La otra mirada

La inagotable sed de mirar de Jorge Herrera

Jorge Herrera en el fotograma del filme La sed de mirar (Cuba,2004) de Esteban Insausti

Por Erian Peña Pupo

Muchos de los filmes emblemáticos del cine cubano poseen la “mirada” de Jorge Herrera. Desde Ciclón (1963), de Santiago Álvarez; el experimental Cosmorama (1964), de Enrique Pineda Barnet y Sandú Darié; Manuela (1966) y Lucía (1968), de Humberto Solás; Tulipa (1967), La primera carga al machete (1969) y Los días del agua (1971), de Manuel Octavio Gómez; hasta El hombre de Maisinicú (1973), de Manuel Pérez; obras en su mayoría ―en una época de tanteos e influencias, de búsquedas estéticas disímiles, de acercamientos― en las que la dirección de fotografía ocupa un lugar central, innovador.

Nacido en La Habana, en 1926, y fallecido en Managua, Nicaragua, el 12 de noviembre de 1981, hace 40 años, durante la filmación de Alsino y el cóndor, del chileno Miguel Littín, Jorge Herrera es uno de los directores de fotografía más importantes no solo en las primeras décadas posteriores a la creación del ICAIC y las búsquedas de un cine auténticamente nacional, que mirara a un país en construcción que enfrentaba un proceso acelerado de cambios sociopolíticos ―época en que destaca también la pericia técnica y artística de Ramón F. Suárez―, sino en la historia de séptimo arte en nuestro país.

Formó parte de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, que nucleó a importantes intelectuales y contaba con una Sección de Cine. Trabajó como revisor de películas, proyeccionista, asistente de cámara y camarógrafo en Cine-Revista, hasta que, al triunfo de la Revolución en 1959, se desempeñó como camarógrafo en la sección de cine de la Dirección Cultural del Ejército Rebelde.

La creación del ICAIC en marzo de ese año lo conduce al Noticiero ICAIC Latinoamericano, en el que filmó los primeros documentales de la Revolución, que integran la lista Memoria del Mundo de la UNESCO, y son registros invaluables del efervescente acontecer nacional, entre ellos, de ese año, Esta tierra nuestra, de Tomás Gutiérrez Alea, y La vivienda, de Julio García Espinosa.

Le seguirían, el año siguiente, Torrens, de Fausto Canel; Historias de la Revolución, de Titón, en el que fungió como asistente de cámara; el largometraje Cuba baila, primero producido por el ICAIC, también en la asistencia de cámara; los documentales Un año de libertad, Sexto Aniversario y Patria o Muerte, de García Espinosa; Carta del Presidente Osvaldo Dorticós a los estudiantes chilenos, de Roberto Fandiño; Por qué nació el Ejército Rebelde, de José Massip; y Cooperativas agrícolas, de Manuel Octavio Gómez.

En 1961, el documentalista holandés Joris Ivens realizó en la isla Cuba, pueblo armado y Carnet de viaje. Herrera ―junto con Ramón F. Suárez― formó parte del equipo cubano que acompañó a Ivens por disímiles lugares de la geografía nacional, como Varadero, Ciénaga de Zapata, Trinidad y el Escambray. Primer carnaval socialista, de Óscar Valdés; Reunión en La Habana, de Roberto Fandiño; y El maestro del cilantro, de José Massip, todos realizados en 1962, portan la impronta fotográfica del singular Jorge Herrera.

Con Manuel Octavio Gómez trabajó en La salación (1965), su primer largometraje. Para ello, comenta Luciano Castillo, apeló al estilo académico, pues “no había descubierto aun las posibilidades del uso de la cámara en mano que tanto llegara a apreciar, sin por esto dejar de lograr imágenes que captan la atmósfera pretendida por el director”1.

Asimismo, la belleza formal de Manuela, de Solás, “debe gran parte a su capacidad de extraer toda la fuerza a la debutante Adela Legrá en los primeros planos”2. Mientras que en Lucía “la inquieta cámara conducida por el diestro fotógrafo, que obtiene la mayor expresividad en la euforia de la Lucía enamorada en el primer cuento o la sigue en su trayecto por las calles de Trinidad en busca del amante traidor a la patria; sigue a Eslinda Núñez en su melancólico paseo por un cayo cienfueguero o inmersa en la huelga violentamente reprimida del segundo relato, cuando no corre detrás de Adela Legrá por las salinas perseguida por Adolfo Llauradó en la tercera historia de este clásico inconcebible sin el aporte de la fotografía por medio de tres estilos diferentes a tono con las demandas de cada argumento”, añade Luciano3.

Con Manuel Octavio, Herrera filmó uno de los filmes medulares de su carrera: La primera carga al machete (1969). La cámara en mano explorada en Manuela y Lucía cobra mayor importancia y deviene un personaje más en la historia; “además de apelar a un material fotográfico de alto contraste”4 y contribuir “decisivamente al éxito internacional de un filme concebido como si se hubiera realizado un reportaje en pleno siglo XX”5. Al respecto comentó el director del filme: “El objetivo era buscar un tipo de fotografía de los primeros tiempos del cine. Mis relaciones con Jorge Herrera fueron siempre de colaboración mutua y de ininterrumpida comunicación en cuanto a objetivos e intenciones. En cuanto al movimiento de cámara, en momentos como la batalla, la libertad era incondicional. Es importante aclarar que la cámara siempre la concebimos como un elemento activo que participara en las complicaciones de la acción”6.

Esta imitación de las imágenes de viejos daguerrotipos ―en la que pueden rastrearse influencias del fotógrafo brasileño Waldemar Lima de Dios y el Diablo en la Tierra del Sol (1964), de Glauber Rocha, y el soviético Serguéi Urusevsky de Soy Cuba (1964), de Mijaíl Kalatozov― se logró por medio de película de alto contraste sin tonos intermedios, solo el blanco y negros puros, y una irrefrenable libertad creativa con la cámara, que en mano le parecía a Herrera “más humana, más auténtica. Es más íntima. Vive, siente, ama, odia. Da a los actores una gran libertad de acción, los ayuda a sentirse seres humanos y no actores”7. Esta misma cámara en mano, delirante, asombrosa, además de la experimentación con el color y el forzado de determinadas secuencias en el proceso de revelado caracterizan su trabajo en Los días del agua, de 1971.

En El hombre de Maisinicú y Río Negro (1979), de Manuel Pérez, “la cámara no dejó de adquirir protagonismo”, mientras que en Cantata de Chile, de Humberto Solás, “fresco lírico-épico de plasticidad acentuada por el expresivo uso de la iluminación”, Herrera recurre a su “acostumbrado paroxismo visual” que caracteriza una obra signada, además, por la experimentación y lo conceptual, cuyos aportes técnicos y artísticos propiciaron una nueva concepción de la fotografía en el cine cubano, nos recuerda Castillo8.

“Quizás como ningún otro director de fotografía nuestro, Jorge es reconocible, palpable, huracán de imágenes, donde sus virtudes artísticas ―poseía como ningún otro un sentido del encuadre personal y definitivo― nunca se quedaron en lo alcanzado, sino que significaron una nueva arrancada”9, asegura la crítica Teresa González al valorar la impronta del director de fotografía de El parque (1963), de Fernando Villaverde; Ellas (1964), del danés Theodor Christensen; Vaqueros del Cauto (1965), de Óscar Valdés; Los mejores (1966), de Pastor Vega; El segundo Turiguanó (1967), de Rogelio París; Hombres de Mal Tiempo (1967), del argentino Alejandro Saderman; Hablando del punto cubano (1972), de Octavio Cortázar; La sexta parte del mundo (1977), de García Espinosa; No hay sábado sin sol (1979), largo de ficción de Manuel Herrera; y Libertango, Isadora y Contrastes, documentales de 1979 de Héctor Veitía.

Un documental de Esteban Insausti, La sed de mirar (2004), rescata, de alguna manera, su quehacer y recopila testimonios de fotógrafos como Pablo Martínez, Raúl García, Guillermo Centeno, Raúl Pérez Ureta, Adriano Moreno, José Manuel Riera y Raúl Rodríguez, así como de los cineastas Nelson Rodríguez, Rogelio París, Gilberto Fleites, Juan Valentín Barrueta, entre otros, que nos devuelven a un Jorge Herrera vital, el mismo que, mientras filmaba desde un helicóptero una secuencia de Alsino y el cóndor, de Littín, sufrió un infarto y falleció el 12 de noviembre de 1981 dejando una estela de filmes memorables con su audaz e innovadora cámara, imprescindible para comprender, en el cine cubano, cómo hemos sido captados por el lente.

