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La luz y el color en la construcción de lo maravilloso*

El resplandor de lo maravillo O el reencantamiento del mundo. Adolfo Colombres. Editorial COLIHUE 2

Por Adolfo Colombres

La función primordial de la luz en los mitos de origen es de muy antigua data, e impregna los universos simbólicos con ricos significados. Se la reconoce como un principio superior, purificador, virtuoso y con un marcado poder espiritual, que se relaciona tanto con la clarividencia intelectual (la palabra «lucidez» viene de luz) como con la santidad. La luz, subrayaba Plotino, no se halla sin embargo en el cuerpo iluminado, sino que proviene de un cuerpo luminoso, que la proyecta. Esto es válido para el mundo de la física y también en algunos aspectos de lo simbólico, en los que se pone de manifiesto que dicha luz es recibida de un dios o ser superior; pero existe también una luz interior, que se elabora lentamente con el cultivo de la sabiduría y las virtudes, hasta que llega el momento en que esa persona, sin haberla recibido de nadie, tiene ya la capacidad de iluminar a otros con sus palabras y ejemplos de vida, aunque esto, claro, se trata de una metáfora.

La luz, por cierto, reviste una importancia muy especial en lo maravilloso, pues casi siempre este depende de ella. Conviene aquí traer a colación las tres formas de la luz concebidas por los guaraníes: el resplandor (vera), la luz llameante (rendy), y por último la luz o el brillo tronante (ryapá), que asocia la luz al sonido, así como al rayo le sigue el trueno. Mircea Eliade, en su libro Mitos, sueños y misterios, viene a reforzar el concepto de luz llameante, al sostener que la fuerza mágica, cuando alcanza un alto poder, es experimentada como un calor intenso. Añade que en la India todo hombre que entra en comunicación con una divinidad deviene quemante, al igual que las personas que detentan un poder mágico-religioso. Y en relación al brillo tronante, recordemos que en la India, el mantra Om es un viaje del sonido (la resonancia del universo) a la luz.

La mayor parte de las teofanías comienzan con la luz, como la primera manifestación visible de un mundo aún no formado, y que sin ella nunca podría formarse, pues no hay formas en las tinieblas. Para la Cábala, la luz ha creado la extensión como una vibración ordenadora del caos inicial, al que cabría llamar más bien la Nada del principio, ya que no se puede poner orden en lo que no existe. En el Génesis, las primeras palabras del dios creador son «Fiat Lux», o sea, «Hágase la Luz». La luz solar será luego identificada con el espíritu y el conocimiento, y también con el éxtasis místico, visto por lo general como una iluminación. Entre otras connotaciones, el arcoíris será considerado como un puente que, al unir la tierra con el cielo, facilita el paso del mundo sensible al sobrenatural. Lo que lo torna maravilloso es el despliegue revelador de los seis colores de la luz (tres de ellos primarios, y otros tres derivados, que surgen de sus mezclas), los que por lo común se ocultan en la pureza del blanco. Buda lo llamó el Gran Puente. Para los griegos, era la bufanda de Iris, mensajera de los dioses, y en la India se lo considera el arco con el que Indra –el más poderoso de los dioses védicos, asociado a Agni– lanza sus flechas de lluvia o de fuego. Agni vendría a representar la luz de la inteligencia, pero también se lo asocia al fuego, su manifestación más intensa, que tiene además un gran poder purificador, por lo que su simbolismo es un tanto polivalente.

Los Vedas no exaltan a un creador benevolente ni a otros dioses, sino al resplandor de este mundo. Porque si la creación es tan perfecta, diría Proust, interpretando a un ateo, bien puede prescindir de la figura de un creador. Lo fundamental en la concepción védica era el brillo (div, en el antiguo ánscrito), o sea, el resplandor, como la primera epifanía de lo sagrado. Los objetos de culto eran los devas, término que se relacionaría con la palabra latina deus (dios). Esta Luz del Mundo, concebida como un esplendor que enceguece, cautivó más su imaginario que la jerarquía de los seres y el orden de la naturaleza, dice Boorstin. Como fuego sacrificial, ella se convertía en una mensajera que elevaba a los dioses no solo la ofrenda consumida, sino también el ruego de los cadáveres cremados, a fin de que se les permitiera salir de la cadena de las reencarnaciones (Samsara). Por esto último, Benarés fue llamada la Ciudad de la Luz. Lo que eleva al devoto hacia lo sagrado no es la adoración ni la oración, sino el simple acto de ver, aunque ello resulte tan simple, pues a la percepción del sentido primario debe unirse la sensibilidad, o una capacidad espiritual de ver más allá de las apariencias. Darsan es una palabra hindi que designa el acto visual, y lo primero que ve el devoto en el templo es la imagen de la divinidad, o de los infinitos dioses de su teodicea. Tal deslumbramiento ante lo sagrado no tiene lugar solo en los templos, sino que se da asimismo fuera de ellos, ante personas de gran poder espiritual (Ghandi fue una de estas), las cumbres del Himalaya (gran fuente de la luz) o las aguas del Ganges, río que fluye desde el cielo hacia la tierra. Señala Boorstin que el darsan es una visión de dos direcciones, pues así como el devoto ve al dios (o lo sagrado), el dios ve al devoto, y ambos entran en contacto a través de la magia de los ojos. Es que el sentido de la vista es el que más nos conduce a la esfera de lo maravilloso. Los ojos abultados que se observan a menudo en las representaciones pictóricas de los dioses, ponen de manifiesto el gran rol de la visión en las relaciones del ser humano con lo sobrenatural. Una visión no ordinaria, sino deslumbrada, que indaga en el misterio de lo viviente y no en las jerarquías que puedan establecerse entre ellos.

El ciclo del estanque de las ninfeas, de Claude Monet, es en sí mismo una pintura viva, y acaso la mayor aventura de la luz en la historia de la pintura europea. En las doscientas cincuenta obras dedicadas a ella, según se estima, la luz va mutando según las horas del día y las estaciones del año, así como en los cambios del punto de mira del observador. Los reflejos del cielo, las nubes y los árboles en el agua del estanque, se tachonan de lentejuelas y otras formas evanescentes que parecen amalgamarse en algún extremo, pero que terminan diluyéndose en la luz de un modo no logrado antes.

