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Jorge Fraga. Poética de una escritura (Palabras de presentación)*

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

Se impone empezar esta presentación por un inventario de agradecimientos para todos los que hicieron posible la materialización de Jorge Fraga. Poética de una escritura (Ediciones ICAIC, 2022). En primer lugar, mi gratitud para Mercy Ruiz, directora de esta casa editorial por más de 17 años, quien ostenta el Premio Nacional de Edición (2020), reconocimiento que otorga el Instituto Cubano Libro por su extraordinaria labor como editora, gestora y promotora de esta gran herramienta cultural.

Subrayo también mi agradecimiento a la joven Carla Muñoz, probada profesional de los avatares de la arquitectura de las palabras. Es, sin dudas, una valiosa incorporación para el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficas, nuestro Instituto, ante los muchos desafíos que le deparan. Sus ideas han enriquecido el empaque de esta pieza, fortaleciendo la intencionalidad y el sentido de letras impresas que habitan en sus cuartillas.

Mi reconocimiento también a Beatriz Rodríguez, quien ha sumado sus mejores oficios, marcados por el rigor y el acento crítico sobre las palabras que habitan en este volumen. Su callada manera de dialogar con el texto no es sinónimo de distanciamiento; se implica con certera mirada, hurgando en los flujos de los sentidos y la solución más sustantiva, pensando en el lector, en todos.

Una omisión imperdonable sería no citar a Hugo Vergara, quién ha desarrollado una juiciosa labor de edición, diseño de cubierta, el interior y realización del texto. Le distingue la economía de recursos estéticos, solución que subrayó mi padre en sus reflexiones sobre el arte y la cultura, siempre distante de los maltrechos adornos que enturbian al lector de lo esencial: el contenido del libro. La sobriedad, que no se ha interpretar como facilismo, es otra manera de construir lo bello.

El prólogo de Ambrosio Fornet, Fraga vigente: un testimonio personal, es, sin dudas, un texto sentido. Sus palabras responden al compromiso y la amistad de dos intelectuales entregados a los destinos del cine y la cultura cubana. Boceta, en síntesis, las esencias ideológicas de un hombre que se forjó con la lectura, la ética y la praxis revolucionaria. Pocho, que es uno de los grandes regalos de mi vida, articula su mirada en torno a los derroteros de una labor que hizo, en complicidad con mi padre, en favor del guion, un asunto que en la contemporaneidad urge potenciar ante la dispar evolución aritmética del cine cubano.

Entrevista con Ambrosio Fornet, del académico colombiano Guido Tamayo, redondea la intencionalidad de este libro, al dibujar algunas facetas de un cubano que amo la vida y se entregó a ella. Y lo hizo, sin pausa, desde los pilares del conocimiento, dispuesto a compartir libros, ideas, emociones, historias, a ser parte de los más encendidos debates, a los que nunca rehuyó. Eso sí, alejado de las excrecencias del pensamiento dogmático o los acentos reduccionistas que nos cercenan anticipaciones, horizontes, contextos, realidades, autocomplacencias. En verdad, nunca le interesó la transcendencia, el estar el algún lugar prominente. El trabajo lo absorbía todo y era su manera de vivir en felicidad, en la cuadratura de sus mejores abismos.

De Guido Tamayo se incluye también el texto, Jorge Fraga: la pasión de un guionista. Este otro “apartado” de Poética de una escritura se erige como parte de la cartografía humanista de mi padre, dispuesta en esta entrega, para fotografiar los saberes y acentos de un cubano comprometido con la nación.

Las palabras de Álvaro Castillo Granada, Un cubano amigo mío, del librero colombiano, fueron escritas poco tiempo después del fallecimiento de mi padre. En estas líneas subyace la relación de Fraga —como le decían en el ICAIC— con los libros y su pasión por la lectura. Cuando la leí no me sorprendió ninguna de sus palabras, me identifiqué con todos sus acentos, obviamente emocionado, descubrí un retrato sustantivo. La primera habitación de nuestra casa estaba colmada de libros y publicaciones periódicas. No solo de cine, también de semiótica, filosofía, economía, cultura, pedagogía, política, matemáticas y una lista interminable de temas. Se entregaba cada noche, después de las comidas en familia a descubrir filosofías, historias, interrogaciones. Su relación con los libros era de amor, de lealtad y gratitud. Ejercía el arte de compartir libros, de regalar a los amigos palabras que ensancharan sus horizontes. Los textos ensayísticos eran sus lecturas permanentes. De los únicos libros que nunca se desprendió fue de las obras completas de Marx, Engels y Lenin editadas en Cuba y de las obras completas de su maestro, José Martí, asumidas con altura por el Centro de Estudios Martianos. Estas navegaron a Colombia cómplices de sus ideas.

El primer cuerpo de Poética de una escritura cierra con El maestro verdadero del cineasta, periodista y académico colombiano Leopoldo Pinzón. Son las palabras de un amigo que aportan anécdotas, pasajes estrictamente personales. Suman una suerte de estado de gracia en torno a sus contribuciones, no solo para el cine cubano, también para el colombiano, al que le entregó todo su capital intelectual. Solo su enfermedad, en la última etapa de su vida, le impidió desarrollar a plenitud esa labor que tanto le gustaba: el arte del magisterio.

También lo desarrolló por años en el noveno piso del ICAIC, secundando una iniciativa de su jefe y amigo, Julio García Espinosa. Y además, en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana. Lola Calviño, mi jefa en la Cinemateca de Cuba, que fue su alumna, me cuenta —con reiterada emoción— las conferencias que impartía mi padre en nuestra casa de 19 y H a sus alumnos de Historia del Arte. En sus recurrentes recuerdos, Lola me pinta vestido con un pijama y, como un alumno más, sentando en un banquito, en una esquina de nuestra larga mesa, escuchando lo que hoy me parece un velo impenetrable.

A todos estos amigos, mi gratitud por cada una de las palabras que impregnan al libro de belleza y confabulación. Son letras que ahora fortalecen la memoria y la voluntad de un hombre apasionado, convertidas en legado y huella de un tiempo infinito.

Mi agradecimiento a Patricia Posada, a quién está dedicado este libro —con absoluta justicia—, por su discreta contribución para que Poética… se sumara al catálogo de Ediciones ICAIC. Le agradezco también a la señora Luz Amalia Camacho, decana de la Facultad de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad del Externado de Bogotá, quién accedió, sin dudarlo, a que los lectores cubanos puedan sumar este volumen, por ahora en formato digital, a los anaqueles de libros por leer.

¿Qué capítulos podrá encontrar el lector en Poética de una escritura? Su autor aborda, desde los acentos teóricos que distinguen al guion, cuatro temas, esenciales para labor de los cineastas contemporáneos: la idea, el argumento, la escaleta y el guion literario. Son estos los ejes fundamentales del desarrollo de toda escritura cinematográfica, que entraña múltiples desafíos en una era marcada por las tecnologías, no siempre edificantes, y las escrituras cinematográficas mediocres, banales, que no compulsan el pensamiento creativo.

Fraga, en el prefacio, deja claro los pretextos que le animaron a escribirlo. “Ofrecemos al “lector” las reglas o leyes de un “buen guion”, pero las presentamos con sus limitaciones, comentadas, de modo que el “lector” pueda utilizarlas o no como hipótesis de trabajo; es decir, como criterios relativos a lo que él tiene por propio de su personalidad o de sí mismo. Esto es lo que permite a este “libro” considerarse coherente, si lo es, con el cine de autor.”[i]

En esta línea, Ediciones ICAIC, está desarrollando una labor transcendental en favor del cine cubano. Muchos de los cineastas con los que intercambio ideas, subrayan que, su mayor obstáculo para realizar su obra es la falta de recursos materiales y financieros que tributen en la producción de sus filmes, en la edificación de sus ideas. Esa es una marca histórica del cine latinoamericano, también, del mal llamado “Tercer mundo”.

La colección Guion que coordina el narrador y ensayista, también guionista, Arturo Arango para Ediciones ICAIC, constituye una ejemplar contribución a esta escueta lista de retos, marcados por la necesidad, también intencionalidad, de formar a escritores cinematográficos que dispongan de material referencial de piezas antológicas, donde se apunte a la construcción de un capital simbólico —enorme tarea— en el cine nacional. Aventuras de Juan Quin Quin (2014), de Julio García Espinosa; Memorias del subdesarrollo (2017), de Edmundo Desnoes y Tomás Gutiérrez Alea; De cierta manera (2018), de Sara Gómez y Tomás Gutiérrez Alea y El hombre de Maisinicú (2019), de Manuel Pérez Paredes y Víctor Casaus, son esas huellas que debemos seguir fotografiando. Estos primeros volúmenes constituyen un ejercicio práctico de política cultural.

El verdadero desafío del cine cubano contemporáneo es lograr el mejor acabado del guion y la escritura renovada de argumentos ideoestéticos que respondan a los impactos de un lector cinematográfico marcado por la desidia estética, el consumo de piezas mediocres, simplistas, muchas veces predecibles y aburridas hasta el cansancio.

En la cinematografía nacional —este es un escueto listado de problemáticas— no abundan las buenas historias. Tampoco se avistan soluciones dramáticas renovadoras o las simbologías que han de permear toda pieza de “autor”: evolucionan sobre frágiles escaladas narrativas. Los diálogos son subvalorados como protagonistas del cuerpo cinematográfico y en el ejercicio de la escritura, se desconocen otros saberes que las ciencias sociales, edificadas en la nación, nos regalan. Son un capital erigido como aportes de una inmensa historia y quedan, como piezas empolvadas, en los estantes de una vitrina contemplativa. Obviamente se han materializado filmes de probados valores narrativos y estéticos, no siempre acompañados por el riguroso análisis y la exigida estrategia de comunicación.

¿Dónde se inscribe Poética de una escritura, de Jorge Fraga, ante los desafíos que se agolpan en la cinematografía nacional? En la contribución de un cuerpo teórico que sirva de herramienta de trabajo para los que apuestan por una escritura de un cine comprometido, renovador, sustantivo, donde el guionista, es el constructor de un mapa, que ha de leer —con aguda mirada y exigida creatividad— un colectivo de cineastas, dispuestos a encender la ilusión de enriquecerse la vida, y enriquecérnosla— con una historia memorable.

[i] Fraga, Jorge. Jorge Fraga. Poética de una escritura. Ediciones ICAIC, 2022. Pag 48.

*Palabras de presentación del libro: Jorge Fraga. Poética de una escritura (Ediciones ICAIC, 2022) como parte de la programación del 43 Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. 7 de diciembre de 2022. Sala Taganana, Hotel Nacional de Cuba.