Referencias bibliográficas:

1 Castillo L. (20 de marzo de 2017). Jorge Herrera: el mago de la cámara en mano. Habana Radio. Recuperado de www.habanaradio.cu/articulos/jorge-herrera-el-mago-de-la-cámara-en-mano/

2 Ibídem

3 Ibídem

4 Ibídem

5 Ibídem

6 Citado por Luciano Castillo, ibídem.

7 Ibídem

8 Ibídem

9 Citada por Luciano Castillo, ibídem.

Tomado de: Cubacine

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La fiebre del milagro

Por Andrés Duarte

A Daniel Céspedes, emulando sus maneras

No es necesario argumentar por qué Los jueves, milagro (1957), de Luis García Berlanga, es un clásico del cine español. Tal vez llame más la atención todo el revuelo supuestamente extracinematográfico que suscitó su quinta película. El cineasta no se había enfrentado como hasta ese momento a una censura directa y decisoria. En la bibliografía se lee que Berlanga tuvo más suerte con Los jueves… que con Bienvenido, Míster Marshall (1953). ¿Cómo aceptarlo conociendo de antemano el papel de aguafiestas de la censura?

Es para alarmarse aún: se suprimieron y añadieron escenas, intervino otro director (Jorge Grau), se impuso incluso el rango y la orden de la figura religiosa que debía aparecer en la película (un sacerdote dominico), pero el colmo fue que se solicitaron cambios en lo que los personajes decían a través del doblaje… En fin, ¿qué obra estrenó un Berlanga de 36 años el 2 de febrero de 1959 en el cine Capitol de Madrid? Habrá que leer sus memorias o indagar en los escritos de Antonio Gómez Rufo, amigo y biógrafo más acreditado de Berlanga, pues de su autoría son Berlanga, contra el poder y la gloria (1990) y Berlanga: confidencias de un cineasta (2000). Si algo más determina buscar y ver el largometraje es asimismo por un hecho insólito: la Filmoteca Nacional encontraría después dos versiones terminadas y distintas de Los jueves, milagro. En honor a la verdad, ¿cuál fue la que prefirió Berlanga?

Un pueblo español, otrora famoso por su balneario, ha caído en el olvido. Solo tiene importancia para sus habitantes. El ferrocarril pasa todos los días y no se detiene. Es la característica de los pueblos de tránsito que perdieron hace tiempo la categoría de zona de estancia. Al deteriorarse los negocios de la región algunos sagaces deciden hacer un acuerdo en el que religión, política y cultura contribuyan a despabilar la vida de un pueblo monótono y miserable.

Otra vez un lugar rural, simple e ilusorio1 en el cine de Berlanga deviene escenario idóneo para acoplarse a como dé lugar con la vida, prefiriendo ensanchar sus horizontes al mero ajuste con el nacionalismo alarmante de la época franquista de los años cincuenta. Más que fomentar el negocio de un balneario, los farsantes con sus montadas apariciones sacan provecho de una iniciativa grupal para ¿salvar? esa villa campesina que merece entretener(se) a su modo. La salvación y el entretenimiento son cuestionables una vez que lo imperante es la premeditada y posterior explotación. No quiere ser el espacio que confina a quien llega, sino el que hechiza y deja ir para ser recordado. Contrario a El museo, el microrrelato inolvidable de José María Merino.

Convengamos que Plácido (1961) y El verdugo (1963) son sus dos mejores películas. Pero ello se puede admitir porque antes dirigió Bienvenido, Míster Marshall (1953), Novio a la vista (1954), Calabuch (1956) y Los jueves, milagro (1957). Míster Marshall —hay que decirlo— está al mismo nivel estético y conceptual que Plácido y El verdugo.

Los jueves, milagro, amén de su aura epocal, tiene unos momentos de puesta en escena e ingeniosidades que pocas veces consigue Berlanga en su cine de los años setenta y ochenta. Algunos celebran demasiado la trilogía de la familia Leguineche (La escopeta nacional, 1978; Patrimonio nacional, 1981; Nacional III, 1982), la cual está muy bien. No puede negarse. Aunque Tamaño natural (1973) es tan honesta y sugerente como La vaquilla (1985). No obstante, el guion de Berlanga y José Luis Colina para Los jueves… es de ovacionar junto a esa escena en que al tonto Mauro se le quiere y logra convencer de cuanto le están presentando como supuesto milagro. Aquí está la referencia del Fellini de Almas sin conciencia (1955) y uno de sus actores (Richard Basehart), ahora como Martino. Eso sí, es mayor el choteo, la visión agridulce, más sardónica que hiriente de Berlanga con respecto a su realidad. Los farsantes, bajo el arrepentimiento de cuanto estimularon, terminarán sorprendidos.

Mayor pícaro que todos los del pueblo es el forastero que interpreta Basehart, a quien lo vimos encarnando a un timador en Almas sin conciencia y antes, a El Loco, un acróbata que se acerca —de acuerdo con la clasificación de Fellini— a un payaso de nariz roja de la serie “augusto” en La strada (1954). ¿A qué ha venido tan misterioso personaje que se hace llamar Martino? Eso es spoiler y no pretendo “destapar el final”. Valga añadir que Berlanga saca partido del carisma de un provocador Basehart que, en Los jueves…, pareciera haber acrecentado literalmente su estatura física y capacidad histriónica. Mientras Fellini le concede secundarios muy atendibles, Berlanga por su parte lo resalta con toda intención en reiterados primeros planos. No es un protagonista tardío sino oportuno. Aparece en el momento justo del relato, cuando el fraude sobre san Dimas parece haber fracasado. Lo que representa Martino para esta historia, además de la cura generalizada del agua, es resuelto en una secuencia paroxística harto simbólica, en la que el pueblo pide a san Dimas y comienza a sanar bebiendo y vertiendo agua por doquier. Pareciera ser el pedido que la España agreste, en nombre de casi el resto de la nación, hace a sus circunstancias no tan transitorias para aquella época y ya hoy, en rigor, históricas.

Es la burla española, a las claras y por antonomasia ya una situación berlanguiana. Es el escenario caótico y esperpéntico en que la moral se alfombra en favor de una fuerza expresiva generada con mucho empeño pícaro aunque de efecto contraproducente por dicha para ellos (don Ramón, don José, don Evaristo, don Antonio, don Salvador y don Manuel) y los demás de Fuentecilla y aldeas aledañas. Se soslaya lo que hacen con Mauro al aparecérsele el ficticio san Dimas, el Buen Ladrón. Sin embargo, no tiene parangón en el catálogo de pillerías de las ficciones españolas. A Berlanga y Colina no les basta y cuelan una cantidad apreciable de frases, de las cuales me permito incluir las siguientes:

― Luisito, no te acerques a la cascada. Recuerda que la hicieron los romanos.

― Oye, ¿no nos estaremos metiendo en algo demasiado serio?

― Si yo digo que he visto a san Dimas, tendrán que creerme. Soy el cronista oficial del pueblo.

― Pero, ¿no me cree? ¿Entonces los curas en qué creen?

― Pero, hombre, en una capital de provincia, ¿quiere usted que hayan las mismas imprentas que en Madrid? (para un “adornito dorado” en la botellas de aguas carbonatadas que se venden).

― Es muy fácil cerrar los ojos y luego decir que no se ha visto nada.

― Pero a un pobre loco se le puede engañar. Ahora, yo no sé si a trescientas personas… (…) A trecientas personas y a un cura.

― Don Antonio no necesita hacer chantaje. Le basta con ser alcalde.

Sobre este director la Cinemateca de Cuba, en su programación de noviembre, ha considerado el ciclo de películas “Centenario del director Luis G. Berlanga: la risa amarga”. Su ética y estética en Los jueves, milagro, como en su cine tan español y transnacional a punto fijo, son consecuentes con la lucidez crítica que de continuo sigue pidiendo a gritos la cultura y la propia vida.

Nota:

1 Aquí se habla de Fuentecilla. Existe una aldea en Castilla-La Mancha que se llama Las Fuentecillas y en Burgos (en la comunidad autónoma de Castilla y León) se encuentra el Paseo de las Fuentecillas. También está La Fuentecilla o monumento a Fernando VII, una pequeña fuente madrileña emplazada entre la calle de Arganzuela y la calle de Toledo. Las escenas de Los jueves, milagro se rodaron en los pueblos zaragozanos Alhama de Aragón y Bubierca. No se olvide que Las Fuentes es un distrito de Zaragoza. Allí se encuentra el conjunto escultórico La Fuente de las Aguadoras. Según la división administrativa, Las Fuentes es la demarcación número seis.

Tomado de: Cubacine

Tráiler del filme Los jueves, milagro (España, 1957) de Luis García Berlanga

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La liberación de la censura: cine porno mexicano de los 90

Fotograma del filme Garganta profunda (Gerardo Damiano, 1972)

Por Rafael Aviña

El cine porno, ese cine de la clandestinidad y lo prohibido: delirio fílmico extremista, donde los genitales se convierten en los verdaderos protagonistas y las secreciones oscilan entre la simple escenografía y la inesperada vuelta de tuerca climática, con una cámara que alardea buscando nuevos ángulos para capturar el mayor número de malabarismos orales, acrobacias sexuales y todo tipo de penetraciones. Un género que daría un salto importante con los célebres nudies de los años cincuenta a partir de personalidades como el cineasta independiente estadunidense Russ Meyer, responsable de The Inmoral Mr. Teas o Vixens, así como la desnudista y actriz porno adolescente Candy Barr, quienes prepararían el camino para la época de esplendor del género, al liberarse la pornografía fílmica en la década de los setenta en Estados Unidos, tal y como se aprecia en el interior de las tramas de un par de obras mayúsculas: ¿Dónde está mi hija? Hardcore (Paul Schrader, 1979) y Taxi Diver (Martin Scorsese, 1976), escrita por el propio Schrader.

