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Historia de los sefardíes en los Países Bajos

La sinagoga (Rembrandt-1648)

Por Steven Nadler

El 30 de marzo de 1492 cometía España uno de esos actos de locura autodestructiva que no suelen ser infrecuentes en las superpotencias: expulsar a los judíos. Durante siglos, la presencia de los judíos en Iberia había sido floreciente y próspera. No era accidental que esta presencia supusiera también un gran beneficio económico para sus anfitriones, los musulmanes primero y más tarde los cristianos. No es, desde luego, que la tierra que ellos llamaban Sepharad fuera una utopía para los hijos de Israel: los judíos se vieron hostigados, difamados, y, en ocasiones, atacados físicamente. Y la Iglesia Católica mostró un particular interés cuando los judíos fueron acusados de animar a los «conversos» –judíos que se habían convertido al cristianismo– a volver al judaísmo.

De la noche a la mañana, los judíos se encontraron ante la siguiente alternativa: o conversión o exilio. Y en el plazo de tres meses no quedó oficialmente en España ningún judío. La mayoría de los exiliados (unos 120.000) pasaron a Portugal. Otros se marcharon al norte de África, a Italia y a Turquía. Los que quedaron en España se convirtieron al cristianismo, como lo exigía la ley. Pero su vida como conversos no era más fácil que la que habían llevado como judíos.

Para aquellos que eligieron el exilio, Portugal resultó ser un puerto seguro de breve duración. El 5 de diciembre de 1496, el rey Manuel I de Portugal publicó a su vez un real decreto que desterraba a los judíos y a los musulmanes de su territorio. El motivo de este decreto era claramente facilitar su matrimonio con Isabel, la hija de los monarcas españoles,

Durante la segunda mitad del siglo XVI, y a medida que las Inquisiciones en Portugal y luego en España se tornaban más y más severas, se registró un marcado incremento de conversos que huían de la península Ibérica.

Países Bajos

Los conversos portugueses comenzaron a asentarse en los Países Bajos en una fecha tan temprana como 1512, cuando estas tierras estaban aún bajo el control de los Habsburgo. La mayoría de ellos se instaló en Amberes, un dinámico centro comercial que ofrecía a los cristianos nuevos muchas oportunidades económicas, y cuyos ciudadanos percibieron al instante las ventajas materiales que les reportaría la admisión en su ciudad de aquellos comerciantes con tan amplias conexiones.

El puerto de Amberes era el centro neurálgico de los negocios de las compañías portuguesas y españolas que comerciaban con las especias de las Indias orientales y el azúcar de Brasil. Los agentes locales de estas compañías eran casi exclusivamente cristianos nuevos portugueses que residían en Amberes. Desde esta ciudad, los productos coloniales eran distribuidos a Hamburgo, Ámsterdam, Londres, Emden y Ruan. Esta distribución funcionó con relativa agilidad durante algún tiempo. Pero la salud económica de Amberes empezó a resquebrajarse a partir de la firma del Tratado de Utrecht con los rebeldes en 1579.

Las diversas estrategias militares adoptadas por las provincias del norte en las décadas de 1580 y 1590 habían ido socavando el control ejercido por Amberes (que, tras el breve periodo en que Flandes se sumó a la rebelión, de nuevo formaba parte de los Países Bajos sureños, leales aún a la Corona Española en la distribución del comercio en el norte de Europa, lo cual fomentó el rápido crecimiento económico de Ámsterdam. Pero la imposición en 1595 de un bloqueo marítimo a gran escala de los puertos del sur –que efectivamente impedía todo contacto de los puertos flamencos con los de Holanda y con la navegación neutral, y que no fue levantado hasta 1608– fue lo que forzó a los navieros de Lisboa a trasladar a sus agentes de Amberes a otros puntos de distribución en el norte.

Así pues, una buena parte de los portugueses asentados en Ámsterdam a finales del siglo XVI eran comerciantes neocristianos trasladados desde Amberes por razones económicas. Con independencia de sus creencias religiosas ancestrales (judías) o actuales (en apariencia católicas), estos inmigrantes eran usualmente bien recibidos en las ciudades holandesas, atentas siempre a sus propias ventajas materiales.

Sin embargo la relación entre judíos y holandeses durante el primer cuarto del siglo XVII fue un tanto difícil: cada una de las partes conocía el valor político y económico de la relación, pero ambas abrigaban un cierto recelo. Por un lado, no es de sorprender que la comunidad portuguesa necesitase un largo tiempo para desprenderse de la sensación de inseguridad que era natural esperar en un grupo de refugiados perseguidos, cuya protección dependía enteramente de la buena voluntad de sus anfitriones. Por otra parte, la ciudad de Ámsterdam se demoraba en conceder a los judíos el derecho de practicar abiertamente su religión y de vivir de acuerdo con sus propias leyes, aunque toleraba claramente la existencia de un culto «secreto» (es decir, discreto).

Es evidente que los judíos portugueses, reinstalados desde hacía poco en una sociedad dividida por disputas religiosas, tenían que experimentar por fuerza una cierta sensación de inseguridad. Temían –y no sin buenas razones– que la furia de los calvinistas se volviera contra ellos en cualquier momento y bajo cualquier pretexto, y que la protección que habían encontrado en Holanda fuera demasiado frágil. Esta inseguridad encontró expresión en diversas regulaciones internas emitidas por las autoridades de la comunidad judía: por ejemplo, la orden que amenazaba con castigar a todo el que tratara de convertir al judaísmo a algún cristiano. Mediante medidas como esta, los judíos esperaban tranquilizar a sus anfitriones garantizándolos que podían controlar a los suyos, y que no tenían la menor intención de interferir en los asuntos calvinistas.

Pese a las diversas restricciones legales impuestas sobre ellos, una vez que los miembros de la comunidad judeoportuguesa de Ámsterdam obtuvieron el derecho a vivir abiertamente y a practicar su religión de manera pública, los judíos gozaron de una amplia autonomía. Los sefardíes estaban autorizados a ordenar su vida según sus propias leyes; aunque, naturalmente, debían actuar con una cierta cautela.

La inmigración fue un asunto de gran importancia para la comunidad en la década de 1620. En 1609, la población sefardí de Ámsterdam constaba apenas de unos 200 individuos (de un total de población municipal de 70.000 personas); en 1630, había alcanzado el millar (mientras la población de la ciudad se elevaba hasta los 115.000 habitantes). El crecimiento tenía un carácter muy heterogéneo. La mayor parte de los inmigrantes seguían siendo descendientes de portugueses o españoles, los vástagos judíos de los marranos ibéricos. El lenguaje diario en las calles y en el hogar era el portugués, con el añadido de algunas palabras hebreas, españolas e incluso holandesas. (El español era considerado como la lengua de la literatura de calidad y el hebreo quedaba reservado para la liturgia. Puesto que casi todos los miembros adultos de la comunidad en torno a 1630 habían nacido y crecido en entornos cristianos y recibido su educación en escuelas cristianas, eran muy pocos los que conocían bien el hebreo.) Pero quien visitara la comunidad podía tener ocasión de oír también hablar francés, italiano, e incluso tal vez algo de ladino, pues eran muchos los judíos procedentes de Francia, de Italia, del norte de África[…].

Más difícil resultó asimilar a los judíos askenazíes que empezaban a llegar desde Alemania y Polonia en la segunda década del siglo XVII. La mayor parte de estos primeros inmigrantes orientales, que hablaban yiddish, provenía de guetos, y su número era pequeño. Pero cuando la Guerra de los Treinta Años les hizo la vida más difícil a los judíos en el territorio alemán, y las persecuciones antisemitas se volvieron más duras y frecuentes, la población askenazí de Ámsterdam aumentó de manera considerable. Para finales del siglo, los judíos alemanes, polacos y lituanos superaban a los sefardíes casi en proporción de dos a uno.

No es fácil determinar el grado de bienestar económico que alcanzaron los sefardíes de Ámsterdam. Algunas familias eran bastante ricas, aunque no tanto como las más acaudaladas de las holandesas. Por otra parte, la mayor parte de la riqueza judía estaba concentrada en manos de menos del 10 por 100 de las familias. A pesar de ello, la comunidad sefardí tomada en conjunto alcanzó, hacia el tercer cuarto del siglo, un promedio de riqueza mayor que el de la población de Ámsterdam en general. Puede afirmarse sin temor que, en la década de 1630, el nivel de la mayoría de las familias portuguesas era modestamente confortable.

