Por Javier Herreros Martínez
En ocasiones se divisaban dos o tres trenes simultáneamente, cada cual con su negro penacho de humo colgado de la atmósfera, quebrando la hiriente uniformidad de la pradera. ¡Era gozoso ver surgir las locomotoras de las bocas de los túneles!»
Escribir sobre el tren en el cine español es viajar por la historia de España. El tren y su poder metafórico de traslado existencial conecta con los múltiples vericuetos de la vida. Salidas y llegadas a pueblos y ciudades. Y las vías de los ferrocarriles que desde mediados del siglo XIX se mezclaron con los espacios naturales, estableciendo una simbiosis única de tradición y modernidad.
Las primeras imágenes que se me vienen a la mente, mejor será decir al corazón, corresponden a una vieja locomotora que hacia 1970 entra en la estación de Zafra (Badajoz). Es una de las secuencias iniciales de Los santos inocentes (1984), de Mario Camus, largometraje magistral sobre la magna novela que Miguel Delibes publicase en 1981.
El cielo está encapotado —un día frío extremeño—, el viento mueve las copas de los árboles, en el andén hay unas pocas personas esperando. De un tren antiguo, de color azulado y franjas amarillas, bajan varios soldados que vienen del centro donde realizan el servicio militar, la mili. La cámara fija su atención en uno de ellos, fino, alto, que se despide amistosamente de sus compañeros, y con la indumentaria soldadesca y el petate a cuestas cruza las vías férreas y entra en el café de la estación. En el café solitario, únicamente un señor mayor en la esquina, de espaldas. La cámara continúa atenta al soldado espigado, delgaducho, con bigotillo. Se sienta, saca un cuaderno y un bolígrafo del macuto, y escribe con grafías temblorosas, inseguras: Hermana Nieves.
El soldado se llama Quirce y es hijo de Paco, el Bajo, y la Régula, la familia humildísima que lleva décadas trabajando en unas condiciones medievales en el cortijo de la Marquesa, cerca de la frontera con Portugal. Quirce llega a Zafra para ver a su hermana que labora en una fábrica de alimentación. Y después visitará la morada de sus padres en el cortijo, donde sus progenitores han envejecido prematuramente por la soledad, la pena y las ausencias.
El filme de Camus no nos mostrará, pero nos sugiere otro viaje en tren de Quirce: a Madrid para ganarse el jornal en un taller. He elegido la llegada de Quirce a Zafra en el arranque de Los santos inocentes porque esta película era la preferida de mi hermano Jorge, por Delibes —nuestro novelista de referencia—, y porque sigo emocionándome al verla como cuando la vi con mi hermano en mi adolescencia.
Viajemos ahora al norte de España, Gijón, principios de la década de 1980. Un plano del cielo límpido para que seguidamente la cámara descienda y pueda recoger las vías de la estación de tren y los tejados de las casas y las fábricas. Un alba radiante, despejada, esperanzadora, una armonía potenciada por los acordes del Canon de Pachelbel. Llega el tren. De las puertas de la estación sale un señor de unos sesenta años, mediana estatura, trajeado, con barba y una maleta. Toma un taxi. Pero pronto hará a pie, con los pasos del corazón y la música barroca, el recorrido por los lugares gijoneses que tan feliz le hicieron en su infancia y juventud: el cine Robledo, el paseo marítimo, la pescadería municipal, el Molinón.
Este exiliado republicano, llamado Antonio —e interpretado mágicamente por Antonio Ferrandis—, regresa a su ciudad cuarenta años después. Es el inicio de Volver a empezar (1982) de José Luis Garci. El tren que une las distintas etapas de la vida.
Retrocedamos en el tiempo. Años 50. Madrid. Atocha. Pilar Miró, en Beltenebros (1991), nos muestra una estación de tren fría, oscura, generadora de miedo y tensión. Lleva a las imágenes las palabras de la novela de Muñoz Molina: una trama de espionaje, traiciones y asesinatos: «…en aquella especie de helado almacén, una torre de ladrillo próxima a los raíles de la estación de Atocha donde pasó algunos días esperándome […] muerto de frío, supongo, y de aburrimiento y tal vez de terror […] oyendo hasta medianoche el eco de los altavoces bajo la bóveda de la estación y el estrépito de los expresos que empezaban a llegar a Madrid antes del amanecer».
Atocha como destino del crimen y Atocha como refugio. «He venido a matar para evitar que mueran otros», dice Darman, el protagonista encarnado por Terence Stamp, histórico intérprete europeo que participó en largometrajes del nivel de Teorema, de Pier Paolo Pasolini.
El tren en el cine español es el primer plano de Ana Torrent, de esa niña de mirada potente —de ojos oscuros, amplios—, mirada deslumbrada por la llegada del ferrocarril al páramo castellano. Al regreso de la escuela, años de posguerra en Castilla, Ana y su hermana Isabel se acercan a las vías del tren, y ponen sus orejas en el metal, escuchando ya a lo lejos el movimiento de la locomotora. Cuando se acerca más y más, con una espuma de humo rodeándola, y un fragor tremendo, Isabel alerta a Ana de que se aparte de las vías: el deslumbramiento por lo nuevo hace que la pequeña Ana se quede hipnotizada, pero finalmente se aparta gracias a los gritos de Isabel.
El tren como el mundo que se empieza a descubrir en la infancia en esa obra cumbre de Erice: El espíritu de la colmena (1973). Esta secuencia extraordinaria me recuerda a los juegos infantiles de Olmo y Alfredo en torno a las vías del tren en el norte de Italia, en Novecento (1976), de Bertolucci.
Finales de los 90. Madrid. Estaciones de tren de Carabanchel o de Aluche, o quizá Vallecas o El Pozo. Paredes pintadas con grafitis. Acaba el siglo, pero en las grandes urbes numerosos jóvenes luchan por encontrar su lugar en el mundo. Marginados. Excluidos. Rebeldes y entusiastas. Barrio (1998), de Fernando León de Aranoa, fue otro hito del cine español por transmitir sin demagogia y grandilocuencia los problemas a los que muchos jóvenes españoles hacían frente en las ciudades: el desempleo, la droga, la violencia, el arrinconamiento social.
Con toda la dureza del filme, se trata de una de las historias más bellas de amistad que se ha rodado en nuestro cine, al igual que Deprisa, deprisa (1981), de Carlos Saura. Los viajes en tren y metro de Manu, Javi y Rai son reflejos de su voluntad de vivir y rebelarse ante un destino adverso.
Viajes, viajes en tren. Miradas al tren. En diversos períodos del siglo XX: los 40, los 50, los 70, los 80, los 90. En lugares diferentes: Extremadura, Madrid, Castilla, Asturias. El tren en la infancia, la adolescencia, la juventud, la madurez o la vejez. En estaciones o al aire libre.
Las imágenes de los trenes constituyen secuencias inolvidables de nuestro cine y, acaso, de nuestra propia vida. Las películas y los trenes: Barrio, El espíritu de la colmena, Beltenebros, Volver a empezar, Los santos inocentes. Los cineastas: León de Aranoa, Erice, Miró, Garci, Camus. Adolescentes madrileños, niñas de Castilla, un asesino inglés que llega a Atocha, un republicano exiliado que regresa a Gijón, un joven soldado que se baja en Zafra. Viajaron en tren y, nosotros, gracias al cine, viajamos con ellos. Cine y memoria. Ferrocarriles del recuerdo.
Tomado de: Encadenados
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