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Bradley Cooper, el actor que no quiere ser galán romántico

Bradley Cooper. Fotograma del filme El callejón de las almas perdidas (Estados Unidos, 2021) de Guillermo del Toro

Por Geoffrey Macnab

Un “fenómeno circense” un hombre que ha perdido todo respeto por sí mismo, una criatura patética y desesperada, vuelta loca por la pena o el trago. Se lo mantiene vivo como a un animal, en una jaula, y sólo se lo deja salir para que los asistentes que pagaron puedan ver la humanidad en su forma más degradada. Aliméntalo con una gallina viva y se la comerá cruda. Acércate demasiado y te golpeará.

Stanton “Stan” Carlisle, el estafador interpretado por Bradley Cooper en El callejón de las almas perdidas, el nuevo thiller de Guillermo Del Toro, está fascinado con los “fenómenos”. ¿Podría él caer tan bajo? Esa es claramente la pregunta que se hace cuando mira con semejante fascinación a una de esas almas perdidas en el comienzo de la película. Él también es una figura completamente despreciable, una escoria que traiciona a todo aquel con el que entra en contacto.

El callejón de las almas perdidas es la más reciente en una larga fila de películas en las que Cooper, uno de los actores más carismáticos de Hollywood, ha encarnado personajes que han caído profundos en el lado oscuro. El actor parece atraído por lo disfuncional. Se deleita interpretando alcohólicos, delincuentes o maníaco depresivos: cualquiera que sufra estrés post traumático o que esté consumido por el autodesprecio.

En la remake del clásico noir, que está ambientada en la era de la Gran Depresión, todos se dan cuenta de que Stan es una pieza fallada. La lectora de tarot Zeena the Seer (Toni Collette) lo percibe instantáneamente pero de todos modos se siente atraída por él. La psiquiatra Lilith Ritter (Cate Blanchett), ella misma una figura profundamente corrompida, también lo ve. Hay una escena maravillosa en la que Cooper y Blanchett se miran el uno al otro con una mezcla de lujuria y desprecio. “Sé que no sos buena porque… yo tampoco lo soy”, le susurra él a ella, reconociendo su propio reflejo retorcido en la dama.

Hay una tensión de masoquismo en Stan. Aunque explota a todos los que lo rodean, casi que anhela ser descubierto, ser expuesto como el fraude, arrastrado e impostor que, en lo profundo, él siente que es.

El lado negativo de interpretar protagonistas tan poco simpáticos es que te arriesgás a atemorizar y expulsar al público. En Estados Unidos, los espectadores han rehuido a El callejón de las almas perdidas en favor de la nueva película de El Hombre Araña, que tiene un protagonista masculino mucho más saludable en la forma del Peter Parker de Tom Holland. De cualquier modo, Cooper entrega otra de sus performances inmensamente sutiles y pletóricas de capas. Se puede entender exactamente por qué Stan inspira semejante ambivalencia en quienes se encuentran con él. Tiene una cualidad de “chiquitito perdido” que le cuesta resistir incluso la gente curtida de la caravana. Pero no se dejan engañar por él. Como lo dice Willem Dafoe, que interpreta al director del circo, “Hay algo que no está bien en este tipo. Este tipo es un poco raro”.

Cooper muestra una mezcla similar de encanto y disgusto, esta vez alivianada con mucho más humor, en su otra película nueva, Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson. Ahí interpreta al real productor de Hollywood y expeluquero Jon Peters, supuestamente el modelo para el ultraseductor Warren Beatty en Shampoo (1975). Aunque el personaje de Beatty era cautivador al mismo tiempo que libidinoso, el Jon Peters de Cooper es un depravado no deconstruido. Intenta seducir a toda mujer con la que se cruza, incluida la mucho más joven Alana (Alana Haim) cuando ella está manejando y por eso no puede evitarlo con facilidad. En un momento se lo muestra acosando mujeres que caminan por la calle, con su lascivia desenfrenada.

Una mirada a la carrera de Cooper permite entender que se ha convertido en una estrella de las grandes sin interpretar casi a protagonistas masculinos convencionales o simpáticos. “La cámara lo ama… Me recuerda un poco a Paul Newman, particularmente alrededor de los ojos y en el modo en que es agradable pero también tiene una inteligencia muy veloz”, le dijo Liam Neeson a The New York Times cuando trabajó con él en Brigada A: Los magníficos (2010). En ese momento, la conversación era sobre “la gracia y el sex appeal” de Cooper. Él acababa de tener un éxito enorme interpretando al tosco e irresponsable maestro Phil Wenneck en la graciosísima comedia de chabones ¿Qué pasó ayer?  (2009), dirigida por Todd Phillips.

Los personajes que Cooper ha elegido interpretar invariablemente tienen fallas e inseguridades profundamente enraizadas. En la exitosa remake de Nace una estrella (2018), que también dirigió, era una estrella de rock magnética y fachera, pero también un alcohólico y drogadicto que en el final de la película se suicida. En El lado luminoso de la vida (2012), en la que trabajó con Jennifer Lawrence, era un divorciado que sufría de trastorno bipolar. En Una buena receta (2015) era Adam Jones, un chef apuesto pero volátil, a lo Anthony Bourdain, que luchaba para manejar problemas de adicciones.

Una película que demuestra por completo en enorme rango actoral de Cooper es Limitless (2011), de Neil Burger. Ahí interpreta a Eddie Morra, un aspirante a novelista sin un centavo que sufre de bloqueo de escritor y que vive en un departamento sórdido del que ni siquiera puede pagar el alquiler. Su novia (Abbie Cornish) lo abandona. Está tocando fondo cuando un viejo conocido que se encuentra por casualidad en la calle le da una píldora que hace que su cerebro funcione a la máxima capacidad. Él se asea, se reúne con su novia y se convierte en un hombre de mundo luchador y que busca emociones fuertes.

Es una idea trillada, otra relectura más del concepto de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, y del Profesor Chiflado, del nerd que se convierte en el macho alfa. Muy pocos actores más, sin embargo, podrían haber manejado la transformación con la misma facilidad y gracia que Cooper. Resulta igualmente convincente como el don nadie dependiente que siente lástima por sí mismo que empieza la película tanto como el prototipo de dueño del universo en el que se convierte.

Esa dualidad está en muchos de los roles siguientes de Cooper, incluido El callejón de las almas perdidas. Él es extraño que también es uno de los pibes; el tipo común que se convierte en una máquina asesina en Francotirador (2014), de Clint Eastwood; el canalla agente del FBI, tan corrupto como el estafador que está investigando en Escándalo americano (2013).

Puede que Cooper le haya puesto la voz a Rocket Racoon en Guardianes de la galaxia, pero no se ha vendido más allá de eso. Tiene una carrera floreciente como productor de películas como Amigos de armas (2016) y Guasón (2019), y recientemente firmó para dirigir y aparecer en una nueva biopic de Netflix sobre Leonard Bernstein, el compositor de Amor sin barreras. Él no es exactamente una estrella cinematográfica reticente pero, a lo largo de su carrera, siempre ha estado en contacto con su ñoño interno. Es por eso que incluso cuando a películas como El callejón de las almas perdidas no les va bien en la taquilla, su credibilidad no se ve afectada. Para cada actor de método con amor propio como Cooper, los fallos son siempre tan importantes como los éxitos. Se aprende mucho más de la humillación que de los triunfos.

*De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12

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Matrix Resurrections: La píldora roja de la decepción

Por Mailen Aguilera Rivas

¿Qué es lo que convierte un filme en único y memorable? ¿Acaso basta con la nostalgia para rescatarlo en una nueva entrega? Dichas respuestas representan para todos los realizadores el Santo Grial de la consagración, pues hasta aquellos elegidos que han logrado mostrar producciones significativas, no pocas veces caen en la tentación de repetir sus grandes éxitos. Ya sea para probarse que aún no han perdido la magia de hacer buenas películas, añadir los adelantos tecnológicos del presente a historias del pasado o simplemente por presiones de las grandes compañías, varios directores se han atrevido a dar este paso. Por supuesto, solo dos o tres salen airosos y Lana Wachowski no ha sido la excepción.

“- ¿Volveremos a ver a Neo?”- pregunta la niña Sati al Oráculo, a lo que esta responde que podría ser probable. Y ello resultó suficiente para que la Warner Bros tomara como inconcluso el asunto, pese a la desfavorable acogida de crítica y público a las dos últimas partes. Si “The Matrix” constituyó un hito en la historia del cine, sus continuaciones pecaron de la grandilocuencia sin límites de una trama ya de por sí enrevesada y sin necesidad de nuevos personajes o giros argumentales. Por ello, casi dos décadas después, la predicción del Oráculo pasó de probable a seguro, impulsado por la presión de la gran productora y su ultimátum a las Wachowski de que haría la cuarta entrega con o sin ellas.

“Matrix Resurrections” se posicionó entre los estrenos más esperados del pasado 2021 para millones de seguidores con la esperanza de que, al contar con una de las dos directoras originales y varios actores de las partes anteriores, se lograra revitalizar la historia en momentos verdaderamente difíciles para la industria del cine. La interrogante de muchos consistía en saber si Lana Wachowski lograría complacer a los nostálgicos seguidores de la saga, o corroborar la creciente ola de escépticos que afirmaban que la pandemia también había afectado de manera irreparable cualquier intento de trascendencia en todo blockbuster. El resultado: un producto difícil de calificar y adorar, pero que exige análisis exhaustivo.

Neo no solo sigue respirando, sino que además vive como su alter ego Thomas Anderson, exitoso diseñador de videojuegos entre los que sobresale precisamente “Matrix”. Su jefe viste como el entrañable agente Smith y se hace llamar de la misma forma (más que casualidad aquí se emplea la obviedad) y su terapeuta intenta demostrarle la lógica de lo que le rodea. Es decir, una existencia que muestra la alternativa del primer filme si el protagonista hubiera optado por la píldora azul. Pero su destino inevitable es no pertenecer a ese mundo, y cada vez se convence más de que el juego que creó proviene de recuerdos sepultados y no de su fértil imaginación. Solo hace falta el tatuaje del conejo blanco en otra piel, al ritmo de la canción homónima de Jefferson Airplane y la renovada imagen de Morfeo para hacer regresar la roja alternativa de la verdad. Pero esta vez no serán solo sus decisiones los que le posibiliten la victoria. Tendrá que buscar y convencer a su amor del pasado para vencer la tiranía de las máquinas.

Keanu Reeves y Carrie-Anne Moss repiten en los roles principales, al igual que Jada Pinkett Smith con su personaje de Niobe, ahora gobernadora de la rebelde Zion. Yahya Abdul-Mateen II y Jonathan Groff tuvieron la misión de retomar a Morfeo y el agente Smith respectivamente, ante la imposibilidad de los actores Lawrence Fishburne y Hugo Weaving de regresar al proyecto. Se suman nuevos caracteres como el enigmático terapeuta que interpreta Neil Patrick Harris, Priyanka Chopra encarna la adulta Sati y Jessica Henwick es Bugs, joven integrante de la Resistencia que asumirá el regreso de Neo como obsesiva misión personal.

La principal tarea de Lana Wachowski con los guionistas David Mitchell y Aleksandar Hemon (colaboración ya vista en la serie Sense8 junto con parte de los actores secundarios del filme) no se presentó fácil. Tenían que revivir la historia sellada por el sacrificio del Mesías en aras de la paz. ¿De qué forma podrían justificar otra entrega sin perder el espíritu de las anteriores y la vez aportar algo diferente? Lo que llegó a los ojos de miles de espectadores fue una creación en lucha por mantener el imposible equilibrio entre nostalgia y novedad, pero también la muestra sobre los sentimientos encontrados de su directora. “Matrix Resurrections” carga sobre sus hombros el castigo de todo hijo no deseado que termina rebelándose contra sus creadores.

En la película resultan indudables las ingentes dosis de meta cine y el humor autodestructivo que trae consigo. Desde el momento en que Smith y Thomas Anderson debaten sobre la necesidad de agregar a instancias de la Warner una cuarta parte a la trilogía, suenan las alarmas advirtiendo de que esta no será otra secuela más. Neo se sacrificó por lograr el libre albedrío de la humanidad, pero las máquinas (léase la compañía productora) triunfan nuevamente. Y es este hecho lo que detona el despertar del protagonista en la cinta, que vendría a ser como la sólida respuesta de la Wachowski de que lo que bien terminó, cuando es forzado a repetirse, puede acarrear consecuencias imprevistas.

