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La eterna ronda de Max Ophüls

Max Ophüls, cineasta alemán (1902-1957)

Por Armando Quesada Webb

Un hombre toma sus guantes y sombrero, le da la mano a su mayordomo y sale de su lujoso hogar. Dando un paso en la calle, vuelve su mirada hacia la entrada. Ahí está la borrosa figura de una joven que lo observa con inocentes ojos de amor y admiración. La silueta pronto desaparece, y el hombre, resignado, se sube al carruaje que lo dirigirá al escenario de su muerte. Esta serie de imágenes, de una potencia dramática abrumadora, pertenece a Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948), filme de Max Ophüls basado en la novela homónima de Stefan Zweig. En él, se vislumbran todos los elementos asociados al cine del realizador alemán: los ambientes burgueses de Viena, la cámara prodigiosa y, por supuesto, los personajes femeninos víctimas de sus propios sentimientos.

Resulta irónico que Ophüls realizara en Estados Unidos, país donde nunca se sintió bien recibido, la que considero su mejor película. A diferencia de otros cineastas alemanes exiliados que trabajaron en Hollywood, como Fritz Lang y Billy Wilder, Ophüls no fue debidamente apreciado en aquella época. Fue hasta varias décadas después, cuando ya había muerto, que le fue otorgado el lugar que merecía en la historia del cine. Esto gracias a la revaluación que hicieron los críticos de Cahiers du Cinéma y a la admiración que le profesó Stanley Kubrick, quien lo definió como un artista que poseía «todas las cualidades posibles».[1]

Ahora bien, cuando se lee sobre Ophüls, hay dos elementos que siempre se destacan: las tramas amorosas y las minuciosas puestas en escena abundantes en planos secuencia. ¿Pero acaso esto es todo lo que ofrece? ¿Romances e imágenes bonitas? Limitar su obra es un error fácil de cometer. En realidad, debajo de sus frívolos protagonistas subyace una serie de ideas que obsesionaron al realizador; estas se manifiestan con claridad al examinar las películas de su última etapa, a partir de Carta de una desconocida.

Este análisis, sin embargo, prescinde deliberadamente de dos filmes: Atrapados (Caught, 1949) y Almas desnudas (The Reckless Moment, 1949). En ambos, queda en evidencia que el autor se encontraba severamente limitado por el sistema de estudios hollywoodense que tanto cuestionó y que no mucho después motivó su regreso a Europa. Aunque estas películas no están exentas de virtudes, no encuentro la misma esencia artística de Carta de una desconocida o de sus producciones posteriores.

Debido a eso, resulta apropiado concentrarse en las obras que mejor reflejan sus preocupaciones filosóficas y estéticas, para así poder delinear con mayor exactitud su concepción del amor y de los sentimientos humanos.

Un cineasta banal

Las poderosas imágenes que Max Ophüls creó al lado de directores de fotografía como Franz Planer o Philippe Agostini provocaron que la discusión sobre su trabajo tendiera a centrarse casi exclusivamente en el rigor técnico y no en el contenido dramático, o en la relación entre ambos elementos. Juan Carlos González explicó que, por mucho tiempo, los críticos lo desdeñaron y solo fueron capaces de ver la «brillante superficie de su cine»,[2] al que catalogaron como un puñado de «artificios vacíos», encasillando al director como un estilista superfluo.

No obstante, teóricos como Richard Brody se oponen ahora a esa interpretación. Para el crítico estadounidense, el error es confundir la devoción al estilo con falta de sustancia,[3] porque Ophüls, en realidad, está observando las profundidades que sugieren las superficies.

Todas las pretensiones y manierismos de sus personajes son máscaras para esconder la tragedia interior que experimentan, casi siempre ocasionada por el resultado fatal de romances en un principio idealizados. Cuando explora estas ideas, la técnica del autor no es gratuita; su cámara siempre tiene una intención dramática. Tag Gallagher, por ejemplo, afirmó que los planos secuencia sirven para enfatizar deseos, emociones y ansiedades.[4]

En Lola Montes (Lola Montès, 1955), su última película, Ophüls llevó su perfección formal al extremo. Los juegos de luces, la yuxtaposición de símbolos visuales y las magníficas transiciones del montaje embellecen la historia a tal punto que resultaría lógico concluir que se trata de una idealización de la Europa del siglo XIX. Sin embargo, la película le insiste reiteradamente al espectador que aquello que se muestra son historias; nada más que pedazos de una ficción. Ophüls no añoraba del pasado, sino que —como dice Brody—señalaba los vicios del ayer y evitaba caer en la nostalgia.

Tal como sucede en el circo que expone a Lola, en el burdel de El placer (Le plaisir, 1952) o en las calles vienesas de Carta de una desconocida, lo banal y lo trascendental convergen y se vuelven interdependientes; ambos son igualmente fundamentales en su corpus cinematográfico. Así lo delinea González: «Toda su obra es estilo, es precisión técnica llevada al extremo y puesta al servicio del único tema que pareció interesarle: las dolorosas y contradictorias tribulaciones del corazón enamorado».[5]

Amores trágicos, amores corrompidos

El final de Carta de una desconocida es aún más poderoso si se comprende su resonancia con los filmes posteriores de Max Ophüls. No se trata solamente de una recurrencia de temas, sino que hay una conexión más profunda; sus últimas películas son una sola tragedia en conjunto.

Se puede demostrar esto haciendo un recorrido en reversa desde Lola Montes. En esta obra, como en todas las demás, vemos a una mujer que ha sufrido por amor, pero que, a diferencia de las otras protagonistas, está resignada y ha aceptado su destino. El circo la exhibe como «la mujer más escandalosa», un raro y exótico espécimen, y se les pide a los miembros de la audiencia que pregunten lo que quieran sin ningún pudor. A Lola no parece humillarle esta circunstancia, más bien la acepta y participa del acto. Lola Montes es una película audaz estética y temáticamente, cuya cualidad esencial, según el crítico Diego Galán, es su anacronismo.[6]

En esta historia, el amor no es más que un placer transitorio, que no por ello deja de ser hermoso. Lola debe rendir cuentas por disfrutar de ese placer, por amar libre y pasionalmente. Pero ella se apropia de haberse convertido en objeto de la mirada, en una mujer-fiera condenada a estar en una jaula. No hay humillación alguna para ella; rompió tabúes, amó y disfrutó, y ahora debe ser juzgada. Ese es el precio de ser libre o, por lo menos, de haber querido serlo.

El gran contraste de Lola Montes con las demás obras del realizador es cómo su personaje central se deshace de cualquier pretensión y acepta todo por lo que es. Para la protagonista del filme anterior, Madame de… (1953), la imagen está por encima de todo, incluso de la pasión. El amor siempre se desgasta y por eso «la única victoria es la huida», dice uno de los personajes citando a Napoleón.

La película comienza con Louise vendiendo los pendientes que le regaló su esposo, con quien ni siquiera duerme en la misma cama. Ambos saben que ya no hay deseo, pero deben pretender lo contrario para mantener una imagen social. Después de una serie de peripecias, las joyas vuelven a la protagonista como obsequio de un nuevo amante; ahora son un símbolo de un amor fresco y renovado. Pero, como en todos los romances de Ophüls, el argumento se resuelve con un destino fatal. Este se manifiesta de forma muy similar a Carta de una desconocida. Primero, una despedida en la estación; luego, un duelo que representa las consecuencias del romance.

González apunta que esta etapa del cineasta, la de su regreso a Francia, se caracteriza por el balance perfecto entre lo clásico y lo barroco.[7] Esto es evidente en Madame de…, pero todavía más en El placer, donde tres relatos de Guy de Maupassant se conectan mediante la narración de un álter ego del escritor, un guía entre lo sagrado y lo profano. Lo primero que dice el Maupassant del filme antes de iniciar con sus relatos es que «no quisiera escandalizar». Aquí Ophüls juega con el pudor una vez más.

En las dos historias iniciales, el placer es sinónimo de llenar un vacío emocional. La primera trata de un anciano que se viste de joven y va a fiestas nocturnas. Lo hace impulsado por «la pena de lo que fue»; es decir, por el deseo de revivir el placer de la juventud. La segunda historia muestra a un grupo de hombres solitarios que buscan un escape en el placer momentáneo que ofrece el burdel del pueblo. Cuando las prostitutas se van a un bautizo, a ellos no les queda otra opción que sentarse juntos a compartir su miseria.

El tercer relato es el más oscuro, porque es el que expone a qué lleva esa búsqueda de placer. Dos jóvenes confunden el placer con el amor, lo cual les provoca heridas emocionales y la aproximación a la muerte. Para Ophüls, el amor se diferencia del placer porque necesita una concordancia de almas. ¿Existe algo así?

La última parada de este recorrido es La ronda (La ronde, 1950). Al igual que El placer, se trata de una antología, esta vez basada en una obra de Arthur Schnitzler. También hay un guía que entrelaza las historias: un álter ego del mismo director. El narrador es la encarnación del deseo, un ser que conoce los más profundos anhelos de hombres y mujeres. Este personaje rompe la cuarta pared; habla directo a la cámara, camina por los escenarios e interactúa con la orquesta que interpreta la música del filme. La ronda es sobre el arte de dirigir en sí mismo, el cual Ophüls nos revela, a través de su álter ego, como un acto de absoluto placer.

Este filme destaca por su tono cómico y por ser más modesto estilísticamente, pero la idea central es la misma: el placer lleva a la decepción. Los romances son cortos y los hombres desaparecen luego de obtener lo que quieren para buscar una nueva aventura. Así, la ronda de la pasión sigue y sigue dando vueltas, como explica jocosamente el guía. Por más decepciones amorosas que se vivan, siempre estará la posibilidad de un nuevo romance. Por eso la ronda nunca se detiene.

Revelaciones tardías: la tragedia compartida

¿Cómo es posible navegar por el universo de Ophüls y concluir que es frívolo? Hablamos de un cine lleno de matices, de miradas inocentes y corazones rotos, de mentiras y sabotajes, de placer y soledad. Todo esto es proyectado con la mayor elocuencia creativa en Carta de una desconocida.

Dentro de su hipnótica narración hay pocas certezas. Ni siquiera sabemos si lo que describe Lisa en su carta es verdadero, pero sabemos que sus sentimientos lo son. No obstante, para Stefan, ella solo fue una mujer más, otra montaña que escalar. Pero hay algo de inocente en él también. Ambos estaban lidiando con algo más allá de su entendimiento, dice Lisa en su carta, como si su destino fatal se encontrara predeterminado por una fuerza superior. Pero esta no solo trasciende el entendimiento de los personajes, sino del director y del espectador.

González es tal vez quien más se aproxima a ese concepto, describiéndolo como «la permanencia de los sentimientos, enfrentada a la transitoriedad de existir».[8] Gallagher apunta que, durante la mayor parte del metraje, Stefan se muestra siempre cubierto de sombras, mientras que Lisa está siempre iluminada.[9] Esto cambia en la última escena, cuando Stefan ve la imagen borrosa de Lisa antes de dirigirse a su muerte. Aquí, el pianista está cubierto de luz porque finalmente es consciente de lo que hizo. Por eso no escapa del duelo, sino que decide enfrentar las consecuencias de sus actos por primera vez en su vida.

Para Max Ophüls, el amor es un seductor engaño que inevitablemente lleva al desencanto o incluso a la muerte, ya sea literal o simbólica. Esa es la eterna historia que nos repite una y otra vez. Por eso en la escena del intento de suicido en El placer, la cámara toma una perspectiva en primera persona; se está reafirmando que en esa posición han estado o estarán eventualmente todas las personas a causa del desamor.

Al igual que sus personajes, Ophüls no puede evitar caer en ese hechizo y subirse una vez más a la hermosa ronda sin fin, aun sabiendo cuál será su destino. Esa es la tragedia sobre la condición humana que subyace en su obra.

Notas y referencias:

[1] Nick Wrigley, «Stanley Kubrick, cinephile» en Sight & Sound, 2013. {Revisado en línea por última vez el 2 de julio de 2021}. (T. de A.).

[2] Juan Carlos González A., «Max Ophüls: Vivir por amor al arte… de amar» en Revista Universidad de Antioquia #270, Medellín, 2002, pp. 129-134.

[3] Richard Brody, «Movie of the Week: ‘Letter from an Unknown Woman‘» en The New Yorker, 2015. {Revisado en línea por última vez el 27 de junio de 2021}.

[4] Tag Gallagher, «Max Ophuls: A New Art – But Who Notices?» en Senses of Cinema, 2002. {Revisado en línea por última vez el 27 de junio de 2021}.

[5] Juan Carlos González A., op. cit.

[6] Diego Galán, «‘Lola Montes’, un bello espectáculo» en El País, 1984. {Revisado en línea por última vez el 27 de junio de 2021}.

