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Cinexcusas: Sofía 87

Sofía Loren, actriz italiana

Por Luis Tovar @luistovars

Usted lo sabe, señora Sofía: cuando se habla de alguien que, como es el caso, se ha ganado todos los elogios y reconocimientos posibles, suele ser el ocaso vital quien ayunta la memoria, de cuya nobleza no cabe dudar, con lo que muchas veces sólo es oportunismo. Estas líneas quieren ir a contrapelo de ese hábito, no aguardar guadañas indeseables y aprovechar que apenas el pasado lunes 20 usted alcanzó la edad de ochenta y siete años, tan bien vividos, tan pletóricos de luz, celebridad y gloria que no tendría caso intentar, en un espacio así de breve, un recuento pretendidamente completo, sin olvidar que la intención de este irredento admirador suyo no es sino festejar su nueva vuelta al sol. Por lo demás, se antoja imposible la exhaustividad: ¿cómo, si hace siete décadas y un año, en un 1950 ya lejano, en su debut no firmó Loren sino Scicolone, apellido que de inmediato cambió por Lazzaro? No sólo eso sino, por ejemplo, su participación sin crédito en Quo Vadis?, complican otro poco la tarea.

Más valioso que la enumeración sería ponderar, a lo largo de un periplo que comenzó cuando tenía usted apenas dieciséis años y sigue hasta el presente –apenas en 2020 protagonizó La vida por delante, de Edoardo Ponti–, la transformación a la que usted misma sometió su presencia en las pantallas: que suene lo menos obvio posible pero su belleza física, insoslayable hasta lo paradigmático –la rebautizaron como Princesa del Mar, Sirena del Adriático, Señorita elegancia…–, habría bastado para garantizarle fortuna y fama cinematográficas, y sin embargo, en compañía de Carlo Ponti, a su tremendo impacto icónico y su simpatía irresistible amalgamó a partes iguales lo que tuvo desde siempre: talento, sensibilidad y vocación por el arte, no por el mero espectáculo.

Digo lo último porque Hollywood, esa máquina trituradora de personalidades, quiso considerarla suya y todavía hoy se ufana de ser su demiurgo, vaya falsedad: antes, durante y después de la Paramount, Cary Grant, Frank Sinatra, George Cukor, Sidney Lumet y Michael Curtis, estuvieron Vittorio de Sica, Claudia Cardinale, Gina Lollobrigida, Ettore Scola… y deliberadamente dejo hasta el final a Marcello Mastroianni, por razones que sin duda sabe de antemano pero, antes de aludir a ellas, querría dejar dicho y redicho que salvo De Sica, Scola y Mastroianni, con quienes me atrevo a decir usted se sabe indisoluble –y nada importa que la muerte los alcanzó a ellos antes–, el resto pueden considerarse honrados por Fortuna, por haber tenido el privilegio de compartir guión, set y créditos con una diva que sí merece ser llamada así, y más: una que antes y después de serlo ha sabido ser ella misma, sin los andamios de la pose ni la lejanía que mistifica, no obstante haber ganado todo lo ganable en materia de premios y reconocimientos –Palma, César, Concha, Oscar, BAFTA, Globo, David de Donatello…– y ser, desde un principio constatado hasta la fecha, El Rostro del mejor cine hecho en Italia.

Desde luego están o, mejor dicho ustedes son, Filomena y Domenico del Matrimonio a la italiana; la vendedora de cigarros, la enjoyada y la prostituta de Ayer, hoy y mañana; Giovanna y Antonio amorosísimos de Los girasoles, todas bajo el genio de De Sica, más las otras siete u ocho que protagonizó al lado de Marcello, pero es difícil no decirlo con la frase recurrente: para la inmortalidad les habría bastado con ser la Antonietta y el Gabriele de Una jornada particular, esa obra maestra de Ettore Scola, por mil razones: el entendimiento histriónico absoluto entre ustedes, desde luego, pero sobre todo lo que encarnan en sus personajes: el sufrimiento que infligen intolerancia, autoritarismo, tradicionalismo, y la protesta sutil e insospechada en contra de esos males, resumidos en la palabra fascismo, ejerciendo las virtudes más humanas: solidaridad, empatía, compasión…

Se termina el espacio, señora Loren, y bien sé que rozo apenas las orillas de su biografía. Terminaré deseándole larga vida; en este mundo, porque el de la posteridad ya le pertenece.

Tomado de: La Jornada Semanal

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Sussanna Nicchiarelli: «La idea de que a las mujeres maduras se nos puede reemplazar es un arma peligrosa del machismo» (+Video)

Susanna Nicchiarelli. Cineasta italiana Foto Variety

Por Begoña Piña @begonapina

1983. Eleanor Marx, la hija pequeña de Karl Marx, publicó dos días después de la muerte de su padre un artículo. «Las mujeres son las criaturas de una tiranía organizada de los hombres, igual que los trabajadores son las criaturas de una tiranía organizada de los holgazanes. Han expropiado a las mujeres sus derechos como seres humanos, como a los trabajadores les expropiaron su derecho como productores».

«El método, en cada caso, es el único que hace posible la expropiación en cualquier momento y circunstancia posible. El método es la fuerza», finalizaba. Eran las reflexiones de una mujer inteligente, educada en la posibilidad de progreso que, sin embargo, sufrió una cruel contradicción en su vida. Libre y muy avanzada en lo profesional, económicamente independiente, socialista, feminista, vivió toda su vida sometida a los caprichos e infidelidades de un hombre inconstante, Edward Aveling. Es el personaje de la nueva película de Sussanna Nicchiarelli, ‘Miss Marx’, estrenada en el Festival de Venecia.

Protagonizada por Romola Garai, la película presenta a una mujer que dedicó su vida a luchar por mejorar las condiciones de los trabajadores y acabar con el trabajo infantil, por conseguir una educación igualitaria para hombres y mujeres y por el sufragio universal. Al mismo tiempo es un reflejo de contradicciones universales, «entre razón y sentimiento, cuerpo y alma, emociones y control, romanticismo y positivismo, feminidad y masculinidad».

La directora de la película, Sussanna Nicchiarelli, explica a Público, qué ha pretendido transmitir con este film y cómo fue el rodaje.

Su película comienza con un discurso de Eleanor Marx que publicó dos días después de la muerte de su padre y que en pantalla pronuncia en su entierro…

Sí, es un discurso que escribió y publicó dos días después de la muerte de Karl Marx, un artículo en el que hablaba del amor eterno y del amor romántico. Eleanor Marx estaba convencida de que sus padres estaban encantados y había tenido una relación perfecta, que eran almas gemelas. Ese es un grave problema, cuando crees que tus padres han tenido ese tipo de amor y entonces te toca amar a ti a alguien, las expectativas son altísimas. Luego ella tuvo una terrible, muy terrible, decepción al descubrir que su padre había tenido aventuras con otras mujeres.

¿Eleanor Mark era una mujer libre que se sometió voluntariamente a un hombre?

No estoy segura de que Eleanor Marx fuera una mujer frágil sentimentalmente. Tradujo ‘Madame Bovary’, de Flaubert; ‘Casa de muñecas’, de Ibsen… sabía lo que pasaba en su vida, pero a ella había algo que le gustaba de ese hombre y no le importaba lo demás. Ella decía que era como un niño, que no conocía la maldad.

¿Qué cree que era lo que la atraía de Edward Aveling?

Creo que le gustaba de este hombre la levedad, su ligereza. Ella estaba convencida de que él no era consciente del daño que podía hacer a otros. Parece que le gustaba de él que carecía de moral. Le gustaba esa levedad que ella no vivió en la infancia y juventud, porque en su familia era más estricto todo. No creo que ella fuera una víctima, ni que fuera todo una especie de chantaje emocional. No estaban casados, no tenían hijos, era ella la que le sostenía a él económicamente…

¿Usted no cree que el machismo emplea, además de la fuerza y el poder, una idea del amor como una de sus armas?

No tanto el amor como lo que la sociedad nos cuenta de él. El arma que el machismo emplea contra las mujeres de cuarenta años en adelante es la idea de que se nos puede reemplazar y que se puede hacer de la forma más natural del mundo, es un arma peligrosa. Todas vivimos con eso, como en constante peligro, porque la sociedad nos lo deja claro desde el principio.

Ella fue una de las primeras en establecer el vínculo entre el feminismo y el socialismo. La situación de la mujer y de la clase trabajadora en la época de Eleanor Marx ¿tiene muchos ecos aún hoy?

Sí. El machismo es algo de todas las ideologías, no solo de la derecha, y de todas las clases sociales. Todos los colectivos humanos, incluido el cine, el mundo intelectual… son machistas. La gran novedad que introdujo Eleanor Marx fue decir que no habría revolución social si no se incluía la lucha por la liberación de la mujer. Cuando las mujeres luchaban, y luchan hoy, por el aborto, por el divorcio… los hombres dijeron que eso no era una prioridad. La explotación del proletariado primaba sobre la explotación de la mujer y eso que ésta se produce en la clase capitalista, entre obreros… Si queremos un progreso y una sociedad justa, es necesaria la liberación de la mujer.

En la película ha utilizado música de la banda de punk rock Downtown Boys, ¿es una manera de sacar al espectador de ese siglo XIX para situarle en la actualidad?

Claro, no hice esta película para las mujeres del siglo XIX, sino para las de hoy, aunque somos muy parecidas. Eleanor Marx tenía estudios, trabajo, era una mujer libre, pero al mismo tiempo eligió no ser libre en su vida privada. Eso ocurre mucho hoy. Los Downtown Boys son una banda punk, ellos son jóvenes, comunistas, americanos y están llenos de energía, de esa clase de energía que es revolucionaria. El punk tiene también un toque destructivo, nihilista, y eso me recuerda el lado oscuro de Eleanor Marx. Es música de una liberación en el futuro, porque en el pasado es imposible. También hay música romántica de los clásicos, pero son adaptaciones contemporáneas. No quería repetir, es, en cierto modo, una ironía.

Hay escenas en que rompe la cuarta pared y la protagonista habla directamente al público. ¿A quién se dirige en especial?

A los hombres especialmente. A mi padre, a todos los padres, a mi marido, a todos los maridos, para que ellos se den cuenta de cómo son, de cómo les vemos las mujeres. Necesitan oírlo. Las mujeres ya saben todo esto… no tanto las adolescentes. A mí me ayudó mucho en mi adolescencia aprender estas cosas, y pude reírme de mí misma y de mi condición. Hay mucha ironía en mis personajes femeninos y las mujeres la entienden perfectamente bien. Lo que me gustaría es que los hombres vieran el mundo desde nuestros ojos.

Tomado de: Público

Tráiler del filme Miss Marx (Italia, 2020) de Susanna Nicchiarelli

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El cine poético e insumiso de Cecilia Mangini

Cecilia Mangini, cineasta italiana Foto Daily Advent

Por Tania López García

Existe un sentimiento singular que se experimenta tan solo cuando descubres la obra y la vida de un artista en el momento en que acaba de fallecer. La inicial sensación de pérdida da paso a la culpabilidad por la ignorancia —por haberte perdido el conocimiento de la existencia de aquella persona antes de perderla de facto— y agudiza la pena. Estas mismas sensaciones fueron las que sentí el pasado 21 de enero al conocer el fallecimiento de la primera directora documental de Italia: Cecilia Mangini.

Nacida el 31 de julio de 1927 en Moli di Bari en la región de Apulia, en Italia, hija de un fabricante de pieles que tuvo que emigrar a Florencia cuando su negocio quebró, Mangini fue una documentalista extraordinaria que destacó por sus películas de denuncia social, en las que llegó a participar Pier Paolo Pasolini, amigo y colaborador suyo.

En 1952, cuando llegó a Roma, empezó a trabajar en un club de cine donde conocería al que sería su marido y compañero Lino Del Fra, con quien codirigiría múltiples películas como All’armi, siam fascisti! (1962), un importantísimo documental que analiza y rescata imágenes de archivo para tratar de explicar y reflexionar sobre el movimiento fascista italiano y la posterior colaboración de este en la Segunda Guerra Mundial.

Las películas de Cecilia Mangini pueden situarse en la frontera de dos mundos, en una Italia que está superando la posguerra de la Segunda Guerra Mundial y donde el poder fomenta la industria y el trabajo en las fábricas —que quedan como la única alternativa a la pobreza y la miseria de la vida de los campesinos—, llevando a miles de trabajadores a emigrar a las ciudades y a las zonas del norte de Italia, donde podían obtener alguno de estos trabajos y por lo tanto optar a tener una vida mejor en el futuro.

En esta época de rupturas con las tradiciones más antiguas y de ensamblaje de un nuevo mundo, Mangini sitúa la mirada en aquellas fallas de la sociedad, en sus hipocresías y mandatos y lo que estos últimos hacen en aquellos sujetos más desfavorecidos por la sociedad: mujeres, pobres, inadaptados, rebeldes.

Las imágenes están cargadas con una atmósfera mágica que va más allá de la simple documentación. Los ritos, la pérdida de esos ritos, todo parece en conjunto en tres películas: Stendalí: suonano ancora y Maria e i giorni (ambas realizadas en el mismo año 1960) y en La passione del grano, rodado en 1963.

En Maria e i giorni, Mangini sigue con la cámara los movimientos de María —una anciana que resulta ser la madrina en la vida real de la propia Mangini—; la curiosidad deja paso a una silenciosa intimidad, la silenciosa intimidad de la casa mientras la más anciana del lugar va de un lugar a otro del hogar, realizando extraños rituales, que parecen antiquísimos y hacen preguntarse hasta dónde se remonta el gesto. ¿Dónde nació?

Mangini señala a María como heredera de este conocimiento pretérito. Impresiona ver su rostro en primer plano, surcado por las arrugas. Hay una cierta piedad por la vejez en estos primeros planos, una piedad que no lleva a la conmiseración. Con ese vaivén de ritos y de idas y venidas, nos parece que María sabe algo más de los días que nosotros no alcanzamos aún a entender.

