La última película de la directora francesa Céline Sciamma nos regala una historia íntima protagonizada por dos niñas de ocho años con la que ganó el Premio del Público del Festival de Cine de San Sebastián.
Petite maman se llevó el premio otorgado por el público del Zinemaldia. Y yo aplaudo. Porque eso significa que mucha gente salió del cine un poco más feliz después de verla, como me pasó a mí.
Céline Sciamma es una cineasta francesa, bollera y de la generación X, y yo diría que todo eso se le nota. Puede que supieras de ella por Retrato de una mujer en llamas, que la estés conociendo ahora o que hayas visto todas sus pelis. En cualquier caso, apúntatela, amiga.
Petite maman es la película de alguien que se sentía validada —por la crítica, pero también por la taquilla— y que ha hecho la película que le ha dado la gana. Es también un ejercicio de escape a través de la intimidad aparentemente intrascendente. De hecho, en un encuentro con estudiantes de cine (en el que me colé), Sciamma contó que escribió el guion de esta película a ratos, mientras estaba rodando Retrato, para escaparse un poco de la intensidad de la peli que la hizo mainstream.
Es la historia de dos niñas idénticas de ocho años que están unidas por un lazo que al principio solo se intuye, pero que se convierte en la clave de la trama, si es que la hay. Una casa sencilla, porque es una casa amueblada con recuerdos, un bosque precioso, pero no extraordinario, dos adultos y dos niñas. Eso es todo.
De hecho, las dos niñas lo son todo en la peli. Joséphine Sanz (Nelly) y Gabrielle Sanz (Marion) hacen esa magia que solo hacen las buenas actrices o la gente que no es consciente de que está actuando, hacerte olvidar que estás en el cine. Hablan poco, en frases cortas que dicen lo necesario. Como las niñas. Pero hablan del amor, de la muerte, de lo que es un hogar, y de ese lazo que es el que más cuidados, más desamor, más drama y más enganche nos provoca en la vida: la relación de las madres con sus hijas y de las hijas con nuestras madres. Y construyen una cabaña con ramas, como hemos hecho -o soñado hacer- todas.
Sciamma rompe el abismo generacional y hace el flashback que todas las madres y casi todas las hijas quisiéramos hacer: ser niñas con nuestra madre también niña. Pero sin aspavientos, que es como hacen las cosas las niñas.
Dice Céline Sciamma que era muy importante que ellas sintieran que estaban haciendo cine, no que eran “niñas” haciendo una peli de mayores. Por eso, ella les dijo que se imaginaran que estaban en una peli de espías. Y las niñas hacen cine como el que la directora quería: una película intensa, preciosa, íntima, compleja y sencilla. Un peliculón, vamos.
Sciamma la escribe, la dirige y diseña el vestuario (todas nos recordamos de niñas con un peto de pana, aunque el recuerdo no sea cierto) y por eso es una peli tan personal, que parece que la hubiera hecho una amiga tuya (aunque esa amistad no sea cierta).
También se nota que la directora ha trabajado en todas sus películas con el mismo equipo con el que estudió en la escuela de cine La Fémis. Hay una intimidad en esta película que te salpica. A veces te da la sensación de que estás mirando escenas que no deberías.
La música es muy especial también, como todo en esta peli. Sciamma repite con Jean-Baptiste de Laubier, que musicó Retrato de una mujer en llamas y Girlhood (pero también la inquietante Spring breakers, de Harmony Korine). Casi imperceptible a lo largo de la película (eso en una banda sonora no es necesariamente malo), de repente, en una escena metaextraña en una peli extraña, invade la sala un temazo tecno que lo ocupa todo durante unos minutos (como Diamonds, de Rihanna, en Girlhood) y que, en vez de sacarte de la peli, te mete más en la historia, por mucho que no entiendas (al menos yo no lo entendí) qué coño es esa pirámide en medio del río.
Visualmente, esta señora que es una esteta -que ya me gustaría a mí ver su casa o su sitio favorito: coge esa cosa tan preciosa —pero también tan cliché y tan rodada— como es un bosque y te lo planta en la pantalla como un sitio donde la cámara se para, pero el tiempo pinta las hojas, la luz, la lluvia, los árboles, las sombras, y lo convierte en un sitio en el que nunca has estado y al que quieres ir.
Esas dos niñas que son la madre y la hija de la otra te secan el pelo, te hacen cereales con chocolate y te recuerdan todas las cosas que le dirías a tu madre si no lo fuera, o si pudieras haberla querido cuando era niña, como ella a ti.
No tengo ni idea de si Cèline Sciamma es consciente de lo feminista que es (ella y su cine), pero no me cabe duda de que es una elección consciente contar historias aparentemente pequeñitas, en las que sale poca gente, donde no se habla demasiado, donde las emociones son más relevantes que las acciones, donde las mujeres se enredan con lazos que no necesitan hombres para anudarse, donde mirar, andar, la naturaleza, la luz, la lluvia cuentan. Por eso ha hecho esta película con niñas. Porque las niñas que fuimos sabían qué era lo importante.
Por eso nos ha gustado tanto esta película (ojalá el Zinemaldia me contara cuántas mujeres y cuántos hombres del público han votado Petite maman, pero me lo imagino). Porque el mundo de las niñas es el mundo como lo recordamos antes de que nos violara de todas formas el patriarcado.
Roberto Fernández Retamar. Poeta, ensayista y promotor cultural cubano. Por su labor obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1989. (1930-2019)
Por Ambrosio Fornet
Esta Carabina aspira a ser un pequeño homenaje a la memoria de Roberto Fernández Retamar en ocasión del Día de la Cultura Cubana –una cultura que él tan brillantemente representa– y a la vez un pretexto para celebrar el 50 aniversario de la aparición de Caliban en la revista Casa. El texto del cincuentenario –que sirvió de prólogo a la antología Acerca de Roberto Fernández Retamar (2001)– se reproduce aquí con leves cambios.[1]
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La tarea asumida por Retamar como difusor de un ideario descolonizado se insertaba en una tradición cultural que remontándose a Bello –a Simón Rodríguez, a Bolívar, a Lastarria, a Bilbao…– llegaba hasta Hostos y Martí; pero en ningún caso el hecho de saberse parte de “un pequeño género humano” conducía a una negación de los valores culturales de origen europeo, especialmente los propios de la Ilustración. Una investigadora contemporánea ha podido hablar de “euroamericanismo” a propósito de la influencia de Humboldt en Bello y otros intelectuales hispanoamericanos de la época. Se trataba, simplemente, de un ejercicio de autenticidad: puesto que siempre habíamos sido el Otro del discurso de la dominación colonial, había que reivindicar nuestra Otredad a un nivel más alto para no tener que seguir viéndonos de espaldas en el espejo de la Historia, como le ocurría con su propio espejo al personaje de Magritte.
Los problemas inherentes a las relaciones entre el intelectual y el poder revolucionario se insinuaban como otras tantas preguntas, que Retamar habría de plantearse con todo rigor: “¿Es posible ser un intelectual fuera de la Revolución?”, o más exactamente, “¿es posible pretender establecer normas al trabajo intelectual revolucionario fuera de la revolución?” Entre nosotros, el triunfo de las fuerzas revolucionarias había permitido articular en un gran proyecto colectivo las energías intelectuales hasta entonces dispersas, pero al mismo tiempo ponía en crisis los valores tradicionales; en efecto, el tránsito de lo individual a lo colectivo, de la contemplación a la acción, al producir el “alumbramiento de nuevas categorías”, mostraba la caducidad de las ideas provenientes del ámbito ideológico y político burgués. Sin renunciar a lo más significativo de la herencia cultural europea, [Retamar] ha sabido desarrollar en su obra ensayística —con admirable rigor intelectual y literario—, un pensamiento descolonizador y nuevos modos de entender y afirmar ciertos rasgos que hoy reconocemos como propios de la identidad cultural de Hispanoamérica.
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Entre los reconocimientos internacionales que en su momento recibió Retamar están el Premio de la Latinidad (2007), la condición de Miembro de Honor de la Sociedad de Escritores de Chile (1972), el Premio Latinoamericano de Poesía Rubén Darío (1980), de Nicaragua, el Premio Alba de las Letras (2009), de Venezuela, el grado de Oficial de la Orden de las Artes y las Letras (1994), de Francia, la condición de Puterbaugh Fellow (2002), de la Universidad de Norman (Oklahoma), el simposio de homenaje organizado por la Universidad de Sassari (Italia) y el volumen, compilado por Elzbieta Sklowdoska y Ben A. Heller: Roberto Fernández Retamar y los estudios latinoamericanos (2003), del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, con sede en la Universidad de Pittsburgh. El historiador inglés Gerald Martin considera a Retamar el precursor de los llamados Estudios Culturales en América Latina y “un puente intelectual indispensable entre el siglo diecinueve americano y el siglo veintiuno”
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Si la poesía conversacional desafía nuestra visión de lo poético es porque intenta atrapar el mundo con las manos desnudas, es decir, con un lenguaje ajustado a la estricta realidad de las cosas, lo cotidiano, la emoción primigenia. Aludiendo a la poesía de Retamar, a principios de los años sesenta, Carpentier observaba cómo en ella el Acontecimiento, en sí mismo una imagen, lograba expresarse prescindiendo de imágenes, lo que equivale a decir que aquí el arte del poeta consistía en ocultar el artificio. Uno no puede menos que pensar en la paradoja de Valéry cuando insinuaba que la claridad presupone un misterio. En efecto, basta leer los grandes poemas de Retamar para percatarnos de que en ellos lo metafórico radica en el acto mismo de la escritura, en esa toma de posesión de la realidad –y del misterio de su transparencia– realizada en nombre de todos, con la autoridad que le otorga el dominio entrañable del lenguaje y su propia aptitud para narrar lo íntimo como si se tratara de una experiencia colectiva –o viceversa. Si la poesía no tuviera una función social que cumplir –si fuera apenas un lujo necesario y no una pieza clave en el ecosistema de la cultura– bastaría ese modo de guardar las palabras de la tribu para justificarla ante el mundo.
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Un importante factor de continuidad y coherencia –vigente en la dinámica interna de la revista Casa— lo constituye el hecho de contar con el mismo director desde hace más de treinta años. (…) Retamar comenzó a dirigir la publicación con amplias credenciales de revistero y un sólido prestigio como poeta y ensayista, que se consolidaría con la aparición de Poesía reunida (1966) y con los trabajos de teoría y crítica incluidos en Ensayo de otro mundo (1967), Para una teoría de la literatura hispanoamericana y otras aproximaciones (1975) y Caliban y otros ensayos (1970). Al recibir la noticia de su nombramiento, Ángel Rama opinó que, para la Casa, era “una adquisición de primera magnitud”. “Nadie mejor en Cuba para dirigir la revista de la Casa, nadie mejor informado de la literatura americana, nadie con mejor equilibrio entre lo artístico y lo político.”[2] Desde su bien ganada posición de patriarca de los revisteros cubanos, José Lezama Lima dio fe de aquella genealogía editorial: “Roberto Fernández Retamar, que ahora dirige la revista Casa de las Américas, desde muchacho estuvo en la revista Orígenes y, desde luego, vio de cerca lo que es un taller renacentista, creando en una gran casa, animado por músicos, dibujantes, poetas, tocadores de órgano”…
Volvamos al archivo, que es como decir, a lo nuestro. “La atmósfera de este fin de siglo (…) –contaminada de escepticismo, mercadofilia y tecnolatría– nos deparaba una última paradoja. En medio de una crisis que la obligó, primero, a reducir el volumen de su tirada, y después, a dilatar su periodicidad, la revista Casa, como la propia institución que le da nombre, ha vuelto a ser, o más bien, sigue siendo, una caja de resonancia fiel al espíritu del intelectual que la conduce. En otras palabras, sigue siendo un amplio lugar de reflexión donde confluyen los rasgos distintivos de la clásica Utopía latinoamericana: en lo político, el sueño bolivariano de unidad continental, y en lo cultural, la búsqueda siempre renovada de nuestra identidad. ¿Cómo podrían renunciar a ellos quienes aspiran a inscribir, en la castigada geografía de nuestra América, las señas de una sociedad más libre y más justa?”.
