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Dejar la historia en un punto de verdad. Por: Octavio Fraga Guerra*

El día más largo (Fotograma)

Fotograma del filme documental “El día mñas largo”, de la cineasta cubana Rebeca Chávez

Un documento desprovisto de intervenciones artísticas y recursos estéticos es redimensionado por el arte y el talento de los cineastas, tras ser identificado por sus valores historicistas. Erigido en virtuosas texturas e imprescindibles núcleos cinematográficos, es construido con pensadas retóricas, esenciales narrativas y aquilatados discursos, fortalecidos con los muchos íconos que deambulan en sus predios.

Con estos anclajes, que no los únicos, construyó su documental El día más largo (2011) la cineasta cubana Rebeca Chávez, presa de la emoción al identificar el valor del pliego televisivo. Una entrevista realizada al Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz el 4 de enero de 1959 por el periodista Luis Navarro, corresponsal de la Cadena CMQ Televisión, en Camagüey. El documento es objeto de la construcción cinematográfica, erigida como otro discurso, como un texto de evocaciones, apuntes históricos y agudo simbolismo.

La entrevista, tras un arduo trabajo de restauración, nos revela la trascendencia de las palabras de un protagonista excepcional. No solo por la estatura intelectual y moral del testimoniante, sino también por los argumentos que presenta, esenciales en la historia de la nación cubana.

El triunfo del Ejército Rebelde el 1 de enero de 1959 marcó una ruta sellada por los valores humanistas heredados de nuestro José Martí. En esta pieza documental, la autora fílmica lo subrayó erguida por la pasión, por la autenticidad de sus palabras-documento.

Rebeca Chávez, autora de los filmes Nacha Guevara (1978), Buscando a Chano Pozo (1987), Con todo mi amor, Rita (2000) y Cuando Sindo Garay visitó a Emiliano Blez (2002) entabla un discurso donde la imagen es texto sustantivo, ejemplar ejercicio de escritura histórica. Asimismo, Entre el Arte y la Cultura (2004), de la serie documental Cuba: Caminos de Revolución, contempla estos atributos.

La documentalista se apropia en este filme de la iconografía de la Revolución cubana, construye simbologías y contextualiza los hechos con fotos y videos clásicos, fortalecidos por la envoltura de imágenes inéditas. Son recursos esenciales para legitimar su puesta cinematográfica, construir veracidad y rigor histórico.

Ante la mirada del espectador cautivo esta obra resulta una ejemplar retrospectiva de hechos, cuando evoca los iconos de la gesta liberadora en trazo sentido, en letra fílmica de acusada sobriedad narratológica. Escribe su fotografía desde las esencias estéticas, conceptuales, discursivas de los grandes creadores que acompañaron el período fundacional de la Revolución cubana: Korda, Liborio Noval, Osvaldo Salas, entre otros.

En los albores de este discurso fílmico, a manera de apuntes, el documental revela la presencia de los líderes de la lucha insurreccional que tuvo su base de operaciones en los predios de la Sierra Maestra. El Che, Camilo, Raúl, Vilma, Celia son los protagonistas de este primer tiempo. Son presentados por la realizadora en cuidadas escrituras, en acusados tiempos, en justificados encuadres de un montaje trazado con esbelto ritmo, erguido discurso.

Pero se impone significar sobre un esencial capítulo de esta obra: Fidel es un doble narrador. Sus palabras frescas, apasionadas, sentidas, se revelan como un texto documento, una voz que narra los hechos y la historia de aquellos primeros días, decisivos para el curso de la nación. Pero, el líder histórico de la Revolución cubana es también el narrador cinematográfico, el conductor fílmico, el excepcional protagonista.

La avanzada victoriosa de las tropas comandadas por el Che, Raúl y Camilo; la huida del dictador Fulgencio Batista; la convocatoria de la Comandancia Rebelde para una huelga general apoyada por el pueblo y la traición del General Cantillo son asuntos que el narrador fílmico nos revela en el prólogo del filme y en toda la obra. Avista así su don de la oratoria, sus sentidas palabras y el compromiso con los ideales impulsores de nuestra Revolución.