¿Se califica entonces “Matrix Resurrections” como solo un sofisticado y costoso manual sobre el despecho? No, por supuesto que no. Ante todo, es más divertida que todas las partes anteriores juntas, aunque la burla sea contra sí misma. Los amantes del detalle encontrarán incontables referencias a características típicas de la franquicia como el “bullet-time”, o la supuesta elección personal sobre qué píldora escoger cuando realmente la decisión se toma desde mucho antes. Se agregan actualizaciones: la dinámica de los portales de entrada y salida, los bots construidos para controlar y vigilar a los rebeldes, las mascotas robots que reestructura la nueva relación hombre-máquina de la trilogía original. Y no olvidemos a los jóvenes de la Resistencia, con ropa y peinados de colores que representan no solo la diferencia de la habitual monocromía del traje negro, sino además a esa generación que se crio adorando la mítica cascada de letras verdes y ahora también forma parte del equipo que salvará el mundo. En ese sentido se agradece la frescura del vestuario que aporta Lindsay Pugh (“Juliet”) unida a la veteranía del diseñador Tom Davies, creador de las famosas gafas de Morfeo.

Sin embargo, la contribución que más se reconoce en el filme es quizás el énfasis del amor entre Neo y Trinity. Si en las entregas anteriores solo se muestra brevemente la relación física, aquí se confirma la existencia de un vínculo espiritual lo bastante poderoso como para estremecer los cimientos de la Matrix. Para los que rechazan esta nueva fuerza motriz por considerarla alejada de la esencia central de toda la historia, solo habría que recordarles que, gracias al amor del protagonista por su compañera, se evitó el infinito ciclo de “Únicos” retando y luego recargando la Matrix. Neo representa el último salvador y el que logró finalmente la paz. Wachowski aprovecha además la empatía natural existente entre los actores Reeves y Moss para mostrar que a pesar de los años, existen sentimientos que no envejecen.

Por otra parte, no puede evitarse la consabida pregunta ¿Qué hubiera pasado si…? El conjunto perfecto lo es por la unión de sus partes y se resiente la ausencia de roles secundarios pero medulares como los actores que originalmente dieron vida a Morfeo y el agente Smith. Abdul Mateen II no luce mal, pero le sobra jovialidad al personaje que en la historia original se convierte en guía espiritual y la vez ferviente seguidor de El Único. A Jonathan Groff, pese a exagerados gestos faciales y juegos de palabras, le quedan grandes los zapatos calzados por Hugo Weaving con su icónico “Míster Anderson” a flor de labios.

“Nada cura la ansiedad como algo de nostalgia”, sentencia Morfeo y el filme se sirve excesivamente de ello. Los constantes flashbacks a la primera película se emplean con la intención de guiar a Neo (y al espectador no familiarizado con la trilogía) por los antecedentes y recuerdos de la trama que se cuenta. Innecesarios a mi entender pues se vuelven insuficientes para explicar la historia y agobian al espectador que está listo para seguir adelante pero no avanza. Wachowski pretende revitalizar los grandes éxitos (la escena inicial de Trinity con la policía, el combate en el dojo) y solo consigue reforzar la imagen de esta última entrega como un enorme déjà vu. El Merovingio ahora convertido en mendigo grita a los cuatro vientos lo falso que suena la secuela de una franquicia. Y, en cierta forma, tiene razón. No se evidencia el verdadero esfuerzo creativo por superar el fenómeno de 1999, solo recrear el débil eco de lo que fue. Ahora se escucha la banda neoyorquina Brass Against cantando “Wake up” de Rage Against The Machine en los créditos finales. Parecido, pero no es lo mismo.

Para ser justos, el filme no puede competir con la emoción de lo desconocido, la novedad del primero. También existen otros atenuantes como el retiro de Yuen Woo Ping, el coreógrafo del cine Wuxia que colaboró en varias películas de Jet Li y el memorable “Tigre y dragón”, por lo que fue contratado por las hermanas Wachowski para la trilogía. Las escenas de combate se revelan entonces confusas y no tan espectaculares reafirmadas además por la mala edición. Cierto es también que los protagonistas acusan el peso de la edad, pero Reeves sigue enfrascado en perpetuar la secuela de John Wick y luce como si todo su esfuerzo (y aspecto) estuvieran encaminados a favorecer solo una de las dos cuartas partes.

La coreografía de las peleas puede que para algunos represente el aspecto superficial del conjunto, aunque también contribuye a la leyenda que fue “The Matrix”. La primera película de 1999, que tomó parte de su inspiración de la desconocida “Dark City” de Alex Proyas, creó un antes y un después en la forma de hacer cine. Entre sus aportes está el reconocido “bullet time”, efecto visual donde la cámara puede captar a baja velocidad movimientos normalmente imperceptibles como la trayectoria de una bala y además desplazarse por la escena mientras los demás objetos están detenidos, lo que posibilita la recreación de las famosas secuencias de 180 grados. Por ello mereció numerosos premios incluido cuatro de la Academia de Hollywood, así como incontables referencias en filmes y obras posteriores. Pero además está la revolución cultural que produjo, la crítica a la enajenación del presente, la nueva forma de entender y aprender de la tecnología sin dejarnos dominar por ella. “The Matrix” fue algo más que la combinación fulgurante del ciberpunk con el cine de artes marciales. Contiene influencias sobre el concepto de realidad que van desde la “República” de Platón, las “Meditaciones metafísicas” de Descartes, “Los principios del conocimiento humano” de George Berkeley y hasta el más cercano “Simulacra and simulation” de Jean Baudrillard, al cual cita Morfeo en la primera parte para ilustrar a Neo sobre el “desierto de lo real”.

La necesidad de dedicarse a nuevas aspiraciones más la presión de llevar la historia nuevamente al cine, fue suficiente para la otra hermana Wachowski. Lana quedó entonces sola al frente del proyecto, sin la energía y confianza de antes. Renunció a seguir cargando el peso de su propio legado y trató de aligerarlo al costo de convertir esta entrega en un producto que recuerda a “The Matrix”. A su favor queda el intento de romper lanzas contra el sistema de secuelas sin sentido, pero termina cayendo en su propia trampa. Los pretendidos diálogos sobre la inclusión, la fe, la política, la identidad o la percepción binaria del mundo no logran llenar los agujeros en el casco de un barco que se hunde sin remedio. Intentó adoptar la trama desde la vertiente espiritual, aunque apenas deja espacio para el desarrollo actoral de los protagonistas entre tanto intento de parodia y nostalgia mal concebida.

Algunos aplauden que esta versión no haya sido solo un refrito de las anteriores, sin embargo, tampoco se percibe el nuevo capítulo que hubiera sido necesario para revitalizar la franquicia. No hay duda, el filme es entretenido, no obstante, en la mente del espectador continuamente se erige la pregunta de que si sigue en la Matrix o en otra película de regulares proporciones. Cuando ello pasa, significa que la píldora azul está fallando, o en este caso, la roja que intentaron vendernos con el título del filme.

Como constante reflejo de toda la trayectoria creativa que pasó Lana Wachowski para llevar adelante el proyecto, se muestra en el filme la tormenta de ideas que realiza el equipo de trabajo de Thomas Anderson para justificar la cuarta entrega con la premisa: ¿por qué “The Matrix” fue diferente? Y esa fue la única pregunta que no pudieron (o quisieron) contestar en la realidad.

Tomado de: Cubadebate

Tráiler del filme The Matrix Resurrections (Estados Unidos, 2021) de Lana Wachowski

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Woody Allen siempre neurótico e iluminado

Woody Allen, cineasta estadounidense Foto: Universo la Maga

Por Mauricio Escuela @MauricioEscuela

Woody Allen es un autor de piezas literarias que caen en las manos de los productores para convertirse en filmes. La presencia de los temas clásicos de connotaciones mitológicas transforma a este genio en una figura fuera de una época liviana que se distingue por la banalidad, la hipocresía moral y la cancelación de discursos trascendentes. Esta alusión al carácter puramente textual de las películas de Allen ha sido descrita por la crítica como un defecto a la vez que una virtud. El creador no halla otra forma de expresarse que mediante elucubraciones filosóficas en las cuales lo autobiográfico y el cuestionamiento irónico son las marcas de un trasfondo serio, el de la obra de arte concebida para una eternidad y no como un mero objeto comercial.

Tan fuera de época está Woody que no comprende que el tema del genio —muy cercano al del héroe— cede espacio en las cadenas de los grandes medios y en las academias y redes sociales ante la permanencia del hombre masa, tal y como lo describió Ortega y Gasset. Es que el cineasta pertenece a los días de radio, así lo dijo en uno de sus filmes más memorables, tiempos en los cuales lo común era desarrollar la imaginación junto a un aparato sugerente, especie de teatro invisible que irrumpía en medio de la soledad humana. Allen pertenece al New York ya perdido de la cultura judía y la erudición, esa ciudad intelectual que hunde sus raíces en el cosmopolitismo y la libertad de poder criticar cualquier cosa. Entonces era lícito abordar diversos discursos a través del pastiche paródico. En el filme Love and Death —homenaje y a la vez burla de La Guerra y la Paz de Tolstoi— un atribulado Woody encarna a un ruso que recita pasajes de Spinoza de memoria, intenta asesinar a Napoleón y termina siendo fusilado a pesar de las manifestaciones de Dios, quien le prometió que viviría. Este nivel de desacralización de todo lo sagrado y de todo lo inmanente e intocable, define la iconoclasia del artista, siempre presto a destronar paradigmas. Una cualidad que solo se podía desarrollar a través de la más amplia libertad, desde el desprejuicio, la destrucción de dogmas y el abordaje de temas espinosos. En un mismo filme, Woody se burla de la escolástica, de la ilustración y de la modernidad.

El tema del genio nos acompaña desde lo antiguo. Según queda constatado en la tragedia griega y en los estudios de Aristóteles al respecto, debe haber un equilibrio entre lo divino y lo humano para que se mantenga la presencia de este semidiós, de lo contrario se produce la caída. Este sentido dramático, en su más extensa acepción, abarca casi todo el arte, siendo central en las piezas de Shakespeare por ejemplo —Hamlet deberá atenerse a un equilibro entre lo sobrehumano encarnado por la voluntad del fantasma de su padre y las exigencias mundanales de la carne que representa la bella Ofelia; Romeo y Julieta viven la tensión que se establece entre su amor jurado como eterno ante Dios y las miserias cotidianas de las dos familias enfrentadas. La gran trama universal se nutre de ese nudo a punto de romperse que también da vida a la obra de Woody. Solo que, en el caso del cineasta, todo acontece de manera paródica y el antihéroe se burla de sí mismo y busca una vía no convencional para evitar la caída o para salir de la peripecia que lo lanza temporalmente al abismo.

El antihéroe armoniza una postura posmoderna ante el tema del genio. En realidad, la propia vida de Woody se pudiera remarcar en la tensión surgida entre el cine —visto como arte inmortal— y los fugaces amores del artista, que a menudo sirven de combustible, de materia para el proceso creativo. Se sabe que el romance con Diane Keaton dio paso Annie Hall, considerada como de las mejores comedias en la historia. El antihéroe quiso erotizar sus fracasos con las mujeres, dándole mediante el arte una salida triunfal, conducente a un éxito raro y casi efímero. Ese aire de perdedor que anega los filmes, que abarrota los diálogos, en realidad se refiere a la neurosis de quien busca un aliento nuevo para viejos dilemas existenciales. ¿Cuánto hay de divino en la derrota y de humano y transitorio en la victoria? Casi todos los personajes de Woody se debaten en una especie de teatro, mediante monólogos consigo mismos, se distancian de la escena, la miran con cariz crítico, dictan juicios que jamás son concluyentes. Quien espere una tesis acabada, un dogma que siente cátedra, estará equivocado de autor. En La rueda de la maravilla, Ginny es una mujer a punto de cumplir 40 años, que se mueve entre su anhelo de ser actriz y su día a día como mesera de un restaurante en una feria de diversiones. La llegada de un joven apuesto trastoca su vida y la lleva a ser cómplice de un asesinato, pues quedó roto el equilibrio y sobrevino la caída, la tragedia, el tema del genio cuya naturaleza intensa lleva a los excesos. La cólera de Ginny la deshace, la conduce a un final precipitado en el cual pierde todo. Cada paso deforma el carácter antes apacible y va hacia un punto distinto, una geografía dramática, grotesca. Pareciera que Woody nos advierte que el exceso es inevitable y también el descenso a los avernos y las oquedades de la existencia, en las cuales se disuelven las cualidades humanas y se adquiere otra naturaleza.

