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Mujeres desconcertantes: os quedaréis solas, por “intensitas”

Por Analía Iglesias

En éxtasis frente a los personajes femeninos de la película ‘La rueda de la fortuna y la fantasía’, nos atrevemos al misterio de esas mujeres que causan desconcierto porque dicen “no sé” y expresan sus propias perplejidades: no siempre hay que entender todo, ni entenderse. Convocamos también a la poeta Anne Sexton y sus ‘Transformaciones’, una reelaboración ‘inconveniente’ de clásicos de los Hermanos Grimm para abordar el asunto de las hadas. Segunda parte de esas mujeres “desasosegantes que descolocan porque no responden a lo que se espera de ellas, de nosotras.

Fue ir al cine y ver La ruleta de la fortuna y la fantasía, de Ryûsuke Hamaguchi, y comprender que este tipo de mujeres desconcertantes que la protagonizan pueden no caber en identidades colectivas ni en ninguna otra etiqueta de fácil comprensión y, sin embargo, son las guardianas del misterio ancestral de su género. Esta película japonesa premiada en la Berlinale, y que acaba de estrenarse en España, es una puesta en tres actos sobre mujeres solas, que estarán solas siempre, más allá de ser esposas, de estar solteras, preferir la heterosexualidad o ser lesbianas. Se trata de una soledad que viene de resultar desasosegantes por incomprensibles y, encima, expresar las dudas sobre los motivos de sus acciones, incluso en su contra. Son “intensitas” en sus cavilaciones existenciales y también apasionadas en el amor (los amores) que profesan, llenos de paradojas, y sin explicación mundana alguna. Dicen “no sé”.

Los críticos destacan del filme el hilván prodigioso entre tres historias que hablan del azar, el amor y los trenes que se nos han pasado, o las oportunidades desperdiciadas; sin embargo, creo que a las mujeres, el filme de Ryûsuke nos roza otras fibras, que tienen que ver con nuestras maneras de ser o de ser aceptadas o rechazadas. Sondea un lugar hondo donde reside la propia perplejidad frente a lo que somos y experimentamos. Es el lugar de la autoincomprensión explícita… O un desasosiego que algunas reconocemos sin reservas, empujando al interlocutor a abismarse en su propio desconcierto, lo que, en demasiadas ocasiones, es sinónimo de incomodar.

Arrepentirse es un verbo difícil

¿Cuántas veces nos arrepentimos las mujeres? Muchas más de las que proclamamos que no existe ninguna virtud en la culpa y que nadie tiene que arrepentirse de nada. Nuestras proclamas son maneras de tomar envión para sacudirnos el lastre de no cumplir con las misiones o las expectativas de la sociedad y el tiempo que nos tocan. Nuestras declaraciones públicas no implican que, en lo profundo, no estemos preguntándonos y reprendiéndonos por no haber sido (o parecido) de tal otra manera, más adecuada y conforme a los demás, incluso a las demás.

Las proclamas son un escudo del que podemos valernos, legítimamente, como integrantes de un grupo históricamente excluido de la representación y segregado en la toma de decisiones. Hay que levantar la voz y, para decir cosas al unísono, hay que contar con unos acuerdos de mínimos que nos hagan sincronizarnos con las causas de nuestra época. No obstante, cada mujer elige expresar sus contradicciones individuales o callarlas, para refugiarse en compañía. Y aquí viene el director japonés a poner en primerísimo primer plano a, al menos, tres mujeres confusas, raras, de esas que no encajan en sus entornos, pero que son capaces de expresar su propia perplejidad por eso que sienten, que es enrevesado, difícil de disimular o comprimir.

No hace falta que seas nadie más que tú para que a los demás les moleste, viene a decir La rueda de la fortuna y la fantasía. Sencillamente, lo que proyectas pone a los demás frente a un espejo en el que muchas –quizá demasiadas– personas preferirían no reflejarse nunca. Porque hay quien ha optado por distraer la vida con otros reflejos y quién eres tú para dar esos destellos de verdad, aunque sea incongruente con casi todo lo que nos rodea. Hay quien a eso le llamará ‘aura’, y le pondrá tonalidades, luces, o sombras.

