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El adjetivo y sus arrugas

Por Alejo Carpentier

Los adjetivos son las arrugas del estilo. Cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, sin acudir al llamado de una costumbre, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página. Pero cuando se les hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los carga. Porque las ideas nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas. Tampoco los sustantivos. Cuando el Dios del Génesis luego de poner luminarias en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera. Cuando Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder sus manchas el leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales destinadas a viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una idea concreta, servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo de sus cláusulas: “Dime con quién andas…”,” Tanto va el cántaro a la fuente…”,” El muerto al hoyo…”, etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas.

El romanticismo, cuyos poetas amaban la desesperación —sincera o fingida— tuvo un riquísimo arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico, sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos, panidas, faunescos, samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus violonchelos, áureos en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se trataba, mientras leve y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al principio de este siglo, cuando el ocultismo se puso de moda en París, Sar Paladán llenaba sus novelas de adjetivos que sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar y astral. Anatole France, en sus vidas de santos, usaba muy hábilmente la adjetivación de Jacobo de la Vorágine para darse “un tono de época”. Los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante, misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes.

Así, los adjetivos se transforman, al cabo de muy poco tiempo, en el academismo de una tendencia literaria, de una generación. Tras de los inventores reales de una expresión, aparecen los que sólo captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando hoy decimos que el estilo de tal autor de ayer nos resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino a los oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías, de la adjetivación.

Y la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote.

Tomado de: Ciudad seva

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Los intelectuales y la Revolución

Alejo Carpentier (Lausana, 1904 – París, 1980). Gran novelista cubano. Intelectual excepcional y descollante figura de la vanguardia estética y el pensamiento cubano

Por Graziella Pogolotti

En 1959, Carpentier llevaba 14 años instalado en Caracas, donde sus conocimientos en los campos de la publicidad y la radiodifusión le proporcionaron bienestar material y, por primera vez, la disponibilidad de tiempo para desarrollar su obra literaria. Con El reino de este mundo alcanzó renombre internacional, reafirmado luego a partir de la difusión de Los pasos perdidos. En Europa y Estados Unidos la crítica acogió con entusiasmo la aparición de una narrativa renovadora en su visión de América y en la concepción de la novela histórica.

El triunfo de la Revolución Cubana lo estremeció con el despertar de sueños forjados desde sus años juveniles. Quemó las naves. Regresó para compartir el destino de los suyos y poner al servicio de la obra en construcción su experiencia de vida en el terreno de la cultura y sus amplios contactos en el plano internacional.

Hijo de rusa y francés, había nacido en la ciudad suiza de Lausana. Llegó a Cuba en su primera infancia. Aquejado de asma, no pudo frecuentar la escuela de manera regular. En procura de una atmósfera menos contaminada, vivió en una zona todavía rural de los alrededores de La Habana, donde aprendió los secretos de nuestro paisaje y conoció de cerca las duras condiciones del vivir campesino. En el aislamiento impuesto por la enfermedad empezó a construir su inmensa cultura musical y literaria.

No había salido de la adolescencia cuando, abandonado por el padre, se hundió de súbito, junto a su madre, en la más absoluta indigencia. Con los zapatos rotos y la ropa remendada, tuvo que sumergirse en la ciudad desconocida en busca de sustento. Se inició entonces en el periodismo. En las redacciones de los órganos de prensa y en las célebres tertulias del café Martí se fue vinculando a una generación que sería la suya. La renovación de los lenguajes artísticos se imbricaba entonces con el espíritu emancipador y el crecimiento de la conciencia antimperialista.

Eran jóvenes que irrumpían en la tercera década del siglo XX movidos por la voluntad de transformar en todos los órdenes la República neocolonial. Se fueron congregando alrededor del llamado Grupo Minorista, cuyo manifiesto programático había sido inspirado por Rubén Martínez Villena. Algunos de ellos habían participado en la Protesta de los Trece contra la corrupción imperante al amparo de la presidencia de Alfredo Zayas. Ante la dictadura de Machado, las posiciones políticas se definieron aún más y consolidaron los vínculos con el movimiento intelectual latinoamericano, sometido en muchos lugares a similares formas de opresión.