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Carabina del sueño

Por Ambrosio Fornet

I

Hacemos una pausa, mi amigo aparta los expedientes sobre la mesa, esperando que nos sirvan la taza de café que acabamos de ordenar, y se dispone a contarme la anécdota del sueño que había tenido aquella noche y que él mismo describe como disparatado de principio a fin… Porque ni tuve hermanas, dice, ni viajé nunca al extranjero, ni he visto nunca de cerca uno de esos árboles en pleno otoño, tapizados de montones de hojas secas Pero era eso lo que tenía ante mí. En el amplio jardín de la mansión familiar se celebraba una fiesta, una boda, probablemente; mi hermana menor iba vestida de blanco, con un pañuelo en la cabeza, y les gritaba algo a los visitantes, divertidos ante las travesuras de las ardillas que no cesaban de subir y bajar de los árboles. Y de pronto la imagen se disolvía y aparecía mi amigo recriminándome, muy serio, con uno de sus paradójicos aforismos: “No exageres, chico; las cosas son como son”. “¿Ah, sí? ¿Y cómo son las cosas? Esos relámpagos, ¿dónde se gestan? ¿Son corazonadas o barrabasadas? ¿Premoniciones o alucinaciones?”.[i]

II

En la jerga popular cubana “comerse un cable” quiere decir varias cosas, todas ellas negativas. Significa carecer de todo, atravesar una difícil situación económica o hasta pasar hambre, pero nunca he visto que la palabra “cables” se relacione con algo que tenga carácter negativo. Será por sus vínculos con el desarrollo de la técnica. Me refiero a “tender el cable”, un suceso que todos los cubanos informados de la época entendían como “tender el cable submarino”, lo que ocurrió en 1869 y cambió radicalmente, entre ellos, la noción de tiempo y espacio. Antes de esa fecha los periódicos habaneros recibían las noticias de Europa con dos semanas de retraso y publicaban sus “entregas” o novedades editoriales con la demora correspondiente. La censura no les daba tregua, por lo menos a la hora de tratar sus propios asuntos, una tarea que los cubanos sólo podían cumplir en el extranjero. A los historiadores criollos les estaba vedado el acceso a los archivos y las fuentes oficiales de información. La más ambiciosa historia de Cuba del período colonial (la Historia de la Isla de Cuba, de Pedro José Guiteras, impresa en dos volúmenes entre 1865 y 1866), no pudo ser publicada en Cuba. Sólo los ideólogos del colonialismo ‘–Chiquitos como Mariano Torriente, medianos, como Jacobo de la Pezuela, grandes como Ramón de la Sagra– tenían derecho a escribir la historia de los colonizados… La mayoría de los libros de José Antonio Saco, por ejemplo –el más importante de los historiadores cubanos– no podía entrar legalmente al país, aunque Ideas sobre la incorporación de Cuba en los Estados Unidos (París, 1849), en el que Saco se oponía tajantemente a la anexión, no halló obstáculos para circular en Cuba.[ii]

III

Tan arraigada como la censura política estaba la otra, esa forma brutal de censura previa que era el analfabetismo. Todavía en 1800, el número de miembros habaneros de la ciudad letrada –es decir, aptos para leer periódicos o libros– no excedía de quinientas personas. Si tuviéramos que hablar de mercados más amplios, de un espacio público para la producción de las imprentas, en su primera etapa, tendríamos que referirnos casi exclusivamente, primero, al cúmulo de oraciones y novenarios cuya principal clientela eran las beatas de las zonas urbanas, y después, al conjunto de edictos, reglamentos, aranceles y bandos de gobierno destinados a textos piadosos y litúrgicos, a la curia y, en general, a las insaciables burocracias. Cuando Jacinto Salas y Quiroga visitó La Habana, en 1840, encontró que los libros eran “carísimos” y que no había bibliotecas ni gabinetes de lectura… Años después nos quedaría el consuelo de Los poetas de la guerra,[iii] por ejemplo, recogidos por Serafín Sánchez y prologados por Martí para su edición en Patria y luego en un folleto que Martí no llegaría a ver.

El mal venía de atrás. Desde los inicios de la República, y antes. Baste citar el nombre de Carlos Vargas Machuca, gobernador de Santiago de Cuba. Los santiagueros comentaban “Vargas Machuca  derrocha, pero no roba”, un comentario que ya no podría hacerse  aludiendo a todo el territorio nacional, que incluía personajes como Mr. González, Mr. Crowder y Mr. Caffery, por ejemplo, con sus respectivos procónsules. La moral pública, permeada hasta el tuétano por los intereses más descarnados, no hacía más que reproducir los peores rasgos de la moral privada (o viceversa). Jorge Mañach, el más distinguido intelectual cubano de la época, describió la situación así: “La tragedia de Cuba está inscrita en una serie de círculos viciosos. No hay buenos políticos porque no hay buenos ciudadanos. No hay buenos ciudadanos porque no hay buenos políticos. No hay moral porque no hay sana economía. No hay una economía adecuada porque no hay una moral cívica sana”.[1] Estamos en plena mitad del siglo veinte y del establecimiento de la República. ¿No parecía lógico que pasara lo que pasó, que a muchos jóvenes se les agotara la paciencia?

[1] Cf. Jorge Mañach: Actualidad y destino de Cuba. La Habana, Editorial Lex, 1950.

[i] Cf. Federico Álvarez: Vaciar una montaña. 134 glosas. México, Editorial Obranegra, 2009. El 4 de agosto de 1998, a instancias de Lisandro Otero, se publicó cada semana el primer Glosario en una columna del periódico Excélsior de México.

[ii] Recuérdese el famoso epitafio “Aquí yace José Antonio Saco, que no fue anexionista, porque fue más cubano que todos los anexionistas”.

Un testimonio poético excepcional. Sobre sus autores, dijo Martí: “Su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban mal a veces, pero sólo pedantes y bribones se lo echarán en cara, porque morían bien.”

[iii] Un testimonio poético excepcional. Sobre sus autores, dijo Martí: “Su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban mal a veces, pero sólo pedantes y bribones se lo echarán en cara, porque morían bien.”

Tomado de: Cubaperiodistas

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Homenaje a Retamar

Roberto Fernández Retamar. Poeta, ensayista y promotor cultural cubano. Por su labor obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1989. (1930-2019)

Por Ambrosio Fornet

Esta Carabina aspira a ser un pequeño homenaje a la memoria de Roberto Fernández Retamar en ocasión del Día de la Cultura Cubana –una cultura que él tan brillantemente representa– y a la vez un pretexto para celebrar el 50 aniversario de la aparición de Caliban en la revista Casa. El texto del cincuentenario –que sirvió de prólogo a la antología Acerca de Roberto Fernández Retamar (2001)– se reproduce aquí con leves cambios.[1]

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La tarea asumida por Retamar como difusor de un ideario descolonizado se insertaba en una tradición cultural que remontándose a Bello –a Simón Rodríguez, a Bolívar, a Lastarria, a Bilbao…– llegaba hasta Hostos y Martí; pero en ningún caso el hecho de saberse parte de “un pequeño género humano” conducía a una negación de los valores culturales de origen europeo, especialmente los propios de la Ilustración. Una investigadora contemporánea ha podido hablar de “euroamericanismo” a propósito de la influencia de Humboldt en Bello y otros intelectuales hispanoamericanos de la época. Se trataba, simplemente, de un ejercicio de autenticidad: puesto que siempre habíamos sido el Otro del discurso de la dominación colonial, había que reivindicar nuestra Otredad a un nivel más alto para no tener que seguir viéndonos de espaldas en el espejo de la Historia, como le ocurría con su propio espejo al personaje de Magritte.

Los problemas inherentes a las relaciones entre el intelectual y el poder revolucionario se insinuaban como otras tantas preguntas, que Retamar habría de plantearse con todo rigor: “¿Es posible ser un intelectual fuera de la Revolución?”, o más exactamente, “¿es posible pretender establecer normas al trabajo intelectual revolucionario fuera de la revolución?” Entre nosotros, el triunfo de las fuerzas revolucionarias había permitido articular en un gran proyecto colectivo las energías intelectuales hasta entonces dispersas, pero al mismo tiempo ponía en crisis los valores tradicionales; en efecto, el tránsito de lo individual a lo colectivo, de la contemplación a la acción, al producir el “alumbramiento de nuevas categorías”, mostraba la caducidad de las ideas provenientes del ámbito ideológico y político burgués. Sin renunciar a lo más significativo de la herencia cultural europea, [Retamar] ha sabido desarrollar en su obra ensayística —con admirable rigor intelectual y literario—, un pensamiento descolonizador y nuevos modos de entender y afirmar ciertos rasgos que hoy  reconocemos como propios de la identidad cultural de Hispanoamérica.

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Entre los reconocimientos internacionales que en su momento recibió Retamar están el Premio de la Latinidad (2007), la condición de Miembro de Honor de la Sociedad de Escritores de Chile (1972), el Premio Latinoamericano de Poesía Rubén Darío (1980), de Nicaragua, el Premio Alba de las Letras (2009), de Venezuela, el grado de Oficial de la Orden de las Artes y las Letras (1994), de Francia, la condición de Puterbaugh Fellow (2002), de la Universidad de Norman (Oklahoma), el simposio de homenaje organizado  por la Universidad de Sassari (Italia) y el volumen, compilado por Elzbieta Sklowdoska y Ben A. Heller: Roberto Fernández Retamar y los estudios latinoamericanos (2003), del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, con sede  en la Universidad de Pittsburgh. El historiador inglés Gerald Martin considera a Retamar el precursor de los llamados Estudios Culturales en América Latina y “un puente intelectual indispensable entre el siglo diecinueve americano y el siglo veintiuno”

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Si la poesía conversacional desafía nuestra visión de lo poético es porque intenta atrapar el mundo con las manos desnudas, es decir, con un lenguaje ajustado a la estricta realidad de las cosas, lo cotidiano, la emoción primigenia. Aludiendo a la poesía de Retamar, a principios de los años sesenta, Carpentier observaba cómo en ella el Acontecimiento, en sí mismo una imagen, lograba expresarse prescindiendo de imágenes, lo que equivale a decir que aquí el arte del poeta consistía en ocultar el artificio. Uno no puede menos que pensar en la paradoja de Valéry cuando insinuaba que la claridad presupone  un misterio. En efecto, basta leer los grandes poemas de Retamar para percatarnos de que en ellos lo metafórico radica en el acto mismo de la escritura, en esa toma de posesión de la realidad –y del misterio de su transparencia– realizada en nombre de todos, con la autoridad  que le otorga el dominio entrañable del lenguaje y su propia aptitud  para narrar lo íntimo como si se tratara de una experiencia colectiva –o viceversa. Si la poesía no tuviera una función social que cumplir –si fuera apenas un lujo necesario y no una pieza clave en el ecosistema de la cultura– bastaría ese modo de guardar las palabras de la tribu para justificarla ante el mundo.

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Un importante factor de continuidad y coherencia –vigente en la dinámica interna de la revista Casa— lo constituye el hecho de contar con el mismo director desde hace más de treinta años. (…) Retamar comenzó a dirigir la publicación con amplias credenciales de revistero y un sólido prestigio como poeta y ensayista, que se consolidaría con la aparición de Poesía reunida (1966) y con los trabajos de teoría y crítica incluidos en Ensayo de otro mundo (1967),  Para una teoría de la literatura hispanoamericana y otras aproximaciones (1975) y Caliban y otros ensayos (1970). Al recibir la noticia de su nombramiento, Ángel Rama opinó que, para la Casa, era “una adquisición de primera magnitud”. “Nadie mejor en Cuba para dirigir la revista de la Casa, nadie mejor informado de la literatura americana, nadie con mejor equilibrio entre lo artístico y lo político.”[2]  Desde su bien ganada posición de patriarca de los revisteros cubanos, José Lezama Lima dio fe de aquella genealogía editorial: “Roberto Fernández Retamar, que ahora dirige la revista Casa de las Américas, desde muchacho estuvo en la revista Orígenes y, desde luego, vio de cerca lo que es un taller renacentista, creando en una gran casa, animado por músicos, dibujantes, poetas, tocadores de órgano”…

Volvamos al archivo, que es como decir, a lo nuestro. “La atmósfera de este fin de siglo (…) –contaminada de escepticismo, mercadofilia y tecnolatría– nos deparaba una última paradoja. En medio de una crisis que la obligó, primero, a reducir el volumen de su tirada, y después, a dilatar su periodicidad, la revista Casa, como la propia institución que le da nombre, ha vuelto a ser, o más bien, sigue siendo, una caja de resonancia fiel al espíritu del intelectual que la conduce. En otras palabras, sigue siendo un amplio lugar de reflexión donde confluyen los rasgos distintivos de la clásica Utopía latinoamericana: en lo político, el sueño bolivariano de unidad continental, y en lo cultural, la búsqueda siempre renovada de nuestra identidad. ¿Cómo podrían renunciar a ellos quienes aspiran a inscribir, en la castigada geografía de nuestra América, las señas de una sociedad más libre y más justa?”.