[7] Juan Carlos González A., op. cit.

[8] Ídem.

[9] Tag Gallagher, op. cit.

Tomado de: Correspondencias. Cine y pensamiento

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La victoria: Documento de un ideario

Por Marisol Aguila @aguilatop

Encontrar entre las cuarenta películas europeas que exhibió la 23° edición del Festival de Cine Europeo el híbrido entre ficción y documental La victoria, del director alemán Peter Lilienthal, filmado en Chile en el contexto de las elecciones parlamentarias de 1973, apenas unos meses antes del golpe de Estado, es un descubrimiento de un documento fílmico con características históricas que casi no se ha visto en nuestro país.

Fue recién el año pasado con motivo de los 50 años del triunfo de Salvador Allende, que el Centro para las Humanidades de la Universidad Diego Portales estrenó en línea con subtítulos en castellano la película de este nonagenario director (que a los diez años huyó del nazismo con su madre hacia Uruguay), que retrató la ebullición política de Chile durante la Unidad Popular. Dado que el filme fue producido para la televisión alemana, que la exhibió apenas unos días después del golpe de Estado el 17 de septiembre de 1973 como registro histórico, La victoria está doblada al alemán y no existe copia con sonido original en castellano. Antes de su exhibición en 2020 sólo había tenido proyecciones privadas en el Goethe Institut a los padres de la fallecida protagonista Paula Moya en 1987 y 2003, con una deficiente traducción al castellano.

En una vanguardista apuesta que impulsaba Lilienthal ya en 1973 mezclando ficción con documental, La victoria se vale de la historia de la joven Marcela, que llega a Santiago desde el sur buscando trabajo como secretaria, para tomarle el pulso a las calles en plena campaña electoral antes del quiebre democrático (donde la diputada socialista Carmen Lazo va a la reelección y se puede apreciar su extraordinaria oratoria y cercanía con la gente), al trabajo comunitario y las campañas de alfabetización en las poblaciones en que la protagonista es voluntaria, y a las masivas manifestaciones populares defendiendo el gobierno de Allende.

Esta modalidad de presentar una historia de ficción con un entorno registrado en estilo documental tenía como método de trabajo una filmación suelta y rápida, con un equipo pequeño y flexible capaz de registrar los acontecimientos de la frenética realidad y sus expresiones espontáneas. Su entonces director de fotografía, el reconocido director Silvio Caiozzi, que venía llegando de estudiar en Estados Unidos y pudo filmar un gran número de películas que se estaban realizando en Chile gracias al fomento estatal, señala que no había un estilo fijo, sino que éste se adaptaba a lo que se estaba filmando y que el sonido sólo era de referencia, porque la película sería doblada al alemán. Caiozzi llegó a la película a través de su socio, el cineasta Helvio Soto, quien oficiaba como productor.

La victoria cuenta con el guión del escritor chileno Antonio Skármeta, que seguiría colaborando con Lilienthal en otras cinco películas, entre ellas la que fue rodada en Chile a fines de los 80, que también está en alemán y donde aparecen unos jovencísimos Amparo Noguera y Francisco Reyes: El ciclista del San Cristóbal (1989), basado en un cuento suyo sobre un joven ciclista que a fines de la dictadura busca ganar el tour de Chile. Ambas obras cristalizan la mirada de Lilienthal sobre Chile, contrastando el anhelo colectivo de una vida mejor a principios de 1973 con la desazón, los intereses del régimen y la corrupción incluso en el deporte a fines de la dictadura. En primera instancia, el cuento del ciclista se filmaría primero, pero ya en terreno al percatarse del clima político y efervescencia de los setenta en el país, Lilienthal cambió el protagonista de un hombre a una mujer y priorizó la historia de Marcela.

El propio Antonio Skármeta aparece en una escena de La victoria donde le toma una especie de examen de dactilografía a Marcela, así como también participa la nombrada diputada Carmen Lazo en el seguimiento documental de su campaña o el entonces Intendente de Santiago, Jaime Faivovich. Lo mismo sucede con el director chileno Raúl Ruiz, que participa en una reunión festiva en la casa del tío de la protagonista, que parece un homenaje al estilo ruiciano, con puertas de las que entran y salen personajes, con cambios de luz, acciones que ocurren en primer plano distintas a las del fondo. Después del golpe de Estado, sería el propio Lilienthal quien lograría sacar del país hacia el exilio a Skármeta y Ruiz a través de becas truchas, reuniéndose con ellos en Marruecos, en África del Norte.

Como un buen observador social adelantado a su época, Lilienthal plantea en La victoria varias cuestiones desde lo que hoy se consideraría una perspectiva de género, tales como la violencia intrafamiliar, que se comenta en una reunión de mujeres en la población, las dificultades de que los hombres “dejaran” estudiar a las mujeres porque lo consideraban innecesario o la diversidad de las familias compuestas por jefas de hogar, viudas o con marido.

En los diálogos de personajes secundarios o de actores naturales (que muchas veces hacen de sí mismos) se evidencia las discriminaciones que sufren las mujeres en el mundo del trabajo, como en las recomendaciones que le da el jefe a la protagonista sugiriéndole que no se ría fuerte y que limite sus conversaciones. A la espera de los resultados electorales de la diputada Lazo, se escucha en la televisión que aumentó el voto femenino en las elecciones parlamentarias (en que la Unidad Popular incrementó sus diputados) respecto de las mujeres que votaron por Allende en 1970.

El impacto que dejó en Lilienthal haber vivido en una de las democracias de más larga data en Latinoamérica como es la uruguaya, que intempestivamente fue quebrada por un golpe de Estado, se tradujo en historias donde personas comunes y corrientes se ven sorprendidas por las circunstancias. Como es el caso de Marcela, que al llegar a Santiago a intentar una nueva vida de trabajo se vuelve testigo y partícipe de un período histórico y una propuesta política que en ese entonces prometía alcanzar la victoria.

Tomado de: El Agente. Crítica de cine

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Angela Schanelec: «Lo verdadero es la percepción de quien observa» (+Video)

Angela Schanelec, cineasta alemana

Por Astrid Riehn

“Solo le pido una cosa, no tergiverse mis palabras. No entiendo como a veces pasa eso. Trato de expresarme de forma muy precisa”, pide Angela Schanelec desde Berlín poco después de finalizada esta entrevista con Página/12. De que la cineasta alemana es muy precisa no quedan dudas: pocos entrevistados hacen pausas tan largas e inquietantes antes de responder a una pregunta, o incluso mientras la están respondiendo. Sin embargo, son esas largas pausas reflexivas de la directora de películas como La suerte de mi hermana (1995) o Atardecer (2007) las que dan cuenta de su compromiso con lo que tiene enfrente. Ya sea un burro, un niño susurrando la canción Moon River o una mujer recostada frente a una tumba, por mencionar apenas algunas de las escenas de su última película, Estaba en casa, pero… o, como en este caso, una periodista argentina entrevistándola a través de Zoom.

A partir de este jueves, los cinéfilos latinoamericanos podrán ver en la plataforma Mubi la más reciente película de Schanelec, por la que se alzó con el Oso de Plata a la mejor dirección en el Festival de Berlín 2019 y fue premiada unos meses después en la misma categoría en el Festival de Mar del Plata. Como suele suceder con el cine de Schanelec, su trabajo generó defensas y críticas encendidas. Sobre todo porque, desde su película previa, El camino soñado (2016), el cine de esta directora que forma parte de la llamada Escuela de Berlín surgida a fines de los 90 —que también integran autores como Christian Petzold y Thomas Arslan— profundizó aún más su naturaleza fragmentaria y elíptica. Por eso la noción tradicional de argumento le es esquiva a sus películas. Sin embargo, podría decirse a modo de resumen que la protagonista de Estaba en casa, pero… es Astrid (Maren Eggert), una mujer que enviudó hace unos pocos años y quedó sola a cargo de sus dos hijos. Al principio de la película nos enteramos que el mayor estuvo perdido, pero regresó a casa. Nunca quedará claro cómo se perdió, dónde estuvo ni qué pasó exactamente. A Schanelec no parecen importarle las causas, sino en todo caso, los efectos. La forma más que el fondo. En su cine eso significa que lo realmente cardinal es el movimiento de las manos de ese chico agotado, desanudando los cordones de sus zapatillas. O el frío blanco de las paredes de su casa, que tal vez diga más sobre el estado emocional de su familia que lo que esta expresa verbalmente.

Sus personajes suelen ser serios y controlados. Pero cuando aparece en ellos la emoción, estallan. En su última película, Astrid dice que la verdad aparece cuando se pierde el control. ¿Son estas escenas una forma de acercarnos a la verdad como espectadores?

No. Mientras no considere necesario que las emociones “estallen”, siguiendo sus palabras, no lo hago. Lo hago cuando lo considero necesario y correcto. Esas escenas no tienen más relevancia que otras.

¿Qué sería, en todo caso, la verdad en el cine?

Lo verdadero es la percepción de quien observa. Y lo que se genera en el espectador a través de lo que ve. Esa es la única verdad relevante.

Sus películas están hechas de contrastes emocionales y también narrativos. Tras la escena emotiva del reencuentro de Astrid con su hijo la vemos lidiando con el costado banal de la vida: comprando una bicicleta, llevando la campera de su hijo a la tintorería… ¿Qué busca generar con esos contrastes?

No elijo las escenas por su diferencia de contenido para generar algo específico. Las elijo porque (hace una pausa y ríe) porque me interesan en relación a lo que a fin de cuentas importa en la película. Cualquier película siempre lidia con la posibilidad obligada de alcanzar un desarrollo temporal. Y en esa posibilidad están contenidas todas las opciones. En el momento en que no ofrezco lo que se espera en base a lo que estamos acostumbrados a ver, sino que cuento lo que para mí es relevante… Por ejemplo: al principio de Estaba en casa, pero…, el hijo aparece en la escuela. Uno esperaría ver cómo después de eso, madre e hijo llegan a casa y cómo es la primera situación en casa. Si rodara esa escena, mis posibilidades serían mucho más limitadas porque debería cumplir con ciertas expectativas, incluyendo las mías.

Se refiere a cuando la madre se reencuentra con el hijo perdido.

Sí. El niño está en una sala y hay un hombre. Aparentemente es una escuela. Y aparece la madre. Y por la reacción de la madre percibimos que, evidentemente, lo extrañó mucho, sino no se arrodillaría ante él, ¿verdad? Uno quizá esperaría ver en la próxima escena cómo los dos llegan a casa. Pero en lugar de ello veo a la madre en la casa con otro de sus hijos, la hermanita. El hijo no está. Si mostrara como el chico se reencuentra con la hermanita, después de haber mostrado cómo se reencuentra con la madre, cumpliría con la expectativa. Pero eso no me interesa para nada. Porque es algo que el espectador puede imaginarse por sí solo, sin esfuerzo. Me parece más interesante pasar esto por alto y contar cómo sigue un día así. Busco una manera de contar que me interese lo suficiente como para llevarla a cabo durante ese proceso eterno que implica hacer una película, de dos, tres años o más; para mantener vivos mi propio interés y curiosidad. No puedo lograr eso si me muevo dentro de una narrativa convencional.

Por eso tampoco vemos los primeros instantes de ese abrazo inicial entre madre e hijo. La cámara sigue mostrando la puerta por la que entró la madre. Recién vemos el abrazo unos segundos después.

Sí, se la ve arrodillada junto al hijo. Pero usted habla de abrazo. No sé si hubo abrazo. ¿Comprende lo que le digo? En ese momento que usted describe está la verdad, pero porque es su verdad. Yo no se la puedo mostrar. A eso me refiero cuando digo que si se puede hablar de algún tipo de verdad, esta solo puede estar en quien mira. No soy yo la que sabe lo que es verdad y por eso lo quiero contar.

En la película hay situaciones inesperadas relacionadas con el lenguaje, como cuando Astrid entra a la sala de profesores y en vez de “cuerpo docente” (“Lehrkörper” en alemán) habla de “radiadores” (“Heizkörper”). ¿Le gusta sacudir al espectador como para que no se pueda acomodar en cierta lógica discursiva, mantenerlo atento?

Ella no dice «radiadores» para que el espectador se mantenga atento. El espectador se mantiene atento porque ella dice «radiadores». ¿Entiende la diferencia? No pienso en mantener atento al espectador, sino en lo que ella podría decir. Al escribir me di cuenta de que me imaginaba a Astrid cambiando una palabra. Escribo y van apareciendo cosas. Si eso irrita al espectador, bueno…es así. Pero no escribo para irritar al espectador.

¿Nunca piensa en el espectador durante su proceso creativo?