No obstante, esa etapa dorada del cine porno en Estados Unidos llegaría a México hasta el inicio de los noventa, cuando la Dirección de Cinematografía decide liberar la censura y autoriza un circuito especial de cines porno sin restricciones. El primer indicio fue la brevísima exhibición de Calígula (1979) el clásico del director italiano Tinto Brass, producida por la revista Penthouse, protagonizada entre otros por Malcolm McDowell, Peter O’Toole y Helen Mirren, estrenada pocos días y con un amparo legal por Gustavo Alatriste, en el Estado de México. Y ahí quedó todo. Sin embargo, en junio de 1993, Cinematografía permite el estreno en salas comerciales –entre ellas el cine Arcadia– de la película Paprika (1991) del mismo Tinto Brass, que mostraba no sólo los generosos pechos de Deborah Caprioglio, su bella protagonista, sino una escena de lluvia dorada; el público que acostumbraba a asistir a estas funciones para vociferar desde la oscuridad toda clase de improperios, se quedó mudo y helado; era la primera ocasión que una escena así se veía en las pantallas mexicanas…

En el principio fue Calígula

No obstante, la barrera de lo prohibido se quebró en definitiva semanas después, con la exhibición de Instintos sensuales/Bella e porca… prácticamente insaziabile (1991) del italiano Alex Perry, un indudable filme XXX con toda la parafernalia gráfica del porno, lo que daría pie al estreno normal en el Auditorio Plaza de Gustavo Alatriste de Calígula y otras más, como Esposa de día, amante de noche, del mismo Perry. No sólo eso, después de tantos tabúes, celo y ocultamiento, se derrumbaban por completo los obstáculos de la carne y la censura y se estrenaría con veinte años de retraso un filme considerado piedra de toque del género: Garganta profunda/Deep Throat (1972) de Gerardo Damiano, cinta sin ambiciones y más bien fallida, que se trastocaría en el gran éxito de taquilla del cine porno, protagonizada por Linda Lovelace, la primera diva del hardcore.

Por cierto, luego de Deep Throat, Damiano consiguió otro clásico del género: El diablo y la señorita Jones (1973), que mezclaba rituales eróticos y apuntes dizque filosóficos sobre la muerte y el placer, la soledad y la incomunicación, a partir de la historia de Justine Jones (la increíble Georgina Spelvin) y su trayectoria hacia el infierno, que inicia con sus impulsos por la masturbación, seguidos de un enorme apetito sexual y frustración erótica, para ser finalmente condenada a la eternidad sin sexo…

Alegorías involuntarias

Por supuesto, el cine pornográfico mexicano aportaría elementos patéticos a esa liberación sexual de los años noventa, en una supuesta era del destape, acorde con los lineamientos de la política moderna que se vivía en esa década, en donde cabía un cine mexicano con clasificación XXX, capaz de mostrar el evento genital en todas sus posibilidades, superando en apariencia aquellos cortos clandestinos del período silente como Chema y Juana, Mamaíta, Tortillas calientes o El sueño de Fray Vergazo, entre otros, en un instante que, lejos de aprovechar la apertura de la censura, respondería con una de las producciones más raquíticas del cine hardcore nacional. En efecto, faltaba la contribución mexicana a ese género de las fantasías íntimas y las secreciones.

En un principio, empezaron a circular en los puestos callejeros de aquellos años noventa, videos con la leyenda: “Pornografía mexicana”; se trataba de hardcore malechote, maquilado en la frontera y con actores latinos. Después, hacia 1993, cuando la censura permitió el porno en circuitos específicos (cines, Teresa, Savoy, Venus, Ciudadela y otros), surgirían un par de tímidos intentos de pornografía nacional heterosexual: Las profesoras del amor y Traficantes de sexo, ambas dirigidas por Ángel Rodríguez Vázquez.

La primera de ellas, en cuyos créditos se aprecia el nombre del director como Gabriel Vázquez, se exhibió en salas de cine en aquel 1993, aunque fue realizada en 1987, para poner el toque folclórico al cine de la calentura sin tapujos. Heredera de las sexycomedias del sexenio de José López Portillo (Las cariñosas, Bellas de noche, Las del talón y más), se trata de la primera cinta de pornografía dura de largometraje con felaciones, penetraciones y otras rutinas típicas del subgénero mostradas a cámara. Ejemplos de un cine obsceno, de sexualidad explícita y, sobre todo, despojadas de cualquier asomo de erotismo; una mera exposición genital de lo más paupérrimo y una curiosa muestra de humor surrealista e involuntario, en la que se mezclaban luchadores y masajistas.

Su segunda película porno, Traficantes de sexo (1993), por parte de un autor de cintas como El fuego de mi ahijada (1978), Las nenas del amor (1981), Lo negro del Negro (1984), o Las paradas de los choferes (1988) que causaron inquietud en los responsables de autorizar su clasificación en su momento, aparentaba una intención de supuesta denuncia sobre la prostitución y el sida (¡válgame Dios!). Los socios, Alfonso y Jorge, observan ocultos a las hermanas guerrerenses Lucy y Mary, quienes se bañan en un río: ellas han sido elegidas para su negocio de prostitución en la capital. Más tarde, entre platos de longaniza en salsa roja y copas de mezcal, aquellos y las robustas hermanas protagonizan una gruesa e involuntaria secuencia de sexo escatológico: “Estamos dispuestas a todo, con tal de salir de la rutina de provincia”, dicen.

Se trata de una suerte de versión hardcore en tono alivianado de Espejismo de la ciudad (Julio Bracho, 1975) y/o Del rancho a la capital (Raúl De Anda, 1941), cuyos protagonistas son en realidad actores de tercera y cuarta categoría, o verdaderas mujeres “del oficio”. Aquí, los genitales de hombres y mujeres se convierten en las verdaderas estrellas de un filme que, en lugar de elegir la sátira o la parodia, se inclina por una absurda trama melodramática, para sumarse temáticamente desde la sudorosa esquina del porno a filmes como Amor que mata (Valentín Trujillo, 1994) y/o Bienvenido-Welcome (Gabriel Retes, 1994). Lo que pudo ser un recorrido por el inframundo del cabaret y la prostitución –de ahí proviene buena parte del reparto–, es desechado en aras de una complacencia bastante primitiva.

De hecho, no existe una sola toma bien iluminada, lo que va en contra de la propuesta: vender carne y fantasía hormonal. A su vez, lo que mejor ilustra su torpeza sensual es la falta de maquillaje en sus ¿actores?, lo que deja al descubierto acné, granos, manchas e incluso piquetes de moscos. Por último, una incógnita digna de un estudio psicológico: como suele suceder en toda cinta porno nacional, las erecciones son mínimas y las eyaculaciones a cámara (el llamado money shot que el género exige) no existen. ¿Vergüenza, subdesarrollo fílmico para variar, o una profunda alegoría sobre la represión que los mexicanos padecían en aquella década?

No obstante, faltaba su contraparte: el porno gay, uno de los tabúes del cine erótico en nuestro país que inauguraba en apariencia un filme rodado en video digital producido y editado por Laars Robledo y dirigido por Summer Gandolf, pseudónimos de un entusiasta equipo que buscaba proyección en un mercado de gran potencial en esos momentos. Nominado a Mejor Guión en el Festival Heat Gay de Barcelona, Sexxxcuestro (2001), rebasaba las expectativas del que era, en ese año, el nuevo drama gay de Jaime Humberto Hermosillo, Sexxxorcismos (2001), al franquear la barrera entre erotismo soft y pornografía dura. No obstante, lo hacía de manera mediocre y elemental a través de una colección de situaciones hardcore del cine gay.

Más allá del impacto de la cultura homosexual de aquel tiempo, un espacio logrado a pulso a pesar de la censura y el bloqueo, Sexxxcuestro estaba muy lejos de trastocarse en un icono gay. El valor del filme era meramente comercial, a partir de una anécdota simplona que se pretendía original: un joven es secuestrado y después mantiene escenas de sexo con sus captores y un policía que ha ido a buscarlo, para finalizar en una orgía a la que se suma el padrino del primero. Es cierto que los aspectos técnico y formal estaban cuidados; no obstante, esta historia con escenas que envidiaría Linda Lovelace no pasa de ser un porno como cualquier otro, el generado entonces por una efímera industria que intentó de manera fallida renacer de entre sus cenizas y secreciones…

Tomado de: La Jornada Semanal

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Agustí Villaronga: “Es necesario hablar del mal para entender algunas cosas”

Por Begoña Piña @begonapina

Un cadáver con las piernas en el agua llama inmediatamente la atención en el monumental lienzo La balsa de la Medusa. Géricault pintó a la izquierda ese cuerpo sin vida consciente de que aquel era el primer punto al que acudiría la ‘mirada’ del espectador. Quería que empezara ahí, en una víctima, el relato visual de una tragedia henchida de crueldad, miedo, canibalismo y locura. Obra maestra del Romanticismo, la pintura compartía desde el arte el escándalo internacional que se originó tras el naufragio de la fragata Alliance de la Marina francesa en 1816.