La fuente principal de la prosperidad de la comunidad judeoportuguesa de Ámsterdam –y el ámbito de su indiscutible contribución al rápido crecimiento de la economía holandesa en la primera mitad del siglo XVII– fue el comercio. Entre los judíos había médicos, cirujanos, impresores, profesores y otros profesionales, cuya cantidad estaba en función de qué gremios excluyeran a los judíos y cuáles no. Pero los más numerosos eran, con mucho, los mercaderes y los agentes comerciales. En la década de 1630, los judíos controlaban una porción relativamente importante del comercio exterior holandés: se calcula incluso un 6 o un 8 por 100 del total de la República, y el 15 o el 20 por 100 de la ciudad de Ámsterdam. El comercio judío con España y Portugal y sus colonias era perfectamente equiparable al comercio de las compañías holandesas con las Indias Orientales y Occidentales.

Durante las tres primeras décadas del siglo, las rutas más importantes para los mercaderes judíos fueron las que unían Holanda con Portugal y sus colonias (especialmente Brasil). Su actividad se centraba en unos pocos productos selectos: desde el norte exportaban grano (sobre todo trigo y centeno) a Portugal, como también varios productos holandeses a las colonias de la República en el Nuevo Mundo; desde Portugal transportaban sal, aceite de oliva, almendras, higos y otros frutos, especias (como jengibre), madera, vino, lana y algo de tabaco. El mayor volumen de negocios durante aquellos años fue sin duda el proporcionado por el azúcar de Brasil, junto con otros productos coloniales portugueses (madera, especias, piedras preciosas y metales). Los sefardíes controlaban más de la mitad del comercio azucarero, con la consiguiente irritación de los directores de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales.

Mientras duró la Tregua de los Doce Años concertada entre las Provincias Unidas y España (entre 1609 y 1621), los productos coloniales fueron transportados a Lisboa, Oporto, Madeira y las Azores, y de allí a Ámsterdam y otras ciudades del norte. Con la reanudación de la guerra, que alejó a los barcos holandeses de los puertos españoles, los productos solían ser transportados directamente desde Brasil a Ámsterdam.

Los judíos de Ámsterdam se asociaban con compañeros portugueses –usualmente mercaderes cristianos nuevos– que tendían a invertir sus capitales en sus propias sociedades más que en las poderosas compañías holandesas.

Con el fin de la tregua en 1621, las fortunas de los judíos holandeses sufrieron un gran revés como consecuencia de la prohibición del comercio directo entre España o Portugal con Holanda, dictada por la Corona Española. Bajo aquellas circunstancias, muchos judíos decidieron emigrar a un territorio neutral (como Hamburgo o Gluckstadt) para poder continuar con sus negocios. No obstante, el comercio ibérico-sefardí holandés continuó existiendo gracias al contrabando. El uso de barcos neutrales les permitía burlar el embargo de buques holandeses, y sobre todo los contactos secretos con Portugal y España a través de su red de familiares o conversos, hicieron posible que los judíos residentes en Ámsterdam siguieran manteniendo sus negocios, aunque a una escala sustancialmente más reducida. Pero incluso en esta etapa fueron capaces de expandir su comercio con Marruecos (municiones y plata), con España (fruta, vino, plata y lana) y con ciudades italianas tales como Livorno y Venecia (seda y cristal).

El comercio de ultramar controlado por los sefardíes logró maravillas para la economía doméstica holandesa al estimular la industria de la construcción naval y las actividades relacionadas con el refinado del azúcar.

Una ordenanza emitida en Ámsterdam en 1632 estipulaba expresamente que «los judíos tenían garantizada la ciudadanía por razones de transacciones comerciales… pero no la licencia para convertirse en tenderos». Y, sin embargo, aún pudieron beneficiarse en su ciudad de las nuevas oportunidades que se les abrían como resultado del comercio colonial, puesto que estas oportunidades surgían en áreas aún no cubiertas por los gremios existentes ni estaban gestionadas por intereses bien enraizados: la talla y el pulido de los diamantes, la elaboración del tabaco o de los tejidos de seda, por mencionar sólo unas pocas. Los judíos holandeses consiguieron incluso intervenir en el refino del azúcar, aunque esta era una actividad de la que habían estado excluidos hasta el año 1655.

Según todas las apariencias, el barrio judío portugués en donde nació Spinoza era prácticamente indistinguible de cualquier otro de la ciudad de Ámsterdam. Los sonidos –las palabras habladas o cantadas– e incluso quizá los olores que salían de las cocinas eran ibéricos, sus habitantes eran de piel más oscura y con fisonomía mediterránea, pero el paisaje era evidentemente holandés. En menos de tres décadas, los sefardíes habían conseguido recrear en las riberas del Amstel lo que se habían visto forzados a dejar tras ellos 140 años antes en España y Portugal: una rica y cosmopolita cultura distintivamente judía. El hecho de que Ámsterdam llegara a ser celebrada más tarde como la «Jerusalén del Norte» no fue sino un proceso lógico.

El texto de esta entrada son extractos del libro Spinoza de Steven Nadler

Tomado de: No cierres los ojos

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Editorial: Las políticas de la crítica (Rojas, Fisher, Escobar)

Por Iván Pinto

“Hay que aprender a enfrentar la incertidumbre, puesto que vivimos una época cambiante donde los valores son ambivalentes, donde todo está ligado».

Edgar Morin

En tiempos de crisis, la necesidad de pensar la crítica, una vez más. Se trata de un tiempo de agotamientos, de recomienzos, de pensar nuevas estrategias, lejos de toda “catedral del juicio”. Necesidad de re-situar radicalmente el lugar de la crítica, apuntando a un pensamiento conectado y complejo con el presente, donde quiera que eso suceda. Tres libros recientes me hacen pensar en cuál es nuestro tiempo, en el marco de diversas crisis de sentido -del tiempo, de lo humano, del capitalismo o del arte. ¿Cuál será la fisiognomía de estas transformaciones? ¿Y de qué modo situar un “no va más” a determinadas naturalizaciones del sentido?

El fin de los tiempos. El ensayo Tiempo sin desenlace (Sangría, 2020) de Sergio Rojas se aventura a pensar el fin, el fin de una época, el fin de una subjetividad, el agotamiento de las narrativas, el padecer de una Historia irrecuperable. Como en su ensayo anterior El arte agotado (2012), la fascinación que ejerce en el autor un tiempo de la finitud y el diálogo con la filosofía moderna del siglo XX da luces sobre una época devenida nihilista, mientras imágenes como el cine de zombies de George Romero, la distopía sexual de Houellebecq o el cristianismo de Tolkien sirven como hilo conductor y trazo para distinguir el tiempo de lo que se acaba y el paisaje post-histórico de un mundo sin certezas. El tiempo del fin, nos parece decir el ensayo del filósofo chileno, es el tiempo de su propia demora, aquel que aparece en el paisaje de la ruina, en el exceso de la materialidad, el cuerpo y la sensación desolada de un presente del cual no podemos imaginar un “después”. Un umbral, del cual el libro del filósofo sería algo así como su pliegue interno. Una suerte de lugar residual, donde el texto postula un posible habitar crítico, mientras un paisaje completo de certezas se derrumba.

En los límites de lo humano. Desde hace un tiempo los textos de Mark Fisher vienen circulando en la conversación académica y crítica, estos adquirieron particular peso luego de su fallecimiento el año 2017, y hoy viven una particular “moda” bien transversal y no sin recepciones desfiguradas a veces algo convenientes. Proveniente de una mezcla de activismo blogger con reflexión filosófica, su forma de escritura y modo de aproximarse a la cultura contemporánea es ecléctica, ahí donde series de televisión, literatura, pensamiento filosófico o música electrónica pueden combinarse libremente en una suerte de lectura sintomática de lo que llamó el “realismo capitalista”. Su más reciente publicación en español K-Punk volumen 3 (Caja Negra, 2021) reúne escritos, posteos, entrevistas donde, una vez más, es posible sumergirse en un universo singular de asociaciones, conectadas y tramadas en una suerte de pensamiento colectivo y de época. Se da presencia acá a una determinada urgencia para activar una determinada posición crítica equidistante tanto de lo que llama “culpa de izquierda” como el pensamiento posmoderno francés. En una operación que tiene como su referente a Fredric Jameson, Fisher visualiza el círculo vicioso entre capitalismo, mercado y formas de imaginación, para pensar llaves de salida: un cyborg afectivo con un pie en Spinoza y otro en Lovecraft; una reposición del problema de “clase” en el marco de la culpa identitaria; la estrategia “hauntológica” respecto a la ruina y los espacios que proyectan otros pasados y futuros posibles; la cuestión “red neuronal” en un enganche cyberpunk; una asociación con determinados “nuevos materialismos” post-humanos y tecnológicos; la potencia política de lo contracultural desde lo que llama “comunismo ácido”…. Mientras el “realismo capitalista” presentaba la idea de las formas de naturalización de un real que se proponía a sí mismo como única salida posible, estas “políticas de lo real” afloran como formas de desnaturalización y extrañamiento para posibilitar unas nuevas formas de imaginación en el límite y desborde de “lo humano”.