Una forma común de casarse las princesas

“Piensas y actúas más allá del sentido común. Eso molesta”, le dice el personaje masculino a ella, una mujer casada que resulta bastante impopular entre sus compañeras y compañeros de facultad, todos más jóvenes, en una de las tramas de La rueda de la fortuna y la fantasía. Resulta que los dos únicos vínculos afectivos de la mujer en la universidad los constituyen su amante, un chico veinteañero que la venera eróticamente, y su profesor de literatura, que la respeta justamente por su brillantez indómita, porque piensa “más allá del sentido común”, algo que puede resultar estimulante para los buenos maestros (los docentes mediocres, en cambio, se indignarán con cualquier rasgo que haga que un cordero sobresalga y destaque la posibilidad de la desobediencia).

He aquí otra clave: en dos de las historias de la película hay un apunte certero del realizador japonés sobre la posibilidad del encuentro humano a través de la atracción erótica. En efecto, atravesados por Eros, los seres humanos prescindimos del entender, el banal entender del todo razonado, y nos liberamos al sentir. No todas ni todos nos lo permitimos, ni siempre nos entregamos a ese territorio en el que, verdaderamente, la incomprensión, o el “más allá del sentido común”, dejan de importar. Pero sí resulta esclarecedor asistir a la creación de un vínculo único, que sortea todas las otras leyes sociales del pertenecer y ser aceptadas. En el tercer cuento del filme, la posibilidad del encuentro humano se da a partir del reconocimiento de la falta, de ese hueco insalvable del corazón (oculto y tapado de callos); en este caso, promovido por el azar, cuando dos mujeres desconocidas quieren ver en la otra a ese amor posible e imposible que alguna vez dejaron pasar. Quizá no haya manera de redimir la relación ni de recuperar el tiempo, tampoco arrepintiéndose, pero el impulso de desearlo abre una puerta a otros deseos, y a la alegría de liberarse del propio juicio… de la sensatez y del sentido común.

En esta otra vía de liberación de lo que no se entiende y lo que es sensato, aparece la poeta Anne Sexton, gracias a una reciente edición ilustrada de libro Transformaciones (Ed. Nórdica), una reelaboración inconveniente de clásicos de los Hermanos Grimm. Lejos de las hadas, la “dama Sexton” –como ella misma se nombra en sus poemas– habla de princesas que “celebran concursos”, porque “es la forma común de casarse las princesas”. Y, precisamente, en ese texto, llamado La serpiente blanca, Sexton menciona a la princesa como “eternamente Eva”, ya que le dice al viajero que lo que le trae “no es suficiente” y que tiene que “buscar la manzana de la vida”. Sin embargo, la poeta hace que nada sea lo que parece, porque, al morder la manzana, las princesas también pueden enredarse “jugando a las casitas” con algún viajero, y asentarse “en una caja”, y así pasar “sus días viviendo felices para siempre…, una especie de féretro, una especie de miedo azul”.

La palabra sublime a veces entristece, pero también cura.

Lo dicho, si queréis gozar y comprender nuestras existencias marcadas por la poética del no-entender, nada mejor que asomarse a la obra literaria de la dama Anne Sexton y a la obra fílmica de Ryûsuke Hamaguchi (imperdibles, también, creaciones anteriores suyas como la serie Happy Hour y Assako I y II, en Filmin).