77 años después de aquel horror, en 1993, el escritor Alessandro Baricco relató el naufragio en un bellísimo libro, Océano mar (publicado en España por Anagrama 1999), que en manos del cineasta Agustí Villaronga se convirtió en una obra de teatro —‘fantasma’ a causa de la pandemia—, transformada ahora en película. El vientre del mar, que ha hecho historia al ser la producción más galardonada en los 24 años de vida del Festival de Málaga, es un relato de maldad y atrocidad, imposible de aislar de la tragedia de los migrantes en el Mediterráneo. “Aquel fue un caso vergonzoso para Francia. Sin embargo, hoy el mundo no está avergonzado”.

Legado literario y teatral

En 1816, la Alliance embarrancó ante las costas de Senegal. Sin botes para evacuar a toda la tripulación, se construyó una balsa frágil y muy inestable a la que obligaron a subir a 147 hombres. Les abandonaron a su suerte. Solo nueve de ellos se salvaron. Entonces hubo un juicio y Francia quedó deshonrada ante el mundo entero. Hoy, la desidia global permite que miles de personas apuesten toda su suerte y su futuro a atravesar el Mediterráneo en embarcaciones precarias, y gobiernos de todo el planeta miran hacia otro lado.

Rodada en blanco y negro, revelando el legado literario —la voz en off con palabras de Baricco— y teatral, la película es un espejo de “las desigualdades, el egoísmo, el instinto de supervivencia, o el embrutecimiento humano, causado por diferentes circunstancias, que no entienden de fronteras o épocas. El miedo nos convierte en animales y nos empuja a sobrevivir”

“El mal surge”

Roger Casamajor y Óscar Kapoya encabezan un reparto en el que Villaronga ha apostado por incluir actores negros, que no existieron en el acontecimiento real, y algunos momentos en que estos aparecen con ropas de hoy. Además, se incluyen imágenes del proyecto In the Same Boat, del italiano Francesco Zizola, que grabó el naufragio de migrantes en el Mediterráneo del barco Bourbon Argos.

“El hombre convive con el bien y con el mal, es inevitable. Ahora ya soy una persona mayor, pero antes en mi cine sí tenía una forma de mirar el mal, con cierta fascinación. Creo que es necesario hablar del mal para entender algunas cosas”, dice Agustí Villaronga, que añade: “El mal existe porque forma parte de la humanidad misma. En una balsa, unos hombres enfrentándose entre sí… el mal surge. El peor enemigo del hombre es el hombre”.

La gente que se ha tragado el mar

“Cuando estaba escribiendo el guion era inevitable pensar en el Mediterráneo, en los cayucos, en las pateras, en toda la gente que se ha tragado el mar. El naufragio de la película ocurrió hace más de 200 años y…”. El cineasta, atento al mundo que nos rodea, no augura un futuro mejor. Tal vez, por ello, la película lanza una cuerda invisible, y sin embargo, recia y áspera, entre aquel pasado, este presente y el mañana.

“El futuro será igual. Mira el mundo cómo es. En palabras de Baricco, ‘quien ha visto la verdad quedará para siempre inconsolable’. El hombre ha demostrado que es incapaz de dejar de hacerse daño. Por otro lado, las pandemias y hambrunas han existido siempre, tienen un recorrido en la historia del ser humano. No siempre se produce un Holocausto nazi, pero depende de cómo se manipule a la gente, se puede acabar otra vez en eso. Y eso es lo que hay que intentar evitar y vigilar, no llegar a extremos tan graves. Hoy hay muchos naufragios y no son todos en el mar”.

Cine de bajo presupuesto

El vientre del mar es una película de presupuesto reducido, unos 400.000 euros, para la que Villaronga ha sabido aprovechar espléndidamente bien el artificio teatral. “Ya escribí pensando en eso, en el bajo presupuesto, y ahí lo teatral ayuda mucho. Jamás hubiera salido la misma película con un presupuesto más alto, pero tampoco hubiera sido mejor”, afirma, convencido, sin embargo, de que en estos tiempos, una película como ésta tiene muchas dificultades en los cines. “Siento decirlo, pero yo no doy un duro por nuestra película en las salas”.

“El proceso de exhibición en el cine empezó a cambiar en 2018 y la pandemia fue la puntilla. La tendencia no es buena, no creo que vayan a desaparecer todas las salas, pero sí muchas —dice el director—. Tampoco las plataformas pueden ser una forma de ocio a lo bestia. El cine no va a morir, pero la manera en que se ve, sí. Es verdad que hay muchas películas cuyo destino natural es la sala de cine, pero…”.

Tomado de: Público

Tráiler del filme El vientre del mar (España , 2021) de Agustí Villaronga

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Una película de policías

Por Carlos Bonfil

¿De qué manera abordar en el cine uno de los temas más controvertidos en México, el comportamiento de los cuerpos policiacos y la compleja relación que mantienen con la ciudadanía? La manera más sencilla sería señalando, por enésima ocasión y en tono de denuncia, los pretendidos vicios proverbiales: el soborno o “mordida” y un abuso de poder que goza de una impunidad absoluta. En Una película de policías (2021), su tercer largometraje, Alonso Ruizpalacios (Güeros, 2014; Museo, 2018), ha elegido una estrategia diferente, más interesante: dar la palabra a los propios servidores públicos en una narración que entremezcla ficción y documental, y hacerlo por medio de dos personajes emblemáticos, la joven policía de 34 años María Teresa Hernández (interpretada por Mónica del Carmen) y su pareja sentimental y de trabajo, un hombre conocido como Montoya (Raúl Briones), dos años menor que ella. Cada uno describe su rutina diaria y las circunstancias, familiares o sociales, que les llevaron a escoger un empleo pésimamente remunerado (mil 500 pesos limpios a la quincena, en palabras de Teresa), plagado de frustraciones y peligros, con reconocimientos casi nulos por parte de la sociedad.

Dividida en cinco segmentos, la película ofrece en sus dos primeras partes los testimonios alternados de Teresa y de Montoya, en calidad de narradores, quienes se dirigen a la cámara rompiendo toda barrera entre sus personajes y los espectadores. Ese procedimiento es particularmente notable en la secuencia dramática en que la mujer policía enfrenta el reto mayúsculo de improvisarse como partera debido a la tardanza de una ambulancia incapaz de atender oportunamente a una mujer a punto de dar a luz. La escena desmiente la falta de empatía de la gente hacia policías verdaderamente comprometidos con una vocación de servicio. El resto de la cinta mostrará, sin embargo, que ese tipo de entrega desinteresada por parte de la policía es algo poco común o, al menos, escasamente visibilizado en los medios. Lo que la ciudadanía sabe de los cuerpos policiacos procede a menudo de lo que ve en la televisión, en el cine o en la prensa sensacionalista. Desde ahí se generan los estereotipos y se afianzan los prejuicios. También los modelos de afirmación masculina que llevaron a un Montoya más joven a emular el trabajo de su hermano mayor policía, quien con su gorra y uniforme siempre le pareció muy dandy. Para Teresa, integrarse a una corporación esencialmente viril implica derribar o negociar a diario el bullying y los acosos sexuales, lograr estar en pie de relativa igualdad con el resto de los compañeros, como lo muestra la secuencia de persecución a un delincuente dentro del Metro, misma que protagoniza de modo formidable.

En el tercer segmento de la cinta, Teresa y Montoya revelan su intimidad sentimental y refieren un pasado ingrato a lado de sus parejas anteriores. Su armonía afectiva actual semeja, según reza una canción popular, “un alivio para dos fracasos”, y una buena manera de superar un inicio de desequilibrio emocional y propensión a la bebida, en el caso del hombre, así como cualquier inseguridad en ella. En el cuerpo policiaco su sintonía laboral y afectiva causa sensación. Todos los identifican como la patrulla del amor. Esa visión idílica del compañerismo tiene como contraste amargo la incomprensión ciudadana que resienten los policías entrevistados: “A nadie le importa si un policía muere”. Sucede todo lo contrario en el caso de un delincuente a quien a menudo la gente de su barrio, la banda de su cuadra, lo solapa y protege. “Te escupen o te mientan la madre”. Es lo que hay, no hay de otra. Sin ensalzar heroísmos gremiales ni transformar en villanos a trabajadores mal pagados, la cinta de Alonso Ruizpalacios propicia un debate insoslayable en un clima social de inseguridad aguda. Y lo hace de manera sobria y con imaginación creativa. La manera astuta de dinamitar y reordenar la narración en sus dos últimas partes (todo un giro sorpresivo para el espectador), fue sin duda lo que decidió al jurado de la Berlinale este año a conceder un Oso de plata a la contribución artística para Yibran Asuad por su trabajo de edición. Otros aciertos son el diseño de sonido a cargo de Javier Umpierrez, la fotografía de Emiliano Villanueva y una estupenda dirección de actores. La paradoja incomprensible es que el jurado del pasado Festival Internacional de Cine de Morelia no haya valorado con justicia las cualidades de esta cinta y la haya dejado ir sin un solo premio.