Atento al peligro que lo amenazaba, Machado apeló a la represión. Tomando como pretexto una inexistente conspiración comunista, el dictador lanzó una cacería policial contra sindicalistas y profesores de la Universidad Popular José Martí, además de dirigentes estudiantiles y miembros del Grupo Minorista. Carpentier fue detenido y encarcelado. Para impedir la deportación que lo amenazaba, contando con la asesoría de Emilio Roig, su madre hizo constar, ante notario, que el joven Alejo había nacido en La Habana, ficción a la que Carpentier se atendría durante el resto de su vida, porque en su país de adopción el sentimiento de cubanía había arraigado definitivamente.

En ese viraje de los años 20, Carpentier se comprometió en lo político. Exploró, así mismo, lo más profundo de la sociedad cubana. Asociado a los proyectos renovadores de los compositores Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla descubrió la importancia de la contribución de África al desarrollo de la cultura nacional. En términos polémicos, enfrentó los prejuicios de una sociedad racista.

A partir del triunfo de la Revolución, Carpentier se dedicó de lleno a las faenas del momento. Con generosidad extrema entregó al país los beneficios de su premio Cervantes. Donó al Museo valiosísimas obras de arte, entre ellas La silla, de Wifredo Lam. En cumplimiento de su voluntad, su viuda, Lilia Esteban, liberó sus bienes personales, incluida la importante papelería del escritor en favor de la Fundación Alejo Carpentier.

Al decir de Raúl Roa, uno de los protagonistas, la Revolución del 30 se fue a bolina. Contribuyó, sin embargo, a revitalizar una tradición. Dejó la impronta de la acción y el pensamiento febriles de Rubén Martínez Villena, ya sin voz y con los pulmones devorados cuando recibía las cenizas de Julio Antonio Mella. Quedaron en el recuerdo el sacrificio ejemplar de los estudiantes universitarios, el batallar de Antonio Guiteras, el espíritu rebelde de Pablo de la Torriente Brau, que permea su obra literaria y lo induce a proseguir el combate a favor de la República Española hasta la entrega de la vida en Majadahonda.

Los efectos del intervencionismo norteamericano en los asuntos del país, así como la frustración del intento emancipador de los años 30 profundizaron el desarrollo de la conciencia antimperalista. Para los intelectuales cubanos, más allá de diferencias en lo estético y en lo filosófico, la reivindicación de la soberanía nacional y la conquista de la justicia social se convirtieron en aspiraciones irrenunciables.

El vínculo de los intelectuales con la Revolución de enero no responde a privilegios concedidos para producir alabarderos oficialistas. Se fundamenta en experiencias de vida, en una memoria histórica vigente y en la resistencia ante el asedio de un imperio tozudamente empeñado en torcer el destino de la nación.

Tomado de: Juventud Rebelde

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Parece que fue ayer: El Alejo que recuerdo

Alejo Carpentier. (Lausana, 1904 – París, 1980). Gran novelista cubano. Intelectual excepcional y descollante figura de la vanguardia estética y el pensamiento cubano.

Por Laidi Fernández de Juan

Entre las falsas imágenes que se han difundido a lo largo del tiempo, una de las que más me molesta es la de un Alejo Carpentier alejado de la cubanía. Me irrita la maldad que se esconde ante la aseveración de que ese escritor tan extraordinario no representa a nuestro país. Una vez más, rechazo la pretensión de analizar literariamente una obra -en este caso, universal e imprescindible-, para referirme más bien a la persona, a la calidez de un amigo familiar. Eso era él para nosotros: un amigo entrañable, casi un tío para mí, sin que ello despertara celos en Manolo, el hermano favorito de mi padre y mi tío real, del alma, porque Alejo y Manolo también se amaban y se divertían, a lo cual se añade que ambos compartían profundos conocimientos de música, que se intercambiaban con camaradería de colegiales. Con toda intención, enfatizo el hecho de diversión cuando teníamos a Alejo entre nosotros.