Una imaginación performativa. Por su parte Aura Latente (Tinta Limón, 2021) del crítico paraguayo Ticio Escobar pareciera situar otro modelo. Acá se trataría menos del “realismo capitalista” como sistema opresor, vampírico; así tampoco de un duelo extendido del sujeto de la modernidad. La estrategia de Escobar toma de los espacios de arte/ sociedad/ cultura/ política la especificidad situacional -una y cada vez- de un contexto específico: el latinoamericano. Su pregunta central, de cuño Benjaminiano, es precisamente la “latencia” de la experiencia artística en las formas del cruce insólito y la forma de imaginación social que las crea. Así, las ideas de “arte popular”, “arte indígena”, “arte activista” o “arte ilustrado” se conectan de forma productiva en su planteamiento más para desviar sus trayectos iniciales y discutir los enfoques supuestos de su epocalidad. Hay, en la escritura del texto de Escobar, una suerte de “promesa performativa”, entendida como exceso, contingencia, presente, posibilidad, un “movimiento crítico” que inhabilita los grandes sentidos de inscripción, para ponerlos entre paréntesis, desviarlos, pervertirlos y redibujarlos, hacia un pensamiento vivo y políticamente productivo. Se trataría así de algo que existe “entre” las prácticas, los lenguajes, las circulaciones, los contextos, los itinerarios simbólicos y las trayectorias culturales.

La promesa de la escritura. Elegí estos tres textos (podrían haber sido otros) como ejemplos de torsiones del lenguaje para salir de determinados “estándares” comunicativos, y que se acercan, sin ser académicos, a un espacio de reflexión densa desde un ensayo crítico y deseante. Frente a un presente complejo, estos textos obligan a pensar las categorías con que se lo piensa, así también la forma de la crítica que le debe hacer frente. Hoy, en una lucha contra la “captura libidinal” neoliberal, ejercer un proyecto de escritura es una manera de proponer un stop a la escritura burocrática, pero también a la ingenuidad de una “hoja cero” de la interpretación crítica (proponiendo estándares de rigor), una forma de resistir. Anclar la crítica entonces a su presente epocal, su historicidad, cuestionando toda agenda retardataria, se vuelve así una exigencia y una nueva forma de avanzar críticamente hacia un futuro que está sucediendo ahora mismo. En definitiva, una crítica comprometida con su presente.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

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El Estado siempre es el enemigo (+Video)

Por Yago París @Yago_Paris

En No Cow on the Ice (2015), el cineasta español Eloy Domínguez Serén documentaba en primera persona su experiencia como inmigrante en un país económicamente puntero de Europa. Como tantos jóvenes españoles afectados por la crisis de 2008, el director salió de su país —en este caso, se trasladó a Suecia— en busca de un futuro mejor. Sin embargo, lo que encontró estaba lejos de satisfacer sus mínimas expectativas de prosperidad. A pesar de ser una persona joven y con estudios, en el filme expone que solo tuvo acceso a una serie de trabajos temporales, para los que no se requiere cualificación, relacionados con el mundo de la construcción. La idea de un posible sueño europeo se daba de bruces con la realidad: en estos países, los inmigrantes acceden a aquellos trabajos que nadie más quiere. Una idea similar se transmite en Pequeños milagros en Peckham Street, el penúltimo trabajo de la pareja creativa Mina Mileva y Velesa Kazakova —su nueva película, Women Do Cry, se ha podido ver en la reciente edición del festival de Cannes, dentro de la sección Un Certain Regard—. La cinta es el primer ejercicio en el terreno de la ficción que ofrecen las directoras, y en ella se narra el día a día de Irina (Irina Atanasova) y Vladimir (Angel Genov), dos hermanos búlgaros que han emigrado a Inglaterra huyendo de la corrupción institucional y unas penosas perspectivas de futuro en su país natal —como se ha esforzado en mostrarnos el cine búlgaro contemporáneo en general, y la cinta de 2015 de homónimo título en particular, quienes nacen en este país están condenados a ser unos losers—, buscando un futuro mejor en una de las principales potencias económicas europeas. Ambos cuentan con estudios superiores: Irina, madre soltera de Jojo (Orlin Asenov), es arquitecta, mientras que Vladimir es historiador. Sin embargo, la primera ve cómo nunca se le conceden proyectos, lo que la obliga a tener que trabajar de camarera en un pub, mientras el segundo, con todavía menos oportunidades laborales en su campo, se dedica a la instalación de antenas parabólicas. Los tres viven en un piso del sur de la ciudad, que la mujer posee en propiedad y, además de afrontar la realidad laboral, tendrán que enfrentarse a una serie de conflictos relacionados con la vida comunitaria en el edificio.

El cine social de relatos sobre las penurias de los migrantes suele abordar las vidas de personajes de clase trabajadora y sin estudios, que emigran porque su vida está en serio peligro. Quizás por su menor impacto dramático, resulta menos habitual encontrar historias como la de Pequeños milagros en Peckham Street, que abordan las vidas de individuos de clase intelectual precarizada. Como ocurría en No Cow on the Ice, los personajes no tratan de luchar por sobrevivir, sino por tener una vida digna, y, como en aquella película, el aspecto autobiográfico es fundamental —las directoras son de origen búlgaro pero residen en Londres—. Esta situación permite establecer diálogos en torno a diferentes aspectos sobre la realidad sociopolítica, tanto a nivel nacional como global, lo que ofrece la posibilidad de perfilar personajes complejos, en los que las ideas contradictorias tienen cabida. Irina se queja de su baja calidad de vida, pero defiende la gentrificación como un proceso positivo, ya que, según ella, consiste en ofrecer mejoras en los barrios en los que se desarrolla. Su mentalidad de clase media choca, por tanto, con su realidad precarizada. Otro debate estimulante surge de uno de los lugares comunes del cine de Europa del Este, que consiste en la contraposición entre cómo entienden el comunismo quienes lo han vivido y quienes lo observan —incluso idealizan— desde fuera. En una de las pocas escenas donde vemos a la protagonista lejos del hogar —el grueso del filme transcurre en el piso de la familia—, discute sobre comunismo con unos activistas ingleses que tratan de transmitir su ideología a pie de calle. Aquí la realidad de unos choca con el idealismo de otros. Al mismo tiempo, Irina destaca por una defensa del neoliberalismo, no solo por su visión de la gentrificación, sino por el desdén con que mira a sus vecinos, quienes, a su juicio, viven de las ayudas del Estado sin dar un palo al agua, algo que ella jamás hará, pues no es «una sanguijuela».

«Resulta menos habitual encontrar historias como la de Pequeños milagros en Peckham Street, que abordan las vidas de individuos de clase intelectual precarizada. Como ocurría en No Cow on the Ice, los personajes no tratan de luchar por sobrevivir, sino por tener una vida digna».

No obstante, la protagonista se ve forzada a pensar en comunitario cuando descubre que el gobierno ha decidido desarrollar un plan de mejora del edificio, que consiste en la renovación de las ventanas de las viviendas, algo que tienen que pagar los propietarios, aunque nunca lo hubieran solicitado. Espoleada por la indignación, la protagonista organiza una reunión vecinal en el salón de su casa, como una manera desesperada de solucionar el problema. Sin embargo, con lo que se encuentra es con una sociedad derrotada, incapaz de movilizarse, hasta el punto de que el tema de conversación acaba evolucionando hacia otros terrenos que nada tienen que ver con el motivo de la reunión, tales como el del Brexit. Rodada en 2019, la cinta retrata una sociedad marcada por el referéndum donde se votó a favor de una salida de la Unión Europea, que por aquel entonces todavía no se había hecho efectiva. Quizás el mayor valor de la cinta sea el paralelismo que se establece entre el pasado comunista búlgaro y el presente capitalista británico. En ambos casos, el Estado es un ente oscuro y por momentos absurdo, que toma decisiones injustificables, que están lejos de mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos, y que además aplica sus políticas con mano de hierro, como se observa en la absoluta incapacidad para parar las obras de renovación. Quizás el elemento más problemático gire en torno al retrato de la mentalidad post-Brexit y la xenofobia de la sociedad. En este sentido se podría aludir, con razón, que el conflicto que se establece entre Vladimir y una de las vecinas —que solo se puede explicar por el odio irracional a quien viene de fuera— esté insuficientemente desarrollado. Sin embargo, quizás la falta de explicaciones que ofrece la película sea, en realidad, la clave para reforzar dicho paralelismo. En la última escena, la policía llega a casa de los protagonistas y actúa de manera autoritaria y amenazante, dando por hecho que Vladimir es un delincuente, y por tanto llevándoselo detenido sin tener la menor prueba del delito que aparentemente ha cometido. Esta actuación tan salvaje y absurda, que linda con la paranoia, recuerda demasiado a las actuaciones de las policías secretas de los estados de Europa del Este que vivieron bajo el régimen comunista buena parte del siglo XX como para no tenerla en cuenta. En última instancia, lo que Mileva y Kazakova parecen querer transmitir es que no importa en qué país residas: si no formas parte de la élite social, estás vendido ante el Estado, que puede cambiar tu vida en cualquier momento, y normalmente para peor.