Tomado de: El asombrario

Tráiler del filme La ruleta de la fortuna y la fantasía (Japón, 2021) de Ryûsuke Hamaguchi

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El imperio de los sentidos: uno de los films más polémicos de la historia del cine

Fotograma del filme El imperio de los sentidos (Japón, 1976) de Nagisa Oshima

Por Diego Brodersen

En Amor y crimen (1969), cuyo extenso título original podría ser traducido como “Historias criminales grotescas con mujeres en las eras Meiji, Taishi y Showa”, el realizador Teruo Ishii –famoso por sus films pletóricos de sexo y violencia, casi siempre inseparables uno de la otra– recrea tres casos reales de mujeres homicidas. Uno de ellos, tal vez el más célebre en la historia de Japón, está dedicado a Sada Abe, una joven camarera y ex prostituta que fue hallada por la policía luego de vagar por las calles durante dos semanas con el miembro amputado de su amante –muerto luego de un juego sexual con asfixia– escondido debajo de su kimono. Corría el año 1936 y los periódicos hicieron correr ríos de tinta sobre el truculento hecho, desde ese mismo momento transformado en leyenda popular sobre los límites del amor y el deseo. Desde luego, en el film de Ishii la historia es retratada desde la ficción, pero prologando y clausurando el relato la auténtica Sada Abe, por aquel entonces una mujer sexagenaria que fallecería una década más tarde luego de varios años de reclusión, describe con las siguientes palabras los hechos ocurridos treinta y tres años antes: “Creo que una persona puede enamorarse una única vez en la vida. Pueden tenerse muchas relaciones, pero sólo es posible amar profundamente una vez”.

Amor y crimen marcó una primera vez para la historia de Abe en el cine, pero no sería la última: En 1975 Noboru Tanaka llevó a la pantalla el mismo caso en el largometraje Una mujer llamada Sada Abe, una típica producción erótica de los estudios Nikkatsu (los creadores del así llamado roman poruno) y Nobuhiko Obayashi haría lo propio en Sada en 1998, entre otras versiones posteriores. Pero la más famosa de todas las adaptaciones, a su vez la más política y lírica, logró transformarse desde el mismo momento de su estreno en el Festival de Cannes en uno de los films más polémicos de la historia del cine. Una auténtica cause célèbre. El imperio de los sentidos (1976), de Nagisa Oshima (1932-2013), se está presentando en estos días en calidad de reestreno, aunque en el caso de los cines porteños se trata de un estreno genuino. Cuando el film pudo finalmente verse en nuestro país, en 1984, gracias al regreso de la democracia, el comité de calificación lo coronó con la categoría “de exhibición condicionada”, relegando sus proyecciones a las salas dedicadas al cine con tres X. Ante la inexistencia, en esos primeros meses sin censura, de lugares apropiados en la ciudad de Buenos Aires, el film de Oshima sólo pudo verse en Mar del Plata, y es posible imaginar al prototípico “valijero” de la época ansiando ver esa “porno japonesa” para terminar enfrentado en cambio con un potente relato sobre el amour fou y las fronteras físicas del sexo (y, desde luego, a un final donde la castración no es precisamente una metáfora).

No es casual que el título original de El imperio de los sentidos, Ai no corrida, describa el terreno del amor como una corrida de toros, excitante y sobrevolada por la pulsión de muerte. La historia detrás de su realización es bastante conocida, aunque la carrera previa del realizador no resulta tan familiar para el gran público. Oshima, uno de los cineastas más importantes de la nueva ola japonesa –el más político, el más rupturista, el más extremo– venía filmando películas desde 1959, abandonando los estudios Shochiku luego de dirigir Cruel historia de juventud, un relato sobre adolescentes criminales, El entierro del sol, historia de un nihilismo extremo y radical, y Noche y niebla en Japón, virulenta autocrítica desde la izquierda sobre la sociedad y la política de su país, las tres estrenadas en 1960. Ya independizado, el resto de esa década y comienzos de la siguiente lo encontraría abordando temáticas como la pena capital (Muerte por ahorcamiento, 1967), la xenofobia hacia los inmigrantes coreanos (Tres borrachos resucitados, 1968), el cine dentro del cine (El hombre que filmó su legado, 1970) o la familia como infierno (Boy, 1969; La ceremonia, 1971), por citar apenas un puñado de títulos en una carrera muy prolífica. Y ecléctica: si algo caracterizaba al cine de Oshima en aquellos años es la experimentación formal, que lo llevó a utilizar tanto el uso del plano-secuencia extendido como el montaje veloz, e incluso a producir una película de animación absolutamente atípica (Banda de ninjas, 1967).