Notas:
[1] Véase la versión de Luisa Campuzano publicada por el Centro Juan Marinello (La revista Casa de las Américas: un proyecto continental La Habana, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 2001).
[2] Véase carta a Marcia Leiseca, Secretaria de la Institución (27 III 1965).
Fernando Ortíz. (1881-1969). Antropólogo, jurista, arqueólogo y periodista cubano. Estudioso de las raíces histórico-culturales afrocubanas. Criminólogo, etnólogo, lingüista, musicólogo, folklorista, economista, historiador y geógrafo.
Por Fernando Ortiz
«Hemos dicho que la cubanidad en lo humano es sobre todo una condición de cultura. La cubanidad es la pertenencia a la cultura de Cuba. Pero ¿cuál es la cultura característica de Cuba? Cuba es un ajiaco. ¿Qué es el ajiaco? La imagen del ajiaco criollo nos simboliza bien la formación del pueblo cubano.» Fernando Ortiz
En este tema, “Los factores humanos de la cubanidad”, hay dos elementos focales y uno de referencia, la cubanidad, lo humano y su relación. Tal parece, pues, en buena lógica, que primero habría que definir la cubanidad y lo humano, para después poder trazar la relación de correspondencia entre ambos términos. Acaso esto no sea una tarea fácil. Sería ocioso entretenemos en definir lo humano, pero parece indispensable tener una idea previa de lo que se ha de entender por “cubanidad”.
¿Qué es la “cubanidad”? Parece sencilla la respuesta. “Cubanidad” es la “calidad de lo cubano”, o sea su manera de ser, su carácter, su índole, su condición distintiva, su individuación dentro de lo universal. Muy bien. Esto es en lo abstracto del lenguaje. Pero vamos a lo concreto. Si la cubanidad es la peculiaridad adjetiva de un sustantivo humano, ¿qué es lo cubano?
Aquí nos encontramos fácilmente con un elemento objetivo que nos sirve de base:
“Cuba”, es decir, un lugar. No es que Cuba sea para todos un concepto igual. Nuestro competente profesor de Geografía nos decía la otra tarde que “Cuba” es una isla; pero también dijo, con igual exactitud, que “Cuba” es un archipiélago, es decir, un conjunto de muchas islas, de centenares de ellas, algunas de las cuales mayores que otras cuyos nombres han resonado en la historia. Además, Cuba no es sólo una isla o un archipiélago. Es también una expresión de sentido internacional que no siempre ha sido aceptada como coincidente con su sentido geográfico.
Recordemos que aun hace pocos lustros era muy sostenida una discusión por estadistas historiadores y geógrafos prehitlerianos acerca de si la Isla de Pinos era o no parte integrante de Cuba, y de si procedía una declaración de “Anchluss” por parte de una potencia vecina, para proteger una minoría irredenta de “sudeten” busfloridanos.
Acaso nos aproximemos al concepto de la cubanidad reconociendo que Cuba es a la vez una tierra y un pueblo; y que lo cubano es lo propio de este país y de su gente. Decir esto podrá satisfacer a muchos, pero nada puede cuando se aspira a la clasificación sociológica, psicológica o etnográfica de lo cubano y de la cubanidad.
Distingamos ahora “cubanidad” de “cubanismo”. El “cubanismo”, en sentido estricto, es el giro o modo de hablar propio de los cubanos. Por ejemplo, pedir
“frutabomba” en un restaurant de Nueva York, como lo he oído, es un cubanismo tan auténtico como alarmante. En sentido más amplio, “cubanismo” es todo carácter propio de los cubanos, aún fuera de su lenguaje. Aparecerse en Washington, como yo he visto, llevando un “cocomacaco” en la diestra es un cubanismo tan genuino como imperdonable. “Cubanismo” será también la tendencia o afición a imitar lo cubano, a quererlo o a servirlo. Un anglosajón puede gustar de los cervantismos y ser cervantista o experimentar “cubanismo” y sentirse “cubanista”, sin que por eso adquiera la genialidad de Cervantes ni la “cubanidad”, ni el estilo cubano ni el cervantismo. La “cubanidad” no puede entenderse como una tendencia ni como un rasgo, sino, diciéndolo a la moda presente, como un complejo de condición o calidad, como una específica cualidad de cubano.
Dando por definido el concepto de “Cuba” y ciñéndonos aquí a lo humano, ¿quién será característica, inequívoca y plenamente cubano? Hay varias maneras de ser cubano, en lenguaje general y corriente: por “residencia”, por “nacionalidad”, por “nacimiento”. Se es cubano por formar parte de este núcleo humano que se llama pueblo o sociedad de Cuba. Pero ¿será físicamente característica esa cubanidad reconocida a quien habita en Cuba? No, porque en Cuba hay mucho habitante que es extranjero. Se es cubano por tener la ciudadanía del Estado que se denomina Cuba; pero ¿será plena y típicamente característica la cubanidad del ciudadano en Cuba? No, porque aquí tenemos una ciudadanía demasiado allegadiza, como ese bello color tostado pero superficial que las bellezas nórdicas vienen a ganarse en Cuba con las quemantes caricias de nuestro sol, ciudadanía más camisa que pellejo; ciudadanía de “llega y pon” como diría nuestro lenguaje popular; y conciudadanos hay en los cuales su cubanidad apenas sobrepasa los bordes de su carta oficial y se esconde solapadamente en el mismo bolsillo de sus dineros.
¿Será cubano el nacido en Cuba? En un sentido primario y estricto; pero con grandes reservas: Porque no son pocos los que nacidos en Cuba se han dispersado luego por otras tierras, adquiriendo costumbres y maneras exóticas y no tienen de cubano más que el haber visto el primer sol en Cuba, ni siquiera el reconocimiento de su patria nativa. Porque no son escasos los cubanos, ciudadanos o no, que nacidos allende los mares, han crecido y formado sus personalidades aquí, en el pueblo cubano, se han integrado, en su masa y son indistinguibles de los nativos; son ya cubanos o como cubanos, más cubanos que otros que sólo son tales por su cuna o por su carta. Son aquellos, como el folklore expresa que están “aplatanados”.
Porque aun entre nosotros los nativos de Cuba, entre nosotros los indígenas cubanos, así los de antaño como los de hogaño, hay tal variedad de maneras, caracteres, temperamentos y figuras que toda individuación de la cubanidad y de su tipismo es tarea harto insegura.
Porque las expresiones del cubano han variado tanto según las épocas y las diversas fluencias etnogénicas, y según las circunstancias económicas que las han movido e inspirado, que apariencias muy ostensibles, un tiempo apreciadas como típicas, pocos lustros después se abandonan como insignificantes; y 5ª, porque rasgos muy marcados en el pueblo cubano no son exclusivos de éste sino que aparecen pueblos de ancestralidad semejante, y hasta en aquellos de razas distintas pero de análoga fermentación social. Al fin, hay que convenir en que, al menos por ahora, la cubanidad no puede definirse sino vagamente como una relación de pertenencia a Cuba. Pero ¿cuál es esa relación?
Ya dijimos que la cubanidad no puede depender simplemente de la tierra cubana donde se nació ni de la ciudadanía política que se goza… y a veces se sufre. En la cubanidad hay algo más que un metro de tierra mojado por el primer lloro de un recién nacido, algo más que unas pulgadas de papel blanco marcadas con sellos y garabatos simbólicos de una autoridad que reconoce una vinculación oficial, verdadera o supositiva.
La cubanidad no la da el engendro, no hay una raza cubana. Y raza pura no hay ninguna. La raza, al fin, no es sino un estado civil firmado por autoridades antropológicas; pero ese estado racial suele ser tan convencional y arbitrario, y a veces tan cambiadizo, como lo es el estado civil que adscribe hombres a tal o cual nacionalidad. La cubanidad para el individuo no está en la sangre, ni en el papel ni en la habitación. La cubanidad es, principalmente la peculiar calidad de una cultura, la de Cuba. Dicho en términos corrientes, la cubanidad es condición del alma, es complejo de sentimientos, ideas y actitudes.
Pero todavía hay una cubanidad más plena, diríase que sale de la entraña patria y nos envuelve y penetra como el vaho de creación que brota de nuestra Madre Tierra después de fecundada por la lluvia que le manda el Padre Sol; algo que nos languidece al amor de nuestras brisas y nos arrebata al vértigo de nuestros huracanes; algo que nos atrae y nos enamora como hembra que es para nosotros a la vez una y trina: madre, esposa e hija. Misterio de trinidad cubana, que de ella nacimos, a ella nos damos, a ella poseemos y en ella hemos de sobrevivir.
Hay algo inefable que completa la cubanidad del nacimiento, de la nación, de la convivencia y aun de la cultura. Hay cubanos que, aun siéndolos con tales razones, no quieren ser cubanos y hasta se avergüenzan y reniegan de serlo. En éstos la cubanidad carece de plenitud, está castrada. No basta para la cubanidad plena tener en Cuba la cuna, la nación, la vida y el porte; aun falta tener la conciencia. La cubanidad plena no consiste meramente en ser cubano por cualesquiera de las contingencias ambientales que han rodeado la personalidad individual y le han forjado sus condiciones; son precisas también la conciencia de ser cubano y la voluntad de quererlo ser.
Acaso convendría inventar o introducir en nuestro lenguaje una palabra original que sin antecedentes roces impuros pudiera expresar esa plenitud de identificación consciente y ética con lo cubano. Aquel genial español, tan dominador del lenguaje y sensible a las necesidades del espíritu, que se llamó Miguel de Unamuno pensó que de la misma manera que en el hombre habría que distinguir su “humanidad”, condición genérica e involuntaria de su persona, de lo que es en él su “hombría”, condición específica y responsable de su individualidad, así en el campo de las realidades de España convenía diferenciar los conceptos de la “hispanidad” y de la “hispanía”.
Pienso que para nosotros los cubanos nos habría de convenir la distinción de la “cubanidad”, condición genérica del cubano, y la “cubanía”, cubanidad plena, sentida, consciente y deseada; cubanidad responsable, cubanidad con las tres virtudes, dichas teologales, de fe, esperanza y amor.
Hemos dicho que la “cubanidad” en lo humano es sobre todo una condición de cultura. La cubanidad es la pertenencia a la cultura de Cuba. Pero ¿cuál es la cultura característica de Cuba? Para saberlo habría que estudiar un intrincadísimo complejo de elementos emocionales, intelectuales y volitivos. No sólo en las manifestaciones de las individualidades destacadas en la vida cubana por la grandeza de sus personalidades, sino también en todas las sedimentaciones, en las cumbres, en las laderas, en los valles, en las sabanas y hasta en la ciénaga. Toda cultura es esencialmente un hecho social. No sólo en los planos de la vida actual, sino en los de su advenimiento histórico y en los de su devenimiento previsible.
Toda cultura es dinámica. Y no sólo en su trasplantación desde múltiples ambientes extraños al singular de Cuba, sino en sus transformaciones locales. Toda cultura es creadora. Toda cultura es creadora, dinámica y social. Así es la de Cuba, aun cuando no se hayan definido bien sus expresiones características. Por esto es inevitable entender el tema de esta disertación como un concepto vital de fluencia constante; no como una realidad sintética ya formada y conocida sino como la experiencia de los muchos elementos humanos que a esta tierra han venido para fundirse en un pueblo y codeterminar su cultura.
*Fragmento de una conferencia leída por Ortiz en la Universidad de La Habana. Este trabajo forma parte de un ciclo impartido por distintos especialistas — entre ellos don Fernando— sobre los aspectos significativos del concepto de “cubanidad”, 28 de noviembre, en Revista Bimestre Cubana, La Habana, no. 3, marzo-abril de 1949, vol. XlV, pp.