Tomado de: La Jornada

Tráiler del filme Una película de policías (México, 2021) de Alonso Ruizpalacios

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Ninón Sevilla: la rumba en libertad

Ninón Sevilla ​​ fue actriz de cine y televisión, bailarina, vedette y rumbera cubana-mexicana de la Época de Oro del cine mexicano. (1921-2015)

Por Sender Escobar

Edith Piaf llegaba a México por primera vez. En la recepción de bienvenida alguien le preguntó:

― Madame, ¿qué le gustaría conocer de México?

― A Ninón Sevilla ―respondió la autora de La vie en rose―.

Criada por su abuela, la niña educada en una escuela de monjas quiso consagrarse a la religión como misionera, pero transformar el sonido de la música en movimiento fue una pasión más fuerte. A escondidas de su familia, comenzó a bailar en los cabarets de la efervescente Habana nocturna.

Emelia Pérez Castellanos decidió llamarse Ninón Sevilla. Con su nombre artístico homenajeaba a otra mujer que en la Francia del Rey Sol Luis XIV rompió con los cánones de una época y su entorno, la escritora: Ninon de Lenclos, a quien Emelia admiraba por su vida y obra literaria.

Su talento para el baile comenzó a ser llamativo para varios productores y en el escenario del Teatro Martí formaría parte de los espectáculos de los comediantes Leopoldo Fernández “Tres Patines” y Mimí Cal Nananina.

“(…) Toda la tenuidad de la atmósfera y la riqueza de las montañas y las magias de luz con que el centro del continente abrió su seno la virgen madre de América (…)”, Escribiría el Apóstol sobre los paisajes de México, a donde llegó Ninón en 1946, país que se convertiría en su hogar a partir de entonces, contratada por el productor boricua Fernando Cortés para actuar en la compañía del Teatro Lírico de Ciudad de México.

Su debut musical en Guadalajara superó en aplausos del público a una de sus compañeras de espectáculo, la argentina Libertad Lamarque. La presencia escénica de la joven rubia de 25 años y llamativa figura no fue indiferente para Pedro Arturo Calderón, dueño Producciones Calderón, donde Ninón haría su entrada al cine en pequeños roles en las películas Carita de cielo, Pecadora y Señora Tentación.

Las cámaras de un cine que vivía su esplendor encuadraron a una cubana que formaría parte de una época en la que la música era centro de los argumentos cinematográficos. La bailarina sería protagonista por primera vez en el filme de Alberto Gout Revancha, junto al popular compositor Agustín Lara. A partir de entonces Ninón marcaría un hito de sensualidad y rítmica en las producciones cinematográficas mexicanas.

El cine de rumberas alcanzaba su esplendor; María Antonieta Pons, Rosa Carmina, Amalia Aguilar y ella, todas cubanas, dueñas de explosividad y magnetismo, danzaban con la música de la tierra donde nacieron, lo que permitió la internacionalización y popularidad de los géneros musicales surgidos en la Mayor de las Antillas.

Un talentoso compositor cubano, Dámaso Pérez Prado, llegaba a México ayudado por la actriz, quien rentó el Teatro Margo en la capital para estrenar un nuevo ritmo, que tuvo como cantante escogido para la ocasión a un cienfueguero llamado Benny Moré. El contagioso mambo tuvo su introducción cinematográfica por Ninón como bailarina del nuevo ritmo y el chachachá corrió igual suerte en las películas que protagonizaba. Cuba y su música no dejaron de estar presentes en el trabajo artístico de la habanera.

Sus películas rompían récords de taquilla en países como Brasil y Francia, donde fue elegida como la dueña de las piernas más hermosas del cine, en competencia con Marlene Dietrich y Ginger Rogers. Años más tarde en el país galo Ninón recibió alabanzas del director francés François Truffaut, al llevar la danza a una dimensión mayor como arte.

Ninón no solo fue un ícono de la sensualidad de la época, también representó un símbolo de la liberación femenina ante los estigmas puritanos de la sociedad, al provocar con danza y actuaciones a la censura de entonces, que ejercía bajo los conceptos de un moralismo decadente.

Retirada de la pantalla grande cuando su género predilecto, el cine de rumberas, perdía notoriedad, sus últimas apariciones artísticas de esa primera etapa fueron en el cine español con la película Zarzuela 1900 y en la puesta teatral de Jean Paul Sartre: La puta respetuosa, cierre audaz de Ninón cuando el físico y el baile no podían ser los atractivos principales.

Sin embargo, el silencio mediático de la actriz se rompería cuando retornó al cine en la película Noche de carnaval, en 1984, con la que obtuvo un premio Ariel de actuación. Desde entonces abarcó los géneros televisivos y teatrales con la misma fuerza que cuando se iniciara en el cine como actriz y bailarina. La película Rumbera caliente constituyó su despedida definitiva del séptimo arte en 1989.

Ninón Sevilla y el paradigma que representaba su obra no pasó desapercibido para la Academia Mexicana de Cine y la cultura de ese país. Reconocida en el 2009 con el premio Diosa de Plata “Dolores del Río” por su trabajo y contribución al mundo artístico, la actriz, aún emocionada por la recepción del público que aplaudía de pie en el momento de la premiación, respondió en una entrevista poco tiempo después: “Sigo siendo muy cubana”.

Más que una bailarina que hizo de la rumba su bandera de libertad, su esencia cubana y consagración en tierras mexicanas a través de la danza como idioma universal, Ninón Sevilla descifró la mística de su triunfo en una frase: “Los pueblos son los que hacen a los artistas”.

Tomado de: Cubacine

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John Huston y el amanecer del cine “noir”. A 80 años de ‘El halcón maltés’

Fotograma del filme El halcón maltés (Estados Unidos, 1941) de John Huston

Por Moisés Elías Fuentes

El mismo año de 1941 en que dirigió su primer filme, John Huston había trabajado como guionista adaptador de ‘Su último refugio’, de Raoul Walsh y ‘El sargento York’, de Howard Hawks, dos veteranos pioneros de la industria, con quienes aprendió los aspectos artesanales del cine y la construcción de una voz personal, capaz de habérselas con las búsquedas formales del director como artista, a la vez que con las exigencias comerciales de los jerarcas de la industria cinematográfica.

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Hijo de Walter Huston, actor secundario que se inició en el cine silente, John Huston nació el 6 de agosto de 1906 y todavía joven, a través de su padre, entró a la industria, lo que le permitió conocer la realización cinematográfica hasta en su detalles mínimos, experiencia que, a partir de 1941, convirtió en filmes libres de efectismos miopes o academicismos hieráticos y sí, en cambio, plenos de una enorme inspiración artística de la que son testimonios Cayo Largo, La jungla de asfalto, Moby Dick, Los inadaptados y El hombre que sería rey, títulos imprescindibles en una carrera no exenta de altibajos, pero que, en su conjunto, se erige por derecho propio en una de las más brillantes de la historia del cine estadunidense, como se corrobora en ese digno epílogo a su obra fílmica que es Los muertos, adaptación del relato homónimo de James Joyce que el cineasta dirigió, arrasado por el enfisema pulmonar, poco antes de su muerte, acaecida el 28 de agosto de 1987.

Curtido por ese fogueo, Huston emprendió la filmación de El halcón maltés (The Maltese Falcon), adaptación al cine de la novela homónima de Dashiell Hammett publicada en 1930, que ya había sido llevada a la gran pantalla en dos ocasiones anteriores, con muy malos resultados, debidos sobre todo a la ligereza con que abordaron el intrincado argumento de Hammett, cargado de una violencia física, erótica y emocional que retaba la doble moral de la sociedad estadunidense, capaz de imponer un implacable código de censura, el Hays, para controlar el discurso cinematográfico, al tiempo que de voltear la vista ante el feroz racismo desatado contra las comunidades afrodescendientes e imperante en casi todo el país.

Realizador aguzado, Huston sí valoró la riqueza contestataria de la novela de Hammett, además de las posibilidades de experimentación visual que ofrecía, lo que le permitió elaborar una narrativa que no sólo asimiló las enseñanzas del cine policial y de gánsters que predominó durante las décadas de 1920 y 1930, sino que sentó las bases para la emergencia del cine negro, el noir y su sórdida visión de la gente común de la vida diaria, empujada por sus pasiones, ambiciones y obsesiones al crimen, el asesinato y la muerte.

Colaborador de los experimentados Walsh y Hawks, según apunté líneas arriba, Huston también aprendió de ambos cómo presentar personajes con personalidades bien definidas, quiero decir, no prototípicos sino dúctiles, con lo que dio paso a hombres y mujeres impredecibles en quienes se equilibran, de modo por demás perturbador, el individualismo y la solidaridad, el despropósito y la mesura, la lascivia y la templanza.

Cuando emprendió la dirección de El halcón maltés, Huston supo aprovechar su principal desventaja, la de ser un realizador debutante, lo que le relegó al cine serie B, pero que, en compensación, le otorgó una libertad discursiva y estética poco usual en el cine de alto presupuesto. Fue en ese ámbito de restricción económica que Huston desenvolvió un discurso signado por la influencia del cine expresionista alemán, los diálogos rápidos y agudos, la tensión sexual, el egoísmo y la ambigüedad moral.