Tomado de: El antepenúltimo Mohicano

Tráiler del filme Pequeños Milagros en Peckham Street (Bulgaria, 2019) de Vesela Kazakova y Mina Mileva

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El mito de las estatuas griegas blancas

Adolfo Hitler, pintor frustrado, estaba obsesionado con la famosa estatua griega del Discóbolo

Por Luis Eduardo Cortés Riera

Hace algunos años, el británico Martin Bernal publicó un libro muy polémico titulado Atenea negra: las raíces afroasiáticas de la civilización clásica. Sostiene este autor que la antigua civilización griega tiene una gran deuda cultural con los egipcios de la antigüedad y también con los fenicios. Esta tesis está seriamente enfrentada al llamado “modelo ario”, que fue una invención del siglo XIX para justificar la superioridad de la cultura europea, como sostiene el antropólogo británico Jack Goody, el autor de otro muy polémico libro intitulado El robo de la historia. Hoy en día somos mucho más tolerantes y aceptamos la influencia semítica sobre el “genio griego”, que se creía ajeno a toda mezcla racial y cultural, algo así como dándole razón a las odiosas tesis de Sir Arthur Gobineau, padre del racismo moderno.

Esta “revisión del modelo antiguo” no es nueva ni debe sorprendernos. E. R. Dodds en su obra Los griegos y lo irracional, sostiene que nuestra “muy racional” Grecia antigua tenía arraigadas creencias de pueblos bárbaros vecinos, como los escitas o los tracios, tales como la noción de espíritu o “pneuma” como un soplo, es decir la idea del alma como una realidad diferente del cuerpo y separable de éste. Una gota de sangre extranjera en el cuerpo de la “cultura griega”. Esta curiosa y discordante idea la asumen Empédocles y el genial Pitágoras y desde allí llega hasta Platón, y desde Platón, en un largo y sinuoso trayecto que se confunde con la historia cultural de Occidente, llega hasta nosotros, nos aclara el mexicano Octavio Paz.

La mente griega tenía una cara oculta que nuestro arrogante racionalismo no ha querido aceptar, pues entra en conflicto con la idea estereotipada de la Grecia clásica racional, democrática, lógica y científica. En 1951 publica el filólogo socialista irlandés E. R. Dodds su libro Los griegos y lo irracional, extraordinaria investigación que nos muestra las fuerzas mentales irracionales que actuaban en la Hélade: bendiciones de la locura, chamanismo, onirismo, menadismo o desvarío báquico, teúrgia o magia para invocar dioses ultraterrenos. Los griegos estuvieron a un paso de dominar la irracionalidad y crear una sociedad abierta, pero no lo lograron. Hoy en día estamos enfrentados al mismo dilema, al mismo precipicio al que debemos saltar o retroceder. Dodds piensa que esta vez nos va a ir mejor pues contamos con mejores herramientas que antes para entender nuestro lado irracional y vencer.

La problemática con los griegos, que son base de nuestra cultura de Occidente, no se queda ahí. Dice la BBC de Londres que en tiempos recientes se ha descubierto que las estatuas griegas no eran tan blancas como se había establecido desde tiempos del Renacimiento y de la Ilustración europea, movimientos culturales que querían distanciarse del colorido arte religioso de la Edad Media, al que veían como vulgar y atrasado. Querían estos hombres zafarse de la opresión de la Iglesia y crearon el mito del arte blanco. Mito que reforzó el poeta y científico alemán Goethe en su Teoría de los colores (1810) al decir que los hombres sofisticados evitan los colores brillantes en su ropa y en el ambiente que los rodea, generalmente tratando de alejarse de ellos.

Quedó como establecido que la ausencia de color y la falta de ornamentos era señal de sofisticación cultural, y en este sentido Europa se distinguía mejor que otros pueblos atrasados. El exceso de ornamentos de la escultórica indú o el vivo colorido de la pintura japonesa eran vistos como manifestaciones de atraso y barbarie. El eurocentrismo se nutría de la supuesta blanquitud de la escultura griega de la Antigüedad, que era tomada como epítome de civilización y de cultura. Los escultores de la Antigüedad Praxísteles y Fidias representaban la educación visual y condicionaron en Occidente la idea de cómo debía ser representado el cuerpo humano en tercera dimensión.

Las estatuas griegas estaban talladas en mármol blanco pero profusamente coloreadas y adornadas, sigue diciendo la BBC de Londres, lo que es clara evidencia de las influencias mediterráneas y asiáticas que recibió la Grecia antigua y que podemos observar, por ejemplo, en la Artemisa de Pompeya, descubierta en esa ciudad de Italia en 1760. Esta grácil dama tiene el pelo completamente rojo adornado con un bello cintillo multicolor. Los frescos de Pompeya que se salvaron de la erupción del Vesubio también muestran gran colorido. Pero se negaban a creer aquello, pues estaban firmemente anclados a una estética incolora. Bajo esta falaz perspectiva, fueron torpemente pulidas piezas de mármol de la Acrópolis de Atenas en el muy respetable Museo Británico en 1938, hasta dejarlas blancas y brillantes. Una verdadera distorsión histórica.

Supriman el color y la ornamentación para tener una sociedad moderna, se decía a principios de la centuria pasada en Europa. El arquitecto alemán Adolf Loos, teórico de la arquitectura moderna, dio una conferencia en 1913 donde asoció los ornamentos con inmoralidad y degeneración; el ornamento es delito. Años después el fascismo europeo asume esta estética incolora que desprecia los detalles, ornamentos y el uso de colores diferentes. Una figura a color refleja mejor las emociones individuales, pero en un solo color, con preferencia en blanco, es posible proyectar cualquier ideología.

Para los nazis la falta de color reflejaba a un hombre más moderno. Desde allí se monta el mito de la superioridad de la raza aria. Adolfo Hitler, pintor frustrado, estaba obsesionado con la famosa estatua griega del Discóbolo, obra maestra del escultor Mirón. Asociaba el dictador esta escultura, de la que compra una réplica, con la armonía, la belleza y el vigor atlético. Por ello despreciaban los nazis el arte que llamaron despectivamente “degenerado”, de maestros como Manet, Monet, Renoir, Gauguin, Van Gogh, Cézanne, Picasso, Modigliani, Chirico, Chagall, Matisse, Klee, Kandinski, entre otros. Ordena Hitler a Goebbels montar una exposición de “arte degenerado” en Munich en 1937. El subjetivismo de este arte que privilegiaba al individuo, iba en contra del ideal colectivo de los regímenes totalitarios.

En la extinta Unión Soviética sucede de igual modo una repulsa de la pintura de vanguardia. Kandinski abandona el país de los soviets por desacuerdos con los criterios estéticos del régimen estalinista. En la década de 1930 se impone el llamado “realismo socialista” y se prohíbe el arte abstracto y los formalismos. A Stalin no le simpatizaba para nada la pintura de Picasso, a pesar de que le dijeron al dictador que el genial pintor español era comunista.

Pero grandísima paradoja es que la censura o la destrucción de una obra de arte le otorga más poder, ya que su valor económico y artístico se multiplica. Es un capital simbólico (Pierre Bourdieu) que no cesa de agrandar y expander con gran fuerza y vigor. En 1863 Napoleón III ordena crear en París el Salón des Refusés o Salón de los Rechazados por la acartonada cultura del régimen. Entre los rechazados estaban Courbet, Manet y Cézanne. Inmensa ironía.

Tomado de: Alainet

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Emilito

Emilio Roig de Leuchsenring

Por Graziella Pogolotti

El 23 de agosto de 1889 nació Emilio Roig de Leuchsenring. Recordado, sobre todo, como historiador de la ciudad, su proyección en la sociedad y cultura cubanas desbordó esa obra fundadora, sin duda importante. Sus empeños se unieron a los esfuerzos de la generación emergente, surgida a principios del siglo XX con el propósito de rescatar la esperanza en el país, luego de la frustración causada por la intervención norteamericana al cabo de 30 años de lucha a favor de la independencia.

