Corre el año 1930 en la Corea ocupada por Japón, cuando un malandrín que se hace llamar conde Fujiwara se pone de acuerdo con una ladrona para estafar a una rica heredera. La inocente muchacha vive prisionera de un avieso tío que planea casarse con ella. En el ínterin, el viejo atesora una profusa biblioteca de títulos que replican el estilo del marqués de Sade, y obliga a su sobrina a leer y dramatizar narraciones eróticas para clientes selectos. Así pudiera resumirse el punto de partida de la cinta surcoreana La doncella (Park Chan-wook, 2016).
Cuando supe que el filme está inspirado en Falsa identidad (Fingersmith), novela británica escrita en 2002 por Sarah Waters, salí corriendo a leer el libro. Me intrigaba poderosamente saber qué fue lo que vio Park Chan-wook en esa historia ambientada en la Inglaterra victoriana, como para querer llevarla a la gran pantalla.
De inmediato lo comprendí: el cineasta coreano habría encontrado allí suficientes recovecos y laberintos diegéticos, y personajes truculentos, como para dar rienda suelta a su necesidad de mostrar canalladas, perversidades y borrascosas pasiones. Al tiempo que podría disponer de un escenario alucinante en el que destacaría, bajo la advocación victoriana, el palacete de moldura renacentista con erizamientos neogóticos. Adosado a este, una estancia de estilo tradicional japonés. Y, además, emplazado en medio del bosque, un edificio hecho en maderas preciosas destinado a biblioteca y rebosante de perfecto eclecticismo decorativo, el mismo que enardece todo el diseño visual de esta joya fílmica. La dirección de arte, a cargo de Ryu Seong-hie (premiado en esta especialidad en el 69 Festival de Cannes), fue concebida para que el tokonoma, el tatami y el bonsái entren en cordial y efusivo diálogo con el escritorio estilo imperio, el jarrón de porcelana china y la butaca rococó. Por solo mencionar un brevísimo ejemplo.
Todo ese arrebato arquitectural y escenográfico del filme contribuye a subrayar la mixtura entre universos contrastantes, potenciando la idea de que tanto la diversidad cultural como la sexual es capaz de coexistir en armonía. En efecto, el detonador del conflicto es una relación lésbica, complementada con literatura pornoerótica y con las estampas o grabados japoneses en su tipología makura-e (o shunga), es decir, representaciones de sexo explícito, propio de la cultura popular urbana, entre los siglos XVII y XIX, en la antigua Edo (actual Tokio). Todo esto para contar una historia plagada de apostasías, deslealtades y venganzas. ¿Qué otro ingrediente telúrico podría faltar? Bueno pues un poco del sadismo y borboteo de hemoglobina característico en los relatos del talentoso director que, a manera de bonus, le dio el saborcillo estilístico final a La doncella. Dicho sea de paso, un final remendón, difícil de digerir por dondequiera que se le mire. Me refiero al colofón asignado a cada uno de los cuatro personajes principales. Nada que ver con el cierre del texto que toma como referente.
“Mi nombre, en aquel entonces, era Susan Trinder. La gente me llamaba Sue”. Así comienza el libro de Sarah Waters, con la protagonista al mando de la narración. Son ellas quienes siempre llevan la voz cantante. Sin embargo, en el filme, la perspectiva omnisciente del narrador fantasmático del comienzo da paso media hora después a la voz de Tamako, cuando ella introduce un metarrelato a modo de flash back, para revelar aquella parte de la intriga que desconocemos. La segunda parte es asumida por Hideko, mientras la tercera, que reacomoda el destino de los personajes, se vuelve a dejar en manos del Gran Imaginero, ese sortilegio que cuenta solo, que “produce” cine, sin revelar al ente que lo profiere.
Pero esta película, que repetidas veces ha sido tildada de thriller erótico, ¿hereda esa clasificación de la novela original, o es el resultado de la interpretación libérrima de Park Chan-wook? Sin caer en indeseadas revelaciones que puedan aguar el disfrute del filme, debo decir que Sarah Waters planteó la relación amorosa entre sirvienta y patrona con premeditada sutileza, con un desarrollo paulatino y cierta dosis de espontaneidad. Cuando llega el momento de quitarse el corsé, la escritora pone en boca de las amantes el relato de su desahogo carnal, sencillo, directo y poético en la misma proporción.
