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Coleção percepções da diferença. Negros e brancos na escola

Por Víctor Fowler

La presente colección, integrada por 10 volúmenes, es un proyecto que —realizado por el Centro de Apoyo a las Investigaciones en Estudios Interdisciplinarios sobre el Negro Brasileño, de la Universidad de Sao Paulo— vio la luz en el año 2007, durante el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva. Los libros, cada uno con alrededor de 60 páginas, constan de una breve introducción acorde al tema que tratan, han sido escritos en un lenguaje claro, contienen ilustraciones que ayudan a una mejor comprensión de los argumentos manejados en los diversos asuntos, incluyen cada uno su propia bibliografía y aparato de notas, así como un breve glosario general para ser empleado en cualquier de los tomos de la colección.

Percepções da diferença. Negros e brancos na escola fue concebido para que los docentes pudiesen disponer de una base de herramientas necesarias para trabajar —ya desde las enseñanzas primaria y secundaria— las problemáticas del racismo y la discriminación racial. De esta manera, la colección —a la cual es posible acceder con facilidad gracias a las oportunidades de acceso en formato digital— opera tanto como una ocasión formativa (en la cual es ampliado el conocimiento de quienes enseñan en el aula) que como un hecho de activismo social. Los volúmenes, coordinados por Gislene Aparecida dos Santos, profesora de dicha universidad y ella misma autora del volumen titulado Pelo bueno, pelo malo, fueron escritos por expertos de diversas especializaciones y son un aporte monumental al tratamiento de las problemáticas del racismo durante las edades escolares tempranas. En palabras de Dos Santos, la colección se propuso:

(…) discutir de manera directa y con profundidad algunos temas que constituyen verdaderos dilemas para los profesores a la hora de enfrentar las discriminaciones sufridas por niños negros de diversas edades en su vida cotidiana en la escuela.

Dos Santos menciona la existencia de un conjunto de momentos en el cual los infantes, en círculos infantiles o preescolares, comienzan a “convivir con otros observando que no todos son iguales” y se pregunta “cómo lidiar con el ejercicio humano de diferenciar sin que ello se torne discriminatorio”. El llamado de los autores de los diferentes volúmenes que conforman la colección es “a colaborar para que sean construidos la autoestima y el respeto entre los niños”. Tal y como es señalado en el volumen inicial: “lidiar con las diferencias implica una predisposición interna para repensar nuestros valores y posibles preconceptos”.

Percepções da diferença. Negros e brancos na escola es un ejemplo de lo que puede ser alcanzado cuando el enfrentamiento a la discriminación y el racismo es colocado en el centro de las batallas políticas de los Estados. La mera revisión del título de los volúmenes da idea de la complejidad y diversidad de los temas tratados.

He aquí un ejemplo que merece ser estudiado a profundidad, traducido, reproducido y tomado como inspiración para que nuestros expertos se propongan proyectos de tanta belleza, impacto y posibilidades de transformación.

“Percepções da diferença. Negros e brancos na escola es un ejemplo de lo que puede ser alcanzado cuando el enfrentamiento a la discriminación y el racismo es colocado en el centro de las batallas políticas de los Estados”.

Títulos de la Colección:

Volumen 01 – Percepções da diferença (Percepciones de la diferencia). Autora: Gislene Aparecida dos Santos.

Volumen 02 – Maternagem. Quando o bebê pede colo (Maternidad. Cuando el bebé pide regazo). Autoras: Maria Aparecida Miranda y Marilza de Souza Martins.

Volumen 03 – Moreninho, neguinho, pretinho (Morenito, negrito, prietecito). Autor: Luiz Silva–Cuti.

Volumen 04 – Cabelobom. Cabeloruim (Pelo bueno, pelo malo). Autora: Rosangela Malachias.

Volumen 05 – Professora, não quero brincar com aquela negrinha! (Profesora, ¡no quiero jugar con aquella negrita!). Autoras: Roseli Figueiredo Martins y Maria Letícia Puglisi Munhoz.

Volumen 06 – Por que riem da África? (¿Por qué se ríen de África?). Autora: Dilma Melo Silva.

Volumen 07 – Tímidos ou indisciplinados? (¿Tímidos o indisciplinados?). Autor: Lúcio Oliveira.

Volumen 08 – Professora, existem santos negros? Histórias de identidade religiosa negra (Profesora, ¿existen santos negros? Historias de identidad religiosa negra). Autora: Antonia Aparecida Quintão.

Volumen 09 – Brincando e ouvindo histórias. (Jugando y oyendo historias). Autora: Sandra Santos.

Volumen 10 – Eles têm a cara preta. (Ellos tienen la cara prieta). Varios autores.

Tomado de: La Jiribilla

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El mismo Sergio que yo conocí

Por Omar Valiño @OmarValinoCedre

Junto a su madre, Gilda Hernández, estuvo Sergio Corrieri entre quienes concibieron y fundaron el Grupo Teatro Escambray (GTE) en 1968. Fue el punto perfecto de una unión profesional de ambas personalidades que comencé a evocar, en dos partes, desde la entrega pasada de esta columna.

Al llegar allí, el actor era ya el protagonista de la inagotable Memorias del subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea. Lo abordó el cineasta Manolito Pérez en el panel sobre Corrieri durante la jornada por el aniversario 60 de la Uneac, al vincular cómo había encarnado al citadino Sergio pequeñoburgués y, pocos años después, bajo su dirección, al héroe Alberto Delgado en El hombre de Maisinicú, enriquecido por la vivencia que ya poseía sobre el hombre del campo.

Sergio fue el capitán de aquella expedición, cuyo objetivo no era «trasladar» un teatro hacia el macizo montañoso del centro de la Isla, sino hacerlo, precisamente, desde las problemáticas, comportamientos y anhelos de los habitantes de la zona, en principio los campesinos. Es el mérito radical del GTE y su aporte hasta el día de hoy, en que se renueva el interés por el trabajo comunitario. En lugar de intervenir, interpretar y devolver una imagen, cercana a la vez que crítica, frente a la cual el espectador pudiera reconocerse, pero al mismo tiempo percatarse de las nociones de cambio exigidas con inteligencia en el discurso artístico. Lo certificó el actor Carlos Pérez Peña en el mencionado encuentro: no crear un teatro en el lomerío, sino insertar su aporte en el curso de aquella zona en transformaciones.

Representaba un gran cambio en el arsenal que Corrieri dominaba desde sus inicios en Teatro Universitario, luego en su paso por Prometeo y otros grupos, hasta la fundación y permanencia en Teatro Estudio. Tanto Manolito como Carlos recordaron, curiosamente, el impacto que les causó ver Viaje de un largo día hacia la noche, de Eugene O´Neill, la puesta de Vicente Revuelta en el arranque de Teatro Estudio. Ellos dos eran tan jóvenes como el Corrieri sobre la escena. En esa etapa de los años 50 y 60 el repertorio asumido por Sergio como actor es impresionante, abarcador de toda la modernidad teatral universal hasta ese minuto. También comenzó a dirigir y, entre sus montajes, cuenta el estreno mundial de Contigo pan y cebolla, de Héctor Quintero.

Con dicha sedimentación, Sergio fue el líder de la aventura del GTE. Riesgosa por experimental de veras, porque exigía un alto ejercicio de pensamiento y un liderazgo político (no de poder, que no tenían) para desbrozar el camino. En ese aspecto fue decisiva la presencia de un dirigente excepcional, al frente entonces del Partido en el regional Escambray, Nicolás Chaos, quien propició el encuentro de Fidel con la agrupación ante la puesta de La vitrina, de Albio Paz.

La crítica de arte Luisa Marisy, desde la cercana mirada de quien se reconoce como hija de Sergio, aportó su realización documental Sergio Corrieri, más allá de la memoria, y destacó en la Uneac la condición intelectual del también poeta y escritor que nos dejó una novela inédita sobre los años del Escambray.

Jesús Cabrera, el director del mítico serial En silencio ha tenido que ser, se refirió al carácter, la amabilidad, la calidad de Sergio, el hombre y el actor, y la actriz Elena Álvarez a su severa humildad.

Del conjunto de remembranzas emerge la figura raigal del intelectual inseparable de su vocación de servicio. Ese también fue el Sergio que yo conocí, el mismo que condujo en La Macagua un debate sobre Molinos de viento, de Rafael González, ante un grupo de estudiantes de 15 años de la Vocacional Che Guevara, y el activo presidente del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos que asumió por deber la organización del VII Congreso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, poco antes de fallecer en La Habana en 2008. Nos quedan, apretadas en un puño, sus imágenes, su legado y su memoria.