Estaban decididos a sentar las bases de una resistencia cultural contra el retraimiento asumido por sus predecesores y marcar con su impronta el espacio público con un espíritu renovador que intentaba remover, a la vez, las costras del coloniaje en la política y en el terreno de la creación artístico-literaria.

Como suele suceder en estos casos, todo comenzó con el agrupamiento casual de algunos jóvenes inquietos en tertulias del café Martí, a la salida del teatro. Observaban con desolación el estancamiento de la poesía modernista. Buscaban otros horizontes, con la mirada puesta en Europa, donde había tomado forma el movimiento vanguardista en los campos de la literatura, las artes plásticas y la música. Entre ellos se encontraba el también muy joven poeta Rubén Martínez Villena.

A la insatisfacción con la situación de las artes se añadía el rechazo al panorama desolador que mostraba la política nacional. Impulsados por la necesidad de actuar ejercieron el periodismo. Rubén encabezó la Protesta de los Trece contra la corrupción imperante bajo la presidencia de Alfredo Zayas. Poco faltaba, sin embargo, para que abandonara sus versos, tal y como lo afirmó en polémica sostenida con Jorge Mañach, para dedicarse por entero a la causa del socialismo. Antes de hacerlo, había bosquejado el programa cultural del Grupo Minorista.

Emilio Roig hubiera podido acomodarse al disfrute de las ganancias derivadas de la administración de un prestigioso bufete de abogado. Optó, en cambio, por responder al llamado de una vocación de servicio. Desde su tempranísima juventud practicó el periodismo en publicaciones de la más diversa naturaleza. En sus artículos de Carteles, revista de amplia difusión, sostuvo con valentía una posición crítica ante la tiranía de Machado. También tuvo a su cargo la redacción de la revista Social, en la que desempeñó un papel decisivo en respaldo a la renovación vanguardista de las artes y las letras.

Deseoso de contribuir por todas las vías al crecimiento de una conciencia ética y ciudadana, rescató la tradición costumbrista, tan eficaz en la configuración del perfil del criollo durante el siglo XIX cubano. Con su autoridad y prestigio bien ganados, su personalidad se proyectó como eje articulador del activo y heterogéneo Grupo Minorista.

Más allá de los habituales almuerzos sabatinos en el Hotel Lafayette, el agrupamiento de los jóvenes intelectuales de la época, fiel al programa diseñado por Rubén Martínez Villena, canalizó el intercambio con sus similares de otros países de nuestra América, comprometidos también con la transformación de la cultura y la formulación de un pensamiento político antimperialista y antioligárquico, de reafirmación nacional y justicia social.

El radicalismo de los minoristas no escapó a la vigilancia de Gerardo Machado, acorralado ya por la creciente oposición a su proyectada prórroga de poderes, quien involucró en una supuesta conspiración comunista a la Universidad Popular José Martí y a los integrantes del minorismo. En 1927, a la salida del bufete de Emilio Roig, fueron detenidos Alejo Carpentier y José Antonio Fernández de Castro.

A lo largo de la República neocolonial, la necesaria resistencia cultural convirtió la investigación histórica en arma de combate. Algunos extrajeron del olvido las memorias de la guerra. Con Azúcar y población en las Antillas, Ramiro Guerra reveló en la instauración de la economía de plantación la clave del dramático legado colonial que todavía pesa sobre nuestras naciones a través del lastre subdesarrollante de sus formaciones estructurales.

A los nostálgicos del dominio español, refugiados en las páginas del Diario de la Marina, se añadía la insidiosa presencia de nuevas formas de anexionismo que se manifestaban en la prensa e intentaban penetrar el ámbito de la educación. Al enfrentamiento del anexionismo rampante, dedicó Emilio Roig lo fundamental de su obra de historiador. Cuba no debe su independencia a los Estados Unidos sigue siendo un texto clásico que conserva plena vigencia.

Lo recuerdo todavía. Era yo muy joven entonces. Estaba a punto de iniciar mis estudios en la Universidad. Inquieto siempre, podía manifestarse en términos explosivos como lo hizo en ocasión del ultraje de los marines norteamericanos a la estatua de José Martí en el Parque Central.

En las noches silenciosas de la Plaza de la Catedral, bajo los portales del Palacio de Lombillo, organizaba ciclos de conferencias sobre historia de Cuba. Aquellas charlas despertaron mi interés por conocer los vericuetos ocultos de la historia de mi país. De ese modo, Emilito proseguía, incansable, su prédica emancipadora.

Tomado de: Juventud Rebelde

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El hombre que cayó de las torres gemelas y la realidad de la muerte

Por Mauricio Escuela @MauricioEscuela

¿Una conspiración mundial más?, ¿el plan de George Soros y del Club Bilderberg para un Nuevo Orden?, ¿otra manipulación mediática con miras al año electoral norteamericano? La pandemia de la COVID-19 ha desatado la creatividad, el desasosiego, superando cada versión a la anterior, en una carrera desinformativa que tiene a los pueblos en vilo, mientras se crea una cultura de la inseguridad, del encierro, una que nos lleva a preguntarnos cuánto puede durar la crisis, que nos replantea el sentido de cuestiones que ya parecían resueltas, que coloca todo de cabeza.

En Youtube, esa red social que se ha convertido en el campo desinformativo por excelencia, un influencer, el periodista Nicolás Morás, lanza un video donde habla de una supuesta llamada de Soros para extender el encierro en Argentina, a cambio de renegociar la deuda externa que dejó el neoliberal gobierno de Macri. En medio del caos, los consumidores del material en la web toman una actitud crédula, acrítica, asumiendo que quien habla del otro lado, por el solo hecho de ser verosímil, ya tiene la razón. Los medios tradicionales, por otro lado, sostienen una agenda que muchas veces o sirve de coartada a los bulos, o están tan sujetos a líneas de mensaje que siquiera prestan atención a las necesidades informativas reales de los públicos. La versión de Morás, si bien interesante, hasta coherente y probable, queda como una más de tantas que circulan en ese laberinto borgeano que es la web.

El peligro real de que, tras la cuarentena, la realidad sea otra, se entiende cuando leemos a Jean Baudrillard, básicamente su libro La guerra del golfo no ha tenido lugar, donde él refiere que no existe como tal una realidad, sino la construcción mediática y de percepción de la misma, que no hay forma de saber qué es lo que está sucediendo en el mundo, ni aun bajo el tan recalcado universo plural del contraste de fuentes, la contrainformación y el chequeo. Vivimos en un momento virtual, débil, poco lúcido, donde cualquier cosa es la realidad, si se la construye como tal. Y recordemos que, durante la Guerra de las Malvinas (antes de la del Golfo), el general Galtieri y su prensa oficial ofrecían unos partes tan fabulosos, que el pueblo argentino creyó en la imposible victoria durante buena parte del tiempo. Hasta que los ingleses deconstruyeron esa realidad por la suya, a golpe de cohetes. “Vamos ganando” decía Galtieri.

Las relaciones culturales, ya desde antes lastradas por un reparto enloquecido de las riquezas, pudieran enajenarse aún más de la masa, hasta desaparecer, ya que la cultura y la comunicación necesitan que exista en el ser humano una capacidad crítica de asimilación. Pero entre el bulo y la construcción de realidades baudrillardianas, no hay espacio para la formación de públicos cultos, que generen ellos mismos una retroalimentación espiritual y por ende un enriquecimiento. Fue Stefan Zweig quien, en la obra El mundo de ayer, hablaba de la muerte de las ideologías del progreso humano entre finales del siglo XIX e inicios del XX, a medida que se enajenaban más las relaciones económicas, léase reparto del globo, ya que esencias que antes incordiaban a la juventud, como la filosofía de Kierkegaard, los cuentos de Hoffman, el estudio de la poesía de Hörderlin o de Novalis, dejaban paso a otras como el deporte, el culto al cuerpo, el consumo de drogas o el vestir. El proceso, conocido como desmitificación, ha dado sitio a un mundo desarrollado que es incapaz paradójicamente de una fe, pero cree firmemente cualquier bulo, al menos un tiempo, hasta que aparece otro y así va en su vagancia crédula, a la cual confunde con el concepto de libertad.

En el caos de la web, de la desinformación sin contrastes, sin que haya una fuente a la cual referirnos como centro, en esta comunidad de locos que hablan cualquier cosa, la verdad no cuenta. Y el virus podría darle el último puntillazo, ya que no conviene que se sepa nada más allá de lo que preserve ese orden en el caos, esa matriz del vórtice del huracán que es hoy la comunicación de la cultura. Baudrillard se refirió a ello, las luces y las llamas televisadas para millones, una guerra como la del Golfo, convertida en espectáculo de masas. El pan y el circo posmodernos. Nadie podría decir, si es que se trataba a fin de cuentas de un show, que aquella fuera la verdad, así que aquel civil muerto, o edificio incendiado, no tenían por qué preocupar ni levantarle la sensibilidad a la gente. Y es que la realidad construida, al desinhibir al morbo, elimina sentimientos solidarios, de identidad con el prójimo, de conciencia colectiva. “La COVID-19 es para ellos, los latinos y negros, no nuestra”, dicen los millonarios de Nueva York que en medio de la crisis se marchan en sus jets privados. Sí, en la mente aburguesada y acomodaticia de las élites, los enfermos “no existen”, son realidades construidas.