El canon del paisajismo colapsa ante una pintura sin dibujo, sin bordes, sin dimensiones, sin planos distintos ni perspectivas. No hay horizonte, y del cielo solo resta la luz. La crítica vio en esta serie la secreta poesía de lo real, expresada en un lenguaje inédito, en un gran poema visual de agua y flores, pues la naturaleza se torna algo elemental e intemporal. Afectado en sus últimos años por una doble catarata, ya casi ciego, Monet se esforzaba ante el enorme mural que dejó en el Museo de la Orangerie para intentar mínimos retoques perfeccionistas, como correspondía a un hijo dilecto del impresionismo, esa corriente que había abolido el color negro de las telas, por ser la negación de la luz.

Paul Gauguin llamó al color la lengua de los sueños, tan profunda como misteriosa. Los colores, tal como se desprende de lo que se dijo a propósito del arcoíris, son otros hijos de la luz, pues solo pueden existir en ella, nunca en la oscuridad. El negro no es un color más, sino su polo opuesto, la no manifestación de la luz, el «color» de las tinieblas exteriores, que simboliza por lo general la muerte, el duelo y la máxima expresión de lo terrible. Aunque no siempre, pues en el África subsahariana el color de los muertos es por lo común el blanco, o sea, la luz que esconde la explosión de sus colores. Si bien el blanco suele asociarse con el éxtasis místico y la iluminación del alma, abriendo así una vía a lo maravilloso, el negro difícilmente estará asociado a esta experiencia, o al menos al lugar de llegada del alma o el cuerpo, pues a menudo los caminos hacia el paraíso o el esplendor exigen atravesar páramos oscuros y estremecedores.

Si bien se dijo que los colores son seis (u ocho, si consideramos como tales el blanco y el negro), el centro de la visión del cerebro humano alcanza a procesar veinte mil tonalidades, diversidad cromática que nos indica que cuando alguien dice «azul» sin tener delante una tonalidad específica de referencia, cada uno de quienes lo escuchan se lo representará con un tono distinto. Los maoríes, observa Merleau-Ponty en Fenomenología de la percepción, poseen tres mil nombres de colores diferentes, no porque perciban muchos, sino, al contrario, porque no los identifican cuando pertenecen a objetos de estructura distinta.

Para los antiguos mayas, el negro era el color de la guerra, la muerte y la desintegración de la carne, lo que se aviene con el hecho de que se trata de una ausencia de toda impresión luminosa. Los sacrificios, para esta civilización, no se relacionaban con el rojo, el color de la sangre, sino con el azul, que era el color de lo sagrado. En el mito chamacoco sobre el origen del color de los pájaros, la sangre no se identifica con el rojo sino con su intensidad, y esa intensidad proviene de la fuerza con que la sangre brotó de una herida en la pierna de un personaje en el tiempo original. Así el papagayo, por haberse bañado en la sangre que brotó de la herida recién abierta, tiene colores amarillos, azules y verdes muy intensos. El blanco no es para este pueblo un no-color, sino un color sin energía interna, sin fuerza vital.

Del mismo modo en que cada cultura significa los colores según su parecer, vinculándolos así con las grandes emociones, cada individuo puede atribuirles, en base a su experiencia personal, significados específicos, además de elegir uno de sus tonos como el dilecto. Y son estas tonalidades preferidas las que teñirán sus encuentros con lo maravilloso, porque este no suele tener un color propio, objetivo, consensuado, sino el color y el tono que le asignamos, por ser el que más impresiona nuestros sentidos. Por su condición onírica, no cabe en ellos una fotografía que pueda capturarlos y fijarlos como los verdaderos. Además, no se trata de lo que alcanza a registrar el ojo, sino de lo que sucede detrás de él, la lectura que de estas impresiones ópticas realiza el cerebro. O sea, todo color tiene un carácter abierto, permeable a procesos simbólicos de distinto cuño. Porque el simbolismo cromático se revela en un doble plano. En el primero, la cultura (o la persona) atribuye un determinado sentido a un color, buscando el consenso por esta vía más superficial. En el segundo, se pintan paisajes y objetos con colores que ellos no tienen en la realidad, lo que nos traslada a un mundo encantado.

Como ejemplo de esto último, podemos remitirnos a las pinturas en miniatura de Rajasthan, originadas en Persia e introducidas en la India por los mongoles. En estas composiciones, son los cielos los que más permiten al artista dar libre curso a un toque casi impresionista, capaz de expresar una atmósfera con el solo recurso del color, sin recurrir al dibujo. En ellas –y en especial en las célebres láminas del Kama Sutra de Bikaner, de la segunda mitad del siglo xviii, que tomo como referencia–, la naturaleza no es a menudo visible más que a través de una pequeña abertura en un muro o por encima del borde del jardín suspendido. Al igual que en otras miniaturas de dicha región, la alteración del color es parcial, pues para potenciar su efecto ella debe camuflarse entre elementos que poseen un color admisible como real. Es en tales despliegues de colores imaginarios donde el artista refleja sus sentimientos, siendo infiel a la visión para abrirse a los frutos de su sensibilidad. Desbaratan así con estos toques la trama del mundo para tejerla de nuevo, en otro intento de alcanzar la esencia de una cosa. El color, en consecuencia, no es una cualidad intrínseca de un objeto, sino extrínseca, algo que puede posarse o no en él, o hacerlo una vez de un modo y otra vez de otro muy distinto, llevado por una subjetividad que lo significa según su percepción y estado emocional.

Claro que estas libertades de la subjetividad cromática se restringen o acaban cuando entramos en el jardín de los dioses, pues en buena parte de ellos la forma viene asociada a un color de una tonalidad específica. Así, en el panteón de los aztecas, cinco divinidades compartían una misma forma, y lo que las distinguía era el color. Los cultos africanos y, por extensión, los afroamericanos, atribuyen a sus deidades colores específicos y de una fuerte tonalidad, los que se traducen en la indumentaria y adornos de quienes las representan en el ritual. Y no solo el mito y sus personajes apelan a tonalidades específicas, sino que hasta las abstracciones son simbolizadas con colores, como la costumbre tan difundida de asignar a cada punto cardinal un color diferente. Nada como los colores fuertes para inflamar las formas y dar cuenta de lo numinoso, con sus brillos y vibraciones cargados de magia. Sin lugar a dudas, desempeñan un papel preponderante tanto en la significación de la realidad como en la irrupción de lo maravilloso.

