está cambiando y ellos saben que deben buscar en sí mismos las personas nuevas en que se convertirán (sin olvidar al perro que no es un perro como los otros). Eso les basta. Se acordó entonces el aprendiz que en tiempos de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de libros y que si en «La balsa de piedra» hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría mal que revisara ahora el pasado inventando una novela que se llamaría «História do Cerco de Lisboa», en la que un revisor trabajando un libro del mismo título, aunque de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez es menos capaz de sorprender, decidió poner en lugar de un «sí» un «no», subvirtiendo la autoridad de las «verdades históricas».

Raimundo Silva, así se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar, que sólo se distingue de la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado visible y su lado invisible y que no sabremos nada de ellas, mientras no les hayamos dado la vuelta completa. De eso precisamente trata una conversación que tiene con el historiador. Así: «Le recuerdo que los revisores ya vieron mucho de literatura y vida, Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito mío apuntar otras contradicciones, profesor, en mi opinión todo cuanto no sea vida es literatura.

La historia también. La historia sobre todo, sin querer ofender. Y la pintura, y la música. La música va resistiéndose desde que nació, unas veces va y otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero regresa siempre a la obediencia. Y la pintura, mire, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles. Espero que no se haya olvidado de que la humanidad comenzó pintando mucho antes de saber escribir. Conoce el refrán, si no tienes perro caza con el gato, o dicho de otramanera, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños. Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber nacido, sí señor, como el hombre, con otras palabras, antes de serlo ya lo era.

Me parece que usted equivocó la vocación, debería ser historiador. Me falta preparación profesor, qué puede un simple hombre hacer sin preparación, mucha suerte he tenido viniendo al mundo con la genética organizada, pero, por decirlo así, en estado bruto, y después sin más pulimento que las primeras letras que se quedaron como únicas. Podía presentarse como autodidacta producto de su digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antiguamente la sociedad estaba orgullosa de sus autodidactas.

Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los autodidactas son vistos con malos ojos, sólo los que escriben versos o historias para distraer están autorizados a ser autodidactas, pero yo para la creación literaria no tengo habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un humorista, cultiva la ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo ella tan grave y profunda ciencia. Soy irónico sólo en la vida real. Ya me parecía a mí que la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más. Pero la historia fue vida real en el tiempo en que todavía no se le podía llamar historia. Entonces usted cree, profesor, que la historia es la vida real. Lo creo, sí.

Que la historia fue vida real, quiero decir. No tengo la menor duda. Qué sería de nosotros si el deleatur que todo lo borra no existiese, suspiró el revisor». Escusado será añadir que el aprendiz aprendió con Raimundo Silva la lección de la duda. Ya era hora.

Fue probablemente este aprendizaje de la duda el que le llevó, dos años más tarde, a escribir «El Evangelio según Jesucristo». Es cierto, y él lo ha dicho, que las palabras del título le surgieron por efecto de una ilusión óptica, pero es legítimo que nos interroguemos si no habría sido el sereno ejemplo del revisor el que, en ese tiempo, le anduvo preparando el terreno de donde habría de brotar la nueva novela. Esta vez no se trataba de mirar por detrás de las páginas del «Nuevo Testamento» a la búsqueda de contradicciones, sino de iluminar con una luz rasante la superficie de esas páginas, como se hace con una pintura para resaltarle los relieves, las señales de paso, la oscuridad de las depresiones.

Fue así como el aprendiz, ahora rodeado de personajes evangélicos, leyó, como si fuese la primera vez, la descripción de la matanza de los Inocentes y, habiendo leído, no comprendió. No comprendió que pudiese haber mártires de una religión que aún tendría que esperar treinta años para que su fundador pronunciase la primera palabra de ella, no comprendió que no hubiese salvado la vida de los niños de Belén precisamente la única persona que lo podría haber hecho, no comprendió la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de responsabilidad, de remordimiento, de culpa o siquiera de curiosidad, después de volver de Egipto con su familia.

Ni se podrá argumentar en defensa de la causa que fue necesario que los niños de Belén murieran para que pudiese salvarse la vida de Jesús: El simple sentido común, que a todas las cosas, tanto a las humanas como a las divinas, debería presidir, está ahí para recordarnos que Dios no enviaría a su hijo a la Tierra con el encargo de redimir los pecados de la humanidad, para que muriera a los dos años de edad degollado por un soldado de Herodes. En ese Evangelio escrito por el aprendiz con el respeto que merecen los grandes dramas, José será consciente de su culpa, aceptará el remordimiento en castigo de la falta que cometió y se dejará conducir a la muerte casi sin resistencia, como si eso le faltase todavía para liquidar sus cuenta con el mundo.

«El Evangelio» del aprendiz no es, por tanto, una leyenda edificante más de bienaventurados y de dioses, sino la historia de unos cuantos seres humanos sujetos a un poder contra el cual luchan, pero al que no pueden vencer. Jesús, que heredará las sandalias con las que su padre había pisado el polvo de los caminos de la tierra, también heredará de él el sentimiento trágico de la responsabilidad y de ella la culpa que nunca lo abandonará, incluso cuando levante la voz desde lo alto de la cruz: «Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo», refiriéndose al Dios que lo llevó hasta allí, aunque quien sabe si recordando todavía, en es última agonía, a su padre auténtico, aquel que en la carne y en la sangre, humanamente, lo engendró.

Como se ve, el aprendiz ya había hecho un largo viaje cuando en el herético evangelio escribió las últimas palabras del diálogo en el templo entre Jesús y el escriba: «La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al padre, dijo el escriba, Ese lobo de que hablas ya se ha comido a mi padre, dijo Jesús, Entonces sólo falta que devore a ti, Y tú, en tu vida, fuiste comido, o devorado, No sólo comido y devorado, también vomitado, respondió el escriba».

Si el emperador Carlomagno no hubiese establecido en el norte de Alemania un monasterio, si ese monasterio no hubiese dado origen a la ciudad de Münster, si Münster no hubiese querido celebrar los 1.200 años de su fundación con una ópera sobre la pavorosa guerra que enfrentó en el siglo XVI a protestantes anabaptistas y católicos, el aprendiz no habría escrito la pieza de teatro que tituló «In Nomine Dei». Una vez más, sin otro auxilio que la pequeña luz de su razón, el aprendiz tuvo que penetrar en el oscuro laberinto de las creencias religiosas, ésas que con tanta facilidad llevan a los seres humanos a matar y a dejarse matar.

Y lo que vio fue nuevamente la máscara horrenda de la intolerancia, una intolerancia que en Münster alcanzó el paroxismo demencial, una intolerancia que insultaba la propia causa que ambas partes proclamaban defender. Porque no se trataba de una guerra en nombre de dos dioses enemigos sino de una guerra en nombre de un mismo dios. Ciegos por sus propias creencias, los anabaptistas y los católicos de Münster no fueron capaces de comprender la más clara de todas las evidencias: en el día del Juicio Final, cuando unos y otros se presenten a recibir el premio o el castigo que merecieron sus acciones en la tierra, Dios, si en sus decisiones se rige por algo parecido a la lógica humana, tendrá que recibir en el paraíso tanto a unos como a otros, por la simple razón de que unos y otros en El creían.

La terrible carnicería de Münster enseñó al aprendiz que al contrario de lo que prometieron las religiones nunca sirvieron para aproximar a los hombres y que la más absurda de todas las guerras es una guerra religiosa, teniendo en consideración que Dios no puede, aunque lo quisiese, declararse la guerra a sí mismo. Ciegos.El aprendiz pensó «Estamos ciegos», y se sentó a escribir el «Ensayo sobre la ceguera» para recordar a quien lo leyera que usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante.

Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados por la ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las historias: Una persona que busca a otra persona sólo porque ha comprendido que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El libro se llama «Todos los nombres». No escritos, todos nuestros nombres están allí. Los nombres de los vivos y los nombres de los muertos.

Termino. La voz que leyó estas páginas quiso ser el eco de las voces conjuntas de mis personajes. No tengo, pensándolo bien, más voz que la voz que ellos tuvieron. Perdonadme si os pareció poco esto que para mí es todo.

Tomado de: El Viejo Topo

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Masacre que no se filtra, no existe

Alepo, Siria. Foto: Natalia Sancha (España)

Por Jorge Majfud

“Si las guerras pueden comenzar con mentiras, la paz bien puede comenzar con la verdad”. Julian Assange.