Tomado de: Granma

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Militancia por el documental: Entrevista a Everardo González

Everardo González, cineasta mexicano. Foto Time Out México

Por Gustavo E. Ramírez Carrasco @gustavorami_

En agosto de 2021, la Cineteca Nacional realiza una retrospectiva del trabajo de Everardo González, uno de los directores que ha llevado al documental nacional y latinoamericano a un punto de visibilidad y reconocimiento que tal vez nunca tuvo antes. Poseedor de un carácter que va más allá de un estilo particular o el aterrizaje en ciertos temas, el cine de Everardo se ha convertido en insignia de una forma de no-ficción cinematográfica que ha ido conquistando poco a poco las pantallas –incluidas las de la salas–, y cuyo compromiso con la realidad destila en cada una de sus películas. Como parte del dossier dedicado a la retrospectiva en el número 447 de su Programa Mensual, la Cineteca publicó parte de una entrevista hecha al director a propósito de este momento especial en su carrera. La conversación completa, con preguntas y respuestas que, además de profundizar en la obra del documentalista, ahondan en el panorama del documental en el contexto mexicano actual, aparece casi íntegra a continuación.

Desde tu opera prima, La canción del pulque [2003], pasando por Los ladrones viejos [2007], que se ha convertido en todo un hito del documental mexicano, y hasta películas como La libertad del Diablo [2017] y Yermo [2020], tu obra ha sido muy ecléctica, a diferencia de la de otros documentalistas que se estacionan en una estética o un tema determinados. Tu estilo e intereses parecen ir de un punto a otro. ¿Cómo vas descubriendo qué quieres explorar a través de cada película?

Creo que cada película va respondiendo al momento de la vida de sus autores. Las películas no dejan de ser un retrato del mundo del momento en el que son filmadas. También tienen que ver con la edad del cineasta y con lo que le está pasando en ese punto de su vida y a su alrededor, sobre todo cuando se trabaja con la realidad, como en mi caso. Por otro lado, las necesidades de experimentación y de búsqueda también van respondiendo mucho a las circunstancias. Yo me considero un resultado de las circunstancias. No soy una persona que tuvo una vocación inicial hacia el cine, ni que haya nacido en entornos que fomentaran el acercamiento a la cultura. Lo mismo que ha pasado con mí andar en este oficio, que ha sido muy circunstancial, ha pasado con mi obra.

La canción del pulque era mi primer ejercicio de experimentación en eso que entendíamos como documental. Había una suerte de inocencia en la opera prima que permitía una experimentación, aunque uno no supiera qué estaba experimentando. En el caso de esa película yo creo que quise probar lo que ocurre en el cine, la integración de tiempo y espacio en la pantalla para construir la sensación de verosimilitud. Aunque fue de manera muy intuitiva. Después, Los ladrones viejos es una historia que llega en una época en la que estaba muy involucrado con la nota policiaca y con los temas de crimen, y en parte proviene de mi fascinación por un pasaje de la novela Nuestra señora de París, de Victor Hugo; específicamente, el episodio donde se relata la Corte de los Milagros, que después inspira la película de [Jorge] Fons El callejón de los milagros [1995].

El cielo abierto [2011] fue una película que originalmente le habían ofrecido a Francisco Vargas, quien no la quiso hacer como director y entró como director ejecutivo. Yo decidí hacerla porque significó no sólo una forma de ganarme la vida, sino una posibilidad de entender, a través de una realidad que no era necesariamente la mexicana, cómo funcionaban los procesos de militarización en un país, qué es lo que es lo que lleva a un pueblo a la guerra civil, cómo iba creciendo la polarización y otros temas que se vuelven muy actuales. En simultáneo a El cielo abierto se trabajó Cuates de Australia [2011], un proyecto con el que quería estar lejos, volver a una imagen que me construí en la infancia a parir de la relación con los ranchos ganaderos, que forman parte de la primera etapa de mi vida.

Cuando se hizo El Paso [2015] ya estaba intentando desarrollar La libertad del Diablo, pero no encontraba financiamiento para ese proyecto y por lo mismo no acababa de madurar. Entonces Bertha Navarro se acercó a mí en una época de persecución a la prensa muy presente en México, y yo extraje dos historias que estaban en La libertad del Diablo para contarla. Así, nació la oportunidad de hacer dos películas de una. Luego llegó al fin el momento de maduración de La libertad…, que yo ya quería hacer desde siete años atrás con la intención de hablar sobre la violencia y cómo el miedo orilla al ser humano a cometer atrocidades. El proyecto maduró, y la política pública también permitió que una película como esa se hiciera con total libertad.

Yermo se hizo al mismo tiempo. Surgió de la afortunada invitación del artista visual Alfredo de Stéfano, y originalmente consistía en acompañarlo a recorrer desiertos del mundo para hacer una suerte de detrás de cámaras de su trabajo. En medio de ese proceso [la productora] Gina Terán me invitó a hacer Lopon [2020], un proyecto pensado por ella como una especie de homenaje a un guía espiritual de una comunidad tibetana en Nepal.

Las películas me tardan mucho en ir cayendo. Por eso a veces es duro cuando se mira la obra del cineasta sin pensar en las circunstancias de su vida. La vida no siempre cuaja para que las obras tengan la redondez que podían tener obras previas, o la que tendrán obras futuras. Yo nunca he tenido una película que se parezca a lo que imaginé al principio. Mis películas no tienen una ruta tan definida desde un inicio, van apareciendo en el proceso, y lo que las condiciona es la realidad. Creo que esa es la parte rica de hacer cine, cuando uno se va despojando de la necesidad de hacer una obra y empieza a disfrutar no sólo el proceso sino el modo de vida que te regala el hacer documentales. A mí me ha regalado una manera distinta de ver y vivir la vida, una manera muy privilegiada de poder vivir muchas realidades en una.

Aprovechando un poco la reflexión que haces sobre el documental, sobre el privilegio que puede significar el vivir la realidad. ¿Cuál crees que sea la diferencia sustancial entre ejercer el documental y ejercer la ficción? Es decir, tomando en cuenta que el documental es definitivamente más que un “género” y se puede convertir en un estilo de vida, ¿qué es lo que te arroja a hacer documentales y no ficciones?

Mi llegada al mundo del cine no venía necesariamente de la plástica, venía de la investigación social, y ése es el espacio donde no sólo me sentía cómodo, sino en el que sentía que la vivencia era más rica. Creo que hay grandes diferencias, así como el periodismo y el documental tienen razones de ser diferentes, el ejercicio de la ficción y el ejercicio de la no-ficción establecen códigos distintos. No sólo códigos estéticos, sino códigos éticos, porque aunque los seres humanos que aparecen en la pantalla y van a ser construidos como personajes se parecen a los del cine de ficción, en el documental uno está retratando la vida del otro. No necesariamente está pidiendo que la interprete, aunque se interprete a sí mismo. Me parece que en eso radica la diferencia, en la interpretación de aquel que está siendo filmado, no del cineasta. Los cineastas más o menos hacemos lo mismo en ficción y en documental, interpretamos la realidad que nos rodea, pero no dejamos ser meros intérpretes. La diferencia está en lo que ocurre en el que está frente a la cámara. La necesidad de interpretación es distinta.

Eres parte de una generación de cineastas que de alguna manera apuntaló el documental en México, aunque éste, claro, siempre ha existido. ¿Crees que ustedes sentaron un camino en nuestro país para que el documental sea lo que es en la actualidad?

Bueno, el tiempo lo dirá. Pero lo que sí recuerdo de los primeros años es que se conjuntaron muchos elementos para que ocurriera. Una explosión de documentalistas en México de altísima calidad, es cierto, pero también algo muy importante: que somos quizá la primera generación que recibe la digitalización del cine sin cuestionarla. Mientras el mundo cinematográfico estaba discutiendo la cuestión de las bondades del soporte fílmico por encima del soporte digital, el documentalista no tenía opción, tenía que filmar con lo que estaba a la mano, y lo que estaba a la mano era el cine digital. Así, también, llegó un ejercicio de voluntad interesante en el país en términos de política pública. De la mano de promotores, productores y hacedores de películas empezaron a existir salidas, ventanas, espacios de formación de públicos, espacios de discusión, de reflexión. Son los primeros años del festival de cine de Morelia, o cuando Guadalajara dejó de ser una muestra de cine iberoamericano para convertiste en un festival de cine. Vino la explosión de los festivales y con ella el trabajo que Inti Cordera hizo con DocsDF, el de todo el equipo que dio inicio a Ambulante con Elena Fortes, Diego Luna, Gael García Bernal, Pablo Cruz, etc. Nos permitieron encontrar un espacio donde podíamos no sólo ver películas sino donde nos íbamos a encontrar con nuestros pares. Hubo intercambio, había motivación.