Se ha dicho que al cineasta hay que cancelarlo, mediante determinados prejuicios y acusaciones que hasta el momento carecen de sustentación judicial. En realidad, pesa —sobre la obra de este hombre— la mediocridad de un tiempo como el de ahora, en el cual se juzga hipócritamente y se tacha a quien brilla, se le niega la entrada y se le hunde en la ignominia. Woody Allen no es Roman Polanski, ni su caso tiene verificación factual alguna sobre la que concluir una tesis y de allí una condena en firme. Pudiera decirse que, como ser concreto posee defectos, pero no suficientes para silenciar un discurso potente y que enfoca cuestiones medulares que nos mueven hacia el pensamiento y la visión trágica. En verdad hay en este tema lo mismo que en todo lo demás: el antihéroe se manifiesta tenso entre la fama y la vida privada como los polos de un ser único, hecho para la disquisición filosófica y no para el cotorreo farfullante de los medios. A Woody se le quiere imponer la banalidad, la censura que nada aporta y eso tiene un efecto colateral y pernicioso hacia la creación. La represión paraliza, mata el eros del artista, impone la pulsión de muerte y da paso al mediocre.

Woody Allen es un autor textual, que hilvana discursos literarios. Se distancia de otros cineastas “de raza” como Martin Scorsese. En un film colectivo donde ambos coincidieron, el primero improvisó y dejó libres a los productores, mientras que el segundo planificaba milimétricamente. El arte del caos define la esencia de las escenas, como esa famosa en la cual una señora mayor desde los cielos de New York persigue al antihéroe y lo trata como su bebé malcriado. El espectáculo risible ocurre delante de todos, poniendo en tela de juicio ideas en torno a lo privado, la familia, lo moral y la educación. Solo alguien con el tono genial de Woody podría lidiar con una tesis estética así. Sustentar el cine no solo es hacerlo, sino plasmarlo desde el guion, desde la literalidad.

Dijo Kant que el genio está relacionado con lo noúmeno, o sea, aquella razón a la cual no se accede, sino que queda oculta más allá de la experiencia humana. No se puede conocer el intríngulis que define esa naturaleza que se halla por fuera de lo común y que parece exorbitante, excesiva y a veces sin equilibrio. Pensar en el matiz neurótico de Woody y sus obras nos conduce a un estadío de conciencia en el cual lo inaccesible se muestra, surge ante el espectador en forma de parodia. El genio, un antihéroe, evita la racionalidad porque sus acciones no se mueven por ese camino. Incluso, si bien los juicios son equilibrados, hay una tensión entre el deber ser y el ser que rompe cualquier conformismo con el discurso imperante y recrea una posible nueva realidad. En El hombre irracional, el protagonista es un profesor de filosofía que se siente vacío y que asesina a un juez para hallar una causa heroica que le dé sentido. En este caso, la transformación del hombre masa en el héroe lo condena, lo aparta y lo reduce. ¿Puede leerse en esta clave la propia vida —dramas acusatorios incluidos— de Woody? El eros y la muerte en los extremos del camino del genio marcan una caída estrepitosa pero bella, que hace las maravillas de un cine jamás superficial.

El sentido trágico impone estas lógicas: el ascenso como búsqueda y la caída como hallazgo. La vida en los extremos hace que el punto medio sea casi imposible de alcanzar. El desmesurado placer de Woody Allen está en esa soga a poco de romperse y que, sin embargo, nos causa una sonrisa. El genio no transita comercialmente por los escenarios, sino que debe hacerlo desde la visceralidad, la contradicción y el entramado de la existencia humana. No se puede renunciar a un episodio tan auténtico y explícito. Habrá que encontrar al artista más allá del marasmo, al genio luego de la caída, al creador en medio de la destrucción. El cineasta queda, por ahora, en un escenario de fama y ruidos, de brillantez y oscuridades. Allí está —siempre neurótico— iluminado por un foco que lo reduce y lo resalta, en ese tenso devenir entre lo humano y lo trascendente.

Tomado de: La Jiribilla

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‘Luz por todas partes’, un ensayo audiovisual para demoler con estilo la sociedad de la videovigilancia total

Por Ignasi Franch @ignasifranch

Hace unas semanas, Luz por todas partes se alzó con el premio del jurado a la mejor película internacional en el festival Documenta Madrid. Después de participar también en el Festival Internacional de Cine Independiente L’Alternativa, la obra está disponible por un tiempo limitadísimo (entre los días 3 y 5 de diciembre) en la extensión virtual de este último certamen a través de la plataforma Filmin.

Se trata de una nueva oportunidad de acercarse a esta demolición —marcada por un tono sobrio y meditativo que se envuelve de un bello dispositivo estético— de los sueños-pesadillas de la sociedad de la videovigilancia total y la correspondiente extracción masiva de datos.

Luz por todas partes cuestiona la supuesta objetividad de la tecnología y nos habla de la omnipresencia de ojos mecánicos. A la vez, es una de esas películas que encarnan implícitamente, y quizá involuntariamente, algunos efectos colaterales.

El tsunami constante de imágenes que se graban no implica un acceso a ellas. Las horas y horas de metraje capturado por las cámaras de los cuerpos policiales estadounidenses que pasan a los archivos de la empresa Axon, fabricante de las pistolas eléctricas Taser y muchos gadgets más, no son accesibles para el público. Y la película del documentalista (¿o ensayista de la imagen?) Theo Anthony parece condenada a tener una difusión muy restringida dentro del competitivo mercado del contenido audiovisual. Un mercado que tiende, como tantas esferas de la vida contemporánea, a estar dominado por los productos corporativos. Por desgracia, parece difícil concebir que Luz por todas partes pueda conseguir un espacio más allá de ser uno de los muchos estrenos semanales que se pierden entre el flujo de contenidos de las plataformas de vídeo por streaming, o de un estreno limitado en unas pocas salas comerciales de la geografía española.

El acercamiento de Anthony puede recordar a otro gran documental de especial utilidad pública que ha quedado sepultado por el torrente de imágenes. Oeconomia era una contundente confrontación con los idearios y los falsos dogmas dominantes en materia económica, pero se alejaba de las maneras del audiovisual protesta. Su indagación era insistente, pero no escenificaba ninguna indignación (aunque pudiese generarla). Su realizadora, Carmen Losmann, destacaba el mal funcionamiento del sistema, o el desencaje entre lo enunciado y lo que acontece verdaderamente, pero sin atender especialmente a la ética de la economía. Devenía una especie de nerd que buscaba las incongruencias de los discursos superficiales del neoliberalismo económico, y hacía emerger su lógica profunda real, sin explicitar unos principios que la situasen a la contra.

Quizá Anthony lanza unos ciertos hilos de conexión con la sensibilidad comunitaria de los movimientos sociales, pero su empeño sigue resultando de ejemplo de un cine político que es contrario a la gesticulación. Y que no resulta menos penetrante por ello.

Sobre los ojos electrónicos y sus sesgos

Luz por todas partes incluye varios relatos. Por una parte, tenemos al documentalista que visita la sede de Axon, que graba a un curso para policías de iniciación al uso de los productos Axon o que documenta los intentos de un empresario de reflotar un polémico proyecto de vigilancia de la ciudad de Baltimore a través de cámaras aéreas. Entre los fragmentos de estos relatos, aparece el Anthony ensayista (en quien podemos ver varios referentes: desde la divulgación estéticamente cuidada de la historia de la brujería en Häxan hasta las películas de Chris Marker) que ofrece un recorrido histórico: se detiene en diversos intentos humanos de objetivar el visionado y la interpretación del mundo a través de la tecnología. Caben desde las observaciones astronómicas hasta la implantación estandarizada de fichas policiales con diversos retratos, huellas dactilares y mediciones, que inspiraría los estudios sobre supuestos fenotipos criminales y sus correspondientes derivados en forma de ensoñaciones eugenésicas.

El cine de ficción nos ha hablado muchas veces sobre la indeterminación de las percepciones y los posibles fallos en la interpretación de estas. El thriller de terror italiano llegó a convertirlos en un cliché narrativo. Véase, por ejemplo, buena parte de la filmografía de Dario Argento, comenzando por El pájaro de las plumas de cristal o Rojo oscuro. En algunas elaboraciones narrativas, el ojo mecánico desplazaba al ojo humano. El giallo de autor Blow up, de Michelangelo Antonioni, y su derivado Impacto, de Brian de Palma, son otros ejemplos de ello. Anthony opta por un cierto ensayismo audiovisual para dimensionar estos fallos en la captura y decodificación de las imágenes del mundo, y por afirmar reiteradamente la imposibilidad de la objetividad. Los sesgos que siempre condicionan, sea por el mismo funcionamiento de la visión humana, por el diseño de los dispositivos electrónicos orientados al uso policial…

El autor invita al espectador a malpensar, porque la adopción de las tecnologías suele estar promovida por unos poderes con sus propios intereses y cosmovisiones. Los tecnooptimistas de la película, siempre con intereses económicos, llegan a poner en palabras verdaderas distopías de sociedades panópticas bajo vigilancia permanente. En su papel de emisor de autobombo empresarial, un portavoz de Axon parece inconsciente de las connotaciones inquietantes de sus palabras. Afirma que una cámara y un arma condicionan de manera similar la conducta de la persona observada-apuntada, sin pensar en cómo sus palabras explicitan la coacción y la violencia implícitas en su mundo de ojos electrónicos omnipresentes.

Luz por todas partes también recoge voces a la contra. Un anónimo asistente a una reunión en un centro comunitario de Pittsburgh lanza unas precisas cargas de profundidad contra el securitarismo, sus asimetrías y sus negocios derivados, antes de que la discusión se disperse y encone. El cineasta, a través de una voz en off, ensaya una enmienda calmosa a la totalidad del tecnooptimismo pro-vigilancia. Una voz en off femenina habla de las distorsiones derivadas del gran angular de las cámaras corporales que usa la policía, y de las connotaciones de estas: la perspectiva subjetivizada no muestra qué hace la persona que porta el dispositivo, y las posibles amenazas a las que esta se puede enfrentar parecen más cercanas. La voz nos recuerda que estas grabaciones, especialmente cuando pueden ser consultadas por los agentes participantes antes de prestar testimonio, facilitan la producción retroactiva de una narrativa que justifique el uso de la fuerza.

Luz por todas partes evidencia que la crítica de la brutalidad institucional y de los sistemas que favorecen su impunidad puede ser sobria, distante. A pesar de que el recorrido que propone su autor es desasosegante y transmite inquietud respecto al presente y el futuro, el resultado es una película extrañamente bella. Puede tener su lógica que el filme tenga algo de experiencia sensorial, dado que atiende al fenómeno de la percepción. Las meditaciones sobre (im)posibilidad de ver, registrar e interpretar objetivamente la realidad llegan al espectador a través de un montaje poético y una sugerente banda sonora. Porque nos podemos confrontar estilosamente a la distopía cotidiana.

Tomado de: El Salto

Tráiler Luz por todas partes (Estados Unidos, 2021) de Theo Anthony

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Greta Gerwig y Mujercitas (2019)

Greta Gerwig directora de cine, guionista y actriz estadounidense

Por Flavio Lira 

La construcción de la actriz como “autora” de sus películas es, como mínimo, tramposa. Sin embargo, esta idea existe, y pensar a los actores y actrices como entes definidos y reconocibles es cualquier cosa menos algo nuevo. En ese sentido, la carrera actoral de Greta Gerwig riza el rizo. Salida del mumblecore, un movimiento que privilegiaba la autogestión y lo espontáneo (aunque varios de sus creadores, en especial Andrew Bujalski, el director de Funny Ha Ha y Mutual Appreciation, han dicho que no había nada de improvisado en sus guiones y rodajes), Gerwig construyó (y deconstruyó) en la primera parte de su carrera una máscara muy precisa: la veinteañera confundida, que va de relación en relación, de trabajo en trabajo, irremediablemente simpática y querible más allá de su inconsistencia. “Si trabajaras en una oficina con ella de seguro te gustaría un poco. Pero fuera de la oficina, te preguntarías si en realidad es tan adorable como habías pensado”. Esa frase, dicha por el personaje titular de Greenberg (Noah Baumbach, 2010) es básicamente la que la definía frente a sus directores, sus espectadores masculinos, quizás ella misma.