El día más largo evoluciona con las palabras de Fidel, con nuevos bocetos argumentales jerarquizados en sustantivas ideas enfocadas al recuerdo de los compañeros caídos, al sentido moral y humanista de esa gran hazaña, al rol del pueblo que acompañó a los rebeldes hasta la definitiva victoria, anclada en los principios martianos.

Nuevamente los planos y encuadres apuntan hacia una mayor relevancia del personaje protagónico, fortaleciendo lo sobrio de sus palabras, lo esencial de sus intervenciones. La pantalla emerge viril con las huellas de ralladuras, los atuendos de colores pretéritos, las suciedades que la humedad firma en los cuerpos del celuloide. Este dejar en la película fortalece lo documental. Tras más de cincuenta años de “olvido” el tiempo ha “pintado” en sus núcleos y rebordes.

Es parte del valor de este documental las otras vestimentas narrativas que lo singularizan, los otros recursos expresivos redimensionados. Es la historia signada por las estelas del arte, por el oportuno texto de una autora cinematográfica caracterizada por el rigor, la búsqueda del valor humanista, del preciso mensaje. Son los subrayados del género cuando sus creadores entienden e interpretan las esencias.

Narrar desde la voz y la imagen del Comandante en los días previos a su llegada victoriosa a La Habana es parte de la encomienda del filme. Un aporte significante para nuestra historia, tejida de cronologías, de pasajes que los historiadores y la propia filmografía documental han escrito en muchos cuadros de sustantivos planos.

Fidel se nos revela emocionado, gesticulador, seguro de sus palabras y sus ideas. Completa sus apuntes con la toma de La Cabaña comandada por el Che, la irrupción moral de Camilo en el campamento militar La Columbia y la entrada victoriosa de Raúl en el cuartel Moncada.

Rebeca nos escribe la historia de esos días, de esas horas con un narrador cuyo liderazgo está fortalecido por la materialidad de sus palabras, por la concreción de sus compromisos. Los argumentos y reflexiones de este medular testimonio son puestos por la realizadora documental en la estela del tiempo, en el ángulo de lo logrado por más de 57 años de épica humanista.

Al excepcional protagonista-narrador lo dibuja desde la sobriedad del montaje, subraya sus palabras como discurso medular del filme documental; lo acompaña con toques de historia, con los recursos del archivo fílmico construido desde la verdad, que el tiempo confirma y legitima con la evocación.

No es casual, la documentalista deja para el último tercio del material las sentidas palabras de Fidel para el pueblo y sus muchos héroes. Son los argumentos de un líder excepcional que hizo suya la dignidad y el sentido del deber como predicas máximas. En un último gran corte la documentalista se apropia del reservorio audiovisual de la nación, fortalecido posteriormente por los cineastas del ICAIC, la gran casa donde tejieron sus narraciones fílmicas.

Con imágenes reconstruidas, redimensionadas en El día más largo, Rebeca Chávez acompaña al Comandante en Jefe. Fortalece sus hondas argumentaciones, sus erguidas metáforas de hombre curtido en la lucha, convoca también a los acordes del Quinteto Rebelde, narradores y cronistas de ese período glorioso de nuestra historia. Un hermoso cierre documental, que no se abstrae del bullicio victorioso, de la alegría del pueblo ante la entrada de los Rebeldes a La Habana.

Frente a esta pieza fílmica de sobria factura, erigida para el fortalecimiento de los hechos, del conocimiento, la memoria, imprescindible para el curso orgánico de la sociedad y el futuro de la nación cubana, los lectores entablarán un dialogo de interpretaciones y emociones.

El documental pone en primer plano la necesidad de articular la historia con el presente-futuro; subraya que sus actores han de ser filmados, jerarquizados, socializados, y reafirma la necesidad de documentar lo transcendente de cada momento, cada espacio, cada hecho medular.

Texto tomado de Notas del reverso de: http://www.lajiribilla.cu

*(La Habana, 1966) Licenciado en Comunicación Audiovisual (Instituto Superior de Arte). Editor del blog CineReverso. Productor y guionista de cine y televisión. Articulista de la revista cultural La Jiribilla. Colaborador de las publicaciones Cubarte y Cubainformación, esta última de España.