Lo mismo ocurre en Stendalí, donde Mangini graba los ritos de un funeral, las oraciones y los bailes y los cantos de las mujeres que van a enterrar a un hombre joven, hijo de una de ellas. La ceremonia, que está cantada en un dialecto de la zona de Puglia ya desaparecido, constituye una suerte de bellísimo réquiem también por una cultura que desaparece.

Estamos en la Italia de la década de los 60, todos estos rituales no son más que cosas de viejas, gestos antiguos que hay que hacer desaparecer para dejar entrar al verdadero progreso, aquel progreso de la máquina y de la industria que también deja ver en el siguiente documental, uno de los más interesantes y de los más vetados y boicoteados de su carrera.

Essere Donne (1965) se inicia con una interesantísima selección de anuncios y películas de cómo debía ser la mujer ideal del momento, con fotos de modelos y cuerpos y caras ideales, que contrastan de modo abrupto cuando la cámara muestra los rostros de las trabajadoras de una fábrica de Milán.

La película, encargada por Unitele (una productora de corte comunista) para dar cuenta de las desigualdades implícitas en el trabajo de las mujeres, se compone de una serie de entrevistas a trabajadoras emigrantes de la región de Puglia, del sur de Italia, en las que se habla desde el cansancio del trabajo hasta la sindicalización.

Essere Donne, además, apunta en las doble carga de trabajo que deben hacer las mujeres: nueve horas en la fábrica y después trabajando en casa, haciendo las tareas del hogar y cuidando de los hijos, enfrentándose a la soledad de ambas tareas y a la miseria.

Una miseria que enlaza con la crudeza de otras de sus dos películas. En Brindisi ’65 (1965), las imágenes del progreso y de la fábrica como nuevo eje de esperanza social son de nuevo comparadas con las de la realidad material de los trabajadores. Sueldos de miseria por jornadas interminables en el trabajo. Trabajos mecánicos que se repiten y repiten en bucle, de la misma manera en que se repetían los ciclos y los ritos en el ámbito rural, se repiten las horas pasadas en la jornada laboral en las fábricas. Y lo hacen ya sin la protección del sentido, tan solo con la aridez que da el individualismo de carácter capitalista. Como la misma Mangini diría en una entrevista concedida en noviembre del año pasado a El País, “la industrialización dio dignidad y trabajo a muchos hombres y mujeres del sur, pero también les hizo perder el contacto con la tierra y la naturaleza”.

Tommaso (así se titula el otro documental realizado por Mangini en 1965) es un chico de familia humilde, todos sus sueños se resumen en poder trabajar en la planta petroquímica de Monteshell para poder comprarse una motocicleta. Un sueño que, sin embargo, como muestra Mangini, no es más que el único camino que se le ofrecía a cualquier muchacho sin recursos de su edad en los años 60. Esta reflexión sobre las posibilidades que les son ofrecidas a los pobres es muy importante y cuestiona la propaganda capitalista y la del Estado: el campo, donde era imposible ganarse un jornal que pudiera mantener una persona en condiciones, o la fábrica, donde había que estar todo el día trabajando para ganar una miseria, están muy presentes en esta película.

Las opiniones de Tommaso, que oímos por su propia voz sacada de entrevistas con Mangini, se enfrentan a los comentarios de otras personas sobre la fábrica; testimonios de precariedad y accidentes laborales mortales de otros trabajadores jóvenes.

Los niños y los jóvenes también llamarían su atención y protagonizarían otras de sus películas como La Canta delle marane (1961) o La Briglia sul collo (1974) en las que trata la alegría y la rebeldía de los jóvenes de clase trabajadora.

En esta última película, Mangini realiza una interesante entrevista a un niño que ha sido calificado de inadaptado y a su entorno, dando una visión más completa de los roles familiares (un padre ausente o distanciado y una madre desbordada) y los roles de la sociedad en la formación de la figura del rebelde en la sociedad.

Siguió trabajando casi hasta su muerte, y colaborando con otros directores más jóvenes como Pisandelli o Mariangela Barbanente, sin dejar por un momento de replantear las imágenes y de mirar hacia los lugares más incomodos para la sociedad capitalista. Su último trabajo fue Due scatole dimenticate (2020), una memoria de la resistencia de la Guerra de Vietnam, en la que Mangini, junto a Pisandelli, recupera el material fotográfico de un viaje realizado junto a su marido a este país durante los años 1964-65, que en su momento resultó un proyecto de documental fallido y que había conseguido poner en marcha.

Tomado de: El Salto

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El gran cine de la gente pequeña: las nueve décadas de Ettore Scola

Ettore Scola. Cineasta italiano (1931-2016)

Por Sergio Huidobro

Un lúcido repaso por la filmografía de un genio de la cinematografía mundial del siglo xx: Ettore Scola (1931-2016), autor, entre otras muchas obras notables, de ‘Feos, sucios y malos’ (1976), ‘Una jornada particular’ (1977), ‘El baile’ (1984), ‘La noche de Varennes’ (1985), ‘Pasión de amor’ (1986), ‘Splendor’ (1989) y ‘¡Qué extraño llamarse Federico!: Scola cuenta a Fellini’, un gran narrador de historias que sabía “mirar a los ojos y escuchar”.

Si a Ettore Scola le interesaba tanto escuchar a la gente, sería porque nació en la comuna de Trevico en Avelino, un pueblo montañoso de Campania a unas dos horas de Nápoles, en el sur italiano, en donde hablar y recordar era la única distracción a la mano. Ni siquiera en sus días más libidinales el municipio, cuyo edificio más grande era la iglesia, llegó a ser poblado por 2 mil almas. Cuando Scola nació, según registros, eran mil 700. Hoy son menos.

Para cuando Scola nació ahí, el 10 de mayo de 1931, hacía una década que el Partido Nacional Fascista de Mussolini había agrupado a los Fasci Italianni como partido, ganando sus primeras elecciones. Desde hacía nueve, el Duce era el primer —y único— ministro italiano, protegido por los infames escuadrones de camisas negras y por el Gran Consejo del Fascismo. La noche había sido larga y amarga; mientras, repúblicas cercanas como España y Alemania se enmohecían día a día con el mismo hedor a botas y cruces.

A diferencia del Rimini natal de Fellini, en donde antes de la guerra ya había cuatro salas de cine, en el Avelino de Scola el primer proyecto parece haber tardado varios años en llegar. Quizá por eso, mientras el primer amor de Fellini fue la imagen pura, para Scola lo fueron las tardes largas de gente conversando, riendo, recordando y gritando, que llenan sus mejores películas.

En ciudades más grandes como Milán, Turín o Roma, donde las salas ya eran templo habitual para los años treinta, el cine italiano ya había arraigado mediante épicas silentes y espectaculares sobre pasados imperiales, como Cabiria (1914) o La caída de Troya (1911) de Pastrone, ¿Quo Vadis? (1915) de Guazzoni o Los últimos días de Pompeya (1913) de Caserini y Rodolfi, que mucho habían abonado a la nostalgia por las glorias pasadas. El fascismo puede explicarse como una mezcla de esa añoranza con la miseria de entreguerras; para el cine, fue la misma dictadura la que fundó Cineccitá, primero como un Hollywood de la propaganda y, años después, hogar para el taller de Ettore Scola para cineastas jóvenes. Entre una cosa y otra, Italia volcó, se levantó y se revolcó más de una vez por motivos tan distintos como el futbol o la guerra. Fue su siglo más convulso e impredecible y Scola, uno de sus mejores cronistas.

Con cada nuevo espasmo nacional, desde el derrumbe fascista hasta el auge de Berlusconi, Scola estuvo ahí para registrar la mirada de decenas de personajes que serían anónimos e invisibles si él, narrador eficaz con buen oído, no los hubiera elevado a ese Olimpo popular que es el gran cine sobre gente pequeña, y que sólo está al alcance de cineastas que desgastan sus zapatos por salir a buscar historias a la calle. Eso hacía Scola; encontraba historias ahí donde nadie las buscaba, en terrazas o azoteas, en casuchas familiares de la periferia mísera, en trattorias a medianoche o en cuartitos de vecindad romana. Sobrias en su ejecución y puesta en cámara, las películas de Scola tienen su columna vertebral en el diálogo, las situaciones y el gesto discreto.

Aunque Scola era once años menor que Fellini, habría que confiar en el recuerdo recreado por el primero al inicio de ¡Qué extraño llamarse Federico! (Che strano chiamarsi Federico!, 2013) para saber cómo se conocieron, en la postguerra a finales de los cuarenta, a través del semanario Marc’ Aurelio, donde Fellini había sido monero y Scola, pocos años después, periodista. Provincianos en Roma y seguros de poder comerse al mundo, ingresaron en la industria del cine romana alrededor de 1950, cuando Fellini preparaba su ópera prima (Luces de variedad, 1950) y Scola cumplía encargos como ayudante de guión y dialoguista, mientras participaba n calientes debates de ideas tras proyecciones de Rossellini, De Sica, Zampa o De Santis.

Las tres fiebres del cine italiano

El cine italiano estaba caliente por tres fiebres: la del neorrealismo, la de la industrial comedia all´italiana y la de las películas de episodios, que mediante el pegoste de tres o cuatro cortos dirigidos por cineastas de buen oficio, agrupaban de paso al mayor número posible de estrellas del momento —Alberto Sordi, Anna Maria Ferrero, Sandra Milo, Ugo Tognazzi— con miras de atragantar al respetable con una acumulación de rostros guapos y argumentos ligeros.

Había mucho trabajo en los foros de Roma, en los que se filmaban varias películas a la vez en diferentes horarios y los guiones iban firmados por equipos de tres, cuatro u ocho libretistas trabajando a destajo. Sólo así se explica que desde 1950 y hasta cumplir treinta y dos años en 1963 —año en que dirigió su primer largometraje— Ettore Scola ya hubiera coescrito más de cuarenta libretos en colaboración y algunos más como ghost writer o con pseudónimo, a ritmo de cuatro o cinco por año.

Es probable que ese ánimo colaborativo, poco frecuente en los cineastas-autores, tan celosos de sus argumentos, le diera el oficio necesario para escribir sin recelos al lado de colaboradores de la talla de Furio Scarpelli, Ruggero Maccari, Agenore Incrocci –todos santificados por el Oscar– pero también de su esposa, la cineasta Gigliola Fantoni o sus hijas Paola y Silvia Scola, que con menos de veinte años fueron las primeras supervisoras de diálogos de Una jornada particular (Una giornatta particolare, 1977) y terminaron siendo coguionistas y directoras de segunda unidad; como dijo en una entrevista, “en la escritura no hay ninguna autoridad ni jerarquía”. Ese, quizá, es el secreto del método Scola para narradores: s/ Pasa a la página 10

aber mirar a los ojos y escuchar.

Las mutaciones fílmicas de Scola

Si tuviéramos que ordenar la filmografía de Ettore Scola en etapas más o menos homogéneas, habría que separar un período de aprendizaje durante los sesenta, de seis o siete películas hechas por encargo, necesidad o por meras ganas de aprender. Son vehículos eficientes para el lucimiento de divos como Vittorio Gassman, Sordi o Tognazzi. En ellas se fue formando su equipo de colaboradores habituales, entre ellos el compositor Armando Trovaioli quien, aunque poco nombrado, hizo por Scola lo que Nino Rota por Fellini o Morricone por Leone: por más de cuarenta años, le convirtió los libretos en ópera.

Con la llegada de Marcello Mastroianni a sus elencos, algo cambió. El demonio de los celos (Dramma della Gelosia: tutti i particolari in cronaca, 1970) con Mastroianni, Monica Vitti y Giancarlo Giannini, fue estrenada en México como Celos al estilo italiano en la i Muestra Internacional de Cine, y que con toda probabilidad fue la primera película de Scola que pudo verse en el país. Pero su mutación más profunda está en Trevico-Torino: Viaggio nel Fiat Nam (1972), una crónica social que es la primera de sus ofrendas al neorrealismo de sus maestros. El protagonista es un adolescente, Fortunato, que viene de Avelino, la región natal de Scola, y llega a Turín a darse de bruces con la vida agria en una ciudad grande en donde los migrantes sureños sólo encajan si aceptan vivir con la cabeza baja.

A partir de ahí no hay vuelta atrás: es un narrador de pulso cada vez más firme y mirada expansiva que, durante los años setenta, se dedica a recrear la memoria reciente de Italia a través de una galería de personajes nacidos no sólo de su compromiso humanista, sino de una profunda curiosidad por la comedia humana en toda su diversidad, desde los monstruos hasta los héroes diminutos. El resto de esa década la ocupó en elaborar un mural compuesto por tres viñetas corales: Nos amábamos tanto (C’eravamo tanto amati, 1974), Feos, sucios y malos (Brutti, sporchi e cattivi, 1976) y La terraza (La terraza, 1980). Vistas como tríptico, forman el jardín de las delicias de una sociedad-enjambre en donde se rozan la perfidia y lo sublime, lo abyecto con lo ideal y la mugre con la ternura. En ellas, además, perfeccionó una técnica que reusaría en El baile (Le bal, 1983), La noche de Varennes (Il Mondo Nuovo, 1982) o La cena (1998) y que consiste en encapsular el zeitgeist de una época a través de un espacio cerrado: un barco, un departamento, una terraza, un restaurante. En todos los casos, si nadie sale de ahí es porque ahí cabe Italia entera.

A mitad de esa década, en la mañana del 2 de noviembre de 1975, Pier Paolo Pasolini fue asesinado con una brutalidad que resumía las tensiones subterráneas que mantenían –y mantienen– a Italia dividida. De acuerdo con el documental Ridendo e scherzando (2015) dirigido por sus hijas, Scola y Pasolini habrían trabajado en un proyecto colaborativo, Feos, sucios y malos, que buscaba maridar la compasión social de Scola con el verismo iconoclasta de Pasolini, quien iba a dirigirla a partir de un guión de Scola y Maccari. Era el retrato de una familia marginada que, lejos de mover a la empatía, respondía bien a los adjetivos del título. Superada la conmoción por el crimen, Scola decidió llevarla a cabo con Nino Manfredi en el papel de un patriarca infame, tuerto y despreciable.

