Por Ricardo Machado Jardo*
Sincrética y ecléctica, la capital cubana es un mosaico cultural; tan colorida y diversa como sus barrios y sus tradiciones heredadas. Con certeza, significa para cada uno algo diferente, siendo resultado de las experiencias en ella vividas.
Nacer, vivir o conocer La Habana es una experiencia única. La capital de nuestro país llega a su aniversario 502, y no hay mejor manera para homenajearla que recorrer esos espacios excepcionales que en ella, a lo largo de su historia, se han creado.
Si existe un lugar que es sinónimo de La Habana, o al menos se constituye como una de sus imágenes icónicas, ese el Malecón. Y si bien muchas ciudades en Cuba y el mundo tienen avenidas y paseos marítimos, incluso semejantes, el Malecón Habanero es irrepetible y parte del gen capitalino. No obstante, este fue un lugar prohibido y sin uso hasta hace solo un poco más de una centuria.
Aunque hubo proyectos para la construcción de un paseo marítimo, como el del ingeniero Francisco de Albear y Lara, no fue hasta inicios del siglo XX que iniciarían las obras. Desde la entrada del canal de la bahía y hacia el río Almendares se fue edificando, poco a poco, y manteniendo las características del muro y la misma anchura. De igual modo, muy buenos ejemplos de la arquitectura de esos años se construyeron en la zona: entre los inmuebles de diversas tipologías tenemos el edificio de las Cariátides, la casa de la familia Sarrá y el edificio Girón; también casos únicos como el edificio de los sarcófagos y el Castillo de Marina.
Este borde es el espacio público más entrañable de la ciudad. A él lo mismo se va a meditar y a realizar ejercicios, que a enamorarse y reflexionar mirando la inmensidad del mar; igual se va a llorar una pena que a celebrar; es, también, el lugar para que los intrépidos se bañen en el verano y para que cacen olas durante la entrada de los nortes, cuando la naturaleza pide que se le devuelva lo que era suyo.
Otro de los elementos únicos de La Habana son sus calles: más que vías de circulación de vehículos y transeúntes, la calle habanera — y fundamentalmente en las zonas más antiguas de la ciudad — es una extensión de la vivienda, un espacio para múltiples funciones. Desde el juego de niños a la pelota, las cuatro esquinas, las bolas, los escondidos o cogidos, el lugar donde «mecaniquear» un automóvil o poner una mesa para jugar dominó por horas.
En tanto, los quicios de las puertas se convierten en bancos para sentarse, conversar y sociabilizar a cualquier hora del día y la noche. Habaneras y habaneros asumen la ciudad y sus calles como una extensión de su ser; quizás por ello, y por la estrechez de sus aceras —e influenciados por el deterioro de no pocas de ellas—, no es el vehículo el dueño y señor de este espacio, sino el peatón, que disputa de igual a igual la calle.
También, son únicos en la «ciudad maravilla» los portales de las principales avenidas, pensados para que el transeúnte camine sin problemas por estas arterias, protegiéndolo de la lluvia o del sol. Estas estructuras nacieron con las primeras leyes urbanas dictadas en la otrora Villa de San Cristóbal y luego, al crecer el núcleo inicial, se extenderían sumando más de 30 kilómetros a la urbe. Dichos portales corridos y públicos, no solo estarían en zonas compactas sino, de igual modo, en avenidas como Reina, Paseo del Prado, Monte, la Calzada del Cerro, Primelles y la Calzada de Luyanó.
Las columnas tomarán un rol protagónico en los portales, sumando diferentes estilos arquitectónicos: clásicas (dóricas, jónicas, corintias, toscanas y compuestas), Art Nouveau, Art Déco y modernas. Junto a las pilastras adosadas a las fachadas, marcan parte del ritmo citadino (y el juego de luces y sombras que provocan crea una variedad de paisajes urbanos inimaginables), regalando inspiración a poetas, cantores y pintores, ganándole a la urbe otro de sus epítetos: La Ciudad de las Columnas, como la definiera el escritor Alejo Carpentier.
Sin embargo, esta Habana que celebramos hoy no es una sola, son muchas Habanas que van entrecruzando imaginarios y tradiciones hasta conformar una narrativa identitaria plural que nunca logra dejarnos impasibles: en ella confluye la ciudad antigua, esa que conoció la vida murallas adentro, y que nos lega sus plazas irregulares, sus calles estrechas y un trazado ligeramente sinuoso; que se engalana con edificios coloniales — algunos restaurados, y otros esperando salir de su largo letargo — , balcones y guardavecinos de hierro, vitrales de mediopunto, y patios de galerías.
Y parte de esta Habana es también el Vedado, que sentaría bases para futuras urbanizaciones de la ciudad y otras zonas de Cuba: reparto decimonónico, con sus calles rectas de cien metros de largo, sus parterres, jardines y portales. Una urbanización con más de un siglo, pero que sigue siendo un referente de modernidad, y donde coexisten desde casas de madera hasta lo más adelantado de la arquitectura cubana.
Mientras, con calles más anchas —y rectas— y viviendas medianeras eclécticas, Centro Habana sirve de tránsito entre la zona vieja y el Vedado. Otra Habana es la del Cerro, fecunda en casas quintas, así como en industrias y almacenes nacidos por la existencia de la Zanja Real y los sucesivos acueductos.
Miramar, al otro lado del río Almendares y en apariencia similar al Vedado, cierra sus calles a la salida al mar; asentada en la zona de Cubanacán, donde la vegetación tropical marca el paisaje, oculta grandes obras de nuestra arquitectura nacional más genuina.
Del otro lado de la rada habanera está Casablanca, trepada en una colina se aferra a no perder ese vínculo con la vida portuaria. Cercana a ella, Regla con su orgullo, sus casas coloniales, sus industrias y su sincretismo, mirando la entrada de la Bahía. Y Guanabacoa, que fuera otra villa junto a San Cristóbal, ya es parte de la ciudad: con sus iglesias y conventos, su música y el aporte de sus hijos e hijas a la cultura citadina.
Parte del ADN de la urbe es La Habana moderna de la segunda mitad del siglo XX: la de los edificios de viviendas prefabricados que se extienden a lo largo del litoral. En esta ciudad hecha de ciudades, como pocas de América, uno puede salir a caminar y reconocer su historia de más de cinco siglos a través de la evolución urbana y arquitectónica.
Sincrética y ecléctica, la capital cubana es un mosaico cultural; tan colorida y diversa como sus barrios y sus tradiciones heredadas. Con certeza, significa para cada uno algo diferente, siendo resultado de las experiencias en ella vividas. Para mí, el cañonazo de las nueve es el sonido que define a La Habana; y su color es el azul, el mismo del cielo y el mar que la circunda y la adorna.
¿Una imagen? Las de las olas rompiendo en la explanada de La Punta o ante la roca del Morro, pues son la constante lucha entre la naturaleza y la urbe por mantenerse y perdurar en el tiempo.
*El autor es Profesor Asistente en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Tecnológica de La Habana «José Antonio Echeverría» (Cujae) y docente de la carrera Preservación y Gestión del Patrimonio Cultural, en el Colegio Universitario San Gerónimo de La Habana.
Tomado de: Revista Alma Mater
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