Contrario a lo que cabría esperarse si se observan imágenes fotográficas o filmaciones donde él aparece siempre circunspecto, en la cotidianidad era tan jacarandoso y jovial como cualquier otro cubano. Ignoro cuándo se conocieron mis padres y la pareja integrada por Lilia y Alejo, porque cuando comienza mi memoria, ya ellos están unidos, y aunque venían a nuestra casa los domingos en la noche, -mientras durara el tiempo de vacaciones de la misión diplomática que cumplían en París-, (y algún día contaré de esas tertulias domingueras), también era frecuente que pasáramos muchas horas con ellos en la casa que tenían en El Vedado, o en algún hotel cercano, si solo disponían de poco tiempo en Cuba. Lilia Esteban era la dama más refinada de todas las amigas de mis padres, y, junto a María Lastayo, Rosario Novoa y María Elena Molinet, llegó a intimar sobre todo con mi madre, quizás porque ellas formaban una especie de quinteto que nada tenía que ver con la vulgaridad, con lo mediocre, ni mucho menos con la tradicionalidad que debía cumplir cada mujer de la época. Como estoy hablando de Alejo, me detengo un poco en su compañera, de quien guardo también gratísimos recuerdos. Lilia, aristócrata en sus modales, descendiente de familia acaudalada, profesaba verdadera pasión por Fidel, y he de añadir que depositó su fortuna y su fuerza vital en aras de contribuir en cuanto fuera posible con el resto de sus compatriotas. Era muy generosa, muy dispuesta, muy en esa postura solidaria que consiste en creer que todo es posible, que no existen dificultades cuya magnitud constituya un óbice real.

Para no extenderme demasiado, pondré un ejemplo específico. En 1988, me fui a África a cumplir misión internacionalista como médica, en medio de la pandemia del SIDA, lo cual despertó honda preocupación en mi familia, y en nuestras amistades. En las cartas que empecé a enviar a Cuba en cuanto fue posible (luego de varios meses, por razones financieras), intenté ocultar cuán desvalidos estábamos ante una posible contaminación con el virus HIV, ya que no disponíamos de ningún medio de protección. No obstante, llegó un momento en el cual no fue posible continuar mintiendo, sobre todo después de haberme pinchado yo misma en un descuido, mientras inyectaba a un paciente enfermo. Sin detallar el accidente, le comenté a mis padres que todos sentíamos temor ante un posible contagio, aunque confiábamos en los dioses africanos y en la buena suerte para que eso no sucediera. Lilia, que continuaba la relación de hermandad con mis padres (Alejo había muerto ocho años antes), supo de la indefensión de la brigada médica cubana, y, con su habitual discreción y su proverbial generosidad, se ocupó de financiar enormes cajas de medios auxiliares (guantes, mascarillas), asegurándose de que fueran enviadas a través de amistades suyas desde París hasta la lejana provincia de Ndola, donde yo estaba, en el Copperbelt o Cinturón de cobre. Fue así que la brigada cubana logró evitar contaminaciones no solo del virus del SIDA, sino también del bacilo de la tuberculosis, para lo cual las mascarillas fueron esenciales.