Autores: Karl Marx, Friedrich Engels, Vladímir Ilich Lenin
La presente recopilación recoge una serie de textos de Marx, Engels y Lenin sobre la Comuna de París. Desde La guerra civil en Francia de Karl Marx, hasta el trabajo de Lenin «En memoria de la Comuna», los «clásicos» del materialismo dialéctico e histórico reflexionan sobre un excepcional acontecimiento político: la primera revolución genuinamente proletaria. Sus reflexiones sobre el suceso nutrirían el acervo teórico del marxismo, especialmente la teoría del Estado, profundamente reformada después de las enseñanzas de la Comuna.
Contenidos
Karl Marx. Manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra civil en Francia en 1871. A todos los miembros de la Asociación en Europa y los Estados Unidos
Apéndices
Friedrich Engels. Introducción a la edición alemana de La guerra civil en Francia, publicada en 1891
Vladímir Ilich Lenin. Las enseñanzas de la Comuna
Karl Marx. Cartas a Kugelmann
Vladímir Ilich Lenin. En memoria de la Comuna
Karl Marx (1818-1883), analista clarividente de la evolución social y económica, y defensor de la transformación emancipadora del Estado y la sociedad, es sin duda el pensador más influyente del mundo contemporáneo. Sus ideas ganaron rápida aceptación en el movimiento socialista y sus textos se consagraron como lectura ineludible para cualquier tendencia ideológica. Filósofo, sociólogo, historiador, economista y activista revolucionario, su extensísima obra ha alcanzado el estatus de referencia universal.
Friedrich Engels, filósofo y revolucionario, nació en Barmen-Elberfeld (reino de Prusia), actualmente Wuppertal, Renania, el 28 de noviembre de 1820, en el seno de una próspera familia propietaria de negocios textiles y vitivinícolas. Vinculado por tradición a los negocios familiares muchos años de su vida los pasó en Mánchester, a cargo de la empresa textil del padre, por devoción se ligó desde muy joven a la causa revolucionaria. Amigo íntimo y colaborador intelectual de Karl Marx, a quien sostuvo económicamente durante décadas, las obras que escribieron ambos, juntos o por separado, fueron fundamentales para el nacimiento del comunismo, el socialismo o el sindicalismo modernos. El ‘gentleman’ comunista murió en Londres, el 5 de agosto de 1895, cuando trabajaba en la edición de un libro IV de «El capital».
Vladímir Ilich Ulianov Blank, Lenin (1879-1924) Político, revolucionario, teórico político y comunista ruso. Como estudiante de Derecho, se vinculó a grupos revolucionarios marxistas, lo que le valió en 1897 un destierro a Siberia. Aquí se casó con Nadezhda Krupskaya y escribió El desarrollo del capitalismo en Rusia. Desde 1905 se exilió en Suiza, donde escribió Materialismo y empiriocriticismo (1908). También estuvo en Finlandia, donde escribió El Estado y la Revolución (1917) en el que Lenin definía ese Estado como una fase transitoria y necesaria de dictadura del proletariado, que habría de preparar el camino para el futuro comunista. En 1917, Lenin regresó a Petrogrado. Rusia estaba siendo derrotada por los alemanes en la Primera Guerra Mundial, lo que había provocado el derrocamiento del zar Nicolás II y la instalación de un gobierno provisional de tipo burgués. Entonces Lenin proclamó su famosa Tesis de Abril donde exigía la retirada rusa de la guerra y la instauración del socialismo. El 7 de noviembre de 1917, los revolucionarios tomaron el Palacio de Invierno y al día siguiente Lenin fue nombrado Presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo por el Congreso de los Sóviets de Rusia. En 1918, apoyó la firma del tratado Brest-Litovsk que restableció la paz con Alemania cediéndole territorios. En 1919 fundó la Internacional Comunista (Komitern). También ayudó a Trostski en la formación del Ejército Rojo, que venció al Ejército Blanco de los enemigos de la revolución. A partir de 1921, aplicó la Nueva Política Económica (NEP), que restauró la propiedad privada en algunos sectores de la economía, sobre todo en la agricultura. En mayo de 1923 se trasladó a Gorki, ciudad donde falleció el 21 de enero de 1924 por un infarto cerebral.
No hay nada que celebrar. La llegada de Colón a las Américas, lejos de haber sido una aventura heroica, fue un vertedero de sangre.
Arahuacos hombres y mujeres, desnudos, con sus pieles leonadas y completamente asombrados, salieron de sus aldeas hacia las playas de la isla y nadaron contra el mar para mirar de cerca esa embarcación, tan enorme y extraña a la vez. Cuando Colón y sus marineros orillaron con sus espadas, los arahuacos corrieron a saludarlos y los agasajaron con comida, agua y regalos. Poco tiempo después, el navegante escribió en su diario:
[N]os traían papagayos e hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos las trocaban por otras cosas que nos les dábamos, como cuentecillas de vidrio y cascabeles. En fin, todos tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad. […] Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia. Deben ser buenos servidores […] con cincuenta hombres los tendrán todos sojuzgados y les harán hacer todo lo que quisieren.
Estos arahuacos de las Islas Bahamas se parecían bastante a los indios del continente, pues se destacaban —los observadores europeos no se cansaban de repetirlo— por su hospitalidad y su disposición a compartir. Esos rasgos no sobraban en la Europa del Renacimiento, dominada como estaba por la religión de los papas, el gobierno de los reyes y la locura dineraria que definió a la civilización occidental y a su primer mensajero en las Américas, Cristóbal Colón.
La pregunta que movía a Colón era clara y sencilla: ¿Dónde está el oro? Había persuadido al rey y a la reina de España de financiar una expedición a tierras lejanas bajo el supuesto de que encontraría grandes tesoros del otro lado del atlántico: traería oro y especias de la India y de Asia. Al igual que otra gente culta de su tiempo, sabía que el mundo era redondo y que navegando hacia el oeste llegaría al lejano este.
La unificación de España era reciente: el país se había convertido en un nuevo Estado nación, como Francia, Inglaterra y Portugal. Su pueblo, compuesto fundamentalmente de campesinos pobres, trabajaba para la nobleza, que representaba el 2% de la población y poseía el 95% de la tierra. Como otros Estados del mundo moderno, España estaba en busca de oro, esa nueva insignia de la riqueza, mucho más útil que la tierra, pues permitía comprar cualquier cosa.
Había oro en Asia, pensaban, y también seda y especias. No hacía tanto tiempo, Marco Polo y otros habían traído al continente cosas maravillosas. Ahora que los Turcos habían conquistado Constantinopla y las regiones orientales del Mediterráneo, los caminos que pasaban por Asia estaban bajo su control y era necesario encontrar rutas marítimas. Los portugueses habían llegado al extremo sur de África. Entonces, España decidió jugársela en un largo paseo sobre un océano desconocido.
A cambio de traer oro y especias, los reyes católicos prometieron premiar a Colón con el 10% de las ganancias, el gobierno de las tierras descubiertas y la fama que acompañaría su nuevo título: Almirante de la Mar Océano. Colón era un comerciante de la ciudad italiana de Génova, tejedor de medio tiempo —hijo de un maestro en el oficio— y experto marinero. Zarpó con tres carabelas, entre las que destacaba por su tamaño la Santa María, de casi treinta metros y con una tripulación de treintainueve miembros.
Colón nunca hubiese llegado a Asia, situada muchos kilómetros más lejos de lo que indicaban sus cálculos, fundados en el imaginario de un mundo pequeño. La amplitud de los mares lo hubiese condenado a la muerte. Pero tuvo suerte. A un cuarto de camino se topó con una tierra inexplorada y desconocida, que separaba a Europa de Asia: las Américas. Fue durante la primera mitad de octubre de 1492, treintaitrés días después de que Colón y sus marineros hubieron abandonado las Canarias, archipiélago situado en la costa atlántica de África. Entonces vieron ramas y palos que flotaban en el agua. Vieron bandadas de pájaros.
Eran signos de que estaban acercándose a tierra. El 12 de octubre, un marinero llamado Rodrigo contempló el brillo de la luna mañanera sobre las arenas blancas, y lloró. Era una de las islas caribeñas de las Bahamas. Se suponía que el primer hombre que avistara tierra obtendría una pensión anual vitalicia de 10 000 maravedís, pero Rodrigo nunca cobró. Colón juró que había visto una luz la noche anterior. Así obtuvo la recompensa.
Fue en ese momento, cuando se acercaban a la costa, que los indios arahuacos nadaron a saludarlos. Los nativos vivían en aldeas comunales y contaban con una agricultura bastante desarrollada de maíz, batata y mandioca. Sabían hilar y tejer, pero no tenían caballos ni animales de trabajo. Aunque no tenían hierro, de sus orejas colgaban pequeños adornos de oro.
Las consecuencias del detalle fueron terribles: luego de secuestrar a algunos habitantes, Colón los torturó para que lo condujeran hacia la fuente del oro. Navegó hasta la actual Cuba y luego hasta La Española (hoy dividida entre Haití y República Dominicana). Allí, las diminutas partículas de oro que brillaban en los ríos y una máscara del mismo metal, que el jefe de una tribu puso ante los ojos de Colón, generaron la visión delirante de inagotables campos auríferos.
En su informe a la Corte de Madrid, Colón exageraba. Insistía en que había desembarcado en Asia —estaba en Cuba— y en una isla en la costa de China (La Española). Sus descripciones eran en parte verdad y en parte ficción:
La Española es maravilla: las sierras y las montañas y las vegas y las campiñas y las tierras tan hermosas y gruesas para plantar y sembrar […]. [H]ay muchas especierías y grandes minas de oro y de otros metales.
Los indios, informaba Colón, «son tanto sin engaño y tan liberales de lo que tienen, que no lo creería sino el que lo viese. Ellos de cosa que tengan, pidiéndosela, jamás dicen que no, antes convidan a la persona con ello […]. Concluía su informe con un pequeño pedido a su Majestad, a cambio del cual «yo les daré oro cuanto hubieren menester […] y esclavos cuantos mandaren cargar […]».
Las promesas y los informes de Colón lograron que su segunda expedición contara con diecisiete barcos y más de doscientos hombres. El objetivo estaba claro: esclavos y oro. Desde su base haitiana, Colón empezó a enviar a una expedición tras otra hacia el interior. No encontraron campos de oro, pero aun así tenían que llenar los barcos que volvían a España con algún tipo de dividendo.
En 1495 acometieron una redada esclavista: rodearon a 1500 arahuacos —hombres, mujeres y niños—, los metieron en jaulas vigiladas por españoles y perros y eligieron a los 500 mejores especímenes para subirlos a bordo. De esos 500, 200 murieron en el viaje.
Fueron muchos los que murieron en cautiverio. Entonces Colón, desesperado por devolver los dividendos anticipados, tuvo que honrar su promesa de llenar los barcos de oro. En la provincia haitiana de Cicao, donde el conquistador y sus hombres pretendían encontrar los campos auríferos, ordenaron que todas las personas mayores de 14 años recolectaran cada tres meses una cierta cantidad del metal precioso. Cuando cumplían la directiva, los colonizadores colocaban un identificador de cobre alrededor de sus cuellos. A los indios que no tenían el cobre, les amputaban las manos y los dejaban morir desangrados.
La tarea que los colonizadores imponían a los indios era imposible. El único oro que había alrededor era el polvo que surcaba la corriente de los ríos. Entonces los nativos intentaron huir, pero fueron cazados por los perros y asesinados. Cuando se hizo evidente que no había más oro, los indios fueron sometidos al trabajo esclavo en el marco de grandes Estados, conocidos más tarde como encomiendas. Se los forzaba a trabajar a un ritmo insoportable y morían de a miles. En 1515 quedaban, con suerte, 50 000 indios. En 1550 quedaban 500. Un informe de 1650 muestra que no quedaba en la isla ni un solo arahuaco nativo. Tampoco habían sobrevivido sus descendientes.