Notas:

[1] Véase la versión de Luisa Campuzano publicada por el Centro Juan Marinello (La revista Casa de las Américas: un proyecto continental La Habana, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 2001).

[2] Véase carta a Marcia Leiseca, Secretaria de la Institución (27 III 1965).

Tomado de: Cubaperiodistas

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Se llama capitalismo

Foto Sebastião Salgado (Brasil)

Por Ambrosio Fornet

Sus propios autores afirman que detestan una expresión como la de “Tercer mundo”. Pero lo cierto es que acabaron imponiéndola. La usaron por primera vez en 1956 para llamar la atención sobre el hecho de que los países involucrados no eran ni socialistas ni capitalistas, ¿Qué significa eso? ¿Que eran inclasificables? No. Eran distintos, simplemente, sobre todo en lo que respecta a sus niveles de desarrollo y de influencia. Es obvio que unos y otros no podían medirse con el mismo rasero. Los Estados Unidos, por ejemplo, tenían a la sazón una renta nacional per cápita de 2 450 dólares, mientras que la renta de Marruecos –pongamos por caso— no llegaba a los 130. Y el nivel de influencia política de los Estados Unidos abarcaba la mitad del planeta.[1]

Entretanto, el creciente proceso de descolonización, sin alterar las relaciones de dependencia, iba haciéndolas cada vez más diversas, aunque el imperialismo siguiera siendo el factor clave del subdesarrollo de los países dependientes (el ejemplo más escandaloso era la India). Pero la relación inversa resultaba ser innegable como relación recíproca. La periferia dependía del centro, pero el centro continuaba siéndolo porque podía contar con una periferia que garantizaba los suministros necesarios. Ahí estaban el petróleo, el cobre, el plomo, el zinc, el manganeso y los fosfatos, además del hierro, la bauxita, el azufre y las piritas… Del otro lado se ofrecía la mano de obra barata y, por supuesto, la posibilidad del consumo suntuario abierta a las exiguas minorías: los perfumes, las perlas, las telas…

En lo tocante a información, los “nuevos Estados orwelianos” contaban con impresionantes equipos de apoyo, vastas redes electrónicas atendidas por ingenieros, matemáticos, estadísticos e informáticos que se ocupaban de mantener sobre su clientela una estricta vigilancia.[2] La etapa que va de Foucault a hoy hizo del tema un lugar común. El capitalismo alemán, como poder totalitario, contó con el apoyo financiero de empresarios, banqueros, industriales, el gran capital… Se llamaban Bayer, Opel, Agfa, Siemens, Telefunken. Con esos nombres los conocemos. Están ahí entre nosotros. Son nuestros automóviles, nuestras lavadoras, nuestros artículos de limpieza, nuestros radios despertadores, el seguro de nuestras casas, la pila de nuestro reloj. Están ahí, en todas partes, bajo la forma de cosas. Nuestra vida cotidiana es la suya.[3]

Hay cosas ocurridas ayer que me remiten vívidamente a un tiempo que pudiéramos llamar “remoto”. Me refiero a la década del setenta del pasado siglo. Sobre eso dejé constancia años después al constatar que se estaba produciendo en América Latina una contraofensiva reaccionaria que pretendía dos cosas: establecer regímenes fascistas y neutralizar las posiciones de la intelectualidad progresista latinoamericana.[4]

En ese horizonte no había vuelto a aparecer la perspectiva de cambios radicales hasta el triunfo del sandinismo en Nicaragua. Pero era obvio que había que estar atentos, no a la perspectiva de la revolución, sino a la perspectiva del cambio. Dentro de esta perspectiva suelo pensar en Cortázar como ejemplo paradigmático del intelectual que tendió un arco de pasión y lucidez entre las dos únicas revoluciones triunfantes del período, la cubana y la sandinista, separadas entre sí por un lapso de veinte años.

No hay ventas sin ideología de mercado, no hay mercado exitoso sin propaganda. En nuestra historia los nexos entre la acción y la ideología pueden detectarse desde los tiempos de Hatuey, en lo que alguna vez se me ocurrió definir como “la conexión quisqueyana” de la historia de Cuba. Desde entonces la acción de las armas se vio acompañada por ese tipo de manipulación ideológica que el historiador Emilio Bacardí llamó las dos grandes hipocresías del régimen colonial, el Patriotismo y la Fe. En estos espacios es fácil caer en la tentación del Destino. Todo fue así porque tenía que ser así. Pero parece más lógico hacerse preguntas. ¿Cuál hubiera sido nuestra historia si Céspedes no se encuentra con Marcano en su camino a Bayamo? ¿Y si a Donato Mármol no se le ocurre la peregrina idea de cruzar el Cauto para detener el avance de Balmaseda?

De estas inquisiciones me separo para concluir con un conmovedor ramalazo de poesía coloquial, el que Retamar lanza a propósito de las dudas que sufrió, todavía en la etapa insurreccional, toda su generación: “Nosotros, los sobrevivientes, ¿a quiénes debemos la sobrevida? ¿Quién se murió por mí en la ergástula? ¿Quién recibió la bala mía, la para mí, en su corazón?”. En una etapa posterior, el poeta describe el estado de ánimo de sus esperanzados colegas moviéndose “entre la certidumbre de que todo es una gran trampa, una broma descomunal…y la esperanza de que las cosas pueden ser diferentes, deben ser diferentes, serán diferentes”. ¡Qué situación! ¿Era mucho pedir?

Reclamos

No resisto la tentación de concluir con la arrasadora batería de preguntas que un miembro de la oposición chilena acaba de dirigir al otro bando, un bando que tal vez no se haya repuesto aún del golpe que significó el choque con aquella masa de pueblo (el ochenta por ciento de los electores que votó contra ellos en la Convención Constituyente). Dijo allí el atrevido retador (Ariel Dorfman) que no querían “una república excluyente”, sino una república “igualitaria, democrática y digna”. Pero que había que estar preparados para lo que viniera, porque ciertas cosas no podían dejar de hacerse. Cito textualmente: “Las aguas, por ejemplo, ¿son un recurso privado, transable, o pertenecen al conjunto de los chilenos? Las mujeres, ¿van a seguir siendo víctimas de la violencia? Los jóvenes no pueden ser discriminados. Los viejos no pueden pasar sus últimos días en la miseria. No podemos tener educación y salud de segunda clase para la mayoría de los ciudadanos. Hay ciertas cosas que son básicas y, sin esas cosas, no tenemos un país de verdad.”[5]

Me permito añadir otro comentario a lo dicho por Dorfman: “Más claro, imposible”. Eso es todo.

Notas:

[1] Cf. Pierre Jalée: El saqueo del tercer mundo. La Habana, Instituto del Libro (Col. Polémica), 1967. Original publicado en la colección “Cahiers Libres”, de Francois Maspero (París, 1965).

[2] Cf. Ignacio Ramonet: El imperio de la vigilancia. La Habana, Instituto Cubano del Libro / Editorial José Martí, 2016.

[3] Cf. Marcos Roitman Rosenman: “El gran capital no distingue…” (Tomado de La Jornada, sept. 22, 2021.)

[4] Véase el folleto que publiqué con Luisa Campuzano en el Centro Juan Marinello (La revista Casa de Las Américas: un proyecto continental. La Habana, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 2001.

[5] Fueron dichas en un acto de homenaje a la memoria de Orlando Letelier y Ronni Moffitt.

Tomado de: Cubaperiodistas

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Del Son a la Revolución (segunda parte)

Julio Antonio Mella (1903 -1929). Revolucionario cubano, cofundador del Partido Comunista de Cuba y de la Federación Estudiantil Universitaria,

Por Ambrosio Fornet

IV

Entre octubre de 1949 y junio de 1950 se celebró en La Habana el Encuentro “Actualidad y destino de Cuba”, organizado por el programa de radio “Universidad del Aire”, de la CMQ. Su coordinador —el intelectual Jorge Mañach— aludiendo al clima social existente, citaba el comentario popular “¡Qué relajo, caballeros!” como una expresión significativa de la época, y subrayaba, además, que “relajo” indica un “modo especial, casi frívolo de estar relajado, de haber perdido la tensión en los tejidos sociales y morales”.

A la democracia cubana se la comparaba con los ideales de los fundadores de la República y con los que iluminaron el gran movimiento de 1930 –comenta, por su parte, el pensador Jorge L. Martí—, pero ahora aquellos ideales están no sólo falseados, sino escarnecidos, burlados y traicionados y sólo pudieran cambiar por la acción providencial de maestros dignos de imitación.

El pensador social-demócrata Juan Antonio Rubio Padilla cree que la crisis se ha generalizado, y que en los años 30 no podía haber una situación distinta de la que hubo antes, caracterizada por la violencia. “A mí no me tumban con papelitos”, había dicho Machado. Y, en cambio, aquel luminoso día de 1935 se pudieron instaurar, al fin, la nueva Constitución de la República y un sistema político realmente democrático y republicano. Aunque se cometió un costoso error –señala, por su parte, Medardo Vitier—porque se separaron lo material de lo moral, sin percatarse de que el hombre es unitario, y en un sentido, todo lo material se trasmuta en valor moral. “Cuando el hombre satisface las necesidades de sus hijos, en los menesteres cotidianos, se actualizan en él determinados goces que son valores elevados, y quedarían en potencia, inactivos, sin el concurso de los bienes materiales”.

Bien mirado, todavía no son cosas tan lejanas las llamadas épocas de las Vacas Gordas o de la Danza de los Millones, como se llamaron las etapas en las que se produjo un súbito aumento del precio del azúcar y del tabaco en el mercado mundial. Y, de hecho, la Revolución del 30 produjo cambios básicos orientados a la independencia nacional, la justicia social y la democracia política. La república misma, en cambio, era una sucesión de hechos vergonzosos al servicio de los grandes intereses norteamericanos. ¿Quién puede borrar de la historia de Cuba los ukases de Mr. González, la presencia de Mr. Crowder en todas las soluciones políticas de una época, el apoyo de Guggenheim a Machado? No en balde Welles y después Caffery pelearon con toda clase de armas contra la Revolución. Sabían que en ellos estaba el destino de toda una dinastía de procónsules imperiales. ¿Se advirtió algún contraste con aquella parrafada de Orestes Ferrara defendiendo el reclamo de intervención, precisamente en los momentos en que los marines americanos hollaban el suelo de Nicaragua e imponían al mundo americano la persecución de Sandino y el régimen de Somoza? ¿Para eso, para que tanto bandido disfrazado de revolucionario se haya hecho millonario de la noche a la mañana, nos pudrimos nosotros en la cárcel? Y para que tanto rufián invirtiera millones y millones de pesos en Miami, ¿se acumuló tanto dolor y se derrochó tanta sangre? La situación sociocultural era de espanto. Donde quiera que uno mete las narices, advierte Rubio Padilla, se encuentra el truco, la deslealtad, el interés más descarnado; todo el mundo va a lo suyo; a lo que se aspira en este país es a tener dinero, a tener una casa en la playa, en el reparto, en Miami, un yatecito, una cuenta en el Banco para gozar la vida.