Bajo esa óptica,  Hannah takes the stairs (Joe Swanberg, 2007) sería la piedra fundacional para el personaje «Gerwig». De hecho, Hannah puede verse como un borrador de lo que después será su Frances Halladay en Frances Ha (Noah Baumbach, 2012). Aquí ya está su modo titubeante de hablar, su presencia incómoda (de hombros apretados, de cuerpo demasiado grande como para entrar en cuadro), sus escenas de baile espontáneo como si nadie estuviera mirando, y sobre todo, sus monólogos. Cerca del final, Hannah, en una escena escrita presumiblemente por Gerwig misma (en el film de Swanberg hay tres guionistas sumados a las “colaboraciones” de todos sus intérpretes), se explaya sobre lo “maníaco” que es enamorarse de alguien. En un mismo tono analítico y aparatoso (los personajes de Gerwig suelen tener muchas dudas a la hora de comunicarse, y estas suelen manifestarse de manera torpe, dando la sensación que quieren tanto que su punto de vista se entienda porque en realidad sienten que aunque hagan el mayor de los esfuerzos esto será en vano), Frances intentará convencer a los asistentes de una cena su idea del romance como una comunicación secreta entre dos personas, o como en su otra (y subvaloradísima) obra en conjunto con Baumbach, Mistress America (2015), Brooke intentará vender su restaurante comparándolo al de un hogar materno, ensoñado e inexistente.

Pero antes de sus dos colaboraciones como co-guionistas, Baumbach eligió a Gerwig para interpretar a Florence en la ya mencionada Greenberg. Hay algo de enamoramiento de la nueva ola juvenil en este film ya que además de Gerwig también actúa Mark Duplass, es decir, otra de las caras más reconocibles del mumblecore. Greenberg trabaja un tema bastante usual dentro de la filmografía de Baumbach: el choque, ya sea generacional, o cultural, entre dos fuerzas. En este caso Florence representa no solo una juventud incomprensible para el personaje interpretado por Ben Stiller, sino también la anti-intelectualidad que el protagonista desprecia, pero que en última instancia deja en evidencia ya no su ensimismamiento sino directamente la ridiculez de su solipsismo. “Es un filisteo. No le interesan los libros ni las películas” le dice Bernard, el escritor recientemente divorciado a su hijo Frank para referirse al amante de su esposa, Ivan, en Historias de familia (The squid and the whale, 2005), un film anterior de Baumbach. “Quizás yo también sea un filisteo” es la respuesta de Frank. “No tengo muchos libros” dice Florence casi pidiendo disculpas a Roger Greenberg (Stiller) cuando revisa su pequeña biblioteca. Sin embargo Roger, por más superior que se siente a todos lo que lo rodean, está cada día más desconectado del mundo. No reconoce su ciudad natal, todos sus amigos se alejaron de él y pasa la mayor parte de sus días escribiendo cartas de quejas a diferentes empresas. Mientras tanto, es un no-conductor en Los Angeles, la ciudad donde nadie camina, lo cual lo hace dependiente de todos, en especial de Florence, la asistente de su hermano. La crítica usual a Greenberg (la película) de que Florence es retratada como una especie de manic pixie dream girl (la estereotípica chica indie ensoñada, proyección de sus realizadores, que existe en la trama solo en función de los vaivenes emocionales del protagonista varón súper sensible) desatiende la mirada impiadosa de Baumbach. De la misma manera que Roger no es un espejo de las virtudes de su público varón-culto-clase media alta, sino más bien una lupa a sus mayores defectos, Florence tampoco es precisamente la imagen con la que una chica -espíritu- libre quiera verse.

Si Greenberg más allá de la presencia de Stiller en el rol protagónico, no era precisamente un producto del mainstream, los dos siguientes roles de Gerwig sí estaban insertos en el cine industrial estadounidense. Tanto la remake de Arthur (Jason Winner, 2011), como la comedia Amigos con derechos (No strings attached, Ivan Reitman, 2011) representan lo más insustancial que los estudios de Hollywood pueden ofrecer. Tras el fracaso crítico y comercial de ambos films, Gerwig volvió al cine independiente actuando bajo las órdenes de coetáneos (o casi) de Baumbach como son Todd Solodnz (en Wiener Dog, 2016) y Whit Stillman (Chicas en Conflicto, o Damsels in distress, 2011). De alguna manera Gerwig construía un personaje extra-cinematográfico aún más carismático que el de las ficticias Hannah/Florence: el de la chica educada sentimentalmente  por el cine indie de los ’90, convertida ahora en una especie de embajadora de ese espíritu para una generación posterior, como portadora de la antorcha. Sin embargo, fue más bien con sus dos colaboraciones como co-guionista y protagonista de Frances Ha (2012) y Mistress America que Gerwig terminó de solidificarse como actriz-autora.

Es muy discutible, pero el binomio Frances/Mistress son más películas encubiertas de Gerwig como cineasta que del mismo Baumbach. Sus puntos en común con la filmografía del realizador es tenue, y tienen más que ver con las ideas que terminarán de cristalizarse en sus dos películas como directora, Lady Bird (2017), y Mujercitas (Little women, 2019). Episódicas, veloces (en especial por el uso del montaje rápido de pequeñas escenas como recurso narrativo, herencia del cine ’80 generalmente despreciada y parodiada, que Gerwig utiliza como herramienta para narrar en pocos detalles lo que a otros directores les llevaría mucho más tiempo) y falsamente ligeras en su aspecto de comedia (una de las mayores virtudes de Gerwig directora-guionista es hacer pasar bajo una apariencia amable una amplia gama de momentos desoladores), las dos tienen como centro a protagonistas mujeres (y eso también las aparta del universo de Baumbach, generalmente masculino). Tanto Frances como la Señorita América que es Brooke, parecen vivir en una ficción creada por ellas mismas que inevitablemente se hará añicos contra la realidad. La misma estética de Frances Ha lo hace evidente: el hermoso blanco y negro de su fotografía, la utilización en la banda sonora de la música incidental que George Delerue compuso para Francois Truffaut y Jean Luc-Godard en los 60s, e incluso un homenaje explícito a una secuencia de Mala Sangre (Mauvais Sang, Leos Carax, 1986) son un universo de algodón dónde Frances aprenderá de manera dificultosa que su vida no es “una de la nouvelle vague”. Para hacerlo tendrá que separarse de su mejor amiga (que ya se separó de ella), aceptar un trabajo que no es el soñado tras pasar por varios que la hacen sentir estancada, y finalmente, después de un período nómade, encontrar un lugar donde vivir sola. Es mitad una coming-of-age post-adolescente (ese género que narra la construcción del héroe en los términos más prosaicos posibles) y una historia de amor frustrado entre dos mujeres. Lo mismo puede decirse de Mistress America: Brooke se vuelve un sujeto fascinante para su futura hermanastra Tracy (Lola Kirke), una aspirante a escritora. Parte de esa fascinación reside en el carisma que ejerce la independencia y existencia (falsamente) lujosa de la que Brooke hace alarde. Tracy es testigo y partícipe, pero también detecta la mentira y la construcción de una ficción constante, lo cual se corresponde a la mirada misma que Gerwig siente por su personaje, entre la admiración, el desconcierto y la tristeza. (Gerwig admitió que la génesis de Brooke surgió durante la escritura de Frances Ha: en ese momento se trataba de un personaje menor, pero al momento de hacerla hablar surgieron páginas y páginas de un monólogo que la volvía algo independiente, lejano al universo de su predecesora). “Me dijo que toda historia es una historia de traiciones. Yo pensé que eso no era cierto, pero nunca se lo diría. Era muy divertido estar de acuerdo con ella”. Esa frase, dicha en voz en off por Tracy sobre una pantalla negra antes que empiecen los créditos, define perfectamente la relación entre ambas mujeres y cuenta en pocos segundos la historia que vamos a ver. Al igual que Frances, Brooke parece (o desea) vivir en una película en la cual ella es la protagonista. Su miedo a la vejez y la irrelevancia la convierten en una figura trágica. No una adulta, sino la cáscara de la adultez. Por eso mismo es que cambia de aspecto de acuerdo al entorno que la rodea: un jogging y el pelo recogido hacia atrás para volverse una profesora de spinning, unos lentes de marco grueso y súbitamente es la docente particular de matemática para una niña, un gamulán y se convierte en una emprendedora buscando inversores para su restaurante. Sus diálogos consisten en frases extremas, articuladísimas, astutas, pero que en última instancia dejan en evidencia su inseguridad. El personaje es realmente un testimonio de la economía narrativa de Gerwig y su habilidad, sutileza y diversidad como intérprete, generalmente desestimada. Tras leer el cuento que Tracy escribió sobre ella, Brooke se siente expuesta y usada, lo cual puede verse como una toma de responsabilidad de Gerwig hacía el personaje que creó. Al final, cuando se reconcilien, no será tanto un final cerrado y feliz sino más bien un nuevo comienzo para ambas. La misma sensación de transcurso y continuidad será la de su ópera prima como directora, Lady Bird.

Si Frances Ha remite a la nouvelle vague y Mistress America busca un vínculo entre la comedia sofisticada de los ’30 con la comedia neurótica de los ’80 (con Jonathan Demme y Martin Scorsese como principales referentes), Lady Bird finge ser una comedia teen cuando en realidad tiene mucho más que ver con el cine de Mike Leigh (uno de los directores más admirados y citados en entrevistas por la misma Gerwig). De hecho la trama puede recordar a La chica de rosa (Pretty in pink, Howard Deutch, 1986), con adolescente de clase media baja y sus dos pretendientes. Lo que la diferencia no es solo el tono y la atención a los detalles, sino también que a Gerwig le interesan más bien poco los devaneos sentimentales de su protagonista con los dos chicos, y en cambio se enfoca mucho más en sus vínculos con otras dos mujeres: su madre y su mejor amiga. Con ambas se peleará (y solo arreglará de forma directa el quiebre con una de ellas) justamente por su empeño en volverse otra, una que empieza desde su mismo nombre. “Lady Bird es el nombre que me di a mí misma” dirá varias veces. Y Lady Bird sueña con irse de su ciudad natal a Nueva York, algo que su familia no puede costear, y también con tener de novio a un adolescente risiblemente snob (incluso más snob que ella). La relación siempre tensa con una madre que la ama pero que al mismo tiempo no puede sino sentir fastidio ante sus afectaciones, generando así un roce constante, está en el centro mismo del relato y aún más: Lady Bird abre con ambas durmiendo en la misma cama, casi abrazándose, y cierra con el mensaje que deja la hija en el buzón de voz de su madre, sin que haya un verdadero progreso o un cierre entre ambos personajes. En última instancia, es un relato sobre el origen de una persona, y lo ambivalente que son las emociones con respecto al lugar de donde uno proviene, en el disfraz de la esquemática comedia romántica adolescente que la misma protagonista podría alquilar de Blockbuster.

Durante el momento del estreno de Lady Bird la prensa hizo énfasis en el carácter de auto-ficción del film. Hay algo condescendiente en la asunción de autobiografía detrás de esa pregunta, de asumir que toda historia tiene un correlato real, en especial aquellas contadas por mujeres. Gerwig, de cualquier manera, jugó con esa idea, marcando que había detalles que sí se correspondían a experiencias personales, en especial haber nacido y vivido toda su adolescencia en Sacramento (aunque una y otra vez afirmó que su interés residía en retratar la ciudad californiana que rara vez veía en las películas), que al igual que su supuesta sosías ella también era una chica obsesionada con el teatro, y la ambientación en el 2002, un entorno temporal que se corresponde al de su adolescencia (Gerwig nació en el 83). La sensación de Gerwig trabajando con elementos de su vida ya estaba presente incluso en Frances Ha, donde actúan sus padres y hay toda una secuencia filmada en el hogar donde creció. No es improbable que la idea misma, conflictiva como pocas, de la auto-ficción, haya sido un puntapié para su adaptación de Mujercitas.