El 8 de marzo de 2019, los analistas de un comando militar estadounidense localizado en la millonaria península de Catar, se encontraban observando una calle de un pueblo pobre en Siria a través de imágenes de alta definición captadas por un dron inteligente. En la conversación que quedó grabada, los analistas reconocieron que la multitud estaba compuesta mayormente por niños y mujeres. A un costado, un hombre portaba un arma, pero todo parecía desarrollarse de forma tranquila. Hasta que una bomba de 220 kilogramos fue arrojada desde un poderoso F-15E, justo sobre la multitud. Doce minutos más tarde, cuando los sobrevivientes de la primera bomba comenzaban a correr o a arrastrarse, el mismo avión arrojó dos bombas más, esta vez de una tonelada de explosivos cada una y a un costo de un millón de dólares por explosión.

A 1870 kilómetros, en el Centro de Operaciones Aéreas Combinadas del ejército estadounidense en la base de Al Udeid en Catar, los oficiales observaron la masacre en vivo. Alguien en la sala preguntó, sorprendido, de dónde había partido la orden.

Al día siguiente, los observadores civiles que llegaron al área encontraron casi un centenar de cuerpos destrozados de niños y mujeres. La organización de derechos humanos Raqqa Is Being Slaughtered publicó algunas fotos de los cuerpos, pero las imágenes satelitales sólo mostraron que donde cuatro días atrás había un barrio modesto sobre el río Eufrates y en un área bajo el control de la “coalición democrática”, ahora no quedaba nada. La Oficina de Investigaciones Especiales de la Fuerza Aérea de estados Unidos se negó a explicar el misterio.

Luego se supo que la orden del bombardeo había procedido de un grupo especial llamado “Task Force 9”, el cual solía operar en Siria sin esperar confirmaciones del comando. El abogado de la Fuerza Aérea, teniente coronel Dean W. Korsak, informó que muy probablemente se había tratado de un “crimen de guerra”. Al no encontrar eco entre sus colegas, el coronel Korsak filtró la información secreta y las medidas de encubrimiento de los hechos a un comité del Senado estadounidense, reconociendo que, al hacerlo, se estaba “poniendo en un serio riesgo de represalia militar”. Según Korsak, sus superiores se negaron a cualquier investigación. “La investigación sobre los bombardeos había muerto antes de iniciarse”, escribió. “Mi supervisor se negó a discutir el asunto conmigo”.

Cuando el New York Times realizó una investigación sobre los hechos y la envió al comando de la Fuerza Aérea, éste confirmó los hechos pero se justificó afirmando que habían sido ataques necesarios. El gobierno del presidente Trump se refirió a la guerra aérea contra el Estado Islámico en Siria como la campaña de bombardeo más precisa y humana de la historia.

El 13 de noviembre el New York Times publicó su extensa investigación sobre el bombardeo de Baghuz. De la misma forma que esta masacre no fue reportada ni alcanzó la indignación de la gran prensa mundial, así también será olvidada como fueron olvidadas otras masacres de las fuerzas de la libertad y la civilización en países lejanos.

El mismo diario recordó que el ejército admitió la matanza de diez civiles inocentes (siete de ellos niños) el 10 de agosto en Kabul, Afganistán, pero este tipo de reconocimiento público es algo inusual. Más a menudo, las muertes de civiles no se cuentan incluso en informes clasificados. Casi mil ataques alcanzaron objetivos en Siria e Irak solo en 2019, utilizando 4.729 bombas. Sin embargo, el recuento oficial de civiles muertos por parte del ejército durante todo el año es de solo 22. En cinco años, se reportaron 35.000 ataques pero, por ejemplo, los bombardeos del 18 de marzo que costaron la vida a casi un centenar de inocentes no aparecen por ninguna parte.

En estos ataques, varias ciudades sirias, incluida la capital regional, Raqqa, quedaron reducidas escombros. Las organizaciones de derechos humanos informaron que la coalición causó miles de muertes de civiles durante la guerra, pero en los informes oficiales y en la prensa influyente del mundo no se encuentran, salvo excepciones como el de este informe del NYT. Mucho menos en los informes militares que evalúan e investigan sus propias acciones.

Según el NYT del 13 de noviembre, la CIA informó que las acciones se realizaban con pleno conocimiento de que los bombardeos podrían matar personas, descubrimiento que podría hacerlos merecedores del próximo Premio Nobel de Física.

En Baghuz se libró una de las últimas batallas contra el dominio territorial de ISIS, otro grupo surgido del caos promovido por Washington en Medio Oriente, en este caso, a partir de la invasión a Irak lanzada en 2003 por la santísima trinidad Bush-Blair-Aznar y en base a las ya célebres mentiras que luego vendieron como errores de inteligencia. Guerra que dejó más de un millón de muertos como si nada.

Desde entonces, cada vez que se sabe de alguna matanza de las fuerzas civilizadoras, es por alguna filtración. Basta con recordar otra investigación, la del USA Today que hace dos años reveló los hechos acontecidos en Afganistán el 22 de agosto de 2008. Luego del bombardeo de Azizabad, los oficiales del ejército estadounidense (incluido Oliver North, convicto y perdonado por mentirle al Congreso en el escándalo Irán-Contras) informaron que todo había salido a la perfección, que la aldea los había recibido con aplausos, que se había matado a un líder talibán y que los daños colaterales habían sido mínimos. No se informó que habían los habían recibido a pedradas, que habían muerto decenas de personas, entre ellos 60 niños. Un detalle.

Mientras tanto, Julian Assange continúa secuestrado por cometer el delito de informar sobre crímenes de guerra semejantes. Mientras tanto los semidioses continúan decidiendo desde el cielo quiénes viven y quiénes mueren, ya sea desde drones inteligentes o por su policía ideológica, la CIA. Este mismo mes, la respetable cadena de radio estatal de Estados Unidos, NPR (no puedo decir lo mismo de la mafia de las grandes cadenas privadas), ha reportado que hace un año la CIA debatió entre matar o secuestrar a Julian Assange.

La conveniente, cobarde y recurrente justificación de que estos ataques se tratan de actos de “defensa propia” es una broma de muy mal gusto. No existe ningún acto de defensa propia cuando un país está ocupando otro país y bombardeando inocentes que luego son etiquetados como “efectos colaterales”.

Está de más decir que ninguna investigación culminará nunca con una condena efectiva a los responsables de semejantes atrocidades que nunca conmueve a las almas religiosas. Si así ocurriese, sólo sería cuestión de esperar un perdón presidencial, como cada mes de noviembre, para Acción de Gracias, el presidente estadounidense perdona a un pavo blanco, justo en medio de una masacre de millones de pavos negros.

Nadie sabe y seguramente nadie sabrá nunca los nombres de los responsables de esta masacre. Lo que sí sabemos es que en unos años volverán a su país y lucirán orgullosas medallas en el pecho que sólo ellos saben qué significa. Sabemos, también, que al verlas muchos patriotas les agradecerán “por luchar por nuestra libertad” y les darán las gracias “por su sacrificio protegiendo este país”. Muchos de estos agradecidos patriotas son los mismos que flamean la bandera de la Confederación en sus 4×4, el único grupo que estuvo a punto de destruir la existencia de este país en el siglo XIX para mantener “la sagrada institución de la esclavitud”.

Tradición que nunca murió. Sólo cambió de forma.

Tomado de: América Latina en movimiento

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A 100 años de “El pibe”, el lado oscuro de Charlie Chaplin

Por Geoffrey Macnab

Era un hombre pequeño con pies enormes y un mostacho breve… o al menos así era la manera en la que aparecía en la pantalla. Cien años atrás, tras haber hecho otras sesenta películas o más, Charlie Chaplin dirigió su primer largometraje, El pibe. Para entonces él ya estaba entre las más reconocibles y amadas figuras en todo el mundo. “Soy conocido en partes del mundo por gente que nunca oyó hablar de Jesucristo”, acostumbraba ufanarse.

Ahora, Chaplin está volviendo a aparecer bajo los focos. Una nueva película documental, The Real Charlie Chaplin (“El Charlie Chaplin real”), dirigida por Peter Middleton y James Spinney, fue presentada en el Festival de Cine de Londres. Pero el trabajo de Chaplin también está siendo revivido en cines del mundo. Títulos clásicos como El pibe, Tiempos modernos (1936), La fiebre del oro (1925) y El gran dictador (1940) han sido remasterizados en 4K por las distribuidoras Pieces of Magic y MK2, y serán relanzados en breve.

Es una oportunidad para que las nuevas generaciones lo descubran. Con la ventaja de ver las cosas desde el presente, de todos modos, hay algunos aspectos difíciles sobre el comediante del sombrero bombín. Su vida privada tuvo aspectos oscuros. En particular, sus relaciones con las mujeres son perturbadoras, especialmente cuando se las contempla a través del prisma del #MeToo. El actor estaba especialmente obsesionado con las chicas muy jóvenes.