La intervención de la pedagoga Dolores Guiral, dedicada a los nuevos ricos, también parte el alma. La Mujer le da tono e imagen al curso cotidiano de la vida, afirma. Y añade la conocida frase inglesa: “It takes a woman to make a man”. Pero ya no basta con hombres, se necesitan también hogares. Una participante en el evento interroga a la doctora Guiral: ¿No cree usted que los males del hogar cubano dependen de que ya no tenemos hogares propiamente dichos, de que las madres viven en el club, almuerzan en el ten-cents, y tal vez la facilidad de los viajes a Miami nos está llevando a hacer en la práctica un hogar para el que no estamos preparados?

Y una joven se anima a preguntar: “¿En qué medida somos, los cubanos, responsables de esta destrucción que es una consecuencia del siglo XX en el mundo entero? ¿En qué medida podemos hablar de una crisis cubana que es una crisis universal? ¿En qué medida podemos sentirnos culpables de esta crisis?”. Interviene Medardo Vitier, con la propuesta de una alternativa sensata: “¿No habría que pensar en una reorganización del sistema democrático?”. Comentario de Mañach: “La tragedia de Cuba es que está inscripta en una serie de círculos viciosos. No hay buenos políticos porque no hay buenos ciudadanos. No hay buenos ciudadanos porque no hay buenos políticos. No hay moral porque no hay sana economía. No hay una economía adecuada porque no hay una moral cívica sana”.

Del fondo de la asamblea surge un lamento que se verá acompañado de una protesta. Las apetencias espirituales y morales no pueden desaparecer jamás de la mente, pero el problema es que están siendo sometidas a lo que Márquez Sterling llamaba la dictadura rígida del dinero. De esa dictadura, que equivale a una insondable tristeza, habría que buscar la manera de librarse. Don Manuel Azaña, ese gran español de los últimos tiempos, decía que hacer política era realizar algo con ella, que no había políticas de hombres desengañados, de hombres tristes, hábiles solo para demoler y criticar. Asumamos el reto. Es necesario creer para crear.

Anexos

Guía sucinta de los años 30

1933 Rebelión de los Sargentos, encabezada por Fulgencio Batista. Los sublevados toman los principales cuarteles del país.

1933 El 10 de septiembre se establece la llamada Pentarquía, que dura una semana. El 8 de noviembre los Sargentos asaltan el Hotel Nacional y desalojan a tiros a los oficiales sublevados que se alojan allí.

1933-1934 Entre mediados de septiembre y el 14 de enero del año siguiente se establece el Gobierno de los Cien Días bajo Ramón Grau San Martín y Antonio Guiteras.

1935 Muere Guiteras.

Una “Bibiohemerografía básica”

BARCKHAUSEN-CANALE, Christiane: Verdad y leyenda de Tina Modotti. La Habana, Casa de las Américas, 1989.

CAIRO, Ana. Mella, 100 años. 2 vols. Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2003.

DUMPIERRE, Erasmo. Mella, biografía. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1977.

HATZKY, Christine. Julio Antonio Mella (1903-1929).Una biografía. Santiago de Cuba, Instituto Cubano del Libro/Editorial Oriente, 2008.

MELLA, Julio Antonio. Documentos, artículos. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975.

PADRÓN, Pedro Luis: Julio Antonio Mella y el movimiento obrero. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1980.gg

Tomado de: Cubaperiodistas

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Del son a la Revolución

Huelga añadir que ahí no cabía la hipótesis —sostenida por algunos estudiosos— de que la fotógrafa italiana Tina Modotti, amante de Mella, estaba involucrada en los sucesos que condujeron a su muerte

Por Ambrosio Fornet

I

Cuba pasó a ser República en los inicios del siglo veinte, pero siguió siendo una timocracia hasta más de medio siglo después. ¿Sabe alguien lo que quiere decir eso? Un jurista puede explicarnos que timocracia es un término griego que alude al gobierno de los acomodados, de los que tienen propiedades o dinero. En Cuba, quien no los tenía, tampoco tenía voz ni voto en los asuntos públicos. Por eso alguien pudo decir, exagerando la nota, que era “un honor para las clases humildes” el hecho de pertenecer a una institución como el Ejército de la República, surgido de la Rebelión de los Sargentos, porque allí cabían “todos los cubanos por igual”.[1]

No sólo los pobres. Ahora los militares negros o mestizos pudieron proclamar su patriotismo sin sentirse discriminados y, sobre todo, pudieron enfrentarse al caos que, por partida doble, nos amenazaba: “El Fascismo, al que nos querían someter las clases conservadoras del país, y el Comunismo, cuyos cuadros mantenían la República “en estado de tensión permanente” por promover la acción de “obreros extranjeros y de literatos bien pagados por el oro del Soviet”.[2] Ante un panorama tan abarcador, uno siente la tentación de decir: “Venga acá, ¿aquí no se salva nadie?”.

II

La respuesta es que la actividad política estaba tan fragmentada en partidos, tendencias y grupos, que todo el mundo creía saber hacia dónde apuntaba, pero nadie sabía adónde iba a dar el disparo. Salvo los comunistas. En tiempos de Machado, cuando la República cumplió veintitantos años, operaban en ella, además de la CNOC (Confederación Nacional de Obreros de Cuba), los partidos de las clases dominantes y —clandestinamente—el ABC y una filial de la ANERC (Asociación de Nuevos Emigrados Revolucionarios Cubanos, fundada en México). Se manifestaron grupos como el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana, encabezado por Víctor Raúl Haya de la Torre), así como los de apoyo a la lucha de Sandino en Nicaragua y a los anarquistas italianos Sacco y Vanzetti, condenados a muerte en Estados Unidos. Ideológicamente —para no ser confundidos con sus adversarios— se había impuesto entre los izquierdistas radicales la idea de que existía un socialismo moderado, que rechazaba los extremos. El abogado villareño Raúl Amaral Agramonte (cit. en nota 2) admitía ser uno de ellos, aunque muy pronto se aconsejó y volvió a las andadas. Ahora “veía al comunismo convertido en un enorme vampiro cubriendo con sus extremidades toda la república y constituyendo los Soviets en cada una de las fábricas e industrias del país, lanzándose con el apoyo de las tropas indisciplinadas al logro del poder para los Soviets, y llevar la república por el camino de la perdición, ya que inmediatamente nuestras aguas se poblarían de cruceros norteamericanos, y como necesidad imperiosa por sus compromisos internacionales, se decretaría la intervención americana. Y entonces comenzaría el segundo episodio del comunismo en Cuba.”[3]

Una visión previsible y desmesurada, pero que me recordó la anécdota del despido de Nicolás Guillén cuando era Jefe del Negociado de Prensa del gobierno de Machado. Había sido despedido de su cargo pese a que cumplía debidamente sus obligaciones atendiendo a amigos y subalternos. Pidió una explicación y, como no se la dieron, decidió irse de allí definitivamente. Supo que mientras tanto, arriba, pasaban otras cosas. “El propio General [Machado] se sintió halagado cuando un joven y provocativo periodista, casi temblando, quiso decirle Dictador en su propia cara y Machado exclamó: “!Yo Dictador!”.[4] Sonriendo al conocer que se le comparaba  con Primo de Rivera y Mussolini”.

Y a propósito del comentario, no puedo evitar referirme a otra anécdota, la del Son, un ritmo “afrocubano” recién llegado del Oriente de Cuba, rechazado por la buena sociedad pero cuya ejecución, en lugares públicos, Machado estimulaba.

III

Julio Antonio Mella no tuvo problemas con los músicos, pero sí con las personas encargadas de decorar los espacios donde la ANERC celebraba sus fiestas. Aunque —como saben sus estudiosos—fueron discrepancias pasajeras. Consultaron con Mella sobre la posibilidad de decorar los salones con banderas —banderas cubanas, naturalmente—y Mella, sin pensarlo dos veces, les dio una respuesta sectaria y desorientada: les dijo que las banderas eran un instrumento burgués que servía para manipular a las masas. No se dio cuenta de que en aquel contexto eran un símbolo de  cubanía, que no servían como simples adornos para decorar los zaguanes.

En la ANERC, Mella tenía entre sus principales propósitos llevar a cabo la Revolución, el derrocamiento de Machado por la vía de las armas. De hecho, dedica los últimos esfuerzos de su vida a la organización de este ambicioso proyecto. Una estudiosa ha dicho que era “su proyecto más maduro políticamente” y el que conservaba “su trascendencia en la historia contemporánea y en la actualidad.”[5] Esta insistencia en lo “contemporáneo” y lo “actual” de su orientación revolucionaria tal vez pase inadvertida para quien no sepa que Mella había escogido la guerrilla como su instrumento, y la montaña como su teatro de operaciones. Lo menos que puede decirse es que, mirada desde dos perspectivas y momentos —pasado y futuro, lo urbano y lo rural—, en su posición latía el núcleo de la historia de Cuba. Huelga añadir que ahí no cabía la hipótesis —sostenida por algunos estudiosos— de que la fotógrafa italiana Tina Modotti, amante de Mella, estaba involucrada en los sucesos que condujeron a su muerte. Los historiadores cubanos la exoneraron de toda responsabilidad. Para ellos, los asesinos habían sido los sicarios de Machado. Para nosotros, también.

Notas:

[1] Los grados militares no estaban al alcance de los soldados.

[2] Cf. Raúl Amaral Agramonte: Al margen de la Revolución. La Habana, Cultural, S. A., 1935, p. 363.

[3] Ibíd., pp. 292-293. Por momentos se le había quitado dramatismo a la definición equiparando el comunismo al anarquismo y hablando de “comunismo libertario”.

[4] Raúl Amaral Agramonte: Cit. supra, pp. 84 y 88. Probablemente el periodista no quiso decirle “dictador”, sino sacar a discusión el tema; y en cuanto al propio Machado, ¿no  habrá hablado como quien hace una pregunta en tono irónico, burlón? Sólo así se explicaría lo que le sigue.

[5] Christine Hatzky: Julio Antonio  Mella (1903-1929). Una biografía. Santiago de Cuba, Instituto Cubano del Libro/Editorial Oriente, 2008.

Tomado de: Cubaperiodistas

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¿A quién le creo?

Predrag Srbljanin (Serbia)

Por Ambrosio Fornet

Ayer estuve hojeando el volumen sobre nuestros grandes periodistas publicado por la Dirección de Cultura en 1948, y encontré un párrafo que me dejó pensando. Es del prologuista, el señor Félix Lizaso, que a propósito de la guerra del 95 desliza, en un tono carente de matices, el siguiente comentario: “Se decía que Gómez y Martí estaban contra la intervención de USA en la guerra, pero una nota publicada en Patria decía: “La fecha del 19 de abril de 1898(1) no habrá de borrarse jamás del corazón cubano.” Hasta aquí el comentario.