Es que si lo sagrado, como decía Mircea Eliade, es lo real en cuanto saturado de ser, el color, volcado en el cuerpo y en los objetos, cumple eficazmente con dicha función. El verbo solo es conocido, o reconocido, a través de sus destellos. Los colores, escribe Ticio Escobar en La maldición de Nemur, enfatizan o mitigan las formas, separan lo que está unido, unen lo separado, destacan lo confuso mediante recortes y diluyen lo preciso. Sobre todo, imponen brillos inusitados a lo que se quiere cargar de un alto poder simbólico, a fin de suscitar la fascinación y el temor que nutren lo sagrado.

Los dos potentes mazos plumarios que en la fiesta chamacoca de los Anábsoros condensan el mayor grado de energía simbólica y producen el resplandor de lo maravilloso, se organizan en base a los colores. Uno se llama «Kadjuwerta», y el otro «Kadjuwysta ». El primero se relaciona con la flamígera figura de la gran diosa Ashnuwerta, y el segundo con Ashnuwysta, llamada también Titila, la loca mítica. En el primero, que es de mayor tamaño, predominan las plumas rojas, consideradas de gran potencia y eficacia.

La cuerda de caraguatá que une los diversos adornos plumarios que la conforman se pinta de rojo, para no quebrar la unidad de sentido ni reducir la fuerza del resplandor. En el Kadjuwysta, por el contrario, dicha cuerda tiene el color natural del caraguatá, y las plumas son predominantemente negras, grises y azules; o sea, oscuras, poco llamativas. El poder flamígero de Ashnuwerta y el poder oscuro de Ashnuwysta son para este pueblo, más que fuerzas distintas, las dos caras de una misma fuerza, cuya dialéctica rige el mundo, o al menos permite entender la doble naturaleza de lo real, donde hay tiempos brillantes y tiempos tenebrosos, marcados estos últimos por la seca, el hambre y la desgracia.

En síntesis, se podría decir que las estéticas comunitarias, en la medida en que restringen el libre vuelo de la imaginación personal, acotan el espacio de la subjetividad. Los colores dejan de reflejar las oscuras sensaciones de los individuos para ponerse al servicio de los símbolos socialmente compartidos, cuyo poder los convierten en una vía más efectiva para alcanzar el resplandor de lo maravilloso. El color, tal como se observa claramente en los rituales afroamericanos, deja de ser una cualidad propia de las cosas para convertirse en una sustancia poderosa, que instaura un orden en los elementos del mundo.

*Adelanto del ensayo: El resplandor de lo maravilloso o el reencantamiento del mundo.

 

Tomado de: http://www.cubacine.cult.cu

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Cine, antropología y colonialismo

Cine antropología y colonialismo. Compilador y Prólogo Adolfo Colombres

Por Adolfo Colombres

La utilización de la cámara para registrar la realidad del “otro”, incorporando lo extraño a lo cotidiano, es algo tan viejo como el cine. No obstante, el documental se definirá recién en 1926, como resultado de la ruptura realizada por Vertov y Flaherty con el cine de estudio. Pero fue tal vez con Jean Rouch que el cine etnográfico obtuvo su verdadera dimensión; los innovadores trabajos de este antropólogo y cineasta francés en el continente africano, así como la crítica rigurosa de éstos, permitieron revelar los aspectos específicos del género, tanto teóricos como metodológicos y técnicos.

Sin embargo, tanto Flaherty como Rouch, al igual que la antropología clásica, soslayaron la situación colonial en que se hallaban inmersos los personajes de sus filmes. Un cine así entendido devenía, en el mejor de los casos, un elegante certificado de defunción para las culturas relevadas, por no ayudarlas a contrarrestar el proyecto etnocida de Occidente. Lejos ya del romanticismo del comienzo, no puede justificarse hoy un cine antropológico que enfoque sólo lo exótico, ignorando la opresión y reduciendo al otro a un mero objeto de la imagen. El cineasta habrá de integrar la búsqueda estética con una ética del compromiso con la realidad documentada. Este libro se propone mostrar las trampas que todo realizador deberá sortear para hacer un film no connivente con la dominación, ni deformado por el etnocentrismo y la perspectiva de clase. El ejercicio de constante cuestionamiento de la mirada sobre el otro que aquí se propone podrá servir asimismo tanto a los cinéfilos como a los cientistas sociales, para quienes el cine es sin duda una valiosa técnica de investigación y un poderoso lenguaje.

Prólogo a la segunda edición (Fragmentos)

Cuando en 1985 apareció esta obra colectiva, como resultado de dos ciclos sobre el cine y las ciencias sociales realizados por CLACSO, lejos estábamos de sospechar que con el paso del tiempo devendría algo así como un clásico. Claro que no para un vasto público lector, sino para quienes se formaban como documentalistas en distintos ámbitos y deseaban explorar la condición del otro. Hoy su impronta se deja ver no sólo en los filmes de carácter etnográfico, sino también en el auge del documental social que vendría después. En los años 80 aún se discutía la validez de los métodos antropológicos en el campo de los conflictos de clase, y la preocupación de no manipular a los sectores oprimidos ni usurparle la palabra y el protagonismo despertaba recelos, hasta el punto de que más de uno llegó a considerarla un “purismo” reaccionario. Se podría decir que la Historia nos dio la razón, pues lo que era entonces una senda estrecha y peligrosa, expuesta al fuego cruzado, terminó convirtiéndose en un camino ancho y seguro, admitido por quienes apoyan con honestidad las luchas sociales y étnicas. El libro fue reimpreso en 1991 sin modificación alguna, y como al comenzar este siglo se hallaba prácticamente agotado, el Movimiento de Documentalistas solicitó su reedición, por considerarlo un texto irreemplazable.