No es extraño, entonces, que la propuesta del francés Anatole Dauman –legendario fundador de Argos Films y productor de largometrajes como Noche y niebla y El último año en Marienbad, de Alain Resnais, Masculino-Femenino de Jean-Luc Godard y Al azar Baltasar y Mouchette, de Robert Bresson– fuera bien recibida por el realizador japonés: aprovechar las nuevas libertades y la caída de las censuras para hacer una película erótica con sexo no simulado. En otras palabras, algo así como un film de arte pornográfico. La historia elegida fue precisamente la de Sada Abe, pero dejando de lado los tratados psicosexuales, el análisis criminal y el sensacionalismo para enfocarse, en cambio, en la relación física y emocional entre dos amantes. El rodaje tendría lugar en Kioto, en uno de los estudios de la gran compañía Daiei, en condiciones casi secretas. Para lograrlo, Oshima convocó al realizador Koji Wakamatsu, el único cineasta que respetaba en el terreno del pinku eiga (a grandes rasgos, el cine erótico japonés, en su caso altamente politizado), para reunir a los técnicos y el equipo artístico. Entrevistado por Página/12 en 2008, cuando estuvo de visita acompañando una retrospectiva en el Bafici, Wakamatsu afirmó que “con Oshima la relación era más profunda: durante los años 60 hubo una época en que tomábamos sake todos los días. Años después terminé produciendo su largometraje más conocido en Occidente, El imperio de los sentidos. De todas maneras, nunca me sentí parte de una generación de cineastas. Incluso voy a comentarle que, de alguna manera, Oshima, Imamura y otros realizadores relevantes eran directores de elite; yo nunca me vi de esa manera”.

Lo más difícil de todo fue conseguir al dúo de intérpretes encargados de descifrar a la pareja central, Sada Abe y Kichizo Ishida. El rol femenino recayó finalmente en una joven actriz casi debutante llamada Eiko Matsuda, cuya carrera posterior no tuvo mayor relevancia, inmortalizada en la película de Oshima, y el masculino fue finalmente aceptado por el reconocido Tatsuya Fuji, cuya filmografía supera ampliamente los cien títulos. El desafío era claro: más allá de las dificultades propias de encarnar a los personajes, los actores debían entregarse a escenas de sexo no simuladas, con felaciones y penetraciones reales y sin dobles de cuerpo, en una película que casi no sale de las habitaciones de las posadas visitadas por la pareja en la ficción. Pero que, cuando lo hace, ofrece nuevos puntos de vista sobre la historia central, como esa magnífica escena en la cual Ishida, ansioso por reencontrarse con su amante, se cruza con un pelotón de soldados: la carrera militarista de Japón en los años previos a la Segunda Guerra marcha en un sentido opuesto al universo de lo íntimo, el de los actos individuales. Hacia el final del rodaje, los negativos fueron enviados a Francia, donde tuvo lugar el montaje, lejos de los ojos de la censura nipona (en el Japón de aquellos tiempos, como ahora, era legal filmar material pornográfico, pero no así distribuirlo y exhibirlo).

El resto forma parte de la historia del cine. Estrenada en el Festival de Cannes y lanzada exitosamente en salas comerciales francesas, la película sólo pudo ser exhibida en Japón en copias ostensiblemente censuradas, con grandes franjas negras ocultando vellos públicos y genitales en todas las escenas en las que fueran visibles. Es decir, en más del 80 por ciento del metraje. Cuando el guion de El imperio de los sentidos fue publicado en su país, acompañado de una serie de imágenes fijas del film, Oshima fue llevado a juicio por cargos de obscenidad, que caerían finalmente luego de un largo juicio. Acostumbrado a tocar temas delicados y polémicos, muchos de ellos tabú, Oshima declaró en ese momento que “el concepto de obscenidad es puesto a prueba cuando uno se anima a mirar algo por lo cual siente un deseo irrefrenable de observar, pero que se ha prohibido a sí mismo ver. Cuando uno siente que todo lo deseaba ver se ha revelado, la ‘obscenidad’ desaparece, como así también el tabú, y ahí aparece una cierta liberación”.