Regreso a Alejo, cuyo vínculo con mi padre llegó a ser muy fuerte. Recuerdo escuchar la anécdota de una noche en que ambos cenaban en París, cuando entró Luis Buñuel al restorán, y se acercó a la mesa. Alejo le presentó a su acompañante de la siguiente forma: “Quiero que conozcas a mi hijo, se llama Roberto”. Me imagino la sorpresa de quien contaba ese momento como uno de los más conmovedores de su vida. En muchas ocasiones, se intercambiaban manuscritos de sus respectivas obras, para conocer la opinión uno del otro, antes de enviar el trabajo a imprenta, de manera que además de amigos entrañables, eran consultantes, colegas fiables. Como Roberto era tan meticuloso con su trabajo de editor-director de la revista Casa de las Américas, no disponía de muchas horas libres, salvo en momentos de inspiración incontenible, como sucedió con el delirante e irrepetible ensayo Caliban, al cual se consagró durante varios días, sin salir de su estudio ni para alimentarse. No obstante, salvo una vez, encontró tiempo para dedicarse a la lectura de los grandes volúmenes manuscritos que Alejo le dejaba, en aras de conocer su criterio. La excepción fue con una novela, cuyo nombre me reservo. No había terminado su lectura, cuando Alejo llegó, intempestivamente. Mis padres no esperaban la visita, de manera que fueron sorprendidos, y cuando Alejo le preguntó a Roberto en qué momento histórico situaría la novela, este respondió “Francamente…no sé, porque…” a lo cual Alejo exclamó alborozado: “!Justo eso quería yo, que no fuera posible ubicar el tiempo exacto!”. Años más tarde, bromeaban con lo sucedido. En la década de los setenta, con la crisis económica en Cuba, Alejo y Lilia se encargaban de traerme un suéter cada año, cuando venían de vacaciones. Recuerdo que había más frio que ahora, o, al menos, la temporada invernal duraba más tiempo. Lo cierto es que mi madre me obligaba a abrigarme cada mañana, cuando me dejaba bien temprano en mi escuela primaria y ella se dirigía a sus clases en la Universidad de La Habana. Así, el suéter se iba desgastando poco a poco a lo largo del año, hasta que le brotaban agujeros en el sitio de los codos, motivo por el cual una costurera que vivía cerca de casa, eliminaba la parte ahuecada del suéter, y cosía los puños a la altura del brazo, implantándolos ahí. El resultado era que el suéter quedaba reducido a un tapasol. “¿Cuándo vuelven Alejo y Lilia?” preguntaba a mi madre cuando esto sucedía, ante lo cual ella se ponía furiosa. Hubo un momento en que dejé de preguntar lo mismo, y me reservé el deseo de renovar el abrigo: comprendí que debía esperar pacientemente la llegada de nuestros benefactores.

En octubre o noviembre, mis padres decidieron llevarme al aeropuerto para recibir a Alejo y a Lilia, cosa que me encantaba, porque en aquel entonces no existían los rígidos controles actuales, de modo que los pasajeros intercambiaban saludos con quienes iban a recibirlos o a despedirlos. Recuerdo a Alejo haciéndome muecas divertidas a través del cristal mientras esperaba a que terminaran los trámites de rigor para poder reunirse con nosotros. Lilia se mantenía estoica en la fila, pero él, expansivo y contento, se pegaba a los ventanales del aeropuerto para jugar a sacarnos la lengua, guiñarnos los ojos, reírnos como en un cine mudo. En esas estábamos Alejo y yo cuando él movió los labios y entendí que decía “Te traemos el abrigo del año”. Yo me puse contentísima y le respondí, siempre en silencio, con señas, “Qué bueno, chico, porque ya el anterior tiene huecos en los codos”. Alejo estalló en una carcajada que estremeció el aeropuerto, y mis padres se dieron cuenta de mi indiscreción, motivo por el cual me gané un pellizco cuyo dolor aún me dura. Una de esas noches de domingo con Lilia y Alejo en Cuba, mi madre consiguió pastelitos de distinto tipo para obsequiar a los invitados, y me hizo responsable de repartirlos. Yo debía pasar una bandeja con los dulces cada cierto tiempo, cuidando de que cada amigo pudiera acceder a un tipo de dulce diferente cada vez. Mientras los adultos charlaban de cosas importantes, me dediqué con seriedad a la tarea de camarera, vigilando quién había comido ya un pastelito, a quién le faltaba probar un panque, o una señorita de vainilla. Alejo era goloso, y siempre que me veía entrar en la sala con la bandeja, me hacía un guiño, para que yo me acercara. He de añadir que el rey de la tertulia era él y nadie más. Poseía el don de la conversación y, además, era muy gracioso, muy chispeante, por lo cual todos lo escuchaban arrebolados, y reían. Yo no entendía mucho de lo que conversaban, como es lógico, pero esa noche particular estaba feliz: mis padres me permitían estar entre adultos, cosa que no sucedía casi nunca. Lo cierto es que me enorgullecía mi función de camarera, y mentalmente llevaba la cuenta de la repartición de los dulces, que no eran muchos, dicho sea de paso. A la tercera vez que Alejo repitió la misma confitura, yo consideré que era injusto para el resto de los invitados, e interrumpí la conversación con mi petulancia de niña responsable, diciéndole en alta voz “!Alejo, está bueno ya, que tienes que cambiar de dulce!” Recuerdo el silencio que reinó en la sala, y la mirada aterradora de mi madre. Me quedé petrificada en medio de todos, con la bandeja en las manos, sin saber cómo librarme de la situación que yo misma había creado. Por fortuna, Alejo rompió la pausa incómoda carcajeándose como solo él podía hacer, y calmó la crispación de mis padres. Nunca más me permitieron el privilegio de estar en una tertulia de personas mayores, aunque seguí recibiendo y despidiendo a nuestros queridos Alejo y Lilia en sus visitas a La Habana.