15 años La Jiribilla

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Crónica polaca en un habanero pueblo de ultramar. Por: Octavio Fraga Guerra*

Casa BlancaSaborear un texto fílmico desde la más vetusta racionalidad; construir aquilatadas rutas críticas para codificar el transitar de signos rasgados de silencios que transpiran alientos; identificar encuadres primogénitos rubricados con declarada intencionalidad; apuntar sobre una nota explicativa que se “impone” al subrayar vacíos históricos, culturales, étnicos o religiosos, son algunas de las praxis persistentes en los lectores audiovisuales cuando se adentran en una obra de puestas sublimes, de renovados modos artísticos, de singular narrativa.

Un plano general que absorbe claros de luz en medio de un abismo de quebradas neblinas. Fugas de sonidos que redoblan las grietas del mar adentro salpicando metáforas contra los rebordes de un atracadero. El garabatear de silbidos venidos de un espacio interior que persiste incólume, antiguo, descorchado.

Son estos los cuidados apuntes fotográficos de valor antropológico vertidos como esteras de luz, integrados en un discurso que adquiere valor, sentido, fortaleza, identidad en el filme documental Casa Blanca (2015), de la cineasta polaca Aleksandra Maciuszek. La brillante narradora de historias y relatos afincó la cámara en los parajes de un pueblo habanero absorto por el mar.

Estas veladas lucubraciones de luz y collage emergen como mamparas en las páginas de su texto cinematográfico, a veces como breves diarios, en otras transitan como crónicas inconclusas. Ella fotografía la voluptuosidad y el desenfado de pescadores sin nombre, “anclados” en las riberas de un puerto desde cuyas ventanas emerge la ciudad con sus andares clásicos y sus sabores de pretendida modernidad. Escribe su aguda narrativa distante, impasible, en poniente, alejada de esos escenarios que exigen lecturas de trazos intensos. Se aferra a ese otro, ya subrayado, espacio de límites conversos y encierros como si no le importara lo que más allá sucede.

Maciuszek erige al pueblo de Casa Blanca con cuidados planos, apropiándose del tiempo que allí transcurre ajeno a lo trepidante, a lo inocuo de los torbellinos que habitan en toda ciudad capital. Las imágenes transpiran como delgadas caligrafías de crónicas aguafuertes o notas de un diario donde se impone la sobriedad de los escenarios interiores, las grietas de las paredes y las calles de nichos tardíos. Son huellas de luces inconclusas trasnochadas por el salitre y el silencio.

La cámara emplazada revela con mesura la arraigada pobreza material, el desenfado de sus habitantes, el sentido del límite ante el espacio marcado por el horizonte. Reconoce, con sus trazas de espejos traslucidos, un puerto que se torna distinto, desolado, inmenso. Un enclave de mar que cuando lo revisitamos desde los dorsos de años transcurridos, descubrimos que en ese tiempo caducado todo fue movimiento.

Nos queda visitar nuestra imaginación contenida que puede ser destrabada por dibujos a línea, en tinta fresca. En un primer tiempo avizoramos el trajinar de grúas que elevan cargas tupidas o cuadriculadas de acero intenso. En el centro, los pilotes de luz que establecen límites, rutas, espacios vedados. A la entrada de sus puertas derruidas, que antaño se cerraban con una prominente cadena, los prácticos agolpados al acecho transitan por las estrechas franjas de mar, por momento irascibles, delimitadas por un canal que esconde un túnel de brazos comunicantes.

Estas son las delgadas telas de un escenario que persiste detrás de lo que realmente le importa narrar a la documentalista. Nelsa y Vladimir son los verdaderos protagonistas de sus apuntes fílmicos. Los delinea como claro de luz, los dibuja desde una escalonada curvatura fílmica. Sin encuadres tercos, ambiguos, abigarrados; todos ellos despojados de los tecnológicos caprichos o emprendidas fotografías que algunos venden con sabor a futurismo o desvelo digital.

Ella, una curtida anciana, y su hijo, con síndrome de Down, se dejan historiar y lo hacen desprovistos de visos actorales, que en verdad son ajenos a los remiendos de sus cotidianas vidas.