Es muy fácil, más limpio y aceptable, matar bajo la ideología posmoderna, que en la moderna, ya que en esta última la humanidad existe, así como las categorías, el Derecho y todo lo que ello provee en materia concreta. En cambio, para el pensamiento débil (pensiero debole, diría Gianni Vátimo) el hombre ya ha muerto, por tanto eso que muere no es un hombre, nunca lo fue ni lo iba a ser. El posmodernismo ha sido funcional a la praxis sociopolítica y económica del dogma neoliberal, justo la doctrina que ha llevado al mundo a su actual parálisis y atomización frente a la crisis de la pandemia. Más allá de lo útil que fue su obra para entender los procesos disciplinarios, la sentencia de Michel Foucault del hombre como una invención reciente que ya ha muerto, apunta la organicidad de un sistema donde ese concepto duro, el hombre moderno, beneficiado por un derecho natural a la vida y la felicidad, ya no conviene. Y es así en tanto el nuevo reparto, el mismo que ya en tiempos de Zweig estaba desmitificando al mundo, necesita de una menor sensibilidad y espíritu crítico, de una capacidad de aceptación de la barbarie que ya no pasa por las piadosas visiones de un humanismo cristiano, que iba a llevar supuestos beneficios a las regiones menos desarrolladas. El nuevo acto de despotismo incluye el arrasamiento de poblaciones, la eugenesia, la ingeniería social para reducir el crecimiento demográfico y el genocidio de negarles asistencia, derechos y alimentación a los que ya moran en la faz de la Tierra. La COVID-19 lo demuestra, ya que para los medios y el poder, para las élites, los muertos somos nosotros, las construcciones, los números, los que, en términos posmodernos, no somos ni hombres.

Un pensamiento débil que, en su descentralización del sujeto occidental, ha olvidado que, por mucho que se hable de la multiplicidad de relatos en contraste con la univocidad del sentido, la muerte es una sola. Nadie tiene una segunda oportunidad para comenzar de nuevo, siendo otra cosa de lo que ha sido. En esa orfandad del que apenas posee su cuerpo enfermo, va el fruto de un sujeto que sí existe, que es ruin, y que actúa hoy más que nunca, aunque los popes de la academia europea y norteamericana hablen de caleidoscopios, juegos con la realidad, conceptos intercambiables y aparatos lingüísticos. “Lo que no se habla, no existe”, dicen los posmodernos, pero aunque callásemos la palabra virus, su presencia sigue cobrando vidas, por ende sí hay una ontología dura, independiente de los dictámenes ideológicos de un pensamiento que ha querido adelgazar a la conciencia, adocenarla en banalidades, tornarla en el no pensar orwelliano.

Para eso hace falta la realidad, para cambiarla, de ahí que haya que defender su entendimiento, desde presupuestos que supongan la inevitable existencia de un sujeto. No hay leyes de la Historia, tal como ya lo sabemos, ya que el decurso es un caos, que a veces parece avanzar y otras retroceder y que, incluso, pudiera terminar de un momento a otro. No hay un telos o finalidad, que inevitablemente se vaya a cumplir. Pero eso nos debiera incordiar, más allá del acatamiento de dogmas y juegos posmodernos, a hacernos cargo de esa Historia, asumir que o somos su sujeto, u otro sujeto se la apropia. Porque eso, la centralidad del pensamiento y la acción, va a ser siempre un fenómeno propio del hombre, mientras camine sobre este mundo. La vida es una lucha por el dominio de la sujeción, de la verdad, de la construcción mediática y por ende cultural.

En tiempos de epidemia global, la posmodernidad nos transmite la sensación de que nada nos toca a nosotros, que son los otros quienes sufren, que formamos parte de una privilegiada élite que mira desde sus lunetas. Pero la realidad, aunque Baudrillard no lo acepte, es dura y toca a la puerta de cualquiera, sin importarle cuánto dinero haya en la cuenta bancaria, ni la raza o procedencia étnico-cultural. Por mucho que los medios se empeñen y los académicos y los influencers, sí hay una vida y una muerte, ambas se excluyen y no son intercambiables ni van a desaparecer por no mencionarlas.

Citemos un cuadro de René Magritte titulado Esto no es una pipa, que solo reflejaba, en efecto, una pipa. En la obra existe una intención marcada para defender el concepto moderno de realidad, negando lo virtual, recordándonos que eso no es otra cosa que una pintura, que no serviría para fumar. No podríamos suplantar con una imagen lo que es en sí mismo otra cosa de la imagen. De la misma manera, aunque la posmodernidad quiera ver en la foto del hombre que se lanzó de las Torres Gemelas en llamas, solo una obra de arte, o sea la imagen, esta entraña una dura razón, que implica una historicidad y por ende un sentido de los valores humanos. El neoliberalismo, basado en la fe de los mercados, juega con esta academia posmoderna, funcional a la muerte en tanto la invisibiliza, la trivializa y debilita ante nuestros ojos.

Tras el decreto del fin de la historia de Fukuyama en 1991, ha sido más conveniente a los poderes culturales el decirnos que en realidad nunca hubo un orden, ni un telos, que los sentidos no existen y que la realidad es pura percepción de la imagen multiplicada por los medios de prensa. El proceso que antes desvió la atención de la juventud de la poesía y los pensadores hacia el deporte y la trivialidad del culto al cuerpo, acaba por decirnos que ni eso importa, que nada importa. En el filme norteamericano Network, los productores de un programa planifican el asesinato en cámara del locutor: sería un show para levantar las audiencias y luego aprovecharse de ese pico de mercado. En la mentalidad mediática, la muerte pasa a ser un simulacro, aunque ocurra de veras. Ojalá y la tragedia de la COVID-19 cambie esos estándares posmodernos y restaure la conciencia de lo que somos, a fin de cuentas: simples mortales.

Tomado de: La Jiribilla

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Diario de un ama de casa desquiciada de Sue Kaufman: un texto fundacional para el feminismo de los sesenta

Por Olga García Yero

Cuando en 1967 se publicó por vez primera Diario de un ama de casa desquiciada de Sue Kaufman en Estados Unidos hacía solo un año del suicidio de Marylin Monroe. El impacto de la muerte de la actriz todavía hoy toca la sensibilidad de un mundo marcado por las crisis sucesivas en todas las esferas de la vida. ¿Por qué el teléfono descolgado al lado de su cadáver? ¿Qué última llamada no pudo hacer? ¿Qué le urgía decir y a quién? Esas y muchas otras preguntas quedaron en el aire como índices acusatorios de la muerte de esta mujer—que demostró ser más allá de un símbolo sexual— de apenas treinta y seis años. En esos primeros años de la década del sesenta comenzaba la escalada bélica norteamericana en Viet Nam del Sur. El apogeo de la lucha por los derechos civiles de los negros aglutinados alrededor de la figura de Martin Luther King asesinado en 1968. Y la aparición de otros movimientos como los Panteras negras y figuras como Angela Davis a la par de todo el movimiento hippie mantenían en jaque a la sociedad norteamericana y a la opinión pública internacional.

Otros acontecimientos sociales y culturales marcaron aquel tiempo histórico, entre ellos, la revitalización de los movimientos feministas que desde diversos ángulos hicieron suyos los reclamos civiles de los afroamericanos. Una nueva oleada feminista fue respaldada por figuras como Betty Friedan y su libro El feminismo místico que en 1963 que tuvo una repercusión muy fuerte en la organización y consolidación de la lucha de las mujeres por sus derechos. A tal punto, que ese mismo año el presidente norteamericano J.F. Kennedy se vio obligado a constituir un grupo de trabajo que investigara la verdadera situación de la mujer en su país. Todos estos hechos actuaron con un carácter de contracultura que puso en tela de juicio todos los valores de la sociedad norteamericana.

¿Quién era Sue Kaufman (1926-1977) y la por qué la repercusión de su libro? La autora era una graduada universitaria que nunca ejerció profesionalmente y que un día, como el personaje de la obra, se decide a escribir. Diario de un ama de casa desquiciada, su primer libro. Este texto no puede ceñirse a los marcos de una simple novela porque en él coincide también el testimonio de las mujeres de clase media norteamericana. Por tanto, ficción y testimonio son aquí el motor impulsor para la reflexión no solo sobre la mujer, sino también acerca de los parámetros culturales e históricos que habían condicionado su vida a lo largo de los años.