¿De qué estamos hablando? Creo percibir ahí algunas muestras de improvisación o descuido, porque ese tipo de juicios no hace más que dar pie a confusiones. Si partimos de enfoques sociológicos, habría que empezar preguntándose: “Y usted, ¿desde dónde habla? En la pirámide social, ¿qué posición ocupa usted? ¿Está arriba, abajo o en el medio? Y en la pirámide docente, ¿es profesor, estudiante o intermediario? En cualquier caso, el comentario mezcla y confunde nombres, lugares, fechas… —las relaciones entre McKinley, Gómez y la Asamblea del Cerro, la dirección editorial del periódico Patria en etapas diferentes, el 95 con el 98…— y habría que detenerse a valorar o comparar detalles para percatarse de ello.

Nunca hemos sido los mismos. Sirvan de ejemplo el fenómeno de nuestra composición racial, que la trata marcó con rasgos indelebles (de procedencia indígena, africana, asiática…) y el descubrimiento del mestizaje —para citar la experiencia sociocultural más notoria,  en particular  nuestra africanía y nuestras afinidades caribeñas—, que se remontan a las dos primeras décadas del pasado siglo. Como nos ha recordado recientemente Graziella Pogolotti, en nuestros países la cultura seguía un curioso recorrido triangular. Las viejas redes metropolitanas —empezando por la universidad— conservaban el monopolio de la educación superior y de los escasos proyectos editoriales, de modo que los escritores nacidos en Guadalupe o Martinica, por ejemplo, debían viajar a Francia para terminar su preparación intelectual y encontrar editores. Se explica así que en los  años de entreguerras, con la llegada de las vanguardias artísticas, Europa se convirtiera en lugar de encuentro para los artistas latinoamericanos y caribeños. Carpentier y Guillén se cruzaron allí con Jacques Roumain y Aimé Cesaire…, lo que contribuyó seguramente a enriquecer el intercambio de opiniones, el “análisis de la naturaleza profunda de nuestras realidades y de los rasgos identitarios compartidos, a pesar de nuestras diferencias de lenguas y origen.”

Hoy estamos familiarizados con enfoques semejantes gracias a ese ensayo precursor que es “Nuestra América”, a la obra de Fernando Ortiz y, en nuestros días, a la de estudiosos como Roberto Fernández Retamar, pero ellos son en realidad los adelantados, y en cualquier caso,  no hay que olvidar que las categorías que manejan son construcciones, ideas que surgen, como los mitos, para explicar la dinámica de realidades concretas.(2) Es decir, que responden a un plan, a un proyecto. En la etapa de auge del movimiento de reivindicación africanista en los Estados Unidos, el ensayista puertorriqueño Efraín Barradas lo hizo notar con un chiste. La madre, afroamericana, ha llevado su  hija a una función teatral. Al salir del teatro, la niña le pregunta si Shakespeare era negro, y la madre, después de vacilar un instante, responde: “No. Todavía no.”

Entre nosotros, hoy ya no se habla de estudios postcoloniales o subalternos, pero, por su permanente vigencia,  no deja de abordarse el tema de la emigración  (o Diáspora), que incluye el espacio caribeño del que formamos parte. Hay que ver revalorizaciones como las Rigoberto Segreo y Margarita Segura sobre Mañach, y estudios como los de Louis A. Pérez (Ser cubano), Antonio Aja, Jesús Arboleya y Lisandro Pérez, premiados en diversos concursos de la Casa de las Américas); hay que seguirles la pista a las novelas enumeradas en Un análisis psicosocial del cubano, de Jorge Ibarra; hay que revisar Elogio de la altea…, de Zuleica Romay Guerra —premiado por Casa también—, en el que ya se le hacen reparos al africanismo instrumental, incluyendo en él la categoría de mestizaje. En efecto, la adopción del mestizaje como símbolo o esencia de lo nacional, aunque haya desempeñado un papel positivo, “ha contribuido también a estimular la persistencia en nuestra conciencia colectiva de clasificaciones que, imperceptiblemente, reproducen estereotipos y representaciones racistas entre los no blancos.”

No pretendo reinventar catálogos, sino evitar que en el futuro los autores se vean atrapados en estudios de críticos complacientes que, con el pretexto de abrirse a nuevos horizontes, los deslicen en otras redes de estereotipos y esquemas.

(1) Día en que el congreso de los Estados Unidos aprueba  la Resolución Conjunta, que reconoce el derecho de Cuba a ser libre e independiente.

(2) A veces esas construcciones tienen orígenes más prosaicos, como nos lo recuerda la historiadora griega Elisa Kriezis al explicar “cómo el mito de las estatuas griegas blancas alimentó la falsa idea de la superioridad europea”. La explicación es muy sencilla: “Como el bronce es fácilmente reutilizable, quedaron pocas estatuas de este metal para “contar la historia”, ya que muchas terminaron siendo recicladas, transformadas en otros objetos. Esto provocó que las estatuas de mármol prevalecieran con el paso del tiempo.”

Tomado de: Cubaperiodistas

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Cuba: La voluntad de ser

Ares (Cuba)

Por Ambrosio Fornet

Treinta años de lucha en la manigua y la emigración les tomó a los cubanos borrar el estigma del coloniaje y la esclavitud que caía sobre el país a finales del siglo XIX. Fueron su dignidad y su empeño lo que dio a la mayoría el derecho a proclamar su objetivo, ser lo que querían ser, sin tener que disculparse por la sombra de un pasado ignominioso, que era la imagen que proyectaban como pueblo. En la decisión de llegar al final a toda costa radicó la clave del asunto. Y no dejó de representar un alivio para la autoestima de las naciones bolivarianas. “Cuba —había dicho José María Merchán al terminar la guerra— sería una gran mancha en América si no hubiera sido revolucionaria”· En efecto, los autonomistas no se dieron cuenta de que había toda una historia y un ejemplo detrás, “de que era imposible que Cuba, situada entre dos hemisferios que le recordaban sin cesar las glorias de Washington y de Bolívar, se resignase abyectamente a una esclavitud que todos sus vecinos quebrantaron con estrépito”. Téngase en cuenta que la situación se extendía por amplios sectores de la población, aquéllos  donde la trampa autonomista aparecía como la única alternativa viable. Para algunos era fácil hacerse los distraídos y equiparar autonomía y soberanía: el autonomismo era un simulacro que, con sus matices, parecía tener los mismos atributos que la independencia. Sucesivas frustraciones se encargarían de demostrar lo contrario.

Como había observado Benedict Anderson, la difusión de la idea misma de esa “comunidad imaginada” que conocemos como nación moderna requirió la existencia de, por lo menos, tres condiciones previas: la afirmación de las lenguas vernáculas, el surgimiento de un nuevo sistema económico (el capitalismo) y la aparición de una nueva tecnología (la imprenta, que era, a la vez, un nuevo medio de comunicación). Pero estamos hablando de otros tiempos. Para los independentistas cubanos, a partir del 68 la cosa fue más sencilla: abolición del coloniaje, abolición de la esclavitud. Ahora, aunque los obstáculos podían parecer insalvables, para afrontarlos sólo se requerían valor y un  acto de voluntad. La Enmienda Platt, al terminar la guerra, introdujo en el debate la dosis de autocrítica que faltaba. También nosotros —no tardó en advertir Márquez Sterling—éramos culpables de nuestra indefensión, puesto que conservábamos los vicios del pasado y no habíamos sido capaces de oponer el muro de la Virtud a la desvergonzada dependencia que se nos imponía, tan semejante a la del pasado. No todos enfocaban de ese modo el asunto. Juan Gualberto Gómez había declarado, a principios de 1901: “Esta Ley Platt lo que indica es que [los interventores] quieren encarrilar a Cuba por un camino como para no tener que volver” [entiéndase, como para quedarse]. En fin, que ya se estaban gestando las condiciones para que se produjera la Segunda Intervención (destinada a caer como un fardo ignominioso sobre los hombros de su propio promotor, el presidente Estrada Palma).

En la literatura —un espacio en el que se impone la innovación— suele darse el caso de que la “voluntad  de ser” se manifieste como otredad, como voluntad de ser distinta(o). Ese movimiento transicional que todavía a fínales del siglo veinte llamábamos “nueva literatura cubana”, por ejemplo, pudo ser descrito por Federico Álvarez como una serie de negaciones fundamentales. “Primera, la negación general, sorprendente, del barroquismo de nuestros dos mayores escritores, Carpentier y Lezama; segunda, la negación del trascendentalismo poético, ahistórico y místico de la poesía predominante en los años 50; tercera, la negación del criollismo nativista, vernacular, populista, folklórico; cuarta, la negación a priori del realismo socialista.” Hace veinte años  sostuve con mi hijo Jorge una polémica —un tanto quisquillosa, de mi parte— a propósito de su afirmación de que la nueva narrativa era una literatura del desencanto. Del desencanto, no; comentaba yo: del desencantamiento. Aquello podía ser desencanto para quien suscribiera la idea del determinismo histórico —un contexto en el que A siempre conduce a B— pero de lo contrario, lo que ocurría era que la realidad resultaba  ser más compleja. “Desencantamiento” fue el término que utilizó Max Weber para definir el cambio de mentalidad que se produjo entre el mundo hechizado y “encantado” del Medioevo y el mundo realista y pragmático del Renacimiento —argumentaba yo—. El choque de esos dos mundos hizo surgir El Quijote, la primera novela moderna, y ahora —en medio de este torbellino de pandemias, incertidumbres y escaseces— sirve para recordarnos que renunciar a la idea del mejor de los mundos, como dice Morin, no significa renunciar a la idea de un mundo mejor. De una Cuba mejor.

Puesto que esa es una aspiración irrenunciable —como se ha demostrado en nuestra historia, desde el 68 hasta hoy—, no tenemos reparos en seguir hablando de nuestra voluntad de ser.

Tomado de: Cubaperiodistas

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Polémicas del cine y la Revolución en Cuba (Parte V)

Manuel Pérez Paredes. Premio Nacional de Cine 2013

Por Ambrosio Fornet

Manolo, me gustaría pasar, en la medida de lo posible y dando un salto mayor que el que quisiera, a tu propia obra. Tienes Río Negro, que en una crítica que le hicieron se decía que estabas haciendo un tipo de cine que recordaba un poco a los oestes norteamericanos; no sé cómo fue que recibiste tú ese tipo de crítica. Pero los espectadores como yo decían que en términos de estructura, tus obras bien podían ser similares a las películas del oeste, pero que los temas y los héroes eran nuestros y, por consiguiente, los sentíamos como propios. Habíamos tenido esa experiencia con El hombre de Maisinicú. No nos hubiera pasado por la cabeza que Delgado era John Wayne, porque aquel era un héroe nuestro, cubano. Ahora, el mundo ese tú lo habías visitado de alguna manera. Sin embargo, en tu última película entras en otra fase, que es una fase más intimista. Estoy hablando de Páginas del diario de Mauricio, donde los problemas que se plantean pasan, como en buena parte del cine latinoamericano, de lo puramente colectivo a lo estrictamente individual…, o a lo colectivo con énfasis en lo individual. Aquí la hija del protagonista, que estudiaba en la URSS, decide quedarse, no volver a Cuba, y él comienza a atravesar por una especie de crisis existencial, planteándose una serie de problemas en su vida cotidiana. ¿Cómo llegas a ese tránsito entre el planteamiento de los grandes problemas colectivos a los individuales? ¿Te sientes personalmente identificado con problemas como ese?