Gracias a la paradójica libertad del bajo presupuesto, Huston reunió un grupo de actores de primer orden, aunque todos marginados, entre los que destacan los cuatro principales: Humphrey Bogart (el detective Sam Spade), Mary Astor (Brigid O’Shaughnessy), Peter Lorre (Joel Cairo) y Sidney Greenstreet (Kasper Gutman), quienes reprodujeron y aun exasperaron la relación tóxica, agresiva e inmoral de los personajes, planteada por Hammett en la novela. Y no sólo esto, sino que plasmaron las particularidades de las interacciones de los personajes entre sí, lo que alcanza su mayor cota en el enfrentamiento intelectual y emocional entablado entre Spade y Gutman, creación exclusiva de Bogart y Greenstreet, quienes sacaron lo mejor de sus experiencias (en el cine, el primero; en el teatro, el segundo), logrando uno de los duelos actorales más memorables en la historia del cine.

Actor secundario como lo fue su padre, John Huston entendía muy bien la correlación entre los actores y la imagen fílmica, por lo que se apoyó en la fotografía del veterano Arthur Edeson, seguidor del expresionismo alemán, para desarrollar una narrativa visual desconcertante: parca en cuanto a planos (planos medios, americanos, en picada y contrapicada, primeros planos, algunos generales) e iluminación (claroscuro y luces discretas), con estos elementos Edeson creó una atmósfera asimétrica, colmada de desproporciones, todo el tiempo amenazante, que ayudó a los actores para proyectar la marginalidad social de los personajes y su soledad interior.

Limitado por el presupuesto, como señalé antes, Huston ubicó las acciones en espacios cerrados que, si por un lado permitieron a Edeson el desarrollo de la atmósfera visual, por otro, sirvieron al director de arte Robert M. Haas para construir una escenografía que oscila entre la claustrofobia y el ocultamiento, austera e inmóvil, en desasosegante consonancia con el elegante pero serio vestuario del diseñador Orry Kelly.

Fueron estos los elementos que cohesionó Thomas Richards, editor con gran dominio de oficio, en un magistral trabajo donde armonizó el montaje narrativo, netamente lineal, con el expresivo y el ideológico, armonía de la que deriva el agilísimo ritmo de una película que, más que por la acción física, se distingue por la profusión de los diálogos, a los que Richards y Huston grabaron de la violencia implícita y la enorme fuerza expresiva que hicieron de la novela de Hammett una obra perturbadoramente seductora.

Seducción perturbadora que el filme acrecentó al dejar entrever las contradicciones que jalonaban a la sociedad estadunidense al inicio de la década de los cuarenta, tan lejos de la fantasía de riqueza sin esfuerzo que había prevalecido a lo largo de la década de los veinte (los locos veintes con sus clubes clandestinos en los que se escanciaba licor de contrabando a los millonarios instantáneos y la música jazz marcaba el ritmo de la felicidad), y, en cambio, cerca todavía de la Gran Depresión de 1929, que borró de golpe la ilusión de la bonanza perpetua y lanzó a los ciudadanos y ciudadanas de a pie a la década de los treinta con sus amarguras y estrecheces, que no se acallaban ni con las síncopas del swing jazz.

En cambio, los y las estadunidenses de 1940 entraban a una década enigmática, iluminada por la estabilidad económica, pero ensombrecida por la corrupción de la élite financiera y parte de la clase política y el avance ineludible de la segunda guerra mundial. Ante tal incertidumbre, el prolífico músico Adolph Deutsch optó por una partitura en la que campean instrumentos de viento de tonos oscuros, acompañados aquí y allá por los sonidos reflexivos de violonchelos y violines. Una partitura sombría y amenazante, como la década.

Es la atmósfera en que se desenvuelve El halcón maltés, mundillo habitado por hombres y mujeres comunes, decididos a cualquier perversidad con tal de forzar la entrada al paraíso monetario de los pocos. Pero, también, mundillo habitado por Sam Spade, antihéroe cínico e individualista y, a pesar de ello, con una ética personal inalterable, que antepone la justicia a sus propios sentimientos amorosos, lo que hace con Brigid, esa encantadora mujer que, desde su primera aparición, se erige en su complemento y su némesis, su anhelo y su conciencia de la irrealidad de los sueños. Es la atmósfera de El halcón maltés en la adaptación de John Huston, filme que arriba a sus ochenta años tan propositivo, contestatario e insurrecto como en aquel axial 1941 en que se encontró por primera vez con el público.

Tomado de: La Jornada Semanal

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Entrevista con el vampiro

Por Frank Padrón

La saga Drácula ha contado en el cine con una variopinta plasmación a través del tiempo, desde el surgimiento de la primera adaptación que inspiró la novela concebida por Bram Stoker en 1897, hace nada menos que 90 años (aunque se ha hablado de escenas conservadas de una cinta muda en los inicios del cine a fines del siglo xix), por el actor que encarnó al diabólico conde rumano durante no pocos años y títulos: el austrohúngaro Béla Lugosi, quien lo había estrenado en Broadway en 1927.

Desde esas lejanas plasmaciones del eterno vampiro ―con umbrales como Bram Stoker’s Dracula (1992) de Coppola, cuyo alarde de fidelidad lo llevó a involucrar al autor literario al propio título; La leyenda jamás contada (2014), del debutante Gary Shore; o los animados en 3D de la extendida Hotel Transilvania (2014-2021)― hasta la ya anunciada que dirigirá la china Cloé Zhao y que vestirá al monstruo de… cowboy), el rostro emblemático que ficha el imaginario en torno al también llamado en la pantalla Nosferatu ha sido el del actor y músico británico Christopher Lee (1922-2015 ), quien lo inmortalizara doblemente mediante decenas de filmes.

Justamente uno de esos fue programado en el espacio de lunes alternos Historia del cine (Cubavisión), Los ritos satánicos de Drácula (1973). En el programa el guionista y presentador Carlos Galiano tuvo a bien programar una tan breve como informativa entrevista con el célebre y prolífico actor, que incluso ya anciano se mantuviera activo en el cine, con títulos tales como El señor de los anillos, y en la que rinde homenaje a su predecesor Lugosi como lo hace en el propio filme a través de una réplica del anillo que aquel usara en sus obras.

Dirigida por Alan Gibson, esta vez el vampiro redivivo se oculta en una trasnacional que sustituye su gótico palacio y donde elabora una vacuna con otra peste bubónica que contagiará al mundo hasta provocar el fin. Su eterno enemigo, el científico Van Helsing ―otro que ha protagonizado más de un filme cazando no solo al monstruo de marras―, se opondrá nuevamente a él mientras se entera de que su sobrina y ayudante ha sido raptada con el propósito de que acompañe a Drácula en su apocalíptico plan.

La película es un collage de terror, ocultismo, espionaje, mística y aventuras, unidas por supuesto al vampirismo, muy al gusto setentero, que no acaba de resolver su tono, con unas escenas de las mujeres que eran raptadas para ser “convertidas” que hoy resultan patéticas.

También hay recursos muy facilistas y gratuitos, como esas “armas” siempre a mano de quienes se enfrentan a los engendros diabólicos: estacas, cruces y hasta finalmente un bosque de espinas que sirve de tiro de gracia al protagonista, quien, dicho sea de paso, no tiene aquí demasiado lucimiento, al punto de que casi implica una “actuación especial” del siempre, no obstante, respetable Lee.

Bien resuelta a nivel técnico para la época, con efectos funcionales y una puesta en pantalla decorosa, Los ritos… cuenta con un elenco notable que, además de quien asume al personaje central, incluye a Peter Cushing, Freddie Jones, Joanna Lumley, Michael Coles y William Franklyn, aunque en desempeños más bien desangelados .

Un filme para coleccionistas, aunque diste de clasificar entre lo mejor de la saga Drácula.

Tomado de: Cubacine

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La influencia de Kafka y el expresionismo en el cine y la literatura

Fotograma del filme La lista de Schindler (Estados Unidos,1993) de Steven Spielberg

Por Javier Quirce

La repercusión de la obra de Kafka en el cine y la literatura son enormes, sobre todo en autores posteriores tan relevantes como Camus, Borges, Hitchcock o Welles, que sin sus enigmas y juegos de espejos, nunca hubieran alcanzado tal profundidad narrativa y filosófica ni tampoco el reflejo de esa terrible soledad y drama que le espera al ser humano moderno.

Podemos encontrar innumerables artículos y reflexiones sobre la obra e inmensa influencia posterior que Franz Kafka dejó. Uno de esos casos de la literatura en que parece que la crítica supera a la propia obra. Hay varias teorías que apuntan a que la obra de Kafka consiste en pequeños dramas o pesadillas como dice Borges; o más bien en comedia tal y como opina García Márquez; o quizás en una crítica a la burocracia con tintes anarquistas, línea política que el escritor siguió en su juventud.