A través de las páginas de este libro Kaufman muestra el angustioso drama de Tina Balser mujer de clase media acomodada que ha renunciado a su propia vida para llevar a cabo las tareas de la casa y la familia. Todo es en apariencia perfecto. La carrera exitosa del marido y las dos hijas que se educan en uno de los mejores colegios de Manhattan. Hasta que un día salen a flote todas sus insatisfacciones y decide dejar testimonio de las mismas.

En cuanto he llegado a casa, he cerrado esta puerta con llave…No me gusta este silencio. He abierto el cajón de en medio y sacado la libreta de debajo de un montón de combinaciones de nailon. Es una estupenda libreta, gruesa, de ciento treinta y dos páginas. Al deslizarse por la primera página tan nueva y tan blanca, mi mano deja unas marcas de humedad, hinchadas y arrugadas que hacen que la tinta se corra cuando intento escribir encima. Compré la libreta ayer, en la tienda de todo a cinco centavos. Llevé a las niñas allí como premio por haberse portado bien […] Mientras buscaban y elegían, yo me quedé a su lado mirando, deseando que el tic de mi ojo derecho se detuviese y rezando para que el nudo de mi garganta no empeorase, y entonces me fijé en el montón de libretas y se me ocurrió la idea. Así de sencillo. Las vi y supe que era lo que necesitaba, lo que había estado buscando todo este tiempo, sin saber que las necesitaba ni que estuviera buscándolas. No sé si me explico. También supe que era una buena idea, sensata, porque mientras estaba allí de pie, mirando las libretas, el tic del ojo se detuvo de repente y el nudo de la garganta desapareció. Una señal. Así pues, cogí cuatro libretas y me las puse debajo del brazo.[1]

A partir de ese momento comienza a derrumbarse como castillo de naipes el aparente mundo de equilibrio y perfección hogareña. La violencia doméstica se hace patente en la voz imperativa e insultante de un marido que la subestima intelectualmente. La violencia no solo es física, sino también verbal que suele ser en ocasiones peor. Tina Balser tiene que acomodarse a los moldes patriarcales sin posibilidad de diálogo y con una absoluta dependencia, incluida la económica. Descubre que sus hijas la tratan a partir del modelo de conducta del padre en relación con ella. Tina/Sue se compara entonces con el famoso personaje de Tabitha-Twitchit creado por la escritora inglesa Beatriz Potter. El mismo representaba a una gata que no era otra cosa que una madre sufrida y maltratada por sus tres hijos. Los intentos de Kauffman por quebrar tantas amarras la desestabiliza sicológicamente y la arrastran a una relación extramarital. Al final, el marido reconoce su incapacidad para sostener el equilibrio del mundo familiar. Su conducta irreflexiva, egoísta y corrupta queda al desnudo en el momento justo en que Sue/Tina se sintió culpable por última vez en aquella relación.

Se ha acabado, me dije. Realmente se ha acabado. Ya puedes recoger los pedazos y volver a empezar. Pero no sentí nada, nada de nada, ninguna euforia, ninguna emoción, solo los calambres y el calor del sol en la cabeza y en la espalda. ¿Ya podía recoger los pedazos para empezar qué exactamente? No lo sabía. George había dicho que una vez que decidiese qué era lo que quería, todo iría bien. Pero ¿qué era lo que quería? No lo sabía, no lo sabía, así que finalmente me levanté y volvía a casa y me puse a escribir. Y ahora que he escrito hasta aquí, sé finalmente lo que quiero y quién voy a ser. ¿Quién? ¿De quién se trata? Pues de Tabitha-Twitchit-Danvers, naturalmente. La señora con el delantal. Y la lista de tareas. Y las llaves. Soy yo. Ah, soy muy yo, y no puedo entender de ninguna manera por qué no me he dado cuenta antes. Supongo que por un lado, Jonathan no me dejaba. Eso no encaja con la imagen de lo que debe ser la esposa de un hombre del Renacimiento. Pues bien, he intentado ser la imagen que él quería, he intentado ser muchas cosas, pero ahora ya lo sé. Esa es la persona que voy a ser, y si a Jonathan no le gusta, que se aguante. Tabitha- Twitchit- Danvers-Yo.[2]

El personaje anuncia un giro en su vida personal y familiar. La mujer se mira al espejo y su imagen se visualiza fragmentada y rota. No basta pedir la palabra y hablar, sino que las escuchen. Los problemas de este tipo tienen causas más hondas que van desde la sicología individual de la mujer, los imaginarios sociales hasta las estructuras socioeconómicas de las sociedades de siempre. El feminismo tiene que ir más allá de consignas y repeticiones de derechos. Necesita de un cuerpo teórico que tenga un enorme espectro multidisciplinario. Porque de lo contrario se queda en la mera superficie del problema. Esto es una urgencia hoy para los estudiosos de estos temas. El mundo de la mujer está todavía por abordar con mayor hondura en nuestro país. Muchos son los problemas sin solucionar y aunque la realidad de esta mujer norteamericana es diferente a la nuestra hay problemáticas comunes. Ojalá un día circule en nuestras redes este libro que sirve para la reflexión no solo sobre la mujer, sino también de una difícil época como los sesenta aun no lo suficientemente estudiados en la Isla.

Notas

[1] Sue Kaufman: Diario de un ama de casa desquiciada. Traducción de Milena Busquets., e-Pub con estilo, Colección Mezqui, enero de 2010, pp. 2-3.

[2] Ibíd., pp. 586-587.

Tomado de: Cubaliteraria

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Un documental para Octavio

Por Patricio Wood

Este proyecto no escapa al deseo, al anhelo profundo de buscar en mis afectos. O sea, estamos hablando de Octavio Cortázar, a quien yo considero como un padre en el arte.

Me toca elaborar el guion y luego dirigir un proyecto en el cual me va una gran parte de mi alma, porque desde los catorce años tuve la inmensa oportunidad de protagonizar el primer largometraje de ficción que realizó Octavio, El brigadista, en 1976. Ahí comenzó una relación profesional muy intensa, útil, necesaria, porque consideré siempre que él me tenía, y yo lo tenía a él, en un círculo de amistad que perduró todo el tiempo. Además, a los jóvenes que interpretamos los personajes en su película, Octavio nos mantuvo siempre, a partir del éxito de El brigadista, muy cerca, dándonos consejos, atendiendo las cosas que se derivaban de la película y su promoción. También después siguió pendiente de nuestra formación, cosas por las que yo lo admiré y admiro mucho.

La realización de este documental, titulado Esa es la vida Octavio, es una deuda muy grata, que voy cumpliendo con su memoria y con su importancia.

Pero Octavio fue siempre una persona hermética a la hora de contar o de hablar de su vida, incluso una vez me prohibió que le preguntara sobre su vida personal y yo me inhibí mucho de volverle a tocar esa zona de su historia.

Y ocurrió que, en 2012, cuatro años después de su muerte, el cineasta y fundador del ICAIC, Pedro G. Espinosa, me regaló una entrevista de vida que le había hecho a Octavio, y descubro ahí la posibilidad de acercarme a quien había sido Octavio Cortázar, su formación, el desarrollo de su vocación, sus avatares, y veo la posibilidad de que sea el contenido, el sustento de un proyecto mayor, de un documental; y empiezo a rastrear archivos, a entrevistar a sus familiares, adquirir fotos, etcétera. Mayra Gutiérrez, escritora y viuda del periodista Orlando Castellanos, me concedió la grabación de una larga entrevista que Orlando le había hecho a Octavio para la radio.

Así se fue conformando la idea del guion y la de incorporar a un grupo de cineastas fundadores del ICAIC que compartieron su vida profesional con Octavio, como Manolo Pérez, Raúl Rodríguez y Manuel Herrera, y otros que incluso lo conocieron antes de ser cineasta, en la década del cincuenta, como Enrique Pineda Barnet (aparece aquí en la que puede ser su última entrevista en vida) y Luis Lacosta.

Ellos nos van dando las circunstancias en que Octavio desarrolló su obra, en las que encontró grandes cosas a favor y otras en contra, las facetas de su personalidad que propulsaban su creación y las que le revertían los sueños. Es fundamental la participación de estos entrevistados, porque son personas que pueden hablar con propiedad del devenir de una experiencia de casi sesenta años de vida profesional, y tienen autoridad para evaluar la obra de Octavio con mayor dimensión que alguien que pudo participar con él en una etapa o un proyecto determinado.