Lillita MacMurray, quien fue conocida durante la mayor parte de su vida como Lita Grey, fue una de esas víctimas. Ella interpretó al “ángel coqueto” que impacta a Chaplin en El pibe, un momento complicado en una de las mejores y más duraderas películas de Chaplin. En ese momento tenía 12 años.

En una extraña secuencia al final de la película, el vagabundo de Chaplin, desplomado en un umbral, cae dormido y entra a la “Tierra de sueños”. De pronto, las familiares callejuelas aparecen festoneadas de flores y atestadas de ángeles. Incluso a los duros policías y los perros callejeros les brotan alas. El vagabundo parece estar en el paraíso, pero de pronto “se arrastra el pecado”. Es abordado por una joven ninfa de aspecto inocente (Lita Grey) que trata de “conquistarlo”. Él no puede evitar perseguirla y se mete en una pelea con su novio.

El comediante se obsesionó con la joven actriz. Para entonces acababa de atravesar un embrollado y amargo divorcio de su primera esposa, Mildred Harris, que tenía 16 años cuando se casaron en 1918. Tuvieron un hijo en julio de 1919, que murió tres días después del nacimiento. En el proceso de divorcio, Harris acusó a Chaplin de crueldad psicológica.

Más tarde Chaplin se casó con Grey, en 1924, y ella hizo acusaciones similares sobre el actor cuando se separaron, tres años después. A mediados de los sesenta, Grey escribió una autobiografía sensacionalista, My Life with Chaplin; an intimate memoir (“Mi vida con Chaplin, una memoria íntima”). Como la tapa del libro se encargaba de anunciar, era “¡la historia que Charlie no contó!”. Y “el impactante relato de un matrimonio que se convirtió en uno de los más infames escándalos de todos los tiempos”.

El libro describe cómo Chaplin se fue obsesionando con Grey en el set de El Pibe. “Sos una niña extremadamente bella, querida”, recuerda que le dijo. Chaplin le dijo que ella le recordaba a “la chica en la pintura La edad de la inocencia” y que encargó un retrato de la actriz. “Te estuve mirando, querida, cuando vos no estabas mirando. He estado más y más atraído por esos ojos fascinantes tuyos… te hacen ver muy misteriosa”. Su madre estaba preocupada por esa conducta, pero Chaplin le aseguró que él “no tenía el hábito de seducir a niñas de 12 años”.

Tres años después, sin embargo, cuando ella tenía 15, él sí sedujo a Grey. Ella hizo una audición para La fiebre del oro y consiguió el rol protagónico. Tal como puntualiza David Robinson en su biografía de Chaplin, “todos los reportes de los periódicos dijeron que Lita tenía 19 años”. Pero de hecho ella aún era menor. Eso no detuvo a Chaplin para empezar un romance con ella. Y Lita quedó embarazada.

Chaplin quería que ella se hiciera un aborto. Le ofreció dinero para que se casara con alguien más. Al final, extremadamente reluctante, el comediante hizo de Grey su segunda esposa.

El relato de Grey sobre su matrimonio de corta vida fue escrito años después del evento. Fue diseñado para vender muchas copias y causarle a Chaplin el máximo bochorno posible. De cualquier manera, el trato de Chaplin hacia ella emerge monstruoso y explotativo, y fácilmente lo podría haber llevado a prisión. En ese momento en California, “que un hombre tenga relaciones con una mujer menor de edad constituye, de hecho, un acto de violación, lo que supone penalidades de hasta 30 años en la cárcel”, escribe Robinson en su biografía del actor y director.

The Real Charlie Chaplin, el nuevo documental, cubre la relación del artista con Grey en un nivel de detalle de enorme y dolorosa franqueza. Los realizadores encontraron entrevistas hechas por ella para televisión en las que trabaja duro para dar su versión de la historia. El público, de todos modos, estaba aparentemente mucho más interesado en los detalles financieros del subsecuente divorcio con Chaplin que en su sufrimiento. Al separarse, ella recibió un pago por entonces record.

Los medios retrataron a Grey como una adolescente manipuladora y maquinadora cuando, de hecho, ella era una víctima de un hombre mayor con actitudes predatorias. Es un episodio triste y miserable en la carrera de Chaplin, pero su popularidad no se vio entonces afectada. Solo veinte años después, cuando tuvo un romance en 1941 con otra actriz más  joven que él, Joan Barry (que tenía 22), Chaplin, que entonces tenía 52 años, cayó finalmente en desgracia. Pero fue más por las sospechas del FBI sobre sus simpatías comunistas que por su duro tratamiento de las mujeres jóvenes en su vida.

A pesar de su título, The Real Charlie Chaplin no consigue acercar más al público a la esencia de su personaje que las biografías y películas que se hicieron previamente sobre él. Ese londinense de clase trabajadora sigue siendo una figura intensamente privada y paradójica. Los directores lo describen como “un nadie que pertenece a todos”. Exploran los extraños paralelismos entre Chaplin y Hitler (“Ambos eran performers que imantaban al público”), nacidos con días de diferencia, que tenían un gusto similar en bigotes y que terminaron enfrentados uno a otro.

Los nazis odiaron a Chaplin, prohibieron sus películas y lo etiquetaron como “un desagradable judío acróbata”. Chaplin respondió ridiculizando a Hitler en su película más valiente, El gran dictador (1940), en la que interpretó los papeles del líder fascista Adenoid Hynkel y un barbero judío del ghetto.

En sus películas mudas, en su personaje del vagabundo, Chaplin fue accesible para todas las culturas del mundo. Era una figura subversiva que provocaba amor, el hombrecito que se volvía héroe. Sus películas son tiernas, ingeniosas y muy graciosas. Se paró ante la autoridad en la pantalla, pero podía ser un autoritario fuera de ella. Se volvió inmensamente rico interpretando a tipos que no tenían un centavo. Sus comedias arengaban contra la crueldad de las figuras del establishment -policías, jefes, jueces- y sin embargo él era un jefe riguroso que a veces trataba a sus colaboradores con cierta brutalidad.

El documental hace una crónica de los muchos, muchos meses que pasó tratando de filmar una única y fundamental secuencia de su película de 1931 Luces de la ciudad, que involucraba a una florista ciega que confundía al vagabundo con un millonario. Llevó a sus colaboradores hasta la confusión por su obsesivo perfeccionismo.

¿Qué significa Chaplin hoy para las audiencias? El estatus del comediante ha ido cambiando sutilmente a lo largo de los últimos 20 ó 30 años. Fue una vez la estrella más popular del cine en el mundo, pero de a poco se fue convirtiendo en símbolo de la alta cultura. Cuando sus películas son revividas, tienden a ser exhibidas en salas de concierto con el acompañamiento de grandes orquestas, o en festivales internacionales como Cannes y Berlín. Son distribuidas por empresas de cine-arte, antes que por los grandes estudios del mainstream. Los críticos de cine y otros realizadores lo reverencias, pero Chaplin se ha ido alejando gradualmente del público general. Su trabajo ya no se encuentra fácilmente en la televisión como para que los chicos lo descubran.

La mezcla que consiguió el comediante de carcajadas y un profundo pathos ciertamente no atrajo a los espectadores británicos durante el thatcherismo de los ochenta y noventa. “No conozco ningún pueblo más cínico en el mundo que el británico, y si sos cínico no te puede gustar Charlie. Si sos cínico, entonces él no tiene esperanza, es solo insoportablemente sentimental”, comentó el crítico de cine David Robinson acerca de cómo el trabajo de Chaplin quedó pasado de moda.

Ese cinismo se ha aliviado. Los miembros de una generación más joven e idealista, preocupados por la injusticia ambiental y política, pueden estar más abiertos al trabajo de Chaplin de lo que sus hastiados padres estaban veinte o treinta años atrás. En una era de guerras, migraciones en masa forzadas, inequidad y pobreza, sus películas deberían tener una nueva actualidad. De todos modos, el pibe de Lambeth también puede enfrentarse a una nueva, póstuma estimación debido al tratamiento que les dio a esas mujeres jóvenes. Es difícil llegar a cualquier conclusión que no sea que abusó y explotó a Grey. Si las estrellas de cine son atrapadas comportándose de la misma manera hoy, sus carreras implotarían de inmediato. Serían canceladas sin remedio.

Chaplin también fue una víctima, alguien que tuvo una traumática infancia de extrema pobreza. Fue separado de su madre mentalmente inestable en la misma manera brutal que sufría el chico que interpretaba Jackie Coogan en El pibe. Pidió limosna en las calles. Años después, aun cuando había acumulado una extensa fortuna, seguía aterrado por la posibilidad de perderlo todo. Era una figura insegura y temperamental, con una problemática vida privada.