La cámara bosqueja los espacios interiores de su humilde vivienda. Unas pocas cacerolas, vasos de plástico abigarrados de humedades que se exhiben desordenadas, los cubiertos de todos los retornos. La cama, que se antoja para ellos dos, frente a una ventana inconclusa de luz partida y una escalera que emerge empinada, intrigante, estrecha, son parte de la utilería recurrente en los planos signados.

Esta pieza documental ignora los compases de algoritmos altisonantes, propios de un poblado donde se dialoga cantando. No porque estos elementos importen para la escritura del filme sino porque forman parte de ese mundo exterior, sórdido por momentos, solidario muchas veces.

Nelsa destraba una verborrea imperceptible, entrecortada, de vago acento. Se empina con la tenue gestualidad de sus manos que expresan párrafos enteros, artículos completos, como libros de icónicos abrazos. Distingos de una mujer que ha degustado los ardores y poderes de la vida; a pesar de su brazo anulado, detenido, impasible, sin claros retornos.

En ese mismo plano está Vladimir. Su mirada se entrecruza, se esquiva y siempre le acompaña en los momentos de interiores, en ese diminuto espacio fragmentado, tomado por los abigarrados objetos que persisten anclados a la sobriedad y al silencio. En algunos fragmentos este actor de su propia realidad se revela inconcluso, surrealista, destronado.

Madre e hijo han sabido entenderse con textos que no requieren vocablos sustantivos de elevada literatura. Comparten ese minúsculo espacio de vida con la fuerza que imprime la ternura, la complicidad de estar juntos por muchos años a pesar de los dispares derroteros que le marcan.

La empecinada soledad, las limitaciones mentales y motoras que les arropan, el encarar un proyecto de vida más allá de los pilotes de ultramar o el no querer volar fuera de ese espacio de delgadas dimensiones, son parte de las letras de este filme documental en el que la autora se apresta a significar acentos, frases curtidas, escenas descollantes y las erigidas emociones que esculpe de veracidad a toda pieza narrativa.

Esta apuesta documental es un cuadro de acusadas imágenes, siempre sustantivas, que nos permite tocar los objetos, los olores, las memorias contenidas, los abrazos derrocados a pesar de la distancia, del tiempo narrado; incluso, el propio tiempo de filmar cada escena o cada plano, que el tiempo vierte convertido en desechos y las tecnologías depositan en alguna papelera digital.

Son distingos de la escritura fílmica que la autora documental expresa en cuadros biográficos, en breves prosas de intensa narrativa. Un reunir de relatos espaciados que buscan retratar lo marginal, lo periférico tal vez. Pero sobre todo, los anclajes humanos que les marca como seres de singulares texturas.

Aleksandra no se contenta con primeras lecturas, con lo que resulta evidente ante el posicionamiento de una cámara siempre impasible. Denota su historia con el construir de sobrios planos, significando los poderes del amor a los que se aferran sus actores, pero también a los desencuentros en los que se engarzan. Sobre todo a los recuerdos, al deseo de estar juntos en medio de la precariedad, sin saber, o pretender saber, sobre el mañana. Van enganchados como testarudos mortales habitando en un lugar que se exhibe anodino.

La virtuosa cineasta explora con cuidada holgura a Vladimir, quién se muestra subyugado por la cámara. Testimonia sus erráticos andares por los escenarios de este poblado, a veces lustroso, siempre descolorido. Un vecindario donde habitan gente humilde pero arrogante, ambivalente, que acogen entre sus calles las reiteradas palabras del protagonista, sus entonados miedos a las travesuras de las que es objeto. Un lugar donde persiste el sabor a salitre, donde no faltan los improperios, las burlas o los atropellos ante la naturaleza de un actor que entiende la envoltura de sus claros límites.

Ante estos retratos que se distinguen como crónicas fílmicas, las preguntas acechan, las palabras estremecen, los límites encandilan. La autora los dibuja pintados con sabia y talento para romperlos, subvertirlos, hacerlos nuevamente con los tejidos de la humanidad.

Tomado de Pensar el cine de: http://www.cubarte.cult.cu

*Licenciado en Comunicación Audiovisual (Instituto Superior de Arte). Editor del blog CineReverso. Productor y guionista de cine y televisión. Articulista de la revista cultural La Jiribilla. Colaborador de las publicaciones Cubarte y Cubainformación, esta última de España.