La fuente principal —y, en muchos casos, la única— de información sobre lo que sucedió en las islas después de la llegada de Colón es Bartolomé de las Casas, quien, cuando era apenas un joven cura, participó de la conquista de Cuba. Durante un tiempo gobernó una plantación de indios esclavos, pero renunció y se convirtió en un crítico apasionado del maltrato español. Las Casas transcribió el diario de Colón y, cuando cumplió cincuenta años, empezó a escribir los múltiples tomos de su Historia de las Indias.
En el segundo, Las Casas, quien al principio había instado a reemplazar a los indios por esclavos negros, convencido de que eran más fuertes y sobrevivirían, pero luego terminó rindiéndose ante la evidencia de los efectos que provocaba la situación en los negros, narra el trato que recibían los nativos de parte de los españoles. Por ejemplo, pasado cierto tiempo, los españoles se negaban a realizar cualquier trecho caminando. Entonces, si estaban apurados, montaban las espaldas de los indios o las hamacas que ellos cargaban corriendo. También obligaban a los indios a cubrirlos del sol con grandes hojas y a abanicarlos con plumas de ganso.
El control total condujo a la crueldad total. Las Casas cuenta que los españoles no hacían otra cosa que apuñalar decenas de indios y cortarlos en pedacitos para probar el filo de sus espadas. Todos los intentos de defensa fracasaron. El cura informa que los indios sufrieron y murieron en las minas o realizando otros trabajos forzados, en un silencio desesperado, sin nadie a quien recurrir para pedir ayuda. Luego, describe el trabajo en las minas:
Enfermaban en las minas por las susodichas causas: no los curaban, sino dábanles un poco de cazabí y ajes, y enviábanlos a sus tierras a que se curasen, los cuales se iban cuanto más podían durar, y cuando el mal les crecía o la comida les faltaba, echábanse en un monte o arroyo donde se acababan; yo los vide algunas veces y digo verdad.
Ved el escarnio de las leyes, y cuán llenas de iniquidad. Otra ley hobo que mandó que ninguna mujer preñada, que pasase de cuatro meses la preñez, no la enviasen a las minas, ni a hacer montones, sino que las tuviesen los españoles en sus estancias y se sirviesen dellas en las cosas de por casa, que son de poco trabajo, así como hacer pan y guisar de comer y desherbar. Véase qué crueldad e inhumanidad, que hasta cuatro meses pudiese trabajar la mujer preñada en las minas y hacer montones, que son trabajos para gigantes, como queda declarado, y que hasta que eche la criatura sirva en casa de hacer pan, que es no chico, sino grande trabajo, y mayor el desherbar las labranzas.
Cuando llegó a La Española en 1508, Las Casas declaró que había 60 000 personas en la isla, contando a los indios, de donde es posible concluir que entre 1494 y 1508 habían muerto más de tres millones de personas a causa de la guerra, la esclavitud y las minas.
Lo mismo que hizo Colón con los arahuacos de las Bahamas, hicieron Cortés con los aztecas de México, Pizarro con los Incas del Perú y los colonos ingleses de Virginia y Mssachusetts con los powhatanos y los pequot. Usaron las mismas tácticas y por los mismos motivos: la locura del oro, típica de los primeros Estados capitalistas europeos, el hambre de esclavos y de materias primas, destinados a pagar a los bonistas y accionistas de las expediciones, a financiar a las burocracia monárquicas de Europa occidental, a acicatear la nueva economía dineraria que surgía de las ruinas del feudalismo, en fin, a participar de lo que Marx denominó acumulación originaria. Fueron los violentos inicios de un intricado sistema que supo combinar la tecnología, los negocios, la política y la cultura para garantizar su dominio mundial durante los cinco siglos siguientes.
¿Qué tan seguros estamos de que todo lo destruido era inferior? ¿Quiénes eran esas personas que salieron de la playa y nadaron con regalos para Colón y su tripulación y que invitaron a Cortés y a Pizarro a cabalgar en sus campos? ¿Qué sacó el pueblo español de todas las muertes y la crueldad provocadas contra los indios de las Américas? En su libro, Columbus: His Enterprise, Hans Koning sintetiza bien la respuesta esta última pregunta:
Pues todo el oro y la plata robados y enviados a España no enriquecieron al pueblo español. Solo sirvió para otorgarles una ventaja a sus reyes en el equilibrio de fuerzas de la época, es decir, representó una oportunidad de contratar más mercenarios para sus guerras. Pero, en cualquier caso, fueron guerras perdidas, y lo único que quedó fue una inflación monstruosa, una población hambrienta, ricos más ricos, pobres más pobres y una clase campesina arruinada.
Así comenzó la historia de la invasión europea a los asentamientos indígenas de las Américas.
Luchar ha sido un verbo practicado por el ser humano desde tiempos antiguos. La primera forma de duelo en Europa fue el llamado «duelo judicial», un juicio por combate practicado con cierta frecuencia durante la Edad Media: si el/la acusado/a de un delito se declaraba inocente, el asunto se resolvía en duelo, por lo general a espada, entendiéndose que dios daría la victoria a quien tuviera la justicia de su parte.
Se celebró hasta finales del siglo XVI (excepto en Inglaterra, donde siguió siendo legal hasta 1819, si bien no se permitía participar a las mujeres). Tras ser eliminado del sistema judicial no desapareció, sino que la costumbre prosiguió entre la nobleza de toda Europa, como el método más apropiado para resolver en privado litigios de honor.
Los duelos entre mujeres
Este ejercicio no era exclusivo de los hombres, aunque eran quienes en su mayoría lo llevaban a cabo, sin embargo, las mujeres también llegaron a enfrentarse entre ellas. Hay rastros de duelos entre mujeres desde el siglo XVI, aunque estos eran esporádicos.
En Francia, Italia, Inglaterra y Alemania las damas cruzaban espadas por los motivos más nimios, como una mala mirada o coincidir con el mismo vestido en una fiesta. La ferocidad de los enfrentamientos femeninos era inusitada: de cada diez duelos, ocho acababan en muerte (frente a los cuatro de media entre los varones). Las señoras estaban tan habituadas a las armas que incluso posaban para los retratistas espada en mano. La costumbre se prolongaría durante los siglos XVIII, XIX y hasta principios del XX, curiosamente asociada a la emancipación de la mujer. A continuación enumeramos 5 duelos famosos.
Isabella de Carazzi y Diambra de Pettinella
Esta obra representa la escena final de un encuentro brutal entre dos luchadoras. La mujer de la derecha tiene la superioridad sobre su oponente, que ha caído herida en tierra, y está a punto de darle el golpe de gracia. Detrás de ellas, a la izquierda, un militar romano observa apoyado, en una alabarda, mientras que tras el muro de la arena soldados y civiles asisten al espectáculo. La composición está enmarcada por las lanzas dispuestas en diagonal que parecen poner de relieve el carácter militar de la escena. ¿Pero cuál es en realidad el tema del cuadro?
Según los catálogos del Prado el asunto representa, o está inspirado en, un duelo que tuvo lugar en 1552 ante el virrey de Nápoles, el marqués del Vasto, entre dos damas napolitanas, Isabella de Carazi y Diambra de Petinella, que se disputaban el amor de un apuesto joven llamado Fabio de Zeresola. También se han dado otras interpretaciones a la escena.
La condesa de Saint-Belmont
A mediados del siglo XVII la condesa de Saint-Belmont, ya viuda, envió una tarjeta de desafío a un funcionario que había sido descortés con ella. Firmó la tarjeta como «Caballero de Saint-Belmont» y el individuo aceptó, sin sospechar que se enfrentaba a una mujer. La condesa le desarmó fácilmente, y cuando ya le tenía a su merced le dijo: «se equivoca si cree que ha estado luchando con un caballero. Soy la Señora de Saint-Belmont, y le insto a ser más sensible a las peticiones de las mujeres».
Hortensia de Mancini, duquesa de Mazarino
Hacia 1675, Hortensia de Mancini, duquesa de Mazarino, era célebre en la sociedad de la época como esgrimista, jugadora y pistolera. Mantenía una relación lésbica con Anne, condesa de Sussex, hija ilegítima del rey y de la duquesa de Cleveland. El affaire acabó en un duelo de esgrima amistoso ―y muy público― entre las amantes en el parque de St James, después del cual el marido de Anne ordenó a su esposa que abandonase la ciudad (offline, la vida de Hortensia de Mancini daría para una estupenda película).
La condesa de Polignac y la marquesa de Nesle
En 1721, la condesa de Polignac y la marquesa de Nesle se batieron a causa de su común amante, el duque de Richelieu. El primer disparo de Madame de Nesle rompió la rama de un árbol, que cayó sobre su oponente. Madame de Polignac tuvo mejor puntería: su bala se incrustó en el corsé de Madame de Nesle, provocando un poco de sangre sobre el pecho izquierdo. Aunque ninguna salió ilesa, las heridas no fueron graves, y pudieron despedirse con honor (y con vida).
La princesa Pauline Metternich y la condesa Kielmannsegg
El duelo más célebre entre dos damas tuvo lugar en agosto de 1892 en Vaduz, capital de Liechtenstein, entre la princesa Pauline Metternich y la condesa Kielmannsegg. Ha pasado a la historia como «el primer duelo emancipado», porque todas las participantes fueron mujeres. El arma elegida fue la espada. En la tercera ronda la princesa recibió un corte en la nariz y la condesa resultó levemente herida en un brazo. Entonces las testigos ―otras dos damas de la nobleza― se apresuraron a detener el duelo, declarando vencedora a la princesa Metternich.
El motivo del enfrentamiento fue un desacuerdo entre las dos damas sobre los arreglos florales de un festival musical. El duelo fue organizado y presidido por la baronesa Lubinska, que estaba licenciada en Medicina (algo poco habitual en la época) y dispuesta a tratar cualquier herida que se produjeran las contendientes. Antes de iniciarse el duelo, la baronesa observó que muchas de las lesiones leves que se producían en duelo solían agravarse a causa de la infección, ya que las espadas introducían el tejido de las ropas en las heridas. Para contrarrestar este peligro, sugirió que las contendientes luchasen desnudas de cintura para arriba. Así, durante la época victoriana tardía, el batirse a espada con el pecho desnudo se convirtió en una práctica habitual en los duelos femeninos. Esta costumbre no tenía ninguna connotación sexual, sencillamente era una forma de evitar que un duelo a primera sangre acabase en muerte.
Este libro contribuye al análisis, reflexión y debate del comportamiento de Estados Unidos en la segunda década del siglo XXI a nivel internacional, su situación interna, las elecciones presidenciales de 2020, sus proyecciones hacia Cuba y los principales retos del gobierno de Joe Biden. Toma en consideración algunos artículos publicados por el autor en el periódico Granma, el portal Cubadebate y otras investigaciones aún sin divulgar. Es un texto pensado para los jóvenes, que les permita conocer y descifrar los códigos de esta «ciudad en la colina» que aspira a constituir un «ejemplo a seguir» para sus ciudadanos y el mundo.
Abel Enrique González Santamaría (La Habana, 1972). Doctor en Ciencias Políticas, Investigador Auxiliar, Máster en Relaciones Internacionales y Licenciado en Derecho. Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y del Tribunal Permanente Nacional de Ciencias Políticas de Cuba. Ha publicado artículos en diversos medios sobre temas de política exterior y seguridad nacional. Recibió en 2017 la Distinción Félix Elmuza, el más alto galardón otorgado por la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC). Autor de los libros La Gran Estrategia: Estados Unidos vs. América Latina, El destino común de Nuestra América y Los desafíos de la integración en América Latina y el Caribe (Mención Honorífica del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2015, República Bolivariana de Venezuela). Compilador de los libros Fidel Castro y los Estados Unidos: 90 discursos, intervenciones y reflexiones y Raúl Castro y Nuestra América: 86 discursos, intervenciones y declaraciones.