Pero al mirar sus películas todo eso queda rápidamente en un segundo plano. Su genialidad permanece. Nadie más en la historia del cine ha tenido esa capacidad para conjugar a la vez las risas y las lágrimas. Muestra tal humanidad y humor en pantalla que parece más misterioso aún que pudiera comportarse de manera tan abominable fuera de ella.

Tomado de: Página/12

Tráiler del filme El Chaplin real (Estados Unidos, 2021) de Peter Middleton y James Spinney

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Sobre Robert Bresson

Robert Bresson fue un cineasta francés, autor de una serie de películas en las que desarrolló un discurso en busca de un absoluto ascetismo, de un despojamiento que aspira a captar aquello que escapa a la mirada ordinaria (1901-1999)

Por Jean-Claude Rousseau

Hace falta estar muerto para ver las cosas desnudas.

Simone Weil

En la esquina de un cuarto vacío, acuclillada, Marie llora entre sus manos. Está desnuda. Los chicos la han dejado en la casa abandonada, llevándose su ropa. La advertimos de espaldas, por una ventana, inmóvil, como un modelo bajo la mirada del pintor. «Marie, Marie…», en vano llaman, buscándola, el padre y el primo enamorado. Marie ya no es Marie. Se dice que, para la pose, el artista reemplazó al modelo. Ese desnudo que vemos, ya no es ella. Esto no requiere verificación porque, en su desnudez, el personaje siempre se ausenta. Una joven se mantuvo ahí, el rostro oculto, vuelta contra la pared, para presentar la belleza de un cuerpo. Son los chicos quienes desnudaron a Marie, pero es el artista quien desvistió al modelo.

Por primera vez, en Au hasard, Balthazar, Robert Bresson descubre el cuerpo de un modelo. No es por la historia por lo que está desnudo. En el lugar mismo de la elipse, esta imagen hace silencio en el film. Sigue el vuelo de la ropa, esparcida sobre el prado por los chicos que huyen corriendo. Nosotros ya sabemos, y no sabríamos menos al ver, en seguida, a Marie regresar a casa, cubierta con chaqueta de hombre, sentada entre el padre y el primo sobre la carreta tirada por el asno. Verla desnuda no añade nada a la historia. Esta imagen no cuenta en el relato. No viene como complemento. Hace aparición. Es la imagen misma de la belleza que falta. Apareciendo, crea un vacío. Aquí el desnudo es la figura de la elipse.

La desnudez no se muestra. Aparece. Como la belleza, no es vista sin establecer la presencia. Interrumpe la representación y hace olvidar el motivo. Para las películas que se dedican a mostrar, el desnudo es la tentación fatal. Imposible y tan fácil, invalida las circunstancias. El personaje ya no está en situación y su cuerpo deviene el lugar del film. El actor deviene modelo. Ya no se trata de actuación. El desnudo, sin apariencia, no puede creerse. No se interpreta. En su verdad, siempre es inverosímil. No es visto en la superficie de signos donde se forma la ficción. Provoca una visión distinta de la del cine. El espectador se perturba y el actor es abusado. Ya no se sigue la historia, creer en ella no ha lugar. Frente a un cuerpo desnudo, no se puede creer sino en la belleza. Aquella que se ve de lejos, por muy cerca que se esté, que es siempre una visión profunda. En el cine que rechaza esta profundidad, el desnudo, irrepresentable, está forzado. No se pone en escena sin violencia. Mostrado así, la vista se obstruye como frente a toda obscenidad. «En NU, tout ce qui n’est pas beau est obscène»1, anota Bresson.

Si esto es un enigma, resolverlo puede bastar para revelar el arte singular del cinematógrafo, porque el desnudo es su materia misma. Es en la desnudez de las cosas y de los seres donde se hace la película. Ninguna apariencia los oculta. El modelo es «tout face»2. Por encantamiento, está presente tal como en sí mismo. Si ofrece su verdadera naturaleza, es que no arriesga nada. Responde a un deseo que no es el de captarlo ni el de comprender. La atención sólo está deseosa de contemplar su misterio. De ver así al modelo, su cuerpo desnudo no altera la mirada. El desnudo no tiene el efecto deformador de una audacia. Parece sin distorsión. Allí donde esté, concuerda. Está siempre en su lugar. Forma sin actuación, es la forma misma del deseo que recorre el film. El desnudo es su continua espera. El desvestir es su gesto.

Las niñas se columpian y, cabeza abajo, falda vuelta, descubren sus bragas blancas. Mouchette las acecha al salir de la escuela. Un poco más tarde, le sorprenderá la tormenta. Mojada de la cabeza a los pies, sentada en el bosque bajo un árbol, abandona su galocha empapada y baja su media de lana gruesa, haciéndola deslizar sobre la pierna. Es de noche. La lluvia arrecia. Ya, en esta oscuridad, la niña se ahoga. Sin embargo, la blancura de la piel aún ilumina. De esta pequeña sucia, torpe y mal vestida, de quien se ríen porque desafina, la pierna descubierta nos dice su canción. Es justa y armoniosa, llena de candor y de sensualidad. Secretamente se escucha el desnudo. Una pierna descubierta descubre el alma.

«L’important est comment tu approches de tes modèles et l’inconnu et le vierge que tu réussis à tirer d’eux» 3. El marido no comprende. Va y viene frente al cuerpo inerte de su mujer. Está tendida sobre la cama, y sus dos pies desnudos, que exceden un poco las barras metálicas, parecen puestos a cada lado de una cruz. Ella está ausente para siempre, y él aniquilado frente al misterio de esta separación. Todo sería simple si ella hubiera secundado los cálculos de usurero que él hacía para asentar su felicidad: «Diga que sí, y me encargaré de su felicidad,… ¡diga, diga!» En la noche de su boda, la mujer dulce, volviendo del baño, se detiene frente a las imágenes ruidosas de la televisión. Parte de la toalla blanca que tiene alrededor suyo se le escapa y la descubre desnuda, como expuesta al furor del mundo. El cuerpo desvestido es el lugar de la resonancia. Es la desnudez la que hace oír al mundo. Es la condición de su plenitud. Es también el abandono que precisa la ebriedad de los sentidos.

Una noche de verano, Marthe está sola en su cuarto. Se quita el camisón y, con un movimiento del brazo, ritmado como una figura de baile, lo lanza sobre la cama. Marthe mira su cuerpo, de pie frente al cristal. La lámpara de cabecera la ilumina. Se mueve lentamente al ritmo de una música sudamericana que escucha en el transistor. El deseo la anima. Lo descubre a flor de sí, en gestos fragmentados que concuerdan con la música. El desnudo reflejado es voluptuoso. Hace un eco al placer. Antes de que el otro aparezca, la joven, que se mira en el cristal, está prendada de sí misma. Un ruido. Un rayo de luz bajo la puerta. La desnudez se oculta, escucha. Marthe ha apagado el transistor y sujeta contra sí su camisón blanco. Se inclina para oír. Está tan cerca, aquel que viene a responder a su deseo y que ella jamás ha visto. Los pasos se alejan. Ligera, vuelve al lecho y, pronto acostada, se abandona a la oscuridad.

Más adelante, en Quatre nuits d’un rêveur, Marthe entra en el cuarto que su madre alquila al estudiante, el día en el que se prepara para partir. Está frente a él por primera vez. Quiere seguirle allá adonde vaya. El chico ha cerrado la puerta. Desanuda la blusa de la joven y, por su gesto, que tiene la gracia del desnudar, en un solo movimiento, el ser se descubre con el cuerpo. La lencería cae sobre la cama, junto a los enseres que harán su equipaje. Están desnudos, de pie uno contra otro. Sin moverse, apenas enlazados, los cuerpos se reconocen, familiares ya de su deseo. «Marthe… Marthe…», llama la madre cuyos pasos oímos por el apartamento. «¡Marthe!… cariño.»

La desnudez es la cualidad de un alma abandonada al gozo de ser. Para una mujer dulce el mundo es deleitable el tiempo de una tarde, donde el sabor de los pasteles se mezcla con la escucha de una música escogida, mientras hojea un libro de arte. Si la música es más grave al acabar el plano con la reproducción de una mujer con los senos desnudos, es que la felicidad está condenada. «He derramado agua fría sobre esta ebriedad.» El marido recuerda. Él la acompañaba en los museos sin comprender su gusto por los cuadros de desnudos. «Las Psyché desnudas que ella admiraba en el Louvre me hacían considerar a la mujer más bien como instrumento de placer». No comprende que ella vea en su plenitud un reflejo de su esperanza. El cuadro en su cuarto, puesto contra la pared, recibe a la mañana un rayo de sol que progresa hasta la punta de un seno. El desnudo desposa el universo, y esta unión es la única posible.