15 años Cubarte

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Pintar la desmemoria con palabras fílmicas. Por: Octavio Fraga Guerra*

Movie Poster - Finding Mabel - Master CopyCon una escena demoledora, sentida, de las que impregnan definitivas huellas en la memoria, abre el documental Buscando a Mabel, un texto de la cineasta y actriz norteamericana Eileen Mabel. La portada que erige la documentalista forma parte de los archivos del dolor, la desesperación, la ira y la clemencia de miles de mujeres argentinas que, en tiempos de dictadura, exigieron el retorno de sus hijos desaparecidos, víctimas del genocidio liderado por el General Rafael Videla, jefe de las Fuerzas Armadas de entonces, luego presidente de facto.

Este prólogo aflora como el punto de partida hacia un intenso viaje que transita desde los anclajes de la reconstrucción de hechos hasta los llanos argumentos que ponen en primer plano el origen del nombre de la realizadora. También de los muchos relatos de envoltura biográfica e histórica que deambulan en su génesis. Sus padres, los revolucionarios argentinos Alicia Jrapko y Juan Reardon nombraron a sus hijos Eileen Mabel, Gabriela Emma y Juan Alberto, tomando los nombres de entrañables compatriotas desaparecidos en ese período negro de la nación sudamericana.

Con este filme, Eileen y el equipo de realización toman nota sobre Yolanda Mabel Zamora, militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores, desaparecida con tan solo 19 años. Su vida es reconstruida a manera de apuntes en los que la palabra tiene un peso, una singular presencia en la historia.

Es la nítida expresión del recuerdo de los que la conocieron, ubicados en esta puesta cinematográfica sin pretendida estructura cronológica, sin alinear con meridiana exactitud las rutas vitales de la joven militante. Con el filme se significa, se jerarquiza, se pone en contexto lo medular de su historia, permitiéndonos acceder a las fotografías biográficas.

Para materializar esta ruta fílmica la documentalista se enrola en compañía de su hermano, de su esposo y la cómplice participación de los amigos. En la obra se revelan testimonios, ilustraciones icónicas, hechos contrastados, fotos de naturaleza doméstica convertidos en documentos y episodios jerarquizados en letra fílmica. Estos adquieren valor simbólico en este documental, tras el abultado silencio que nos quiere imponer la desmemoria instrumentada por los responsables de los hechos narrados, que han encontrado en los medios reaccionarios del país suramericano pensadas letras encubridoras.

En el texto fílmico subyace una Argentina empeñada en hacer justicia por los casi 30 mil hombres y mujeres exterminados por execrables militares usurpadores del poder en las décadas de los años 70 y principios de los 80 del pasado siglo. Una nación que toma de la constancia y el coraje de las Madres de la Plaza de Mayo, que no han cesado su hacer por los desaparecidos de la dictadura.

Buscando a Mabel está edificado como un diario de viajes, una ruta en la que se integran la memoria familiar y el dialogo cruzado de los muchos otros testimonios convocados por la autora fílmica, que irrumpen como parte del empeño indagatorio de esta gesta cinematográfica narrada en primera persona.

Eileen superpone imágenes de archivo que forman parte del reservorio de la historia, de ese pasado aún incompleto. Lo resuelve fusionándolo con gráficas de sobrias líneas dispuestas para completar la ausencia de iconografías documentales. Son estos recursos apoyaturas legitimadoras de la narración que emerge y evoluciona sopesada por las emociones, por la impronta de reconstruir una historia trunca.

El epílogo del filme es doblemente simbólico. Tras una larga y emotiva ruta la documentalista quiere ser parte de ese empeño por cimentar la memoria. Junto a los testimoniantes (familiares y amigos de la protagonista del filme), siembra en el lugar donde desapareció la joven argentina una baldosa que se integra a las muchas huellas que habitan en las calles, plazas, parques y escenarios campestres de una nación empeñada en no olvidar ese pasado tenebroso. Un final vertido de emotividad, de abrazos sentidos, de hondas palabras que pintan de sustantivas verdades cada minuto de esta oportuna obra documental.