En medio de las tres, está Una jornada particular, de 1977. Si las otras ganan por acumulación, ésta parte de una desnudez casi teatral: dos personas, un departamento, una azotea con ropa tendida y un solo día, que no es especial porque Hitler visite Roma y sea recibido con fasto, sino porque dos solitarios encuentran amistad por accidente o necesidad, cuando el país entero bailaba al borde del abismo. Él (Marcelo Mastroianni) es un escritor segregado y ella (Sophia Loren), una napolitana cuyas brasas de ímpetu vital fueron reducidas a cenizas por un matrimonio desabrido. Junto a Enemigo, querido enemigo (Concorrenza Sleale, 2001), la giornatta fue el único acercamiento directo de Scola al fascismo, pero el vibratto humano de su compromiso político resuena a través de toda su obra posterior.

Una jornada particular pudo verse en México en la ix Muestra Internacional de Cine de la primavera de 1978, en ese entonces en el cine Roble de Reforma y en la sala Fernando de Fuentes de la vieja Cineteca. Las películas de Scola fueron habituales en la Muestra, que programó El baile en 1984, La noche de Varennes en 1985 –dos meses después de los terremotos de septiembre–, Pasión de amor en el ’86, Splendor en el ’89 y así hasta ¡Qué extraño llamarse Federico!: Scola cuenta a Fellini, que fue su última película en la 56 Muestra de 2014.

Aunque vivió tres años más con guiones escritos y películas en puerta, Scola renunció públicamente a coproducir con cualquier compañía relacionada con Silvio Berlusconi, esa némesis a cuyo combate dedicó hasta la última fuerza. En una de sus últimas entrevistas, lamentó que los cineastas jóvenes de Italia abrazaran las fórmulas probadas y renunciaran a contar el país en el que vivían. Cineasta de raíz popular y acostumbrado a filmar para espectadores de a pie, no dejó de lamentar el hermetismo elitista de cierto cine de autor, hecho de espaldas a la audiencia: “No creo en el cine de catacumbas que va dedicado a una secta de pocos elegidos. Hacer una película es una fatiga muy grande para eso”, se le ve decir en una entrevista para la televisión italiana en sus últimos años. Salud por Ettore Scola, que este mes habría cumplido noventa años de ser el cineasta más joven de Italia.

Tomado de: La Jornada Semanal

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Luchino Visconti sigue vivo

Luchino Visconti, cineasta italiano. (Italia, 1906-1976)

Por Pepe Gutiérrez-Álvarez

Luchino Visconti sigue vivo, como todos los grandes clásicos de la cultura en general y del cine en particular. Aparte de diversos ensayos sobre su vida y su obra[1] de todas las versiones editadas en DVD de sus películas, también se puede encontrar la parte más reconocida de su filmografía en la plataforma FILMIN, la más abierta al cine de autor, al gran cine clásico.

Recordemos por sí hace falta que Luchino Visconti (Milán, 1906-Roma, 1976), director de teatro (actividad de la que solamente tenemos noticias en los estudios sobre su obra) y uno de los directores más interesantes del cine italiano, y del cine de todos los tiempos, quizás especialmente en los años sesenta-setenta que marcan el apogeo de su obra.

Luchino fue un marxista que provenía del sector más refinado de la aristocracia italiana. Heredó de su padre, Giuseppe Visconti, duque de Modrone, un título nobiliario, así como el amor por el teatro y por la cultura. Nunca ocultó su condición homosexual. Según cuentan en las biografías, aunque en su juventud le apasionan las carreras de caballos, el joven aristócrata —de ideas avanzadas, obviamente nada bien vistas en la Italia de Mussolini— decide hacer carrera en la decoración y en el cine. Trabaja en Francia con Jean Renoir, de quien es ayudante para la adaptación de Máximo Gorki, Los bajos fondos (1937) y diseñador de vestuario en Une partie de campagne (1936).

La Segunda Guerra Mundial interrumpe esta colaboración y cuando Renoir emprende el camino del exilio hacia EE UU, será Visconti quien con Pierre Koch terminará Tosca (1940), con un reparto formado por Imperio Argentina, Rossano Brazzi y el inmenso Michel Simon. Este será el primer eslabón de una cadena de inspiración que corre, de la escena a la pantalla, como un lazo suntuoso a lo largo de la vida de un hombre apasionado, a la vez, de Verdi y todo el arte lírico, de Shakespeare y el melodrama, de la Historia y de la belleza que Rilke, imaginando la de los ángeles, describió como “terrible”.

Su acercamiento al marxismo más todas las fuerzas inspiradoras de Visconti se encuentran, así, unidas, aunque sean divergentes, y enfrentadas a mundos tal vez menos separados que complementarios, cruzados por fallos, errores y desastres.

Teatro o, mejor, ópera de nuestras realidades, la obra cinematográfica de Luchino Visconti se inspira en elementos o acontecimientos situados, por lo general, en un tiempo histórico comprendido entre 1850 y 1950, con varias excepciones como La caída de los dioses (1959), donde repitió con Dirk Bogarde, filme situado en un contexto cercano a la noche de los cuchillos largos en pleno auge nazi y Confidencias  (Retrato de familia en interior, 1974)  otra reflexión sobre la decadencia de una burguesía abocada a complicidades fascistas[2]. Ópera en este digamos contexto preferencial, porque su intuición, su sentido de la realidad lírica y de la historia han sabido muy pronto, desde su tercera película, fundar un arte cuya grandeza y perfección plástica alcanza a menudo una magnífica plenitud. Rechazado por la censura su proyecto de adaptación de una novela de Verga, Visconti adapta la escabrosa El cartero siempre llama dos veces, de James Caín, sobre la que Holly realizó dos variaciones, resultando especialmente memorable la primera, The Postman Always Rings Twice (Tay Garnett, 1946), con John Garfieid y Lana Turner. La de Visconti se titulará Obsesión (Ossessione, 1943) y señala el arranque de lo que en la dopoguerra será el neorrealismo, una expresión, que hará escuela, del jefe de montaje Mario Serandrei al visionar la película. No hay que decir que en su momento Obsesión (1943) fue un escándalo nacional, y su proyección fue prohibida por casi todas las autoridades locales, mientras que, tras la guerra. Luchino estuvo a punto de ser fusilado por los alemanes en retirada, y la acusación de comunista partía de esta película.

No es por casualidad que Visconti trabajó con Zavattini, a quien debe los guiones más discutibles de su filmografía (Le notti bianche, 1957, basada en la novela homónima de Fiódor Dostoyevski), si Obsesión es tan sombría, tan negativa y pesimista como lo serán algunas películas de De Sica, Blasetti u Olmi, y si sin duda marcó una época, fue sin ninguna teorización por parte de un director cuya concepción del cine negro o la reflexión sobre la historia rechazaron siempre el didactismo y el sentimentalismo demagógico. Con la libertad pactada (en Italia hubo otro pacto de transición con los fascistas, que no fueron depurados, aunque los partisanos ejecutaron a un buen número de cabecillas), si bien, al contrario que el PCE, el PCI no dejó de desarrollarse en la medida en que jugó el papel de una socialdemocracia enérgica, iluminada además por la aureola del Octubre ruso y la Resistencia).

Hay un momento clave: es cuando en 1948 Visconti rueda la mítica La terra trema, un alegato obrerista digno del mejor cine social que exasperó a un nuevo régimen dominado por la Iglesia y el mundo de los negocios (y la conexión made in USA), y detrás del cual ya empieza a mover los hilos Il Divo[3], o sea, Andreotti. Llamada también Episodio del mar, digna del mejor Joris Ivens, la película guardará el título general, inapropiado y célebre, de una trilogía de la que sólo existe una parte, ya que las otras dos no consiguieron financiarse. Fue cuando la Democracia Cristiana le declaró la guerra por su actitud de denuncia y sus compromisos políticos, imperdonable en un aristócrata que no pierde su tiempo en la dolce vita, y que se atenga al principio de “la ropa sucia se lava en casa”.

Se puede hablar perfectamente de una trilogía, aunque se trate de trilogía imprevista. Es la que reúne Obsesión, La tierra tiembla y Rocco y sus hermanos, que aquí fue estrenada en su día bastante malformada por la censura, aunque luego fue recuperada íntegramente y así la tenemos en DVD. Estamos hablando de tres películas que son el retrato sociológico de la Italia de los pobres, de sus ambiguas violencias, de sus migraciones hacia la ilusión. De un hecho cualquiera, Visconti sabe retener lo que es significativo para integrarlo en la trama fílmica, desprovisto de toda complacencia; sólo le importa lo que es representativo, lo que, gracias a los poderes fantásticos e inmediatos de la imagen, sugiere o denuncia. Aquí habría que añadir la fábula maravillosamente melodramática de Bellísima (1951), con una pletórica Anna Magnani, y con la que Visconti ironiza sobre el reverso de la ilusión sacrosanta, sobre el templo del sueño: Cinecittá.

Parece obvio que, tras haber dado sus primeros pasos bajo los auspicios del realismo poético francés, el realismo de Visconti, lírico en la expresión plástica de la historia y del espacio, en la composición y el movimiento de cada secuencia y cada plano, se apoyan sobre testimonios y supuestos que de otro modo resultarían ásperos. La reconstrucción de un entorno no es solamente un problema de decorados, ámbito en el que el antiguo ayudante de Renoir es un maestro; se contaba que sí había que evocar un armario de ropa elegante, esa ropa elegante tenía que estar allí, aunque la cámara no abriera sus puertas. Esto queda claro con los interiores de Rocco y sus hermanos, pero sobre todo en las suntuosas naturalezas muertas de Senso (1954) o de El gatopardo (1963), dos de las mayores obras sobre la historia realizadas para el cine, y que denotan una escrupulosa atención (histórica y social marxista, aunque también psicológica; la lucha de clases es cualquier cosa menos simple) a los objetos, los vestuarios, los gestos… Es así, aunque se trate de los pescadores (que no son actores) de Mi Trezza hablando en su dialecto en La tierra tiembla…

Resulta igualmente cierto que la obra de Visconti ha dado al cine, además de una magistral lección de estética, una galería de figuras ejemplares. Los verdaderos vencedores son raros; los vencidos, omnipresentes Rocco (uno de los mejores papeles del nuevo cine italiano, el más elevado de Alain Delon) y, de todos sus componentes, en especial Annie Girardot, en el papel de su vida. Opondrá en vano al destino esta especie de santidad dostoievsquiana que encontramos también en Luis II, y que condena a ambos. El tabú del incesto vence a Gianni (Jean Sorel) y su amor por Sandra (Claudia Cardinale), obra basada en unos poemas de Giacomo Leopardi. Los amantes de Senso, la colaboracionista Alida Valli y el ocupante Farley Granger, se autodestruyen y Helmuth Berger provoca una verdadera asunción del mal en La caída de los dioses. Hay mucho del propio Visconti en la imagen de un irrepetible Burt Lancaster que abandona, sonriendo, un mundo que ya le habla abandonado; deja como legado una felicidad insolente, soberbia y única, a Claudia Cardinale y Delon, la única pareja feliz, en ese momento de partida, del universo viscontiniano (El gatopardo).

Visconti dedicó la misma minuciosidad con estos que con los personajes de la corte de Baviera. Sabe que la verdad se carga de sentido sólo en función del poder del texto, de la unidad interna de la obra. En Appunti su un fatto di cronaca no reconstruye el asesinato de una niña: le basta con mostrar la Italia atroz en la que ella vivía. Quizás sea la ausencia de raíces, de motivación, de situación de Meursault, cuyo drama vuelve a representar Marcello Mastroianni, lo que esconde o anula la tragedia, y hace de su malograda adaptación de El extranjero (1967), de Albert Camus, uno de los fracasos del director, aunque nadie podrá decir que se trata de una obra sin interés. La recreación de un medio social o de un momento de la historia favorece un excepcional genio plástico, que evoluciona desde los gritos de Obsesión, o los blancos y negros de La tierra tiembla, hasta el impresionismo refinado de la adaptación del Thomas Mann con música de Mahler de Muerte en Venecia (1975), o a un romanticismo desesperado de la pintura de Gaspar-David Friedricti de Ludwig, un viejo proyecto suyo y conocido aquí como El rey loco (1973).[4]

Pero de estas recreaciones nace la verdad de la obra: la mirada que Visconti pone sobre la civilización y los hombres es, esencialmente, una mirada poética, en el sentido más fuerte y más creador del término. Ahora bien, una poesía creadora es también una poesía crítica: de ahí la ambigüedad de la belleza y esta amargura que el concepto de nostalgia no recubre totalmente cuando se analiza El gatopardo, Sandra, Muerte en Venecia o las dos partes de Ludwig. El paso, la evolución de la obra desde la estilización de la realidad (o del realismo…), como en Obsesión, a la puesta en ópera de la historia, se acompaña de una vuelta al retrato psicológico. Retrato bajo los trazos de Burt Lancaster, que fue el príncipe Salinas en El gatopardo, la película que a mí me llevó a descubrir una cosa que se llamaba marxismo, y del cual no había encontrado pistas hasta entonces.

Después de la fascinación que ejerció Visconti sobre la generación del 68, resulta lamentable que se haya dado una caída en el olvido, caída que abarca además al cine italiano de la segunda postguerra, el más importante después del de Hollywood, y con muchos valores a su favor. Hollywood no tuvo ni a Visconti ni a Pasolini ni a Fellini, entre otros.

Notas

[1] Entre los múltiples ensayos en torno a Luchino, el último y más combativo es el de Andrés de Francisco: Visconti y La Decadencia (Otra mirada a la modernidad), El Viejo Topo, 2019.