Si continuamos con el ejercicio de analizar los sucesos del 11 de septiembre de 2001 y sus impactos posteriores en las relaciones económicas y políticas internacionales, resulta relevante acercarnos a la mirada del cine para desentrañar la intimidad, el pensamiento y la vida cotidiana de quienes tomaron decisiones cruciales en esos momentos o a partir de ese entonces. El filme Los Vicios del Poder (Vice, por su título en inglés), producido en el año 2018 y dirigido por Adam McKay, retrata justo la vida, el proceder y el sentido de las decisiones y acciones de Dick Cheney (n. 1941), vicepresidente de los Estados Unidos bajo el mandato de George W. Bush entre los años 2001 y el 2009.
Se trata de una vertiginosa y delirante producción cinematográfica que interioriza en la vida del exvicepresidente y en el ejercicio de cargos públicos que desplegó durante varias décadas en la administración pública estadounidense y en el Congreso de ese país. Richard «Dick» Bruce Cheney es retratado como el típico político norteamericano que lleva hasta sus últimas consecuencias los intereses creados que representa y le promueven en esos cargos públicos. Un hombre que sintetiza la simbiosis entre las élites empresariales y el establishment político y militar de Washington.
Visto como un político discreto, pero a su vez desbordado por la ambición y el deseo de poder, Cheney es una pieza clave para comprender los acontecimientos del 9/11 y las posteriores invasiones de Afganistán e Irak. Ese día del año 2001, como se relata en la cinta, algo miró y comprendió Cheney que el resto del gabinete y funcionarios no lograron percibir conforme se desvanecían las Torres Gemelas. Quizás esos sucesos fueron el cénit de la actuación pública y tras bambalinas del poder real que llegó a acumular Dick Cheney durante esa administración. La misma invasión a Irak iniciada en el 2003 y la justificación que se pretendió tejer discursivamente adquirieron la misma impronta y los intereses creados del entonces vicepresidente.
En la película subyace la comedia, el drama, pero también la denuncia y el ejercicio refinado del periodismo de investigación y del documental político más sofisticado en sus formas y en sus métodos de cuestionamiento de la realidad social. El cine es llevado a su más acabada expresión como instrumento del pensamiento crítico y, a su vez, del pensamiento utópico que, sin vergüenza y sin reparo, evidencia las entrañas de las estructuras de poder.
La biografía de Dick Cheney es la historia misma del poder, las cegueras y las debilidades de la Presidencia de los Estados Unidos en su vertiente belicista y expansionista. Es la comprensión metafórica de la biografía en su proyección histórica e institucional; a su vez que desnuda al poder en su faceta de farsa, caricatura y de parodia con consecuencias que rayan –más allá de moralismos– en la mentira, la crueldad y la falta de escrúpulos. La realidad es vista por el lente crítico del director como una despiadada caricaturización del poder en manos de seres con limitaciones estructurales y existenciales, como se evidencia en un Cheney veinteañero, extraviado, alcoholizado y rescatado por su esposa del fango de la desmesura y la irreverencia.
El hombre más poderoso de la administración Bush Jr. es visitado por el cine en sus miserias, desvelando esa faceta oscura y de poder real tras el trono que caracterizó al vicepresidente Cheney. El dedo del director del filme se dirige a este burócrata que lo mismo combinó su trayectoria pública (jefe de Gabinete de la Casa Blanca, Congresista, secretario de Defensa) con sus periplos profesionales como ejecutivo y desempeñando altos cargos en la empresa petrolera de Halliburton, beneficiada con vastos contratos en Irak y, a su vez, expuesta por sus corruptelas y malos manejos al amparo del poder político de Washington.
Es un filme de denuncia no solo al espectro y al poder real de este personaje, sino al mismo sistema político y a la sociedad estadounidenses que en aquellos primeros años del siglo XXI se mostró complaciente y complacida, cómplice y cercana a las decisiones del complejo militar/industrial/comunicacional. La cultura política norteamericana es puesta al descubierto en sus impulsos, voracidades y en esa proclividad bélica que le caracteriza sin decoro y con sumo descaro y avidez.
Un filme biográfico que no deja indiferente a nadie y menos a la élite política del establishment estadounidense que, por supuesto, no se hizo esperar con sus reacciones al mirarse retratados en su voracidad y en su consenso belicista. Aunque la descalificación pueda cernirse sobre la película, pues no faltará quien la acuse de conspiracionista y tendenciosa, la realidad es que el cine ayuda a desentrañar facetas que el periodismo o el mismo discurso de las ciencias sociales no logran aprehender y asimilar a cabalidad. En el público estará la labor de brindarle proyección histórica a través de otros tipos de análisis a lo expuesto en dicha cinta. De ahí que no se les nieguen atributos a los realizadores tras poner sobre la mesa la dimensión de la personalidad, la biografía y las peripecias de quienes toman las decisiones que inciden sobre la vida en sociedad de miles de millones de seres humanos.
Más allá de la ficción, Los Vicios del Poder representa una ventana para asomarnos a esa otra dimensión de los hombres del poder y para revertir el impacto de las narrativas convencionales que se difundieron desde el año 2001 en los mass media en torno al papel salvador de los Estados Unidos a través de su supuesta “guerra contra el terrorismo”. Comprender el mismo sentido de la agenda belicista/financiera/globalista adoptada por la élite plutocrática que retornó el pasado 20 de enero al poder político de los Estados Unidos es una necesidad urgente e impostergable, y la atención a ella puede darse desde las miradas del arte cinematográfico.
RICARDO ARONOVICH: Nací en Congreso, para luego pasar a Flores y después a Lomas de Zamora. El germen del cine, en fin, lo tenía desde chico pues me construí un proyector (no sé de dónde saqué eso) con una caja de zapatos, una lupa y una lámpara cuando solo tenía diez o doce años. Hacía dibujos animados con descomposición de movimiento en papel celofán de la época y tinta china. Hice parte del comienzo del cineclub Gente de cine, con Roland, cuando aún se llevaba a cabo en los altos de una librería.
Pasé dos años en Estados Unidos, entre 1948 y 1950. En Chicago comencé a estudiar fotografía, primero en un instituto de fotografía, primero en un instituto de fotografía y, luego, desgraciadamente por poco tiempo, en el Institute of Design que dirigió el gran Moholy Nagy. Me dirigía despacio hacia el Oeste para llegar a Hollywood, cosa que se vio interrumpida por el estallido de la guerra de Corea. Yo no era, por supuesto, ciudadano yanqui, pero allí, si bien no se puede votar teniendo visa de inmigrante, uno tiene obligación de ir a cualquier guerra que ellos desatan. Así que volví.
De regreso en Buenos Aires, y por una de esas coincidencias “generacionales”, conocí a Simón Feldman, creo que en el 50 o 51 pero no recuerdo cómo, y enseguida fui parte del grupo “Seminario de cine”. Allí Simón daba clases de acuerdo con el programa del hoy difunto IDHEC, que él había cursado hacia fines de los 40. Por eso yo siempre digo que Feldman fue mi primer profesor. Le debo eterna gratitud por eso, por sus enseñanzas y por mi primer largo, Los de la mesa 10 (1960). Para que yo pudiera hacerlo, Simón me defendió contra viento y marea. Y contra SICA, sobre todo.
Su nombre aparece también en la primera versión de El negoción (1959), que Feldman dirigió en el marco del Seminario, en 16mm…
De El negoción tengo un muy vago pero muy lindo recuerdo. No la hice toda yo, pues se filmó a lo largo de dos o tres años, creo, cuando podíamos. Para mí fue una experiencia genial, aunque muy temprana en mi vida. Además considero (puedo equivocarme fiero pero creo que no) que esa versión de El negoción es muy superior a la que Simón hizo luego de manera profesional. En fin, está tan lejos eso. De la misma época tengo un muy grato recuerdo de otro film, el corto Buenos Aires de David Kohon (1958). También la hicimos a los ponchazos y a lo largo de un año o algo más, filmando los fines de semana y cosas por el estilo. La hicimos toda David y yo solos, a veces con algún amigo que nos ayudaba (como Julio Cardoso, a quien desgraciadamente he perdido de vista).
Entiendo que en esos años trabajaba como fotógrafo en una dependencia del Estado. ¿En qué consistía su trabajo allí?
Curiosa pregunta esta, pues coincide con un texto que hace mucho estoy tratando de escribir a raíz de esos años surrealistas que pasó en la, ay, Dirección de Festejos y Ornamentaciones, se llamaba. Tuvo la gran ventaja de servirme de “escuela”, de alguna forma, pues hacía fotos permanentemente y comencé a hacer documentales sobre diversos temas que inventaba yo mismo. Todo eso, imagino, se ha perdido.
Después de Los de la mesa 10, usted fotografío el segundo largo de Kohon, Tres veces Ana (1961), que es una de las mejores películas del periodo.
Bueno, también fue mi segundo largo. Hace poco la fui a ver a un ciclo de cine argentino que se hizo en París. Salí muy deprimido por mi trabajo, por todo lo que vi que era —o me pareció— espantoso. Creo que me sentí así sobre todo por la conciencia tomada de haberme faltado no sólo la experiencia, sino también el material necesario y el tiempo para hacer lo que yo intuía que tenía que hacer (como técnica) y lo que luego pude poner en práctica en Los jóvenes viejos de Kuhn (1962) y Los venerables todos de Antin (1962), que considero sigue siendo hoy en día una película notable y adelantada a su tiempo.
En Tres veces Ana, en cambio, nada fue fácil de hacer. Yo tenía mucha imaginación pero pésimo material de iluminación y poco o ningún material (ni personal) de maquinaria. Por lo tanto, nunca pude poner las luces ahí donde correspondía. Además, en una época, uno llegaba al set, supongamos, a las ocho de la mañana y había que iluminar rápido a causa de las ocho horas del trabajo del equipo. Y algo tenía que quedarle al director… Lo que sucedía también es que mi pensamiento (como cuando uno escribe) iba no sé si tanto más rápido, pero sí más adelante en el tiempo de lo que se podía hacer en ese momento. No podría darle un ejemplo particular. O sí: en todas las secuencias en la redacción del diario se nota —y es flagrante— la posición de las fuentes de luz. Es decir, un desastre. Me fue un poco mejor en lo que hicimos en estudio, donde yo comencé a usar luz reflejada (y me miraban torcido por eso). Pero, claro, repito, con el pésimo o inadecuado material del momento.
¿Podría ejemplificar ese salto cualitativo que usted nota entre Tres veces Ana y las siguientes? ¿Podría decirme que le pedían específicamente Kuhn o Antin? ¿Un clima?
En Los venerables todos rompí con todo —o casi todo— lo que se hacía, y me ocurrió una cosa curioso y bastante irritante en ese momento preciso: apenas comenzamos a trabajar en galería, que fue al mismo comienzo de filmación, le dije al jefe de eléctricos que quería que me “fabricara” (o sea, que tendiera) una muselina sobre el decorado, que me colocara todos los proyectores (no había otras fuentes de luz) sin el fresnel, por encima de la muselina y otras cosas por el estilo. El hombre se puso como loco y dijo que eso no era fotografía, que renunciaba y ¡se fue! A los pocos días volvió y se convenció. Creo que en ese momento fue una primicia mundial, un acto de bravura para la época era imposible salirse del sendero trazado por otros.
Lo mismo con Los jóvenes viejos. Ahí me sucedió algo parecido con un jefe de eléctricos, que por suerte era un poco más piola que el otro. Cuando le pedí, en un recinto muy exiguo, que me trajera un proyector de cinco kilowatts casi le viene un síncope. Pero cuando lo mandé de reflejo al techo y nada más, se dio cuenta del resultado, y se volvió un incondicional de mi “sistema”. Con respecto al encuadre, en esa época, el operador de cámara era sagrado y no se podía intervenir mucho. Igual, uno se metía, pero no recuerdo mucho los detalles. Tampoco recuerdo muy bien qué me pedían específicamente Antin o Rodolfo, pero, sí, clima, claro…
Se nota una cierta cualidad en la imagen que es constante en las películas que usted fotografió, un predominio de tonos claros que para un lego es bastante difícil de definir, pero muy consistente de película a película. Es realmente distinto de, por ejemplo, los extremos expresionistas de Pablo Tabernero con Christensen (Si muero antes de despertar, No abras nunca esa puerta, ambas de 1952) o de González Paz con Nilsson. Hay otra relación en los contrastes, como si hubiera existido una búsqueda de grises, de un mayor protagonismo del gris. ¿Hubo tal búsqueda o estoy inventando?