El espectador soy yo. Y como hago todo para que me interese a mí, ese es el objetivo. Parto de la base de que también interesará al espectador, porque yo no soy una persona especial. Soy alguien como cualquier otro. Por eso pienso todo el tiempo en el espectador. Pero cuando trabajo no hay un espectador. Solo puedo tomarme como referencia a mí.

En sus películas abundan los personajes de actrices. Usted misma fue actriz y personifica a una en Atardecer. En Estaba en casa, pero…, Astrid dice que los actores usan su cuerpo para mentir. ¿Usted también cree que los actores son una suerte de farsantes?

En primer lugar, los actores son personas (risas). Pero como actué durante muchos años, entre mis 19 y mis 27 siempre cambiaba de ciudad y todos mis amigos eran todos actores. Fui actriz tanto tiempo que la complejidad de esa existencia, de ser alguien y hacer siempre como que se es otro, me resulta simplemente algo muy presente y consciente. Por eso cuando empecé a rodar siempre empleé actores, pero también desarrollé un fuerte interés en los no actores.

¿Por qué elige trabajar a veces con no actores?

Si pudiera, si fuera posible, haría todo con no actores. Pero es complicado encontrar un no actor adulto que pueda representar algo que escribí, ya que no son improvisaciones. O que no trabaje de otra cosa y pueda dedicarle 20 días a un rodaje. En primer lugar, me parece muy interesante filmar caras que por lo general no vemos, que no conocemos. No tengo ninguna necesidad de trabajar con actores conocidos. Además, cuando encontrás a alguien el proceso puede ser muy hermoso, porque nunca gira en torno a preguntas sobre la caracterización o los cambios que sufre el personaje, sino sobre la persona en sí que tenés delante de la cámara. Hay muy pocos actores con los que realmente me dan ganas de trabajar, como por ejemplo Maren (Eggert). Pero Maren también me interesa como persona. Entonces que además actúe en mis películas es un gran alivio. Por otra parte, cuanto más viejo sos, la forma de estar y la disposición a existir delante de la cámara se vuelven más complicadas y complejas. Esto se nota cuando hay un niño delante de la cámara. Un niño simplemente juega. Con un niño podés lograr que la cámara no le importe. Es una forma de tener a una persona delante de la cámara que está ahí, presente, existiendo.

Hablando de niños. Hay muchos en sus películas. Pero son muy serios. No suelen reír ni sonreír frente a la cámara.

(Risas). No son niños serios. Se ven serios porque les pido que estén serios.

Por supuesto. ¿Pero por qué los hace aparecer tan serios?

¿Me puede explicar cuál sería la diferencia si los niños sonríen?

No me refiero a que deban sonreír todo el tiempo. Pero los niños en sus películas suelen verse algo tristes o melancólicos. No sonríen.

Sí, es verdad. Pero a mí no me parecen melancólicos por eso. Los niños serios me parecen muy hermosos. (Hace una pausa). En mí tienen otro efecto. No los encuentro melancólicos. Los encuentro serios. Y esa seriedad es algo que me interesa.

¿Podría explayarse un poco acerca de este interés en la seriedad?

En El camino soñado, por ejemplo, hay una escena en la que hay muchos niños en una pileta. Están todos sentados y callados en la escalera. Es llamativo si observa a todo el grupo de unos 20 niños, todos sentados, y ninguno ríe (hace una pausa). Hay dos posibilidades. Una es que me interesen los niños en la pileta como los conocemos cuando vamos a la pileta. Entonces seguramente no veríamos lo que muestro. ¿Pero por qué rodaría eso? Si ya todos sabemos que en una pileta los chicos gritan, saltan, hacen ruido. No veo motivo para hacerlo así. ¿Qué demostraría con eso? ¿Qué puedo reproducirlo delante de la cámara? No me interesa. Creo que en esa escena uno puede realmente ver a los niños. Se los percibe en sus diferencias: qué trajes de baño tienen puestos, cómo se mueven en el agua, lo distintos que son sus cuerpos. Lo que me interesa es la posibilidad de contemplar a un niño.

Tomado de: Página/12

Tráiler del filme Estaba en casa, pero… (Alemania, 2019) de Angela Schanelec

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‘Una familia en Bruselas’: el monólogo de la cineasta Chantal Akerman sobre su madre y la pérdida

Una familia en Bruselas, Chantal Akerman. Editorial Tránsito

Por Clara Giménez Lorenzo @Clara_GLorenzo

«Y veo también un piso grande casi vacío en Bruselas. Solo con una mujer que suele ir en bata una mujer que acaba de perder a su marido». Una mujer que los viernes se arreglaba para visitar a su familia. Una mujer que esperaba con paciencia las llamadas telefónicas de sus dos hijas. Una mujer que durante toda su vida cargó con el trauma de Auschwitz. Se llamaba Natalia Leibel, aunque sus seres queridos la apodaban Nelly; era la madre de la cineasta y escritora Chantal Akerman.

En la madre de la artista belga (Bruselas, 1950 – París, 2015) caben muchas otras mujeres. Su historia es la de la cotidianidad, el espacio doméstico y la abnegación. Una narrativa que queda fuera de los grandes relatos, pero que Akerman, gran referencia del cine experimental, reivindicó desde el principio: en News from Home (1976), leía las cartas que Natalia le enviaba a Nueva York sobre inusuales planos de la ciudad. Casi cuarenta años después, No Home Movie (2015) acompañaba los últimos meses de su progenitora. Entre medias, Una familia en Bruselas, libro publicado originalmente en 1998; un monólogo fluido y palpitante en boca de la madre de Akerman, una narración en la que la autora alterna entre su propia voz y la de Natalia.

Ahora, Una familia en Bruselas llega a nuestro país de la mano de Tránsito, con traducción de Regina López Muñoz. Fue ella quien hizo la propuesta a Sol Salama, fundadora de la editorial que desde 2018 publica a autoras que escriben en primera persona. «Cuando leí el libro en francés, tuve claro que lo publicaría y a la vez sabía que era arriesgado. Es un libro que no está dividido en capítulos, es un texto vómito, y no tiene un argumento muy concreto sino más bien un tema general: la familia y la pérdida, el duelo», cuenta Salama a elDiario.es.

«Es mucho más sencillo tener una historia, y en Una familia en Bruselas parece que no pasa nada», recalca la editora. Y destaca a Akerman «por la reivindicación de lo banal frente a lo profundo o, más bien, por reivindicar que lo más importante está en el día a día, en lo cotidiano». En este monólogo, al igual que en el cine de Akerman, no hay palabras grandilocuentes ni momentos sobre los que orbite la trama; lo importante reside en aquello que a menudo no se nombra, en el sentido ritual de la vida diaria. La narración sí que gira alrededor de un tiempo concreto: la reunión familiar durante las semanas previas y posteriores a la muerte del padre.

Para sobrellevar una espera incierta, Natalia llena cafeteras para sus seres queridos y todas las mañanas se turnan para llamar al enfermero. Hasta que un día él telefonea en primer lugar. Ese fin de semana, Chantal se encontraba en París por trabajo, pero vuelve rápidamente en el coche de un amigo «que sabía perfectamente lo que había pasado porque a él le había pasado lo mismo». Al llegar a casa, descubre que «no reinaban la intimidad y la tranquilidad sino una especie de zumbido en el ambiente y mi madre no se había puesto carmín y los espejos estaban tapados con manteles y mi madre me estrechó con delicadeza entre sus brazos y las dos suspiramos y no fue como dos días antes».

Entre Natalia y el mundo

«Su hija la de Ménilmontant sale mucho de viaje. Hoy mismo le ha preguntado si cuando vuelva de sus viajes podrá hacer un viajecito más hasta su casa para estar con ella cuando la operen como el año pasado. Su hija ha aceptado porque es la clase de cosas que su hija acepta. Ella sabe que puede contar con su hija lo que pasa es que vive lejos y contar con alguien que vive lejos no es lo mismo que contar con alguien que vive cerca». Akerman residió durante años en Ménilmontant y otros barrios de París, pero trabajó y pasó temporadas en distintos países: Estados Unidos, México, Israel o China. Vivía entre su madre y el mundo.

A lo largo de su prolífica carrera, la artista exploró diversos temas y formatos. Rodó su primer corto, Saute Ma Vie (1968), con solo 18 años, aunque fue Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), un largometraje de más de tres horas sobre una mujer que ejerce la prostitución para mantener a su hijo, el que llamó la atención de la crítica. En los dos filmes ya aparecen temas claves en su obra: las condiciones de vida de las mujeres, el desarraigo, la memoria y lo doméstico. Los formatos fueron variando —del documental experimental a los musicales o las videoinstalaciones—, pero Akerman siempre regresaba al vínculo más importante de su vida, con el que también cierra su filmografía: No Home Movie es una carta de amor y un doloroso retrato del deterioro materno, una vuelta a la casa familiar donde todo comenzó.

En cuanto a la producción literaria, Una familia en Bruselas no es el único libro que Akerman dedicó a su madre. En 2013, cuando Natalia se estaba muriendo, la artista volvió de Nueva York para cuidarla. Del último año que pasaron juntas nació My Mother Laughs, traducido en nuestro país como Mi madre se ríe y publicado por Ocho Milímetros, actualmente sin distribución. Por eso, la labor de Tránsito es un regalo tanto para profundizar en la obra de la artista como para aproximarse a ella por primera vez.

Es imposible no leer de un tirón las 68 páginas de Una familia en Bruselas, pero después merece la pena regresar con detenimiento y entender lo que hay detrás de las palabras. Por ejemplo, la supervivencia al Holocausto, un tema del que Natalia y su marido nunca hablaban, pero que influyó en la obra de Akerman y permea la narración. «Siempre he pensado que mi madre era la mujer más guapa y que sentía un amor loco por mí, igual que yo por ella. Pero al final me di cuenta de que no podía querer a nadie, salvo a sí misma, y ni siquiera completamente. Tuvo que aprender eso para poder sobrevivir en los campos. Quererse para sobrevivir. Era una especie de fuerza», afirmó en 2011 durante una conversación con la revista Lumière.

Chantal Akerman se suicidó en 2015, meses después de la muerte de su madre y tras un empeoramiento de su enfermedad maniaco-depresiva. «Tus representaciones de múltiples cuerpos —en el fondo, de uno solo— nos han cambiado. El cuerpo femenino, el cuerpo de la mujer, ella, tú, yo, como síntoma, todas como singularidad», escribe en el bellísimo epílogo del libro la montadora y directora gallega Diana Toucedo. «Ya no estás, pero te escuchamos igual, te sentimos igual, estás presente igual porque tu cuerpo sigue aquí. El cuerpo es lo que nos queda, un relato de vivencias».

Tomado de: El Diario

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Leni Riefenstahl y un ajuste definitivo (+Video)

«Ella es la única de las estrellas que en verdad nos entiende», había dicho Goebbels de la cineasta en 1933,

Por Rolando Pérez Betancourt

«La búsqueda de la belleza en la imagen, por encima de todo y de todos», fue el pretexto utilizado por la cineasta Leni Riefenstahl cada vez que se le reprochó haber puesto su talento al servicio del nazismo, y en especial de Hitler, de quien dijera en sus memorias (1987) que, tras conocerlo en un mitin celebrado en Berlín, 1932, «fue como si se abriera la tierra delante de mí».

La Riefenstahl vivió 101 años (1902-2003) y su proceder ha alimentado un debate que involucra al arte y la ideología con la responsabilidad social y ética del artista.

Muchos no le perdonaron su fabricada ingenuidad para sacudirse de un estigma que la relacionó con los crímenes del nazismo, pero no faltaron quienes extendieron un manto de benevolencia sobre ella alegando la trascendencia de su obra documental, perfeccionista y a la vanguardia del cine alemán.

Hoy, filmes como El triunfo de la voluntad y Olympia se consideran obras maestras de la propaganda, asentados en una estética formal renovadora, atendiendo a los años en que fueron concebidos, y a su capacidad para transformar la realidad en «arte ideológico», si es que cabe el concepto para una ideología del exterminio.

El primero de esos filmes convierte el congreso nacionalsocialista, celebrado en Nuremberg, 1934, en un acontecimiento épico de multitudes y dirigentes enfebrecidos ante el verbo de un Hitler divinizado en imágenes.

Olympia (1938) retoma el fervor del Führer por la Grecia antigua para vincular los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 con una simbología del mito racial nazi, sustentador de que la proclamada civilización germana, superior en todos los sentidos, era la heredera de una cultura aria proveniente de la antigüedad clásica.

«Ella es la única de las estrellas que en verdad nos entiende», había dicho Goebbels de la cineasta en 1933, poco después de que Hitler, cinéfilo empedernido, la fichara como la difusora cinematográfica por excelencia del ideario de su partido.