Tendría yo cerca de ocho años cuando me antojé de escribir un cuento. De tan malo que era nadie se molestó en conservarlo, y solo recuerdo que se llamaba “Tío Claudio el cazador de leones”. En esos momentos, le comenté a Alejo mi hazaña (que traigo a colación para demostrar cuán amable era), con la ingenuidad de los niños: “Escribí un cuento, Alejo, ¿quieres leerlo?” “Por favor, léemelo tú misma.” Y se lo leí, ante la presencia tierna y avergonzada de mis padres. Cuando llegué al final, miré a Alejo fijamente, esperando su aprobación. Su atención mientras yo leía aquel bodrio infantil, me había dado ánimos. Sin embargo, el mayor novelista de Cuba se limitó a acariciar mi cabeza, y me dijo: “Tienes que leer mucho, mucho, y luego seguir escribiendo”. Mis padres se encargaron de desaparecer aquella historia insufrible del imaginario Claudio que, para colmo, perseguía leones.

La noticia de la muerte de Alejo nos conmocionó. Manolo llegó a casa en cuanto lo supo, y junto a mis padres se encerró en el dormitorio de ambos, para que nadie los viera llorar. Horas más tarde, se comunicaron con Lilia, quien por suerte estaba acompañada por el entonces joven pianista Jorge Luis Prats, el último de los hijos adoptivos de Alejo. Yo tenía entonces diecinueve años, y me quedé esperando su regreso, para hacerle preguntas sobre Los pasos perdidos, esa novela suya que me deslumbra hasta hoy, y para pedirle perdón por el tantísimo rato que le hice perder. Nunca le agradecí su dedicación, su bondad. Alejo es y será siempre visita permanente en esta vieja casa, poblada de buenos fantasmas, que lo esperan para seguir conversando o, mejor dicho, para escuchar sus historias cascabeleras, hechizantes.

Tomado de: La Ventana

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Hace cuarenta años

Alejo Carpentier (1904-1980)

Por Graziella Pogolotti

Sabíamos que afrontaba con estoicismo las vicisitudes de una enfermedad irreversible. La noticia de su muerte, el 24 de abril de 1980, me estremeció. Pocas semanas antes, en ocasión de un viaje a París, había estado en su casa. Conversamos a la hora de la cena. Su voz era casi inaudible. Me preguntó si deseaba dar una vuelta por algún sitio de la ciudad. Sugerí la Place des Vosges, conjunto monumental representativo de la arquitectura francesa del siglo XVII. En el camino iba evocando recuerdos del pasado, anécdotas compartidas con mi padre en la época de la expansión surrealista.

En cumplimiento de su tarea de hombre, Alejo Carpentier se derrumbó al término de una de sus intensas jornadas de trabajo desde la hora matinal dedicada a la escritura, la atención a sus responsabilidades diplomáticas y una animada tertulia con los poetas Fina García Marruz y Cintio Vitier. Cuando se disponía al reposo, llegó el descanso final. Permanecía sobre la mesa un manojo de cuartillas, esbozo inicial de una novela inspirada en Pablo Lafargue, el cubano, hijo de todos los mestizajes, yerno de Carlos Marx.

Reconocido como precursor de la nueva narrativa latinoamericana y renovador de la novela histórica, primer escritor de este lado del Atlántico en obtener el Premio Cervantes, la obra de Carpentier se sigue difundiendo en el mundo y las traducciones se multiplican en los lugares más remotos. A pesar de los abundantes estudios académicos, mucho queda por decir. El arte verdadero se caracteriza por atravesar las contingencias epocales y abrirse a perspectivas de lecturas renovadas a partir de los conflictos de la contemporaneidad. Mucho se ha hablado acerca de su visión de lo real maravilloso y del barroco, integrados ambos al permanente proceso de redescubrimiento de nuestra América, pero las interrogantes planteadas en sus textos tienen alcance universal.