En el caso de El hombre de Maisinicú empezaría por lo que pueden ser sus orígenes. Como parte de mi formación cinematográfica, yo trabajé en el Noticiero ICAIC de forma esporádica y en el año 1961, en los primeros meses (enero-marzo), estuve por unas semanas al frente de un equipo de filmación en las montañas del Escambray, mientras se daba lo que se conoció como «La limpia», o sea la lucha del Ejército Rebelde y las Milicias contra los grupos de alzados contrarrevolucionarios en esa región, justo antes de Girón. Y esas filmaciones me pusieron en contacto con las personas que intentaban repetir la experiencia de la guerra de guerrillas, ahora contra la Revolución. Aquello me motivó mucho. Aunque soy un hombre de ciudad, la temática de la violencia rural me llamó mucho la atención y quedé impactado por lo que viví durante aquellas semanas. Mi primer corto de ficción, que fue una especie de tesis de graduación, se filmó en el Bosque de La Habana y en las lomas de Soroa, en Pinar del Río, para recrear el Escambray. Tiene poco menos de media hora y su protagonista es un alzado contrarrevolucionario. O sea, que en esta experiencia formativa me ejercité con esa temática, que repetí, más o menos, en un mediometraje posterior en el que trabajé el tema de la lucha en la Sierra Maestra contra Batista.

En abril de 1964, me llama la dirección del ICAIC para que filme un hecho que va a ocurrir, pero no me dicen lo que es, como corresponde con todas las cosas de tipo militar, que son secretas. Y me llaman a mí porque conocían que era una persona interesada en esta temática.

En esa época, el MININT no tenía personal para filmaciones, por lo que se lo piden al ICAIC y va un camarógrafo del Noticiero… conmigo. Esta iba a ser la tercera operación de captura de alzados contrarrevolucionarios de la forma que narra la película. Se quería dejar constancia fílmica del hecho, y por ello habían decidido arriesgarse e incorporar a dos civiles en una operación militar que era esencialmente del MININT y de la Marina de Guerra. Como era una misión secreta, nos vamos enterando sobre la marcha qué es exactamente lo que vamos a filmar y también me voy enterando que me han metido en algo bastante serio. Todo se prepara, sale el barco (un guardacostas de fabricación norteamericana que estaba en Cuba desde la época de Batista), se iza la bandera de los Estados Unidos, llegamos a aguas internacionales, vestido el personal como el de la marina de guerra norteamericana (tal como se ve en la película), y nosotros dos íbamos haciéndonos pasar por reporteros cubanos de Miami que teníamos la misión de filmar el acontecimiento.

En un momento dado, amaneciendo y a unas veinte millas de las costas cubanas, el barco se detiene y el capitán Payret, que era entonces jefe de Guardafronteras, me llama y dice que se abortaba la misión porque habían matado al compañero que estaba infiltrado en el grupo de los alzados contrarrevolucionarios. Me lee la cartilla de la super discreción que corresponde al hecho, y regresamos a la costa. Como nosotros éramos civiles, nos dejan ir y el resto de los compañeros se queda en un cayo cercano a la costa norte de Isabela de Sagua. Habían asesinado a Alberto Delgado (en ese momento no sabía quién era), y no se conocía entonces cómo lo habían descubierto y lo que había ocurrido. Yo llego a La Habana muy impactado (tenía 24 años) por algo que, en realidad, no vi pero que, por los cuentos que me hicieron de las otras dos operaciones exitosas, ya sabía que era algo bien tenso, muy dramático y también espectacular. Le hablo a Alfredo y él facilita que yo pueda conversar con algunos de los que habían sido capturados como resultado de las anteriores operaciones. Eso se queda dentro de mí y, cuando tengo la oportunidad de hacer un largometraje, tengo las pilas suficientemente cargadas para convertir esta experiencia en una historia. De manera que estructuré el argumento e hice el guion con la ayuda de Víctor Casaus.

El hombre de Maisinicú no es el resultado de la necesidad de filmar una película barata, ni nada por el estilo, sino que es el resultado de una vivencia muy fuerte, de una experiencia, para mí excepcional…  Así nació esta película para la cual no pensé, en lo más mínimo, en los oestes norteamericanos. En todo caso, estaría funcionando como influencia, Salvatore Giuliano, de Francesco Rossi, con su ficción que reconstruía, digamos que documentalmente, la investigación de la vida de un personaje controversial y su contexto histórico. También estaba, como motivación, el utilizar plano-secuencias (siempre que se pudiera) o planos muy largos para una observación más minuciosa y digamos que reposada de la realidad. En aquel momento era Miklós Jancso (Los Internacionalistas) el que me motivaba para hacer el cine con una puesta en escena con mínima presencia de la edición, siempre que fuese posible. También, y volviendo al estilo de Rossi en Salvatore Giuliano, estaba el uso del narrador para la reconstrucción organizada de los hechos históricos. Y lo que me parecía realmente atrayente, y ahí no estaban ni Rossi ni Jancso, era que el personaje protagónico no tuviera más que una identidad: la del infiltrado en funciones. A Alberto Delgado, interpretado por Sergio Corrieri, no se le ve actuar jamás como revolucionario, siempre es contrarrevolucionario. Y lo es hasta la muerte, ya que no confiesa, ni en ese momento, su verdadera identidad. Me atraía la visión de una persona a quien no se le conoce nunca su verdadera personalidad, no se le ve recibir instrucciones de sus superiores ni expresar conflictos psicológicos en su quehacer, todo el tiempo está simulando (algo que resolvió muy bien Silvio con la letra de la canción-tema), simulando ser un contrarrevolucionario.

Pero Páginas del diario de Mauricio es una experiencia de esos años duros, 1988-2000, que tiene que ver con mi generación y con lo que significa para la generación a la cual yo pertenezco, el reajuste de cuentas con las ilusiones del proyecto social y el ajuste de cuentas a nivel familiar. No es que esté directamente asociada a mi vida personal, pero sí lo está en la medida en que amigos míos y yo mismo hemos vivido esa crisis más íntima, más existencial, más relacionada con las interrogantes de por qué pasó lo que pasó y qué hacer, cómo tratar de mantenerse consecuente a esta altura de la vida. El hombre de Maisinicú es una película que nace de una experiencia muy fuerte, pero ajena a mi persona. Mientras que Páginas… sí es una película muy ligada a acontecimientos que conciernen a mi vida y a la de las personas de mi edad.

Ya para terminar, me doy cuenta de que se me queda un elemento importante dentro de tu trayectoria cinematográfica, que es tu participación en los Comités de Cineastas del Nuevo Cine Latinoamericano. Este Nuevo Cine Latinoamericano, según sus críticos y analistas actuales, ha seguido una trayectoria similar a la que siguieron algunas películas cubanas de las que acabamos de hablar: es decir, de lo colectivo a lo individual; la tendencia a contar historias más relacionadas con el mundo interior de las personas, que con los sucesos nacionales. ¿Se puede hablar de Nuevo Cine Latinoamericano a estas alturas? ¿O es que va a ser siempre un «nuevo» cine si se propone abordar realidades distintas?

El cine latinoamericano también es muy importante en la historia de nuestra cinematografía porque la identidad latinoamericana fue orgánicamente sentida desde los primeros momentos de la fundación del ICAIC, y también fue utilizada por este para fortalecer nuestra unión con América Latina, lo cual no quiere decir que el ICAIC se mantuviera distante, ni mucho menos, de las mejores expresiones de las cinematografías de los países del entonces campo socialista. Pero Alfredo trabajó siempre con la convicción de que nuestra unión con América Latina era estratégica y vital, por lo que cuidó mucho esa relación del cine cubano y creo que eso nos marcó a todos, es decir, a la primera y segunda generaciones de cineastas del ICAIC.

Tú no estuviste en Viña del Mar.

No, yo me incorporo en el año 1974, cuando se crea el Comité de Cineastas en Caracas. Pero yo entro en el Comité en un momento en el que el propio Movimiento está repasando la década del sesenta. Es un momento en que se han acumulado las experiencias necesarias para revisar el proyecto de América Latina, tanto desde la idea de la liberación nacional, como desde su diversidad. Y este era un movimiento solidario, sobre todo con el Cono Sur, porque lo que venía caminando ya era impresionante en términos de represión de las dictaduras militares, el Plan Cóndor y todo lo que después hemos conocido más extensa e intensamente.

Ya hoy, después de los ochenta, ha aparecido una nueva generación que se reconoce en parte, o sencillamente no se reconoce, en los cineastas de las décadas 1960 y 1970. Y cada día que pasa uno sabe menos qué es el Nuevo Cine, ya que es muy diverso. El problema está en que «nuevo» fue el adjetivo que se utilizó continentalmente para acuñarlo frente a viejo, aunque con el vocablo viejo no hablamos del cine cubano antes de 1959, sino que estamos hablando de un cine latinoamericano importante, sobre todo en los países claves (Argentina, México, Brasil). Con «nuevo» pretendíamos marcar la ruptura, la separación. Pero esa separación marcó un proceso de constante renovación que no termina, que sigue hasta nuestros días y que lo que busca, en última instancia, es separarse del cine puramente comercial.

Llamémosle entonces Cine Latinoamericano Actual. Pero, hablando de tu prodigiosa memoria, de la que has dado pruebas fehacientes, yo te haría ya una última pregunta, que es la siguiente: mirando tu propia vida desde la perspectiva actual, ¿hay algo de lo que te arrepientes en tu trayectoria, algo que hoy harías de otra manera? ¿O piensas que no, que nunca actuaste equivocadamente?

No, no. Seguramente que me he equivocado muchas veces. Pero, si tuviera que decirte algo para cerrar —ya tengo setenta años—, me dedicaré mucho más a los proyectos personales que a los proyectos globales. Es decir, me preocuparé más por mis posibilidades como creador, en el orden personal, y que sean los más jóvenes los que se encarguen de muchas cosas que asumí durante todos estos años de vida en la Revolución.

Bueno, pues te deseo que tengas suerte y tiempo disponible.

Gracias.

(Del libro Por la izquierda. Dieciséis testimonios a Contrarriente. Tomo III. Selección y prólogo: Julio César Guanche y Ailynn Torres Santana. Ediciones ICAIC, 2013)

Tomado de: Cubacine

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Polémicas del cine y la Revolución en Cuba (Parte IV)

Manuel Pérez Paredes. Premio Nacional de Cine 2013

Por Ambrosio Fornet

De hecho, vivimos un momento muy intenso de eso que describes como unidad, cuando Alicia en el pueblo de Maravillas. Hubo un momento anterior, relacionado más bien con lo que decías del ajuste a los presupuestos, y fue el momento de Cecilia. Ahí Alfredo apuesta todas las cartas por un hecho artístico pocas veces visto en el cine cubano: la superproducción Cecilia, de Humberto Solás, película extraordinaria, de un despliegue visual y escenográfico tremendo, pero muy costosa, al punto que, de cierta forma, paraliza al ICAIC. Pero el fenómeno Alicia… no tiene nada que ver con esto del presupuesto… La reflexión con que se encara el fenómeno, no hacia el interior, sino hacia el exterior del ICAIC, es: no es posible, bajo estas condiciones económicas, tener varios centros de producción cinematográfica. Y la respuesta lógica era: si tiene que haber uno solo (lo más sensato desde un punto de vista económico), pues que sea el ICAIC. Pero el problema no iba exactamente por ahí, y ese es el momento en que creamos lo que yo llamo «el soviet del ICAIC», en el que participamos tú, yo y otros compañeros, incluyendo a Titón, a Santiago, a Humberto, etcétera. Lo llamo «el soviet del ICAIC» porque por primera vez, en mi escasa vida de revolucionario, vi funcionar un soviet. ¿Qué quiere decir esto? Que frente a un objetivo determinado, que era salvar al ICAIC y a su producción cinematográfica, se unieron todas las fuerzas internas del ICAIC: creadores, directores, asesores, técnicos, trabajadores de todos los departamentos. Éramos dieciocho personas, si mal no recuerdo, que nos reuníamos diariamente a discutir, y todo lo que se discutía y se decidía, iba inmediatamente a informarse a las distintas secciones, lo mismo a la Distribuidora que a la Cinemateca. Todos estaban, diariamente, al tanto de por dónde iba el proceso.