La misma Leni Riefenstahl, bella, voluntariosa, con un pasado que la vinculaba al deporte y al escalamiento de montañas nevadas; también bailarina y actriz que llegó a rivalizar en papeles con Greta Garbo, fue considerada por Hitler un ideal de perfección clásica. Él puso a su disposición cuantiosos recursos y la hizo una mimada del grupo integrado por la flor y nata del nazismo berlinés, que le aplaudió su estilo «pulcro y emotivo». Y si bien no faltaron los que hablaron de un romance, ella siempre lo negó: «No era sexy, si hubiera sido sexy, naturalmente habríamos sido amantes», lo cual no fue óbice para que afirmara, pasados los años, que el triunfo del nazismo no había sido una reacción política, sino la insólita adoración «a un líder irrepetible».

La Riefenstahl logró que en 1940 Hitler le extendiera un alto presupuesto para llevar a la pantalla Tiefland (Tierra baja), inspirado en una ópera (1903) de Eugen d’Albert que transcurre en España. El filme no se estrenaría hasta 1954 porque, además del pedigrí de la autora, había algo turbio en él que no acababa de desentrañarse: ¿Adónde habían ido a parar los gitanos extraídos de un campo de concentración, dado que se necesitaban extras con aspecto mediterráneo?

Un murmullo se fue extendiendo entonces: tras el rodaje de Tiefland, aquellos figurantes habían sido deportados a Auschwitz.

Leni Riefenstahl, que una vez concluida la guerra fue investigada varias veces, sometida a cuatro procesos de desnazificación, y finalmente exonerada bajo el dictamen de haber sido solo «simpatizante» de los nazis, protestó de lo que llamó una calumnia y juró que seguía teniendo noticias, y hasta correspondencia, con esos gitanos.

En años posteriores condenaría la barbarie de la que, aseguró, no había presenciado nada y solía responderle a los que la acusaban: «lo mío era el arte, atrapar una época, una percepción del ideario y no un apoyo irrestricto, díganme, ¿dónde está mi culpa?, no arrojé bombas atómicas, no he negado a nadie. ¿Dónde está mi culpa?».

En 1982, la nebulosa de los gitanos salió a relucir en un documental televisivo de la alemana Nina Gladitz. La joven realizadora había localizado a los descendientes y ellos aseguraban que la directora de Tiefland trató a los figurantes como siervos y luego los devolvió a su origen, el campo de concentración de Maxglan, en Austria, desde donde fueron trasladados, y asesinados, en la cámara de gas de Auschwitz.

Leni se querelló con Gladitz, y aunque buena parte de sus alegatos no fructificaron, salió diciendo que había ganado el litigio. Su obra conocía por entonces una suerte de rehabilitación, luego de exhibirse, en 1972, el documental Olympia. Al cumplir la cineasta los cien años de edad era, para no pocos medios, más una leyenda admirada por sus aportes técnicos y artísticos al cine, que una «sospechosa circunstancial» de haber llevado a planos estelares las simbologías del nazismo.

Pero la cineasta Nina Gladitz no descansó en rastrear lo que llamó el lado siniestro de quien, en su momento, fuera denominada «el ojo de Hitler», y hace unos días publicó un libro en el que expone la complicidad de la Riefenstahl, y no solo en «lo artístico». Documentos que demuestran que 40 de los 53 gitanos fueron asesinados sin que la directora hiciera algo por impedirlo, después de haberlos reclutados ella misma. También, apoyada en materiales de archivo, da a conocer que los nombres de importantes cineastas colaboradores, como Willy Zielke, quien filmó las tomas iniciales de Olympia (y terminó esterilizado y enfermo mental), fueron borrados de sus películas, además de interceder Leni con los mandamases de Hitler para impedir que otros cineastas filmaran; un comportamiento del que nunca se había dicho una palabra y en el que resalta –entre otros ejemplos– la eliminación de los créditos, como codirector en Luz azul, del húngaro Béla Balázs.

Según el libro de Nina Gladitz, el talentoso Willy Zielke fue sacado del manicomio por Leni Riefenstahl con el propósito de convertirlo en un ayudante-prisionero. Poco antes de finalizar la guerra, ella quemó casi todos los archivos que poseía en los jardines de su chalet. A juzgar por materiales clasificados de la inteligencia francesa, revisados por Gladitz, aquella fogata incluyó escenas de la destrucción de un gueto judío rodadas por encargo de Hitler, si bien nadie sabe si la película llegó a materializarse.

Ajuste definitivo entonces para la cineasta que corrió a filmar la invasión nazi a Polonia, donde fue fotografiada en uniforme, junto a soldados alemanes y llevando una pistola a la cintura, y para la que, después de la ocupación de París, le escribió el siguiente telegrama a Hitler: «Con una alegría indescriptible, profundamente conmovida y llena de gratitud ardiente, compartimos con usted, mi Führer, su mayor victoria y la de Alemania, la entrada de las tropas alemanas en París. Usted supera todo lo que la imaginación humana tiene el poder de concebir, logrando hechos sin paralelo en la historia de la humanidad. ¿Cómo podemos agradecerle alguna vez? Felicitarlo es demasiado poco para expresar los sentimientos que me conmueven».

¿Cómo fue posible aquel cable?, le preguntaron en cierta ocasión a Leni Riefenstahl y ella, con la «ingenuidad» inaudita que a ratos le sigue sirviendo a algunos para alternar con sus desvaríos inexplicables, contestó: «Todos pensaron que la guerra había terminado, y en ese espíritu envié el cable».

Tomado de: Granma

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El cineasta invisible

Werner Herzog es un director, documentalista, guionista, productor y actor alemán. Foto Revista Fotogramas

Por Julio Villanueva Chang

Nadie sabía que era él, y Werner Herzog, el hombre que hipnotizó a sus actores para que rodaran una película en estado de sonambulismo, se paseaba como un extra del cine mudo por los pasadizos del diario El Comercio. Incógnito, callado, inadvertido, esa mañana de invierno en Lima andaba por allí sin que nadie le pidiera, señor, un autógrafo, sin que nadie le mintiera que había visto todas sus películas. Un equipo de la televisión alemana había llegado al periódico para filmar una secuencia de Alas de esperanza, un documental sobre la única sobreviviente de la caída de un avión en la selva de Perú. Cuando sucedió, el 24 de diciembre de 1971, Juliane Koepcke era todavía una adolescente y en el mismo vuelo perdió a su madre. Hoy es una bióloga especialista en mariposas y murciélagos. Veintisiete años después, aquella mujer caída en una máquina de volar estaba sentada en una sala del archivo de El Comercio mientras la filmaban revisando periódicos amarillentos sobre la tragedia. Debía hacerle una entrevista, pero no podía interrumpir la filmación. El mayor ruido era el de las páginas de los diarios que volteaba Koepcke. Para matar el tiempo, pregunté quién era el director del documental al único de los alemanes que parecía no estar haciendo nada.

–Herzog –me respondió como si fuera un secreto–. Pero no lo molestes.

Un empleado del archivo recordaba que ese mismo hombre había llegado una semana antes a pedir la carpeta de accidentes aéreos. No sabía que era Herzog, dijo, como si hubiera dejado escapar una recompensa por su captura. Los que el día de la filmación lo vieron en medio de miles de recortes de periódicos sólo se acordaban de un señor que detrás de una cámara ordenaba silencio en un delicado alemán. Estuvo en el archivo de recortes, en la hemeroteca, en la cafetería, en el baño. Nadie le preguntó su nombre, a nadie le pareció haberlo visto en otra parte. Tal vez porque sólo era memorable el rostro de degenerado de Klaus Kinski, ese actor fetiche e indomesticable con quien de vez en cuando intercambiaba amenazas de muerte en los rodajes. Al fin y al cabo, quién se acuerda bien de la cara de un director de cine que no sea la de Woody Allen.

Nadie sabía que era él, pero, si alguien lo hubiera sabido, habría sido lo mismo: Herzog huye casi siempre de las palabras como si estas atenuaran el drama que quiere contar. Había crecido en las frías montañas de Baviera, en un pueblo muy cerca de Múnich, encerrado en las ruinas de una Alemania que acababa de perder la guerra. El niño que a los doce años vio por primera vez un automóvil solía permanecer tan callado que los otros se burlaban de él hasta hacerlo llorar. Soy de monólogos, el diálogo me traba, había declarado una sola vez y punto. Después de haber trabajado como soldador en una fábrica de acero, un día se fue a pie desde su país hasta Albania. Luego hasta París. Desde hace un tiempo Herzog amenaza con fundar una escuela de cine que sólo admita alumnos que hayan viajado mil kilómetros a pie. El director es un cazador de energía criminal: Jouko Ahola, un par de veces el hombre más fuerte del mundo, fue sólo uno de sus protagonistas extremos. Otro fue Timothy Treadwell, un ecologista que después de trece años de proteger a los osos grizzly moriría descuartizado por uno de ellos. “Lo que más me obsesiona es que en todas las caras de los osos que filmó Treadwell no descubro ninguna amabilidad ni entendimiento ni agradecimiento. Sólo veo la abrumadora indiferencia de la naturaleza”, comentaba Herzog. Desde su estética, para filmar una película es más útil saber robar un automóvil que psicoanalizar a Kurosawa. Hacer cine es para él un arte para iletrados, un trabajo físico más propio del levantamiento de pesas y la escalada de montaña, una cadena de penalidades. La primera película que vio fue Tarzán. Herzog filmaba en el Sahara, en Alaska, en la Patagonia, en un volcán. Haber hipnotizado a sus actores durante el rodaje de Corazón de cristal parecía su mayor concesión a los poderes de la mente.

Lo acusaban de arriesgar la vida de sus actores. En Fitzcarraldo, Herzog hizo que una tribu de indígenas desafiara al Amazonas y subieran un barco por una montaña. No fue hipnotismo: la paga fue doble. Era un abolicionista de los efectos especiales. Pero aquella mañana invernal en Lima, el cineasta huía de El Comercio como un espectro en punta de pies, alto y flaco calavera, pálido y sin gafas de sol, pero con un halo de cineasta épico y kamikaze. Herzog era un director con la experiencia de un domador de leones y la ambición de un conquistador de Marte. Quejándose de que sólo enviaran a ingenieros y amas de casa al espacio, proclamaba en una entrevista su derecho natural a filmar en otro planeta. Por ahora, parecía irse del periódico feliz de no ser un cineasta popular, de no haber oído susurrar su nombre, de no haber sido señalado ni detenido, hasta que alguien, un periodista que no había visto todas sus películas, le cerró el paso en la puerta del archivo para preguntarle si seguía siendo tan callado.

–No –mintió Herzog–. Pero hasta los diecisiete años nunca hice una llamada telefónica.

También yo le había mentido. Quería en verdad preguntarle por qué a esa edad tramaba hacer un documental sobre la cárcel. Preguntarle si también era suyo el enigma de Kaspar Hauser, un personaje que creció encadenado en un sótano desde su nacimiento. Preguntarle si, como el nombre de una de sus películas, también los enanos empezaron desde pequeños, y si él también había sido un enano. Herzog habla y se lo oye como si fuera una voz en off: estaba frente a mí, pero era como si lo que dijera fuera borrando su presencia y la mía hasta acabar en un monólogo. No es un hombre de monosílabos, pero crea el hermetismo de quien sólo dice lo justo. Quería preguntarle más: si seguía pensando que el ser humano era un eterno penitente. Preguntarle para qué entrevistar al único hombre que no quería evacuar una isla en el momento en que un volcán estaba por estallar frente a él. Pero al final le pregunté: ¿sigue siendo considerado un cineasta maldito, el de la generación de Fassbinder y Wenders, el otro?

–No, yo soy un cineasta bendito –me dijo Herzog con el ademán de irse–. Si no, no hubiera hecho hasta hoy cuarenta películas.

Iba a desaparecer sin sus créditos tras la puerta del archivo, con apenas una mochila en su hombro. Años más tarde me enteraría de que la había heredado de Bruce Chatwin, el viajero insignia del siglo XX que, al contrario de él, era una avalancha de palabras, pero con quien compartía la perversa costumbre de responder un rumor con otro aún más salvaje. En la mochila de ese hombre horrorizado de quedarse en casa, Herzog guardaba algunos restos del accidente aéreo que en su viaje de regreso a la selva había hallado junto a Juliane Koepcke: un rulo de pelo, el tacón alto de un zapato, un fragmento del control de mando del avión. El hombre que había apostado a comerse su zapato si Errol Morris acababa su primera película estaba ahora a punto de atravesar la puerta del archivo, pero aún tenía más preguntas para él. ¿Por qué le atraía tanto filmar un documental sobre Juliane Koepcke? ¿Habría sido su versión de Nosferatu la que lo había llevado hasta esa mujer que hoy es especialista en vampiros? ¿Sería su obsesión por la jungla como escenario de la asfixia, el caos y la muerte? ¿A qué sabía su zapato después de cinco horas de hervido?