Hubo. Se armó un lío bárbaro en el laboratorio Alex con el revelado que pedí. Ordené que se revelara (con previas y largas pruebas) a un tiempo fijo que yo había establecido. En ese momento, el técnico que revelaba hacía primero una prueba y, según la densidad del negativo, revelaba el resto como a él le parecía. Y ¡¿quién era él para decidir mi densidad?! Así que rompí también con eso y se volvieron locos en Alex. Por eso lo de los grises: cada película que hacía cambiaba el tiempo de revelado para alterar el contraste, claro, y obtener los grises requeridos. De ahí la satisfacción.
En realidad, todo eso se lo debo al maestro Tabernero, a quien le estaré eternamente agradecido. No olvidemos que Tabernero es una generación más viejo que yo y su escuela es otra: el expresionismo alemán en sus postrimerías. Yo represento, tal vez, la nueva visión de las “cosas”, con su gama, sus grises, contrastes diferentes, más uso de la sobreexposición, de grises claros, más de acuerdo con los nuevos temas que se tocaban. Sí, es cierto, aún hoy en día, que los grises y sus diversas calidades son un poco mi obsesión, incluso cuando filmo en color. Su “paroxismo”, creo, llegó con Invasión.
¿Qué pasaba cuando trabajaba con alguien formado en la vieja escuela, como René Mugica en El reñidero (1965), por ejemplo? Ésa es otra película que me impactó mucho, por la fuerza expresiva de los primeros planos, por la presión casi claustrofóbica que le imprimieron a la obra de De Cecco y por esa cosa de liberación catártica que se produce al final.
Se está poniendo cada vez más difícil. Pero trataré de exprimir las pocas células grises que me quedan e intentar una respuesta coherente. En el caso de El reñidero tuve ideas muy concretas que le comuniqué a Mugica y al escenógrafo, a quien le pedí —o más bien le ordené, porque ya estaba el decorado listo— que repintara todo nuevamente en tonalidades de negros y grises, para no equivocarnos con el resultado de tal color en términos de gris en la copia final. Nunca se sabe exactamente qué tono va a dar un determinado color en blanco y negro. Eso no era difícil pues a fines del siglo XIX casi no se usaban colores, ni siquiera para las damas.
El fin fue hecho enteramente en galería, incluso los exteriores del patio, lo que para mí, en ese momento, y con ese pobre material con que se contaba, era un reto importante. Reconozco que estaba aterrado. Era consciente de que en la reproducción de ese drama greco-orillero los primeros planos eran vitales. Hace poco la vi otra vez, por desgracia en una espantosa copia en VHS, pero quedé, dentro de todo, bastante contento con el resultado. Cosa rara en mí.
En su filmografía también está Orden de matar, de Román Viñoly Barreto (1965), y mucha cámara en mano de Anibal Di Salvo. Como se trata de uno de los pocos trabajos, digamos, “industriales” que hizo usted aquí, quería preguntarle qué recuerdo tiene de esa experiencia en particular.
Muchos recuerdos no tengo. Fue, como usted dice, un producto de la “industria” pero nunca más la he vuelto a ver. Creo que es el tipo de cosas que uno hace por encargo, sin mucha convicción, con actores como Jorge Salcedo. Confieso que me había olvidado completamente de ella. Piadosamente, tal vez. Lo que sí recuerdo es el trabajo de Di Salvo, con el cual aprendí mucho de cámara, claro. Era un personaje muy divertido, típico de la “industria”. Recuerdo que cuando iba a comenzar un plano extendía las manos, como si fuera el doctor Finocchietto esperando el bisturí. Pero su trabajo era siempre magnífico.
Usted fotografió toda la obra argentina de Hugo Santiago, incluyendo sus mediometrajes, Invasión, y después, Las veredas de Saturno (1986). ¿Podría describir su relación profesional con él?
También en Francia hice todo o casi todo lo de Hugo, incluso filmes para la TV (muy sesudos, ellos). No estuve en el último, Le loup de la cote ouest (2002). La relación con Hugo fue —es— de gran complicidad, digamos, artística, conceptual. Una vez que concebimos algo, paramos de hablar y yo hago las cosas. Invasión se hizo muy cómodamente, tuvimos todo lo necesario. Fue una gran producción para el cine argentino de entonces. Dicen por ahí que hemos creado algo cercano a la obra maestra.
Invasión fue restaurada hace poco tiempo en París. ¿Participó usted en ese trabajo?
Por supuesto. Alrededor de la mitad del negativo original se perdió y al respecto corren dos versiones divergentes. La primera, que fue la que nos dieron cuando nos enteramos que faltaba material, sostenía que se había tratado de un robo en el laboratorio Alex, es decir, un acto totalmente crapuloso, para vender el acetato como base para hacer, pongamos, peines. De hecho, no solo faltaron rollos del negativo de Invasión sino también de muchos otros films históricos argentinos. La segunda versión, que se colocó en un cartel al comienzo de la copia restaurada, dice que lo destruyeron los militares. A mi esto me parece difícil, porque en ese caso deberían haber destruido todo el negativo y no solo una parte. Sin embargo, ¿qué sabe uno lo que corre por los meandros del pensamiento castrense? Esta copia restaurada fue exhibida durante el festival de cine independiente de Buenos Aires, cuando le hicieron un homenaje a Santiago.
La restauración se hizo tomando material de copias positivas en buen estado y haciendo contratipos muy cuidadosamente. Todo eso llevó meses, pero la primera vez que la vi, me caí —perdón— de culo, por lo hermosos que eran los grises. La copia del negativo original es una maravilla pero también quedaron muy bien las partes del negativo perdido. Además se rehizo y remasterizó el sonido original. En fin, fue un trabajo delicado y estupendo. Se reestrenó en esas condiciones aquí en París y tuvo críticas ditirámbicas. Se supone que cuando entre un dinero, se pasará todo por un scanner para quitarle rayas y otros defectos de ese tipo, digitalizar todo y rehacer la clasificación de luces por sistema digital. La cuestión es que todo el trabajo con Invasión me ha dado nuevamente unas ganas locas de filmar en blanco y negro, de esa forma…
Esta entrevista fue extraída del libro Generaciones 60/90 (MALBA, 2003).
Claudia-Huaiquimilla, cineasta chilena Foto The Clinic
Por Nicolás J. Vogt
Luego de su premiere internacional en el 74° Festival de Cine de Locarno y su posterior exhibición en la 36° edición del Festival Internacional de Cine en Guadalajara (FICG), el largometraje “Mis hermanos sueñan despiertos” (2021) tuvo su premiere nacional en el 28º Festival Internacional de Cine de Valdivia (FICValdivia), en donde recibió el premio a Mejor Largometraje y el premio Héctor Ríos, a la Mejor Dirección de Fotografía Chilena. Para quienes no están familiarizados con la historia, la película cuenta la historia de Ángel (Iván Cáceres), un joven que se encuentra recluido en una cárcel juvenil junto a Franco (César Herrera), su hermano. Pese a las dificultades que les presenta el entorno, los hermanos forman un sólido grupo de amigues con quienes pasan los días compartiendo sueños de libertad. Sin embargo, todo cambia cuando la llegada de un joven rebelde (Andrew Bargsted) ofrece un posible escape: la única puerta para hacer esos sueños realidad. Para conversar sobre esta historia basada en hechos reales que ya se encuentra disponible en salas nacionales, nos sentamos a tener una conversación telemática junto a su directora y guionista: Claudia Huaiquimilla.
Pensando en términos de locación, actores, y ciertas técnicas “Mala junta” (2016) se siente como una continuación/expansión de “San Juan, la noche más larga” (2011), pero si bien hay ciertas conexiones temáticas (como el retrato de infancias vulneradas y el poco apoyo que estas reciben), “Mis hermanos sueñan despiertos” se siente como una bestia completamente distinta en términos de alcance. ¿En qué punto de tu carrera post-“Mala junta” surge la historia?
Fue un cruce igual. Estos días empecé a recordar nuevos hitos y la verdad es que esta historia un poco parte en “Mala junta”. De algún modo, partió al investigar el personaje de Tano (Andrew Bargsted). Había hecho una investigación; no solo del mundo mapuche y testimonial que en el fondo ya conocía, sino que también indagué en historias del SENAME para construir el motor que podía mover a Tano. Cuando terminamos la película y nosotros tuvimos la oportunidad de participar del Programa Escuela al Cine, SENAME pidió también ser parte y que fuéramos a exhibir la película y tener un conversatorio con niñes y con jóvenes. Fue la primera vez que fui a un centro SENAME y, con todos mis prejuicios y desconocimiento, llegar y encontrar una cárcel fue muy fuerte. Pasar el perímetro de gendarmería para exhibir cada cosa que llevamos tenía que ser avisado previamente, traspasar el murallón y cortafuego, y conocer el espacio que habitan los jóvenes fue muy chocante. Ver que había un pequeño refugio para todas las actividades extraprogramáticas —que era un pequeño espacio que nosotros habilitamos tapando ventanas para que pudieran tener acceso a un instante de ver una película y un momento de esparcimiento— fue muy fuerte.
¿Cómo resultaron esos visionados?
Con Pablo Greene, el co-guionista, nos marcó muchísimo. En la exhibición llegaron los chicos y tuvieron muy buena disposición para ver la película, estuvieron esperando a sus compañeres y algunes vieron abrazados con sus compañeros toda la película. ¡Abrazados! Cuando parte la película, nos sorprendió. Uno escribe y espera algunas reacciones de la audiencia; algunas se cumplen y otras que no. Uno se sorprende y entiende qué película hizo ahí. Y nos pasó que siempre esperábamos una reacción y nunca había ocurrido hasta que fue con el público del centro SENAME, con esos niños y niñas. ¡Fue por primera vez que se rieron de algunos chistes que escribimos con Pablo! Fue como “wow, de algún modo, hicimos la película pensando en este público”. Primera vez que tuvo su sentido real siendo exhibida con quienes, a lo mejor, cargan con el mismo prejuicio y estereotipo que Tano. En ese momento, hice el click y me dije “espérate, dimos cuenta de algo con ‘Mala junta’, pero esto hay que instalarlo mucho más profundamente”. Otra cosa importante que también ocurrió cuando exhibimos “Mala junta” fue que había muchas personas que trabajaban en SENAME, que eran profesores de trato directo o que habían sido niños que estuvieron en algunos de estos centros, y que me decían “creo que deberías ir y contar esta historia”. De algún modo la historia me llamó; me llamó con “Mala junta” y yo no me di cuenta. Fue muy ligada la relación entre una y otra película y, finalmente, “Mala junta” y “Mis hermanos sueñan despiertos” son una y son complementarias.
Una cosa es la proyección y otra muy distinta es la conversación posterior. ¿De qué manera se desarrollaban aquellas sesiones de preguntas y respuestas?