Hay un largo historial de versiones de la novela de Louisa May Alcott: tres cinematográficas previas, varias para televisión, incluso una serie animada japonesa. Gerwig es ampliamente consciente de esto y su Mujercitas debe ser la versión más meta de todas. Muchos de los episodios por lo que es más recordada la obra de Alcott son tratados por Gerwig casi como un trámite para llegar a lo que realmente le importa. El ejemplo más claro es la caída de Amy en el lago congelado: mientras en todas las otras versiones esto es tratado como un momento de tragedia inminente, aquí es un instante más y lo que realmente le importa a su guionista y directora es detenerse en la conversación que tendrá Jo con su madre después del accidente, donde esta confesará que siente rabia casi todos los días de su vida, que sólo aprendió a domarla, y que espera que su hija sea mejor que ella y convierta su rabia en un motor de independencia. Gerwig da por sentado que de una manera u otra la historia es familiar para todas/os, y por lo tanto se pregunta por qué es necesario contarla nuevamente. El texto mismo de Alcott puede ser interpretado simultáneamente como un tratado pre-feminista a la par de Una habitación propia de Virginia Wolf, y al mismo tiempo también es un catálogo de buenas costumbres a ser adquiridas para las señoritas de la época. Gerwig tiene esta dicotomía muy presente. Y las razones tienen algo que ver con cómo Wolf argumentaba que para que una mujer pueda crear necesita no solo un lugar dónde hacerlo, sino también ayuda financiera. Eso mismo se entrecruza con la interpretación de Mujercitas como texto veladamente autobiográfico. Cerca del final, Jo, Amy y March discutirán cuál es la importancia de contar historias personales y domésticas y si la importancia no está en el mero hecho de narrarlas. Gerwig, que se dedicó una y otra vez a contar historias que a buena parte de los críticos varones les pueden resultar “pequeñas” (como si la construcción de uno mismo, la necesidad de crecer, el cambio y corte de relaciones con seres amados fuesen temas irrelevantes), enfrenta la discusión por dos lados: primero por dejar en primer plano conversaciones íntimas entre madres e hijas, hermanas, y amigas, donde los hombres cumplen un rol secundario, pero también tienen un peso económico, un lugar de autoridad ejercida desde el poder material (sobre todo en Mujercitas, pero también en Frances Ha, cuando la protagonista vive temporalmente con dos hipsters que tienen muchísimo más dinero que ella, y Mistress America, con Brooke dependiendo financieramente de su novio), y cuya injerencia en esas relaciones termina siendo perjudicial por esto mismo. Y segundo, cómo esas historias de mujeres se cuentan en un mundo reacio a escucharlas. “Para el final la protagonista tiene que estar casada o muerta” le dice el editor literario a Jo como condición para aceptar su novela. Gerwig utiliza la misma creación de la novela de Alcott, y las concesiones que la autora tuvo que hacer para poder publicarla (así como el mismo trato que logró para poder conservar los derechos) como comentario mismo de la historia. Mientras en las otras versiones, el vínculo de Jo con el profesor Bhaer era construido con tiempo para que los espectadores acepten que la protagonista, decidida a nunca casarse, finalmente se entregue a un señor mayor que ella y que funciona como figura autoritaria, en esta ocasión todo el desenlace es tratado como un chiste. Gerwig pone en evidencia el parche por lo que es, o mismo el parche que la mayor parte de las “historias de mujeres” necesita para poder salir al mundo. Se distancia de su final «sentimentaloide», generando el mismo efecto catártico por la parodia que las versiones anteriores conseguían por la vía del respeto.

Gerwig es, dentro de directoras/es nacidos en los ’80, prototípica en su post-post modernismo. Es decir, ya no la consciencia que toda historia ya fue contada antes, sino esto como algo obvio y cotidiano, que marca nuestras relaciones no solo con la ficción, sino con nosotras/os mismas/os y quienes nos rodean.

Tomado de: Revista Film

Tráiler del filme Mujercitas (Estados Unidos, 2019) de Greta Gerwig

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A 100 años de “El pibe”, el lado oscuro de Charlie Chaplin

Por Geoffrey Macnab

Era un hombre pequeño con pies enormes y un mostacho breve… o al menos así era la manera en la que aparecía en la pantalla. Cien años atrás, tras haber hecho otras sesenta películas o más, Charlie Chaplin dirigió su primer largometraje, El pibe. Para entonces él ya estaba entre las más reconocibles y amadas figuras en todo el mundo. “Soy conocido en partes del mundo por gente que nunca oyó hablar de Jesucristo”, acostumbraba ufanarse.

Ahora, Chaplin está volviendo a aparecer bajo los focos. Una nueva película documental, The Real Charlie Chaplin (“El Charlie Chaplin real”), dirigida por Peter Middleton y James Spinney, fue presentada en el Festival de Cine de Londres. Pero el trabajo de Chaplin también está siendo revivido en cines del mundo. Títulos clásicos como El pibe, Tiempos modernos (1936), La fiebre del oro (1925) y El gran dictador (1940) han sido remasterizados en 4K por las distribuidoras Pieces of Magic y MK2, y serán relanzados en breve.

Es una oportunidad para que las nuevas generaciones lo descubran. Con la ventaja de ver las cosas desde el presente, de todos modos, hay algunos aspectos difíciles sobre el comediante del sombrero bombín. Su vida privada tuvo aspectos oscuros. En particular, sus relaciones con las mujeres son perturbadoras, especialmente cuando se las contempla a través del prisma del #MeToo. El actor estaba especialmente obsesionado con las chicas muy jóvenes.

Lillita MacMurray, quien fue conocida durante la mayor parte de su vida como Lita Grey, fue una de esas víctimas. Ella interpretó al “ángel coqueto” que impacta a Chaplin en El pibe, un momento complicado en una de las mejores y más duraderas películas de Chaplin. En ese momento tenía 12 años.

En una extraña secuencia al final de la película, el vagabundo de Chaplin, desplomado en un umbral, cae dormido y entra a la “Tierra de sueños”. De pronto, las familiares callejuelas aparecen festoneadas de flores y atestadas de ángeles. Incluso a los duros policías y los perros callejeros les brotan alas. El vagabundo parece estar en el paraíso, pero de pronto “se arrastra el pecado”. Es abordado por una joven ninfa de aspecto inocente (Lita Grey) que trata de “conquistarlo”. Él no puede evitar perseguirla y se mete en una pelea con su novio.

El comediante se obsesionó con la joven actriz. Para entonces acababa de atravesar un embrollado y amargo divorcio de su primera esposa, Mildred Harris, que tenía 16 años cuando se casaron en 1918. Tuvieron un hijo en julio de 1919, que murió tres días después del nacimiento. En el proceso de divorcio, Harris acusó a Chaplin de crueldad psicológica.

Más tarde Chaplin se casó con Grey, en 1924, y ella hizo acusaciones similares sobre el actor cuando se separaron, tres años después. A mediados de los sesenta, Grey escribió una autobiografía sensacionalista, My Life with Chaplin; an intimate memoir (“Mi vida con Chaplin, una memoria íntima”). Como la tapa del libro se encargaba de anunciar, era “¡la historia que Charlie no contó!”. Y “el impactante relato de un matrimonio que se convirtió en uno de los más infames escándalos de todos los tiempos”.

El libro describe cómo Chaplin se fue obsesionando con Grey en el set de El Pibe. “Sos una niña extremadamente bella, querida”, recuerda que le dijo. Chaplin le dijo que ella le recordaba a “la chica en la pintura La edad de la inocencia” y que encargó un retrato de la actriz. “Te estuve mirando, querida, cuando vos no estabas mirando. He estado más y más atraído por esos ojos fascinantes tuyos… te hacen ver muy misteriosa”. Su madre estaba preocupada por esa conducta, pero Chaplin le aseguró que él “no tenía el hábito de seducir a niñas de 12 años”.

Tres años después, sin embargo, cuando ella tenía 15, él sí sedujo a Grey. Ella hizo una audición para La fiebre del oro y consiguió el rol protagónico. Tal como puntualiza David Robinson en su biografía de Chaplin, “todos los reportes de los periódicos dijeron que Lita tenía 19 años”. Pero de hecho ella aún era menor. Eso no detuvo a Chaplin para empezar un romance con ella. Y Lita quedó embarazada.

Chaplin quería que ella se hiciera un aborto. Le ofreció dinero para que se casara con alguien más. Al final, extremadamente reluctante, el comediante hizo de Grey su segunda esposa.

El relato de Grey sobre su matrimonio de corta vida fue escrito años después del evento. Fue diseñado para vender muchas copias y causarle a Chaplin el máximo bochorno posible. De cualquier manera, el trato de Chaplin hacia ella emerge monstruoso y explotativo, y fácilmente lo podría haber llevado a prisión. En ese momento en California, “que un hombre tenga relaciones con una mujer menor de edad constituye, de hecho, un acto de violación, lo que supone penalidades de hasta 30 años en la cárcel”, escribe Robinson en su biografía del actor y director.

The Real Charlie Chaplin, el nuevo documental, cubre la relación del artista con Grey en un nivel de detalle de enorme y dolorosa franqueza. Los realizadores encontraron entrevistas hechas por ella para televisión en las que trabaja duro para dar su versión de la historia. El público, de todos modos, estaba aparentemente mucho más interesado en los detalles financieros del subsecuente divorcio con Chaplin que en su sufrimiento. Al separarse, ella recibió un pago por entonces record.

Los medios retrataron a Grey como una adolescente manipuladora y maquinadora cuando, de hecho, ella era una víctima de un hombre mayor con actitudes predatorias. Es un episodio triste y miserable en la carrera de Chaplin, pero su popularidad no se vio entonces afectada. Solo veinte años después, cuando tuvo un romance en 1941 con otra actriz más  joven que él, Joan Barry (que tenía 22), Chaplin, que entonces tenía 52 años, cayó finalmente en desgracia. Pero fue más por las sospechas del FBI sobre sus simpatías comunistas que por su duro tratamiento de las mujeres jóvenes en su vida.

A pesar de su título, The Real Charlie Chaplin no consigue acercar más al público a la esencia de su personaje que las biografías y películas que se hicieron previamente sobre él. Ese londinense de clase trabajadora sigue siendo una figura intensamente privada y paradójica. Los directores lo describen como “un nadie que pertenece a todos”. Exploran los extraños paralelismos entre Chaplin y Hitler (“Ambos eran performers que imantaban al público”), nacidos con días de diferencia, que tenían un gusto similar en bigotes y que terminaron enfrentados uno a otro.

Los nazis odiaron a Chaplin, prohibieron sus películas y lo etiquetaron como “un desagradable judío acróbata”. Chaplin respondió ridiculizando a Hitler en su película más valiente, El gran dictador (1940), en la que interpretó los papeles del líder fascista Adenoid Hynkel y un barbero judío del ghetto.

En sus películas mudas, en su personaje del vagabundo, Chaplin fue accesible para todas las culturas del mundo. Era una figura subversiva que provocaba amor, el hombrecito que se volvía héroe. Sus películas son tiernas, ingeniosas y muy graciosas. Se paró ante la autoridad en la pantalla, pero podía ser un autoritario fuera de ella. Se volvió inmensamente rico interpretando a tipos que no tenían un centavo. Sus comedias arengaban contra la crueldad de las figuras del establishment -policías, jefes, jueces- y sin embargo él era un jefe riguroso que a veces trataba a sus colaboradores con cierta brutalidad.

El documental hace una crónica de los muchos, muchos meses que pasó tratando de filmar una única y fundamental secuencia de su película de 1931 Luces de la ciudad, que involucraba a una florista ciega que confundía al vagabundo con un millonario. Llevó a sus colaboradores hasta la confusión por su obsesivo perfeccionismo.

¿Qué significa Chaplin hoy para las audiencias? El estatus del comediante ha ido cambiando sutilmente a lo largo de los últimos 20 ó 30 años. Fue una vez la estrella más popular del cine en el mundo, pero de a poco se fue convirtiendo en símbolo de la alta cultura. Cuando sus películas son revividas, tienden a ser exhibidas en salas de concierto con el acompañamiento de grandes orquestas, o en festivales internacionales como Cannes y Berlín. Son distribuidas por empresas de cine-arte, antes que por los grandes estudios del mainstream. Los críticos de cine y otros realizadores lo reverencias, pero Chaplin se ha ido alejando gradualmente del público general. Su trabajo ya no se encuentra fácilmente en la televisión como para que los chicos lo descubran.

La mezcla que consiguió el comediante de carcajadas y un profundo pathos ciertamente no atrajo a los espectadores británicos durante el thatcherismo de los ochenta y noventa. “No conozco ningún pueblo más cínico en el mundo que el británico, y si sos cínico no te puede gustar Charlie. Si sos cínico, entonces él no tiene esperanza, es solo insoportablemente sentimental”, comentó el crítico de cine David Robinson acerca de cómo el trabajo de Chaplin quedó pasado de moda.

Ese cinismo se ha aliviado. Los miembros de una generación más joven e idealista, preocupados por la injusticia ambiental y política, pueden estar más abiertos al trabajo de Chaplin de lo que sus hastiados padres estaban veinte o treinta años atrás. En una era de guerras, migraciones en masa forzadas, inequidad y pobreza, sus películas deberían tener una nueva actualidad. De todos modos, el pibe de Lambeth también puede enfrentarse a una nueva, póstuma estimación debido al tratamiento que les dio a esas mujeres jóvenes. Es difícil llegar a cualquier conclusión que no sea que abusó y explotó a Grey. Si las estrellas de cine son atrapadas comportándose de la misma manera hoy, sus carreras implotarían de inmediato. Serían canceladas sin remedio.