[2] En la segunda hay en el original una referencia a la familia Martínez-Bordiu que aquí la censura –obviamente- modificó con la broma de establecer la conexión con el presidente francés Giscard D´Estaing, que se nos antoja menos venenoso.

[3] Vale la pena ver Il Divo (Paolo Sorrentino.  2008), un retrato inmisericorde del “capo entre los capos” como sugiere agudamente F. Ford Coppola en la tercera entrega de El padrino.

[4] Anotemos que en su edición en DVD se puede ver la película integra, algo que costó aquí años y quedó limitado a los locales más cinéfilos.

Tomado de: El Viejo Topo

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«Notturno» confirma el talento de Gianfranco Rosi (+Video)

Notturno (Italia, 2020) de Gianfranco Rosi

Por Diego Brodersen @D_Broder

Las películas de Gianfranco Rosi suelen ser puntillosas, políticamente pertinentes y estéticamente bellas, aunque nunca preciosistas. Nacido en Italia en 1964, romano por adopción y con estudios cinematográficos realizados del otro lado del océano, el nombre comenzó a sonar con fuerza a partir de su segundo largometraje, El Sicario, Room 164, una de las estrellas de la edición 2010 del DocBuenosAires, que detallaba en primera persona las actividades de un asesino a sueldo de un cartel mexicano. Con la expansiva Sacro GRA –retrato colectivo del “conurbano” de Roma que terminó alzándose con el León de Oro en 2013– y Fuocoammare: Fuego en el mar (2016), registro de la vida en la isla de Lampedusa en plena crisis inmigratoria, el realizador terminó de cimentar su firma como una de las más relevantes en el panorama contemporáneo del cine documental. La introducción viene a cuento de su último esfuerzo, Notturno, que no hace más que confirmar el talento de un cineasta empeñado en utilizar la cámara como un arma creativa al servicio del retrato de lo real.

El trípode está plantado firmemente en el suelo, el sol todavía no se ha asomado y el playón aparece desierto. De pronto, un grupo de soldados recorre el cuadro y avanza hacia el horizonte. La mezcla de audio destaca el ruido sincrónico de los pasos y el canto de guerra de los hombres y mujeres, que van extinguiéndose a medida que se alejan. Otro grupo reemplaza al anterior y así varias veces, hasta que el espacio visual termina invadido por un auténtico pelotón del cual se desconoce origen, destino y misión. El nuevo largometraje de Rosi comienza con imágenes y sonidos de aquellos que empuñan las armas como modo de vida y profesión; el film volverá a algunos de ellos a lo largo del metraje, pero a partir de ese momento desplegará toda su atención en los sobrevivientes de la violencia bélica y política. Notturno, que tuvo su estreno el año pasado en el Festival de Venecia, fue rodada a lo largo de varios meses en zonas devastadas de Siria, Irak y Líbano, como así también en regiones de ese territorio no registrado por la cartografía oficial conocido como Kurdistán.

La película entrelaza viñetas cotidianas de hombres y mujeres, adultos, jóvenes y niños. La figura humana es relevante, pero también lo es el paisaje, así se trate de un plácido lago con fondo de fuegos industriales o las calles vacías de una ciudad destruida por los bombardeos. Un hombre sale a cazar en su pequeño bote en medio de la noche; una pareja joven conversa sobre una terraza con vista al pueblo; otro joven recorre las calles con sus cánticos religiosos; mujeres soldados descansan luego de una agotadora jornada de atención en la frontera. Casi sin diálogos, Notturno va tejiendo un tapiz de apariencia engañosamente simple, en el cual las consecuencias de la guerra y la violencia entre facciones políticas y religiosas comienza a ser cada vez más evidente. El realizador dedica varios segmentos a un puñado de internos de un hospital psiquiátrico concentrados en la puesta de una obra teatral cuyo eje no es otro que los corolarios de esas violencias. Hay un tono ensayístico en la manera en la cual se abordan los temas, dejando que el propio espectador sea el encargado de unir las líneas de puntos de las siluetas (más de una situación parece “reconstruida” especialmente para la cámara).

De pronto, entre mensajes de audio de mujeres secuestradas por el ISIS e imágenes de ruinas, una figura comienza a sobresalir del resto. Se trata de un adolescente, que no tendrá más de quince años, que todos los días sale a ganarse algunos billetes haciendo las veces de asistente de cazadores furtivos. El chico es huérfano, uno entre tantos otros. Sobre el final, Notturno destaca las conversaciones de un par de psicólogas con un grupo de niños cuyos dibujos plasman (¿exorcizan?) enfáticamente los hechos de violencia, destrucción y muerte de los cuales fueron testigos privilegiados. La cámara recorre lentamente esos gráficos de trazos inconfundiblemente infantiles, pero en los cuales el horror adquiere las formas más detalladas: los rasgos de los verdugos, sus armas, la sangre de los padres y las madres derramada. No hay consuelo posible, pero sí, tal vez, un futuro.

Tomado de: Página 12

 Tráiler del filme Notturno (Italia, 2020) de Gianfranco Rosi

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Federico Fellini y la magia perdida del cine

Federico Fellini. Director de cine y guionista italiano

Por Martin Scorsese

EXT. CALLE 8 – TARDE EN LA TARDE (C. 1959).

CÁMARA EN MOVIMIENTO CONTINUO está sobre el hombro de un joven, al final de la adolescencia, que camina intensamente hacia el oeste por una concurrida calle de Greenwich Village.

Debajo de un brazo, lleva libros. En su otra mano, una copia de The Village Voice.

Camina rápidamente, pasando por hombres con abrigos y sombreros, mujeres con pañuelos en la cabeza empujando carritos de compras plegables, parejas cogidas de la mano, poetas, estafadores, músicos y borrachos, pasando por farmacias, licorerías, charcuterías, edificios de apartamentos.

Pero el joven se concentra en una cosa: la marquesina del Art Theatre, que interpreta Shadows de John Cassavetes y Les Cousins ​​de Claude Chabrol.

Hace una nota mental y luego cruza la Quinta Avenida y sigue caminando hacia el oeste, pasando por librerías y tiendas de discos y estudios de grabación y zapaterías, hasta que llega a la 8th Street Playhouse: The Cranes Are Flying y Hiroshima Mon Amour, y De Jean-Luc Godard. ¡Sin aliento es muy pronto!

Nos quedamos en él mientras gira a la izquierda en la Sexta Avenida y se abre paso entre los comensales y más licorerías, quioscos y una tienda de cigarros y cruza la calle para ver bien la marquesina de Waverly: Ashes and Diamonds.

Vuelve hacia el este en West 4th pasando por Kettle of Fish y Judson Memorial Church en Washington Square South, donde un hombre con un traje raído está repartiendo folletos: Anita Ekberg con pieles, y La Dolce Vita se estrena en un teatro legítimo en Broadway. con asientos reservados a la venta a precios de entradas de Broadway.

Camina por La Guardia Place hasta Bleecker, pasa por Village Gate y Bitter End hasta Bleecker Street Cinema, que muestra Through a Glass Darkly, Shoot the Piano Player y Love at Twenty, y La Notte se detiene por tercera vez consecutiva. ¡Mes!

Se pone en la fila para la película de Truffaut y abre su copia de la sección Voice to the Film y una cornucopia de riquezas salta de las páginas y gira a su alrededor: Winter Light. . . Carterista. . . El tercer amante… La mano en la trampa… Proyecciones de Andy Warhol… Cerdos y acorazados… Kenneth Anger y Stan Brakhage en Anthology Film Archives… Le Doulos… y en medio de todo esto, más grande que el resto: ¡Joseph E. Levine presenta 8½ de Federico Fellini!

Mientras lee detenidamente las páginas, la CÁMARA SE ALZA SOBRE ÉL y la multitud que espera, como si estuviera sobre las olas de su emoción.

Avance hasta el día de hoy, ya que el arte del cine está siendo sistemáticamente devaluado, marginado, degradado y reducido a su mínimo común denominador, el «contenido».

Hace tan solo quince años, el término «contenido» se escuchaba solo cuando la gente hablaba del cine en un nivel serio, y se contrastaba con la «forma» y se comparaba con ella. Luego, gradualmente, fue utilizado cada vez más por las personas que se hicieron cargo de las empresas de medios, la mayoría de las cuales no sabían nada sobre la historia de la forma de arte, o incluso se preocuparon lo suficiente como para pensar que deben hacerlo. “Contenido” se convirtió en un término comercial para todas las imágenes en movimiento: una película de David Lean, un video de gatos, un comercial de Super Bowl, una secuela de superhéroes, un episodio de serie. Estaba vinculado, por supuesto, no a la experiencia teatral sino a la visualización en el hogar, en las plataformas de transmisión que han llegado a superar la experiencia de ir al cine, al igual que Amazon superó a las tiendas físicas. Por un lado, esto ha sido bueno para los cineastas, incluido yo mismo. Por otro lado, ha creado una situación en la que todo se presenta al espectador en igualdad de condiciones, lo que suena democrático, pero no lo es. Si los algoritmos “sugerimos” más basados ​​en lo que ya ha visto, y las sugerencias se basan solo en el tema o el género, entonces ¿qué le hace eso al arte del cine?

La curaduría no es antidemocrática ni “elitista”, un término que ahora se usa con tanta frecuencia que ya no tiene sentido. Es un acto de generosidad: estás compartiendo lo que amas y lo que te ha inspirado. (Las mejores plataformas de transmisión, como Criterion Channel y MUBI y los medios tradicionales como TCM, se basan en la curaduría, en realidad están curadas). Los algoritmos, por definición, se basan en detalles que tratan al espectador como un consumidor y nada demás.

Las decisiones tomadas por distribuidores como Amos Vogel en Grove Press en los años sesenta no fueron solo actos de generosidad sino, con bastante frecuencia, de valentía. Dan Talbot, que era expositor y programador, fundó New Yorker Films para distribuir una película que amaba, Before the Revolution de Bertolucci No es exactamente una apuesta segura. Las fotografías que llegaron a estas costas gracias al esfuerzo de estos y otros distribuidores y comisarios y expositores hicieron un momento extraordinario. Las circunstancias de ese momento se han ido para siempre, desde la primacía de la experiencia teatral hasta la excitación compartida por las posibilidades del cine. Por eso vuelvo a esos años con tanta frecuencia. Me siento afortunado de haber sido joven, vivo y abierto a todo lo que sucedía. El cine siempre ha sido mucho más que contenido, y siempre lo será, y los años en los que esas películas salían de todas partes del mundo, hablando entre sí y redefiniendo la forma de arte semanalmente, son la prueba.

En esencia, estos artistas estaban constantemente lidiando con la pregunta «¿Qué es el cine?» y luego arrojarlo hacia atrás para que responda la siguiente película. Nadie estaba operando en el vacío, y todos parecían estar respondiendo y alimentándose de los demás. Godard, Bertolucci, Antonioni, Bergman, Imamura, Ray, Cassavetes, Kubrick, Varda y Warhol reinventaron el cine con cada nuevo movimiento de cámara y cada nuevo corte, y cineastas más consagrados como Welles y Bresson y Huston y Visconti fueron revitalizados por la oleada en creatividad a su alrededor.

En el centro de todo, había un director al que todos conocían, un artista cuyo nombre era sinónimo de cine y lo que podía hacer. Era un nombre que evocaba instantáneamente cierto estilo, cierta actitud hacia el mundo. De hecho, se convirtió en un adjetivo. Supongamos que desea describir la atmósfera surrealista en una cena, una boda, un funeral o una convención política, o para el caso, la locura de todo el planeta; todo lo que tenía que hacer era decir la palabra «Felliniesque» Y la gente sabía exactamente lo que querías decir.

Federico Fellini. Director de cine y guionista italiano

En los años sesenta, Federico Fellini se convirtió en más que un cineasta. Como Chaplin, Picasso y los Beatles, era mucho más grande que su propio arte. En cierto momento, ya no se trataba de tal o cual película, sino de todas las películas combinadas como un gran gesto escrito en toda la galaxia. Ir a ver una película de Fellini era como escuchar cantar a Callas, actuar a Olivier o bailar a Nureyev. Sus películas incluso comienzan a incorporar su nombre: Fellini Satyricon, Casanova de Fellini. El único ejemplo comparable en el cine era Hitchcock, pero eso era otra cosa: una marca, un género en sí mismo. Fellini fue el virtuoso del cine.

A estas alturas, se ha ido durante casi treinta años. El momento en el que su influencia parecía impregnar toda la cultura ya pasó. Es por eso que la caja de Criterion, Essential Fellini, lanzada el año pasado para conmemorar el centenario de su nacimiento, es tan bienvenida.

El dominio visual absoluto de Fellini comenzó en 1963 con 8½, en el que la cámara flota, flota y se eleva entre las realidades internas y externas, sintonizada con los cambios de humor y los pensamientos secretos del alter ego de Fellini, Guido, interpretado por Marcello Mastroianni. Miro pasajes en esa imagen, a los que he vuelto a ver más veces de las que puedo contar, y todavía me pregunto: ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo es que cada movimiento, gesto y ráfaga de viento parece encajar perfectamente en su lugar? ¿Cómo es que todo se siente extraño e inevitable, como en un sueño? ¿Cómo podía cada momento ser tan rico en inexplicable anhelo?