Oshima continuaría su carrera con El imperio de la pasión (1978) –película que, a pesar de su título casi homónimo, es muy diferente, en parte por sus elementos fantásticos–, la notable Furyo (1982) con David Bowie y un joven Takeshi Kitano, y Max mon amour (1986), otro título rompe tabúes. Pero ninguno de esos films, ni aquellos rodados con anterioridad –más allá de su enorme potencia, inteligencia y originalidad– lograron generar el aura de mito que rodea a El imperio de los sentidos. Dice la leyenda que Oshima intentó contactarse con la elusiva Sada Abe antes de la filmación, encontrándola finalmente en un monasterio budista. ¿Habrá visto la protagonista de la historia real la versión cinematográfica más famosa de esos hechos? Imposible saberlo. Lo cierto es que, luego de pasar poco más de cuatro años en prisión, su estatus de “mujer loca” comenzó a mutar con el correr de los años, transformada finalmente en símbolo libertario enfrentado a las normas represivas que rigen el control de los cuerpos. Tal vez el film de Oshima haya tenido algo que ver con la cristalización de esa idea. El imperio de los sentidos, que a fin de cuentas no es “una porno” sino una película que utiliza el sexo como materia prima temática, formal y estética, está nuevamente en las salas para ser (re)descubierta.

Deseo y muerte

Por Sada Abe*

La relación entre un hombre y una mujer no es algo que pueda simplemente leerse en un libro. No es tan simple. Tal vez pueda describirse como una unión entre el espíritu y la carne, aunque es algo realmente imposible de expresar con simples palabas. Si hay una posibilidad en un millón de que exista en este mundo otro hombre como Ishida, me abalanzaría alegremente en ese infierno, corriendo el riesgo de transformarme en un demonio o una hechicera. Los hombres y las mujeres pueden estar enamorados al punto de querer morir juntos. La vida que vale la pena ser vivida es una vida de búsqueda continua y ardua de pasión, de descubrimiento del placer, que puede ser mayor de lo que jamás se había imaginado. La gente a veces dice que lo que hice fue demasiado extremo. Pero, por el bien del amor, el amor verdadero de una pareja, ¿no es necesario confrontar a los demonios del deseo?

*Del libro Memorias de Sada Abe: media vida enamorada, publicado originalmente en Japón en 1948 y republicado en 1998.

Tomado de: Página/12

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«La mujer del espía»: superficies engañosas (+Video)

Por Horacio Bernades

Su profuso volumen de producción -cerca de treinta largometrajes a la fecha, varios telefilms y un puñado de miniseries y directos a video-, la heterogeneidad genérica que cultiva (variantes diversas del policial, films fantásticos y de terror, dramas sociales, intimistas y metafísicos), así como el carácter frecuentemente elusivo de sus fábulas hacen de Kiyoshi Kurosawa (Kobe, 1955) un cineasta cuya obra parece líquida, mercurial, imposible de atrapar. Su primer film de época y el segundo en conocerse en menos de un año en la plataforma Mubi (que también tiene «en cartel» uno de sus mejores títulos, Sonata en Tokio, de 2008), La mujer del espía parece extremar ese carácter de espejismo de sus relatos. Como el título indica, la película -que le valió el León de Plata a la Mejor Dirección en la edición 2020 del Festival de Venecia- es, al menos en la superficie, una historia de espionaje. Pero en el cine de Kurosawa (que no tiene parentesco con su homónimo Akira) las superficies suelen ser engañosas, y ésta no es precisamente la excepción a esa regla.