Antecedentes. El expresionismo y las sombras que tomaron Europa

A principios del siglo XIX, un Francisco de Goya mayor y enfermo, se pasea por su Quinta del Sordo en Madrid y comienza su colección de pinturas negras, un universo repleto de oscuridad, brujas y espíritus, con Saturno devorando a su hijo (1819-1823) como obra clave, sin sospechar quizás que estaba iniciando uno de los movimientos artísticos más importantes de la historia del arte.

Años después llega la novela victoriana desde Inglaterra, con la obra de Charles Dickens y su crítica a la nueva sociedad industrial. También otros títulos como Frankenstein (1818) de Mary Shelley, El extraño caso de Doctor Jekill y Mister Hyde (1886) de Stevenson, El retrato de Dorian Gray (1890) de Oscar Wilde o Drácula (1897) de Bram Stoker. En una evolución de la novela hacia una dudosa moralidad y un marcado gusto por lo gótico, lo siniestro y la profundidad del alma humana.

Charles Baudelaire eleva en Francia el simbolismo poético con Las flores del mal (1857), y al otro lado del Atlántico, Edgar Allan Poe -a quien el poeta francés denominaba su hermano oscuro- entrega sus primeros relatos de terror a varias revistas americanas.

Schopenhauer y El mundo como voluntad y representación (1819) dan un nuevo enfoque a la filosofía occidental, y al poco tiempo, Nietzsche y Freud remueven la conciencia de Europa, uno con su concepto de Superhombre, un nuevo ser humano no sometido a las limitaciones morales, y el otro, ya a finales del siglo XIX, con su psicoanálisis.

El proceso (1925) de Franz Kafka, una de sus obras capitales

Las raíces judías de Kafka tienen una clara repercusión en su obra, como por ejemplo sus reflexiones morales y religiosas con respecto al concepto de culpa, sobre todo en dos de sus obras más destacadas: El proceso (1925) y el relato La metamorfosis (1915). Algo que ya hizo previamente Dostoyevski con su atormentado estudiante de San Petesburgo Ralskolnikov en Crimen y Castigo (1866).

El proceso, es considerado como una de las novelas cumbre de la literatura universal. Basada en un cuento anterior llamado Ante la ley, nos cuenta la historia del alter ego del escritor Josef K. que es acusado a lo largo de la novela de un crimen que no sabe si ha cometido. Sombras alargadas, funcionarios tenebrosos, despachos oscuros, mujeres enigmáticas y una angustia existencial constante arrastran al lector de esta novela a un sin fin de preguntas.

Todas estas temáticas coinciden con las obras de sus contemporáneos del cine alemán, con Robert Wiene y El gabiniete del Doctor Caligari (1920), Fritz Lang y su Metropolis (1927) y Murnau con Nosferatu (1922). Películas en las que, como en la novela, predominan las sombras, los paisajes con edificios y oficinas envueltas en tinieblas y personajes con rasgos muy marcados.

El arte siempre tiene que ver

La tendencia expresionista contemporánea al cine y la literatura proviene de la corriente pictórica del grupo de artistas de El jinete azul en Múnich, con Kandinsky y Franz Marc; también con pintores de El puente de Dresden como Emil Nolde; y luego, por supuesto, los desgarradores paisajes y autorretratos de Egon Schiele desde Austria. Al mismo tiempo llegan también los primeros campos de color de Paul Klee, con referencias al arte gótico y medieval y el uso de colores con distintos significados.

Sabemos también que años después Adolf Hitler, acomplejado por su expulsión de la escuela pictórica de Viena, persiguió después ferozmente a todos los pintores expresionistas y quemó buena parte de sus obras, las que denominó «arte degenerado». Sea como sea, el expresionismo, con sus sombras alargadas, sus paisajes tenebrosos y la novela El proceso con su trágico final, parece que pronosticaban de alguna forma la pesadilla que viviría Europa con el Nacionalsocialismo y la Segunda Guerra Mundial.

Hay una réplica en España de esta tendencia en Luces de bohemia (1924) de Valle-Inclán, obra con la que iniciaba el esperpento. En ella tenemos a Max Estrella, poeta ciego y pobre durante su última noche en Madrid. La podríamos denominar como una versión española del expresionismo, además, simboliza muy bien el espíritu decadente de la época.

La influencia de Kafka en el cine

En cuanto a la influencia de estas tinieblas expresionistas en el cine, es más que evidente en títulos posteriores. Todos los grandes directores han sido grandes lectores, y Alfred Hitchcock no es una excepción. Ávido lector desde joven, devora novela del siglo XIX, con Henry James a la cabeza y su historia de fantasmas Otra vuelta de tuerca (1898), en lo que podríamos denominar como el inicio de la intriga y el suspense. Hitchcock frecuenta también a Patricia Highsmith y Extraños en un tren (1951) y luego lee también con ardor a Kafka.

Las claras referencias kafkianas, como el recurrente tema de la sospecha o de la culpa constante sobre el protagonista en películas como Rebeca (1942), Sospecha (1941) o Con la muerte en los talones (1959), son más que evidentes. Parece que Hitchcock recoge también de Kafka su tendencia a desarrollar mujeres enigmáticas, algo muy visto también en el cine negro y policiaco. Como la famosa femme fatale, la Kim Novak de Vértigo (1958) como claro ejemplo.

En 1962 llega un director con la capacidad, sensibilidad e inteligencia necesarias para llevar a cabo la adaptación cinematográfica de El proceso, el genuino Orson Welles. Con Anthony Perkins en uno de su grandes papeles -el también Norman Bates de Psicosis (1959)-. Largas sombras, diálogos interminables y una angustia constante para el espectador reflejan de forma impecable en el cine la obra de Kafka. Temática y atmósfera que se repiten en El tercer hombre (1949) de Carol Reed. Junto a la música de Anton Karas y esas sombrías calles de Viena, es considerado por algunos como el primer thriller de la historia. Podemos decir en este caso que la atmósfera de intriga en la obra de Kafka, también parece que tenga cierta repercusión en las películas y literatura de espías, temática que la guerra fría no hizo más que alimentar.

De claros tintes expresionistas, es también la fotografía de la primero incomprendida y luego glorificada La noche del cazador (1955) de Charles Laughton. Una cinta americana pero que mira constantemente a Europa. Un cuento infantil protagonizado por un siniestro reverendo, interpretado de forma magistral por Robert Mitchum y ese reflejo que le acompaña de sombras alargadas. Cabe destacar la influencia de movimientos artísticos como la Escuela de Nueva York y el action paiting del expresionismo abstracto americano, con Jackson Pollock a la cabeza.

Damos un salto aterrizando en la era moderna, a finales de los ochenta, mientras un joven Basquiat pintaba grafitis en Nueva York, comenzaba la carrera del director danés Lars von Trier. Heredero del dramaturgo Henrik Ibsen y de los cineastas Bergman y Tarkovsky.

Parece que todas sus películas buscan provocar un grito en el espectador, como el del cuadro de Munch. Con numerosas referencias cinematográficas, literarias y pictóricas, toda la obra de Lars von Trier, desde títulos como Europa (1991), con ese hombre que viaja por un tren en la Alemania de la posguerra, a esa enorme reflexión religiosa que se llama Rompiendo las olas (1996), Dogville (2003) o Melancolía (2011), von Trier repite constantemente la norma del personaje atormentado y solitario, tanto en papeles masculinos como femeninos, que se enfrenta solo a una sociedad fría, déspota y cruel, lo que es a su vez uno de los principales leitmotiv de la obra de Kafka, con claras referencias religiosas y existenciales.

Es también reseñable la fotografía de La lista de Schindler (1993) de Steven Spielberg, con ese blanco y negro únicamente roto con las secuencias de la niña judía de vestido rojo en el gueto de Cracovia. Junto a la inolvidable música de John Williams, la película recoge de nuevo la atmósfera de la época en esa vieja y castigada Alemania en guerra.

Heredera del estilo gótico y de una línea de cómics cada vez más oscuros, llegan el Batman de Tim Burton (1989), El caballero oscuro (2008) de Christopher Nolan y el último y aclamado Joker (2019) de Todd Phillips. Películas donde aparecen de nuevo esas sombras alargadas y cuerpos de rasgos marcados y de movimientos desgarradores, muy aconsejable para representar personajes atormentados que recuerdan inevitablemente a los autorretratos del Austriaco Egon Schiele.

Tomado de: Cultugrafía

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La persistencia del sol. Notas sobre la película de Aramí Ullón

Por Ticio Escobar

Los ayoreo, pueblo nómada de cazadores-recolectores ubicado en el Chaco paraguayo y en el oriente boliviano, vivían independientes en sus territorios ancestrales hasta la década de los 60. A partir de entonces, los misioneros salesianos y, luego, los de la Misión A Nuevas Tribus (MANT) comenzaron una agresiva campaña civilizatoria y evangelizadora dirigida a cristianizar a “los salvajes”, sacarlos del monte y concentrarlos en reducciones.

Una de las incursiones de la MANT, realizada el 30 de diciembre de 1986, fue especialmente violenta y dejó como saldo muertos y heridos. Los ayoreo silvícolas fueron llevados a la Misión Campo Loro de la MANT y establecidos allí en condiciones inhumanas: en una zona fantasma sin colores ni latidos.