El sonido jugó un papel importante en este estado de ánimo. Fellini era tan creativo con el sonido como con las imágenes. El cine italiano tiene una larga tradición de sonido no sincronizado que comenzó con Mussolini, quien decretó que todas las películas importadas de otros países deben ser dobladas. En muchas películas italianas, incluso en algunas de las mejores, la sensación de sonido incorpóreo puede ser desorientadora. Fellini supo utilizar esa desorientación como herramienta expresiva. Los sonidos y las imágenes en sus imágenes se reproducen y mejoran entre sí de tal manera que toda la experiencia cinematográfica se mueve como música o como un gran pergamino que se despliega. Hoy en día, la gente está deslumbrada por las últimas herramientas tecnológicas y lo que pueden hacer. Pero las cámaras digitales más ligeras y las técnicas de posproducción, como la costura digital y la transformación, no hacen la película para usted: se trata de las decisiones que tomas en la creación de la imagen completa. Para los grandes artistas como Fellini, ningún elemento es demasiado pequeño: todo cuenta. Estoy seguro de que le habrían encantado las cámaras digitales ligeras, pero no habrían cambiado el rigor y la precisión de sus elecciones estéticas.

Es importante recordar que Fellini se inició en el neorrealismo, lo cual es interesante porque en muchos sentidos llegó a representar su polo opuesto. De hecho, fue una de las personas que inventó el neorrealismo, en colaboración con su mentor Roberto Rossellini. Ese momento todavía me asombra. Fue la inspiración de muchas cosas en el cine, y dudo que toda la creatividad y exploración de los años cincuenta y sesenta se hubiera producido sin el neorrealismo sobre el que construir. No se trataba tanto de un movimiento como de un grupo de cineastas que respondían a un momento inimaginable en la vida de su nación. Después de veinte años de fascismo, después de tanta crueldad, terror y destrucción, ¿cómo podía uno seguir adelante, como individuos y como país? Las películas de Rossellini y De Sica y Visconti y Zavattini y Fellini y otros.

Fellini coescribió Rome, Open City y Paisà (según los informes, también intervino para dirigir algunas escenas en el episodio florentino cuando Rossellini estaba enfermo), y coescribió y actuó en The Miracle de Rossellini. Su trayectoria como artista, obviamente, divergió de la de Rossellini al principio, pero mantuvieron un gran amor y respeto mutuos. Y Fellini dijo una vez algo bastante astuto: que lo que la gente describió como neorrealismo realmente existía solo en las películas de Rossellini y en ningún otro lugar. Ladrones de bicicletas, Umberto D, creo que Fellini quiso decir que Rossellini era el único con una confianza tan profunda y duradera en la sencillez y la humanidad, el único que trabajó para permitir que la vida misma se acercara lo más posible a contar su propia historia. Fellini, por el contrario, era un estilista y un fabulista, un mago y un narrador de cuentos, pero la base en la experiencia vivida y en la ética que recibió de Rossellini fue crucial para el espíritu de sus cuadros.

Llegué a la mayoría de la edad mientras Fellini se desarrollaba y florecía como artista, y muchas de sus imágenes se volvieron preciosas para mí. Vi La Strada, la historia de una joven pobre vendida a un hombre fuerte viajero, cuando tenía unos trece años, y me impactó de una manera particular. Aquí había una película ambientada en la Italia de la posguerra, pero que se desarrolló como una balada medieval, o algo aún más atrás, una emanación del mundo antiguo. Esto también se podría decir de La Dolce Vita, creo, pero eso fue un panorama, un desfile de la vida moderna y la desconexión espiritual. La Strada, estrenada en 1954 (y en Estados Unidos dos años después), era un lienzo más pequeño, una fábula cimentada en lo elemental: tierra, cielo, inocencia, crueldad, cariño, destrucción.

Para mí, tuvo una dimensión adicional. Lo vi por primera vez con mi familia en la televisión, y la historia sonó fiel a mis abuelos como un reflejo de las dificultades que quedaron atrás en el viejo país. La Strada no fue bien recibido en Italia. Para algunos fue una traición al neorrealismo (muchas imágenes italianas de la época fueron juzgadas por este estándar), y supongo que situar una historia tan dura en el marco de una fábula era demasiado extraño para muchos espectadores italianos. En el resto del mundo, fue un gran éxito, la película que realmente a Fellini. Era la película por la que Fellini parecía haber trabajado más y sufrido más: su guión de rodaje era tan detallado que ocupaba seiscientas páginas, y cerca del final de la producción extremadamente difícil tuvo un colapso psicológico y tuvo que irse. a través del primero (creo) de muchos psicoanálisis antes de que pudiera terminar de filmar. También fue la película que, durante el resto de su vida, tuvo más cerca de su corazón.

Nights of Cabiria, una serie de episodios fantásticos en la vida de una prostituta romana (la inspiración para el musical de Broadway y la película de Bob Fosse Sweet Charity), solidificó su reputación. Como todos los demás, lo encontré emocionalmente abrumador. Pero la siguiente gran revelación fue La Dolce Vita. Fue una experiencia inolvidable ver esa película junto a una audiencia abarrotada cuando era nueva. La Dolce Vita fue distribuida aquí en 1961 por Astor Pictures y presentó como un evento especial en un teatro legítimo de Broadway, con asientos reservados para pedido por correo y entradas caras, el tipo de presentación que asociamos con epopeyas bíblicas como Ben-Hur. Nos sentamos, las luces se apagaron, vimos un majestuoso y aterrador fresco cinematográfico desplegarse en la pantalla, y todos experimentamos el impacto del reconocimiento. Aquí estaba un artista que había logrado expresar la ansiedad de la era nuclear, la sensación de que ya nada importaba realmente porque todo y todos podían ser aniquilados en cualquier momento. Sentimos este impacto, pero también sentimos la euforia del amor de Fellini por el arte del cine y, en consecuencia, por la vida misma. Algo similar venía en el rock and roll, en los primeros álbumes eléctricos de Dylan y luego en The White Album y Let It Bleed; eran sobre ansiedad y desesperación, pero eran experiencias emocionantes y trascendentes.

Cuando presentamos la restauración de La Dolce Vita hace una década en Roma, Bertolucci prestó especial atención. En ese momento le resultó difícil moverse porque estaba en una silla de ruedas y tenía un dolor constante, pero dijo que tenía que estar allí. Y después de la película, me confesó que La Dolce Vita fue la razón por la que se volvió hacia el cine en primer lugar. Me sorprendió de verdad, porque nunca le había oído hablar de ello. Pero al final, no fue tan sorprendente. Esa imagen fue una experiencia estimulante, como una onda expansiva que atravesó toda la cultura.

Federico Fellini. Director de cine y guionista italiano

Las dos fotos de Fellini que más me afectaron, las que realmente me marcaron, fueron I Vitelloni y 8½. I Vitelloni porque capturó algo tan real y tan precioso que se relacionaba directamente con mi propia experiencia. Y 8½ porque redefinió mi idea de lo que era el cine: lo que podía hacer y adónde podía llevarrte.

I Vitelloni, estrenada en Italia en 1953 y tres años más tarde en Estados Unidos, fue la tercera película de Fellini y la primera realmente genial. También fue uno de los más personales. La historia es una serie de escenas de la vida de cinco amigos veinteañeros en Rimini, donde creció Fellini: Alberto, interpretado por el gran Alberto Sordi; Leopoldo, interpretado por Leopoldo Trieste; Moraldo, el alter ego de Fellini, interpretado por Franco Interlenghi; Riccardo, interpretado por el propio hermano de Fellini; y Fausto, interpretado por Franco Fabrizi. Pasan sus días jugando al billar, persiguiendo chicas y caminando burlándose de la gente. Tienen grandes sueños y planos. Se comportan como niños y sus padres los tratan en consecuencia. Y la vida sigue.

Sentí que conocía a estos chicos de mi propia vida, de mi propio vecindario. Incluso reconocí algo del mismo lenguaje corporal, el mismo sentido del humor. De hecho, en un determinado momento de mi vida, yo era uno de esos tipos. Comprendí lo que estaba viviendo Moraldo, su desesperación por salir. Fellini capturó todo muy bien: inmadurez, vanidad, aburrimiento, tristeza, la búsqueda de la siguiente distracción, la próxima oleada de euforia. Él nos da el calor y la camaradería y los chistes y la tristeza y la desesperación en el interior, de una sola vez. I Vitelloni es una película dolorosamente lírica y agridulce, y fue una inspiración fundamental para Mean Streets.Es una gran película sobre una ciudad natal. La ciudad natal de cualquiera.

En cuanto a 8½ : Todos los que conocí en aquellos días que intentaban hacer películas tuvieron un punto de inflexión, una piedra de toque personal. La mía era, y sigue siendo, 8½.

¿Qué haces después de hacer una película como La Dolce Vita que ha conquistado al mundo? Todo el mundo está pendiente de cada una de tus palabras, esperando ver qué harás a continuación. Eso es lo que pasó con Dylan a mediados de los sesenta después de Blonde on Blonde. Para Fellini y para Dylan, la situación era la misma: tocado a legiones de personas, todos sentían que los conocían, que los entendían y, a menudo, que los poseían. Entonces, presión. Presión del público, de los fanáticos, de los críticos y enemigos (y los fanáticos y los enemigos a menudo sienten que son lo mismo). Presión para producir más. Presión para ir más lejos. Presión de ti mismo, sobre tú mismo.

Para Dylan y Fellini, la respuesta fue aventurarse hacia adentro. Dylan buscó la simplicidad en el sentido espiritual que significa Thomas Merton, y la encontró después de su accidente de motocicleta en Woodstock, donde grabó The Basement Tapes y escribió las canciones para John Wesley Harding.

Fellini partió de su propia situación a hizo principios de los sesenta e una película sobre su colapso artístico. Al hacerlo, emprendió una arriesgada expedición a un territorio inexplorado: su mundo interior. Su alter ego, Guido, es un director famoso que sufre el equivalente cinematográfico del bloqueo del escritor, y busca refugio, paz y guía, como artista y como ser humano. Busca una «cura» en un lujoso spa, donde su amante, su esposa, su productor ansioso, sus posibles actores, su equipo y una procesión heterogénea de fanáticos y seguidores y compañeros asistentes al spa rápidamente descienden sobre él. entre ellos se encuentra un crítico, que proclama que su nuevo guión “carece de un conflicto central o premisa filosófica” y equivale a “una serie de episodios gratuitos”. La presión se intensifica,

8½ es un tapiz tejido a partir de los sueños de Fellini. Como en un sueño, todo parece sólido y bien definido por un lado y flotante y efímero por el otro; el tono sigue cambiando, a veces violentamente. De hecho, crea una corriente visual de conciencia que mantiene al espectador en un estado de sorpresa y alerta, y una forma que se redefine constantemente a medida que avanza. Básicamente estás viendo a Fellini hacer la película ante tus ojos, porque el proceso creativo es la estructura. Muchos cineastas han intentado hacer algo en este sentido, pero no creo que nadie más haya logrado nunca lo que hizo Fellini aquí. Tenía la audacia y la confianza para jugar con todas las herramientas creativas, para estirar la calidad plástica de la imagen hasta un punto en el que todo parece existir en algún nivel subconsciente. Incluso los marcos más aparentemente neutrales, cuando miras de cerca, tienen algún elemento en la iluminación o la composición que te desconcierta, que de alguna manera está impregnado de la conciencia de Guido. Después de un tiempo, dejas de intentar averiguar dónde estás, si estás en un sueño, en un flashback o simplemente en la realidad. Quieres perderte y deambular con Fellini, rindiéndote a la autoridad de su estilo.

La imagen alcanza su punto máximo en una escena en la que Guido se encuentra con el cardenal en los baños, un viaje al inframundo en busca de un oráculo y un regreso a la arcilla de la que todos somos originarios. Como sucede en toda la imagen, la cámara está en movimiento: inquieta, hipnótica, flotando, siempre orientada hacia algo inevitable, algo revelador. A medida que Guido desciende, vemos desde su punto de vista una sucesión de personas que se le acercan, algunas que le aconsejan cómo congraciarse con el cardenal y otras que le piden favores. Entra en una antesala llena de vapor y se dirige hacia el cardenal, cuyos asistentes sostienen un sudario de muselina frente a él mientras se desnuda; lo vemos solo como una sombra. Guido le dice al cardenal que es infeliz, y el cardenal responde, sencillamente, de manera inolvidable: “¿Por qué debería ser feliz? Esa no es tu tarea. ¿Quién te dijo que venimos al mundo para ser felices? » Cada plano de esta escena, cada pieza de puesta en escena y coreografía entre cámara y actores, es extraordinariamente compleja. No puedo imaginar lo difícil que fue ejecutarlo. En pantalla, se despliega con tanta gracia que parece la cosa más fácil del mundo. Para mí, la audiencia con el cardenal encarna una verdad notable sobre 8½: Fellini hizo una película sobre el cine que solo podía existir como película y nada más, ni una pieza musical, ni una novela, ni un poema, ni una danza, solo como una obra de cine.

Cuando se lanzó 8½, la gente lo discutió sin cesar: el efecto fue así de dramático. Cada uno tenía su propia interpretación, y nos sentábamos hasta todas las horas hablando de la película, cada escena, cada segundo. Por supuesto, nunca nos decidimos por una interpretación definida; la única forma de explicar un sueño es con la lógica de un sueño. La película no tiene resolución, lo que molestó a mucha gente. Gore Vidal me dijo una vez que le dijo a Fellini: “Fred, menos sueños la próxima vez, debes contar una historia. «Pero en 8½, la falta de resolución es justa, porque el proceso artístico tampoco tiene resolución, simplemente tienes que seguir adelante. Cuando haya terminado, se verá obligado a hacerlo de nuevo, como Sísifo. Y, como descubrió Sísifo, empujar la roca cuesta arriba una y otra vez se convierte en el propósito de tu vida.

La película tuvo un efecto enorme en las cineastas: inspiró Alex in Wonderland de Paul Mazursky, en la que Fellini aparece como él mismo; Stardust Memories de Woody Allen; y All That Jazz de Fosse, sin mencionar el musical de Broadway Nine. Como dije, no puedo contar la cantidad de veces que he visto 8½ y ni siquiera puedo comenzar a hablar de las muchas formas en que me ha afectado. Fellini nos mostró a todos lo que era ser artista, la imperiosa necesidad de crear arte. 8½ es la expresión más pura de amor por el cine que conozco.