Chaplin también fue una víctima, alguien que tuvo una traumática infancia de extrema pobreza. Fue separado de su madre mentalmente inestable en la misma manera brutal que sufría el chico que interpretaba Jackie Coogan en El pibe. Pidió limosna en las calles. Años después, aun cuando había acumulado una extensa fortuna, seguía aterrado por la posibilidad de perderlo todo. Era una figura insegura y temperamental, con una problemática vida privada.

Pero al mirar sus películas todo eso queda rápidamente en un segundo plano. Su genialidad permanece. Nadie más en la historia del cine ha tenido esa capacidad para conjugar a la vez las risas y las lágrimas. Muestra tal humanidad y humor en pantalla que parece más misterioso aún que pudiera comportarse de manera tan abominable fuera de ella.

Tomado de: Página/12

Tráiler del filme El Chaplin real (Estados Unidos, 2021) de Peter Middleton y James Spinney

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John Huston y el amanecer del cine “noir”. A 80 años de ‘El halcón maltés’

Fotograma del filme El halcón maltés (Estados Unidos, 1941) de John Huston

Por Moisés Elías Fuentes

El mismo año de 1941 en que dirigió su primer filme, John Huston había trabajado como guionista adaptador de ‘Su último refugio’, de Raoul Walsh y ‘El sargento York’, de Howard Hawks, dos veteranos pioneros de la industria, con quienes aprendió los aspectos artesanales del cine y la construcción de una voz personal, capaz de habérselas con las búsquedas formales del director como artista, a la vez que con las exigencias comerciales de los jerarcas de la industria cinematográfica.

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Hijo de Walter Huston, actor secundario que se inició en el cine silente, John Huston nació el 6 de agosto de 1906 y todavía joven, a través de su padre, entró a la industria, lo que le permitió conocer la realización cinematográfica hasta en su detalles mínimos, experiencia que, a partir de 1941, convirtió en filmes libres de efectismos miopes o academicismos hieráticos y sí, en cambio, plenos de una enorme inspiración artística de la que son testimonios Cayo Largo, La jungla de asfalto, Moby Dick, Los inadaptados y El hombre que sería rey, títulos imprescindibles en una carrera no exenta de altibajos, pero que, en su conjunto, se erige por derecho propio en una de las más brillantes de la historia del cine estadunidense, como se corrobora en ese digno epílogo a su obra fílmica que es Los muertos, adaptación del relato homónimo de James Joyce que el cineasta dirigió, arrasado por el enfisema pulmonar, poco antes de su muerte, acaecida el 28 de agosto de 1987.

Curtido por ese fogueo, Huston emprendió la filmación de El halcón maltés (The Maltese Falcon), adaptación al cine de la novela homónima de Dashiell Hammett publicada en 1930, que ya había sido llevada a la gran pantalla en dos ocasiones anteriores, con muy malos resultados, debidos sobre todo a la ligereza con que abordaron el intrincado argumento de Hammett, cargado de una violencia física, erótica y emocional que retaba la doble moral de la sociedad estadunidense, capaz de imponer un implacable código de censura, el Hays, para controlar el discurso cinematográfico, al tiempo que de voltear la vista ante el feroz racismo desatado contra las comunidades afrodescendientes e imperante en casi todo el país.

Realizador aguzado, Huston sí valoró la riqueza contestataria de la novela de Hammett, además de las posibilidades de experimentación visual que ofrecía, lo que le permitió elaborar una narrativa que no sólo asimiló las enseñanzas del cine policial y de gánsters que predominó durante las décadas de 1920 y 1930, sino que sentó las bases para la emergencia del cine negro, el noir y su sórdida visión de la gente común de la vida diaria, empujada por sus pasiones, ambiciones y obsesiones al crimen, el asesinato y la muerte.

Colaborador de los experimentados Walsh y Hawks, según apunté líneas arriba, Huston también aprendió de ambos cómo presentar personajes con personalidades bien definidas, quiero decir, no prototípicos sino dúctiles, con lo que dio paso a hombres y mujeres impredecibles en quienes se equilibran, de modo por demás perturbador, el individualismo y la solidaridad, el despropósito y la mesura, la lascivia y la templanza.

Cuando emprendió la dirección de El halcón maltés, Huston supo aprovechar su principal desventaja, la de ser un realizador debutante, lo que le relegó al cine serie B, pero que, en compensación, le otorgó una libertad discursiva y estética poco usual en el cine de alto presupuesto. Fue en ese ámbito de restricción económica que Huston desenvolvió un discurso signado por la influencia del cine expresionista alemán, los diálogos rápidos y agudos, la tensión sexual, el egoísmo y la ambigüedad moral.

Gracias a la paradójica libertad del bajo presupuesto, Huston reunió un grupo de actores de primer orden, aunque todos marginados, entre los que destacan los cuatro principales: Humphrey Bogart (el detective Sam Spade), Mary Astor (Brigid O’Shaughnessy), Peter Lorre (Joel Cairo) y Sidney Greenstreet (Kasper Gutman), quienes reprodujeron y aun exasperaron la relación tóxica, agresiva e inmoral de los personajes, planteada por Hammett en la novela. Y no sólo esto, sino que plasmaron las particularidades de las interacciones de los personajes entre sí, lo que alcanza su mayor cota en el enfrentamiento intelectual y emocional entablado entre Spade y Gutman, creación exclusiva de Bogart y Greenstreet, quienes sacaron lo mejor de sus experiencias (en el cine, el primero; en el teatro, el segundo), logrando uno de los duelos actorales más memorables en la historia del cine.

Actor secundario como lo fue su padre, John Huston entendía muy bien la correlación entre los actores y la imagen fílmica, por lo que se apoyó en la fotografía del veterano Arthur Edeson, seguidor del expresionismo alemán, para desarrollar una narrativa visual desconcertante: parca en cuanto a planos (planos medios, americanos, en picada y contrapicada, primeros planos, algunos generales) e iluminación (claroscuro y luces discretas), con estos elementos Edeson creó una atmósfera asimétrica, colmada de desproporciones, todo el tiempo amenazante, que ayudó a los actores para proyectar la marginalidad social de los personajes y su soledad interior.

Limitado por el presupuesto, como señalé antes, Huston ubicó las acciones en espacios cerrados que, si por un lado permitieron a Edeson el desarrollo de la atmósfera visual, por otro, sirvieron al director de arte Robert M. Haas para construir una escenografía que oscila entre la claustrofobia y el ocultamiento, austera e inmóvil, en desasosegante consonancia con el elegante pero serio vestuario del diseñador Orry Kelly.

Fueron estos los elementos que cohesionó Thomas Richards, editor con gran dominio de oficio, en un magistral trabajo donde armonizó el montaje narrativo, netamente lineal, con el expresivo y el ideológico, armonía de la que deriva el agilísimo ritmo de una película que, más que por la acción física, se distingue por la profusión de los diálogos, a los que Richards y Huston grabaron de la violencia implícita y la enorme fuerza expresiva que hicieron de la novela de Hammett una obra perturbadoramente seductora.

Seducción perturbadora que el filme acrecentó al dejar entrever las contradicciones que jalonaban a la sociedad estadunidense al inicio de la década de los cuarenta, tan lejos de la fantasía de riqueza sin esfuerzo que había prevalecido a lo largo de la década de los veinte (los locos veintes con sus clubes clandestinos en los que se escanciaba licor de contrabando a los millonarios instantáneos y la música jazz marcaba el ritmo de la felicidad), y, en cambio, cerca todavía de la Gran Depresión de 1929, que borró de golpe la ilusión de la bonanza perpetua y lanzó a los ciudadanos y ciudadanas de a pie a la década de los treinta con sus amarguras y estrecheces, que no se acallaban ni con las síncopas del swing jazz.

En cambio, los y las estadunidenses de 1940 entraban a una década enigmática, iluminada por la estabilidad económica, pero ensombrecida por la corrupción de la élite financiera y parte de la clase política y el avance ineludible de la segunda guerra mundial. Ante tal incertidumbre, el prolífico músico Adolph Deutsch optó por una partitura en la que campean instrumentos de viento de tonos oscuros, acompañados aquí y allá por los sonidos reflexivos de violonchelos y violines. Una partitura sombría y amenazante, como la década.

Es la atmósfera en que se desenvuelve El halcón maltés, mundillo habitado por hombres y mujeres comunes, decididos a cualquier perversidad con tal de forzar la entrada al paraíso monetario de los pocos. Pero, también, mundillo habitado por Sam Spade, antihéroe cínico e individualista y, a pesar de ello, con una ética personal inalterable, que antepone la justicia a sus propios sentimientos amorosos, lo que hace con Brigid, esa encantadora mujer que, desde su primera aparición, se erige en su complemento y su némesis, su anhelo y su conciencia de la irrealidad de los sueños. Es la atmósfera de El halcón maltés en la adaptación de John Huston, filme que arriba a sus ochenta años tan propositivo, contestatario e insurrecto como en aquel axial 1941 en que se encontró por primera vez con el público.

Tomado de: La Jornada Semanal

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Será entre ellas

Por Daniel Céspedes

A Andrés Duarte

Convengamos que Shirley (Josephine Decker, 2020), exhibido en la más reciente emisión de La séptima puerta y basado en el libro de Susan Scarf Merrell, no es el biopic habitual. Hay saltos de etapas en la vida y obra de la escritora estadounidense Shirley Jackson (1916-1965): se obvian hechos de su predisposición a la literatura, incluso uno no sabe qué leyó o quiénes la motivaron a convertirse en narradora. Aunque nadie se convierte en escritor de un momento a otro. Se nace con la vocación y, cuando menos se lo piensa el autor, se levanta un día con un compromiso primero para con sus adentros, donde el hacerse de un nombre le sacude la cabeza exigiéndole dar algo virgen. No importa sea una variación del mismo libro ya escrito.

Por encima de lo que piensen los demás, por encima incluso de alguien cercano (el profesor Stanley, esposo y censor de Shirley, interpretado por Michael S. Stuhlbarg, quien acaso se cree con el derecho de determinar qué género escritural le queda mejor a ella), tiene la protagonista que intentar una nueva criatura. En ese estado de perturbación, duda y cierta gracia del oficio y talento que permanece, se enfrenta el espectador a la persona de mayor interés de esta película. En principio, Shirley es un drama sobre lo que cuesta llegar al estado de gracia de la creación.

“Estoy perdida, Rosie. Estoy perdida. ¿Sabes lo que es tener un secreto? No puedo escribir nada que valga la pena”. Le comenta ella (Elisabeth Moss) a Rosie (Odessa Young). Shirley está en un aprieto. Siente que no avanza, que su investigación sobre una mujer desaparecida, que es el pivote del libro en potencia, le molesta a quienes saben en cuales escollos pudiera estar internándose ella. ¿Cómo lo saben si es reservada con lo que escribe? Su marido ni habla del asunto y, cuando lo hace, no cree que Shirley pueda asumir un proyecto de historia anclado en un misterio social. A decir verdad, para él la desaparición de la mujer es inferior a la capacidad de su esposa. Pues en un momento se lo dice a rajatabla. Frescura y madurez parecieran unirse luego. Ellas (Shirley y Rosie) ya vienen complementándose en lo que sueñan e imaginan, en lo que conversan. Llegan a ser una. Son una.

El enfrentamiento es desafío para Rosie. También para el espectador. A ambos se le presenta una mujer arisca, solitaria y hasta egocéntrica. ¿Qué escritor no lo es? Shirley carga además con la conciencia de saber que es extraña en su comportamiento, que no ostenta una belleza ni lozana ni crepuscular. Shirley es descuidada, un fracaso en la vida doméstica. Su obsesión en la creación se lo impide. La directora se inspira en el referente “real”, la gran autora de terror que fue (que es), pero reproduce —pues no le queda de otra— algunos estereotipos de la mujer intelectual, de la escritora, la complejidad a toda hora del artífice de mundos. Ni ella es el genio Virginia Woolf, ni Rosie es la bella Vita Sackville-West. No es precisa tal comparación. Pero lo que va a surgir después de la apatía y el menosprecio de una por la otra recordará la relación que en pantalla evocó Chanya Button en su película Vita y Virginia (2018).