Une femme douce revela entonces la aspiración misma del cinematógrafo, pues las imágenes entre ellas, como las imágenes y los sonidos, no se unen de otra manera. No están legitimados por la historia, no se concuerdan en su dependencia. Otra necesidad las enlaza y su alianza es más universal. La armonía aproxima los elementos desnudos e insignificantes, sin motivo particular, y precisamente porque carecen de particularidad. «Nosotros también formamos una pareja, todas sobre el mismo modelo», se queja la mujer a su marido mientras que, subiendo al coche, tira las flores que ha recogido. Él la quería legítima, particular y asible. Ella se volvió un enigma. Como si nada ocurriera, vuelve tarde en la noche, se acuesta sin decir palabra, retira su camisón levantándolo por encima y se tumba contra él. A la mañana, él la ve desnuda en su baño, una pierna puesta sobre el borde de la bañera, y descubre en la sensualidad de su mirada, mezclado a la dulzura, el desafío misterioso de un deseo que le es extranjero.

Si el cuerpo desnudo es el emblema del cinematógrafo, en Lancelot du lac, encarna su búsqueda. «No me desnudes, ¡…mañana!» dirá Ginebra a Lancelot. Antes de que venga la noche donde ella le espere en vano, las sirvientas le hacen el aseo, y el agua, de nuevo, reviste el cuerpo del modelo. La reina está de pie en una cuba baja y circular. Tiene enfrente un espejo donde su rostro se refleja. Las mujeres, vestidas de negro, la lavan utilizando esponjas que aplican con cuidado sobre la piel desnuda. Sus gestos lentos y recogidos parecen cumplir un ritual. El cuerpo es venerado. En su desnudez, es puro y sagrado. Para secarlo, se le envuelve en un gran paño blanco que podría ser un sudario. Es el lugar donde acaba la historia. En eso, es su esperanza. El cuerpo de Ginebra es el verdadero Grial por el cual el motivo se olvida y la historia se detiene.

«Hace falta estar muerto para ver las cosas desnudas». Charles, en Le Diable probablement, lo sabe bien cuando se encierra en el cuarto de baño de la burguesa que le ha llevado, por placer, a su casa. La mujer se inquieta, llama a la puerta. Le vemos desnudo en la bañera, la cabeza bajo el agua, como si quisiera acabar ahí. Sale todo empapado, y tras haberle abierto, manteniéndose junto a ella: «No se puede poner la cabeza en el fondo del agua como sobre una almohada y luego esperar». «¿Esperar qué?», pregunta ella con irritación. «Eso», responde el chico que, con un gesto vivo, retira el albornoz blanco de la joven y la descubre desnuda. ¿Qué otra cosa esperar? Ningún otro Grial para nuestra esperanza. La obra tiende en este sentido. El desnudo es su orientación. Cada película es un ensayo en la continuidad de esta búsqueda, que es la de los cuerpos gloriosos. «Modèles. Capables de se soustraire à leur propre surveillance, capable d’être divinement “soi”»4.

El cuerpo aparece en su gloria y, ahí, es tanto las cosas como los seres. «Un seul mystère des personnes et des objets»5. Igualmente signos de nada, desnudos y sin argumentos, son el icono de sí mismos. Un portaplumas frente a un registro de matrimonios como una mano posada sobre una barandilla: depuradas hasta el alma, están ahí por gracia y no consienten más que la armonía. Entran en composición sin ser puestas en escena. Sin razón ni uso, encuentran lugar ahí donde les apetece. «Donner aux objets l’air d’avoir envie d’être là»6. Si parecen desplazados, es por malicia. Le diable probablement opera los desajustes. Entre las páginas de los libros piadosos, los jóvenes deslizan la imagen de una mujer desnuda. Charles los ve en la iglesia y reconoce a Edwige entre ellos. Se la lleva consigo y toma el montón de fotografías obscenas, que devuelve al organizador de la distribución. «Es innoble lo que usted le hace hacer.» El diablo es director de escena. Distribuye los roles y organiza los desplazamientos. Reconoce las aptitudes y distingue los talentos que alimentan la ilusión. Porque el desnudo es incapaz de sus intrigas, él es su corazón mismo.

Dos niños jóvenes salen de un hangar cuando ven pasar a Mouchette volviendo de la escuela. Uno de ellos la llama: «¡Mouchette!» Ella se detiene, se vuelve. «¡Mira!» dice el otro, que desabrocha su pantalón y lo deja caer a los pies. La obscenidad, en su intención escénica, es lo contrario del erotismo, porque desconoce el misterio de la desnudez. Como todo misterio, este suscita en el ser un secreto al que llamamos pudor. Las películas de Bresson, que son puestas en desnudo, no son impúdicas porque, lejos de ignorar el misterio, lo irradian. En eso, son profundamente eróticas. De la misma manera en que, a menudo, las puertas no cierran, dejando un pasaje por donde respira el espacio, en Pickpocket Jeanne deja desabotonada la parte superior de un vestido, y basta un botón deshecho para que la desnudez se exhale. La advertimos sin jamás alcanzarla. El arte la adivina. Nuestro deseo la indica y un cuerpo enteramente desnudo no alcanza a mostrarla. Está en otro lugar. En el lugar primero del Génesis. De donde partieron el hombre y la mujer, cuando comenzó la historia, después de que se hubieran cubierto con hojas de higuera. «¿Dónde estás?», dice Dios. «He oído tu paso en el jardín», respondió el hombre. «He tenido miedo porque estoy desnudo, y me he escondido».

La historia empieza en el momento en el que la desnudez se esconde. Sólo la imagen la recuerda. En L’Argent, una joven en ropa interior está echada sobre un canapé, hojeando revistas. Está en la sala trasera de un café. El desnudo inesperado acaece cuando el encargado introduce a Yvon en la pieza. Una palmada insolente en la nalga desaloja a la chica, que se lleva sus lecturas a otro lugar. Los dos hombres, ahora solos, hablan del golpe previsto, y el destino de Yvon está ya trazado sobre el plano que se le muestra. Se cumple en una masacre. Durante la noche, el hacha sorprende a los cuerpos dormidos y, de un cuarto al otro, la sangre salpica los tabiques. ¿Que paredes vacías y sin más ecos han dejado tras de sí los caballeros del Grial que perecen en el bosque? Escondidos bajo su armadura sonora, los cuerpos se hunden y se hacinan sin sepultura.

Después de su furor asesino, Yvon está sentado en la mesa de un café. Los gendarmes le detienen y, mientras se lo llevan, el espacio tras ellos queda vacío. Nuestros ojos, como los de los curiosos, no tienen para ver más que una pared desnuda. Pura visión, de una profundidad sin límites, que jamás cansará la mirada. La historia se acaba sin que la película termine. Al final de la errancia, la imagen es perpetua. Espacio vacío y silencioso, pared blanca cuya desnudez no tiene eco, que no refleja nada, si no es al comienzo, cuando, de manera imprevista, por pura gracia, aparecieron en un álbum imágenes de desnudos. Un adolescente lo hojea sin razón. Su amigo lo ha puesto delante suyo mientras que los dos se disponen a hacer circular un billete falso. Mientras que un mecanismo infernal se pone en marcha, sobre cada una de las negras páginas del álbum la imagen aísla un espacio claro y sereno. «Es bello, un cuerpo», dice el chico a su cómplice. Bello como el antiguo jardín.

1 Bresson, Robert. Notes sur le cinématographe. Gallimard, 1975. Pág. 136.

– «En DESNUDO, todo lo que no es bello es obsceno».

2   Bresson, Robert. Ídem. Pág. 39.

– «Todo faz».

3   Bresson, Robert. Ídem, Pág.  70.

– «Lo importante es cómo te acercas a tus modelos, y el desconocido y la virgen que logras sacar de ellos».

4   Bresson, Robert. Ídem, Pág.  77.

– «Modelos. Capaces de sustraerse a su propia vigilancia, capaz de ser divinamente “sí”.»

5   Bresson, Robert. Ídem, Pág.  23.

– «Un solo misterio personas y objetos.»

6   Bresson, Robert. Ídem, Pág.  115.

– «Dar a los objetos el aire de querer estar allí.»

Publicado originalmente en Une encyclopédie du nu au cinéma.

Bergala, A., Déniel, J. y Leboutte P. (eds.) París: Yellow Now, 1993.