Recuerdo mucho las primeras giras. Uno iba casi como palanquero acompañando la obra, no en el sentido del festival de cine como un espacio en el que el cine es lo único que habita, sino a través de una voluntad de formación sin mucha demagogia, muy desde la sociedad civil. Por ejemplo, recuerdo las conversaciones con el primer equipo de Ambulante sobre la emoción que nos daba llevar los proyectores a ciudades pequeñas o grandes fuera de la ciudad de México en una suerte de militancia por el documental. Sabíamos que de alguna manera eso ayudaba a formar mejores públicos porque nosotros íbamos a romper con los estigmas con los que cargaba el documental, confinado a la pantalla chica. Y así, al menos en los cuatro espacios que fueron muy sólidos –Ambulante, DocsDF, Morelia y Guadalajara– sucedió algo curioso: el público documental empezó a tener menos de 35 años. Eso era muy motivante porque se volvía una especie de cruzada. Hoy, esos que se sentaban en la sillita del centro cultural en San Cristóbal de las Casas, Morelos, Tijuana o Nuevo León, por ejemplo, son los nuevos documentalistas. Toda esa era la sinergia que se creó en ese momento. Yo no diría, por lo tanto, que fue sólo una generación de cineastas la que le dio el empuje al documental, sino la voluntad de una comunidad cinematográfica más extendida para la que lo importante era hacer el documental visible.

Por supuesto que esto ha ido cambiando con el tiempo. Hoy veo una generación interesante, que de algún modo retoma la razón de ser militante del documental como un espacio de contrainformación frente a los medios hegemónicos, en donde la causa que se empuja es más importante que la obra. O sea, que volvió un poco a las capacidades transformadoras del documental. Creo que en mi generación fue distinto, la obra quizás era lo más relevante en ese momento, y lo que detonara la obra después era por azares del destino, o del mercado. Ya veremos qué pasa ahora que el documental se está volviendo también un brazo del entretenimiento en las plataformas. Sobre todo porque frente a la crisis económica que tiene México o la región completa, y las crisis institucionales en términos presupuestales, los espacios que están quedando vacíos los están llenando las plataformas, y que hoy ven también en el documental una posibilidad de entretener con la realidad. Ahí viene un corto circuito fuerte para mi generación, sobre todo, pero también para la generación que ya estaba encontrando otra vez la voz social en el documental.

Lo que sí desearía, siendo franco, es que existiera un relevo, que no nos pase como los países que quedaron un poco estancados en sus cineastas. Yo esperaría no quedarme enquistado como una voz autorizada permanentemente, sino todo lo contrario, como una voz que da relevo a una generación nueva de cineastas. Tal vez, tristemente, van a encontrar pocos espacios para tener autoría, porque las plataformas no la permiten, pues editorializan incluso en términos formales y narrativos. Por eso es tan importante la política pública, que es lo que permite el relevo generacional de los artistas de un país.

A propósito de la pandemia que estamos viviendo, que es algo tan pero tan impactante, de lo que probablemente no entendemos todavía la magnitud y que afecta todos los aspectos de la vida, incluyendo el arte y el cine. Seguramente es muy aventurado hacer un pronóstico, pero ¿cuál crees que en el caso de México pueda ser el camino para una rama como el documental, que de por sí ya es bastante alternativa en términos de exhibición?

Yo creo que va a depender mucho de la capacidad de organización de la nueva generación de documentalistas. Y si es que eso les interesa, también, porque probablemente el cine documental cobró ese auge, como pasa con los grandes cismas en la historia del cine mundial, muy de la mano de la tecnología. La nueva revolución tecnológica tiene que ver con volver a la televisión –porque aunque digan que no, [la plataforma] es televisión y la pantalla chica es la pantalla chica. Lo que está pasando hoy es que una obra comprada por una sola cabeza puede ser vista en todo el mundo. Eso va a golpear, por supuesto, a la razón de ser de los festivales de cine, a las muestras, a los cineclubes, que son los espacios naturales de los cineastas alternativos. Yo soy resultado, al igual que mi generación, de una voluntad para que nuestro trabajo fuera internacional. Hubo una intención clara de que se negociaran muestras de cine mexicano en Berlín… Incluso la presencia de cine mexicano en Cannes es resultado de un momento de trabajo fuerte. No es fortuito que hoy hayamos tenido tanto reconocimiento con el cine hecho por mujeres en Cannes. Un cineasta con una obra bajo el brazo en un festival de cine no logra nada; un cineasta cobijado –como ha pasado con el cine chileno– por una delegación entera que busca negociaciones y logra encontrar los espacios haciendo tratados binacionales, convenios de coproducción, políticas de desarrollo multinacional, etc., es lo que de alguna manera permitió que alguien como yo esté ahora hablando contigo porque habrá una retrospectiva de mi trabajo en la Cineteca Nacional.

No veo ese espacio ahora para las nuevas generaciones, y frente a ese vacío, aunque yo valore los esfuerzos y lo que se está intentando hacer desde lo público, poco se puede hacer frente a las plataformas. Por ejemplo, no tenemos legislación en términos del espacio virtual. ¿A quién le pertenece la red?, ¿de quién deberían ser los ingresos de la obra generada en México?, ¿de quién es el patrimonio? Esas discusiones no están todavía en ninguna ley. Ese es el escenario que van a tener los nuevos cineastas. Puede ser algo muy bueno, claro, porque serán muy visibles, o sea, no van a tener que padecer lo que le tocó a mi generación, que no tuvo la ventaja del cine previo, pero está la desventaja de que todo se vuelve muy perecedero, se esfuma. No se construye memoria ni revisión de las trayectorias fílmicas, o del cine y su incidencia en la historia. A eso es a lo que se tendrá que hacer embate.

Claro, y más frente a la proliferación de información. Hoy que las redes sociales lo inundan todo, y estamos en un momento en el que todo tiende a volverse un poco efímero…

Sí, y por eso hoy es un momento muy relevante para las curadurías, que es lo que realmente seguimos algunos, en términos de noticias o en términos de contenido audiovisual o de obra cinematográfica… Hoy seguir a un diario es anacrónico; normalmente se siguen plumas, plumas que escriben para el periódico A o B… La idea del medio hegemónico, absoluto, es una cosa de viejos, y lo mismo está pasando con los multiplexes, o con las salas de cine, o con las mismas plataformas: en muchas plataformas uno se encuentra grandes obras y basura. Sólo algunas tienen curadurías muy particulares, o sellos casi autorales. Es lo mismo que tiene flotando a grandes festivales de cine: su curaduría.

Y en este momento –perdón que regrese con el asunto de la pandemia, pero es que me parece demasiado importante– lo que está pasando alrededor del mundo es que muchos festivales pasaron a ser virtuales y por lo tanto visibles para muchas personas. A mí, por ejemplo, en esta etapa me ha tocado ver cosas de festivales documentales como Visions du Réel, de Suiza, o el de Ámsterdam cuando antes eran imposibles de ver si no estabas allá…

Claro, y eso es lo que de alguna manera pasa con la plataforma, que de alguna manera permite el acceso a una obra en todo el mundo. Lo que no permite son las capacidades de cohesión de una comunidad. Eso es lo que se rompe. La presencia te obliga al diálogo, la red social no, y eso pasa en los festivales virtuales: se convierten en espacios donde las ideas no son debatidas, son absorbidas. El espacio de lo virtual rompe la retroalimentación. Entonces, como bien dices, la pandemia, pegado con lo que está pasado con las maneras de entender la exhibición de películas, va a generar una transformación compleja.

Gustavo E. Ramírez Carrasco coordina el área de publicaciones de la Cineteca Nacional. Contribuyó con un estudio sobre la obra de Pedro González Rubio al libro Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Documental (2014).

Tomado de: Revista Icónica

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Wong Kar-wai

Autor: Carlos F. Heredero

Cronista lírico, pero no sentimental, del desamor y de la soledad, Wong Kar-wai propone con sus películas una estilizada forma estética y mental de cultivar los anhelos amorosos, de combatir la amargura provocada por la ausencia o de cauterizar el dolor de la pérdida. En su cine, auténtica «guarida de almas en pena», el ardor romántico de sus personajes alimenta unas imágenes que generan cápsulas de memoria y fulgores de recuerdo, y que radiografían la percepción sensorial del tiempo para ofrecer resistencia a su torbellino. Cineasta de métodos inasimilables para la industria tradicional, producto inequívoco de la posmodernidad y objeto de culto cinéfilo en Occidente, su obra está llena de secretos y de hallazgos deslumbrantes que conforman una de las filmografías más personales y rigurosas de todo el cine contemporáneo.