(…)

En la parte II, dedicada a las entrevistas, se añade un texto que es una grabación reducida de una clase que dictó Fernando Birri en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Cuba, y que titula “Tire Dié: Los (no) límites entre el documental y la ficción”. Birri se apropia aquí del término “Doc-Fic” acuñado por su amigo y colaborador Orlando Senna, destacando que el Nuevo Cine Latinoamericano no trabajó nunca sobre la base de los géneros tradicionales, divorciando por completo la ficción del documental, sino que estableció entre ellos vasos comunicantes. Si bien lo normal es que el documental preceda o dispare al film de ficción, en nuestro medio puede ocurrir al revés. Para dar un ejemplo de esta inversión recurre a Vidas Secas (1963) de Nelson Pereira Dos Santos, el célebre film de ficción sobre el sertón basado en la novela homónima de Graciliano Ramos. Éste, como se sabe, termina con la emigración de las familias campesinas a Sao Paulo, expulsadas por la sequía, la adversidad del medio y la miseria. Sin ponerse previamente de acuerdo con Pereira Dos Santos, Geraldo Sarno, en su documental Viramundo (1964), emplaza justamente la cámara en la Estación Ferroviaria de Sao Paulo en el momento en el que los campesinos del Nordeste bajan del tren en busca de trabajo. Avanzando sobre esta línea, señala Birri que la falta de límites entre lo ficcional y lo documental trasciende el campo del cine, por hallarse enraizado en nuestra cultura americana, “contaminación” en la que ve una forma de sincretismo.

Con Tire Dié (1958-1960) Birri trabaja el tema del guión. Cuenta aquí las penurias por las que tuvieron que pasar los 120 estudiantes de Santa Fe (aunque al final quedaron 88) que acometieron esta empresa, que fue de aprendizaje, de exploración de un terreno desconocido entonces por ellos y por el cine de América Latina, que se realizó con muy escasos recursos económicos y elementos técnicos, a partir de encuestas previas. Los primeros montajes del film fueron sometidos al juicio de la gente a la que involucraba, para ir modificándolo sobre la marcha. El proceso fue duro, pero positivo desde el punto de vista de las enseñanzas metodológicas que proporcionó, que llevan por las mismas sendas que otros cineastas transitan en este libro, lo que viene a fortalecer sus propuestas. Quienes al principio los recibieron a pedradas terminaron convirtiéndose en incondicionales aliados, que se jugaron por ellos en situaciones difíciles. Una mujer de sufrida figura que se hallaba lavando ropa cuando miembros del grupo entraron con la cámara durante las encuestas previas, les dijo, con una gran carga de dignidad, una frase que todo documentalista debería anotar en la primera página de su cuaderno: “¿Por qué no nos dejan tranquilos con nuestra miseria?” El planteo ético queda plasmado en esta frase tan breve como contundente, pues el registro de la imagen del otro se torna una agresión intolerable si no se asume el compromiso de no negociarlo con quienes desactivan los mensajes presentándolos como exóticos, y utilizarlo de modo que la situación que padece ese sector social pueda llegar a ser modificada.

(…)

Del caudal de filmes realizados en este tiempo quisiera referirme, para terminar con una concesión personal no carente de arbitrio, tan sólo a dos. Uno de ellos es Esito sería. La vida es un Carnaval (2004), de la realizadora boliviana Julia Vargas-Weise. Se trata de una obra de ficción que tiene por marco el Carnaval de Oruro. El desafío de la autora fue incorporar a los actores al corso, como bailarines genuinos de una comparsa, a fin de poder representar escenas de ficción dentro de un marco documental, algo distinto y hasta opuesto a la ficción documental creada por Flaherty. Los preparativos para esta “intromisión” demandaron cinco semanas de intenso trabajo, y requirieron una logística y dirección muy minuciosas, pues había que rodar 16 escenas en las 24 horas que iban desde la Entrada de las comparsas hasta el alba. Si no se lograba insertar dichas escenas en la fiesta popular, el film fracasaba. Los hechos imprevisibles e incontrolables que eran de esperar impidieron que varias escenas se rodaran conforme al guión cuidadosamente elaborado por la autora, pero el film se salvó, y hasta se enriqueció, por la capacidad de improvisar sobre la marcha, montándose sobre situaciones que se dieron espontáneamente, como una compensación del azar. Había una cámara destinada a los actores y otra que se ocupaba de los registros documentales, y también una unidad extra de sonido, operando las tres con cierta independencia. Las historias principales que cuenta el film son de gran humanidad y belleza, alcanzando lo que puede ambicionar la mejor ficción, pero sus historias secundarias están tejidas con la mirada y los recursos del documental, como si no hicieran más que representar la realidad cotidiana de los personajes, lo que en buena medida ocurrió.

El otro film que deseo comentar es Vacaciones prolongadas (2000), del holandés Johan van der Keuken. Con la certeza de que le quedaba ya poco tiempo de vida por su cáncer de próstata, el autor se lanza, con un afán renovado y final, a capturar mundos desconocidos y recomponer así lo real en el más sincero de los testamentos. Viaja a Katmandú, filma un templo budista en Butan, regresa a Amsterdam para visitar a su médico y parte otra vez, ahora a Malí. Salta luego a un festival en San Francisco, y de ahí a Brasil, donde se sumerge en una favela. Es el film de alguien que se muere, aunque sin concesiones al patetismo y la desesperación. Alguien a quien no se ve, pero cuya voz se escucha en off. Todo parece recordarnos que uno no es más que una cierta mirada sobre el mundo. En sus imágenes no hay juego, sino un fuego que se extingue lentamente. Lo autorreferencial del film parece a la postre no ser más que un mero pretexto para asediar el sentido mediante esas cacerías despiadadas. Las imágenes y su vida corrieron así juntas hasta el final esa loca aventura. “Si ya no puedo crear imágenes, estoy muerto”, había declarado un poco antes, y fue coherente con dicho aserto, hasta el extremo de que el film y su existencia se apagaron a la vez.