¿Siguiendo con La Dolce Vita? Difícil. ¿Seguimiento de 8½? No puedo imaginar Con Toby Dammit, una película de longitud media inspirada en una historia de Edgar Allan Poe (es el último tercio de una película de ómnibus llamada Spirits of the Dead), Fellini llevó sus imágenes alucinatorias a un nivel nítido. La película es un descenso visceral a los infiernos. En Fellini Satyricon, creó algo sin precedentes: un fresco del mundo antiguo que era “ciencia ficción al revés”, como él lo llamó. Amarcord, su película semi-autobiográfica ambientada en Rimini durante el período fascista, es ahora una de sus películas más queridas (es una de las favoritas de Hou Hsiao-hsien, por ejemplo), aunque es mucho menos atrevida que las películas anteriores. Aun así, es una obra llena de visiones extraordinarias (me fascinó la especial admiración de Italo Calvino por la película como retrato de la vida en la Italia de Mussolini, algo que realmente no se me ocurrió). Después de Amarcord, cada imagen tenía fragmentos de brillantez, especialmente el Casanova de Fellini. Es una película helada, más fría que el círculo más profundo del infierno en Dante, y es una experiencia notable y atrevidamente estilizada, pero verdaderamente imponente. Parecía un punto de inflexión para Fellini. Y, en verdad, finales de los setenta y principios de los ochenta parecía un punto de inflexión para muchas cineastas de todo el mundo, incluido yo mismo. La sensación de camaradería que todos habíamos sentido, ya fuera real o imaginaria, pareció romperse y todos parecieron convertirse en su propia isla, luchando por hacer la siguiente imagen.

Conocía a Federico, lo suficientemente bien como para llamarlo amigo. Nos conocimos por primera vez en 1970, cuando fui a Italia con un grupo de cortometrajes que había seleccionado para una presentación en un festival de cine. Me puse en contacto con la oficina de Fellini y me dieron aproximadamente media hora de su tiempo. Fue tan cálido, tan cordial. Le dije que, en mi primer viaje a Roma, lo había guardado a él ya la Capilla Sixtina para el último día. Él rió. «Verás, Federico», dijo su asistente, «¡te has convertido en un monumento aburrido!» Le aseguré que aburrido era lo único que nunca sería. Recuerdo que también le pregunté dónde podía encontrar una buena lasaña y me recomendó un restaurante maravilloso: Fellini conocía los mejores restaurantes de todas partes.

Varios años después, me mudé a Roma por un tiempo y comencé a ver a Fellini con bastante frecuencia. Nos encontrábamos y nos reuníamos para comer. Siempre fue un showman y el espectáculo nunca se detuvo. Verlo dirigir una película fue una experiencia extraordinaria. Era como si estaba dirigiendo una docena de orquestas a la vez. Llevé a mis padres al set de City of Women, y él estaba corriendo por todo el lugar, engatusando, suplicando, actuando, esculpiendo y ajustando cada elemento de la imagen hasta el último detalle, realizando su visión en un remolino de movimiento sin parar. Cuando nos fuimos, mi padre dijo: «Pensé que íbamos a hacernos una foto con Fellini». Dije: «¡Lo hiciste!». Todo había sucedido tan rápido que ni siquiera sabían que había sucedido.

En los últimos años de su vida, traté de ayudarlo a distribuir su película La Voz de la Luna en los Estados Unidos. Había tenido dificultades con sus productores en ese proyecto; querían una gran extravagancia de Fellini y él les dio algo mucho más meditativo y sombrío. Ningún distribuidor lo tocaría, y estaba realmente sorprendido de que nadie, incluidos los principales teatros independientes de Nueva York, quisiera siquiera mostrarlo. Las viejas películas, sí, pero no la nueva, que resultó ser la última. Un poco más tarde, ayudé a Fellini a conseguir financiación para un proyecto documental que había planeado, una serie de retratos de las personas que hacían películas: el actor, el director de fotografía, el productor, el director de locaciones (lo recuerdo en el esquema de ese episodio, el narrador explica que la mayoría Lo importante era organizar expediciones para que los lugares estuvieran cerca de un gran restaurante). Lamentablemente, murió antes de poder comenzar con el proyecto. Recuerdo la última vez que hablé con él por teléfono. Su voz sonaba tan débil, y me di cuenta de que se estaba desvaneciendo. Fue triste ver que esa increíble fuerza vital se desvanecía.

Todo ha cambiado: el cine y la importancia que tiene en nuestra cultura. Por supuesto, no es de extrañar que artistas como Godard, Bergman, Kubrick y Fellini, que una vez reinaron sobre nuestra gran forma de arte como dioses, eventualmente retrocedan en las sombras con el paso del tiempo. Pero en este punto, no podemos dar nada por sentado. No podemos depender del negocio del cine, tal como es, para cuidar el cine. En el negocio del cine, que ahora es el negocio del entretenimiento visual masivo, el énfasis siempre está en la palabra «negocio», y el valor siempre está determinado por la cantidad de dinero que se puede ganar con una propiedad determinada; en ese sentido, todo desde Sunrise a La Strada hasta 2001ahora está prácticamente escurrido y listo para el carril de natación «Art Film» en una plataforma de transmisión. Quienes conocemos el cine y su historia tenemos que compartir nuestro amor y nuestro conocimiento con la mayor cantidad de gente posible. Y tenemos que dejar muy claro a los actuales propietarios legales de estas películas que representan mucho, mucho más que una mera propiedad para ser explotada y luego encerrada. Se encuentran entre los mayores tesoros de nuestra cultura y deben ser tratados en consecuencia.

Supongo que también tenemos que afinar nuestras nociones sobre qué es el cine y qué no es. Federico Fellini es un buen punto de partida. Se pueden decir muchas cosas sobre las películas de Fellini, pero hay una cosa que es indiscutible: son cine. El trabajo de Fellini contribuye en gran medida a definir la forma de arte.

Martin Scorsese es un director, escritor y productor ganador de un Oscar.

Tomado de: Hapers Magazine

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Recoger tempestades: arroz amargo, de Giuseppe de Santis

Fotograma del filme Arroz amargo (Italia, 1949) de Giuseppe de Santis

Por Juan Carlos González A.

Una espontánea y bella coreografía hacen las recolectoras de arroz metidas casi hasta las rodillas en el agua del valle del río Po. Una al lado de la otra o en fila, estas mujeres se mueven al unísono, impulsadas por el canto que alguna improvisa y todas siguen en coro. Voces que no solo entonan canciones populares, sino que utilizan ese medio para contar lo qué les pasa, lo qué les inquieta. Son trovadoras de sus propias desventuras. Son las mondine, las míticas trabajadoras temporales que van de cosecha en cosecha buscándose el sustento en la Italia de la postguerra. Los detalles de su dura labor, la lucha entre las recolectoras legales y las clandestinas, los romances fugaces que las distraen de su extenuante jornada, las lluvias repentinas que las dejan de brazos cruzados y sin la paga respectiva, la explotación a las que las someten, el dolor de la enfermedad de alguna… todo este drama humano es el que nos trae el director Giuseppe De Santis en Arroz amargo (Riso amaro, 1949), su segundo largometraje y probablemente el más popular de su carrera.

Pese a lo descrito y a contar con una narración de tono documental con presencia de actores naturales y rodaje en los arrozales de Vercelli, elementos que vinculan directamente a este filme con el neorrealismo italiano –hay que tener en cuenta que además De Santis fue coguionista y asistente de dirección de Ossessione (1943) de Visconti– la verdad es que Arroz amargo se hizo celebre en la historia del cine italiano, no exactamente por la pureza con la que siguió los postulados neorrealistas que promulgaron hombres como Sergio Amidei y el gran Cesare Zavattini, sino exactamente por todo lo opuesto, por introducir unos elementos foráneos a la concepción neorrealista, como lo fueron las fórmulas made in Hollywood del cine de género y el telúrico posicionamiento de una estrella tan sensual como lo fue Silvana Mangano; elementos espurios que –sin embargo- probaron ser exitosos.

La película, producida por Dino De Laurentiis, al inicio parece ser una crónica documental sobre la bulliciosa llegada de las mondine a la estación de trenes que va a llevarlas a su lugar de trabajo, pero rápidamente dejamos el enfoque testimonial para dar paso a la búsqueda policial de un ladrón de joyas, Walter (Vittorio Gassman), que parece querer escapar a bordo de uno de esos trenes. Él y su cómplice, Francesca (Doris Dowling), evaden a los persecutores y terminan involucrándose con una hermosa mondina, Silvana (Silvana Mangano), que sospecha quienes son en realidad. Francesca se ve obligada a camuflarse entre las recolectoras mientras Walter vuelve por ella. Arroz amargo será un tira y afloje entre ella y Silvana, quien quisiera también lucrarse del robo. Hay un cuarto personaje, un sargento llamado Marco (Raf Vallone), que parece interesado en ambas mujeres y que representa la entereza moral que los otros no poseen. Al fondo del relato está el drama de las mondine, como un marco narrativo del cual se lucra el filme. Vittorio Gassman relata en su autobiografía algo que no puede dejarse pasar por alto: “las verdaderas escardadoras del lugar, gracias a vete a saber que magia instintiva se olieron la irrealidad esencial de todo aquello; muchas se negaron a colaborar y hubo que importar de Roma un cargamento de actrices de poca monta maquilladas a conciencia por el pastiche populista” (1). No se trataba entonces de auténticas recolectoras, sino de actrices falseando una situación que no era la suya. Ya de entrada De Santis jugaba con la base realista del relato.

La naturaliza hibrida de Arroz amargo y su posición ambigua dentro del neorrealismo italiano las explica bien Joseph Luzzi cuando anota que “políticamente el filme promovía la acción colectiva enraizada en el marxismo; temáticamente se apoyaba en el atractivo del consumismo norteamericano; estilísticamente mezclaba el reportaje neorrealista y el espectáculo de Hollywood. Arroz amargo transcendía así las fronteras –tanto políticas como artísticas- que diferenciaban al naciente arte cinematográfico italiano de la cultura popular americana y De Santis fue acusado de haber traicionado al neorrealismo” (2). Más que traicionarlo, este director estaba haciendo patente la crisis del modelo neorrealista tradicional, que coincidía con un cambio en las políticas estatales de apoyo al cine nacional, privilegiando los intereses industriales y económicos sobre los artísticos.

Buscando no perder el interés del público, los directores que se engancharon más tardíamente al neorrealismo intentaron mezclar los temas sociales que caracterizaban a este movimiento con fórmulas de género establecidas por Hollywood, como puede verse en los intentos de film noir que fueron El bandido (Il bandito, 1946) de Alberto Lattuada, y Juventud perdida (Gioventù perduta, 1948) de Pietro Germi. Giuseppe De Santis se adelantaba a lo que iba a hacer con Arroz amargo cuando expresaba que “la lente de la cámara -como el de la historia- registró el reemplazo de las fuerzas conductoras de la vida italiana; la lente fue desplazada de [dar] una visión unilateral del mundo de la clase obrera… para enfocarse en otro mundo más vasto” (3). Curiosamente, sus palabras tienen una correspondencia visual en una escena temprana de su filme. Cuando Walter y su cómplice, Francesca, tratan de huir de la policía que los persigue, abordan un tren en una estación en Turín. De repente escuchan música que viene de afuera. La cámara los abandona moviéndose a la izquierda, buscando el origen de la música. Sigue mostrando los ocupantes de los vagones, gente del común que mientras se están aseando sacan la cabeza y el cuerpo por la ventana para escuchar los acordes sonoros. La cámara continua sin detenerse hacia la izquierda, y nos muestra a un grupo de mujeres que están en la plataforma entre dos trenes, también oyendo la música, vemos después a más gente caminando hacia los vagones, y de repente, detrás de un tren, como en una aparición no terrenal, hay una mujer –una mondina– bailando sensualmente un boogie-woogie: la música proviene de su fonógrafo portátil. Esa exuberante mujer es Silvana Mangano y esa es su contundente presentación en Arroz amargo.

En este plano secuencia De Santis resume todas sus intenciones: empieza con un drama criminal sacado del cine de género, sigue con la perspectiva realista de los ocupantes del tren y los transeúntes, y culmina con el factor que hizo a este filme un éxito rotundo de taquilla: la corporalidad de Silvana Mangano. “La mujer real del cine neorrealista, aferrada en la lucha por su supervivencia cotidiana, es sustituida por la mujer ideal, construida a partir de las pulsiones del deseo masculino. (…) Silvana Mangano es una mujer carnal y su carnalidad provoca una ruptura definitiva con las formas de idealización femenina de carácter lírico” (4). Es evidente la intención comercial de De Santis al hacerla protagonista de esta historia. Ni ella ni su antagonista, interpretada por la bella actriz norteamericana Doris Dowling, corresponden al modelo de sufrida mujer neorrealista.

Ambas están ahí para introducir un elemento erótico que era ajeno a la pureza documental del cine de entonces, pero que responde a los parámetros de la mujer sensual del star system de Hollywood, algo que a lo que los espectadores italianos respondieron con fruición. Además, el cine europeo iba a demostrarse que iba a poder ser más explícito al respecto que lo que Hollywood podía exhibir, sometido como estaba a la vigente censura del código de producción. Hubo, por supuesto, voces que sintieron que De Santis estaba vendiendo su integridad artística, enlodando sus raíces comunistas y echando por la borda al neorrealismo. La película generó un gran debate: el influyente crítico Guido Aristarco escribió que “los trabajadores no pueden ser educados con las piernas desnudas de Silvana” (5), mientras el Vaticano censuró el filme por la exhibición “pornográfica” de las piernas de las mondine. Por supuesto, todo esto la hizo totalmente atractiva para el público. Incluso la película fue nominada al premio Óscar al mejor guion.