Tomado de: Cátedra

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Colores

James Baldwin, novelista, dramaturgo, ensayista estadounidense (1924-1987)

Por Juan Gelman

En Estados Unidos se llama literatura negra a la escrita por negros. Como si fuera una cosa aparte del contexto, de la lengua y de la literatura misma. Es, desde luego, otra forma de la discriminación dominante que crispa a ese país. Con semejante criterio habría que denominar amarilla a la literatura de chinos y japoneses, cobriza a la de autores hindúes, etcétera. Sería colorido pero absurdo y, obviamente, racista. En Estados Unidos hasta los escritores negros adjetivan a su literatura así. Desde otro lugar: para subrayar una identidad con la que los blancos estadounidenses todavía no saben convivir.

La esclavitud fue abolida, ya no hay segregación en escuelas, restaurantes y medios de transporte, pero no pocos estadounidenses blancos siguen pensando —y aun diciendo— que sus compatriotas negros son intelectualmente inferiores, huelen de manera particular y viven obsedidos por el sexo (en especial con las blancas). El notable escritor negro Ralph Ellison supo describir simbólicamente tal situación en su única novela, El hombre invisible. La invisibilidad del protagonista-narrador es la de un hombre que existe a los ojos de los demás apenas como un repertorio de prejuicios y proyecciones.

«Sólo ven mis alrededores —dice de los blancos—, a sí mismos, o a invenciones de su imaginación, en realidad ven todo y cualquier cosa, menos a mí».

James Baldwin, novelista, dramaturgo, ensayista y brillante autor de Otro país, ha explicado:

«Sólo en su música, que los estadounidenses (blancos) son capaces de admirar porque un sentimentalismo protector les impide comprenderla, el negro ha podido contar su historia en Estados Unidos. Es una historia que aún debe contarse de otra manera, una manera que ningún estadounidense (blanco) está en condiciones de escuchar. Se podría decir que en Estados Unidos el negro realmente no existe, salvo en la oscuridad de nuestras mentes».

Para Baldwin, el problema radica en la necesidad del blanco de encontrar una forma de vivir con su compatriota negro «a fin de ser capaz de vivir consigo mismo». Esa necesidad lo ha empujado a aplicar sucesivamente el espanto de Lynch o el Ku Klux Klan, y el reconocimiento jurídico de los derechos civiles de los afroamericanos, o ambas cosas al mismo tiempo. El espectáculo creado entre el terror y la concesión, «a la vez ridículo y monstruoso, llevó a alguien a formular la muy correcta observación de que ‘el negro en Estados Unidos es una forma de insania que agobia al hombre blanco’».

Un tema recorrió con insistencia los textos y aun la vida misma de Baldwin: el cara a cara del liberal blanco «bienpensante» con el negro para quien esa confrontación, cargada de condescendencia, no sólo elude su alteridad sino también el terrible legado de la historia. Este gran escritor padeció hasta la muerte el choque íntimo entre su deseo de una sociedad estadounidense libre de racismo y su conciencia de que los blancos liberales, aunque profesaran idéntica voluntad, no recorrían la penosa senda del examen de su propia historia. Para Baldwin, entonces, el negro soporta una doble alienación: cuando el blanco lo acepta, le pide que deje de ser el negro que su imaginario acuña y, a la vez, que no olvide qué es ser negro para un blanco. Y ambos viajan en sentidos contrarios:

«Si bien el negro estadounidense ha alcanzado su identidad mediante un extrañamiento absoluto de su pasado, el blanco estadounidense todavía nutre la ilusión de que hay vías para recobrar la inocencia europea (de sus orígenes), para volver a un estado en que el hombre negro no existe».

En los años ‘20, el llamado «Renacimiento de Harlem» o «Nuevo movimiento negro» sacó a los escritores negros del pintoresquismo dialectal y de la imitación convencional de los modelos en boga entre los blancos. En el ghetto negro de Nueva York se reunían músicos, artistas y escritores que comenzaron a profundizar la exploración de su cultura. Entre ellos, James Weldon Johnson, el poeta Countee Cullen y el inmigrante jamaiquino Claude McKay, autor de un emocionante libro de poemas titulado Harlem Shadows (Sombras de Harlem). Crearon en un país cuya Suprema Corte, no mucho tiempo atrás, había concluido que «la ley es impotente para erradicar los instintos raciales» y establecido una legislación «separada pero igual» para justificar la segregación. Los estados solían determinar con exactitud la dimensión de los espacios «Para blancos» y «Para negros» en los transportes y lugares públicos. A las mediciones burocráticas se sumaba la jerarquización social entre mulatos, cuarterones y mulatos claros característica de cualquier sistema de apartheid.

No todos los escritores del «Renacimiento de Harlem» compartían una idéntica visión. Obsesionaba a Nella Larsen, autora de dos novelas, el tema de la identidad de la mujer negra de piel clara —como ella misma— que podía pasar por blanca. A Richard Wright, el destino equiparable del negro y el obrero en la sociedad estadounidense. A Jean Toomer —un casi blanco— la experiencia de ser negro. Esos buceos en la subjetividad denuncian la complejidad del problema. No es casual que el gran poeta negro Langston Hughes, asomado a las costas ghanesas de África desde la borda del mercante donde era marinero, escribiera estas líneas:

«Remeros negros que cantan

en la blanca niebla espesa de Sekondi

en busca de la carga

de barcos extranjeros anclados:

ustedes no conocen la niebla

en que nosotros, los tan civilizados,

navegamos para siempre».

Tomado de: El Sudamericano

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El extravío de la palabra como involución humana

Por Isaac Enríquez Pérez

Lo que nos distancia de otros seres vivos y nos otorga el carácter de humanos es la habilidad para ejercer la comunicación y la capacidad para articular lenguaje que contribuya a aprehender la realidad y a hacerla inteligible. El lenguaje abona a la construcción de la memoria histórica y es justo ésta la que crea proceso civilizatorio y progreso técnico.

Con el lenguaje representamos conceptualmente la realidad y nos apropiamos de ella. Aprendemos, a través de él, a discernir y a matizar los rasgos de cada cosa, de cada relación humana y de cada situación o circunstancia.

Lo que nos hace seres humanos es la capacidad para representar conceptualmente la realidad y para transmitir de generación en generación ese lenguaje que forma sociedad, acción social y pautas de comportamiento.

Pero estos procesos civilizatorios no son tales ni se reproducen sin la palabra y sin los ejercicios articuladores que desembocan en la comunicación y el diálogo entre individuos y culturas.

Sin embargo, ¿qué ocurre en aquellas sociedades donde la palabra es lapidada hasta ser diezmada? No solo se pierde la capacidad para contactar con «el otro», sino toda posibilidad de diálogo y de ejercicio de un mínimo resquicio de razón.

Ocurre en las relaciones cara a cara, gestadas en el día a día. La incapacidad para escuchar a «el otro» aflora cuando se explaya el individualismo y el retraimiento de los individuos en posturas convenientes y que buscan el propio interés. Contactar con «el otro» supone comprender sus necesidades y urgencias a través de la empatía. Aunque no pocas veces se necesita del ejercicio de la ética de la compasión cuando el agravio se cierne sobre aquellos que padecen alguna forma de exclusión social. Una especie de autismo se padece entre quienes desde su trinchera no hacen más que defender y arrollar por sus intereses y beneficios. Y ese autismo se concatena con un anestesiamiento que mantiene sedados a los individuos presas del egoísmo. «La vida es hoy», reza sarcásticamente el lema publicitario de una empresa de servicios funerarios. Y en ese hoy nos ensimismamos hasta perder los escrúpulos y desterrar el futuro como esperanza.

Las tecnologías terminan por inducir ese retraimiento al gestar una «realidad paralela» o una «virtualidad real y lapidaria» que sustrae a los individuos del contacto directo con el resto de los mortales. La tecnósfera está diseñando un homo digitalis que si bien tiene conectividad con entornos más allá de la proximidad, tiende a estar distante y ajeno de quienes le circundan en un mismo espacio físico. Estamos cercanos a seres que no forman parte de nuestro círculo vital, pero distantes de aquellos con quienes interactuamos en el día a día. La mutación antropológica podría llevar a tal extremo la involución que aquellos seres humanos desarraigados de su entorno reducirían su expresión a un simple mugido tras pedir algo o externar siquiera un saludo o un gracias.