Nadie puede seleccionar el sitio donde despierta a la vida. Podemos, en cambio, escoger nuestra patria de elección, ese lugar físico y memorioso, portador de historia, de cultura, al cual atamos, con entera libertad, nuestro destino, nuestro sentido de la vida y nuestra voluntad de hacer.

De madre rusa y padre francés, Carpentier había nacido en Lausana, Suiza. Con expectativa de éxito económico, la familia emigró a Cuba en los inicios de la República neocolonial. Aquejado de violentos accesos de asma, el futuro escritor creció en una zona rural de la periferia de La Habana. Conoció el ambiente campesino y descubrió la feracidad de la naturaleza tropical. La enfermedad lo distanció de la asistencia regular a la escuela. Se hizo autodidacta, lector voraz y apasionado estudioso de la música, su otra vocación.

La vida le impondría pronto otros desafíos. Abandonado por el padre, quedó junto a su madre en total desamparo. Apenas adolescente, sin profesión reconocida, tuvo que buscar modo de procurar el sustento. Logró una magra retribución en el diario La Discusión, situado en la Plaza de la Catedral. Tarde en la noche, concluida la jornada laboral, regresaba a la casa a través de las calles de la ciudad vieja. Empezó a descifrar las claves de La Habana colonial y se convirtió para siempre en caminador incansable. Estaba archivando imágenes. Con el oído musical pegado a la tierra, registraba sonidos. El periodismo lo acercó a los escritores y artistas de su generación. Junto con los compositores Alejandro García Caturla y Amadeo Roldán descubrió los valores de los ritmos llegados de África y exploró la mitología que los acompañaba. Coincidiendo con el camino que iba abriendo Fernando Ortiz, promovieron en debate público y mediante la realización de sus obras, una relectura de la cultura cubana. En ella, con visión descolonizadora, la contribución africana ocupaba el lugar merecido. Integrante del inquieto Grupo Minorista, firmante de manifiestos solidarios con América Latina, fue involucrado en la llamada «causa comunista» y encarcelado por Gerardo Machado. Para evitar la deportación, con la complicidad de Emilio Roig, un acta notarial legalizaba su supuesto nacimiento en La Habana. El documento formal reconocía una verdad más profunda. En el intenso hurgar en las zonas más secretas de la Isla y en su acción en favor del desarrollo de la cultura nacional, había encontrado su definitiva patria de elección.

Hablante natural del francés en el ambiente hogareño, también asumió el español como su lengua. Lector atento de la creación producida en la península, devoto de Cervantes, de Lope de Vega, de Calderón de la Barca, de Quevedo y de la novela picaresca, sensible a las cadencias, los giros y el léxico de nuestra América, exaltó reiteradamente las virtudes de un idioma dotado de un extenso vocabulario y de una flexibilidad sintáctica abiertos a multiplicidad de matices que proporcionan al escritor una extraordinaria libertad expresiva. Su obra contribuyó a acrecentar ese tesoro que, en las cercanías del Día del Idioma, tenemos que preservar mediante la implementación de una adecuada política lingüística.

Instalado en Caracas, Carpentier había obtenido, al cabo de años de penurias, las condiciones requeridas para el buen vivir y el tiempo disponible para fraguar su trabajo literario. En el triunfo de la Revolución Cubana descubrió un nuevo amanecer para sus sueños de otrora. Quemó las naves. Se dispuso a hacer lo suyo en la común tarea transformadora. Compartió riesgos y vicisitudes. No reclamó honores y privilegios. A través de Fidel, entregó a su pueblo los beneficios del Premio Cervantes, porque su patria de elección, enhiesta como ceiba de raíces poderosas, afrontaba todos los huracanes en pos de la emancipación humana.

Tomado de: http://www.juventudrebelde.cu

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Con (cierto) maestro

Concierto barroco. Alejo Carpentier. Editorial Letras Cubana

Por Miguel Terry Valdespino

De los galardones literarios que he obtenido a lo largo de mi vida, casi ninguno me ha deparado más emociones que el Premio Razón de Ser del año 2000, otorgado por la Fundación Alejo Carpentier a mi proyecto de novela Caballo de Batalla. Y así lo siento, seguramente, porque a este gran novelista debo una parte sustanciosa de mi vocación por la escritura.