La intrincada madeja que presenta el texto literario es macheteada en el guion coreano y reducida al binomio estafa-intriga pasional, ya de por sí bastante enrevesado. De ahí que suela identificarse La doncella como un thriller erótico, dado el peso que cobra la combinación delincuencia-Kamasutra. Esta opción representa un cambio de tesis con respecto al libro. En su obra, Sarah Waters centra la mirada en los sucesivos gestos de suplantación de identidad que se fraguan en el universo ficticio; a veces, por circunstancias imprevistas, y otras, con total premeditación. El filme, por el contrario, pone el énfasis en el deseo carnal, colocado en el centro de las motivaciones de los personajes principales, independientemente de que tenga como contraparte la ambición por el dinero.
La estructura argumental sigue un esquema visto en otras producciones como L’appartement (Gilles Mimouni, 1996), que nos descubre las dos caras de un mismo suceso, en momentos diferentes, desde la perspectiva personal de sus protagonistas (interpretados por Vincent Cassel y Monica Bellucci), quienes son empujados a un lamentable desencuentro, perpetrado por el azar. También la famosa Jackie Brown (Quentin Tarantino, 1997) nos presenta una situación de máxima tensión desde dos emplazamientos narrativos diferentes, donde la focalización ofrece una toma A y luego se desplaza a la posición opuesta para maximizar la información sobre el mismo hecho mediante una toma B. Fórmula ensayada por Stanley Kubrick mucho antes en Atraco perfecto (1956), al ofrecer el momento crucial del asalto a un hipódromo, tanto desde el interior como desde el exterior del edificio, con un breve retroceso temporal en la metaelipsis, para cubrir todos los detalles del suceso.
A fin de liquidar el tema de la comparación con el libro, diré que la autora parece defender la siguiente idea: una pasión sentimental no justifica el sacrificio o el riesgo de perder la libertad. La independencia financiera que persiguen aquellas dos jóvenes, y que les garantizaría cierto nivel de emancipación dentro de una sociedad heteropatriarcal y clasista es más importante para ellas que una noche de calentura que, en todo caso, sería un incentivo en su afán de salir de la pobreza y romper con el vasallaje masculino, y nunca conditio sine qua non.
En el filme, Park Chan-wook adopta una tesis distinta: el descubrimiento de una pasión que se desborda hormonal y espiritualmente, proporciona la llama para dinamitar el basamento de la dominación, la misoginia, la explotación y el abuso. El sujeto masculino, que apenas alcanza a disimular su impotencia, se autosatisface construyendo mitos sobre la sexualidad femenina, dada su incapacidad para conquistar y dar placer a la mujer. Mientras el libro dedica muy pocos párrafos a describir con rampante sencillez el encuentro amoroso entre Sue y Maud, la película se explaya en el tema, explotando la belleza física de las protagonistas, sacando chispas de los emplazamientos de la cámara, llevando cada imagen al paroxismo estético y rematando con un regodeo exótico y pueril del juego amatorio.
Dicho de otro modo, Park Chan-wook elige como pivote y núcleo causal que impulsa el drama la relación amorosa lésbica, el componente romántico de sensualidades en plena efervescencia psicosomática. Y puesto que el sexo aquí puntea, el director también se esmera en la caracterización del sádico bibliotecario y su libidinoso hobby. Introduce marionetas de madera de tamaño natural en las performances de la sobrina. Utiliza como pretexto la fascinación del carcamal por la cultura nipona para echar mano del grabado japonés o ukiyo-e del género más picante. Se vale, incluso, de la perturbadora presencia de un enorme pulpo en una pecera, en alusión al cunnilingus representado en El pulpo y la buceadora, xilografía del maestro Katsushika Hokusai que aparece en la colección del vejete.
Park Chan-wook, quien decidió convertirse en cineasta después de haber visto Vértigo, de Alfred Hitchcock, reconoce que su visión del drama está influenciada también por Sófocles, Shakespeare, Kafka, Dostoievski, Balzac y Kurt Vonnegut. El merecido prestigio que le otorgan sus cintas anteriores, particularmente Sympathy for Mr. Vengeance (2002), Old boy (2003), Sympathy for Lady Vengeance (2005) y Thirst (2009), queda ratificado en esta magnífica pieza cinematográfica, no obstante exponer la intimidad de sus protagonistas en una vitrina escoptofílica, pendiente de los caprichosos humedales del deseo y a merced de la fantasía procaz de los mirones. Tentación está a la que en su momento tampoco pudo resistirse Abdellatif Kechiche con La Vie d’ Adèle (2013). Si bien La doncella empaña la íntima rebeldía y el objetivo personal que motivaba a las muchachas de Figersmith por regresar a la letanía de “vida mía, el amor todo lo puede”, también defiende, a su manera, la libertad como valor humano inalienable.
Tomado de: Cubacine
Tráiler del filme La doncella (Corea del Sur, 2016) de Park Chan-wook
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