La escritora le pide a Rosie investigar sobre el caso del que escribe. Decker recurre al suspenso: lo que la voz en off de Shirley narra es resuelto con imágenes difusas de lo que pudo haber sucedido, de lo que sucederá en el libro. Se representa cuanto el lenguaje descriptivo y preciso dice a través del montaje paralelo que, sin embargo, pudiera verse también como montaje alterno. Pues el avance de la escritura es consecuencia de lo que Rosie ya averiguó y se supone le reveló a la narradora. La directora es consciente de que un montaje puede derivar en el otro y no afecta en absoluto la narración. Rosie asume pronto la voz en off. A partir de un instante, el punto de vista de la creación sigue adrede con ella.

En Shirley destaca el guion de Sarah Gubbins, la puesta en escena, en especial el elenco y la recreación epocal —el llamado espíritu de época—, la atmósfera de misterio y a veces de terror para prolongar la propia escritura de esta precursora del terror norteamericano. Los actores se agradecen: Michael S. Stuhlbarg, Logan Lerman… Pero es una película sobre mujeres. Se le pide a Elisabeth Moss y Odessa Young fluctuar entre situaciones extremas y la serenidad de esos diálogos en los que se revela mucho y se sugiere más.

¿Cuál es el libro que se alude tanto en esta trama? La lotería, obra de 1948 que sacudió extraordinariamente a los lectores de Estados Unidos. Y sí, Shirley tomó de la realidad, la necesitó siempre para avivar su ingenio avizor, inconforme, curioso. Como diría en un momento el receloso Stanley: “La originalidad no es algo que uno pueda querer manifestar (…) La originalidad es la brillante alquimia del pensamiento crítico y la creatividad”. Sombría, psicosomática, bruja…, Shirley Jackson escribió más de lo que algunos alcanzaron a sospechar.

Tomado de: Cubacine

Tráiler del filme Shirley (Estados Unidos, 2020) de Josephine Decker

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100 años de Charles Bronson, el primer duro de matar

Charles Bronson, actor estadounidense de origen lituano (1921-2003)

Por Geoffrey Macnab

Hacia el final de El vengador anónimo 3, el vigilante que interpreta Charles Bronson es amenazado con un arma por el líder de pandilla de Gavan O’Herlihy. El matón parece haber vuelto desde los muertos luego de ya haber sido baleado una vez, pero viste un chaleco antibalas. Esta vez, el héroe le apunta a quemarropa con un lanzacohetes, volándolo en pedazos. Es un final absurdo y sin sentido para una película absurda y sin sentido, en la que el recuento de muertes anda por las nubes. La expresión de Bronson no se modifica en lo más mínimo. Se lo ve absolutamente imperturbable, incluso levemente desinteresado, como si estuviera ejecutando una simpla tarea doméstica antes de tomar el cheque de 1,5 millones de dólares que le tenían prometido por sus servicios Menahem Golan y Yoran Globus, los disidentes productores israelíes de la película dirigida por Michael Winner en 1985.

Este 3 de noviembre marca el centenario del nacimiento de Bronson. Fue la más enigmática estrella de acción de su era, uno que apareció en una buena cuota de películas terribles sin aparentemente vulnerar su reputación. Su marca de minimalismo a lo macho probó ser ampliamente influyente. Actores como Bruce Willis, Liam Neeson y Jason Statham han interpretado héroes similarmente inexpresivos en muchas películas de acción recientes sin llegar nunca a igualar su aire de misteriosa calma.

Bronson, quien murió el 30 de agosto de 2003 a los 81 años, no mostró abiertamente pena o furia en la pantalla, pero muchos de los personajes que interpretó habían sufrido un trauma extremo en su pasado. Generalmente están buscando venganza. Su cara siempre luce impasible pero, en sus mejores performances, puede transmitir su dolor y sus anhelos a través de una expresiva mirada en sus ojos o (como en Erase una vez en el Oeste) tocando unos compases en una armónica. Siempre habla de manera reposada. Eso sirve a la vez para congraciarse con el público -parece tan cortés- y para hacerlo lucir aún más intimidatorio. Se entiende que puede explotar en una espiral de violencia en cualquier momento cercano.

En sus películas menores, especialmente aquellas hechas junto a Winner, su comportamiento frecuentemente parece bizarro. Su reserva llega a través de una falta de empatía humana básica. En una de las escenas más ridículas de El vengador anónimo 3, la mujer con la que acaba de empezar un romance (Deborah Raffin) se queda en el auto mientras él va a buscar su correo. Unos matones callejeros la asaltan y causan un accidente que la mata. Saliendo de la oficina postal, Paul Kersey reacciona de un modo típicamente Bronson, es decir luciendo un gesto de leve contrariedad, como si hubiera recibido una multa de tránsito. El dolor físico tampoco perturbó al personaje ficcional de Bronson. Cuando uno de los pandilleros le clava un cuchillo en la espalda en esa misma película, él saca la hoja y la observa con curiosidad, como si no pudiera creer del todo que estuviera dirigida a él.

Bronson en El Vengador Anónimo.

“Bronson es el destino. Una especie de bloque de granito impenetrable, pero que marcó mi vida”, dijo el director italiano Sergio Leone en la biografía que Christopher Frayling escribió sobre el realizador. “Conocí a mucha gente en los Estados Unidos, hombres de negocios, jefes de grandes corporaciones; francamente, personas que eran aún más duras que el personaje de Bronson. Y ellos tenían exactamente la misma sonrisa de Charles Bronson: amenazante, inquietante”, completó Leone.

Cuando Bronson consiguió el que fue seguramente su mejor papel, en el film de Leone Erase una vez en el Oeste (1969), los jefes del estudio Paramount estaban desconcertados con la elección. Lo conocían como un actor de reparto que había aparecido en Los siete magníficos (John Sturges, 1960) o Doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967), que podía verse duro y carismático como integrante de un equipo mayor, pero no el tipo de actor que podía sobrellevar una película de alto presupuesto. Leone, de todos modos, vio al tosco actor estadounidense con ascendentes lituanos como la perfecta elección para el pistolero que tocaba la armónica. Bronson era tan inescrutable y revelaba tan poco de sí que fascinó a las audiencias. Era tan taciturno como el Hombre sin nombre de Clint Eastwood en la “trilogía del dólar” de Leone, y parecía evidente que ocultaba algo detrás de esos ojos misteriosos y conmovedores. No necesitaba decir muchas líneas de diálogo. Gracias a los primeros planos en gran pantalla de Leone, su rostro hizo todo el trabajo.

Al estilo de Humphrey Bogart, Bronson ya estaba bien entrado en la mediana edad antes de convertirse en estrella de cine. Ocasionalmente lideró películas clase B como Ametralladora Kelly (Roger Corman, 1958), pero en las películas más grandes siempre estuvo confinado a los roles de reparto.

Bronson no era un tipo alto. Dentro y fuera de la pantalla, no era para nada extrovertido. De cualquier manera y a pesar de eso, era presa de cierto narcisismo. Trabajó su físico sin descanso, llegando a extremos de exigencia para mantenerse en la mejor forma posible. Según el director Winner, se sometió a cirugía plástica algunas veces. “Esa cara maravillosamente tallada se fue volviendo progresivamente sosa”, apuntó el realizador sobre el modo en que su apariencia se fue aliviando luego de la primera película de El vengador anónimo, en 1974.

En El peleador callejero, película dirigida por Walter Hill en 1975 que algunos consideran como su personaje definitivo, fue elegido para interpretar a un boxeador de las calles, a nudillos pelados, perdido en el Estados Unidos de los años ’30. Allí interpretaba un personaje intensamente físico frente a actores muchos años menores, pero pocos de los críticos parecieron darse cuenta de que ya estaba en sus 50.

Parte del encanto de Bronson descansa en cuán diferente era de las otras estrellas masculinas de ese período, gente del tipo carilindo como Robert Redford, Paul Newman y Steve McQueen. Nacido como Charles Buchinsky, era hijo de padres lituanos y creció en la pobreza, en un pueblo industrial de Pennsylvania. “Los ojos de Bronson son ojos de gato, vigilantes y siempre alerta”, apuntó el crítico de cine Roger Ebert en 1974, en un perfil que definió a Bronson como “la estrella de cine más popular del mundo”.

Bronson había adquirido ese status de una manera muy indirecta, escapando de su entorno de mineros de carbón cuando fue reclutado para las Fuerzas Armadas y luego, como muchos otros, utilizando su paga del Ejército para asistir a una escuela de arte y realizar estudios de actuación. Mucho antes de que lo abrazara el público estadounidense, ya era festejado en Europa y Asia.

Aun cuando su carrera despegó, Bronson siguió siendo un outsider, hostil con la prensa y nunca del tipo de los que toman parte en los trucos publicitarios de Hollywood para propulsar su popularidad. “Yo soy solo un producto, como una torta o un jabón, algo para ser vendido de la mejor manera posible”, le dijo a Ebert cuando, con muchas reservas, accedió a hablar con él.

Los siete magníficos.

A comienzos de su carrera, Bronson a veces fue elegido para interpretar a nativos americanos. No era el típico anglosajón de la Ivy League. No lo ibas a encontrar en El Gran Gatsby o El Golpe. De allí surge una ironía con respecto a su posterior emergencia como el héroe vigilante de las películas del Vengador Anónimo. En estas películas, cada una más orientada al puro lucro que la anterior, él era el ángel vengador, reventando a los pandilleros de la calle en cuidado de un Estados Unidos blanco y de clase media suburbana a la que en realidad él nunca perteneció.

Bronson era una figura que intimidaba. Los conductores de programas de entrevistas estaban palpablemente nerviosos en su presencia. “Yo no soy violento. Solía serlo, pero ahora ya no lo soy”, le dijo a un Dick Cavett visiblemente agitado en una entrevista televisiva. Vestido con camisa negra, Bronson estuvo fumando todo el tiempo, hablando en una voz tan baja que sus palabras parecieron entrañar una amenaza extra. El mostacho manubrio lo hacía lucir aún más como un extraño en el saloon, de esos a los que todos los parroquianos están aterrados de ofender.

“Bronson era diferente a cualquier hombre que hubiera conocido, tranquilo de una manera casi inquietante e intenso, con un aire explosivo de violencia flotando sobre él”, escribió más tarde Jill Ireland, quien dejó a su marido David McCallum por él. Ella y Bronson aparecerían juntos en quince películas, casi todas ellas thrillers o westerns. Cuando intentó salirse de esas tipologías, por ejemplo cuando interpretó a un novelista pornográfico de mediana edad que tenía un romance con una estudiante adolescente (Susan George) en Lola (Richard Donner, 1969), el público se sintió comprensiblemente desconcertado.

A pesar de todo su machismo, Bronson dio pistas de algunos sentimientos algo más refinados en algunas de sus películas, y estaba mucho más apasionado por su tarea como pintor que por la actuación. Aun en películas como El vengador anónimo 3, podía tomarse un descanso de la tarea de matar pandilleros para tener charlas triviales con los vecinos más grandes durante la cena.

La influencia de Bronson puede sentirse aún hoy. El preso con mayor tiempo de condena en el Reino Unido tomó su nombre en 1987, y más tarde fue el tema de una biopic protagonizada por Tom Hardy. Las rugosas películas de acción de años recientes -películas como la recientemente estrenada Nadie, con Bob Odenkirk; El justiciero, con Denzel Washington; o Caminando entre tumbas y y Búsqueda implacable, con Liam Neeson- tienen un sabor similar al de los thrillers de Bronson. Bruce Willis le rindió homenaje al protagonizar una remake de El vengador anónimo (esta vez la traducción respetó el título original de Deseo de matar). De manera nada sorprendente, Quentin Tarantino es uno de sus admiradores.

El actor tiende un puente entre dos mundos diferentes: el viejo sistema de estudios de Hollywood en el que comenzó su carrera, trabajando con directores como Henry Hathaway y Andre De Toth, y la muy diferente, más liberal industria cinematográfica estadounidense de los años ’70 y ’80. Tuvo una ética de trabajo implacable, enganchando roles en la televisión y en la pantalla grande, pero rara vez debatió qué significaba su trabajo. Como le dijo a Ebert, “yo proveo una presencia”.

En una carrera cinematográfica que abarca cerca de medio siglo, Bronson no obtuvo ni una nominación al Oscar, ni siquiera la leve posibilidad de una. Muchas de sus películas, especialmente aquellas con Winner, fueron destrozadas por la crítica. De todos modos, fuera como parte de un ensamble en Los siete magníficos, El gran escape o Doce del patíbulo, o como el protagonista de Erase una vez en el oeste y El peleador callejero, su trabajo perdura. Sigue siendo el primer punto de referencia para cualquiera que quiera hacer un thriller de venganza hoy. Cien años después de su nacimiento, casi dos décadas después de su muerte, Charles Bronson sigue siendo el más duro de los duros, el tipo al que todos respetan más que a nadie.