Prólogo de la segunda edición tomado de: http://adolfocolombresblog.blogspot.com

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El ojo que mira lo real

Fotograma del filme El hombre de la cámara de Dziga Vértov

Por Adolfo Colombres

En este breve ensayo procuro sistematizar desde el ojo que mira lo real mis anteriores abordajes a la antropología visual, la que es en esencia una antropología de la mirada. No me guía el simple afán cientificista de tipificarla, sino de buscar desde este ángulo nuevos aportes a su descolonización, objetivo sin el cual dicha antropología no alcanzaría a justificarse como parte de las ciencias sociales. Se sabe que la imagen cinematográfica no es un simple reflejo de la realidad externa, sino el resultado de una interacción que ella misma provoca, pues al margen del rigor que se aplique para alcanzar la mayor neutralidad posible, el ojo que mira pasa a formar parte de esa realidad, como un coproductor nunca soslayable del acontecimiento. Por otra parte, el ojo adoptado por la cámara, por mucho que se enmascare su participación en la realidad registrada, y más allá de los artificios del montaje, determinará los canales de circulación posterior del film, o sea del uso que se le dará y su grado de contribución a la causa de los oprimidos. Un ojo inapropiado, que distorsione la realidad por acción del etnocentrismo, los estereotipos, la simplificación de lo profundo e incluso el mero afán de jugar con la imagen del otro como una forma de vender, servirá para estigmatizarlo, incluso en situaciones en que el propósito subyacente fue reivindicarlo.

Pero este tema del ojo trasciende el marco de la antropología visual, expandiéndose a la misma estética del cine, tanto documental como de ficción y las obras que conjugan ambos géneros, de las que hay numerosos ejemplos en América. Mas aun en el terreno exclusivo del arte la cuestión del ojo nunca quedará reducida a lo puramente estético, pues cada modo de mirar apareja, con mayor o menor grado de visibilidad, una ética o falencia ética que resta autonomía a la imagen. Pasemos entonces a caracterizar algunos tipos de miradas, sin el propósito de agotar con esto el espectro de lo posible.

Ojo neutro: Instituido por Dziga Vartov, pionero del nuevo cine soviético. Para él, toda la realidad era extraña y la cámara debía ser un ojo abierto a lo que se enfoca o acontece frente a ella, sin ningún tipo de prejuicio, intermediación ideológica o condicionamiento. Propone así una cámara de objetividad absoluta, capaz de funcionar como un reflejo directo de la realidad, rechazando a tal efecto los recursos dramáticos tomados del teatro, la música y la literatura. No es el ojo de la cámara el que construye el sentido, sino el proceso posterior del montaje, a cuyo desarrollo Vartov aportó considerablemente, estableciendo los principios esenciales del ritmo. Pero trasladar la tarea creativa al montaje es desplazar la mirada hacia éste en una construcción de segundo grado, por lo que tal ojo pretendidamente neutro deja de ser una realidad pura, para convertirse en la elaboración plástica que un sujeto (el artista) realiza a partir de ella, con un lenguaje estético propio al que bautizó como cine-ojo (kinoki). En la selección y ensamblaje de las tomas, así como en el orden y ritmo que imprime a las secuencias en base a su teoría del montaje, entra a jugar la intención ideológica en imágenes captadas por alguien que al tomarlas se habría abstenido de mirar, disparando la cámara en una dirección sin saber lo que iba a registrar, tan sólo con la esperanza de ser sorprendido por fotogramas reveladores o de convertirlos en tales mediante los artificios del montaje. Al estrenar en 1929 su film A propósito de Niza, Jean Vigo, trabajando no lejos de este ojo neutro propuesto por Vartov, habla, para sincerarse, de un “punto de vista documentado”, entendiendo que el registro de la realidad no puede ser nunca ajeno a una labor interpretativa. Así, las imágenes de esa obra cobran sentido no por sí mismas, sino a partir de un montaje que asume una clara posición ideológica, ya que su propósito era realizar una sátira mordaz de la burguesía ociosa que frecuentaba ese selecto balneario francés mediante una continua contraposición con escenas de la vida de los trabajadores y otros marginados que allí vivían.

Ojo expresionista: Hay en él una función que se impone a las otras, eliminándolas o desplazándolas a un segundo plano, con lo que niega la complejidad y polisemia de lo real. Su abordaje es frío y no comprometido con la singularidad humana de la persona, ya que sólo la utiliza para transmitir una idea fuerte. A tal fin no vacila en deformar la imagen para ajustarla a lo que se quiere comunicar, renunciando a la sutileza de apenas sugerir, que suele ser propia del arte. Su método es el grito, como en la famosa obra de Edvard Munch que lleva este nombre, pintada en 1893. Así, no importa en esta tela quién grita, ni por qué. Lo que cuenta es el grito en sí mismo, al margen de todo motivo. En el cine se recurre a menudo a grandes conjuntos humanos, incluso a multitudes, sin detenerse con ternura en una persona para recalcar su particularidad y trabajar desde allí el plano sensible: todas serán meros soportes de algo que las trasciende, ladrillos de una construcción sinfónica con la que se quiere sacudir al receptor, e incluso transmitirle un velado terror. Este ojo desprecia el alma de lo que mira, y corre el riesgo de caer en la crueldad.

Ojo impresionista: No se centra en lo real ni aspira a objetividad alguna, sino en las sensaciones que el encuentro con él le producen y las imágenes que le dispara. Es altamente subjetivo, pues toma a la llamada realidad como un sustrato crudo, o una materia bruta a la que se significará con los recursos del arte, imprimiéndole la particularidad y los caprichos visuales de un individuo por lo general imbuido de un alto grado de idealismo estético.

Ojo fijo: Cámara quieta que se monta en un punto del espacio que se considera privilegiado y se deja allí activada, para que registre todo lo que cae en su campo visual. Se supone que esto elimina la subjetividad, pero ya la elección del punto de mira, con su enfoque, cuadro y ángulo, cuestiona la fidelidad total a lo real que pretende, introduciendo esas cuñas de subjetividad que tanto desprecia. Con tal objetivo, renuncia no sólo a la palabra y toda interpretación, sino también al lenguaje expresivo propio del cine. En definitiva, es un ojo miope, porque al rechazar el primer plano y el detalle minimiza o anula toda construcción de significados, piedra fundamental de los procesos simbólicos. Es el adoptado por el llamado cine observacional, desarrollado a partir del direct cinema de Richard Leacock, un antiguo colaborador de Flaherty. Dicho cine observacional filma en tiempo real, sin montaje ni síntesis temporal alguna, adoptando un campo largo o medio para observar el conjunto y no la particularidad, por cifrar en esta última el reino de la subjetividad.