–Yo estaba –me dijo– en el mismo avión.

Herzog había estado en la lista de espera del mismo vuelo. Debía partir de Lima a Cuzco la víspera de esa Navidad de 1971 para iniciar el rodaje de Aguirre o la ira de Dios, una película basada en el feroz soldado de la conquista española que desde la Amazonía se declaró traidor contra todo su reino. Pero los reportes de un clima adverso, quién sabe si por esa misma cólera divina, decidieron que el destino de su avión se desviara hacia dos ciudades de la selva del Perú donde la compañía más fiel es la de los mosquitos. Al cineasta aún no se le cae la escena de la memoria: hombres y mujeres empujándose por un asiento en el que iba a ser un fatídico avión, los gritos de alegría al enterarse de que eran los elegidos para viajar en él, de que iban a tener la suerte de llegar a la selva antes de la Nochebuena.

–Debí de haber visto a Juliane –me dijo Herzog en la puerta del archivo–. La debo haber visto empujándose con los demás pasajeros.

Nadie sabía que uno de los que empujaban era él. Había sobornado a un empleado de la compañía para conseguir sus tarjetas de embarque. Pero el avión partió sin él, sin su esposa y sin los ojos desorbitados de Kinski. Juliane Koepcke se sentó en la fila 19, en el asiento F, que daba a la ventana. Mientras ella caía al vacío, contaría después, la selva le pareció un inmenso campo de brócolis. Al despertar sobre un colchón de vegetación, la muchacha caída del cielo ejecutó un manual de supervivencia que recordaba de su padre, un biólogo alemán que había viajado desde Brasil a Perú a pie. Mientras Herzog empezaba a rodar Aguirre o la ira de Dios cerca de allí, Juliane Koepcke peleaba contra la selva para sobrevivir. Pero veintisiete años después, un lunes de invierno por la mañana, cuando aún no se está de vuelta del domingo, uno tarda en ponerse al día como quien entra a un cinema con la película empezada, y no se da cuenta de que Werner Herzog se pasea por El Comercio como un fantasma en tecnicolor aliviado por el barniz de lo invisible. La entrevista duró lo que un intermedio en el cinema y el director se fue tan enigmático como llegó, más pariente del mimo que del cine. Última pregunta, Herzog, ¿qué película se va a ver esta noche?

–No hablemos de eso –me dijo como si le molestara el cine–. Mi único sueño es terminar esta historia.

Tomado de: El Caimán Barbudo

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Helena Wittmann:  «El sujeto de la película siempre fue el mar»

Helena Wittmann, cineasta alemana. Foto El Ciudadano

Por Diego Brodersen @D_Broder

En la ópera prima de Helena Wittmann la figura humana se difumina hasta desaparecer por completo en el paisaje, recuperando hacia el final, tal vez transfigurada, el centro de la imagen. No es la primera vez que la realizadora alemana opera cinematográficamente alrededor de conceptos como la percepción, el tiempo y la relación del ser humano con el ambiente, tanto el natural como los artificiales, como lo atestiguan varios de sus cortos previos. Pero en Drift (“Deriva”, título inobjetablemente apropiado) esa particular sensibilidad e intereses le ofrecen la posibilidad de crear una pequeña gran historia a partir de la observación de la realidad, disolviendo en ella los trazos de la ficción en un océano de resonancias diversas y siempre ricas. En el comienzo de la película –que tuvo su estreno mundial en el Festival de Venecia, pudo verse hace dos años en el DocBuenosAires y, a partir de hoy, está disponible en la plataforma Puentes de Cine–, dos amigas de vacaciones pasean por una fría playa, descansan en un confortable cuarto de hotel y conversan sobre mitos y leyendas, citando entre otras la del patagónico Nahuelito.

Una de las jóvenes es argentina y pronto deberá regresar a su país de origen. Las amigas sólo volverán a reencontrarse, de manera virtual, sobre el final de Drift, pero antes de eso la otra viajera comenzará un recorrido con paradas en Portugal y Antigua y Barbuda, antes de embarcarse en un largo periplo sobre la superficie del Océano Atlántico. La secuencia de treinta minutos ubicada justo en el centro de la película –transformándose así, de alguna manera, en su corazón–, está conformada por planos marítimos evocativos y potentes, y brinda una experiencia audiovisual que podría entenderse como contemplativa, sensorial e incluso metafísica, pero que, en cualquiera de esos casos, ofrece una belleza sobrecogedora al tiempo que recupera toda la potencia del cine como arma creativa.

Trotamundos ella misma, Wittmann vivió en Buenos Aires entre 2006 y 2007 y en comunicación exclusiva con Página/12 desde Hamburgo admite que no sabe bien por qué eligió ese destino. “Deseaba ir, conocer y aprender. Al comienzo trabajé en la cinemateca del Goethe-Institut y participé en cursos de fotografía. Aprendí mucho, cosas importantes. Fue mi primera vez afuera de Europa y comencé a ver ciertas cosas con distancia, además de entender a qué suele llamarse eurocentrismo”.

Drift nunca tuvo un guion en el sentido que usualmente suele adjudicársele. “En realidad”, detalla Wittmann, que suele trabajar como asistente de la gran cineasta alemana Angela Schanelec, “la película fue tomando su forma final en el mismo proceso de ir haciéndola. Pero la semilla de la idea –el sujeto, si se quiere– siempre fue el mar. El mar como espacio, como entidad. Pero llegar al mar como tema implicó varios desvíos. Hace años, durante un invierno, hice una serie de fotografías en las montañas. Tenía la intuición de continuar por el mar. Comencé a interesarme por el tema y a colaborar con Theresa George, quien finalmente se transformó en una de las protagonistas del film. En la vida real es antropóloga y para ella se trataba de un tema extraño, obviamente. A pesar de eso, se interesó por la idea del mar como entidad, como una idea que puede atravesar todos los sentidos”.

Helena y Theresa comenzaron a trabajar juntas en esa pequeña isla alemana en la cual transcurre el comienzo de la película. “Éramos nosotras dos y yo ya estaba trabajando con la cámara, filmando cosas como una forma de investigación. En algún momento me di cuenta de que necesitaba un cuerpo humano para la película y le pregunté si quería estar en cuadro. Me gustó mucho el primer material filmado con ella, descubrí cierta cualidad como actriz que no había notado con anterioridad. En su manera de caminar, en sus manos, había algo muy delicado. Con Josefina Gill, que es argentina, pero a quien conocí en Berlín, ocurrió algo parecido. Ella es cineasta y al comienzo me ayudaba como asistente de cámara, pero me di cuenta de que Theresa necesitaba otra persona, una contrapartida. José tiene un talento muy grande para la actuación, además de cantar y tocar instrumentos. Gracias a su intuición entiende los ritmos de una escena, de una charla, y eso me ayudó bastante”.

¿Está de acuerdo con el término “cine contemplativo” para referirse a películas como la suya?

Los términos siempre tienen sus límites. Entiendo la idea de buscar categorías, pero lo de contemplativo… no sé bien. Debería pensarlo. Obviamente, es una película lenta que a alguna gente la empuja a contemplar. Creo que tiene más que ver con la reacción de cada persona. Muchos me preguntaron si practicaba la meditación. Cosa que no hago, aunque creo que, cuando estoy filmando, sí me encuentro en un momento de alta concentración. Eso es muy importante para mí y amo hacerlo. Son momentos esenciales y, quién sabe, tal vez eso sea una forma de meditación. No fue mi intención hacer un film contemplativo, aunque siempre estoy buscando diferentes percepciones.

En la historia del arte, el mar siempre fue muchas cosas: misterio, melancolía, violencia. Y a veces todas al mismo tiempo. ¿Cómo influyó eso a la hora de pensar la secuencia central de Drift?

En algún punto, creo que el mar es la pantalla de proyección más grande del planeta. Algo que es capaz de contener múltiples ideas, conceptos y miedos. Sentí que filmar en el mar, estar realmente en mar abierto por catorce días, sin tierra a la vista –por primera vez en mi vida y también en la de Theresa–, fue una experiencia enorme. Podría decir que me cambió la vida. O mis perspectivas sobre la vida, al menos. Durante el montaje me di cuenta de que eso era algo que quería transmitir. Siempre fue evidente que la película debía contener esa secuencia marítima, aunque en un primer momento no sabía si la cosa podía llegar a funcionar. Editar esa secuencia fue relativamente complejo, aunque en cierto momento logré lo que quería. Lo más difícil fueron las transiciones, abandonar la figura humana y pasar a lo otro. Quería que el espectador aceptara que el mar es otro protagonista del film, que la mujer no está en un nivel o una jerarquía distinta. Lo que ocurre en el cine es que si hay una figura humana en el cuadro de inmediato capta toda la atención, pero creo que hay muchas otras cosas, fenómenos, criaturas que pueden ser igualmente importantes.

Hay varios cortes de montaje que remiten a posibles asociaciones visuales, como cuando la espuma del mar es seguida por unas sábanas arrugadas o del rostro de Theresa se pasa a un árbol de extrañas formas.

Eso fue algo muy consciente. Las sábanas, por ejemplo, fueron ubicadas exactamente así. Cuando se habla de cine es muy importante qué se cuenta y cómo. Los cortes pesan mucho en una película: dónde se corta, cómo, de dónde hacia dónde. Pero también son importantes las secuencias en sí mismas. Todo está contando algo. Tal vez haya habido cosas que no fueron tan conscientes, no quiero estar en control de todo y me gusta sorprenderme.

La fotografía de Drift, que realizó usted misma, es notable, en particular durante la secuencia del mar.

¡Nunca en mi vida había visto un azul semejante! Aunque pueda sonar a cliché, el mar cambia cada milisegundo. El ritmo y la forma varía y nunca se repite. La luz también cambia, los reflejos son diferentes. Lo único que hicimos en posproducción fue un trabajo de graduación de color, pero no hay manipulación de las imágenes. La toma nocturna, en la cual la luna se refleja sobre el agua, se transformó para mí en el plano más importante de la película. Lo supe en el momento del rodaje. Fue algo notable de ver en vivo y en directo, pero el encuadre le aportó aún más tensión. En el montaje, tomó mucho tiempo observar todas las escenas, probar el orden y la duración. Durante la filmación, a veces ocurría que esperábamos –probando diferentes encuadres o alturas, en distintos lugares del barco– y justo entonces ocurría algo que debíamos registrar o se perdería para siempre. Es algo muy efímero, que se disuelve y desaparece.

No menos importante es el diseño de sonido y la particular música que se escucha durante ese tramo de la película. ¿Cómo fue ese proceso creativo, tan importante como el de la imagen?

Trabajamos mucho con Nika Breithaupt, la encargada de diseñar el sonido de todos mis trabajos desde 2009. Nika es música y artista sonora y suele trabajar con sonidos naturales y sintéticos, en general analógicos, pero en ciertos casos también digitales. Podría decirse que viene de la tradición de la música concreta y fue así como nos conocimos. Tenemos una forma de trabajo parecida y lo especial es que, en general, comenzamos a trabajar muy temprano con el sonido; nunca es algo que dejamos para el final. Excepto para la escena del mar, trabajamos mucho con sonidos analógicos que ella misma grabó durante el rodaje. Con el océano cambiamos a un diseño totalmente sintético. Nos dimos cuenta de que era imposible grabar el sonido del mar sin oír la influencia del ser humano. Es una creación. Algo parecido a las imágenes: nunca quise filmar el mar de manera realista, sino crear una versión posible. Nuestra propia versión del océano.

Luego del regreso de Theresa a Alemania, el final de la historia incluye un plano que vuelve a recordar la impronta de ese viaje, mientras de fondo suena una canción poco conocida del dúo Donnie & Joe Emerson.

Pensé mucho sobre el final de la película. Estaba casi todo editado y sabía que debía tener una conclusión de verdad, no quería dejar nada abierto. En ese momento escuchamos mucha música y apareció esa canción, que por alguna razón me llegó. Fue entonces cuando surgió la idea de la escena final, que de alguna manera es un homenaje a Wavelength, el mediometraje experimental de Michael Snow. Creo que el ritmo de la canción le sienta muy bien a la escena, creando un cierto anhelo, un «Sehnsucht», como solemos decir en alemán.

Tomado de: Página 12

Tráiler del filme Drift, de Helena Wittmann

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Cosima Dannoritzer, cineasta: “Si denunciamos algo es para ver si podemos cambiarlo”

Cosima Dannoritzer, documentalista alemana. Foto: La Vanguardia

Por Saltamontes

Si no has visto el documental de Cosima Dannoritzer Comprar, tirar, comprar, ya estás tardando. Y después, La tragedia electrónica. No es una recomendación Saltamontes, es una insistencia muy fuerte. Dannoritzer es una cineasta galardonada y sus documentales –Comprar, tirar, comprar (2010), La tragedia electrónica (2014), Ladrones de tiempo (2018), Megaincendios (2019)– han sido proyectados en festivales internacionales y emitidos en numerosos territorios. Películas que han servido para provocar debates públicos y, también, influir en decisiones políticas. De su forma de entender el cine, el mundo que habitamos y su carrera, entre otras cosas, hemos charlado con ella.