Lo más importante de Escuela al Cine es que entiende la importancia de la mediación. Profesores nos contactaban porque tenían ganas de llevar esta actividad a les niñes ahí en el SENAME y nosotros tratábamos de darle tips sobre la calefacción, que la sala estuviera calentita, que tuviera oscuridad y, así, resguardar su intimidad para poder ver una proyección. Ellos tenían todo predispuesto, al punto que tenían también cositas para compartir, para que comiéramos después. Nos decían que a les chiques les cuesta concentrarse, ¡pero se concentraban muchísimo! Veían la película de principio a fin y al final teníamos un espacio para conversar. Los profesores nos decían que es libre, así que no los obligaban a que fueran preguntas muy intelectuales. ¡Y las conversaciones eran buenísimas! Conversábamos y nos contaban sus experiencias también, como inevitablemente pasa con “Mala junta”; un público adolescente que, además de hacer preguntas muy honestas, implica que compartan parte de sus historias. De esta manera,, los conversatorios se transformaban un poco también en un espacio testimonial cuando nosotros íbamos al SENAME.
Es muy bonito eso; el ver una película como una invitación al diálogo.
Es impactante eso. Mucha gente me decía “me gustó ‘Mala Junta’ pero el final no” (risas), “como que quedé descolocada”, “¿qué pasa?” y yo les comentaba un poco lo que significaba para mí este final: mi esperanza en lo humano, pero no en lo institucional. Quería descolocar con ese final para que la gente se quede sentada, escuchara la canción y comentara con el de al lado “¡¿qué pasó?!” y se vieran un poco obligados a dialogar. Esto pasó en los conversatorios, en general. Entrando al SENAME pasaba mucho más. Se generaba un diálogo que permitía que se hablara desde la primera persona, siendo válido el testimonio de cualquier persona al momento de enfrentar esa película.
Soñando una historia real
El cineasta Federico Fellini dijo alguna vez que “hablar sobre los sueños es como hablar sobre las películas, ya que el cine usa el lenguaje de los sueños; los años pueden durar un segundo y puedes saltar de un lugar a otro”. Sin dar mayores detalles para quienes aún no la han visto, “Mis hermanos sueñan despiertos” comienza mostrándonos un amplio bosque, que eventualmente decanta en los protagonistas comentando sus sueños, los cuales se ven interrumpido por la realidad carcelaria en la que están involucrados. Dicha realidad es representada en los primeros minutos del largometraje a través de un montaje que captura la rutina de los jóvenes ahí; desde conversaciones en la lavandería hasta las riñas que se desarrollan entre ellos.
Para tratar temas como este, muchas veces resulta complejo referirse a lo que algunas personas llaman “la otredad”, capturando vivencias que quizás pueden resultar ajenas tanto para el espectador como para el equipo realizador. Para ti y para Pablo Greene, el co-guionista, ¿cómo fue el proceso de sumergir al espectador y dar puntapié a esta historia, de manera que comienza como este retrato coral de la vida carcelaria, para después devenir en la historia de Ángel?
Creo que con Pablo a la hora de escribir ambas historias, tanto “Mala junta” como “Mis hermanos sueñan despiertos”, resultó super importante como punto de partida la construcción de personajes. Es muy, muy importante. Para no anteponer nuestras ideas preconcebidas es muy importante —sobre todo para mí— la investigación. Trato de tener un espíritu previo de que voy a contar esta historia y que vislumbro hacia dónde va a ir, pero antes de sestear muchísimo la historia, lo primero que intento hacer es investigar y tratar de encontrar ciertas historias, hitos, anécdotas, testimonios de niñes… y eso reunirlo. El siguiente paso es intentar buscar una idea fuerza que logre hacer dialogar, busque puntos de encuentro o cruces entre toda esta investigación que tenemos. En ese sentido, creo que una de las ideas que empezó a entrar fue la hermandad y los sueños. Generalmente, pasa que esta idea fuerza va tiñendo nuestros títulos; nos guían el viaje y volvemos a ellas para titular la obra. Partimos muy así. Fue muy importante el tener esta hermandad, los sueños y empezar a tener ciertas obstrucciones al momento de escribir.
¿A qué te refieres con esto?
Por ejemplo, la primera obstrucción que nosotros tuvimos fue “vamos a hacer que toda esta historia ocurra dentro del centro, que sea claustrofóbica y que el único escape sea el inconsciente de uno de los personajes”. Ahí es donde empezamos a pensar cómo construir no solo el tratamiento, sino también la estructura narrativa que empieza a aparecer ahí, a partir de esta idea fuerza de la hermandad, de que va a haber sueños. Otra obstrucción que pensamos fue: “en este grupo de chiques, ¿en qué lugar nos vamos a posicionar?”. En uno de los casos reales que investigamos, a mí me impactó conocer la historia de dos hermanos que estaban en este centro. Ahí me pregunté “¿qué haría yo si estoy en una situación límite junto a mi hermano y lo quiero proteger?” o “en este espacio estoy en una situación bajo presión tal que llego a trastocar lo que yo creo y mis propias motivaciones por proteger a un otro”. Ahí es donde entró este grupo de niñes que conocí y pensé “ok, necesitamos a alguien que, a lo mejor, encarne eso”, “que a lo mejor sea un chico que esté tranquilamente en esta estadía, que cree que el sistema le puede dar una oportunidad, que quiera hacer eso, que quiera proteger… y que estas motivaciones se vean trastocadas por el intentar proteger a su hermano”. Así es como llegamos un poco a que esta historia, para que todo lo que conocimos finalmente se encarne humanamente en el personaje de Ángel (Iván Cáceres), tanto por lo que está en juego —con lo que creo que pueden identificarse muchos— como porque todavía no está trastocado por el sistema; Ángel todavía tiene esperanza, tiene ilusiones, tiene sueños y es el sistema el que lo pone un poco en jaque. Ahí es donde decidimos qué fuera a partir de ese inconsciente que íbamos a tener un escape de este lugar y, con ese personaje, vivir este viaje como espectadores.
En el cortometraje “San Juan, la noche más larga”, “Mala Junta” e incluso en “Mis hermanos sueñan despiertos”, priorizas la participación de actores y actrices jóvenes debutantes, en donde intérpretes de “mayor trayectoria” —por así decirlo— toman roles de carácter más secundario. Para ustedes, ¿cómo es el proceso de construcción de personajes? ¿En qué punto comienza lo que escribiste junto a Pablo Greene y en qué momento entra en juego la propia experiencia de los actores?
Para mí es fundamental, a la hora de generar un casting, el poder ver cierta luz de la persona que va a encarnar en esto. De alguna manera se vuelven uno. “San Juan, la noche más larga” la escribí para mi primo, el Cheo (Eliseo Fernández); lo conozco; sé cómo habla, se cómo se mueve… Como directora y como guionista, la historia la escribí pensando en él. Después, cuando vino “Mala junta”, me pasó lo mismo. De algún modo, escribí esta historia pensando en mi primo, en cómo él se relaciona, cómo se expresa, y lo que vive. Y, Tano, un poco lo escribí pensando en chiques que yo vi y que, de algún modo, Andrew Bargsted encarnó porque también conoce esa realidad. Fue muy interesante notar como parte mía, de Cheo y de Andrew se conectaron al momento de conectar sus personajes. En el caso de “Mis hermanos sueñan despiertos”, me pasó que el casting lo hicimos con bastante tiempo de antelación para poder postular al fondo. Hicimos una convocatoria por redes sociales a niñes que no necesariamente tuvieran experiencia. Cuando llegaron los videos, nosotros rápidamente escogimos a Iván Cáceres y a Cesar Herrera como los hermanos.
¿Y cómo fue ese proceso de casting?
No fue un casting tradicional en el sentido de que ellos se aprenden diálogos o algo así. Mi casting consiste en conversar con niñes, conocer sus expresiones, qué quieren, cómo se expresan y, lo que hago, es improvisar una situación. Por ejemplo, cuando ya teníamos escogidos tanto a Iván como a César por separado, los juntamos y los hicimos improvisar aquella escena del pasillo cuando el hermano menor le dice que se está gestando una idea de escape y el hermano mayor lo tiene que aconsejar. Fue tan maravilloso lo que ocurrió ahí que parte de lo que se improvisó quedó en el guión. Esa investigación de cómo ellos se relacionaban como hermanos fue quedando en mi investigación como guionista y fue siendo parte de la historia. ¡Eso fue maravilloso! El postular a un fondo audiovisual con tanta antelación me permitió conocer el casting y poder apropiarme un poco de cómo, tanto Ivan como Cesar, se expresan, e ir incorporando esos ensayos e improvisaciones. Ellos son parte importante de cómo construyeron esos personajes. Creo que ambos, a pesar de no haber nunca estado en un centro del SENAME, conocen esa realidad en primera persona. En sus barrios lo han visto, lo han vivido. Similar ocurre con René Miranda —que interpreta a Michel— y todos quienes le dieron vida a la Casa 5. Teníamos extras que llegaban de trabajar en la feria, no dormían y cuando llegaban a filmar con nosotros en esta locación que eran camarotes, dormían previamente a que nosotros filmaramos. Se empezó a formar una hermandad real entre niñes que comparten esa realidad. Para mí, en la Casa 5 no había nadie interpretando realmente algo, era parte de lo que conocen y honraron a vecines, amigues que conocen, poniendo parte de eso en la pantalla.
Tengo entendido que Iván Cáceres es actor debutante…
¡Sí!
¡Y ganó el premio a Mejor Actor en FICG!
(risas) ¡Sí!
¡Y no fue el único premio! Tengo entendido que ganaron “Mejor película de ficción” y “Mejor guión”. Dichos premios dan cuenta de la gran recepción que tuvo el largometraje, pero ¿cómo sentiste tú la reacción de la audiencia mexicana ante una historia que critica el rol del SENAME y el Estado chileno en la protección de aquellas infancias más vulneradas?
Fue super emocionante volver a tener un visionado colectivo desde el estreno. El primero fue en Suiza, en el 74° Festival de Cine de Locarno. Aquella vez fue la primera vez que Iván salía de Chile, la primera vez que se veía en pantalla… ¡Fue una catarsis gigante! Sin embargo, allá no comparten muchas de nuestras problemáticas. Cuando llegamos a México fue aún más impactante, porque esa realidad es tangible en su cotidiano. Uno la vive en México, la ve en las calles. Entonces, la recepción fue mucho más fuerte con el público mexicano e hispano-parlante. De algún modo comienza a ocurrir que en las funciones empiezan a no solamente haber preguntas respecto “al cine” y cómo fue realizada la película, si no también espectadoras y espectadores que deciden tomar la palabra para contar su propia historia de lo que está ocurriendo en su país. Empieza a ocurrir algo parecido a lo de “Mala junta” y eso no ocurrió en Suiza, con un público que no está viviendo esa realidad, pero sí en México. Comienza a ocurrir que esta historia comienza a revelar otras historias y ese efecto, que me encanta como directora y lo estoy descubriendo recién, es el que trae conversatorios testimoniales. En México eso ocurrió de inmediato. Fue bueno. Fue super emocionante también que haya un reconocimiento a Iván como un talento joven.
¡Totalmente!
Creo que Alfredo Castro, que es un increíble actor, estaba con tres películas (risas). Nunca esperamos que hubiera un reconocimiento a Iván. Me siento sumamente contenta de que sea este niñe, en el que yo veo una luz gigante. Está estudiando cine. Espero que tenga una carrera a partir del cine o que la actuación sea parte de ello. Hay una luz que es impactante para mí, tanto la de Iván como la de César, o como la de otros niñes que participaron en la película.
Mauro Veloso ganó el Premio Hector Rios a Mejor dirección de fotografía en FICValdivia. Un detalle no menor —y que incluso es referenciado por el personaje interpretado por Paulina García— es que los personajes están aislados “en la punta del cerro”. Me pregunto ¿qué fue primero? ¿La idea dentro del guión o la locación que les generó dicha idea? Y en base a la labor de Veloso, ¿de qué manera se las ingeniaron para retratar el lugar en donde estaban los protagonistas? Porque tengo entendido de que para lograr “la ilusión” del lugar se necesitaron diversas locaciones.