Facebook e Instagram trazan con contundencia este panorama y, en medio de su estercolero visual y visceral, trivializan la palabra y entronizan a la imagen retocada y adulterada como sucedáneo de la comunicación. La emoción se impone a todo indicio de razón, y no queda más margen que para el impulso o la pulsión movidos por el narcisismo y la vanidad.

Lo anterior subsume a las sociedades y a los individuos en el cortoplacismo y en el hedonismo inmediatista, pero los extravía en el mar de la angustia, la desesperación y de la ansiedad insaciable e implacable que les trastorna y son exacerbadas con el vértigo de la incertidumbre.

La habilidad para comunicarnos es inversamente proporcional al progreso tecnológico y directamente proporcional a la deshumanización. Vaciada la palabra de sustancia sólo priva esa avidez emocional que seduce a quienes perdieron todo referente y a quienes privilegian el entretenimiento y la evasión de una vida de dolor y soledad.

No solo la vida cotidiana y sus relaciones cara a cara son vapuleadas por este sinsentido. A la misma praxis política le fue sustraída la palabra; al tiempo que el maniqueísmo y la polarización colapsaron sus vasos comunicantes y los mecanismos de cohesión y de formación de acuerdos que de ella pudiesen desprenderse. Es en este ámbito donde la industria mediática de la mentira se extiende a sus anchas y afianza mecanismos de encubrimiento, invisibilización y silenciamiento, tornando a las élites políticas como los villanos favoritos.

El diálogo de sordos hace presa de esta proclividad al mismo trabajo científico. Las posibilidades de construcción del sentido de comunidad son dinamitadas con el sectarismo, las vanidades y el afán de protagonismo. La pandemia del Covid-19 no hizo más que evidenciar a la ciencia en sus pobrezas y sus miserias, hasta extraviarla en la vorágine de las narrativas que apuntalan la construcción del poder.

Este desarraigo de la comunicación y el valor de la palabra gestan una involución que conduce a un marcado proceso anti-natura que marcha a contracorriente de la venerada ilusión del progreso, sustentada en la razón y en el intercambio de significaciones.

Quizás los individuos y las sociedades precisen de hacer un alto repentino y voltear hacia sí mismos y hacia los abismos que les surcan. Y en ese ejercicio reivindicar el valor de la palabra y de aquello que nos permite contactar con «el otro». Solo la palabra salvará a la humanidad de su inmolación y de la pérdida de sentido que agobia a los individuos en su cotidianidad.

Tomado de: Alainet

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Revoluciones de colores, esnobismo y música incendiaria (III)

Joseph Goebbels: «Las opiniones existentes en un auditorio pueden redireccionarse hacia nuevos objetivos mediante palabras que se asocian con criterios existentes».

Por José Ángel Téllez Villalón @aangeltellez

Más que programas políticos, las “regresiones de colores” tienen como guías, las reglas del espectáculo. Para su triunfo, más que sujetos consientes, se necesitan muchedumbres enardecidas, ávidas de nuevos credos; los que en la “puesta en escena” se improvisan. Se demandan más que políticos (comprometidos, estrategas y elocuentes oradores), habilidosos performers; líderes capaces de borrar toda experiencia histórica y construir una imagen de la realidad, artificial y carnavalesca, donde sus seguidores canalicen sus emociones más instintivas.

La multitud inmersa en el espectáculo sale del régimen del diálogo para entrar en el del contagio, en el de la imitación compulsiva. Basta que uno pocos se sepan el guion y que lo representen convincentemente. Hay que actuar y actuar, sin que quede muy claro de qué va la obra. Generar acciones extrovertidas y jubilosas, para entrenarlos en su rol: meros “instrumentos para producir ilusiones”; para vivir un eterno presente, el que dicta el guionista. “Parte de la población sometida a la hipnosis del espectáculo se aleja de las tradiciones y normas originarias de la racionalidad de las sociedad anterior y salta a la postmodernidad”, resume Kara-Murza. La ciudadanía devenida multitud, más propensa a imitar que a tener criterios propio, salta entusiasmada al escenario de  la postverdad y  de la manipulación.

Uno de los actos más mediáticos de la “Revolución de Terciopelo” de 1989 fue el de la muerte de un joven manifestante a la cuenta del “sangriento régimen dictatorial”. La imagen del “cuerpo sin vida” en la ambulancia recorrió decenas de televisoras occidentales. ¡Oh, qué horror! En la universidad todos se alarmaron, pero se descubrió  que había dos estudiantes con el nombre y el apellido de la víctima. La noticia ya había surtido efectos cuando se aclaró que ninguno de los dos había estado en la manifestación y que el papel del muerto lo había escenificado un teniente de la KGB checa.

En 2011, durante la llamada “Primavera Árabe”, fue noticia que el “régimen de Asad” había asesinado y arrancado las cuerdas vocales de un cantante sirio famoso por las protestas en la ciudad de Hama. Según la narrativa occidental la letra, “un rabioso rosario de ataques a ritmo de tambor contra el presidente sirio llamándolo ´mentiroso´ y `burro´ fue escrita en los muros, sonaba en las radios de los minibuses y se compartía como tono de los teléfonos móviles”. El espectáculo demandaba el estatus de “sagrado” para el himno «Yalla Erhal, ya Bashar» (Vamos Bashar, hora de irse) y la muerte de su autor Ibrahim Qashush, «el ruiseñor de la revolución».

Cinco años después, la revista británica GQ reveló que el verdadero autor del himno era Abdul Rahman Farhood, que seguían vivo y residía en una ciudad europea. Rahman declaró a la revista que el responsable de los rumores y de la falsa noticia fue uno de los miembros de los Comités de Coordinación Local, que tampoco se tomó la molestia de desmentirla para «no tener problemas». El muerto no tenía nada que ver con las canciones y había sido asesinado por los propios grupos de oposición, porque sospecharon que era “informante del régimen”.

Las operatorias se reciclan; los más nuevos imitan a los actores precedentes, creyentes del guion de Gene Sharp. Para la “Revolución de las Rosas” en Georgia la organización juvenil Kmara (Basta) utilizó la ideología y métodos, e incluso los símbolos, de Otpor, el famoso grupo serbio. Pora en Ucrania; Kel-Kel en Kirguistán,  el movimiento Defensa en Rusia, Zubr en Bielorús, Yok en Azerbaiyán, Bolga en Uzbekistán y Gajara en Kazajstán han importado y adoptado estas tecnologías políticas. Todos creyeron que por el oeste saldría el sol.

La música, una de las expresiones de la naturaleza humana, aporta sentidos artísticos y sociales particulares cuando se constituye en prácticas colectivas. Resulta un espacio de vínculo, es un espacio relacional necesario para la acción compartida. Ese “hacer” música con otros, compartir gustos por un determinado género o estrella musical, identificarse públicamente como sus fanáticos o seguidores, se constituye en un espacio de diálogo, un tiempo de escucha y de conformación colectiva.

El aficionado a un determinado estilo musical suele dotar de significado a los sonidos que escucha, en función de las expectativas que la música le ha causado. Seguir cierto género, lo condiciona a la hora de recibir otros tipos de música porque tenderá a juzgar la novedad en función de los marcos de referencia que tiene creados como consecuencia de sus gustos y motivaciones, condicionadas por su estatus social, económico y político. Hasta en esos niveles, se libran las luchas de clases.

Cada acto musical genera procesos de significación. Y estos significados no se encuentran sólo en el texto, es decir, en la obra musical, sino en su puesta en escena, en el performance. Los acostumbrados a escuchar música en otro idioma que apenas entienden, asombrados por timbre tecnológicos, sonidos guturales, extravagantes vestimentas y exóticos comportamientos en los escenarios, terminan sobrevalorando ciertos signos, y subvalorando las palabras y los discursos. Tampoco es lo mismo compartir música “oficial” que música “prohibida”.

Además de ser un tiempo de expresarse, de interactuar y comunicarse con los de la comunidad primigenia, el “musicar” cierto género puede constituirse en un tiempo para entrar en relación con el entorno, con el “afuera”. En un tiempo  para “ex-ponerse”, ponerse “fuera” de lo tradicional y estar con “otros”. El (des)encuentro con esa música “extraña”, es también el (des)encuentro con el tejido cultural donde se produjo. Este “choque” provoca un reconocerse, un valorarse respecto a ese otro marco de significación.