Ojo duro: Distante, sin concesiones ni complicidad con los seres filmados, a los que no se toman como sujetos ni se les asigna participación alguna en la producción de la imagen, pero tampoco los manipula como el ojo expresionista. La dureza es su método estético, por considerarla el mejor camino a la objetividad. No enjuicia, pero al dejar fuera de foco las señas de humanidad abren al receptor un campo valorativo demasiado extenso, donde para unos será una simple manifestación de salvajismo lo que para otros resulta algo legítimo y hasta sublime. Es que los juicios de valor no son sugeridos por la fuerza reveladora de la imagen, sino que se basan más bien en los prejuicios del observador.

Ojo tierno: Se funda en una observación participante y en la construcción compartida del testimonio. Es así dialógico y abierto a la subjetividad, a la que no teme porque su apuesta se aproxima más al arte y el documento vivo que a la frialdad de la ciencia. El ejemplo más temprano de esto es el film Nanuk, el esquimal (1922), de Robert Flaherty. No hay aquí un verdadero objeto de la imagen ni pretensión alguna de neutralidad. La misma mirada es compartida, acordada a partir del afecto recíproco y la confianza en que se sustenta la ternura. El peligro de esta mirada es caer en un romanticismo que se abstrae de las condiciones históricas y los procesos de dominación, como le ocurrió al mismo Flaherty en Moana of the South Seas (1923-1925), cuando declaró que no le interesaba la decadencia de los pueblos de los Mares del Sur como consecuencia de la dominación blanca, sino tan sólo su originalidad y majestuosidad.

Ojo intelectual: Es racional, complejo, profundo y centrado en la interpretación. Los personajes, más que actuar, hablan con un lenguaje lleno de sutilezas y polisemia, sacrificando el cine a la literatura e incluso a la ciencia política. Godard y la Nouvelle vague produjeron varios ejemplos de él, aunque acaso lo que más lo representa es el film Crónica de un verano (1960), de Jean Rouch con el refuerzo teórico de Edgar Morin. Los personajes, reunidos en las oficinas de la célebre revista francesa Cahiers du Cinéma, no hacen más que pronunciar frases inteligentes, olvidando que el cine es imagen en movimiento, acción y pasión, no intelección pura. En Memoria del subdesarrollo (1968), de Tomás Gutiérrez Alea, se potencia esta mirada sobre una realidad convulsionada por la revolución cubana, en la que persisten numerosos elementos del subdesarrollo.

Ojo sensual: Se complace en la forma de los seres biológicos y las recorta del contexto para cargarlas de significados, apelando al detalle y el travelling lento en su afán de educar la visión, de enseñar a ver lo maravilloso de la vida, que no debe ser pasado por alto. Este ojo se complementa con los efectos del sonido, y llega a sugerir asimismo los descubrimientos y complacencias del tacto, el gusto y el olfato.

Ojo erótico: Es un ojo sensual que se complace en las formas del deseo más que en el factor humano que subyace bajo la piel, aunque a menudo logra sugerirlo, por más que no sea ése su objetivo.

Ojo sexual: Alejándose de la sensualidad y el erotismo, se complace en la crudeza de las escenas sexuales. Al vaciarse de profundidad y humanidad, se acerca a lo pornográfico, a menos que sea contrarrestado en el film por otras miradas.

Ojo crítico: Su propósito central es la denuncia, por lo que quien mira está pensando en la fuerza de convicción que tendrá la imagen o la adhesión que ella suscitará entre los espectadores. Es un ojo que directamente juzga o incita a producir el juicio condenatorio que persigue. Se manifiesta con mayor pureza en los documentales de denuncia, e incluso también en la ficción, aunque esta última suele ser morigerada por concesiones a otros sentimientos ajenos al afán de justicia en sí.

Ojo ingenuo: Convierte a la simplificación en un método con un trasfondo altamente crítico, a pesar de enmascararse de acrítico. Como recurso literario fue usado por Voltaire en Cándido y El ingenuo, y por Montesquieu en Cartas persas. Jean Rouch lo utiliza en sus filmes Poco a poco y Cartas persas (ambos de 1969) para invertir el objeto de la antropología. En el primero, un peule de Níger que devino capitalista, apartándose de la sociedad pastoril, viaja a París a realizar una investigación antropológica sobre los franceses y sus extravagantes costumbres. En el segundo, un iraní que deja un harén en su país se sorprende, entre otras cosas, de la monogamia de la sociedad francesa. Método eficaz para desmontar el colonialismo, siempre que no se quede en un mero divertimento, como ocurre en este caso.

Ojo esteticista: Se complace en lo puramente formal, sacrificando para ello la profundidad dramática y soslayando el conflicto histórico. El exceso de presencia de la imagen impone tanto al medio ambiente como a la sociedad una estética a menudo ajena, así como significados que pertenecen a otra concepción del mundo. Se llega por esta vía a convertir al otro cultural en parte del paisaje, en un ser pasivo que no lucha por sobrevivir ni rechaza la dominación, sino que la soporta con estoicismo. Será así un simple asidero de lo bello, con un espesor moral que a veces se imposta o se sugiere, pero no se muestra de un modo convincente.

Ojo exotista: Su método es un extrañamiento exagerado, o manipulado para producir un efecto. También teñir la diferencia cultural con los colorantes de la barbarie, que impiden ver el fondo de lo real. No es una mirada antropológica, por deformar la realidad con sus artificios. El film documental Los maestros locos (1955) de Jean Rouch llega a lo revulsivo al registrar el ritual de los Houka, una secta de inmigrantes procedentes de Níger que no expresa formas culturales de su país de origen y menos aún de Ghana, donde se filmó. Se trata en este caso de un sistema simbólico altamente confuso, cuyo núcleo reside en el sacrificio de un perro, que es luego desollado, eviscerado y hervido para comulgar finalmente con su carne como un signo de coraje y fuerza vital. En su entusiasmo por esta rareza de más valor psicológico que etnográfico, Rouch ni siquiera se pregunta por qué ni para quién filma tal atrocidad, pues el delirio privativo de un pequeño grupo corre el riesgo de ser interpretado como algo propio de las culturas africanas. Lo que sí resulta interesante en este film, desde el punto de vista antropológico, son los mecanismos del trance que se observan.