Tomado de Pensar el cine de: http://www.cubarte.cult.cu

*Licenciado en Comunicación Audiovisual (Instituto Superior de Arte). Editor del blog CineReverso. Productor y guionista de cine y televisión. Articulista de la revista cultural La Jiribilla. Colaborador de las publicaciones Cubarte y Cubainformación, esta última de España.

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Los pilotes de Leontina. Por: Octavio Fraga Guerra*

LeontinaPor los deseos de aventuras, un niño organiza una expedición hacia ´El Legionario´, una tienda apartada en la que siempre se ofrecen golosinas a una hora específica. En las travesías descubren rarezas en el modo de vida del pueblo y tienen impedimentos que son instrumentados por algunos habitantes poderosos del lugar. El carácter peculiar de Rodrigo, el dueño de ´El Legionario`, y la atmosfera de su local crean en los niños gran encantamiento consiguiendo cambiar el destino y el estado de las cosas”.

Esta es la nota de presentación del filme Leontina, segundo largo de ficción del cineasta cubano Rudy Mora, también realizador de televisión. Un texto que exhibe un inusual surrealismo en la construcción de su puesta en escena, erigidos por locaciones que subrayan, significan, fortalecen metáforas o argumentos no explícitos. Son espacios de luces y sombras que fortalecen las estructuras dramáticas erigidos como una suerte de lugares, por momentos sinuosos, que ponen en contexto los derroteros por donde transitan, evolucionan o adquieren corporeidad los personajes.

Ante el descorchar de la pantalla asistimos a un pueblo que no exhibe elementos de identidad directamente asociados a una determinada cultura o fortalecidas tradiciones que insinúen paralelismos presentes en otras geografías. Está dimensionada por códigos que no conducen a ningún “espacio” de la historia universal.

El pueblo de este filme, sumido en la impasibilidad de sus actuantes, es retratado, predominantemente, desde los tonos grises. Se trata de una gran locación fortalecida por cercas filosas y puertas, que en esta puesta cinematográfica son la mejor expresión de la materialidad de los encierros, cercenados por llaves que solo unos pocos controlan.

En este lugar el letargo del tiempo lo ha tomado todo. El aplomo, la tristeza, la introspección y el dialogo entrecortado habitan en los trazos de sus encuadres. Todo el paisaje interior, esculpido por protagónicos y personajes aparecidos, se revela en cuidadas actuaciones que fortalecen atmosferas, estados de ánimo, movimientos escénicos y las exigidas curvas dramáticas.

Es un estado per se que es descolocado por la “irrupción” de seis niños, personajes unidos por el empeño de comprar pintura para cumplir un deseo: retomar otra oportunidad para ganar una competencia a la que un jurado de comportamientos erráticos, más bien sospechoso, le ha privado de la victoria. En verdad esto no es lo esencial del filme. Los avatares de los niños son pretextos de los autores cinematográficos para que seamos testigos de sus andares y lo que estos provocan en los verdaderos ejes de la historia.

Materializada la entrada de los infantes en los predios de este mentado lugar, se revelan conflictos, diálogos tensos, juegos de roles, asimetrías de palabras. Un cúmulo de parlamentos y gestualidades desatados en un “tablero de ajedrez” de envoltura teatral, donde lo verdaderamente sustantivo está por empezar.

En ese espacio se pone a prueba el anclaje del poder, el absurdo como expresión material de su permanencia, las paranoias de los que la instrumentan o la incomunicación entre los mortales de este impreciso escenario que es también un lugar, cualquier lugar de nuestro universo. Son unos pocos los que anulan o desconocen los sueños de unos muchos, tejiendo trampas, desatando tropiezos, agrietando las fortalezas de la luz con el silencio y el miedo.

En ese juego de roles cuidadosamente articulado dentro del núcleo de poder, afloran los personajes grises, que por momentos evolucionan con estructuras tópicas, gestualidades sumisas o puntualmente arrojadizas. Un centro actoral en el que se impone significar la actuación de Corina Mestres y Blanca Rosa Blanco.

La profesora Corina Mestre, muy respetada en el gremio de los actores y actrices de nuestra Isla, construye un personaje brillante. Emerge con denotada fuerza, como una actriz que sabe explotar los resortes del teatro sin caer en la saturada teatralidad que resulta impropia para la curvatura narrativa del arte cinematográfico. Se proyecta con vitalidad o mesurada articulación gestual, en correspondencia con la ruta del guión y los ciclos de la historia de la que ella es parte vital en un filme escrito con sutilezas, insinuaciones o mensajes subliminales.