Al chocar con esos canales de signos de la cultura occidental, una parte de la sociedad civil del campo socialista se sintió inferior, fuera del mundo. Y creyó que el rock los adelantaba, a una “primavera social” de Coca Cola, MacDonal´s y Pizza Hut.  Entonces repitieron,  a coro, aquella cancioncita de 1955 del polímata Boris Vian: «Je suis un snob… je suis un snob… je m`appelle Patrick mais on me dit Bob.»

Como lo definió Proust, metafóricamente pero con la sabiduría de un sociólogo, el esnob es “[Quelqu’un] dans l’imagination [duquel] fleurit tout un printemps social”. Porque eso hace el esnob, inventarse una mirada diagonal y una creencia; imaginar un lugar superior al “aquí y ahora”, donde florezca su distinción, su diferenciarse del clan que desprecia. Desprovisto de razón, sólo confía en la ceguera que lo guía, cual lazarillo. Es esclavo de ese credo que se cree convicción; se entrega apasionadamente a la novedad y a la apariencia.

Para rehuir de ese grupo “inferior”, “rezagado”, “aburrido”, el esnob busca un refugio en otro lugar, en otro tiempo o en otro cuerpo falso, aparente; en la extravagancia, en el artificio. Mientras lo distinga del vulgo, de la comunidad de origen, que desprecia. No importa cuanto tenga que fingir, cuánta simulación y disfraz tenga que asumir; cuánta jerga extranjera se tenga que aprender.

Por esa aspiración de saltar a ese otro grupo que considera superior, por aparentar el prestigio de ese mismo grupo, se convierte en un gran imitador. Para el esnob portar determinados atributos, ostentar determinados productos o estar en ambientes específicos equivale a “formar parte” del club de los elegidos, el de los nobles por la sangre y el espíritu. Teme ser como la mayoría y quedarse atrás. Lo aterra el riesgo de “quedar fuera” de lo más selecto y distinguido. Sobre todo, quedar fuera de lo que es central, de donde se dictan las pautas en el vestir, en el consumir y en el lucir, dígase Europa occidental y los EE.UU. Necesita del cosmopolitismo como del oxígeno.

Autorepresentarse como hippies en Checoslovaquia o Yugoslavia era salirse de la cultura oficial, promovida por las instituciones; saltar hasta el preciado “in”, “dentro” de otra cultura que creían superior; dejar la “oficial” donde lo “obligaban” a permanecer. A la vez, era montarse en la ola de moda, el último grito de la música, los géneros que defienden los “famosos”, los “exitosos” de las revistas y los spots.

Como planteara Goebbels, en una dimensión ideológica: “Las opiniones existentes en un auditorio pueden redireccionarse hacia nuevos objetivos mediantes palabras que se asocian con criterios existentes. Lo mismo sucede con otros signos, mediante la canalización  o sustitución de una estructura de signos, de un estereotipo, “ya listo” o asentado en el imaginario, por otro que se pretende normalizar. La tarea del propagandista, escribió H. Lasswell, “habitualmente consiste en favorecer en lugar de fabricar”.

Bastaba inundar el éter de música occidental y cercarlos con MTV, para canalizar el esnobismo ya identificado en una parte de los ciudadanos de Europa del Este. Lo que había, probado por años con el marketing comercial, lo extendieron a la confrontación geopolítica, a la Guerra Fría (Cultural).

Bastaba convidarlos, como enseñan en “Mixed Emotions” los Rolling Stones: “Life is a party/ Let’s get out and strut, yes”; Let’s go out dancing/ Let’s rock ‘n’ roll yeah; “You’re not the only one/ With mixed emotions/ You’re not the only ship/ Adrift on this ocean” (No eres el único/ Con emociones encontradas/ No eres el único barco/ A la deriva en este océano).

El goteo de los signos occidentales erosionó lenta, pero firmemente, aquel sistema. La música resultó una poderosa herramienta de seducción y para canalizar significaciones asociadas, culturales e ideo-políticas. Una gran parte de las  generaciones más jóvenes, de los que había nacido después de la guerra, no se sintieron identificados con los valores que se les transmitían desde las instituciones. Les resultaron más atractivas las propuestas mercantilizadas desde el otro lado de “La cortina de acero”. Tenían los productos, el contenido, pero no la apariencia, ni la vitrina.

El rock, como producto social, portaba ciertos significados del ambiente donde se cuajó y se enlató, incluido el espíritu de rebeldía. “Musicar” lo extranjero y lo prohibido fue como el pasto, irrigado por esas “dos aguas” del esnobismo referidas por Rouvillois: el esnobismo “mundano” y el “intelectual o de la moda”. Allí engordó la muchedumbre que hizo falta después, como actores de la regresión al capitalismo.

En el póster del espectáculo, una metáfora que fue el eslogan del primer concierto de los Rolling Stones en Praga, en 1990: Tanks are rolling out, the Stones are rolling in.

El “poder suave” de occidente había vencido.

Tomado de: Cubahora

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Editorial: Imágenes del país que nos mira

Cartel del filme La batalla de Chile (fragmento)

Por Iván Pinto

Serge Daney recordaba en su clásico e imponderable texto El travelling de Kapo (1992), cómo su vida cinematográfica giraba en torno a esas películas que lo “habían mirado más de lo que él había visto”, imágenes recurrentes, obsesivas, compuesta por aquellas películas que nos han visto crecer, y que “nos miraron, rehenes precoces de nuestra biografía futura”.

Esto se me vino a la mente con lo sucedido el fin de semana pasado, me refiero a la primera vez que se exhibió por la televisión abierta La batalla de Chile (1975-1979) de Patricio Guzmán, una película que, acaso obstinadamente y a pesar de su censura histórica durante todo el período democrático, no ha dejado de mirar nuestro presente con obsesiva fijeza. Y se trata, para mí, de una de esas películas que jamás ha dejado de encontrarme. Su exhibición por el canal La Red durante el fin de semana pasado fue tema de discusión a lo largo de todos esos días, publicándose columnas y comentarios en redes sociales, mientras generaba -aún- tal nivel de polémica que la marca Carozzi anunciaba su retiro de patrocinio al canal.

Un historiador amigo (Luis Thielemann) escribía en sus redes sociales, celebrando su exhibición: “La Batalla de Chile no es una obra sobre la memoria, es LA memoria. No es una reflexión sobre un pasado perdido, es el pasado y al verlo deja de estar perdido, se recupera y reproduce para siempre”. En ese mismo posteo, Luis recordaba como su proyección en encuentros, asambleas, mítines pertenecía a una “eucaristía de izquierda”, una que circulaba de mano en mano, primero en vhs, luego en copias mejores en dvd. Gracias a esta circulación se configuró en una suerte de memoria del pasado reciente que la Dictadura y luego la transición buscó borrar (la del gobierno de la Unidad Popular y golpe militar). Y así, durante mucho tiempo, cada exhibición suya -como la inaugural de Fidocs a fines de la década del noventa- establecía un verdadero hito cultural.

Su exhibición en televisión es un punto ganado para la construcción de la memoria histórica, ampliando así los espectadores habituales del filme -más allá del cine o la militancia. No podía dejar de pensar cuántas personas la estaban viendo por primera vez. Imaginaba estudiantes, jóvenes activistas post estallido, pero también gente de todas las edades e intereses -como mi madre- que se sumaban esas noches a un visionado fragmentado pero sincrónico. Un “suceso” que estaba aconteciendo para muchas personas al mismo tiempo, aun cuando ello estaba mediado por la experiencia doméstica e individual -no el mitin o el festival.

Una parte de mí no pudo evitar sentirse atraída magnéticamente por esa experiencia de “ver en televisión La batalla de Chile”. Sentí que, a través de esta experiencia, mediada por el computador en streaming, me hacía verla o leerla de distinto modo. Luego, viendo redes sociales, mucha gente twitteó sobre las similitudes con nuestro presente, particularmente horrorizados por la capacidad de confabulación por parte de los sectores de derecha respecto al gobierno de la Unidad Popular. También fascinados por los rostros, los discursos de pobladores, obreros, militantes para salir a defender el gobierno de Allende. Es interesante, porque esta Historia encarnada en tragedia, a sabiendas del “spoiler”, fascina por un dispositivo documental de registro, de presencia, de conocer, a través de esas imágenes.