Respecto a su protagonista, el director De Santis declaraba que “Yo tenía en mente una imagen exacta de un personaje que iba a parecerse a una Rita Hayworth italiana de provincia” (6). Y lo logró: Silvana Mangano hace de inmediato evocar a la Hayworth de Gilda (1946). El personaje que ella interpreta en Arroz amargo es una femme fatale y su vocación es clara. Hay en ella ambición, desparpajo, confianza en sí misma y en el efecto que causa en los hombres, ausencia de cualquier atadura moral. Este “es un filme acerca de una mujer que desea ser norteamericana, que desea ser mortífera, que aspira a ser una heroína de Hollywood. El foco del filme en el cuerpo de Silvana, particularmente en la famosa escena del baile del boogie-woogie en la cual se establece su centralidad visual, la ve convertirse a ella en la encarnación literal de la americanización y de la trasmisión transnacional de los géneros” (7).

Las aspiraciones del personaje se convirtieron también en las aspiraciones del público, cansado ya de ver reflejada en la pantalla una situación social que la nueva década que empezaba prometía dejar atrás, y deseoso de abrazar nuevos modelos de vida y de conducta. Y si en Norteamérica el cine ofrecía mujeres con quien soñar, al cine italiano llegarían rotundas maggioratas como Silvana Mangano, Gina Lollobrigida, Silvana Pampanini, Marisa Allasio y Sophia Loren. Pasaríamos del neorrealismo al “neorrealismo rosa” más complaciente y ligero, como lo entendieron realizadores como Renato Castellani, Luigi Zampa y Dino Risi.

Arroz amargo fue un producto que respondía a una estrategia bien pensada. Su supuesto compromiso con el neorrealismo la hizo parte de una tradición narrativa respetable, pero los reconocibles elementos de género que introdujo y la imagen sensual que vendió de Silvana Mangano lo convirtieron en un efectivo vehículo comercial que supo detectar y explotar las necesidades de la industria del cine de ese momento preciso y el sentir de un público que quería que se le ofreciera algo diferente. La película sembró inquietudes y cosechó unas tempestades que supo sobrellevar para convertirse con el tiempo en un extraño clásico, mucho más recordado que otros filmes contemporáneos menos manipuladores que este, pero sin duda menos exitosos.

Referencias:

  1. Vittorio Gassman, Un gran futuro a mis espaldas, Barcelona, Acantilado, 2004, p. 93
  2. Joseph Luzzi (Ed.), Italian Cinema from the Silent Screen to the Digital Image, Nueva York, Bloomsbury Publishing, 2020, p. 311
  3. Millicent Marcus, Italian Film in the Light of Neorealism, Princeton, Princeton University Press, 1986, p. 77
  4. Ángel Quintana, El cine italiano, 1942-1961. Del neorrealismo a la modernidad, Barcelona, Paidós Studios, 1997, p. 113
  5. Laura E. Ruberto, Gramsci, Migration, and the Representation of Women’s Work in Italy and the U.S., Lanham, Lexington Books, 2010, p. 45
  6. Helen Hanson, Catherine O’Rawe (Eds), The Femme Fatale: Images, Histories, Contexts, Londres, Palgrave Macmillan, 2010, p. 133
  7. Ibid., p. 135

Tomado de: Tiempo de cine

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Luchino Visconti sigue vivo

Luchino Visconti, gran cineasta italiano

Por Pepe Gutiérrez Álvarez

Luchino Visconti sigue vivo, como todos los grandes clásicos de la cultura en general y del cine en particular. Aparte de diversos ensayos sobre su vida y su obra[01] de todas las versiones editadas en DVD de sus películas, también se puede encontrar la parte más reconocida de su filmografía en la plataforma FILMIN, la más abierta al cine de autor, al gran cine clásico.

Recordemos por sí hace falta que Luchino Visconti (Milán, 1906-Roma, 1976), director de teatro (actividad de la que solamente tenemos noticias en los estudios sobre su obra) y uno de los directores más interesantes del cine italiano, y del cine de todos los tiempos, quizás especialmente en los años sesenta-setenta que marcan el apogeo de su obra.

Luchino fue un marxista que provenía del sector más refinado de la aristocracia italiana. Heredó de su padre, Giuseppe Visconti, duque de Modrone, un título nobiliario, así como el amor por el teatro y por la cultura. Nunca ocultó su condición homosexual. Según cuentan en las biografías, aunque en su juventud le apasionan las carreras de caballos, el joven aristócrata —de ideas avanzadas, obviamente nada bien vistas en la Italia de Mussolini— decide hacer carrera en la decoración y en el cine. Trabaja en Francia con Jean Renoir, de quien es ayudante para la adaptación de Máximo Gorki, Los bajos fondos (1937) y diseñador de vestuario en Une partie de campagne (1936).

La Segunda Guerra Mundial interrumpe esta colaboración y cuando Renoir emprende el camino del exilio hacia EE UU, será Visconti quien con Pierre Koch terminará Tosca (1940), con un reparto formado por Imperio Argentina, Rossano Brazzi y el inmenso Michel Simon. Este será el primer eslabón de una cadena de inspiración que corre, de la escena a la pantalla, como un lazo suntuoso a lo largo de la vida de un hombre apasionado, a la vez, de Verdi y todo el arte lírico, de Shakespeare y el melodrama, de la Historia y de la belleza que Rilke, imaginando la de los ángeles, describió como “terrible”.

Su acercamiento al marxismo más todas las fuerzas inspiradoras de Visconti se encuentran, así, unidas, aunque sean divergentes, y enfrentadas a mundos tal vez menos separados que complementarios, cruzados por fallos, errores y desastres.

Teatro o, mejor, ópera de nuestras realidades, la obra cinematográfica de Luchino Visconti se inspira en elementos o acontecimientos situados, por lo general, en un tiempo histórico comprendido entre 1850 y 1950, con varias excepciones como La caída de los dioses (1959), donde repitió con Dirk Bogarde, filme situado en un contexto cercano a la noche de los cuchillos largos en pleno auge nazi y Confidencias  (Retrato de familia en interior, 1974)  otra reflexión sobre la decadencia de una burguesía abocada a complicidades fascistas [02]. Ópera en este digamos contexto preferencial, porque su intuición, su sentido de la realidad lírica y de la historia han sabido muy pronto, desde su tercera película, fundar un arte cuya grandeza y perfección plástica alcanza a menudo una magnífica plenitud. Rechazado por la censura su proyecto de adaptación de una novela de Verga, Visconti adapta la escabrosa El cartero siempre llama dos veces, de James Caín, sobre la que Holly realizó dos variaciones, resultando especialmente memorable la primera, The Postman Always Rings Twice (Tay Garnett, 1946), con John Garfieid y Lana Turner. La de Visconti se titulará Obsesión (Ossessione, 1943) y señala el arranque de lo que en la dopoguerra será el neorrealismo, una expresión, que hará escuela, del jefe de montaje Mario Serandrei al visionar la película. No hay que decir que en su momento Obsesión (1943) fue un escándalo nacional, y su proyección fue prohibida por casi todas las autoridades locales, mientras que, tras la guerra. Luchino estuvo a punto de ser fusilado por los alemanes en retirada, y la acusación de comunista partía de esta película.

No es por casualidad que Visconti trabajó con Zavattini, a quien debe los guiones más discutibles de su filmografía (Le notti bianche, 1957, basada en la novela homónima de Fiódor Dostoyevski), si Obsesión es tan sombría, tan negativa y pesimista como lo serán algunas películas de De Sica, Blasetti u Olmi, y si sin duda marcó una época, fue sin ninguna teorización por parte de un director cuya concepción del cine negro o la reflexión sobre la historia rechazaron siempre el didactismo y el sentimentalismo demagógico. Con la libertad pactada (en Italia hubo otro pacto de transición con los fascistas, que no fueron depurados, aunque los partisanos ejecutaron a un buen número de cabecillas), si bien, al contrario que el PCE, el PCI no dejó de desarrollarse en la medida en que jugó el papel de una socialdemocracia enérgica, iluminada además por la aureola del Octubre ruso y la Resistencia).

Hay un momento clave: es cuando en 1948 Visconti rueda la mítica La terra trema, un alegato obrerista digno del mejor cine social que exasperó a un nuevo régimen dominado por la Iglesia y el mundo de los negocios (y la conexión made in USA), y detrás del cual ya empieza a mover los hilos Il Divo [03], o sea, Andreotti. Llamada también Episodio del mar, digna del mejor Joris Ivens, la película guardará el título general, inapropiado y célebre, de una trilogía de la que sólo existe una parte, ya que las otras dos no consiguieron financiarse. Fue cuando la Democracia Cristiana le declaró la guerra por su actitud de denuncia y sus compromisos políticos, imperdonable en un aristócrata que no pierde su tiempo en la dolce vita, y que se atenga al principio de “la ropa sucia se lava en casa”.

Se puede hablar perfectamente de una trilogía, aunque se trate de trilogía imprevista. Es la que reúne Obsesión, La tierra tiembla y Rocco y sus hermanos, que aquí fue estrenada en su día bastante malformada por la censura, aunque luego fue recuperada íntegramente y así la tenemos en DVD. Estamos hablando de tres películas que son el retrato sociológico de la Italia de los pobres, de sus ambiguas violencias, de sus migraciones hacia la ilusión. De un hecho cualquiera, Visconti sabe retener lo que es significativo para integrarlo en la trama fílmica, desprovisto de toda complacencia; sólo le importa lo que es representativo, lo que, gracias a los poderes fantásticos e inmediatos de la imagen, sugiere o denuncia. Aquí habría que añadir la fábula maravillosamente melodramática de Bellísima (1951), con una pletórica Anna Magnani, y con la que Visconti ironiza sobre el reverso de la ilusión sacrosanta, sobre el templo del sueño: Cinecittá.

Parece obvio que, tras haber dado sus primeros pasos bajo los auspicios del realismo poético francés, el realismo de Visconti, lírico en la expresión plástica de la historia y del espacio, en la composición y el movimiento de cada secuencia y cada plano, se apoyan sobre testimonios y supuestos que de otro modo resultarían ásperos. La reconstrucción de un entorno no es solamente un problema de decorados, ámbito en el que el antiguo ayudante de Renoir es un maestro; se contaba que sí había que evocar un armario de ropa elegante, esa ropa elegante tenía que estar allí, aunque la cámara no abriera sus puertas. Esto queda claro con los interiores de Rocco y sus hermanos, pero sobre todo en las suntuosas naturalezas muertas de Senso (1954) o de El gatopardo (1963),  dos de las mayores obras sobre la historia realizadas para el cine, y que denotan una escrupulosa atención (histórica y social marxista, aunque también psicológica; la lucha de clases es cualquier cosa menos simple) a los objetos, los vestuarios, los gestos…Es así aunque se trate de los pescadores (que no son actores) de Mi Trezza hablando en su dialecto en La tierra tiembla…

Resulta igualmente cierto que la obra de Visconti ha dado al cine, además de una magistral lección de estética, una galería de figuras ejemplares. Los verdaderos vencedores son raros; los vencidos, omnipresentes Rocco (uno de los mejores papeles del nuevo cine italiano, el más elevado de Alain Delon) y, de todos sus componentes, en especial Annie Girardot, en el papel de su vida. Opondrá en vano al destino esta especie de santidad dostoievsquiana que encontramos también en Luis II, y que condena a ambos. El tabú del incesto vence a Gianni (Jean Sorel) y su amor por Sandra (Claudia Cardinale), obra basada en unos poemas de Giacomo Leopardi. Los amantes de Senso, la colaboracionista Alida Valli y el ocupante Farley Granger, se autodestruyen y Helmuth Berger provoca una verdadera asunción del mal en La caída de los dioses. Hay mucho del propio Visconti en la imagen de un irrepetible Burt Lancaster que abandona, sonriendo, un mundo que ya le habla abandonado; deja como legado una felicidad insolente, soberbia y única, a Claudia Cardinale y Delon, la única pareja feliz, en ese momento de partida, del universo viscontiniano (El gatopardo).

Visconti dedicó la misma minuciosidad con estos que con los personajes de la corte de Baviera. Sabe que la verdad se carga de sentido sólo en función del poder del texto, de la unidad interna de la obra. En Appunti su un fatto di cronaca no reconstruye el asesinato de una niña: le basta con mostrar la Italia atroz en la que ella vivía. Quizás sea la ausencia de raíces, de motivación, de situación de Meursault, cuyo drama vuelve a representar Marcello Mastroianni, lo que esconde o anula la tragedia, y hace de su malograda adaptación de El extranjero (1967), de Albert Camus, uno de los fracasos del director, aunque nadie podrá decir que se trata de una obra sin interés. La recreación de un medio social o de un momento de la historia favorece un excepcional genio plástico, que evoluciona desde los gritos de Obsesión, o los blancos y negros de La tierra tiembla, hasta el impresionismo refinado de la adaptación del Thomas Mann con música de Mahler de Muerte en Venecia (1975), o a un romanticismo desesperado de la pintura de Gaspar-David Friedricti de Ludwig, un viejo proyecto suyo y conocido aquí como El rey loco (1973)[04]

Pero de estas recreaciones nace la verdad de la obra: la mirada que Visconti pone sobre la civilización y los hombres es, esencialmente, una mirada poética, en el sentido más fuerte y más creador del término. Ahora bien, una poesía creadora es también una poesía crítica: de ahí la ambigüedad de la belleza y esta amargura que el concepto de nostalgia no recubre totalmente cuando se analiza El gatopardo, Sandra, Muerte en Venecia o las dos partes de Ludwig. El paso, la evolución de la obra desde la estilización de la realidad (o del realismo…), como en Obsesión, a la puesta en ópera de la historia, se acompaña de una vuelta al retrato psicológico. Retrato bajo los trazos de Burt Lancaster, que fue el príncipe Salinas en El gatopardo, la película que a mi me llevó a descubrir una cosa que se llamaba marxismo, y del cual no había encontrado pistas hasta entonces.