La historia se inicia en marzo de 1940, con el Japón imperial militarizado, meses antes de firmar el Pacto Tripartito con la Alemania nazi y la Italia fascista y un año y pico antes de Pearl Harbor. En ese pie de guerra, las fuerzas militares arrestan a un comerciante de armas británico, bajo el cargo de espionaje. Las sospechas pronto se trasladan a su proveedor local, Yusaku Fukuhara, exitoso comerciante de seda cruda (Issey Takahashi). Después de haber salido en defensa de su cliente, Fukuhara mantiene una llamativa indiferencia ante las autoridades, que esperan de él una denuncia. Sobre todo el recién nombrado Yasuharu, nuevo jefe de escuadrón (Masahiro Higashide), que en un golpe casi de fotonovela es amigo de la infancia de su esposa Satoko (Yû Ahoi). Yasuharu avisa a ambos que mantendrá vigilancia sobre ellos, dada su propensión a vestir ropa occidental y beber whisky extranjero, lo cual es visto casi como traición a la patria.

Sigue una trama tan intrincada como todo film de espionaje, en la que Satoko contempla con creciente consternación las ausencias de hasta dos semanas de su marido, que dice viajar a Manchuria por viaje de negocios. Algunos datos, como cierto documento secreto, no hacen más que acrecentar la sensación de que hay una mentira en juego. Desde el momento en que ella aparece en escena, el espectador seguirá los hechos a través de sus ojos: no nos enteramos de nada de lo que ella no se entere. Como Satoko se enfrenta con superficies que sólo traslucen indicios equívocos (su marido paga la fianza del presunto espía, el viaje a Manchuria podría no ser de negocios, Yusaku vuelve de ese territorio acompañado de una mujer misteriosa, esa mujer es asesinada poco más tarde, se sospecha del crimen a su sobrino, que también viajó a Manchuria), el espectador se hace preguntas crecientes, que no hallan respuestas certeras. Yusaku podría ser un espía o una suerte de traidor altruista, un documento podría ser falso o auténtico, los dobles juegos se multiplican, unos rollos de película podría contener unas imágenes de ficción u otras muy reales e incriminatorias.

A propósito de esto último, todo un discurso sobre el cine atraviesa La mujer del espía (título de por sí engañoso). Suerte de dandy oriental, en sus ratos libres Yusaku filma en 16mm cortos de ficción. Uno de ellos es un melodrama criminal que podría anticipar, de modo metafórico, la conclusión de la película. Un segundo rollo, documental, testimonia las atrocidades del ejército japonés en Manchuria. A su vez hay referencias, que también podrían ser alusivas, a cineastas como Kenji Mizoguchi y el menos famoso Sadao Yamanaka, que sería desconocido en la Argentina si no hubiera sido por la Sala Leopoldo Lugones. La muy cinéfila La mujer del espía tal vez esté diciendo algo transparente, y es que en tiempos de sospecha, vigilancia, represión y clandestinidad, la única verdad es la que el cine permite avizorar.

Tomado de: Página/12

Tráiler del filme La mujer del espía (Japón, 2020) de Kiyoshi Kurosawa

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Kihachiro Kawamoto: Recorte y sueño

Kihachiro Kawamoto, cineasta japonés

Por Héctor Oyarzún

En la edición anterior, comenzamos a revisar el trabajo de Kihachiro Kawamoto, reconocido como el máximo exponente del stop motion japonés. Kawamoto se hizo famoso por el nivel de detalle de sus marionetas y por su forma particular de adaptar cuentos del folclor con muñecos en movimiento, incluyendo guiños a la tradición de los dibujos en pergaminos horizontales y al teatro de marionetas. El grueso de la obra de Kawamoto, con todas las variantes técnicas que fue utilizando, generalmente se concentró en este tipo de narración y técnica de manera casi ininterrumpida. El libro de los muertos (2005), su último trabajo antes de fallecer, es muestra de un estilo que nunca dejó de perfeccionar en cuanto a detalle técnico.