Tú estabas muy directamente relacionado con la cuestión de Alicia… porque recientemente se habían establecido los Grupos de Creación, dirigidos por Titón, Solás y tú, y esa película había salido de tu grupo, a través de Daniel Díaz Torres. ¿Cómo fue el proceso de producción de la película y cómo lo encararon ustedes después? ¿Qué hubo por parte de ustedes? ¿Una autocrítica…?

Yo creo que la Comisión de los 18 no se puede explicar si no se habla de los Grupos de Creación como atmósfera, como clima previo dentro del ICAIC. No es el único factor, es un antecedente inmediato, pero es bien importante. La creación de los Grupos fortaleció durante tres años (de 1988 a 1991) el sentido de pertenencia porque se formaron por afinidad con quien dirigía cada uno, pero también era determinante la identificación entre aquellos que los integraban. De pronto, en el grupo del que yo era responsable podía no estar alguien que aunque se comunicaba muy bien en términos personales y creativos conmigo, no se sentía cómodo con algunos de sus integrantes y prefería estar, por lo tanto, en el de Titón o en el de Humberto. Y también sucedía a la inversa. Era una unidad compleja, no exenta de riesgos y tensiones, pero yo la recuerdo como enriquecedora.

El trabajo consistía en analizar y aprobar un proyecto en todas sus fases: desde la idea hasta el guion ya listo para entrar en prefilmación (la sinopsis argumental, o sea, el despegue industrial y artístico del proyecto, debía ser aprobada, o no, por la Presidencia del ICAIC). Luego seguía el mismo proceso de asesoría del Grupo en la etapa de edición, hasta llegar a la mezcla final. Esto es algo complejo en la creación cinematográfica y tenía sus variantes y matices de acuerdo con las características del autor y de la obra en proceso: cómo ayudar respetando la autonomía del autor; cómo ser oportuno; cómo decir o cómo escuchar, desde la persuasión del intercambio de criterios y del debate, que un guion no funciona así como está, que necesita más trabajo o un replanteo más radical; o cómo se puede mejorar la edición quitando o cambiando algo, incluso incidiendo en propuestas de modificar la estructura.

La Presidencia del ICAIC descentralizó en esos años la toma de decisiones en sus etapas intermedias, pasándolas a los Grupos. Desempeñábamos un papel de colaboración en el proceso creativo sin limitar la responsabilidad del director como máximo responsable de la obra. Así, hasta el momento en que se concluía la mezcla final de la película y pasaba a ser aprobada o no por la Presidencia del ICAIC.

Vale aclarar que formar parte de los Grupos no era obligatorio. Cada uno de ellos estaba integrado por unos diez realizadores, pero hubo varios compañeros que se mantuvieron independientes y eran atendidos directamente por Julio.

Daniel [Díaz Torres] pertenecía a tu grupo.

Sí. El proyecto de Alicia… se presenta al Grupo en el momento que se está desarrollando en Cuba el llamado Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas (1986-1989). Cuando yo leo la primera versión del guion (finales de 1988), escrito por Daniel y Eduardo del Llano, con la colaboración del grupo Nos y otros, me interesó mucho como propuesta, pero saltaba a la vista que era muy extenso todavía. Había que ajustarlo en cuanto al tiempo y mejorarlo en ese proceso. Consideré, junto con ellos y después con los otros integrantes del Grupo, que estaba bien encaminado y muy a tono con el clima que se estaba llevando adelante frente a las causas subjetivas de nuestros problemas internos. Una sátira de nuestra realidad desde una mirada revolucionaria. De esto último no había la menor duda, si bien tenía conciencia de que podía provocar discusiones dentro del país.

Estamos hablando de un momento en el que se estaba llevando adelante la Perestroika en la URSS, su repercusión en el entonces campo socialista europeo y, en general, en el mundo. Esto iba incidiendo progresivamente, de diversas maneras, sobre nosotros. Pero el clima dominante lo daba nuestra Rectificación.

Finalmente, se filma y se edita la imagen en el primer semestre de 1990. Estas etapas no modificaron lo que yo había leído a finales de 1988. Era lo mismo, en esencia, convertido en obra concluida al terminar 1990. Pero en ese momento el mundo ya era, definitivamente, otro: la crisis galopante la expresaba, como hecho simbólico, el derribo del Muro de Berlín. Se había ido desmoronando, en cuestión de meses, el campo socialista europeo, y a la URSS le quedaba un año corto de vida…

Y de pronto, cae sobre la película todo un aguacero. Parecía desproporcionada esa reacción respecto a la película misma. Le pasó un poco como a P.M., por eso es que me pregunto qué fue exactamente lo que pasó ahí.

Julio vio la película y la aprobó en los últimos días de 1990. Se cortó el negativo y las primeras copias estuvieron listas a finales de enero del año siguiente. Tanto Julio como nosotros (Daniel, el Grupo, yo como responsable de este), teníamos conciencia de que la coyuntura se había ido haciendo más difícil para abrirse a planteamientos críticos, más aún en el estilo en que los expresa el filme. Creíamos en su validez e íbamos a defenderlo sin ignorar la situación existente. Estábamos totalmente dispuestos a escuchar y que se nos escuchase ante la disyuntiva de exhibirlo o no en ese momento.

Pero las cosas fueron más allá…

Alicia… se proyectó en niveles internos de dirección del país y supimos que Julio había participado en reuniones relacionadas con ella y con el ICAIC como organismo. Por su responsabilidad estatal, no nos tuvo al tanto de esas interioridades. Nos íbamos enterando de que empezaban a circular reproducciones del filme en video doméstico. Por aquí y por allá llegaban rumores y comentarios de opiniones que se daban en proyecciones que se realizaban en viviendas o instituciones… Se empezó a crear una atmósfera soterrada, políticamente desfavorable a la película. Aquí y allá se la calificaba como hipercrítica o negativa, e incluso contrarrevolucionaria. Las circunstancias objetivas y este proceder, previo a cualquier discusión-decisión con los realizadores del filme, se mezclaban para incrementar y deformar la carga crítica real de la película y la convertían en algo explosivo, lo que favoreció, desde temprano, los brotes de desmesura contra ella. Se empezaba a desnaturalizar cualquier discusión o debate riguroso sobre el filme.

Estamos en enero de 1991.

Sí, los primeros meses de 1991. La dirección de la Revolución se estaba planteando cómo enfrentar lo que se avecinaba. Empezaba lo que terminamos llamando Período Especial y todo se anunciaba como bien incierto y difícil. Aquí estamos ante un problema, creo que algo similar pero, también, me parece, algo diferente a las polémicas de las que hemos hablado. Una película cubana que, entre enero y abril de 1991, se va considerando por sectores de la dirección de la Revolución como dañina, ni siquiera apta para un debate abierto entre revolucionarios.

Nuevamente el problema de lo que es o no es oportuno en determinadas circunstancias o, más radicalmente, de algo que se rechaza de plano por cuestiones de principios, algo con lo que no se dialoga… Lo cual nos conduce a un problema de procedimiento: ¿qué debe hacer la Dirección del país ante una película realizada por revolucionarios y que se considera, por un sector importante de esa Dirección, en un rango que va de irresponsable a negativa? (eso, para no hablar de calificativos más graves, que para nosotros resultaban inaceptables). Todo esto en los meses en que se especulaba, en una parte del mundo, sobre «la hora final de Fidel Castro» y muchos iban haciendo las maletas para regresar a La Habana desde la Florida.

En el mes de marzo, Daniel, después de una reunión que tuvimos él y yo con Armando Hart, entonces Ministro de Cultura, le entregó una carta, que firmamos los dos, en la que exponía las razones que lo llevaron a realizar el filme y su plena identificación con la película, ya como obra terminada, defendiéndola y al mismo tiempo abierto a una discusión constructiva. El día 30 de abril, Daniel volvió a escribirle a Hart. Esta vez la razón fue el incremento desmedido de la sorda campaña crítica contra la película a partir de las proyecciones informales de las que nos seguían llegando versiones y rumores. Ya en aquellos momentos, los calificativos agresivos y las interpretaciones delirantes que se manejaban contra el filme, iban haciendo imposible el que todo esto concluyera con un debate positivo.

Se dirigían a Hart como Ministro de Cultura…

Exactamente. Y dos semanas después de aquella reunión, el 13 de mayo de 1991, nos llega la noticia de que el ICAIC va a ser disuelto, por acuerdo tomado en el Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros, para fusionarlo con los Estudios de Cine y Televisión de las FAR y con el ICRT. El compañero Enrique Román, que presidía el ICRT, pasaría a dirigir la Comisión encargada de la fusión de las tres instituciones. Julio García-Espinosa cesaba en su cargo de presidente del ICAIC y pasaba a asesor del Ministro de Cultura.

Esta información la dieron Hart en el ICAIC y Carlos Aldana en el ICRT. Ya cuando Hart estuvo allí, algunos compañeros le plantearon preocupaciones y dudas en torno al hecho y al procedimiento. Yo me encontraba fuera de la ciudad esa mañana… El argumento que se manejaba para explicar la fusión era atendible: viene el Período Especial y es necesario reducir gastos, centralizar equipos, recursos de toda índole, personal calificado… Los razonamientos se podían discutir, pero eran comprensibles. Nosotros teníamos la impresión de que eso podía ser verdad, pero que no era toda la verdad, e incluso, tal vez, muy poca verdad. Pensábamos que por la forma desjerarquizada en que quedaba el ICAIC en aquel proyecto de fusión, había una pérdida de confianza en nosotros.

Entre los centros productores de cine, el ICAIC pasaba a ser uno más…

Empezamos a reunirnos aquella misma noche algunos integrantes de los tres Grupos y otros compañeros. Creo recordar que estabas tú, estaban Titón, Daniel, Fernando Pérez, Juan Carlos Tabío, Rebeca Chávez y Senel Paz, Pastor Vega… No puedo precisar más, por el tiempo. Humberto estaba filmando El siglo de las luces…

Santiago Álvarez estaba en México. Se incorporó después.

Éramos unos ocho en un primer momento y llegamos a la siguiente conclusión: no permitir que aquello sucediera sin manifestar nuestro desacuerdo y discutir la decisión tomada. Claro que nos enfrentábamos a un hecho consumado, era un acuerdo tomado por el Consejo de Ministros que había sido publicado en la prensa y en los demás medios, por lo tanto, las perspectivas de modificarlo eran remotas o ninguna.