Tomado de: Lumière

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Una visita a Pedro Infante el Día de Muertos

Pedro Infante fue un cantante y actor mexicano (1917-1957)

Por Carlos Galiano

El 2 de noviembre es un día muy especial para los mexicanos: es la fecha en que celebra una de sus más ancestrales tradiciones, el Día de Muertos. Esta festividad tiene desde hace pocos años un doble carácter: el más recientemente adquirido masivo popular y el de siempre, el íntimo familiar. El primero volvió a relucir el pasado martes en las calles de Ciudad México, animadas con desfiles, disfraces y negocios que colocan en sus fachadas el cartel “¡Ya abrimos!”, luego del letargo en que nos sumió a todos la pandemia. El segundo vistió de nuevo sus mejores galas con esas verdaderas obras de arte que son los monumentales altares erigidos en los hogares en memoria de los que han partido, con una indescriptible variedad de ofrendas coronadas con la(s) foto(s) del o los fallecidos.

Como nunca antes, este año el Día de Muertos celebró y rindió homenaje a la vida.

Un matiz particular tiene este evento cuando su escenario es el lugar donde reposan los restos del ser querido. Allí llegan sus familiares, se instalan alrededor de la tumba, colocan mesas y sillas, manteles y flores, vajillas y cubiertos, vasijas con cualquier variedad de comida y, por supuesto, la foto en vida del muerto. Comen, beben, escuchan música, acampan, festejan; es una suerte de picnic mortuorio que hace que el camposanto luzca como un centro de recreación y el silencio y la solemnidad del resto del año se quiebre con las risas, cantos y brindis de los dolientes.

Unas tras otras, estas imágenes se sucedían en mi recorrido por las calles interiores del Panteón Jardín, en Ciudad México, mientras buscaba el punto de destino al que me dirigía: el panteón de la familia Infante Cruz, la última morada de varios de sus miembros encabezados por Delfino Infante García y María del Refugio Cruz Aranda de Infante, padres del “ídolo de México” ―le dicen ellos― y de toda América Latina ―le agrego yo― Pedro Infante Cruz.

Aquí no hay fiesta, pero no faltan las flores. No hay lujo ni ostentación, pero sí muchas inscripciones con nombres, fechas y dedicatorias. Situado a unos 200 metros de la entrada del cementerio, el sitio no tiene una señalización especial y no queda otra forma de orientarse que no sea la de preguntar “¿Dónde queda la tumba de Pedro Infante?” a las personas con las que te cruzas en el camino, eso sí, mayores de 60 años. El panteón se mantiene en buen estado, pero a su alrededor el tiempo y la evidente falta de atención han hecho lo suyo. Sobre un pedestal, la escultura de la cabeza del ídolo apunta su mirada a la ciudad que hace más de medio siglo lo encumbró en las más altas cimas de la adoración.

Hace más de medio siglo, Panteón Jardín era el cementerio más lujoso de la capital mexicana, y la extensa área que ocupan sus instalaciones le permitió acoger, en un ya lejano día de abril de 1957, a las más de 300 mil personas que acompañaron el entierro de Pedro Infante luego del trágico accidente de aviación en el que perdió la vida el 15 de ese mes, en Mérida, Yucatán.

México no podía creer que a los 39 años, en pleno apogeo de su carrera artística como cantante y actor, la muerte le arrebatara a todo un ícono de su cultura e identidad, al intérprete de más de 300 canciones y 60 películas que en vertiginoso ascenso se apoderó del alma de toda una nación y un continente. Estaba Gardel, sí, pero en otra dimensión. Pedro Infante era el pueblo, incluso más que su compatriota y colega ―e inevitable rival para los medios en la preferencia del público― Jorge Negrete, ese otro “tipo de cuidado” que curiosamente descansa en un lugar que lleva el mismo nombre de Panteón Jardín, pero en Guadalajara.

Han transcurrido 64 años de aquella conmoción nacional, y somos ahora cuatro o cinco personas las que recordamos esa historia frente a la maciza construcción en la que se haya sepultada. A un lado, un hombre despliega en el piso varios LP de vinilo en cuyas desgastadas carátulas, para tentación de coleccionistas, se pueden leer títulos de canciones interpretadas por Pedro Infante como Fallaste corazón, Gitana tenías que ser, Historia de amor, Deja que salga la luna, Me cansé de rogarle y las infaltables Mañanitas, que entre muchas otras fueron éxitos de su discografía y sus películas.

De pronto la curiosidad sepulcral de los allí presentes se interrumpe con la llegada de una camioneta de la policía, de la cual descienden cuatro agentes del orden ―tres hombres y una mujer― debidamente equipados con sus armas de reglamento e, incluso, uno de ellos con arma larga―. Mientras se acercan, me surgen preguntas:¿Será una dotación destinada a la custodia del panteón una vez cerrado el cementerio?¿Se habrá hecho alguna denuncia de intentos de vandalismo en una tumba cercana?¿Vendrán en busca del vendedor furtivo de los discos que, por cierto, me doy cuenta ahora de que se ha esfumado con su preciosa mercancía?

Nada de eso. Los cuatro policías esperan respetuosamente a que comencemos a retirarnos para ocupar nuestros puestos, sacar sus celulares, dejar su marcialidad a un lado y posar relajadamente junto a la imagen de quien seis años antes de su muerte los enalteció en una de sus más célebres películas, A toda máquina, en una época ―como apunta uno de los estudiosos de la filmografía de Infante― en que era motivo de orgullo para cualquier actor de renombre encarnar a un policía. Tal vez ninguno de ellos haya visto esa película, simplemente hicieron un alto en el servicio y fueron a hacerse su foto en la tumba de un famoso que como policía, obrero, desempleado, mujeriego o boxeador fue siempre su igual.

No sé por qué, pero mientras me retiro noto que alguna sensación de soledad, tristeza, lejanía, me ha dejado esta visita. Será quizá porque me resulta difícil enmarcar en el gris oscuro del sepulcro, en la solemnidad de sus lápidas y en la poca afluencia de personas, la vitalidad desbordante, el carisma y la simpatía seductora, la sonrisa y el don de gente de quien, aun perteneciendo a “nosotros los pobres”, lograba con su fortaleza de espíritu, emprendimiento y humanismo solidario, no importa el récord de lágrimas que implantara el melodrama, conducirnos a la luz al final del túnel.

No sé explicármelo del todo, pero de algo sí estoy seguro: mi próximo reencuentro con Pedro Infante volverá a ser en el único lugar donde se le debe rendir tributo a un artista como él un Día de Muertos o cualquier otro de la vida, fuera de mausoleos y catacumbas, de frases altisonantes y evocaciones celestiales. En la pantalla.

Tomado de: Cubacine

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Algunas esencias de La Habana

Hermosos vitrales de La Habana

Por Ricardo Machado Jardo*

Sincrética y ecléctica, la capital cubana es un mosaico cultural; tan colorida y diversa como sus barrios y sus tradiciones heredadas. Con certeza, significa para cada uno algo diferente, siendo resultado de las experiencias en ella vividas.

Nacer, vivir o conocer La Habana es una experiencia única. La capital de nuestro país llega a su aniversario 502, y no hay mejor manera para homenajearla que recorrer esos espacios excepcionales que en ella, a lo largo de su historia, se han creado.

Si existe un lugar que es sinónimo de La Habana, o al menos se constituye como una de sus imágenes icónicas, ese el Malecón. Y si bien muchas ciudades en Cuba y el mundo tienen avenidas y paseos marítimos, incluso semejantes, el Malecón Habanero es irrepetible y parte del gen capitalino. No obstante, este fue un lugar prohibido y sin uso hasta hace solo un poco más de una centuria.

Aunque hubo proyectos para la construcción de un paseo marítimo, como el del ingeniero Francisco de Albear y Lara, no fue hasta inicios del siglo XX que iniciarían las obras. Desde la entrada del canal de la bahía y hacia el río Almendares se fue edificando, poco a poco, y manteniendo las características del muro y la misma anchura. De igual modo, muy buenos ejemplos de la arquitectura de esos años se construyeron en la zona: entre los inmuebles de diversas tipologías tenemos el edificio de las Cariátides, la casa de la familia Sarrá y el edificio Girón; también casos únicos como el edificio de los sarcófagos y el Castillo de Marina.

Este borde es el espacio público más entrañable de la ciudad. A él lo mismo se va a meditar y a realizar ejercicios, que a enamorarse y reflexionar mirando la inmensidad del mar; igual se va a llorar una pena que a celebrar; es, también, el lugar para que los intrépidos se bañen en el verano y para que cacen olas durante la entrada de los nortes, cuando la naturaleza pide que se le devuelva lo que era suyo.