Por esta razón, no es extraño que la pequeña parte de su obra que se aleja de este estilo sea una de las menos comentadas. A pesar de esto, el interés por otros tipos de animación aparece tempranamente en su filmografía. Anthropo-Cynical Farce (1970), su segundo cortometraje, tiene pocas relaciones con el estilo más reconocido de Kawamoto: está en blanco y negro, utiliza tanto animación cutout como stop motion y el concepto de la película no tiene conexiones con la tradición o el folclor japonés. El único elemento que podría asociarse a su estilo es la forma en que combina muñecos tridimensionales con fondos 2D. Aun así, esta mezcla no se parece en nada a la imitación de los pergaminos pintados que utilizó en cortometrajes como Dojoji Temple (1976).

En esta edición revisaremos dos cortometrajes «intermedios», realizados entre El demonio (1972) y Dojoji Temple, posiblemente sus dos mejores trabajos en su estilo clásico de marionetas. En ambos casos se trata de animación de recortes (cutout) y de formas que se alejan de su estilo visual característico, «desvíos» que no volvería a cometer después de estos dos experimentos. Por un lado, un Kawamoto surrealista, y por el otro, un alegato político inspirado en mundos literarios no ligados al pasado japonés.

Fotograma El viaje (1973)

Al inspirarse casi siempre en los relatos y estilos del folclor japonés, la mayoría de las lecturas sobre el trabajo de Kawamoto tienden a ignorar su influencia occidental, a pesar de que su entrenamiento formal haya sido junto a Jiri Trnka, el mayor exponente checo de la animación con marionetas. Sin embargo, más allá de su formación, Kawamoto siempre mantuvo interés y relación con los diferentes estilos y animadores del mundo, lo que se patentó en su largometraje colaborativo Winter Days (2003), donde invitó directores tan diversos como Yuri Norshtein, Raoul Servais, Bretislav Pojar o Jacques Drouin. En El viaje, su primera incursión en un cortometraje totalmente cutout (si no contamos la introducción y epílogos live action), este encuentro lejano con otros estilos artísticos se convierte en el centro del relato.

Comenzando directamente con una mujer japonesa preparándose para viajar, la animación de recortes empieza desde el momento en que el avión aterriza en una ciudad occidental indeterminada. La particularidad, y esto dará forma al estilo visual del corto, es que la llegada no solo implica el paso a la animación, sino también un enrarecimiento de todo. El viaje es el trabajo más sicodélico de Kawamoto, una especie de recorrido por diferentes espacios surrealistas que incluyen algunos guiños particulares a trabajos de Dalí y Magritte. Como en Cuadros de una exposición (1966) de Osamu Tezuka o El sujeto del cuadro (1989) de Georges Schwizgebel, el estilo se asemeja al paseo por un museo, donde cada nuevo plano es una nueva oportunidad para que el personaje recorra el cuadro.

Esta idea de paseo se apoya también en el ritmo y la forma en la que los personajes de Kawamoto se mueven. Como en los trabajos contemporáneos de René Laloux (El planeta salvaje fue estrenada el mismo año), la dificultad que implican los recortes para conseguir un movimiento fluido es utilizada para dar una cadencia reposada a cada situación, dando espacio para recorrer cada nueva escena/cuadro con la mirada. Además, estos recorridos se vuelven más pesados a medida que las imágenes asociadas a un imaginario de guerra aparecen, una referencia de Kawamoto a la invasión soviética a Checoslovaquia, país que lo había adoptado durante su entrenamiento animado.

Fotograma La vida de un poeta (1974)

Todavía más curiosa que su incursión surrealista, la siguiente animación de Kawamoto puede entenderse como una lectura de la vinculación entre la práctica artística y el descontento político. En general, la obra de Kawamoto podría estar dentro del reclamo que hacía Nagisa Oshima hacia el cine japonés a finales de los 60: una obsesión con el pasado que no acudía a los problemas del presente, especialmente tratándose del álgido momento político en el país durante la época. La vida de un poeta podría ser una excepción; un cortometraje que inicia con la injusticia de los despidos, y donde el mayor antagonista es el jefe y sus planes de inversión extranjera.