Ojo etnográfico: Definido inicialmente por Marcel Mauss y los jóvenes etnólogos que lo seguían en África, como por Margaret Mead y Gregory Bateson, en experiencias realizadas en los años 30 en Bali y Nueva Guinea. Al afrontar el desafío de la alteridad despoja al ojo de toda intención estética, a fin de darle un rigor científico que resulte útil a la investigación, como una técnica más de ella. Pierde de este modo todo sentido el montaje, así como su noción de ritmo, por la distorsión que implican de la cronología de los hechos y la duración real de las escenas. Claudine de France habría de distinguir posteriormente entre el cine de exploración etnográfica, en el cual el registro de la imagen es parte de la misma investigación y está signado por la incertidumbre de lo que la cámara filmará, y lo que llama cine explicativo, que es la descripción fílmica de los resultados de la investigación, que sería el documental antropológico en sentido estricto y no ya meras fichas filmadas, de carácter personal y no comunicativo, como el anterior. Esto implica, desde ya, una transacción con los recursos estéticos, sobre todo si se aspira a una difusión mediática.

Ojo folklorista: Deshumaniza a las culturas subalternas al detenerse en su colorido, en la habilidad manual y su devoción a los símbolos con que los que las dominan. Se pretende una mirada antropológica pero no lo es, por su impotencia de profundizar en los universos simbólicos y de neutralizar sus mistificaciones etnocéntricas. También por la ideología de clase que suele caracterizarla, en tanto apropiación burguesa de la cultura popular que la despoja de sus vetas contestatarias para hacerla digerible a las buenas conciencias del consumo.

Ojo turístico: Busca el tipicismo, una identidad estereotipada hasta la tarjeta postal, sin detenerse en la intimidad de los paisajes ni en el alma de las personas. Mirada exterior, superficial y acelerada, que en su afán de mostrarlo todo en muy escaso tiempo no muestra nada, y si lo hace es para tipificarlo burdamente. Aplana así la realidad en que se posa hasta convertir a los pobladores de una región en amables muñecos vestidos con prendas llamativas. Invita de este modo al turismo masivo a visitar un “paraíso” no alcanzado por las miserias de la historia, donde podrá participar en formas culturales de vieja y noble tradición, a las que el mercado ha ya corrompido a menudo por completo.

Ojo ausente: Postulado por Richard Leacock para caracterizar su direct cinema. A diferencia del ojo neutro, que afirma su presencia en la escena, este método aboga por la no intervención del realizador en los acontecimientos que registra. De una forma más completa que cualquier otro estilo documental, se preocupa de que la cámara no altere la realidad social que registra. A tal fin, debe estar tan ausente de la acción documentada como “una mosca en la pared”, que ve sin que la vean.

Ojo en trance: Sería el del cine-trance de Jean Rouch. Se deja arrastrar hacia el interior de las situaciones, entregándose con tal pasión a la cacería de imágenes, que descuidar el contexto y se expone incluso a peligros. Confía en la improvisación y en el resultado que obtendrá al suprimir la objetividad y el método. A menudo esto empobrece el nivel crítico al expandir la subjetividad de un modo exagerado. En su excelente film La caza del león con arco (1965), la cámara participa en los rituales cinegéticos cayendo por momentos en un estado de trance, pero los pueblos no participan realmente de la filmación, pues prefieren vivir el ritual con toda su fuerza que limitarse a mirarlo. Renuncian así a entrar en una situación estética y a la conciencia que ella apareja pero aceptar que el cameraman se ocupe del rodaje, porque reconocen la importancia de dejar testimonios de su cultura a las futuras generaciones. En otros términos, antes de sumarse al trance del ojo, situándose fuera de lo real que se mira, prefieren el trance de lo real, ese acontecimiento intenso ya amenazado por la modernidad. Fuera del campo antropológico, este ojo confía en la improvisación de los actores, como en la Comedia del Arte italiana.

Ojo cedido: Sería el propiciado en Argentina por el Movimiento de Documentalistas. Pasa por sacrificar la propia mirada y sustituirla por la mirada del otro, de los excluidos sociales cuya voz no es recogida por los medios. Representa un denodado esfuerzo por no usurpar la palabra ni el protagonismo al oprimido en su lucha y consustanciarse con su mirada, renunciando el cameraman para esto a las imágenes que más lo atraen para enfocar lo que al otro le interesa, recurriendo incluso a la estética del grupo por más que resulte en ciertos casos panfletaria e incluso vecina al kitsch. Las urgencias del drama humano desplazan así a toda complacencia con el paisaje y las palpitaciones laterales de la vida. Este ojo, al autosacrificarse, apunta a una transferencia a los sectores oprimidos de los medios audiovisuales, a fines de que puedan lograr su autopercepción consciente. El cameraman pasa a ser un manifestante con cámara, que no trabaja sobre la lucha de los sectores sociales, sino en la lucha y con sus protagonistas.

Ojo dialógico: No se cede el ojo, sino que se lo pone a dialogar con el otro, en una interacción constante que llevará a construir la realidad de un modo compartido. Aunque no se lo planteara como tal, fue el método adoptado por Flaherty en Nanuk, el esquimal, pues él y Nanuk acordaron lo que iban a filmar y de qué manera, inaugurando así la puesta en escena documental. En su etapa final Rouch desarrolló el concepto de un cine-diálogo permanente, como la perspectiva más interesante del cine antropológico. O sea, no robar ya secretos a los pueblos “primitivos” para alcanzar un conocimiento destinado a los centros del saber, y por lo tanto inútil y hasta peligroso para ellos.