En la mayor parte de tus trabajos se abordan cuestiones relacionadas con el medio ambiente, el consumo, la tecnología o el capitalismo. ¿Qué te lleva a escoger esos temas? ¿Cuál es la motivación que tienes al realizar estos documentales?

Ahora mismo los grandes retos son estos: la economía, el medio ambiente, la tecnología; y la gente realmente quiere saber. Mi motivación personal es separar la ficción de los hechos, porque siempre hay muchas teorías de conspiración circulando, hay muchos rumores. Sobre la obsolescencia programada encuentras todo tipo de rumores en internet. Yo quiero separar hechos de ficción y facilitar pruebas para que podamos saber realmente si es verdad o no.

Con Comprar, tirar, comprar la pregunta era: ¿esto pasa o no?, ¿hay pruebas o no? Sí, hay testigos como en lo de las medias, la hija del ingeniero; hay documentos con lo de las bombillas; lo de la impresora lo puedes probar tú. Esa impresora la tengo todavía y cada vez el chip se bloquea y deja de funcionar, lo subes y va bien.

La idea es tener pruebas concretas y dejar al espectador ver con sus propios ojos, como el reciclaje muy informal en Ghana. La gente sabe que algo está mal o incluso no tiene idea, pero si pones imágenes y los llevas a un viaje pueden ver qué pasa. Luego, si entendemos los mecanismos que hay en la economía o en el sistema de reciclaje, entendemos qué historia tiene detrás. Espero que nos lleve al punto en que podamos decir esto es lo que está pasando, hay estas pruebas, qué queremos hacer. Mi trabajo de documentalista no es para difundir opiniones o teorías, sino que si digo algo tiene que tener pruebas, especialmente ahora que hay tantas fake news.

¿Hay activismo en tus documentales?

Primero me veo como periodista porque quiero separar los hechos de la ficción y aportar pruebas. Pero hay un elemento de activismo porque quiero saber qué pasa, por ejemplo, con la obsolescencia programada, pero también quiero proponer soluciones. En la película aparecen personas que actúan, que están investigando y tienen las pruebas, que tienen proyectos nuevos y una manera de hacer muy diferente.

La idea no es deprimir al espectador diciéndole: es terrible todo; sino también, al mismo tiempo, decirle esto podemos hacer no ha sido siempre así, el modelo actual no es el único que funciona ni que existe. Abrir las posibilidades es el punto de partida para pensar o hacer un debate, y hacer algo.

Si denunciamos algo es para ver si podemos cambiarlo. Muchas veces pensamos esto no nos gusta, pero es así y cualquier otra cosa sería peor. Como con la obsolescencia programada, hay quien te dice ¿quieres volver a la Edad Media, sin tecnología moderna? O tenemos miedo de que haya mucho paro si no estamos produciendo continuamente.

Con la obsolescencia programada tenía miedo de que fuera todo teoría, pero luego encontré tantas historias que no me cabían en el documental. Ideas para producir de otra manera, hay mucha gente que quiere cambiar las cosas, que comparte información en internet sobre cómo puedes alargar la vida. Yo creo que es importante presentar ideas de lo que puede hacer, dar un poco de motivación.

En tu opinión, ¿cuál es la clave para abordar estos temas y para que enganchen a las y los espectadores?

Yo trabajé en Inglaterra, en la BBC. Allí tienen un sistema que dice que hay que informar, educar y entretener. Me gusta mucho esta combinación porque muchas veces pensamos que no es compatible entretenerse con aprender e informar, o que, si es divertido, no son hechos. Yo creo que no es así. Se pueden presentar los hechos de una manera clara, pero puedes hacerlo usando imágenes atractivas, puedes llevar al espectador en un viaje, usar la música o mostrar un documento escondido en los archivos para que la gente lo vea. Al final hay que contar una buena historia. Si lo empaquetas bien es más fácil seguirla, exponer los hechos y lo que quieres contar. Solo porque sea un tema serio no tiene por qué ser aburrido.

Otro elemento muy importante son los protagonistas que actúan, que sufren las consecuencias. Te puedes poner en su piel; te cuentan algo de primera mano y ayudan a pensar sobre qué se puede hacer o lo que no deberíamos hacer. Todo esto te da una buena historia, como un thriller, pero es verdad. Los documentos y las pruebas y lo que queremos contar esta todo ahí.

Las personas que aparecen en tus documentales no solo son expertas en la materia, sino que también aparecen otras que lo han vivido de primera mano, que les afecta directamente.

Sí, muchos son expertos que han escrito libros y artículos, pero también es la manera en la que haces el rodaje. Los llevas al sitio y te enseñan dónde lo han encontrado y cómo lo han encontrado. Ya tienes un viaje, una pequeña historia, en vez de entrevistar a alguien en su oficina en la universidad. Si tienen tiempo, que vengan al viaje para contar algo. Es un estilo muy anglosajón y a mí me gusta. Cada uno tiene su mini historia y así descubrimos con ellos. Funciona bien y también he tenido la suerte de que han tenido tiempo para ello.

Volviendo la vista atrás, al momento en que ruedas Comprar, tirar, comprar o La tragedia electrónica, ¿cómo crees que está la situación actual comparando con lo que se cuenta en esos documentales?

Hay cosas buenas y cosas malas. La montaña de residuos no ha parado de crecer, como dicen: “la única cosa que crece en nuestra economía son los residuos”. Seguimos en esta economía de consumo, pero también veo que algunas cosas se han empezado a mover, por ejemplo, después de Comprar, tirar, comprar, en Francia han cambiado las leyes, como la nueva ley de energía que declara ilegal la obsolescencia programada. Se ha fundado una asociación de abogados que está llevando empresas a los tribunales y también hay debate en Bruselas.

Hemos avanzado en el sentido de que, con el documental, para empezar, se le ha dado un nombre. No se sabía que existía la obsolescencia programada, aunque mucha gente lo sospechaba. El documental ha sido la confirmación. Esto sí que pasa, hay pruebas de que es parte del sistema económico.

Hay más conciencia y es un primer paso muy importante. Pero, por ejemplo, en relación al reciclaje, en Bruselas actualizan las leyes, pero tarda en llegar a cada país. Bruselas pone la meta: hay que reciclar tal porcentaje, y luego cada país tiene que añadirlo a la ley para que se pueda llegar a esa meta. Eso tarda muchos años y como la cantidad de residuos crece es muy difícil de vigilar. Es imposible abrir cada contenedor y vigilar cada punto verde cada día; o abrir cada container y ver qué se manda fuera. Al mismo tiempo ha cambiado el diseño, hay más chismes electrónicos y ahora son más difíciles que antes de reciclar.

Hay pasos adelante y hay pasos atrás. Cada vez que hay crisis, se quiere arrancar primero y luego ya se verá lo del medio ambiente. Ahora pasa lo mismo. Con el Covid quieren aumentar el consumo porque todo el mundo ha estado en casa unos meses. Pero el problema es que hay que cambiar el sistema entero, en vez de mirar solo si pones los chismes en el contenedor con el color correcto. Se trata de cambiar la conciencia, comprar menos, usar lo que sea más fácil de reciclar, intercambiar más. Ahora mismo es muy difícil hacerse oír, porque todo el mundo tiene tanto miedo. Podría ser un buen momento para cambiar algo, pero hay mucho miedo y vamos a ver cómo sale.

No hemos podido evitar relacionar Ladrones de tiempo con lo que hemos vivido en los últimos meses con la Covid-19 y el confinamiento, ¿si hubieras realizado el documental en la actualidad, hubieras planteado alguna cuestión de forma diferente? ¿Te ha surgido alguna reflexión nueva?

La pandemia ha agudizado muchas cosas y enfocado otras. Si hiciera ahora Ladrones de tiempo igual pondría alguna secuencia más. He visto la presión que sentimos de que tenemos que ser productivos o la idea de que tenemos que hacer algo útil o lucrativo con el tiempo. No podemos perder el tiempo y, si no podemos salir, eso es más difícil.

Es curioso ver cómo hemos vivido ese proceso, nos hemos relajado y disfrutado de que no había tanta presión en las dos primeras semanas y luego han empezado en internet un montón de actividades: arreglar el baño, pintar paredes, aprender a hacer pan. Había una necesidad de decir a todos: mira no he perdido mi tiempo, mira el pan que he hecho. Poca gente ha conseguido decir: hay que desconectar.

Todos hemos reflexionado sobre nuestro tiempo y sobre lo que nos gustaría estar haciendo si hubiéramos podido salir. Algo bueno saldrá de todas estas reflexiones. El tiempo pasa y hay seres queridos que ahora están lejos, eso también ha cambiado la forma de ver las cosas. En este contexto me ha gustado mucho que después de las primeras semanas ha habido un convento de monjas que ha compartido sus consejos para aprovechar el día, sacar un sentido, sin ser lucrativo y útil, ha habido un intercambio de ideas que ha sido muy interesante.

En tus documentales planteas las posibilidades que tenemos como consumidores/as para revertir ciertas tendencias y a la vez analizas las causas más profundas y sistémicas de la obsolescencia programada o de la gran cantidad de residuos que enviamos fuera de nuestras fronteras. ¿Cómo se compaginan ambos enfoques?

Lo primero es saber qué pasa. Y de esto no nos podemos librar. Es decir, que a veces nos gusta vernos mucho de víctimas de un gran sistema y de las grandes empresas, pero no podemos librarnos de la responsabilidad de intentar enterarnos. Es difícil porque hay mucha información, pero creo que debemos intentar saber qué es lo que está pasando. No tenemos excusa. Cuando pasó lo del cártel de las bombillas, en los años veinte, no había leyes antimonopolio, no se protegía al consumidor. Pero hoy en día tenemos más leyes y mucho más acceso a información. No debemos ser perezosos, es lo que quiero decir.

También creo que no hay que olvidar que no somos la gran empresa, pero somos muchos. Si algún producto no nos gusta, no compramos. También ellos nos necesitan. A veces pienso que lo hacemos demasiado fácil. Pensamos que tenemos derecho a muchas cosas, pero que lo hagan bien con las leyes y los productores, que nos lo van a arreglar todo. Creo que siempre hay que vigilar qué pasa. Ahora hay posibilidades de hacerlo.

También hay que pensar a más largo plazo. No hace falta ser el primero en comprar algo. O si es más caro, pero tiene mejor calidad, a largo plazo va a salir mejor. Si es caro igual lo puedes compartir con alguien. Es decir, que somos muy del momento ¿qué es lo más barato ahora? Pero quizá si algo dura más, después de dos años te sale más barato.

También pienso que hay que quejarse mucho más. Si algo se puede arreglar, preguntar porque no hay piezas de recambio. Si todo el mundo se queja de que algo no se puede arreglar o porque no hay recambios, igual empiezan a escuchar.

A primera vista nuestro poder como consumidor individual es cuando compramos, pero también hay otras actividades más allá. Por ejemplo, cómo voy a votar, qué partido tiene un buen programa de defensa del consumidor o del medio ambiente. O asistir a un debate, compartir información. En Comprar, tirar, comprar pasó con la impresora. Es un software gratis que había desarrollado un ruso y había empezado a compartirlo en internet y recomendar a sus colegas. Tenemos posibilidades de defendernos.

¿Qué temas te gustaría abordar en la actualidad en tus documentales? ¿Tienes algún proyecto nuevo en marcha del que quieras hablarnos?

Estoy siempre con varias cosas a la vez, para ver qué sale. Me sigue interesando el medio ambiente y la tecnología. También estoy mirando proyectos de economía porque está muy relacionado con el medio ambiente.

Estoy ahora con un proyecto para ver por qué se están multiplicando los casos de alergia. Hay como siete veces más alergias que hace una o dos generaciones. Yo pensaba que era un tema de salud, pero al final siempre hay una parte del problema que tiene que ver con nuestra vida moderna, con la destrucción del medio ambiente y con nuestra expectativa de que podemos vivir según lo hacemos ahora sin cambiar nada. Y el medio ambiente no se si va a acompañarnos, va a llegar un punto en el que nos va a afectar en la salud. Por eso, ahora es un momento en el que hay que reflexionar porque no podemos seguir igual.

Saltamontes es un blog que trata temas con perspectiva ecofeminista, ¿qué te aporta esta mirada en tus proyectos audiovisuales?