Como muchos, creo, me impacté -una vez más- por algo que creía saber pero que el documental me obliga a no olvidar: la impotencia, la dignidad, las ironías de la Historia, el oportunismo ideológico, la maquinaria del poder, el odio, la traición y, por sobre todo, la catástrofe. Pues, La batalla de Chile, es una película contada desde la fractura, desde la interrupción, desde la derrota, a partir de esa escena trágica, inolvidable, de los Hawker hunter sobre La Moneda. No puedo, si no, recordar una y otra vez la primera vez que vi esa escena, y la huella sobrecogedora que dejó en mi recorrido biográfico. Ese suceso, ese archivo, y lo que puede haber producido en muchos otros que lo vieron por primera, segunda o tercera vez.

Y es que aquí volvemos a la reflexión de Daney. El crítico continúa su itinerario formativo que lo persigue desde la enseñanza escolar, recordando a Resnais y aquellas imágenes de la catástrofe, con las cuales el cine -y el espectador- entraban a su fase adulta. Con películas como Hiroshima, mon amour (1959) y, particularmente, con Noche y niebla (1956), donde:

“la esfera de lo visible dejó de estar totalmente disponible: hay ausencias y huecos, vacíos necesarios y llenos superfluos, imágenes que faltarán siempre y miradas para siempre insuficientes”.

No es que dude en lo que representa la película de Guzmán para las liturgias de izquierda. En gran parte, eso me constituye por una experiencia biográfica (fue en esos contextos donde pude verla). También asumo el valor absoluto que tiene como documento de época, cuestión celebrada por los historiadores y estudiosos. Pero, incluso con todo ello, pienso que la película de Guzmán para mí constituye un hito relativo a lo que entendí que podía ser (y hacer) el cine, relativos a una ética de la imagen y su forma de vincularse al espectador, a partir de esas imágenes extremas de la derrota. El lugar en que nos interpela y sitúa, para volver inteligible un proceso encadenado a través de un montaje multiplicado y desdoblado eisenstenianamente en las fuerzas sociales del período (maestría de Pedro Chaskel). La fuerza del registro de la cámara en mano; los espacios fotografiados en blanco y negro; el lirismo de la vida cotidiana; la amenaza de la violencia desde la fuerza de los aparatos represivos; la encarnación del poder popular; el sonido de la nagra registrando el grano de las voces corales que constituyen los muchos que vivenciaron y se anclaron a este momento, dejándome en la inquietud de cuantos pudieron sobrevivir…

Ver La batalla de Chile a través de los años, para mí, fue la entrada a mi vida adulta cinematográfica, comprendida esta como la búsqueda por una “imagen justa”. Una suerte de ciudadanía política adquirida a través del cine. Quiero pensar, así, que por esas tres noches, quienes asistimos a esa particular exhibición habitamos un particular “país del cine” constituido por esos afectos comunes.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

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«La mujer del espía»: superficies engañosas (+Video)

Por Horacio Bernades

Su profuso volumen de producción -cerca de treinta largometrajes a la fecha, varios telefilms y un puñado de miniseries y directos a video-, la heterogeneidad genérica que cultiva (variantes diversas del policial, films fantásticos y de terror, dramas sociales, intimistas y metafísicos), así como el carácter frecuentemente elusivo de sus fábulas hacen de Kiyoshi Kurosawa (Kobe, 1955) un cineasta cuya obra parece líquida, mercurial, imposible de atrapar. Su primer film de época y el segundo en conocerse en menos de un año en la plataforma Mubi (que también tiene «en cartel» uno de sus mejores títulos, Sonata en Tokio, de 2008), La mujer del espía parece extremar ese carácter de espejismo de sus relatos. Como el título indica, la película -que le valió el León de Plata a la Mejor Dirección en la edición 2020 del Festival de Venecia- es, al menos en la superficie, una historia de espionaje. Pero en el cine de Kurosawa (que no tiene parentesco con su homónimo Akira) las superficies suelen ser engañosas, y ésta no es precisamente la excepción a esa regla.

La historia se inicia en marzo de 1940, con el Japón imperial militarizado, meses antes de firmar el Pacto Tripartito con la Alemania nazi y la Italia fascista y un año y pico antes de Pearl Harbor. En ese pie de guerra, las fuerzas militares arrestan a un comerciante de armas británico, bajo el cargo de espionaje. Las sospechas pronto se trasladan a su proveedor local, Yusaku Fukuhara, exitoso comerciante de seda cruda (Issey Takahashi). Después de haber salido en defensa de su cliente, Fukuhara mantiene una llamativa indiferencia ante las autoridades, que esperan de él una denuncia. Sobre todo el recién nombrado Yasuharu, nuevo jefe de escuadrón (Masahiro Higashide), que en un golpe casi de fotonovela es amigo de la infancia de su esposa Satoko (Yû Ahoi). Yasuharu avisa a ambos que mantendrá vigilancia sobre ellos, dada su propensión a vestir ropa occidental y beber whisky extranjero, lo cual es visto casi como traición a la patria.

Sigue una trama tan intrincada como todo film de espionaje, en la que Satoko contempla con creciente consternación las ausencias de hasta dos semanas de su marido, que dice viajar a Manchuria por viaje de negocios. Algunos datos, como cierto documento secreto, no hacen más que acrecentar la sensación de que hay una mentira en juego. Desde el momento en que ella aparece en escena, el espectador seguirá los hechos a través de sus ojos: no nos enteramos de nada de lo que ella no se entere. Como Satoko se enfrenta con superficies que sólo traslucen indicios equívocos (su marido paga la fianza del presunto espía, el viaje a Manchuria podría no ser de negocios, Yusaku vuelve de ese territorio acompañado de una mujer misteriosa, esa mujer es asesinada poco más tarde, se sospecha del crimen a su sobrino, que también viajó a Manchuria), el espectador se hace preguntas crecientes, que no hallan respuestas certeras. Yusaku podría ser un espía o una suerte de traidor altruista, un documento podría ser falso o auténtico, los dobles juegos se multiplican, unos rollos de película podría contener unas imágenes de ficción u otras muy reales e incriminatorias.

A propósito de esto último, todo un discurso sobre el cine atraviesa La mujer del espía (título de por sí engañoso). Suerte de dandy oriental, en sus ratos libres Yusaku filma en 16mm cortos de ficción. Uno de ellos es un melodrama criminal que podría anticipar, de modo metafórico, la conclusión de la película. Un segundo rollo, documental, testimonia las atrocidades del ejército japonés en Manchuria. A su vez hay referencias, que también podrían ser alusivas, a cineastas como Kenji Mizoguchi y el menos famoso Sadao Yamanaka, que sería desconocido en la Argentina si no hubiera sido por la Sala Leopoldo Lugones. La muy cinéfila La mujer del espía tal vez esté diciendo algo transparente, y es que en tiempos de sospecha, vigilancia, represión y clandestinidad, la única verdad es la que el cine permite avizorar.

Tomado de: Página/12

Tráiler del filme La mujer del espía (Japón, 2020) de Kiyoshi Kurosawa

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1925-2021 Rosita Quintana ‘carne, demonio y humor’

Rosita Quintana, actriz argentina (1925-2021)

Por Rafael Aviña

Se dice que, en una gira por Sudamérica, el Charro cantor Jorge Negrete se impactó con la presencia de la joven argentina Trinidad Rosa Quintana Muñoz (16/VII/1925-23/VIII/2021), a quien invita a trabajar a nuestro país. Ya como Rosita Quintana, debuta en el cabaret El Patio en aquel 1947 y, pocos meses después, aparece en un papel secundario en La santa del barrio, protagonizada por Esther Fernández y dirigida por Chano Urueta en enero de 1948, año en el que participa en ocho películas, entre las que destaca ¡Ay Palillo, no te rajes!, para lucimiento del feroz comediante Jesús Martínez Palillo y, sobre todo, Calabacitas tiernas ¡Ay qué bonitas piernas!, con la que Germán Valdés Tin Tan iniciaba su mancuerna con el realizador Gilberto Martínez Solares.

Desde su primera aparición con uniforme de trabajadora doméstica en una mansión de Las Lomas, Quintana deja turulato al cómico, cuando éste observa sus pantorrillas; de ahí el subtítulo ¡Ay qué bonitas piernas! y, en honor a la verdad, pocas veces el cine mexicano tuvo la fortuna de contar con ese bellísimo par de extremidades inferiores que causarían furor en filmes subsecuentes como en Susana, carne y demonio (1950), de Luis Buñuel.

Por supuesto, Rosita Quintana era mucho más que un par de hermosas piernas: se trataba de una jovencita cálida, agradable, sensual, de bello rostro, con talento para el canto y gracia natural para componer cualquier tipo de papeles: ya sea la joven inocente de barrio bajo o de pueblo, la chica adinerada y altiva, o la muchacha que enloquece de deseo a los hombres, según el catálogo de ese cine mexicano de la época de oro, hoy tan burdamente vilipendiado fuera de contexto.

