Reygadas y el díptico de la depresión

Carlos Reygadas, cineasta mexicano

Por Arian Rubio

Par de obsesiones y cinco largometrajes van bastando a Carlos Reygadas para morir cualquier día y tener un lugarcito seguro en la gran historia cultural de su país. En tal esfuerzo, sus mejores armas han derivado de la poesía y la provocación en similares dosis, y el resultado ha dejado indiferente a pocos. El número cinco lo desharemos en 2 + 3 para delimitar dos fases creativas, la primera compuesta por Japón (2002) y Batalla en el cielo (2005), y la segunda etapa por Luz silenciosa (2007), Post Tenebras Lux (2012) y Nuestro Tiempo (2018). El presente texto aborda las dos primeras, calificables en conjunto como ‘‘El díptico de la depresión’’.

En su opera prima el protagónico fue un pintor de mediana edad plenamente consciente de su estado depresivo. Caminaba por áridos cerros acompañado de un bastón, audífonos y un bulto pequeño. El paisaje comulgando en dos tercios con el México rural y hostil (excepción de lo fantasmal) que Juan Rulfo retrató tan singularmente medio siglo atrás. La ruta que cubría el personaje marcaba un constante descenso hacia un lugar recóndito. Locales advierten que es hombre de ciudad. Cuando un cazador preguntó insistente qué iba a buscar a ese quinto coño la respuesta fue breve: la muerte. Presenciamos un descenso hacia la muerte.

Tres años después Reygadas hizo Batalla en el cielo, que ofrece a otro hombre de ciudad como parte íntegra de esta. Se llama Marcos, es endotérmico e introvertido y ni de lejos sospecha su depresión. Se sabe marido, padre, chofer de un general mexicano y su hija Ana, supervisor del grupo militar que eleva y desciende la enorme bandera del Zócalo. Marcos ha robado un neonato (en confabulación con su propia mujer) que se les muere al poco tiempo. Dentro de lo posible, parece llevar su vida de siempre ignorando el siniestro episodio en que está metido. El carácter automático de su vida lo hace actuar por puro instinto, y continúa alejándolo de cualquier posible sondeo interior que lo lleve a hacer catarsis.

El depresivo del pueblucho encontró techo con una casera llamada Ascensión. El plan era establecerse un rato y luego pegarse un balazo cuando la certeza llegara. Ella era bastante mayor y le ofreció lo necesario para vivir casi como un animal, él no necesitaba mucho y hasta rechazó las deferencias. Sin embargo, el corazón de la anciana (bastante fea y no necesariamente por vejez) era tan puro que gradualmente devino lo único a lo que se aferró el suicida, una vez que le confesó su deseo de tener sexo juntos. ¡La viejuca accedía! Escena inenarrable. Poco antes, Reygadas dejaba caer una primera viñeta de dispersión (elemento recurrente en su estilo, personajes que no pertenecen a la trama) en lo que podemos achacar a un posible sueño del hombre, donde la viejita contemplaba el mar mientras de las aguas salía una joven hermosa que la besaba en la boca.

En el DF Ana, que se prostituye por placer en una casa de putas, se entera por Marcos (su chofer cómplice) de lo ocurrido con el bebé y no bastándole con tener una reacción fría va y se lo tira en un apartamento vacío así como quien se toma un vaso de agua. Indicios dejaron ver que bajo otras circunstancias esto era un sueño cumplido para él, cuya mujer y madre de su hijo le metía miedo al susto (una escena lo prueba). Durante el coito con Ana (pasivo para él y activo para ella que lo cabalga) nuestro hombre parece un cadáver de morgue. Su erección es puramente biológica, como si el antiguo Marcos no homicida no se perdonara dejar pasar la oportunidad, pero los ojos que miran fijo el techo revelan que en la cabeza solo hay un niño muerto cuya familia agoniza. La toma cenital post-coito de los cuerpos y genitales gritan claramente que él no juega en la liga de ella ni soñando. Siembran el desconcierto de por qué ella siendo un bombón se rebaja a una liga inferior de gratis. Otra toma detenida en la quietud de los pies de ambos boca arriba remata esa percepción de cuán muertos están los dos amén de respirar. Con algo de imaginación se les puede ver una etiquetica colgando del dedo gordo.

Su breve rato de malogrado sexo con la abuelita ha hecho al antes depresivo hombre anónimo encontrar en un descenso su Ascensión, tanto es así que poco después la quiere defender y ocuparse de sus problemas personales, en especial un tema de herencias con un sobrino. No parece que se mate ya, un corazón impoluto dentro de un recipiente malogrado le ha restaurado la fe en el género humano. El deseo sexual recobrado parece ser un signo inequívoco.

En su fuero interno, Marcos flipa por cómo la vida sigue y la tierra no se lo traga por su crimen. Su mujer parece pasar página. A Ana le daba igual todo. Ha desangrado a Ana con un machete, exterior hermoso del deseo pero interior vacuo de pureza. Su camino de redención ha comenzado. Se orina encima, se arrodilla y comienza una larga peregrinación en plena calle tapando su cara con una bolsa de tela. Las autoridades ya están detrás del caso.

En el díptico de la depresión se respira un viento hanekiano que perturba y duele, y el sexo figura como última frontera. Para el suicida, este delirio freudiano (regreso a la madre, pura, que salva, que da vida) lo aleja por lo pronto de aquello que fue a buscar. Para Marcos el coito con Ana es el acto previo a un camino de auto-castigo y redención. La primera parte del díptico se paladea más poética por bucólica. La segunda es más descuidada en apariencia, el doble de provocativa desde el primer minuto, con cierto regusto a documental urbano de vidas intrascendentes. Japón acaba y la cabeza queda llena de piedras y como la sospecha de un inadvertido salto a lo fantástico sino sagrado. La Batalla en el cielo da el pantallazo a negro y descubrir poco después que Marcos y Ana no son actores de profesión sino gente real dueños de sus nombres redondea todo en un ánimo de perplejidad casi profano. Uno se siente mal, incómodo.

Texto cortesía del autor para el blog CineReverso

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