Hay mucha inspiración en muchos sitios y creo que es muy importante que seamos democráticos y plurales; e incluir a las mujeres, a las familias, pero también a gente de todo el mundo. y de todas las culturas. Por ejemplo, ahora se habla mucho de que gran parte de la tecnología está diseñada por hombres jóvenes que no tienen familia y que no se tiene en cuenta ni a las mujeres o las familias, ni al medio ambiente. Para dar soluciones hay que involucrar a todas. Si hubiera más mujeres trabajando en profesiones que todavía se consideran tradicionalmente más masculinas como la ingeniería, darían una perspectiva diferente.

En Ladrones de tiempo hablé con Fabián Mohedano. Él quiere organizar el día de forma diferente para que la gente vuelva más temprano del trabajo y tenga más tiempo al final del día. Esto de aquí a mí, como alemana, no me encaja mucho. A partir de las cinco, en Alemania, la gente vuelve a casa y hay una franja de tiempo que puedes dedicar a la familia, los deportes o a las actividades políticas. Creo que aquí hay actividades que faltan porque no se tiene el tiempo, y como dice Fabián esto tiene que ver con la democracia. Si no tenemos tiempo libre no podemos ser ciudadanos activos.

Esto es importante para todos, pero afecta más a las mujeres. Si no hay tiempo para ir una reunión o para leer el diario y enterarse de que está pasando, para hacer un proyecto con el barrio y cambiar algo, esas cosas se van a hacer mucho más lentas. Hasta Ladrones de tiempo no había pensado que el tiempo libre tenía tanto que ver con la democracia. No es solo para relajarse, que es otro tema, claro. También es un tema de la sociedad: necesitamos una franja de tiempo en la que estemos todos libres para ver qué sociedad queremos.

Nuestro tiempo está limitado, para las mujeres todavía más. Es una cuestión de participación y de perspectiva, si no no está todo representado. No es que los hombres no quieran pensar en la familia, pero si no hay nadie en la reunión que tenga familia o con hijos, es difícil que puedan tener esa mirada.

¿Podrías recomendarnos algún documental?

Hay tantos documentales buenos… pero, hay dos documentales que me han inspirado mucho. El primero es La corporación (J. Abbott y M. Achbar, 2005). Explica la economía de consumo y cómo se explota a la gente en las fábricas alrededor del mundo. Se puede decir que es un clásico porque es el primero de esta ola de documentales de economía y consumo que vemos ahora.

El otro es El siglo del individualismo (A. Curtis, 2002). Es la historia de un siglo de publicidad, de cómo se han vinculado los productos a nuestra identidad. Cómo han evolucionado los anuncios y se han vinculado a nuestros miedos, al “quiero ser más feliz”, “más guapo”, “tener más amigos” y la idea de que si tengo más objetos alcanzaré esos ideales que me venden. Sin este miedo e inseguridad se venderían muchas menos cosas.

Tomado de: https://www.elsaltodiario.com

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Fassbinder, aquí y ahora

Rainer Werner Fassbinder, cineasta alemán Foto Culture Trip

Por Isabel González

El nombre de Rainer Werner Fassbinder ha transcendido fundamentalmente por su impresionante capacidad creativa no solo en el cine, sino también en el teatro y en la televisión alemanes. Una vida breve e intensa que dejó un legado de más de cuarenta largometrajes como director y en la que pudo experimentar casi todos los oficios que envuelven el quehacer cinematográfico, como actor, productor, compositor musical, camarógrafo, editor y guionista. No hubo espacio en el que no dejara su huella, borrando, muchas veces, los límites entre lo privado y su vertiginosa actividad artística. Su muerte temprana fue vista, al igual que su propia vida, como una gran provocación.

Fassbinder, junto con Werner Herzog y Wim Wenders, forma parte de lo que se conoce como la segunda generación del Nuevo Cine Alemán de finales de los años setenta y principios de los ochenta. Un cine cuyos representantes destacan con estilos y propuestas muy particulares y diferenciadas, en las que se echa mano de la literatura alemana y se recupera las referencias del cine americano.

La popularidad de las películas de Fassbinder dentro de la cultura alemana no ha sido superada aun hoy por ningún otro cineasta. Vale recordar que fue una figura importantísima en la televisión, creador de una obra maestra: Berlin Alexanderplatz (1980), una serie de catorce capítulos basada en la novela del mismo nombre de Alfred Döblin, escrita en 1929.

Fassbinder fue hallado muerto en su apartamento, junto a su cadáver fue encontrado el guion de su último proyecto “Rosa de Luxemburgo”, a partir de ese fatídico 10 de junio de 1982 se convertiría en leyenda. Hoy el cineasta bávaro es un icono de la ciudad de Munich, pues fue allí donde desarrolló su carrera y también donde murió trágicamente. Una plaza lleva su nombre y también puede verse su imagen como una suerte de homenaje en uno de los barrios donde vivió. Hay anécdotas que reescriben su historia en las calles de la ciudad, en bares que ya no existen y en restaurantes o edificios, como el Hotel Deutsche Eiche en la calle Reichenbach 13, que todavía pueden visitarse para celebrar su memoria.

Esa relación estrecha con la capital de Baviera se ve también en su obra, donde uno puede pasearse por la ciudad a través de una mirada única que va más allá de cualquier lugar común, como en ¿Por qué corre el señor R. Amok? (¿Warum läuft Herr R. Amok?), El soldado americano (Der amerikanische Soldat) ambas de 1970 o en La ansiedad de Veronika Voss (Die Sehnsucht der Veronika Voss, 1982) entre muchos otros ejemplos.

Pero fue en la década de los setenta cuando Fassbinder tuvo su etapa más prolífica, dejando a su paso más de veinte largometrajes. En este período realizó una de sus obras más aclamadas por la crítica internacional: Todos nos llamamos Ali (Angst essen Seele auf, 1974). Este melodrama al estilo Fassbinder, con sus planos largos y fijos, es también un documento vivo de Munich.

Cuando se estrena Todos nos llamamos Ali, Fassbinder no tenía ni treinta años, sorprende la madurez y la sensibilidad que tiene para observar a la mujer y al inmigrante desde una mirada distante, pero a la vez tan certera y profunda que termina por ofrecer un discurso de una inconmensurable vigencia en el mundo de hoy. En estos días, donde las minorías exigen a gritos ser el centro de la representación cultural y artística, Fassbinder logra en este filme ponerlos en el centro del espectáculo, sin discursos moralistas, con una mirada atenta, abierta y, a ratos, incómoda.

Todos nos llamamos Ali es un filme que refleja la complejidad del trabajo de Fassbinder, cuyo propósito fundamental fue examinar lo difícil que es alcanzar la libertad individual dentro de la sociedad contemporánea. El deseo individual de sus personajes, generalmente, entra en conflicto con lo establecido. Pero Fassbinder logra en su análisis ir aún más allá y se “centra en los síntomas de la represión de los oprimidos”, como lo advirtió Laura Mulvey. El vehículo que utiliza el autor para sumergirse en este universo es el melodrama.

Uno de los cambios que trae el nuevo cine alemán de posguerra es el interés por el modelo de representación del cine clásico americano. En el caso de Fassbinder, este vínculo se expresa en la admiración por Douglas Sirk, maestro del género, a quien convierte en su objeto de estudio.

Todos nos llamamos Ali, es -como señala Mulvey- una transposición del melodrama hollywoodense Solo el cielo lo sabe (All That Heaven Allows, Douglas Sirk, 1955). Fassbinder, en este filme, desarrolla el melodrama americano alterando los elementos que rigen el plano de la expresión y abriendo nuevos temas y espacios negados para el modo de representación del cine clásico.

Mientras que las películas de la época de oro del melodrama americano se interesan por las angustias de un grupo social privilegiado, Fassbinder entra en el universo de los marginados y exhibe cómo esos grupos comparten los mismos temores como consecuencia de valores e ideas que nos les pertenecen, pero que igualmente les impide ser felices.

Siguen vigentes las razones por las que un filme como Todos nos llamamos Ali fue tan valorado en la década de los setenta. Entonces se vivía la efervescencia del pensamiento crítico sobre cine, con la inclusión de las teorías psicoanalíticas y feministas en el análisis fílmico y cinematográfico y el rol de la mujer que en la representación cultural constituía un tema central.

Fassbinder le otorga a la mujer un lugar independiente y complejo, un espacio en el que se cruzan los problemas indescifrables del sexo y el deseo confrontados con instituciones como la familia, en medio de un ambiente donde sus personajes están marcados por la vulnerabilidad de su condición social y económica. Después de más de cuarenta años, estos conflictos siguen latentes, alcanzando dimensiones mucho más complejas a partir de relaciones más difíciles de desbrozar.

Hoy, en estos tiempos de ideologías extremas, agradecemos a Fassbinder el haber echado una mirada atrás en la historia del cine, sin prejuicios, para avanzar hacia lo nuevo. En su discurso no hay una exaltación de unos ni de otros, sino un delicado perfume de igualdad, todo ello con la crudeza y el dolor de un hombre que vivió intensamente la calle, el mundo y sus turbulencias.

Tomado de: http://www.elespectadorimaginario.com

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Simbología y poder en El triunfo de la voluntad, de Leni Riefenstahl

Leni Riefenstahl, la directora favorita de Adolf Hitler. Foto La Vanguardia

Por Alejandro Zamora Montes

La motivación por abordar este trabajo sobrevino a raíz de dos sucesos. El primero tuvo que ver con el descubrimiento del documental El triunfo de la voluntad (1935), el cual ofreció el acicate perfecto para vincular ciertos saberes relacionados con los símbolos del poder y el poder de los símbolos. El segundo con la remembranza, en la década de los noventa, de la proyección en la televisión cubana de un programa brasileño titulado Decida usted, – el cual gozó de una gran teleaudiencia–, bajo la conducción del reconocido comunicador Camilo Egaña. El programa se basaba en una serie de capítulos temáticos (cada uno de ellos contaba con dos finales posibles), y el público asistente era quien decidía cuál de las soluciones era la más adecuada para la problemática abordada. Al programa asistía un/a intelectual en calidad de invitado/a, con el objetivo de ofrecer sus opiniones relacionadas con el tema. Hubo un capítulo en cuestión que resultó muy polémico, pues abordaba la relación de amistad establecida entre un joven hebreo y un señor de edad avanzada, luego de que el último salvara la vida del primero de perecer ahogado. Posteriormente, el muchacho va develando ciertas claves del pasado del anciano, hasta que logra convencerse de que su “salvador” había pertenecido a las filas del nazismo, comenzando entonces en el joven un duro conflicto interno ante la opción de delatarlo a las autoridades pertinentes o perdonarlo, resarciendo moralmente su deuda de gratitud. En aquel momento, el público asistente al programa escogió el final basado en el perdón. El saldo posterior derivó en tener que repetir el capítulo, invitar a otro experto al programa para que desarrollara una intervención más profunda y un llamado de alerta referente a este delicado tema, así como escoger el final basado en el encarcelamiento del culpable de crímenes de lesa humanidad. Por otro lado, entendemos que la proliferación de grupos neo-nazis que están resurgiendo en la actualidad, la creciente indiferencia de jóvenes generaciones ante un suceso histórico que dejó un saldo aproximado de seis millones de judíos asesinados1, debe constituir un llamado de alerta y un deber para toda persona consciente y ética. En aras de salvaguardar la memoria histórica y alertar sobre este terrible flagelo a las posteriores generaciones, debemos todas/os trazarnos el deber de estudiar el nazismo desde una perspectiva transdisciplinar, integral. Por ello, la comprensión del uso de algunos de los símbolos que sirvieron para apoyar sus presupuestos ideológicos resulta importante para un mejor análisis de este proceso histórico, pues de esta forma podremos demostrar cómo los símbolos transmiten ideas y analizar la relación existente entre los símbolos y el poder político del régimen totalitario nazi, a través del documental titulado El triunfo de la voluntad, de la documentalista Leni Riefenstahl. Se hace especial énfasis en el universo simbólico como fórmula indispensable de persuasión y manipulación esgrimida por la maquinaria propagandística alemana, y su vinculación con los conceptos de símbolo, mito, rito, propaganda, poder, política, en pos de reforzar el aparato ideológico-cultural del nacionalsocialismo.

Acercamiento a los conceptos de símbolo, mito, rito, propaganda, poder, política.