Así fue naciendo aquella Comisión que en uno o dos días, no recuerdo con precisión, llegó a estar formada por dieciocho personas, Santiago entre ellas, efectivamente. Ahí acordamos detenerla, porque para ser productivos en las discusiones y llegar a pasos concretos, en poco tiempo, no debíamos ser más. En la Comisión estaban representadas todas las tendencias, todas las corrientes dentro del ICAIC, integrantes de los tres Grupos, realizadores de dibujo animado, asesores artísticos… Más allá de nuestras simpatías o antipatías, personales o artísticas, lo que predominaba era un sentido de pertenencia para sostener una concepción de los procedimientos y la ética, y una manera de defender una posición en la cultura artística en un momento tan difícil como el que vivía Cuba.

Y hasta la existencia misma de un organismo que había demostrado que era capaz de trabajar con rigor.

Así mismo. Por eso, en lo inmediato nos dirigimos por carta al Ministro de Cultura, pidiéndole una reunión como primer paso. A partir de ahí, comenzamos a diseñar nuestra consideración fundamental: se ha tomado una decisión que pensamos es muy discutible y en la cual el ICAIC queda injustamente devaluado.

Lo increíble, es cómo gente tan diferente logró ponerse de acuerdo. En medio de complejas discusiones redactábamos cartas y documentos firmes y unificadores y decidíamos pasos concretos por consenso. Ahora, eso no se hubiese alcanzado si no hubiera una historia llena de debates anteriores, digamos, de entrenamiento… No se puede comprender si no miras la historia de esta institución llena de virtudes y defectos, pero que si una virtud preservaba en aquel momento, era su capacidad de polemizar dentro de una unidad básica de principios.

Llegamos a un punto, varios días después del 13 de mayo, en que frontalmente, un dirigente de la Revolución de aquel momento, me dijo que lo que de manera particular le preocupaba a él no era Alicia… sino la tendencia dominante que existía en el ICAIC…

Pero esa era una tendencia que venía de atrás.

Claro, y él fue sincero, frontal y bastante claro dentro del marco de una conversación. A los argumentos iniciales de la fusión se añadía, con más fuerza, la carga de la actitud contra Alicia… y hacia lo que se calificaba como «tendencia».

Aquí estábamos tocando ya el pollo del arroz con pollo. La tendencia no era Alicia… solamente; la tendencia podía ser también Plaff, podía ser Papeles secundarios u otras películas anteriores. Lo que hizo Alicia… fue ponerle la tapa al pomo porque, además, se había terminado cuando estaba comenzando un período dificilísimo para el país, de incertidumbre y sobrevivencia.

Yo también, como hicieron otros, trataba de meterme en la piel de los que pensaban distinto a mí. La única manera de lograr un diálogo constructivo y defender nuestra posición era tratar de comprender la lógica de los que habían tomado aquella decisión. No estábamos en las nubes, no éramos ajenos por sensibilidad y onciencia a lo que se nos venía encima. Esto sucedió en mayo-junio, y en agosto fue el golpe de Estado a Gorbachov en la URSS, se acaba el PCUS, Yeltsin toma el poder, en fin, el desastre escalonado… De hecho, una de las reuniones de la Comisión de los 18, en el Comité Central (tú te acordarás), se suspendió porque fue el momento del intento de derrocar a Gorbachov, un fracaso que recuerdo como algo ridículo. Yeltsin y sus seguidores manipularon la situación y él se convirtió en el líder de lo que iba a desembocar en la desaparición de la URSS.

O sea, que se estaba discutiendo una película al mismo tiempo que se estaba acabando un mundo. Recuerdo que yo iba, todos los días, de mi casa en el municipio Playa, al ICAIC, y al entrar en el municipio Plaza había una valla, en el puente de la Calle 23, que decía: «2El futuro pertenece por entero al socialismo». Yo me formé políticamente en una etapa en que 81 partidos comunistas de varios países, reunidos en Moscú, en 1960, proclamaron lo que esa valla sintetizaba: vivimos en la época de transición del capitalismo al socialismo. Pero dolorosamente no era cierto. Lo verdadero era que estábamos viviendo una situación que nos obligaba a un replanteo radical, sin abandonar las posiciones de principio. Sigo creyendo que el socialismo será el futuro, pero hay que replantearse y repensar muchas cosas para hacerlo realidad. Esa época de transición va a demorar más de lo que yo, y muchos como yo, nos imaginábamos.

Existe en la actualidad el proyecto de un socialismo del siglo XXI que no existía en nuestra época y al que tenemos que darle un voto de confianza… Manolo, esa Comisión de los 18 que se creó para responder a esta situación, fue un grupo, como ya decías, muy dinámico, muy activo, y vivimos una experiencia muy gratificante que fue la que reencauzó nuestra discusión y nuestra propia actitud. Estábamos de acuerdo con los motivos de la posible fusión de los organismos (un país en Período Especial no se podía dar el lujo de mantener tres instituciones productoras de cine), pero no estábamos de acuerdo con que no fuera el ICAIC quien dirigiera el nuevo organismo fusionado. Debía ser el ICAIC por su trayectoria y experiencia. Y el otro aspecto que tocamos, si mal no recuerdo, fue que, para dirigir este nuevo organismo creado por aquellos tres afluentes y dirigido por el ICAIC, debía venir una persona que gozara de nuestra confianza. En qué sentido esto último: en el sentido de que tenía que ser una persona de la cultura, que tuviera conocimiento de la trayectoria del ICAIC y del cine cubano y que fuera capaz de proyectarse hacia el futuro con la seguridad que nosotros esperábamos. Y un día en que estábamos reunidos los dieciocho —el soviet en pleno—, tocaron a la puerta. Y cuando abrimos, vimos que quien estaba tocando y pidiendo que se le permitiera entrar, era Alfredo Guevara. ¿Qué fue exactamente lo que sucedió?

Yo lo recuerdo de la siguiente manera. Mientras se desarrollaba nuestra protesta, desacuerdos y diálogos con Armando Hart, se toma la decisión de estrenar Alicia… en los cines del país. La información de la disolución se había dado el 13 de mayo y el estreno fue el 13 de junio. Pero nos enteramos informalmente que se exhibiría la película acompañada de una movilización, hacia los cines, de los militantes del Partido. Algo excepcional, que desnaturalizaba aún más la relación del público con el filme; un dato más para complicar los argumentos iniciales de disolución y fusión, y un hecho adicional para enrarecer aún más el diálogo. Todo se iba poniendo cada vez más difícil.

Por la manera en que se desarrollaban los acontecimientos, era evidente que existían, frente a nosotros, por lo menos, dos actitudes diferentes. Los que estaban por dialogar y los que consideraban que con nosotros no había nada que hablar.

La movilización de militantes para cuidar el estreno —de jueves a domingo en los cines de La Habana y el fin de semana en las capitales de provincia— puso al rojo vivo la situación. Nosotros habíamos planteado en más de una reunión que considerábamos que Alicia… debía estrenarse normalmente, ser criticada o celebrada como cualquier película, por críticos y por el público, no convertirla en un «caso». Pero la desmesura se había entronizado en todo el asunto y estaba en plena espiral. La movilización de militantes coincidió con una reunión del Consejo Nacional de la UNEAC que se pronunció críticamente contra la movilización, considerando que no procedía de ninguna manera esa actitud hacia la película.

Yo fui con mi esposa por algunos de los cines de La Habana donde se exhibía, porque quería ver lo que estaba pasando. Llegamos al cine Ambassador y nos encontramos con una cola esencialmente de hombres, muy pocas mujeres, esperando para entrar a la siguiente función, porque la sala estaba llena. Había una situación especial en los cines; en cada uno se había instalado como un puesto de mando. Fui hacia la puerta de entrada, ya que tenía un pase histórico, y me encuentro con una portera, que no era la habitual, que me informa: «No, ese pase no vale hoy». Le respondo que no pretendía sentarme a ver la película, que solo quería pasar a la sala y observar un rato la reacción del público. Ella me repite que el pase no valía ese día y agrega: «En relación con el público, yo le puedo decir lo que ellos piensan: la película no le gusta a nadie». Mi esposa no se pudo controlar y le dice que eso no es verdad. La mujer se levanta y le responde: «¿Usted me está llamando mentirosa?». Aquello amenazaba complicarse en demasía, en pocos segundos, en la puerta de un cine, y ese no era mi objetivo, y decidí irme de allí… con la presión un poco más alta, como es natural.

En medio de la tensión de ese peculiar estreno, es que los dieciocho decidimos escribirle directamente a Fidel, poner en su conocimiento de manera directa nuestro punto de vista y pedirle su intervención. Santiago Álvarez llevó la carta al Consejo de Estado. Al día siguiente nos contesta Fidel diciéndonos que inmediatamente después de concluidos los días de exhibición, se crearía una Comisión, al más alto nivel del Estado, que dialogaría con los dieciocho firmantes de la carta, sobre las incidencias ocurridas (esta fue la Comisión presidida por Carlos Rafael Rodríguez e integrada por Carlos Aldana y Alfredo Guevara).

También por aquellos días nos enteramos de que la dirección de la Revolución había mandado a buscar a Alfredo Guevara, que estaba de Embajador de Cuba en la UNESCO, en París. Él llegó a La Habana después que Alicia… ya había terminado el ciclo de proyecciones planificadas. Como bien recuerdas, un lunes por la tarde se presentó en el salón donde nos reuníamos los dieciocho. Antes ya había conversado con Fidel, e imagino que también con otros dirigentes, y estaba informado de lo medular que había sucedido y el punto en que se encontraba la situación. Nos dijo que había venido con la misión de tratar de ayudar a superar las dificultades que se estaban produciendo en el diálogo. Todos estábamos de acuerdo en que no había mejor interlocutor para que el debate fuera fructífero. Pero, históricamente, como parte de la vida interna del ICAIC, se habían dado muchos diferendos entre Titón y Alfredo, y las relaciones habían quedado lastimadas en el período en que este último pasó a ser Embajador en la UNESCO.

Alfredo planteó que aquel proceso no se podía llevar a feliz término si él y Titón, que estaba presente, no resolvían sus discrepancias. Y, de una manera ejemplar, tanto Alfredo como Titón dejaron a un lado los asuntos y enfoques que los distanciaban y sellaron una unidad, como compañeros, ante la situación que se enfrentaba. Fue un momento de grandeza por parte de ambos. Estaremos de acuerdo, tú y yo, que en aquella experiencia salió lo mejor de nosotros mismos. En sus pocos meses de vida, se mostró cómo las pequeñeces se fueron al diablo y primó entre nosotros la idea de la unidad para defender aquel proyecto, que era cinematográfico, que era cultural y que, a la larga (y esta es una conclusión a la que yo he llegado con los años), era un proyecto de vida, una manera de ver las cosas y de actuar sobre ellas. Después de todo un proceso fructífero, de discusiones y análisis, no hubo tal fusión y el ICAIC siguió existiendo. Claro, la vida ha dado también otros golpes, pero esa es ya otra historia.

A eso era a lo que le llamabas la unidad en la diversidad, que es en este caso una unidad no estática, sino dinámica. ¿Por qué? Porque es una unidad que se proyecta hacia el futuro, hacia tareas, hacia metas que uno mismo se impone y por las que vale la pena luchar.

Y estamos hablando de una forma de la unidad que es altamente riesgosa y que es, al mismo tiempo, imprescindible.

(Del libro Por la izquierda. Dieciséis testimonios a Contrarriente. Tomo III. Selección y prólogo: Julio César Guanche y Ailynn Torres Santana. Ediciones ICAIC, 2013)

Tomado de: Cubacine

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