Rosita y el pachuco

La química entre Germán y Rosita fue evidente desde las primeras escenas, como aquellas donde ella lo rechaza y cachetea: “Qué diantre de gata angoriana, persiana…” le dice aquél, por ejemplo. Aunque nada comparado con las miradas acompañadas de gestos de amor que ella le prodiga luego de una trifulca entre las artistas que se disputan la atención de Tin Tan, al tiempo que ella interpreta el tango de Gabriel Ruiz “Ya no vuelvas”. Al final, cuando el cómico es encarcelado, Quintana le dice “mi rey” y ambos se besan a través de los barrotes de la prisión.

Ambos aparecerían en otro par de divertidos filmes: en Yo soy charro de levita (1949), Rosita encarna a una pueblerina empistolada y él, a un artista de carpa capitalino romántico y ladino que se entusiasma con esa hembra bravía. En una curiosa escena, varias jovencitas, todas ellas con pantalones, miran con recelo a Tin Tan y a la provincianita Quintana, y una de ellas, molesta y celosa, comenta: “mira a ese diablo de trompudo qué buen mango se agarró”. Al final, cuando Tin Tan cree agonizar, Quintana le dice: “No me dejes, pachuco, no te mueras, pachuco”, preámbulo de un largo y acalorado beso, como sucede en No me defiendas compadre (1949), en la que Germán comenta que Quintana “hace el amor como las mulas… a patadas”.

Armado con una pistolita de agua, Tin Tan enfrenta a villanos pueblerinos como Arturo Martínez y Julio Villarreal, y al chamaco majadero Ismael Pérez Poncianito, que le aclara a su tía, encarnada por Quintana: “No te dije que este cirquero era puro payaso” en Yo soy charro de levita, donde Germán parodia a Jorge Negrete y los dramas rurales de Emilio Fernández. Y en No me defiendas compadre, Tin Tan da el salto al cuadrilátero para enfrentarse con Wolf Ruvinskis y se enamora de la joven ingenua que encarna Rosita, en un filme en el que aparecen dos bellezas más: Leticia Palma en un brevísimo papel, y la exótica desnudista de origen estadunidense Turanda…

El Gallo Giro de pareja

En 1949, Raúl de Anda dirige Dos gallos de pelea, con Luis Aguilar y Rosita Quintana. Aquel mostraba sus dotes de macho cantor en esta curiosa comedia en la que él y su primo (Dagoberto Rodríguez) se dedican a la parranda junto con sus sirvientes (Fernando Soto Mantequilla y Armando Soto La Marina el Chicote), hasta que quedan impresionados por la belleza de una profesora brasileña (la guapa Quintana con anteojos de intelectual) que anda en busca de un insecto que puede servir para contrarrestar una plaga en su tierra. Cadáveres, serenatas, supuestas ánimas y semidesnudos de la heroína (su ropa se la lleva el río mientras se baña y tiene que utilizar por ello la camisa del bragado Gallo giro), para darle un toque erótico y lucir el torso desnudo de Aguilar y las piernas de Quintana.

Más interesante resulta Tú, sólo tú (1949), de Miguel M. Delgado, también con Quintana y Aguilar, quien abandona su universo campirano y se va en busca de su novia a la capital y llega al hotel El Pradito y luego se degrada en los cabarets de la urbe alemanista y en El Zarape se topa con su novia Paloma, convertida en cabaretera (Quintana con cabellera negra) y luego de borracheras y pleitos se enamora de Marta, una riquilla que interpreta la misma Rosita de rubia, que vive en las Lomas, lugar adonde llega a caballo el héroe para enseñarle a montar. “Mira nomás cómo me la fui a encontrar, mascando chicle…”, comenta ahogado en alcohol Luis Aguilar con sus tremendas cejas de azotador en una cantina, mientras entona “Tú, sólo tú”, de Felipe Valdés Leal, y atrás se observa publicidad de Orange Crush y Royal Crown Cola…

El demonio de la carne

Mala hembra (Miguel M. Delgado, 1950), protagonizada por Rosita Quintana y producida por su marido Sergio Kogan, a quien conoció en 1948, fue un drama excesivo y truculento con elementos de suspenso y psicoanálisis para lucimiento de la bella estrella y cuya publicidad la promocionaba así: “Su capricho era ley y su deseo el hombre.” Todo resulta desmedido y a la vez divertido, como la canción tema “Miseria”, compuesta por Miguel Ángel Valladares con algunas imágenes muy impactantes a cargo del maestro Víctor Herrera. Quintana huye de su padrastro, un ferrocarrilero alcohólico que la acosa y, en apariencia, ha abusado de ella, quien llega a la ciudad hambrienta y sin dinero y, de a poco, triunfa en un cabaret como cantante.

Sin embargo, nada comparado con la impactante Susana, carne y demonio (1950), de Buñuel, producida por Kogan con argumento de Jaime Salvador y Rodolfo Usigli. Rosita es una joven rebelde que huye de un reformatorio en una secuencia freudiana y delirante que sucede bajo una lluvia torrencial, cuando logra salir de una mazmorra repleta de arañas y murciélagos. Encarna la frialdad, la soberbia, el deseo carnal y el apetito sexual liberado. Bajo el inquietante subtítulo de Carne y demonio, el filme es otro ejemplo de Luis Buñuel por insistir en los resortes del deseo erótico y del humor subversivo. Quintana es una hembra perversa con cara de ángel que trastorna una hacienda idílica, provocando un ansia feroz en todos los personajes masculinos: el dueño, interpretado por el siempre notable Fernando Soler, su hijo, el joven Luis López Somoza, y el caballerango Víctor Manuel Mendoza, a quienes doblega a sus pies en un relato con un final en apariencia feliz que delata la doble moral y la hipocresía de la sociedad mexicana.

Retiro, retorno y Ariel de Oro

En Y mañana serán mujeres (Alejandro Galindo, 1954), un grupo de jovencitas desatendidas por sus padres y con su virginidad en juego, coinciden en la historia de una retraída y solitaria profesora solterona (Quintana), que sirve de acompañante de unas adolescentes hijas de matrimonios frívolos y millonarios que se deshacían de ellas por un rato, enviándolas a una finca en el campo. Ahí encuentra el amor verdadero en la figura del decente y entusiasta médico e investigador que interpreta Roberto Cañedo, al que desea también una de las chicas. Rosita dice frases como: “hay que guardarnos para un solo hombre”, en un relato en el que debutaba la hermosa Sonia Furió.

Ese mismo año de 1954 protagoniza, al lado de Pedro Infante y Joaquín Pardavé, El mil amores, de Rogelio A. González. Quintana tiene una hija, Patricia (Martha Alicia Rivas), que estudia en un colegio de señoritas donde creen que está casada con un marinero y hace pasar a Bibiano (Infante), como su marido al verse en aprietos y la joven lo cree su padre, quien en realidad está comprometido con la interesada Lilia Durán. Rosita luce hermosa y Pedro canta “Contigo en la distancia”, “El mil amores” y “Muñeco de cuerda”.

A El mil amores seguirían varias cintas de fórmula, donde la actriz interpreta personajes melodramáticos o el arquetipo de machorra de la época, como en Serenata en México (1955), Me gustan valentones, Siempre estaré contigo/Concierto de amor, Carabina 30-30, Mi niño, mi caballo y yo –todas de 1958.

Destaca El hambre nuestra de cada día (Rogelio A. González, 1959), excesivo drama social con Quintana como empobrecida corista que, por necesidad, se hace amante del violento acaparador de semillas Pedro Armendáriz, hasta que conoce al joven y noble médico Ignacio López Tarso, quien le propone matrimonio y le explica las contradicciones económicas de la cotidianidad nacional. Poco después del rodaje de Paloma Brava (1960), que producía su marido Sergio Kogan, ocurriría una tragedia automovilística donde éste fallecería. Quintana, que lo acompañaba, entró en coma por algunos días; logró salir, pero abandonaría su carrera cinematográfica para hacerse cargo de sus pequeños hijos, Sergio y Paloma, para regresar en 1975 con El compadre más padre y en cintas como El hombre de la mandolina, Coqueta o Club Eutanasia.

Por fortuna, la bella Rosita Quintana recibió en vida un homenaje al obtener el Ariel de Oro en 2016. Descanse en paz.

Tomado de: La Jornada Semanal

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