Los símbolos son señales o representaciones de ideas, sentimientos, cualidades, etc. Según el libro Comunicación y sociedad. Selección de lecturas, […] los símbolos tienen un amplio significado y devienen sustituciones. Son entendidos solamente por los humanos, ya que poseen significados que solo son traducibles por mediación de un acuerdo social. Los símbolos no constituyen per se el objeto o concepto, sino que contienen su significado, por tanto; se llega a ellos a través de herramientas como la educación e, inclusive, de la persuasión. […] Los signos y símbolos son muy eficaces para producir una respuesta rápida.2 El mito es un relato fabulado que contiene información sobre algún aspecto trascendental de una comunidad, y su valor estriba en ser un elemento cultural cohesionante en una sociedad. Es una fábula, y también se relaciona este concepto con personajes históricos a los cuales se les asigna una imagen arquetípica. Los mitos pueden ayudar a los seres humanos a comprenderse mejor a sí mismos, y están ligados a conceptos y dilemas básicos.3 Dos ejemplos concretos lo constituyen el libro Mitología cubana de Samuel Feijóo, en el cual son abordados magistralmente elementos identitarios y tradicionales a partir de fuentes orales y leyendas endógenas, o el volumen Dioses y héroes de la mitología griega de Antonio Guzmán Guerra, donde podemos acceder a una apasionante lectura semiótica de temáticas donde la muerte, el destierro, la inmortalidad, los nacimientos y amores incestuosos, son representados a través de los doce dioses del olimpo y de otros dioses menores y héroes.4 Los rituales o ritos son actos ceremoniales de origen religioso. Por extensión, también devienen costumbres o hechos habituales. Los mitos y ritos son modelos que intentan explicar el mundo y la relación del individuo con el mundo, y tienen una gran influencia sobre el comportamiento y las costumbres. Los mitos y rituales no son cosa del pasado, como pudieran pensar algunas/os. Actualmente, en las empresas existen las denominadas presunciones básicas, que son valores culturales que comienzan siendo hipótesis o presentimientos y luego llegan a ser entendidas como realidades. Según el libro La cultura empresarial y el liderazgo. Una visión panorámica, de Edgar H. Schein, […] si la solución prospera, y el grupo percibe colectivamente su éxito, el valor pasa gradualmente por un proceso de transformación cognoscitiva hasta volverse creencia y, posteriormente, presunción. […] si una presunción básica se encuentra firmemente arraigada en un grupo, sus miembros consideraran inconcebible una conducta basada en cualquier otra premisa.5 Los matutinos, las fotos de antiguos directivos, la forma de vestir y hasta el uso del tiempo, son elementos que forman parte del universo simbólico-cultural en las empresas. La propaganda, entendida como la actividad de propagación de las ideas, está presente desde el nacimiento mismo de las comunidades humanas. Pero en sus inicios como escuela, con su cuerpo teórico-organizativo para difundir la religión católica, ha sido hasta hoy básicamente ejercida por las clases sociales que detentan el poder, y los contenidos de la misma se vienen especializando desde el surgimiento de la sociedad en clases. A las clases dominantes, a ciertas élites, no les basta con llegar a dominar una determinada sociedad mediante el poder, necesitan también mantenerlo. Para tal propósito se requiere domesticar las almas de los integrantes de esas sociedades, y ello precisa de herramientas efectivas. Un ejemplo lo tenemos en la filosofía de Nicolás Maquiavelo en su magna obra El príncipe, donde “reinar era hacer creer”. La propaganda como categoría y actividad tiene por objeto de estudio la difusión de ideas, doctrinas y concepciones políticas, y su aplicación práctica utiliza una gran variedad de métodos, formas y medios.6 Por poder entendemos la capacidad para realizar o mandar a realizar algo, la eficacia para ejercer fuerza o dominio sobre otros. También es un tipo particular de influencia o dominación. El término procede del latín possum, que significa ser capaz. Ha habido a lo largo del tiempo varios intelectuales interesados en el estudio del poder, así como en su capacidad de hibridación, como el propio Maquiavelo, Hanna Arendt, Karl Popper, Michel Foucault, Ernesto Mayz-Vallenilla, entre otros. Por política entendemos no solamente “la expresión más concentrada de la economía”, sino también “un espacio clave de construcción, de sentido de la vida colectiva”, según palabras del comunicólogo Jesús Martín Barbero. Las disciplinas que estudian la política abarcan dimensiones tan amplias como la geopolítica, la psicología política, la antropología política, la axiología y ecología política, entre otras.

Leni Riefenstahl, vida y obra. El triunfo de la voluntad.

Según el siguiente fragmento del texto Leni Riefenstahl, la documentalista de Adolfo Hitler (1902-2003), de la autora Zoia Barash y publicado en la revista Cine Cubano: “Helene Bertha Amelie Riefenstahl (1902-2003), es considerada la cineasta más controvertida del pasado siglo. Nacida en el seno de una familia de clase media, comenzó su carrera artística como bailarina. Luego de una lesión que le impidió regresar al baile, se enamoró de la obra de Arnold Fanck, director especializado en el llamado cine de montaña o bergfilme. Los filmes de Fanck son considerados por algunos especialistas como “protofascistas”, pues en ellos se mostraban precipicios, montañas heladas inaccesibles, vistas esplendorosas de la naturaleza, glaciares, siendo surcadas todas estas dimensiones o conflictos por los personajes de Arnold Fanck, encarnados en superhombres cuya labor se alzaba por encima de todos esos obstáculos. […] La disciplina, el espíritu heroico y el sacrificio eran los valores supremos que constituían el eje central en estos filmes. […] Para el público alemán, estas películas eran puro escapismo, al mostrar un mundo nuevo, optimista e idílico, que luchaba contra la naturaleza enemiga, lo que constituía un contraste marcado con el movimiento expresionista, predominante en la cultura alemana. El expresionismo, con sus personajes introvertidos y pesimistas, reflejó una Alemania vencida y humillada, debatiéndose entre crisis políticas, desempleo, inflación, decadencia y corrupción. […] Luego de trabajar en cinco películas de Arnold Fanck y un melodrama histórico de Rudolf Raffé, Leni quiso llevar las riendas de su destino y en 1931 fundó su compañía de producción y al año siguiente escribió el guión de su primera película de ficción titulada La luz azul, junto con el ensayista Béla Bálazs. Promocionando este filme por diferentes ciudades de Alemania, Riefenstahl conoce a un político llamado Adolfo Hitler, líder del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán. En ese mismo año, Leni había disfrutado sobremanera la lectura de Mi lucha, quedando totalmente obnubilada por la figura de este oscuro personaje político. Debido a las divisiones entre las líneas comunistas y socialdemócratas, Hitler ve el camino allanado hacia el poder, amén del descontento provocado por la dura crisis que asolaba al país. El primer trabajo de Leni (por encargo del Partido nazi) para honrar al nuevo régimen, se tituló El triunfo de la fe (1933), con muy buena acogida de crítica. Sin embargo, no es hasta el año siguiente (1934) donde Hitler le encarga a Leni Riefenstahl que conciba un trabajo fílmico que abordara el VI Congreso. […] Muchos pensaban que era imposible hacer un buen filme sobre un Congreso del Partido, pero de todos modos se planeaba que sería un importante instrumento para la propaganda y un nuevo concepto de la historia del país. Debía impresionar al público en casa y en el extranjero, y mostrar el poderío y la grandeza del nuevo Reich alemán. […] En El triunfo de la voluntad (título sugerido por el propio Hitler), se pone en evidencia la genialidad de la cineasta. Tuvo bajo sus órdenes a 40 camarógrafos, 120 colaboradores y sus asistentes, los cuales aprendieron a montar patines para lograr excelentes secuencias en movimiento. Se ubicaron cámaras en el suelo, en dirigibles, en edificios, grúas, etc. Desde el punto de vista audiovisual, se utilizaron mucho los ángulos contrapicados, para aumentar el tamaño de los soldados y ofrecer una sensación de grandeza, de poderío militar.”7 La utilización de símbolos en este documental es descollante y abrumadora. Las banderas, escudos, fasces (de ahí procede el termino fascismo), estandartes, uniformes, botas, grados militares, la utilización exacerbada de la esvástica (cruz que procede del hinduismo y representa bienestar, nacimiento y renacimiento) en uniformes, cascos, banderas, uniformes, consignas. Son visibles también los saludos, el discurso enérgico de Hitler, las ceremonias y desfiles, el Reich sadler o Águila imperial (la cual representaba la gallardía y el valor del pueblo alemán). En ese sentido, Adolfo Hitler y sus partidarios fueron muy astutos, al “devolver” la honra a los alemanes. No en balde el documental trataba sobre un Congreso que se celebró del 4 al 10 de septiembre de 1934 en Nuremberg, con el objetivo de hacer creer que el Partido respetaba las tradiciones y mitos del pueblo alemán. “[…] Desde el comienzo con banderas y fanfarrias, y la llegada dramática de Hitler en avión, como Mesías y salvador de la nación, hasta el cierre festivo del Congreso, la cámara observa los rostros exaltados, preferiblemente arios: cabellos rubios, narices rectas y de porte altivo, las columnas que marchan, las reacciones del pueblo, los obreros del Frente del Trabajo que se reúnen en un estadio gigantesco… Desfiles, botas relucientes, la noche, antorchas, hogueras, luces, siluetas uniformadas, banderas, los gritos extasiados de las multitudes… todo indica que Alemania ha resurgido de sus cenizas, fuerte y decidida, unida alrededor de su führer y con un futuro luminoso y espléndido. El führer es fiel a su “pueblo”, el “pueblo” es fiel a su führer y le entrega su destino y le rinde un merecido homenaje. Poco tiempo se dedica a los discursos: la fuerza de convicción del filme radica en sus imágenes”.8 Vale aclarar que el empleo de la música en este documental deviene factor importante a la hora de apoyar las imágenes, para así lograr un estado de hipnosis y éxtasis en los receptores. También la excelente combinación de la vanguardia (expresado en el montaje), con la concepción plástica clásica presente en este filme, es de una riqueza y genialidad aún no superada en la actualidad.

El culto a un líder supremo, la celebración pública de mitos y héroes, la devoción fanática de los militantes y activistas, pueden ofrecernos las claves para hablar de un nacionalismo como “religión política”. Esta nueva forma religiosa sería signada por líderes “divinizados” que inspiran y atraen a las masas mediante la utilización de los sentimientos y las emociones. Los símbolos juegan un papel vital en este sentido, al dotar de significado las pretensiones de estos sujetos “iluminados”, devenidos comunicadores por excelencia, los cuales logran atraer y manipular a multitudes. El mensaje de las imágenes presentes en El triunfo de la voluntad expresó la ideología nazi del momento: Alemania era un oasis de paz conducida bajo la sabia y recta dirección de su führer. Aunque sepamos sobradamente que todo este proceso histórico se basó en una elaborada manipulación, cuyo máximo interés radicaba en un ferviente antisemitismo y un anhelo de poder y expansión imperial. Cabría preguntarse para futuros trabajos si regímenes totalitarios como el fascismo y el nacionalsocialismo fueron paradigmas que facilitaron el descubrimiento de rasgos religiosos en diversos países con fuertes tendencias nacionalistas, y cómo la propaganda se ha vinculado con el arte a través de los tiempos, mediante la utilización de símbolos.9 Existen otros documentales que son aconsejables para analizar a profundidad esta polémica figura histórica, tales como: La victoria de la fe (1933); Olympia (1938); La maravillosa vida horrible de Leni Riefenstahl (1993); Leni Riefenstahl: su sueño de África/Leni Riefenstahl en Sudán (2000), Impresiones submarinas (2002), entre otros.

Bibliografía consultada

  1. Enciclopedia del holocausto. Consultado el 21 de agosto de 2020, a las 10:10 a.m. URL:// https://encyclopedia.ushmm.org/content/es/article/introduction-to-the-holocaust
  2. Moreno Portal, Raisa: Comunicación y Sociedad. Selección de lecturas. Editorial Félix Varela, La Habana, Cuba, 2003. p. 7-31.
  3. Mitford-Bruce, Miranda: Enciclopedia de signos y símbolos. Miles de signos y símbolos de todo el mundo. Editorial Diana, México, 1997, p. 21.
  4. Guerra Guzmán, Antonio: Dioses y héroes de la mitología griega. Alianza Editorial, S.A. Madrid, 1995.
  5. Schein, H. Edgar: La cultura empresarial y el liderazgo. Una visión dinámica. Editorial Félix Varela, La Habana, Cuba, 2006. p. 30-37.
  6. Propaganda: selecciones. Colectivo de autores. Editorial Félix Varela, La Habana, Cuba, 2004. p. 3-18.
  7. Barash, Zoia. Leni Riefenstahl, la documentalista de Adolfo Hitler (1902-2003), en revista Cine Cubano 173-174, julio-diciembre 2009, p. 96-105.
  8. Ídem.
  9. Sanz Pérez, David: Leni Riefenstahl y el cine como herramienta de propaganda. Trabajo de fin de grado en la Universidad de Valladolid. Disponible en: URL:// https://core.ac.uk/download/pdf/250407245.pdf

Tomado de: http://librinsula.bnjm.cu 

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