Su presencia en la pantalla es sustantiva y ese protagonismo le exige no repetirse. La contención en algunos planos, la vitalidad de sus movimientos escénicos en otras, son parte de las riquezas y aciertos de sus entregas como intérprete que sabe desdoblarse sin saturar su cometida actoral. Es evidente, sabe aprovechar con sabia los recursos escénicos que el equipo escenográfico ha puesto para el filme y para su mejor desempeño. Se impone como una mujer que el poder le obsesiona, le deslumbra, rosando la paranoia que evoluciona en partes medulares de la pieza, articulándose hacia el final del filme en los derroteros de la frustración, la amarga derrota.

El personaje de Blanca Rosa Blanco forma parte de ese núcleo de poderes ennegrecidos, pero su naturaleza es de otra envoltura, de otro sutil acabado. Transita entre la duda ante la ruptura de unos niños que se desmarcan de lo “correcto” y el cuestionamiento de su complicidad con el grupo de corte autoritario. La actriz teje con espíritu artesano la credibilidad de una mujer que por momentos enfrenta el poder unipersonal.

En la gestualidad de sus entregas, la expresión que parece contenida se insinúa (revela otro pensar, otro decidir). Es parte de esos escalones logrados por la joven actriz que, fruto de su trabajo, se ha ganado un lugar entre las imprescindibles intérpretes del audiovisual cubano.

Este gran dueto de actrices es parte de los atractivos de Leontina, una pieza escrita y filmada con los sabores de la metáfora, los acertados recursos del símil, donde aparece cómplice la poesía de la luz y el renovado encuadre de una fotografía que cierra historias de vida y relatos frescos.

Texto tomado de: http://www.lajiribilla.cu

*Licenciado en Comunicación Audiovisual (Instituto Superior de Arte). Editor del blog CineReverso. Productor y guionista de cine y televisión. Articulista de la revista cultural La Jiribilla. Colaborador de las publicaciones Cubarte y Cubainformación, esta última de España.

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Los silencios de La última estación. Por: Octavio Fraga Guerra*

La última estaciónLa cámara, tomadora de monólogos y quebrados silencios, persiste anclada por ese degustar del tiempo donde los diálogos sordos y la luz comparten un mismo espacio desde la altitud de las horas. En esos habitáculos de sórdidos pasillos y lámparas necias perduran las sombras de hombres y mujeres que han vivido, y viven, la hornaza del tiempo tardío. De esas muchas horas de andar por la vida, cuando toca la hora del recuento, se avistan memorias. Pero estas, en La última estación no afloran en versos. Se exhiben como metáforas desde las exuberantes simbologías que encumbran los saberes y las emociones, vitales para encender los monólogos que narran esta puesta cinematográfica, poblada de texturas.

En esta entrega documental no se retrata un espacio cualquiera. En el moran las huellas de abultadas vidas, los silencios que persisten aferrados a quedarse como soliloquios y las miradas truncas de quienes gravitan en sórdidas nostalgias. Esas que dibujan la quietud o las preguntas engullidas en fuga, en medio de la nada.

Son ancianos con historias, con muchas historias que nos toca tomar mediados por una pantalla virtuosa pintada de luz y sabia. Son humanidades que exhiben enconados trazos de pliegues curtidos por el transitar de los años dibujados como apuntes de plumillas y tintas de acuarelas envejecidas; caducadas por el castigo de las noches y los golpes del alba, que no distinguen ideologías, culturas, religiones o crónicas vagas.

El tomavistas de esta pieza documental discrimina ángulos, palabras en fuga, ventanas enteras o detalles que clavan los sentidos de la aurora. Incursiona en relatos surgidos por el azar o ese espontáneo devenir de una tarde cualquiera, que tras las esperadas mutaciones adquiere significados, verdades, certezas y nuevas preguntas. Todas ellas escritas para un lector que ha de estar atento a los vericuetos del sonido, a los poderes de una noche en veda o a los apacibles refugios de un árbol sembrado en medio de la lluvia, el frio que cala los huesos y la curtida neblina. Ese árbol traslucido y voraz que, sin saber cómo, avista colores, humedades o frescos de patinas ciegas.