Otro de los elementos únicos de La Habana son sus calles: más que vías de circulación de vehículos y transeúntes, la calle habanera — y fundamentalmente en las zonas más antiguas de la ciudad — es una extensión de la vivienda, un espacio para múltiples funciones. Desde el juego de niños a la pelota, las cuatro esquinas, las bolas, los escondidos o cogidos, el lugar donde «mecaniquear» un automóvil o poner una mesa para jugar dominó por horas.

En tanto, los quicios de las puertas se convierten en bancos para sentarse, conversar y sociabilizar a cualquier hora del día y la noche. Habaneras y habaneros asumen la ciudad y sus calles como una extensión de su ser; quizás por ello, y por la estrechez de sus aceras —e influenciados por el deterioro de no pocas de ellas—, no es el vehículo el dueño y señor de este espacio, sino el peatón, que disputa de igual a igual la calle.

También, son únicos en la «ciudad maravilla» los portales de las principales avenidas, pensados para que el transeúnte camine sin problemas por estas arterias, protegiéndolo de la lluvia o del sol. Estas estructuras nacieron con las primeras leyes urbanas dictadas en la otrora Villa de San Cristóbal y luego, al crecer el núcleo inicial, se extenderían sumando más de 30 kilómetros a la urbe. Dichos portales corridos y públicos, no solo estarían en zonas compactas sino, de igual modo, en avenidas como Reina, Paseo del Prado, Monte, la Calzada del Cerro, Primelles y la Calzada de Luyanó.

Las columnas tomarán un rol protagónico en los portales, sumando diferentes estilos arquitectónicos: clásicas (dóricas, jónicas, corintias, toscanas y compuestas), Art Nouveau, Art Déco y modernas. Junto a las pilastras adosadas a las fachadas, marcan parte del ritmo citadino (y el juego de luces y sombras que provocan crea una variedad de paisajes urbanos inimaginables), regalando inspiración a poetas, cantores y pintores, ganándole a la urbe otro de sus epítetos: La Ciudad de las Columnas, como la definiera el escritor Alejo Carpentier.

Sin embargo, esta Habana que celebramos hoy no es una sola, son muchas Habanas que van entrecruzando imaginarios y tradiciones hasta conformar una narrativa identitaria plural que nunca logra dejarnos impasibles: en ella confluye la ciudad antigua, esa que conoció la vida murallas adentro, y que nos lega sus plazas irregulares, sus calles estrechas y un trazado ligeramente sinuoso; que se engalana con edificios coloniales — algunos restaurados, y otros esperando salir de su largo letargo — , balcones y guardavecinos de hierro, vitrales de mediopunto, y patios de galerías.

Y parte de esta Habana es también el Vedado, que sentaría bases para futuras urbanizaciones de la ciudad y otras zonas de Cuba: reparto decimonónico, con sus calles rectas de cien metros de largo, sus parterres, jardines y portales. Una urbanización con más de un siglo, pero que sigue siendo un referente de modernidad, y donde coexisten desde casas de madera hasta lo más adelantado de la arquitectura cubana.

Mientras, con calles más anchas —y rectas— y viviendas medianeras eclécticas, Centro Habana sirve de tránsito entre la zona vieja y el Vedado. Otra Habana es la del Cerro, fecunda en casas quintas, así como en industrias y almacenes nacidos por la existencia de la Zanja Real y los sucesivos acueductos.

Miramar, al otro lado del río Almendares y en apariencia similar al Vedado, cierra sus calles a la salida al mar; asentada en la zona de Cubanacán, donde la vegetación tropical marca el paisaje, oculta grandes obras de nuestra arquitectura nacional más genuina.

Del otro lado de la rada habanera está Casablanca, trepada en una colina se aferra a no perder ese vínculo con la vida portuaria. Cercana a ella, Regla con su orgullo, sus casas coloniales, sus industrias y su sincretismo, mirando la entrada de la Bahía. Y Guanabacoa, que fuera otra villa junto a San Cristóbal, ya es parte de la ciudad: con sus iglesias y conventos, su música y el aporte de sus hijos e hijas a la cultura citadina.

Parte del ADN de la urbe es La Habana moderna de la segunda mitad del siglo XX: la de los edificios de viviendas prefabricados que se extienden a lo largo del litoral. En esta ciudad hecha de ciudades, como pocas de América, uno puede salir a caminar y reconocer su historia de más de cinco siglos a través de la evolución urbana y arquitectónica.

Sincrética y ecléctica, la capital cubana es un mosaico cultural; tan colorida y diversa como sus barrios y sus tradiciones heredadas. Con certeza, significa para cada uno algo diferente, siendo resultado de las experiencias en ella vividas. Para mí, el cañonazo de las nueve es el sonido que define a La Habana; y su color es el azul, el mismo del cielo y el mar que la circunda y la adorna.

¿Una imagen? Las de las olas rompiendo en la explanada de La Punta o ante la roca del Morro, pues son la constante lucha entre la naturaleza y la urbe por mantenerse y perdurar en el tiempo.

*El autor es Profesor Asistente en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Tecnológica de La Habana «José Antonio Echeverría» (Cujae) y docente de la carrera Preservación y Gestión del Patrimonio Cultural, en el Colegio Universitario San Gerónimo de La Habana.

Tomado de: Revista Alma Mater

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Cuba en dos planetas

Foto CNN en español

Por José Ramón Cabañas @JoseRCabanas

La internet surgió a finales de la década de los años 60 del siglo XX como un proyecto militar estadounidense, respondiendo a la necesidad de trasladar gran cantidad de información de un punto a otro distante en breve tiempo, en caso de que se produjera un conflicto armado.

Como ha sucedido con otras muchas creaciones de ese origen, al poco tiempo internet pasó a tener un uso comercial público y comenzó a llenarse de información y soluciones prácticas para problemas diversos, a pesar de que desde bien temprano se replicaron en ella las mismas desigualdades del mundo real.

Un pequeño grupo de empresas establecidas en el primer mundo desarrollaron la infraestructura de equipamiento de internet, la interconexión entre las partes, tanto como la programación que sustenta ya una inmensa cantidad de servicios en línea. Poco a poco fueron sumándose empresas e instituciones de diversas regiones, pero ninguna hasta hoy controla gran parte del flujo que transita por ese soporte, responsabilidad que sigue retenida en las pioneras.

Cuba, que había sido capaz de construir computadoras propias desde finales de los años 70 del pasado siglo, solo se asomó a esa ventana de oportunidades que ofrecía internet a mediados de la década de los noventa, debido,  entre otros factores, a las grandes limitaciones técnicas y de recursos impuestas por las restricciones desde Estados Unidos. También existía una buena carga de suspicacia ante una herramienta que no se conocía cómo funcionaba y por los riesgos de seguridad que podía traer consigo.

Sin embargo, Fidel Castro desde 1999 tuvo una visión plena de las potencialidades de internet para un país como Cuba y comentó que “parecía hecha para nosotros” por las posibilidades que brindaba para llegar con nuestro mensaje a muchos destinatarios con pocos recursos. Existía, no obstante, otro importante obstáculo que él también avizoró y para el que ofreció una creativa solución.

La sociedad cubana no debía ser una simple consumidora del ingenio, un visitante, un actor pasivo. Había que crear los recursos humanos para asumir el reto, a pesar de las limitaciones en equipamiento había que instruir a los más jóvenes de forma masiva. Fueron los años del despliegue de los clubes de computación en muchos municipios cubanos y del surgimiento, aunque ya existían varias facultades universitarias dedicadas al tema, de la espectacular Universidad de Ciencias Informáticas (UCI), la cual hoy aloja un parque tecnológico en sus entrañas.

El Ministerio de Comunicaciones en Cuba vio transformarse su nombre a Ministerio de la  Informática y las Comunicaciones, como un indicador de la importancia estratégica que se le daba a la materia. En su organigrama apareció una estructura denominada Informatización de la Sociedad.

A pesar de ello continuaron las limitaciones técnicas, materiales y de financiamiento para avanzar en la forma deseada, pero también en el debate interno entre cubanos siguieron surgiendo dudas respecto a la seguridad nacional y no se observaba con claridad el impacto que tendría, al menos el establecimiento de una red doméstica, para la economía cubana.

Debe recordarse que durante mucho tiempo el acceso de Cuba a la llamada red de redes fue por vía satelital, lo cual imponía serias limitaciones a la magnitud de los flujos de información y creaba ciertas dudas sobre su sostenibilidad.

Es decir, por un largo período para la mayoría de los cubanos internet era algo inaccesible y básicamente un instrumento de trabajo para aquellas instituciones que podían garantizar la conexión a sus funcionarios y trabajadores. Era un mundo paralelo que se podía visitar o no.