Tomado de: Página/12

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Dune: ¿La belleza podrá hacerla vivir?

Por Álvaro Guerrero

Arrakis, Dune, planeta del desierto… Esa frase enmarca el comienzo de la epopeya galáctica, ecológica, política, religiosa y alucinatoria creada por Frank Herbert hace sesenta años en la forma de una sola novela. Porque Dune no necesita para erigirse como epopeya más que solo un libro, el original y fundacional, lo demás viene por extensión al éxito comercial y su influencia en la cultura popular. Da igual que el cine sea cine y la literatura otro lenguaje, a las adaptaciones de Dune en la pantalla siempre se les medirá en función de la estatura del mito, y ese ha sido hasta ahora obra exclusiva de la novela de 1965. El audiovisual no ha creado nada que pueda aportar auténtica magia a la altura del aura y la leyenda de una novela cuasi mística y a la vez de una trama enervantemente cargada de maquinaciones.

Hace cuatro años aproximadamente, Denis Villeneuve, un talento natural del cine canadiense secuestrado por un Hollywood donde cumplió el milagro de mantener la magia fílmica de una personalidad intensa, incluso dotada de atisbos poéticos donde pocos los hallarían (la frontera mexicano estadounidense y la guerra al narco con la DEA, en Sicario, es un ejemplo), aceptó la idea de filmar una continuación que parecía, o imposible, tanto por la estatura del mito de la original como por el tiempo transcurrido (se trataba de un filme de hace 35 años, en una cultura donde 10 años atrás ya parece una línea divisoria entre el bien y el mal, o mejor dicho entre lo real y lo irrelevante) o simplemente absurda, por idénticos motivos. Se trataba de emular, reactualizar y proponer un horizonte contemporáneo respecto de la Blade Runner de Riddley Scott, estrenada allá por 1982.

Villeneuve lo hizo, la terminó, estrenó y rápidamente tuvo que olvidar (quién lo sabe a ciencia cierta), obligado por las magras cifras en taquilla que cerraron lo que se planteaba originalmente como una saga, al menos con una continuación para un final que se abría enigmático a múltiples preguntas. El filme era una muestra de deslumbrante cinematografía que hacía eco del, tal vez, primordial tópico de la ciencia ficción moderna: la reformulación del mito cristiano en la figura del elegido y la constante (y muchas veces cargante) materialización del milagro como posibilidad de sentido en un mundo ya sin grandes relatos o utopías. Postularemos una fecha de inicio a este fenómeno: la del estreno de dos filmes. Por un lado, la plástica (en el mal sentido de la palabra) La amenaza fantasma, el reinicio de Star Wars por obra y gracia de George Lucas, y por otro, de la Matrix de los hermanos Wachowski, allá por 1999 ambas. Sí, justo al fin de un milenio.

Si la de Lucas resultó tan decepcionante como precursora, cabe consignar que, sin duda, también se revela como una bellísima colección de fotogramas de un mundo fantástico maravilloso, con un divorcio ya fundamental entre lo perseguido, el milagro, el arribo de un mesías, la belleza puramente visual (sea idílica o apocalíptica) de un mundo agotado, y lo narrado, donde tal vez Matrix (solo la primera) salve esta ruptura ateniéndose al momento histórico de la revolución digital y la paranoia (otro rasgo fundamental de la época) ante el poder más o menos oculto que nos esclavizaría. Como fuera, el mundo externo, observable, debía de ser deslumbrante a los ojos y oídos, y el interno, disolverse en el milagro de lo religioso o espiritual. Si la narración pura y dura se resintiera, sea por falta de frescura, de nuevas ideas o de clichés, al menos el artefacto visual y temático tendería un puente a lo sagrado y liberador, y por qué no también, a lo polémico. Villeneuve tomó esa bandera en Blade Runner 2049, calzando igualmente en el escalafón donde Cristopher Nolan es declarado como el sumo maestro: el blockbuster de autor.

Cabe preguntarse aquí por los cuentos chinos y por la tensión posible entre contemplación, lentitud y parafernalia (por la infinita suma de elementos supuestamente sugerentes introducidos al caldo), ya que, por ejemplo, un filme como Inception nunca busca ocultar su incursión palomitera al mundo de los sueños, mientras que Blade Runner 2049 a ratos carga una pesada mochila de pretensiones que no alcanzan un significante como tal. ¿Ejemplo? Comparar la sencillez contundente de la vileza en el padre creador de los replicantes de la original de 1982 (además interpretado por un hombre maduro ya entrando en la vejez) versus la parafernalia verborreica del nuevo Tyrrel, continuador de la factoría de criaturas, en la piel de Jared Leto, personaje más parte del decorado, de la escenografía fantasmagórica en el esfuerzo estético de Villeneuve. Porque en cuanto a pasar gato por liebre es curioso que para una continuación de Blade Runner la elección de un Nolan no se habría sentido atinada, pero sí para el caso de Dune.

El estilo visual de Villeneuve para este tipo de superproducciones lo ha llevado a decir que la película debe ser vista obligatoriamente en el cine. Esto resulta verdadero y a la vez ilusorio. Toda película debe ser apreciada en la gran pantalla, cada gesto, cada confianza y cada disparo al aire o al objetivo cobran identidad plena en la luz rodeada de oscuridad y el tamaño de las formas, la sintaxis del montaje también. Cinematográficamente, el cineasta repite en Dune ciertas tendencias marcadas desde Blade Runner 2049, en particular esa oscuridad en la fotografía que allí cobraba sentido por la fantasmagoría onírica cara a la obra de Philip Dick que subyace al proyecto de las Blade Runner, una literatura donde no sabemos qué es real por esa sensación constante de no saber si soñamos o no. Ese riesgo, ese abismo existencial, era intenso y tal vez lo más atinado del filme continuación del de 1982. Dune, en cambio, mantiene la fotografía de penumbras aún cuando en la obra literaria de Herbert nunca se pone en duda la vigilia. Estamos despiertos, no hay duda de ello, los sueños recurrentes tienen más que ver con la idea de “revelación”, no ante el hecho de estar soñando sino ante la constancia de estar viviendo engañados, por eso la política en la novela (los planes dentro de los planes) nunca abandona a la religión ni a la leyenda, ni la profecía. Hay que enfrentar lo que somos, al espejo, a través de las palabras tanto en nuestra conciencia como en la conciencia colectiva. ¿Qué queda de eso en la Dune de Villeneuve? ¿De la palabra frente a la imagen? O, mejor dicho, ¿de cómo la imagen cinematográfica se hace palabra?

El tejido narrativo de Dune guarda algo de tirante y desproporcionado. Como en tantas superproducciones surgidas desde El señor de los anillos, todo tiende a la gravedad y la grandilocuencia, pero de verdad, todo. En Dune el énfasis es, por tanto, el verdadero tono, antes que la tensión misma, que es su fachada: la de conflictos entre las casas reales de un universo que ha retrocedido al feudalismo de lazos de honor, alianzas políticas a través de matrimonios y luchas abiertas entre ejércitos cuerpo a cuerpo, espada a espada. Arrakis, Dune, hogar de gusanos gigantes como una catedral, de los aún no categorizados por el poder Fremen, habitantes originarios del planeta, y de la especia, el recurso más codiciado del universo, aquel que les permite a los navegantes de la cofradía cruzar el espacio permitiendo la articulación y el tejido social y político entre planetas y distancias siderales. Poco, poquísimo de esto último se siente en la narración de Villeneuve, al igual que las mismas intrigas que hacen de la novela algo tan angustiante como fascinante. El peso de la tragedia que se avecina sobre los Atreides, los nobles enviados a Arrakis por el emperador para relevar de las funciones a sus enemigos mortales, los feroces y calvos Harkonnen, nuevamente se enfatiza a cada momento ya que no puede irse trasluciendo gradualmente. Lo macro, lo representado en planos abiertos, generales, cumple un rol majestuoso; presenta a la política y la guerra en un tono señorial. Lo micro, en cambio, lo destinado a la dialéctica de personajes, coquetea desde un inicio con el molde y lo ya visto una y otra vez.

¿Un ejemplo? La casa Atreides espera dispuesta en un acto solemne a los enviados por el emperador. El duque Leto (Oscar Isaac) de pie junto a sus más cercanos, a su concubina, Lady Jessica (Rebecca Fergusson) y su hijo, Paul Atreides (Timothee Chalamet), se mira de reojo con la mujer, luego, dando vuelta su rostro, le dice a su brazo derecho, Gurney Halleck (Josh Brolin), “sonríe”. Lo estoy intentando, responde este, claramente sin el menor ademán de querer hacerlo. Esa es la primera señal del carácter bipolar en la puesta en escena de Dune. La tensión que pretende invadir toda la dramaturgia y que más bien tensa el orden (o indefinición) entre lo por una parte sagrado, referido tanto al cine como arte, la autoría, la belleza exterior que aún las cosas más feas (industrias, artefactos descompuestos, etc.) han de comportar para la fascinación del cine, así como a la constante presencia de lo inmaterial, de la revelación y la profecía, y por otra parte a lo convencional y predecible en la construcción y disposición de los personajes dentro del cuadro.

¿Cómo se hace un blockbuster que ambicione la calidad de representar algo más que la pura eficiencia de la acción y que, como Dunkerke, por encima o gracias a esa objetividad donde los seres, los soldados, pueden ser cualquier ser, cualquier soldado, sin embargo hacen que duela, repito, tal vez no a pesar sino gracias a ese mismo espectáculo construido a distancia pero con sangre, sudor y lágrimas? Los cineastas dosifican, representan lo micro, aquello localizado a la altura del sentimiento entre los personajes y entre ellos mismos y el fondo luminoso de la grandiosidad con cierta distinción, con escala humana, en suma. Villeneuve, que ha sido un muy bien dotado trabajador en dicha escala, ensambla en Dune frialdad y, lamentablemente, impersonalidad, por no decir a ratos torpeza, a la hora de recrear las intrigas humanas (que a diferencia de la novela aquí son solo encendidas con más énfasis), junto a una estética a escala monumental de dicha política en los planos generales. Ensamble de impersonalidad con monumentalidad cuya salida podría ser la dimensión del relato mítico, las constantes visiones metafísicas del héroe hacia un futuro de guerra santa, en el interés por impresionarnos a los humanos en la sala de cine con una visualidad oscura y profunda. Pero la auténtica tensión de Dune puede radicar en el hecho de tener que aceptar su carácter de artefacto visualmente deslumbrante aún hilado con momentos propios del blockbuster que seguramente los productores han instalado como forma de controlar un producto que no puede por ningún motivo, como ya pasó con Blade Runner 2049 (un filme harto más bello en su materialidad desnuda que este), volver a fracasar en taquillas.

Pueden quedar muchas o algunas cosas, para ser justos, en la retina y el corazón tras ver Dune en la gran pantalla. Emociones tan caras al cine épico en una historia que, a pesar de todo lo que olvida del libro, retiene parte de su enrevesada y alucinada anécdota. Pero hay poco de erótica en la falta real de tensión a todo nivel de este espectáculo, por eso puede fácilmente tender a aburrir pasado un rato de proyección. Los Harkonnen, fundamentalmente el Barón, uno de los personajes más feroces y turbios con que haya podido encontrarme en la literatura, aquí son una calcomanía cinética, los Atreides, sombras un poco tiesas sobre las que la tragedia pesa nuevamente más a nivel del clásico despliegue de rayos y naves espaciales gigantescas incendiándose. Solo, parcialmente quizás, lo triste y lo apasionado rocen la superficie de la pantalla cuando las figuras del joven Paul Atreides, el que los locales creen es el elegido, y su madre, la concubina y bruja de la orden de las Bene Gesserit -aquellas que, según muchos, gobiernan desde las sombras la política imperial-, se encuentran en escena. En esa deriva de fragilidad y tensión entre madre e hijo, en el misterio de la premonición y la leyenda (esparcida nuevamente en la búsqueda de un poder con alcances y objetivos difusos, misteriosos), y la forma en que literalmente ambos son arrojados juntos al desierto, quizá podamos encontrar los elementos de una puesta en escena en la que Villeneuve tal vez buscó infructuosamente el ensamble entre lo micro y lo macro, ambos espectaculares, pero ya en este último caso con una cierta capacidad de florecer más allá de lo rígido, de cierta frigidez parafernálica.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

Tráiler del filme Dune (Estados Unidos, 2021) de Denis Villeneuve

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