Este infortunio, que puede ser considerado la escena fundacional de los hechos relatados en la película Apenas el sol, dirigida por Aramí Ullón, fue un caso más en el curso de una historia que reeditó la evangelización intolerante y compulsiva iniciada en nuestro país en el siglo XVII. Pero este hecho luctuoso adquirió una enorme difusión que sacudió la opinión pública nacional e internacional y marcó un hito en la defensa de los derechos territoriales y culturales de los pueblos indígenas. Es que la tragedia manifestó al rojo vivo la dinámica de un mecanismo perverso que podría ser esquematizado así: los indígenas eran arrancados de sus tierras, neutralizados simbólicamente y dispuestos para servir de mano de obra barata a quienes se habían instalado en aquellas tierras. Aún quedan indígenas que viven en las últimas selvas al margen de la sociedad nacional. Esta situación debe activar una alarma roja en la sociedad, el Estado y la comunidad internacional.

Las memorias

Apenas el sol no relata esta tragedia, pero las esquirlas de sus destrozos brillan insistente, oscuramente, en el discurso constante del ayoreo Mateo Sobode Chiqueno. Con obsesivo dolor, él vive las consecuencias de la colonización traducidas en un pueblo desarraigado y dividido, al borde de la desintegración étnica y la pérdida de la memoria colectiva.

En un tiempo obsesionado por el archivo de la memoria, se manifiestan regímenes alternativos de inscripción y registro: otras maneras de asentar la historia que no pasan por los dispositivos tradicionales. Son recuerdos, o momentos de recuerdos, que adquieren discursividad, carácter narrativo y, aun, estatuto testimonial mediante relatos colectivos, rituales, cánticos, imágenes y referencias míticas capaces de avizorar espacios donde la palabra no llega. La falla del sistema de registro puramente basado en el lenguaje es que no alcanza a cubrir intersticios o abismos renuentes al orden del símbolo. Por definición, el acontecimiento excede cualquier superficie de inscripción y deja, por ende, un exceso o una falta que desconciertan la lógica del catálogo. Esos agujeros o esos sobrantes sobrepasan el plano de las fichas reales o virtuales: los traumas, el miedo, el hambre y el dolor extremos, el detrás oscuro de los recuerdos, las claves del inconsciente y las razones del deseo, no pueden ser descifrados y anotados. Pero pueden ser rozados por la imaginación e iluminados fugazmente por sus relámpagos.

El cine en cuanto arte puede ofrecer pistas, ladeadas siempre, de sombras y destellos que no caben en ningún archivo constituido por signos y cifras razonadas. Y eso porque trabajan con la imaginación y la sensibilidad: la creatividad capaz de conjeturar la relación del dato que falta. Mateo busca asentar, conservar y transmitir los murmullos potentes de una cultura amenazada; busca capturar momentos en devenir constante, hilar los fragmentos de una historia rota para vislumbrar posibles futuros que ordenen las partes (incluso las perdidas, incluso las sobrantes) en otros porvenires imposibles de ser proyectados con claridad, pero capaces de ser soñados con la fuerza suficiente como para habilitar escenarios recuperados o mínimamente recuperables, al menos.

Los ayoreo usaban tradicionalmente heraldos que caminaban distancias –inverosímiles en términos nuestros– para llevar noticias de un grupo a otro. Cuando descubrieron las grabadoras, las incorporaron rápidamente, impulsados por la inteligencia práctica que tienen las culturas para asimilar nuevos elementos que las dinamicen. Las grabadoras llevaban –llevan– saludos, canciones, informes, novedades y avisos fundamentales. La película se centra en la dura faena de Mateo que lo lleva a emplear ese instrumento para registrar (en el sentido amplio del término) voces y signos. Signos y voces tensados entre el recuerdo de una vida despojada y ansiada siempre y la aceptación de un destino que parece ineluctable. Mateo es un riguroso historiador que emplea el registro de palabras y gestos, expuestos al riesgo inminente de diluirse. La película enfatiza la materialidad del anticuado dispositivo empleado; se detiene en sus azares y contingencias, en la dificultad de rebobinar o reponer las cintas magnéticas en un medio, no solo carente de repuestos y posibilidades de compostura técnica, sino sujeto a la implacable obsolescencia capitalista. Los casetes que, cargados de voces –o de fantasmas ya de voces– mantienen alertas las resonancias de una manera de vivir que ha muerto en gran parte. Que ha sido asesinada.

La ficción expandida

El tratamiento de la cuestión indígena ayuda a desdibujar los límites de categorías convencionales fuertemente arraigadas en las disciplinas del arte. Las disyunciones binarias “documental/ ficción”, “ficción/realidad”, “historia/memoria”, etc., vacilan ante el avance de modalidades narrativas y formales que comprometen la estabilidad de aquellas categorías universalizantes de cuño hegemónico occidental. Por un lado, resulta impensable hoy un cine que no incorpore la ficción: en verdad no sería cine, sino un asiento aséptico de imágenes en movimiento; sin pliegues, sombras ni destellos, sin lugar para las preguntas sobre el sentido movidas más allá del puro principio de realidad. Por otro lado, no parece posible un cine que no se vincule con las referencias objetivas que alimentan el trabajo de la imaginación. La diferencia que para la fotografía estableciera Barthes entre el studium (la descripción de las circunstancias) y el punctum (la torsión que perturba las referencias para apuntar al acontecimiento), también sirve para las artes en general, ninguna de cuyas manifestaciones es puro registro objetivo ni pura alteración de los datos para movilizar el sentido.

El intento de documentar despejando las ilusiones, es una ilusión más. Aplicado a cuestiones indígenas, el cine documental ha ayudado a borronear sus límites tajantes con el cine de ficción y ha menguado la distancia entre el trabajo de ficción y el de representación de una realidad ineludiblemente envuelta en imaginarios y representaciones previas. El término “fabulaciones especulativas” de Donna Haraway, que me revelara Suely Rolnik cuando discutimos esta cuestión, ayuda a circunscribir provisionalmente una zona abierta a todos los cruces del pensamiento, la ficción, la visión y la mirada para merodear mundos oscuros y hermosos que nos interpelan desde fuera del campo de la representación.

Apenas el sol incluye historias, relatos, cánticos, testimonios, documentos, divagaciones y desvaríos. Incluye el “pensamiento continuo” y el porfiado sueño. Es un documental. Es un poema; en parte, una elegía. Creo que el desafío del cine es acercarse al poema (como es el reto del poema rozar la imagen/sonido en movimiento). La película culmina en lo que Osvaldo Salerno llamó “la coda de una sinfonía gloriosa”. El incendio barroco, alegórico, de la tierra y el cielo. Casi del sol. Casi la esperanza en un porvenir ignorado.

De lo político

La película tiene un fuerte componente político, no porque reclame tierras y derechos expoliados, no porque denuncie de manera literal la porfiada colonización que sigue devastando pueblos y devorando territorios, sino porque convoca la presencia de sujetos erradicados de la escena pública: allí donde se reparten posiciones, intereses, bienes, voces e imágenes. Lo político es acá básicamente micropolítico: involucra las subjetividades sociales, la sensibilidad y el deseo, los afectos, las repercusiones sobre el cuerpo de la historia y el ambiente; implica el inconsciente, negra caja de resonancias que mueve y perturba las formas del arte. La película recoge menudos momentos del recuerdo, anécdotas delicadas que traman el detrás de los grandes sucesos. A veces, apenas muestra los vestigios de lo que pudo ser y que permanecen como gérmenes de potencias desconocidas pero alentadoras, como muescas de un saber que traspasa los límites de la sabiduría misma: es “la conciencia continua”, en el decir de una chamana; es la dolorosa lucidez que no descansa.

Rancière dice que el momento político en el arte (en el cine) comienza con la irrupción de los invisibilizados; entonces se produce un disturbio en el régimen de la representación social: un diferendo que altera la distribución de los papeles. En esta película los ayoreo no solo acceden a la escena, sino que la toman; ejercen el protagonismo, la agencia de su propia representación.

El componente político –micropolítico– también se afirma mediante las ya citadas formas alternativas de inscripción de la memoria, que actúan en una dirección decolonial impugnando la hegemonía anglo-euro-occidental del registro escrito, sujeto a pautas canónicas de clasificación y ordenamiento. Y se afirma asimismo en cuanto sugiere una salida imposible/posible que contradice el pragmatismo del realpolitik según el cual la política es la ciencia de lo posible. Para el pensamiento indígena, la utopía no es el nombre del no-lugar inalcanzable, sino el principio de un sueño capaz de señalar el acceso de ese lugar anhelado. Capaz de develar un camino trazado entre el pasado casi perdido y la obstinada promesa de un porvenir apenas divisable por entre el polvo de los terrenos pelados. Pelados de montes, de animales y de certezas potentes. Solo queda el sol, quizá porque está demasiado alto como para ser alcanzado por la especulación de la tierra. Sus luces menguadas son aún capaces de indicar rumbos, quizá imposibles pero todavía indispensables.

Tomado de: La Ventana

Tráiler del filme Apenas el sol (Paraguay, 2020) de Arami Ullón

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