Obviamente, el documental crea sus bordes en la narrativa del Octavio cineasta y su vida en el arte. Él no quería que se hablara de su vida personal o familiar, y en ese sentido el documental le profesa un respeto a lo que él quiso que se hiciera con su obra y su memoria.

Tuvimos, y aprovechamos, la oportunidad que ofrece el recién creado Fondo de Fomento del Cine Cubano, que da la posibilidad a los creadores de presentar sus proyectos, y el nuestro sale galardonado para ser financiado en su segunda convocatoria.

Hemos trabajado en la medida en que nos lo han permitido nuestras posibilidades, ya sea económicas, ya sea condicionadas por la epidemia que estamos sufriendo, que nos llevó a reducir o variar muchas cosas; como una escena concebida en un parque de noche, tener que convertirla en una escena en la sala de una casa. Ese tipo de conversiones me quitó muchas horas de sueño. Creo que es algo que le asiste a cualquiera que se lance en estos momentos a hacer un proyecto audiovisual, pues implica un esfuerzo grande el solo hecho de concebir cosas en estos tiempos de COVID-19.

Finalmente, el superobjetivo de entretener, de llevarle al público la realidad de Octavio, de informar generando interés y de manera amena, está ahí, se ha logrado. Me amparaba en el dominio que tenía de lo que quería, en los elementos que tenía como apoyo visual, en las entrevistas que se le realizaron, en la fuerza de las imágenes de sus obras, y también en la introducción de un actor que interpretara a Octavio Cortázar joven. Encontrarlo no fue fácil, pues no queríamos un perecido idéntico, pero sí que fluyera, y que se montara un poco en la ilusión de poderlo ver y escuchar. Es uno de los retos que tenemos: un actor que entra y sale de la realidad de Octavio, que hace el juego a lo onírico, a lo que Octavio pudo pensar, a lo que pudo imaginar, búsquedas que solo tratan de encontrar esa maravilla de sentirlo renovado, posible, vivo en el encanto de una puesta en escena.

El documental, siendo biográfico, se centra en lo que el propio artista va diciendo y demandando de las cosas en las que se puede y debe reflexionar. Cabría considerarlo una codirección entre Octavio Cortázar y Patricio Wood, pues intento regalarle el documental que él mismo hubiera preferido hacerse, y no nos vamos más allá de la nítida exposición de los hechos, sin llegar al juicio analítico que pudieran merecer.

Un material útil en manos del poseedor de un respeto raigal por el arte, por lo cultural y en especial por el cine cubano. Esa es la aspiración.

Tomado de: Cubarte

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Nuevos bocetos en los fondos de la Cinemateca

Por Jann Naranjo @CinematecaCuba

Recientemente se incorporó una nueva colección a los valiosos fondos de la Cinemateca de Cuba, gracias a una donación de la Casa del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Se trata de bocetos de carteles, colección que atesora más de 200 ejemplares.

A través de la colaboración entre la Universidad de Nottingham en Reino Unido y la Cinemateca de Cuba se realizó un trabajo mediante el que se logró digitalizar en alta resolución los 222 bocetos e, incluso, 484 carteles de nueva adquisición, entre los que se encontraba una serie de carteles donados en meses anteriores por la Casa de las Américas. De esta forma se logra una mayor conservación de estos valiosos fondos, además de servir para futuras investigaciones y consultas de usuarios interesados en el tema. El proceso de digitalización fue llevado a cabo por Isabel Story, profesora de Historia del Diseño de la Universidad de Nottingham, y se realizó en varias secciones en la Casa del Festival y la Cinemateca de Cuba.

En el proceso de creación artística del cartel varios son los elementos constitutivos, uno de los más importantes es el boceto. El diseñador pone en este todos los elementos o gran parte de los que darán vida al cartel, es su idea inicial, aún en crecimiento. A diferencia del cartel, los bocetos no suelen tener una medida estándar, pueden ir desde los 20 hasta los 30 centímetros de alto ―algunos sobrepasan estas medidas― y de ancho, entre los 10 y 20 centímetros. Las medidas dependen del material utilizado por el diseñador. La técnica también es muy diversa, puede ser fotografía, pintura o técnica mixta, que es la más común.

Hay que tener en cuenta que muchas veces se utilizaban recortes de revistas para mostrarle al operario del taller la tipografía o algún elemento constitutivo del cartel. Este proceso era impresionante, ya que el trabajo diseñador + boceto + operario era la combinación perfecta para un resultado que podría ser impactante o no, pero siempre creativo.

Muchos de los bocetos que se encuentran en los fondos de la Cinemateca tienen en su reverso notas que indican la búsqueda de soluciones ante las carencias, ya sea de pinturas o de otro material, apuntes que dejan claros los procesos a seguir.

Tomado de: Cubacine

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El tiempo contigo, de Makoto Shinkai, realismo mágico (+Video)

Por Juan Pablo Cinelli

Si hay un lugar en donde el realismo mágico no solo sobrevive, sino que goza de una salud de hierro, es en Japón y el estreno del largometraje animado El tiempo contigo, del cineasta Makoto Shinkai, no hace sino confirmarlo. Si bien el género tuvo su esplendor durante la segunda mitad del siglo XX en el campo literario de América Latina, no es raro que su particular forma de incorporar con naturalidad elementos de fantasía en un entorno realista haya calado tan hondo en ese país. Después de todo el sintoísmo, la religión aborigen más popular en tierra nipona, tiene mucho de realismo mágico, ya sea por su modo de repartir la divinidad entre los elementos de la naturaleza, de los astros a los animales y las plantas, o por la convivencia con el mundo de los espíritus que sus creencias plantean. Entre las expresiones más notorias del realismo mágico japonés se encuentra la obra de Haruki Murakami, eterno candidato al Nobel de literatura. Y, sobre todo, la amplia producción de géneros como el manga (historieta) y el animé, nombre que designa a la animación japonesa, área en la que Shinkai es el máximo exponente en la actualidad.

Considerado el heredero de Hayao Miyazaki, uno de los padres y gran maestro del animé, con El tiempo contigo Shinkai vuelve a demostrar su capacidad no solo para abordar la fantasía sin perder de vista el complejo paisaje real (en el que lo social tiene un lugar preponderante), sino también una notable sensibilidad para retratar los vínculos humanos. Esa virtud se manifiesta con claridad en la forma en que aborda la relación que surge entre Hodaka y Hina, dos adolescentes con vidas nada sencillas cuyas existencias se cruzan en una Tokio desbordante de gente, pero en la que rige la distancia y el trato despersonalizado. Hodaka, el chico, parece haber llegado hasta ahí como tantos otros migrantes que, decididos a cambiar sus pueblitos por las grandes ciudades, corren detrás de la fantasía de una oportunidad de progreso antes que de una oportunidad concreta, como enseguida lo confirma el choque con la realidad. Porque al ser menor de edad y no contar con el permiso de sus padres, las puertas se le van cerrando y Hodaka termina viviendo en la calle. Que su llegada coincida con un verano inusualmente lluvioso hace que todo sea un poco peor.

Hina, la chica, perdió a sus padres y ha quedado a cargo de su hermano menor. Ella trabaja en un McDonalds donde Hodaka se quedó a pasar la noche y, apiadándose de su condición, a la mañana siguiente lo despierta y le regala una hamburguesa. En ese marco crudamente realista, pero retratado con humor y eludiendo cualquier atisbo de tragedia, es donde el elemento mágico hará su aparición. A diferencia del género fantástico, donde lo extraño es percibido como una alteración de lo que el sentido común entiende por normal, acá ese detalle de fantasía será aceptado con naturalidad por todo el mundo, sin importar lo maravillosas que puedan ser las consecuencias derivadas de su acción.

Es que Hina ha obtenido el poder de manipular las condiciones climáticas el día que atravesó un torii –característicos arcos que funcionan como entrada a los templos sintoístas— para pedir por la salud de su madre. Las duras existencias de ambos chicos volverán a cruzarse y verán en ese don una posibilidad para encontrar una vida mejor ayudando a los otros. Una decisión que implica un sacrificio que irán descubriendo de a poco. Shinkai, a quien el Bafici le dedicó una retrospectiva en 2017, utiliza un diseño obsesivamente realista para retratar la arquitectura y los paisajes de Tokio, y la tradicional estética del dibujo animado japonés para los personajes. Ese contraste reaparece al mostrar de qué forma la pureza del vínculo que va creciendo entre los chicos va rompiendo las frías reglas de la vida en la ciudad. En medio de eso, la fantasía vuelve a ocupar un lugar casi religioso, en el que el poder de un alma noble alcanza para cambiar la realidad más dura. Una ilusión que El tiempo contigo convierte en verosímil.

Tomado de: Página/12

Tráiler del filme El tiempo contigo  (Japón/China/Estados Unidos, 2019) de Makoto Shinkai

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