Con esta afirmación, no creo aportar nada nuevo. Decenas de escritores cubanos, y de más allá de las fronteras insulares, también han reconocido en alguna oportunidad que, al brillante autor de El siglo de las luces, deben más de una influencia. Sin embargo, la mía, paradójicamente, no viene, sobre todo, de “lo más significativo” dentro de su obra (Léase El reino de este mundo, Los pasos perdidos, El siglo de las luces y su vasta obra como musicólogo ejemplar y ensayista de primera línea), sino de una novela, Concierto barroco, que algunos ubican dentro de la escala menor en los registros del hombre que García Márquez llamó El padre del Boom latinoamericano.

Corría el año 1987 y andaba yo en la segunda mitad de mi carrera en la Facultad de Periodismo. Por entonces, la profesora y ensayista Dioni Durán nos traía de la mano un puñado de autores de este continente que, hasta el sol de hoy, no hemos dejado de venerar: Rulfo, Benedetti, Cortázar, Borges…En aquel tiempo querido, y ya lamentablemente algo lejano, un mal de amores, con tristes aires wertherianos, me divorció temporalmente de mi pasión por la literatura.

En medio de aquellas desazones del corazón, una tarde de un día cualquiera (que bien visto ahora, al calor de lo que escribo, realmente no lo fue) comencé a leer Concierto barroco, casi por casualidad. Para mi sorpresa, la novela me golpeó en las vísceras de un modo distinto, subversivo, perturbador, quedó prendida de mí o yo quedé prendido de ella. Da igual. Hacer la diferencia no cambia nada.

Pero algo sí cambió dentro de mí, en medio de aquella abulia que me llevaba a cerrar los libros apenas leídas un par de páginas. Acerca de esta novela, años más tarde, le comenté a un amigo escritor: “En Concierto barroco están todos los ingredientes (erudición, humor, absurdo, coincidencia de personajes contra toda lógica de Cronos…) que aparecen en mi novela inconclusa Caballo de Batalla. Leer Concierto…y recibir sus influencias fue un proceso con vertiginosa rapidez. No era escritor entonces, pero sabía que la novela se había quedado en alguna parte esencial de mi cabeza, lista para saltar algún día”.

Y así fue. Ni más ni menos. Abrí su página inicial y leí como un sencillo hijo de vecino: “De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores, de plata los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados…” Y cuando saboreé las líneas finales (“vinieron a mezclarse, caídas de una claraboya, las horas dadas por los moros de la torre del Orologio”) ya estaba bajo un hechizo inexplicable.

Yo sabía  entonces que un personaje podía convertirse en abejorro en la Praga de Kakfa y otro en mosquito o paloma en el realismo maravilloso de Haití; yo sabía que en un pueblo llamado Comala todos estaban muertos y, a su vez, andaban respirando  y lamentándose como si estuvieran vivos en medio de las calles grises de aquel pueblo olvidado por Dios y por los hombres; yo sabía que una virgen de nombre Remedios la Bella podía volar al cielo enredada en sábanas blancas, que era posible ver pasar el vino por la garganta blanquísima de una aristócrata francesa gracias a la febril imaginación de un tipo llamado el Marqués de Sade, y que un niño de tres años con un tambor de hojalata, invención inmortal de Gunter Grass, decidía no crecer y no crecía a partir de ese minuto  ni  una pulgada siquiera.

Yo sabía esto y algo más, gracias a “la verdad de la mentira” que es la literatura. Pero Concierto barroco era distinto (o yo lo creí distinto) y esa fue suficiente excusa. Un caos orgiástico, desenfrenado, lúcido, un festín para los cinco sentidos, una cuchillada al lógico decursar del tiempo, pues personajes de imposible cercanía en la vida real, pero situados por Alejo unos frente a otros, conversan sobre la vida, los placeres, la música, lo auténtico y falso que puede ser el arte, expresado todo de la manera más creíble.