La filmadora de esta ejemplar obra se revela poseída por sustantivos ojos que hurgan en las intimidades de un lugar varado, en la que habitan los personajes de un relato trenzado. Dibuja con paciencia materialidades de un aposento sembrado, herido y sin faldas. Es en verdad la nueva patria de mortales subyugados por el silencio, la soledad y el recuento.

Ella toma el preguntar de un anciano que explora interminables pliegos de números telefónicos impresos que al final de cada día tacha, como símbolo y evidencia de la pérdida. Discrimina en ángulo ancho y distanciada curvatura los empeños de un hombre que se resiste a dejarse doblegar por los dolores y la curvatura de su espalda tullida, recogiendo hojas secas de texturas inversas, vertidas en los grises de un patio colindante donde las sombras no tienen espacio ni claro aposento.

Son sucesivas fotos que encuadran los cercos de una habitación de sobrias posesiones, ocupados por camastros vestidos con mantas de aspecto grueso, que asumen la encomienda de desterrar los abultados fríos, los diálogos vedados, las noches de llantos discretos. Todo ello, ante la soledad que lo absorbe, emerge erigida como esa posesiva señora de pelos largos y grandes follajes que transita en los altares del silencio.

El retrato forma parte de ese tomar impresiones, pertinente para edificar con sabia y declaradas emociones los marcos de esta obra fílmica. Son rostros callados, balbuceantes, absortos en alguna estación o estratosfera finisecular, cuya simbología transciende en nuestro presente como parte de esas miradas que no percibimos o apenas notamos.

Para justificarlo, diría que nos atrapa ese andar de prisa pues parece que estamos dispuestos a tomar el mundo para nosotros y no para los otros. A esos rostros de luz y sombras los vemos en las portadas de las novelas de éxito, en alguna revista tomada de ocasión o en los derroteros de los telediarios que pintan delgados reportajes o crónicas inconclusas teñidas de mediocridad y caminatas con sabor a sal gruesa después de un largo aguacero.

Con La última estación, las piedras de sus ojos se clavan en los sonidos de la tristeza, en la sentida nostalgia, destrabando las esenciales preguntas de una verdad que no siempre queremos reconocer. Sobre todo, cuando se trata de escuchar con atención a los que hicieron la noche, los amaneceres tardíos y las tardes de domingo. Estos también son nuestros ancianos aunque no los conozcamos, no sepamos sus nombres y apenas se nos haya revelado escuetas evidencias de sus relatos quebrados.

Cristian Soto Hermosilla y Catalina Vergara, los autores de esta excepcional pieza documental, enfilan las grietas de sus miradas hacia el cobertizo de un entierro, hacia el espacio luctuoso de una funeraria. Dejan en soledad su cámara de improntas saliéndose de ese marco estrecho que predomina en la obra, para retratar el sentido de la pérdida, la luz que le acompaña y los pocos testigos que le asisten. Es un plano incólume, impasible, empeñado en tomar los sonidos destronados y las fuerzas que le amordazan. Entonces se revela, tal vez, la ausencia de muchos amigos, los abrazos de un familiar que asiste desprovisto de adjetivaciones rocosas tras el precio del tiempo, del más enardecido tiempo que no permite que le detengan su amotinada ruta.

Esta obra documental, de gran altura cinematográfica, toma de las energías que distinguen a la escritura de un diario por ese empeño de registrar lo que allí sucede. Resuelto con cerradas narrativas sin intervenciones floridas y tecnologías al uso, despojada de la letra muerta que define al glamour insulso, descorchado, vestido de vago nihilismo. Con este texto se imprimen preguntas, aciertos, desvelos, verdades y ese esencial cometido que le asiste al género: cultivar los sabores de la vida en nota fílmica.

Tomado de Pensar el cine de: http://www.cubarte.cult.cu

*Licenciado en Comunicación Audiovisual (Instituto Superior de Arte). Editor del blog CineReverso. Productor y guionista de cine y televisión. Articulista de la revista cultural La Jiribilla. Colaborador de las publicaciones Cubarte y Cubainformación, esta última de España.

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