Ojo político: Toma un claro partido, pero sin ceder la mirada, lo que lo lleva a menudo a transmitir una visión del otro que difiere de la suya. Así, el indigenismo pictórico andino pintó al indígena con una gran tensión dramática, en la actitud de quien reclama a gritos pan y justicia. Cuando los indígenas empezaron a pintar, prefirieron explorar su rico imaginario y no dar cuenta de sus carencias cotidianas. Este ojo, cuando no se complementa con otros, tiende a sobredimensionar lo político, dramatizando en extremo lo que el oprimido ve de otra manera, apelando incluso al humor como un modo de humanizar su realidad. En su afán de modificar una situación de poder y cambiar un orden social llega a menudo a servirse del objeto de la imagen para fines que éste no se propone, y que han servido incluso para atraer sobre él a las fuerzas represivas. Es que los pueblos de Nuestra América creen más en el recurso filoso de la risa que en los oropeles del sentimiento trágico. Buena parte del cine cubano ha preferido dar cuenta de su realidad mediante este recurso de la risa, centrándose no en las carencias sino en la creatividad que ellas generan con tal de satisfacer una necesidad.

Ojo teórico: Es el que se ajusta estrictamente a un método y procura en todo momento serle fiel. Serían, entre otros, los casos del neo-realismo italiano, del free cinema de Gran Bretaña, del Grupo Dogma de Dinamarca e incluso del cine iraní. Al caracterizar su cinéma-verité, que parte del cine-ojo de Vertov, Jean Rouch señala que en éste la mirada de la cámara es ya una mirada teórica, porque se basa en un método por el cual ella no se esconde, sino que participa plenamente. El film etnográfico deviene así una ficción en la cual los personajes actúan para la cámara, aunque representando su propia realidad y no otra cosa. Un ojo que no teme ya a la subjetividad y que en algunos casos abusa de la interpretación, coartando la libertad del espectador de elaborar la suya. En el montaje posterior el tiempo real casi se esfuma, y aparece el tiempo sintetizado del arte cinematográfico.

Ojo técnico: Sería el caso del cameraman de un cine de autor, que ejecuta una mirada ajena, la del director del film, sin filtrar recursos estéticos propios que la desvíen de su eje, lo que equivale a cancelar casi por completo su propia forma de mirar.

El ojo onírico: Es el que en forma recurrente toma la imagen real como un soporte para trasladarse a otro lugar y otro tiempo, llevado por el recuerdo, o para imaginar escenas placenteras que corrijan o potencien esa situación. No niega el plano de lo real ni le sobreimprime una fuerte subjetividad, aunque lo pone a compartir el escenario con el campo de la memoria y el de las fantasías que dicho plano dispara, como si los tres fueran dimensiones igualmente legítimas. Sería el caso paradigmático de 8 y 1/2 de Fellini.

El ojo asombrado: Es otra forma del extrañamiento, aunque su finalidad no es exagerar lo real y menos aún exotizarlo, sino tan sólo ponerlo en valor, enseñar al hombre a maravillarse de las pequeñas cosas de la vida, que pasan por lo común desapercibidas. Guimaraes Rosa centraba en esto la función fundamental del arte.

Ojo dramático: El que presenta como altamente conflictivos y densos hechos que el grupo social no vivencia como tal, o no a tal extremo. Su método es la exageración y su objetivo conmover con recursos que deforman lo real a fin de elevarlo a la altura de la tragedia. Por dicha razón el free cinema, movimiento cristalizado hacia 1956 y encabezado por Lindsay Anderson, Karel Reisz y Tony Richardson, optó por reducir al mínimo el recurso de la dramatización. Fernando Birri, en su film Los inundados, que figura entre los fundadores del nuevo cine latinoamericano, lleva al extremo el recurso de la desdramatización, para mostrar hasta qué punto pueden diferir las clases sociales en la apreciación de los hechos.

Como complemento del ojo que mira, y ya que el documental antropológico busca dar la palabra a quienes no son escuchados, debemos considerar cómo juega el sonido, o más bien la voz del oprimido, en relación a la imagen.

Señalamos aquí seis recursos:

1) Voz en off de quien filma, dando una interpretación libre de la imagen, sin basarse en el punto de vista del documentado. Ha sido el recurso más frecuente del cine colonialista.

2) Sonido directo o sincrónico en el que el documentado se expresa sin mediación de un intérprete y en su propio lenguaje, usando expresiones dialectales de la misma lengua. Sería el caso de Terra trema, de Visconti, filmada en 1948, cuando esas jergas no eran admitidas por el cine culto. Se trata de un recurso de solidez ética.

3) Traducción sobrepuesta a las voces de los protagonistas, que se expresan en su propia lengua, como hace Rouch en La caza del león con arco y otros de sus filmes. En gran medida válida, aunque a menudo se interpolan en el discurso traducido consideraciones que son ajenas a él, a fin de legitimarlas mediante este subterfugio.

4) Recreación poética, a modo de traducción libre, que deja la voz original en un play back o la elimina, para que la voz del narrador asuma su lugar, impostando a menudo su tono. Si bien suele ser eficaz como recurso estético, se torna evidente a menudo que se sacrifican los recursos estéticos de la lengua dominada para sustituirla por una poética de formato más occidental.

5) Dejar que los personajes hablen en su propia lengua y traducir con letreros a otras lenguas, como se hace con las películas en lenguas extranjeras. Es el recurso más usado hoy en África y Asia, y la vía más correcta de descolonización de la voz del otro.

6) Grabar la voz del personaje cuando se expresa en la misma lengua que el documentalista, y armar el sonido como un elemento separado de la imagen, como dos planos que se acercan por momentos y en otros se distancian. Es un recurso utilizado, entre otros, por Jorge Prelorán en muchos de sus filmes, y especialmente en Hermógenes Cayo (1969). Tiene la virtud de que no se hace decir al documentado palabras que no pronunció, y para peor con un tono diferente. También de que la grabación de la voz es un proceso más íntimo que el de la imagen, y hasta puede pasar desapercibido por el documentado, quien llega así a menudo a expresar lo más profundo de su ser. La voz toma entonces un gran protagonismo, y la imagen la sigue tratando de enriquecer esa expresión. El sonido sincrónico tornó en muchos casos prescindible este método, pero no le quita su fuerza estética no sólo en el documental, sino también en la ficción, como ocurre en Hiroshima mon amour y Hace un año en Marienbad, de Alain Resnais.

Tomado de: http://adolfocolombresblog.blogspot.com

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