¡Super buena pregunta! Hace muy poquito recordamos cómo surge esto; cómo escoger en qué centro íbamos a filmar. Esta historia está inspirada en casos reales, específicamente en uno que me impactó. Cuando conocí uno de estos centros, de estas cárceles, hay una de ellas que estaba en un sector aislado, pero su vista daba al mar. Esta película surge así. Yo estaba en este lugar que está aislado, con un pequeño memorial de niñes que ya no están con nosotros y estaba este murallón en el cual me hubiese encantado poder acceder y entrar, y no pude, de repente dije “estos niños que están encerrados, qué pasa si pudieran elevarse y mirar; sería tan lindo”; tienen una vista maravillosa al mar y me decía “qué contradictorio esto”; una cárcel versus todo lo natural alrededor… y ahí empecé a trabajar esto. “¿Qué pasa si uno pudiera escapar de este espacio y mirar alrededor?”. Yo partí con la idea del mar, pero luego resultó muy difícil el poder tener acceso a ese centro. Empezamos a buscar y a conocer distintos centros y ocurrió que, donde filmamos, no queda relativamente “en la punta del cerro”. No es así. Eso es un efecto de la película. Pero sí está rodeado de una especie de bosque. Lo que hicimos con Mauro Veloso y con el equipo fue generar esa sensación de que este centro quedaba “en la punta del cerro” y pareciera que si llega a ocurrir algo ahí, si hay voces que gritan algo, nadie las va a escuchar. Si hay un grito de felicidad o de ayuda, son voces que están ahí y que se van a perder en el viento. Esa fue la sensación que intentamos a trabajar con todes en el equipo; tanto en sonido como en la dirección de arte, intentar dejar testimonio de un espacio de voces que vamos a darle cabida y permitir a las y los espectadores acceder al menos un segundo a esa intimidad que es efímera y que se va a borrar. Desde ahí es donde dijimos “ok, vamos a escoger este centro, vamos a simular que está aquí, ‘en la punta del cerro’, e intentar dejar con la fotografía un espacio que, más allá que dar cuenta de la pornomiseria de un espacio, trabajar un espacio frío, poco acogedor, en donde la calidez está dada por los personajes”. En los pequeños espacios, a pesar de no ser un hogar, ellas y ellos lo transforman con los pequeños vestigios que hay; que las paredes fueran dejando testimonio de les niñes que estuvieron antes, y que ya no están y los que vendrán; hay un cruce entre estos niñes. Por eso hay pequeños símbolos como las cintitas, ciertos rayados… El hecho de que no pudieran comunicarse entre ellos —porque están en casas distintas— dio paso a señales y códigos; uno de ellos eran los silbidos. Este silbido se asimila al de los pájaros, pero va quedando perdido en este espacio. Ahí es donde empezamos a trabajar que esta especie de limbo y, fotográficamente, lo empezamos a trabajar así también; que esté alrededor del centro. Una decisión súper importante también fue que no íbamos a hacer evidente este salto al inconsciente para intentar generar una sensación menos clara de cuando estamos en un recuerdo, en un sueño o en la realidad. Que intentara todo esto cruzarse para generar ese final que no voy a spoilear (risas). Es súper importante que esto se fuera entrelazando para que sea menos evidente al momento de trabajar la fotografía, y se fuera dando más por el tema sonoro que por lo evidente de la imagen.
De cambios y símbolos varios
En “Mala junta”, muchas secuencias de unión entre los personajes principales ocurren cercanos a un árbol. En el flashback de la historia de Alan —y de “los Alans”— en “Mis hermanos sueñan despiertos” también destaca un árbol. Siendo ambos puntos bien emotivos y, prácticamente, puntos de inflexión en ambas obras, ¿por qué elegiste dicho elemento para desarrollar ambas escenas?
Y el árbol también está en “San Juan”.
¡Tienes razón!
Voy a ser muy sincera. Creo que de algún modo necesitaba trabajar una historia en donde yo pudiera darle un refugio a estas voces. Para mí, tanto en “San Juan, la noche más larga” como en “Mala junta”, fue exponer mi escondite de niña, uno donde los adultos no podían acceder fácilmente. Para llegar ahí, uno tiene que estar buscando un refugio como niñe; uno que te acogiera y en donde uno pudiera ser lo que quería hacer y ser lo que quisiera ser. Ese refugio de la niñez y la adolescencia lo regalo y la comparto con mis personajes. Tanto con Cheo en “San Juan”, como con Cheo y Tano en “Mala junta” y, de alguna manera, quise regalarle ese espacio a estos niños, a “los Alans”. Como que de algún modo pudiera darle un espacio para encontrarnos (risas). ¡Aunque sea de manera metafórica! Creo que la historia de Alan representa a muches niñes que son cifras para el sistema y no tienen rostro. Lo que ocurre con el Alan está inspirado en una historia real. Esto ocurrió. Ese testimonio es real. Es tan doloroso todo lo que ocurrió que intentaba buscar cómo darle un refugio a ese Alan, un espacio en donde pueda habitar y encontrarse con otres niñes. La sociedad mira el SENAME como un lugar en donde hay criminales, pero yo me encontré con niños que fueron tocados por el dolor y que, a partir de ese mismo dolor, son más empáticos con el otro porque ven ese dolor detrás. Me sentí acogida. El árbol que se ve en “Mala junta” es mi refugio hasta el día de hoy. Es donde me siento más cómoda. Cuando era niña, me tocó vivir en la capital, y mi papá me enseñó a meditar porque me generaba mucha ansiedad el estar ahí. Yo vuelvo habitualmente a ese espacio cuando me toca meditar. De algún modo, le regalé ese espacio a los niñes y a los espectadores. Como mapuche, soñar y conectarse con ese espacio y aislarte de donde estés es muy importante. Terrenalmente puedo estar aquí, pero mi mente es libre y se puede trasladar a ese lugar. Esa sensación que muy de niña me enseñaron, resultó muy importante transmitirlo en la película y creo que es por eso también que a la hora de construir el guión, por ejemplo, más que ver tanta película carcelaria, a veces me refugio en testimonios.
¿Hay alguna inspiración que destaques?
Una de las inspiraciones principales estuvo en Raúl Zurita. Recomiendo mucho el documental “Zurita, verás no ver” (Alejandra Carmona, 2018). Zurita tiene algo muy lindo en una frase que me marcó al momento de escribir el guión: “en la soledad más oscura llega un momento en que uno vislumbra la felicidad”. No la alcanza, la vislumbra. Que importante es que nuestra mente, por más que nos opriman, nos encierren… nunca te van a quitar eso; la libertad de poder imaginar otros escenarios para uno y escapar en la mente. Uno siempre puede ser libre. Es importante resguardar que estos niñes nunca dejen de soñar o de tener ese espacio mental en el que pueden ser libres.
Al final de los créditos, un texto señala que el largometraje fue filmado durante la revuelta y finalizado en plena pandemia; dos hitos importantes que cambiaron por completo el curso de nuestras vidas. ¿De qué manera impactaron a la producción de la película? ¿Hubo cambios muy rotundos en la realización de la obra o en el desarrollo de su guion?
Impactó super fuerte. La preproducción partía el 20 de octubre de 2019 y las oficinas quedaban a metros de Plaza Dignidad. Primero consultamos: “¿seguimos adelante?”, “¿serían parte de la película si esto continúa?” y el equipo manifestó una voluntad total. Nuestro equipo es primera línea. Nosotros íbamos hasta las 14:00 a trabajar y de ahí íbamos todes a marchar. Se iba mezclando el proceso. Estuvimos un mes en la calle. Justo cuando iba un mes de pre-producción y partía la película, mis compañeres me transmitían que todo el sentido de estar en la calle pasaba a ser algo más; nos nutríamos de lo que pasaba ahí. Además, las locaciones que filmamos eran colegios en donde habían protestas ciudadanas alrededor, represión policial y, aparte, se realizaban cabildos ciudadanos en los colegios. No los podíamos detener porque creíamos en la situación que estaba ocurriendo. ¡Los apañamos! No podíamos llegar diciendo “silencio, es que estamos filmando” (risas). Uno no puede repetir dinámicas del cine que son habituales; estar en un set absolutamente silencioso… ¡no! Hay que empezar a ir con esa realidad. Otra locación, por ejemplo se la tomaron niñes del INBA —a quienes les mando un gran saludo además, porque les adoro—, con quienes tuvimos que dialogar para poder filmar. La revuelta permeó al relato absolutamente y parte de las consignas que se escuchaban en la calle empezaron a formar parte del guión y creo que quienes vean la película se darán cuenta. Fue importante dejar un testimonio de quienes somos. No robando ni apropiándose de una consigna, si no dejando testimonio para quienes vendrán después que esto sucedió. Ser cine testimonial. Fue súper importante que eso quedara plasmado. Evidentemente, no pudimos filmar todo lo que quisimos a partir de esto porque no podíamos llegar. Quedaron dos jornadas pendientes de la película que teníamos que filmar en marzo del 2020 (risas). Yo volví de Berlín a filmar estas escenas y se paralizó todo.
¿Cuáles escenas?
Tenían que ver con los hermanos y la primera secuencia, y parte de lo que ocurre en el SENAME. Se paralizó todo y no pudimos filmar. Tuvimos que esperar a que se abriera por pandemia y que, por temas de seguridad, el sindicato sacara medidas para volver a filmar. Entonces sí tiñó lo que íbamos a hacer. Teníamos que filmar en SENAME, hacer como que estábamos adentro, pero sin poder ingresar para no poner en riesgo a profes y a niñes. Fue una nueva obstrucción. Sin embargo, no cambió el guión, pero sí la puesta en escena. Lo que tiñó la pandemia fue que a la hora de estar montando esta película, cuando estamos todos encerrados y tenemos que dar cuenta de un encierro, empezó a ser súper importante el poder potenciar sensorialmente esos escapes a la hora de post-producir y hacer el diseño sonoro del inconsciente del personaje. Tiñó más esa construcción que literalmente el guión.
La película tuvo su premiere nacional en FICValdivia y, comentándolo en sala y posterior a la exhibición, para muchas personas esta proyección fue su regreso al cine, y no me cabe duda alguna que ahora que tendrá su estreno comercial, lo será para muchas personas más. En la función, Mariana Tejos, productora del largometraje, mencionó que esperaba que la película la vean “las personas que la tienen que ver”. ¿Qué tipo de discusiones esperas que se genere entre aquellas personas que vuelvan al cine junto a tu película? Y, en base a lo que dijo Mariana, ¿hay alguien en particular que te gustaría que vea tu película?
Que buenas palabras dijo Mariana, mi compañera. Primero, hago un cine para sentirme menos sola y ayudar a otras personas a que también se sientan menos solas; que las convoquen y que se sientan identificadas con ese sentir, esa frustración que yo siento que quienes ven el retrato de estos niñes representa la frustración de muchas personas en Chile. Creo que me gustaría que muchas personas se sientan identificadas y, a partir de esa conexión emocional, puedan sentir un llamado a atender desde su lugar, sea lo que sea que hagan y sean quienes sean, atender y prestar ayuda a este espacio de la infancia más vulnerable. Sin discriminar, yo hago primero un llamado a mis colegas a que nosotros también desde la cultura, no nos enfoquemos netamente en el retrato de una historia, si no que nos hagamos parte de poder atender este espacio llevando, por ejemplo, parte de las películas y generar un conversatorio de manera constante, con quienes están privados de libertad, adultos y, sobre todo, niñes. Me encantaría que, sea quien sea, lo que les genere, genere un diálogo que les permita preguntarse “¿qué hacemos?” o, desde mi lugar, “¿qué hago?”… Espero que eso se genere. En estos momentos se está escribiendo una nueva constitución y ojalá sean esas personas las que puedan dialogar respecto a la protección y el resguardo de los derechos que han sido vulnerados en niñes y jóvenes en nuestro país. Me gustaría que también fuera parte de eso; que esta discusión quede plasmada en la nueva constitución. Espero que sea un diálogo; que todes desde nuestro lugar podamos poner nuestro foco de atención y ver cómo ayudar a quienes, de algún modo, no pueden levantar sus voces y decirnos “vengan y ayúdennos”. Eso espero.