Después de la fascinación que ejerció Visconti sobre la generación del 68, resulta lamentable que se haya dado una caída en el olvido, caída que abarca además al cine italiano de la segunda postguerra, el más importante después del de Hollywood, y con muchos valores a su favor. Hollywood no tuvo ni a Visconti ni a Pasolini ni a Fellini, entre otros.

Notas

  1. Entre los múltiples ensayos en torno a Luchino, el último y más combativo es el de Andrés de Francisco: Visconti y La Decadencia (Otra mirada a la modernidad), El Viejo Topo, 2019
  2. En la segunda hay en el original una referencia a la familia Martínez-Bordiu que aquí la censura –obviamente- modificó con la broma de establecer la conexión con el presidente francés Giscard D´Estaing, que se nos antoja menos venenoso.
  3. Vale la pena ver Il Divo (Paolo Sorrentino. 2008), un retrato inmisericorde del “capo entre los capos” como sugiere agudamente F. Ford Coppola en la tercera entrega de El padrino
  4. Anotemos que en su edición en DVD se puede ver la película integra, algo que costó aquí años y quedó limitado a los locales más cinéfilos.

Tomado de: Viento Sur

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El cine soy yo, es mi vida

Federico Fellini, uno de los genios del cine universal

Por Irene Bullock

«El cine es el medio de expresión artística que, más que ningún otro, se asemeja a la vida», explicaba Federico Fellini en una entrevista recogida en el documental francés Fellini, soy un gran mentiroso (2002), de Damian Pettigrew. El cineasta italiano creaba sus historias con retazos de sueños, trucos de magia, recuerdos e invocación de espíritus. Por eso para él el mejor refugio, el lugar donde se sentía más protegido, era el teatro número 5 de Cinecittà, pues cuando dirigía, tenía la sensación de que el tiempo no pasaba, y decía que se olvidaba hasta de la muerte. Allí conseguía recrear un universo propio, y todo cobraba sentido. Sus miedos, sus dudas, sus problemas, sus reflexiones, sus defectos… todo era material para sus historias. Quien quiera encontrar a Fellini, que se sumerja en sus películas llenas de vitalidad. Cuando sufrió una crisis creativa grave, la superó del único modo que sabía: realizó una película sobre lo que le estaba pasando. Y así nació Fellini, ocho y medio 8½, Otto e mezzo, Italia, 1963).

El argumento simple de 8½ cuenta las dificultades de un famoso director de cine, Guido Anselmi (Marcello Mastroianni), que tiene una nueva película en marcha, pero no sabe qué contar ni cómo. Se siente tan mal anímicamente que acude a un balneario para hacerse una cura, aunque allí los problemas con los equipos técnico y artístico de la película continúan. Todos quieren saber cómo será la obra cinematográfica en la que están embarcados, ninguno se da por enterado de que Guido no sabe qué dirigir. Por si esto fuera poco, a sus problemas laborales se unen los sentimentales, todas las mujeres que le importan se reúnen con él durante esos días.

Guido, el alter ego de Fellini, se lamenta en un momento dado de que puede que sea «el fin de un mentiroso sin genio ni talento», pero finalmente se da cuenta de que la película que va a rodar tiene que recoger esa confusión que siente y que paraliza su creatividad. Eso mismo es lo que le estaba pasando en la vida real a Federico Fellini, y su cura fue reflejarlo en una película. De hecho, dejó el título provisional, 8½, que se refería al número de largometrajes que había rodado hasta ese momento (el ½ refleja el episodio que acababa de rodar para la película Boccacio 70).

Cuando Federico Fellini fue entrevistado por Joaquín Soler Serrano en A Fondo, en 1977, este le preguntó que qué era para él el cine. Su respuesta fue: «El cine para mí es la forma más natural de realizarme. Soy yo, es mi vida. (…) El cine para mí representa la expresión de una inclinación espontánea…, en definitiva, para realizarme. También es una gran coartada, como dije muchas veces. En el sentido de que, mientras hago películas, me parece que las responsabilidades y los compromisos de tipo social, sentimental, que uno tiene con la vida, con los demás y con uno mismo quedan suspendidos oportunamente porque yo estoy trabajando, así que no puedo ocuparme ni de los impuestos ni de compromisos similares, ni de algunas fidelidades ideológicas. Porque tengo que hacer mi trabajo. Entonces, ese sentido de irresponsabilidad con todas esas obligaciones de la vida me genera un estado de provisionalidad crónica, que ya dura muchos años y me da bastante serenidad. Así que el cine es mi manera de vivir. Es mi manera de resolver cotidianamente los días y de darles un sentido vago e impreciso, pero bastante reconfortante porque es algo congénito en mi vida». Según esta explicación, 8½ es Fellini.

En el interior de su alma

8½ esconde muchas maneras de verla. El espectador se sumerge en un mundo onírico. En el interior mismo del proceso creativo. Por ahí se suceden las aventuras y desventuras de Guido. Lo maravilloso es que es una película que fluye, pero no dibuja una línea divisoria entre el pasado, el presente y el futuro, entre lo imaginado y lo recordado. En 8½ hay un tiempo inventado y el espacio se transforma una y otra vez. Guido «flota» en su pequeño universo de creación total. De tal manera, que estamos viendo una película sobre el proceso de creación de la propia película que estamos viendo. Todo tan complicado y tan sencillo a la vez.

Asistimos a un ritual mágico, donde se plasma la confusión de la mente de un artista, explotando en todo su esplendor la espontaneidad de la propuesta. Una espontaneidad muy trabajada, meditada, certera, meticulosa y equilibrada. Cine y vida se cruzan, por lo que 8½ implica sumergirse en un Fellini que se asoma al abismo, pero para no caer al vacío. Finalmente, es un autorretrato honesto y valiente, donde no se ocultan las luces y sombras del creador italiano. Para ello, Marcello Mastroianni, con sus gafas, y, sobre todo, su sombrero y sus andares se transformó en un genial Fellini.

El director italiano nos da la clave de cómo entender la película durante una secuencia: el espectáculo de magia en el balneario. De hecho, en un primer visionado puede pasar totalmente desapercibido su significado. Pero después de ver muchas veces la secuencia y de un montón de lecturas para descifrar toda la simbología de 8½, esta se revela con todo su sentido. Un mago con la ayuda de una clarividente se dedica a leer la mente de los presentes, cuando le toca el turno a Guido, la mujer escribe en una pizarra: ASA NISI MASA. Y este sonríe satisfecho, es justo lo que ha pensado. A continuación, en un flashback de su infancia, descubrimos que esas misteriosas palabras pertenecen a un juego infantil, y que pronunciándolas los niños pretenden descubrir qué hay tras la mirada de un cuadro. Es un juego de palabras que conforma una de significado revelador: anima. Fellini, en realidad, nos está ofreciendo un viaje al interior de su alma.

Y el director italiano decide, al final del recorrido, reunir a todos sus fantasmas reales e imaginados para plasmar en imágenes el caos y la confusión de su alma en una alegre danza de la vida, alrededor de unos decorados espectaculares en construcción y siguiendo las vitales melodías de Nino Rota.

Más allá del neorrealismo

Pero el largometraje también es una reflexión sobre la propia naturaleza del cine de Fellini. Tras el antes y el después que supuso en su carrera La dolce vita (1960), y después del compromiso cumplido al rodar su episodio en la película colectiva, Boccacio, 70 (Le tentazioni del dottor Antonio), se enfrenta a esa crisis creativa que clausuró con 8½. A partir de ese momento su cine transitó por ese universo paralelo y personal sin líneas divisorias, entre lo transgresor y mágico. Un cine independiente de la línea trazada por el neorrealismo, que Fellini acarició en sus principios, como ayudante de dirección de Roberto Rossellini, y del que había cierta huella en sus primeros largometrajes como director.

De alguna manera, esta transición y esa libertad creativa e independiente por la que opta está reflejada en la película a través de la relación de Guido con un crítico de cine que está a su lado, como una sombra. Carini (Jean Rougeul), el intelectual, siempre encuentra motivos para convencerlo de que no debe seguir adelante con una propuesta a la que no ve ni pies ni cabeza, que es confusa, gratuita, porque solo muestra los jirones de su vida, los recuerdos, los sueños, las zonas oscuras del creador… Para Carini, «destruir es mejor que crear cuando no estamos creando esas pocas cosas realmente necesarias». En cierto sentido, Guido-Fellini se rebela y se opone a los postulados del crítico intelectual, los transgrede. Además, en el personaje de Carini puede quizá leerse la escisión de Fellini de los postulados del crítico italiano por excelencia y defensor del neorrealismo, Guido Aristarco, al frente de Cinema Nuovo.

8½ tiene otro momento revelador que plantea el laberinto de una película dentro de otra película, y es cuando el equipo técnico, así como otros personajes fundamentales de la trama, como la esposa del director, Luisa (Anouk Aimée), se reúnen con Guido en una sala de cine enorme para ver las pruebas del largometraje que está realizando. Y, de pronto, surgen secuencias de varias actrices representando momentos de la vida privada de Guido que ya hemos visionado. A la vez, además, el espectador, que conoce la vida del director italiano, es consciente de que mucho de lo que ve está inspirado en la vida privada de Fellini. Por ejemplo, Luisa es consciente de cómo al otro lado de la pantalla se plasma su intimidad, y las infidelidades que sufre. Está desencantada y enfadada con Guido, porque no entiende su proceder. En su sufrimiento vemos reflejado el de Giulietta Masina, la esposa de Fellini, que siempre estuvo a su lado, a pesar de las infidelidades.

Una comedia sobre el caos del alma

En la biografía que escribió sobre el director, el crítico Hollis Alpert recoge que en la primera página del guion que le sirvió de guía, Fellini señaló, como recordatorio, dos palabras: «Una comedia». Por eso 8½, a pesar de reflejar una angustia vital, no olvida su espíritu circense, que culmina en la última secuencia. Y, hasta ese momento, el halo cómico se ha mantenido durante toda la película, incluso en su angustiante secuencia de apertura, con el sueño de un Guido atrapado en un inmenso atasco y dentro de su coche, de los que finalmente sale flotando, para terminar, convertido en un globo… que cae al vacío. El artista al borde del abismo.

El trasunto de Fellini despierta de la pesadilla en un balneario, un espacio que se transforma continuamente, donde tratará de «curarse» de su vacío creativo. Es allí donde imagina, se encuentra con espíritus (su padre y su madre), se cruza con su musa (Claudia Cardinale), regresa al pasado, sueña e imagina, se topa con todas las mujeres de su vida, trabaja con su equipo cinematográfico que no le deja un respiro… y, finalmente, crea. En este enfrentarse al abismo y entenderlo con todas las herramientas disponibles, se encuentra la sombra de Carl Gustav Jung, a cuyos postulados Fellini no era ajeno.

Dicho de otra manera, 8½ es un paseo por la herencia de los padres, las relaciones sentimentales, la necesidad de hacer películas, la huella que deja la religión católica, el dilema entre el amor trascendental y el carnal, los miedos y las dudas que invaden al artista y la posibilidad de encontrar un sentido a todo ello. Pero siempre sin olvidar que el espectáculo debe continuar y que la vida es un circo o que de lo trágico puede surgir la comedia.

Las mujeres fellinianas

Por último, Fellini no se esconde, así que es honesto a la hora de representar la figura femenina en su cine y sus relaciones con ella. Para él la mujer es un enigma que no puede resolver. Las mujeres reinan en su vida, y él no es más que un ridículo y mal domador sobrepasado por su misterio. Ellas se rebelan cuando quieren, y se escapan de su entendimiento, pero a la vez las necesita en cada estación de su existencia. A la crisis creativa de Guido se une su confusión sentimental con la necesidad de reunir en ese espacio cambiante, el balneario, a todas las mujeres de su vida: las reales, las deseadas, las soñadas, las carnales, las recordadas, las desconocidas…

Surge entonces una galería de mujeres que, en una de las secuencias más recordadas, conviven juntas en un harén, mientras un Guido con látigo se convierte en pura caricatura. Ellas son fundamentales en la filmografía felliniana. Y no podían serlo menos en 8½. La madre se confunde con la esposa, aquellas dos figuras en las que el protagonista encuentra seguridad. Las necesita, pero también siente que limitan su vuelo cuando se convierten en damas que juzgan y que cuestionan su comportamiento.

El nacimiento de la carnalidad y la sensualidad surge en un recuerdo de la infancia: la rumba de la Saraghina (Eddra Gale), una exuberante mujer marginal que vive en la playa en una especie de búnker. Y esa festividad de la carne continúa con Carla (Sandra Milo), la amante, sensual y explosiva, con la que juega y se evade.  También está presente Rossella (Rossella Falk), la amiga que hace de Pepito Grillo y confidente, o Gloria (Barbara Steele), la joven extraña y filósofa a la que no entiende nada. Son importantes las apariciones de Claudia, la musa, la actriz soñada, que se presenta como ángel, sin definir su papel definitivo. Y otros muchos personajes femeninos tienen su lugar en este universo particular: la dama desconocida, la actriz madura, la clarividente, la abuela, la vedette con unos años de más…

En 8½ estamos ante la infancia rememorada de Fellini en un Rimini continuamente evocado, pero también se siente su amor al circo y la magia, la mirada distorsionada por la fantasía que esconde sus orígenes de buen dibujante… y no faltan tampoco esas damas de la pantalla que evocan mujeres de carne y hueso. Por ejemplo, la actriz que encarna a Carla, Sandra Milo, fue una de las amantes de Federico Fellini, y en numerosas entrevistas ha explicado que su relación duró diecisiete años. Luisa, la esposa, que sufre y lo ama, inteligente y fiel, no es sino una evocación de Giulietta Masina. Como le dice su musa Claudia, al final todas ellas existen y conviven de manera tan difícil y necesaria en el mundo felliniano «porque él no sabe amar»…

Tomado de: Insertos, revista de cine

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