Aun así, un grupo de cubanos ingeniosos, emprendedores si se quiere usar el término, fue capaz de crear un proyecto tan único como Infomed, que enlazó a todas las instituciones del sistema nacional de salud y a su personal, con el objetivo de compartir fuentes de información, hacer el conocimiento de la especialidad asequible a todos, llegando a ser el soporte pionero de la cirugía a distancia en Cuba. Por su visión estratégica, todavía hoy Infomed sigue siendo un producto de referencia en el mundo.

Más adelante otro grupo ingenioso trabajó duramente y armó Ecured, lo que algunos llaman la Wikipedia cubana, que en realidad deberíamos consultar y promover mucho más de lo que hacemos hoy.

Mientras esto sucedía, tuvo lugar la gran transformación de la telefonía a nivel técnico con el surgimiento de los celulares y poco después se produjo el matrimonio entre internet y los teléfonos portátiles. Pero Cuba estaba detrás en ambos desarrollos, si bien ya era capaz de dar por sí misma algunos pasos en programación. Se fueron creando empresas para automatizar procesos y digitalizar soluciones puntuales nacionales.

Con más planes en este sector que medios para ejecutarlos, Cuba enfrentó el reto a inicios de la segunda década de este siglo de regularizar los servicios con empresas estadounidenses en telefonía, que rápidamente fueron pasando de voz a datos. Toda la prioridad de Estados Unidos en este campo radicaba en buscar avenidas de influencia en la sociedad cubana, más que proveerla de fortalezas tecnológicas que pudiera utilizar en su economía. La sombra del bloqueo estaba por todas partes. Y aquellos caminos se siguieron construyendo hasta el día de hoy.

En un espacio muy corto de tiempo una apreciable mayoría de cubanos pasó de usar líneas fijas y cabinas telefónicas a tener el mundo (o su representación) en el bolsillo. El soporte de todo ese desarrollo se construyó de manera imperfecta quizás, pero soberana, con un absoluto control técnico, aunque no de contenido.

Este proceso tuvo lugar en un país con altos niveles de educación y con una cultura centenaria de tratar de conocer lo que hace y se produce en el exterior para transformarlo, reproducirlo y adaptarlo a sus necesidades.

De una manera vertiginosa, comenzamos a consumir símbolos, modas y hasta estados de ánimo sin ser capaces de generar y subir nuestros propios contenidos. Al apreciar el desequilibrio algunos expertos del patio de forma bien intencionada hablaron de crear muros de contención, limitar servicios. Para muchos instalarse en internet y, particularmente en las plataformas que multiplican el contacto interpersonal, se concibe solo en términos de dar una batalla, enfrentar a otros, ripostar, entrar y salir.

Sin embargo, en esta coyuntura debemos reflexionar sobre algo que parece obvio, pero que no hemos interiorizado en toda su extensión y, aún más, no hemos convertido en soporte de toda nuestra acción futura: la humanidad vive en dos mundos gemelos, el real y el virtual. Si estás solo en el real vives al 50%.

Y esta simple verdad tiene una implicación enorme, casi de supervivencia, para todas las relaciones de Cuba con el mundo, sean oficiales diplomáticas, científicas, deportivas, culturales, económicas. Quien no garantice su presencia en el mundo virtual literalmente no existe, ni en el plano nacional, y mucho menos en el internacional.

La anterior no es una afirmación que merezca reconocimiento, sino comprensión. En la Cuba de hoy desde el Estado y el gobierno se insiste en la necesidad de que todas nuestras instituciones y el personal que forma parte de ellas tengan una presencia en internet. Pero no se logrará si se aprecia como una tarea o indicación. Sólo llegaremos a ese punto si entendemos que todos y cada uno debemos estar o ser allí, para cumplir las funciones más altas, pero también para hacer nuestro trabajo y hasta para garantizar la manutención de la familia.

Es un paso muy significativo en esa dirección la transformación del Instituto Cubano de Radio y Televisión en Instituto de Información y Comunicación Social. Empieza un largo camino para lograr, entre otros objetivos, que absolutamente toda la prensa cubana tenga presencia en el mundo digital de manera eficiente. Lo que quiere decir que los contenidos que se producen, y hay muchos de muy alta calidad, estén disponibles de inmediato en esos soportes, sean de fácil acceso y eventualmente se traduzcan a otros idiomas.

Lógicamente tendremos mucho más éxito si también comprendemos a escala de toda la sociedad que la comunicación es una ciencia y que los comunicadores y los responsables de esa actividad en cada célula de nuestro país requieren entrenamiento y calificación. Otra clave será percatarnos de que hay una labor política a realizar en el ciberespacio, pero esta no sustituirá nunca, más bien complementa, la que se hace a pie, en el barrio, mirando a los ojos.

Hace mucho tiempo que no existen dos públicos (nacional e internacional) y hace menos que multitud extranjeros y cubanos residentes en el exterior nos leen o nos ven en primera instancia en nuestros propios medios. Se puede hacer un cálculo muy simple: en la misma medida en que seamos capaces de presentarnos de forma atractiva ante el mundo y con los códigos adecuados, que son muchos y diversos según cada segmento de público, menos probabilidades habrá de que las campañas enemigas cumplan su objetivo.

Es casi el mismo reto de la guerrilla mambisa contra el ejército colonial español, pero sí se puede, hay caminos y brechas como entonces, pero sobre todo motivación. Daremos un salto enorme el día en que cada cubano, de cualquier edad, de cualquier extracción social, en cualquier parte de la isla comprenda que ella o él también pueden ayudar en la proyección exterior del país. Y como se supondrá, algunos observadores externos darán más crédito a lo que diga un cubano a la orilla de un río, que lo exprese un funcionario desde su buró.

Y nuevamente un pequeño detalle. Nadie debe esperar que ello suceda por generación espontánea, aún para los que cuentan con los medios técnicos para navegar por internet. Hay que instruir, que es mucho más complicado que un jefe le diga a un subordinado que se abra una cuenta en las redes sociales y empiece a poner contenido.

Entre otras cosas porque un navegante en internet sin preparación va dejando más datos suyos, de su entorno, amigos, círculo laboral y otros temas que la información que recolecta.

Además, cualquier aficionado a Facebook, Twitter, Instagram, Flickr y otros espacios podrá explicar que cada plataforma tiene su secreto, su forma de hacer. Aún más, ya se produce una migración masiva de esos soportes globales a otros más segmentados en los que las personas encuentran identidad ideológica o cultural. De estos últimos como sociedad sabemos menos, pero es un proceso que está en marcha en todas partes, incluida Cuba. Solo si los padres navegan sabrán a donde salieron a jugar virtualmente sus hijos, cuál es el amor remoto que tienen en otro continente, o el libro que leen en un idioma distinto.

El mundo virtual, es un animal en transformación constante y las verdades tecnológicas de hoy no lo serán mañana. Es un mundo al que hay que acudir con chaleco antibalas, sin ingenuidades. Si se va listo a consumir, también se debe acudir con deseos de aportar o vender.

Para los más jóvenes quizás lo más difícil sea comprender que el mundo virtual no debe ser el 70 o el 80% de sus vidas, porque siguen siendo seres sociales y dependen de una relación física con el entorno. Todos debemos desarrollar una capacidad crítica, responsable sobre lo que leemos y lo que ponemos a un lado, lo que consideramos importante y lo que no; razonar contracorriente a las teclas de los retuits y los likes, que no son índices reales de conocimiento, importancia o magnitud. A los de más edad habrá que invitarlos a que dediquen algo más del 10% de su tiempo a la virtualidad.

Ni qué decir de lo que significa potencialmente aún internet para nuestra economía. Quedaron atrás las reuniones para presentar un producto, los brochures y las memorias externas (algunos dirán “y los discos compactos”). Hoy las gestiones para la venta de un tornillo o de un  submarino comienzan con www. Para ser justos hay que decir que las playas de Cuba, el amor de su gente, su dulce música, el sabor del ron y muchas otras cosas no van por ahí, pero también pueden utilizar dichos resortes y lo hacen en muchos casos.

Cuba ha construido ya sus propios paradigmas. Está por calcularse la cantidad de combustible que ha ahorrado al país la aplicación Transfermóvil para los pagos a distancia, además de alegrarles la vida a los cubanos. ¿Qué sucedería si absolutamente todos los procesos de servicios a la población estuvieran automatizados? Pues mejor economía y más alegría.

Hagámonos el propósito de vivir en ambos mundos, sin que alguien lo tenga que orientar o indicar, creemos los mecanismos para alfabetizar a los novatos y actualizar a los entendidos. Internet parece creado para los cubanos, es verdad Comandante.

Tomado de: Centro de Investigación de Política Internacional

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