En otra de sus novelas, El arpa y la sombra, donde Cristóbal Colón y Simón Bolívar casi se dan de narices en un mismo plano temporal, se nota aspereza en las costuras del invento. Pero en Concierto barroco (así lo siento y predico) Alejo logra que varios planos temporales encajen de manera magistral, como en ese donde Antonio Vivaldi y Jorge Federico Handel, dos grandes músicos del siglo XVIII, “aterrizan” medio ebrios ante la tumba de Igor Stravinsky, un músico memorable del XX, a escasos minutos de que todos se estremezcan con el sonido sin par de la trompeta de Louis Armstrong, otra vaca sagrada del pentagrama del pasado siglo.

¡Fabuloso! Aunque la actual pobreza narrativa casi no lo recuerde, ese es el género novela, tal como lo definió entre irónico y agudo el Nobel español Camilo José Cela: “todo aquello que editado en forma de libro, admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra novela” Un mar para la invención más delirante, más indócil y revolucionaria.

Cuando me lancé a la aventura de escribir Caballo de Batalla, de pronto me vi metiendo en ella a tipos del calibre del Papa Urbano V y Giovanni Boccaccio, a Pancho Villa y Plutarco Elías Calles, a Federico García Lorca y el ya citado Camilo José, a Salvador Dalí y Frida Kahlo, a los hermanos Loynaz, y a un montón de locos crepitantes del México insurgente, la España republicana y la Cuba del Machadato. De pronto me apoderé de Paulina Bonaparte (a quien tomé en descarado préstamo al maestro Alejo Carpentier) y la saqué a pasear por los jardines del Palacio Borghese ¡en medio de un insomnio piñeriano!

Ellos y otros me ayudaron a escribir las páginas literarias más duras de mi vida. Unas páginas donde casi todo anda de cabeza, como en algunos delirios y ciertas borracheras, pero de donde es posible sacar una lección que, para nada, está de cabeza, tal como aprendí del Concierto de Alejo, otra pieza que dignifica el espíritu latinoamericano ante la vulgaridad del ojo europeo.

Mientras daba vida a los primeros capítulos de Caballo de Batalla, sentí que no me perdonaría como autor si, en algún momento de la obra, el propio Alejo Carpentier no aparecía como uno de los personajes de la trama. Encontré el pretexto: una de mis criaturas, el profesor Brassens, hombre muy influenciado por el pensamiento iluminista del siglo XVIII y que se gana la vida impartiendo conferencias histórico-eróticas en una ciudad llamada Santa Ovejilla de los Lamentos, confiesa su orgullo por haber conocido en boulevard Raspail, en París, a un personaje al que se refiere, en un largo monólogo, como el divino grandullón (la estatura física real de Alejo es lo de menos en este caso) y que termina causándole especial admiración por sus vastos conocimientos políticos, geográficos y culturales sobre  América Latina.

El divino grandullón, después de emprenderla a garrotazos contra una ópera mediocre sobre la conquista de México, compuesta por Antonio Vivaldi (ya Alejo había hecho lo mismo en Concierto barroco), le dice a Brassens palabras como estas: “Allá, en la América de abajo, me espera la historia de Francisco de Miranda, la historia de una música y una literatura casi vírgenes al gusto de Europa, me esperan los perrillos carbunclos con gemas en los ojos, vistos por los buscadores de El Dorado, me espera el mundo comprendido entre el Bravo y la Patagonia, donde la lengua de Cervantes adquiere tonalidades más deliciosas que en toda la España de Gibraltar al Pirineo…¡Un mundo nuevo, una nueva sensación, con otro estilo, otros manjares, otras músicas!…Y también otros dolores”.

A mí me suena bien este Alejo que inventé. A otros, sabrá Dios qué tal les sonará. Su presencia en Caballo de Batalla justifica, tal vez, el haber recibido uno de los premios de su Fundación. Los premios casi siempre esconden una gloria muy relativa. ¡Si lo sabré yo! Pero el Razón de Ser me conmueve y no puedo (ni quiero) evitarlo. Y la culpa no es mía, sino de este maestro.

¡Ah, Concierto barroco que quedaste en mí! Alguien dice que eres “obra menor”. Yo quisiera, desde aquella tarde en que te leí, escribir muchas “obras menores” como tú.

Tomado de: https://www.cubaperiodistas.cu

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