Este cambio de foco contiene elementos autobiográficos. Después de varios problemas internos con los trabajadores y sindicatos, el famoso estudio Toho puso a Watanabe Tetzuso de director para confrontar la situación en los cuarenta. Sin grandes conocimientos sobre cine, pero con un marcado anticomunismo, Watanabe se encargó de ahogar las huelgas con políticas agresivas y opresivas. En 1948, después de un operativo policial contra la toma que los trabajadores sostenían en Toho, Watanabe despidió masivamente a decenas de trabajadores, incluyendo una buena parte de la oficina de animación. Dentro del equipo despedido se encontraba un joven Kawomoto, quien había iniciado sus primeros trabajos en el departamento de Arte.

Esto podría explicar la escena inicial de La vida de un poeta: un trabajador entrega una carta a su patrón para solicitar un aumento salarial después de una serie de despidos masivos. A pesar de la reducción del cuerpo de trabajo, la fábrica sigue pidiendo los mismos resultados y carga laboral a sus obreros. Esta situación es también un ataque al espíritu del protagonista, quien empieza a tener una serie de alucinaciones después de la fatiga de la situación laboral. Este momento más extraño, que incluye después una oleada de nieve provocada por la muerte de los sueños y deseos de la clase obrera, desemboca en la búsqueda poética del protagonista, quien entiende el empobrecimiento y el desgano general como una vía para la expresión artística.

Inspirado en un relato de Kobo Abe (quien había sido adaptado hace poco de manera exitosa en tres películas de Hiroshi Teshigahara), se trata del corto más político de Kawamoto, así como de su reflexión más directa sobre la práctica artística. Renunciando al color para reflejar el descontento obrero, también se trata de un cortometraje de cadencia pesada, utilizando movimientos escasos y fundidos en algunas escenas. Es también, aunque en un estilo totalmente diferente, otro trabajo profundo de Kawamoto sobre el paisaje, uno de los aspectos principales de su trabajo con marionetas.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

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¿Madre solo hay una? (+Video)

Por Júlia Gaitano Mendizábal

Maternidad. Es una palabra que solemos oír, solemos usar, es parte de cómo estructuramos nuestras vidas y de cómo nos entendemos a nosotras mismas en relación a las demás personas. Pero, ¿qué es maternidad? La cineasta japonesa Naomi Kawase piensa a menudo acerca de ello. Parece, de hecho, haberse prometido a sí misma, y a sus espectadores también, hacer al menos el intento de acercarse a la cuestión y darle respuesta. A lo largo de su filmografía, ya sea a través de ficciones como Shara (2003) o de documentales como Cielo, viento, fuego, agua, tierra (2001) o Nacimiento y maternidad (2006), las inquietudes de la cineasta tienden a gravitar hacia dicha temática. Será por su propia experiencia con la materia, marcada desde la infancia por una madre que la abandonó, otra madre/abuela que la acogió y la crio como si de una hija real se tratase… Recuerdos que sin duda deben regresar a la directora cuando ella misma se convierte en madre. Reflexiones sobre familias, sobre cómo nos mostramos de puertas para afuera, la forma en que comprendemos dichas estructuras, pero también cómo nos definimos hacia dentro y la legitimidad que damos a nuestras aspiraciones, posibilidades y anhelos. Su último filme es Madres verdaderas, y parece más que claro que todo ello se erige como el pilar principal en esta historia. Breve paréntesis para puntualizar que el propio título no es una traducción literal del japonés, que en su defecto sería algo así como “Llega la mañana”, sino que acaba funcionando casi a modo de aclaración, reiterando toda esta tesis preexistente de forma algo innecesaria, cabría añadir.

En Madres verdaderas, por lo tanto, Kawase retoma sus inquietudes al respecto, sirviéndose de un tono suave y sensible, claramente englobado dentro del género del drama que lleva afinando como marca personal desde hace años. La historia es una, pero se cuenta desplegándose a través de distintas experiencias, de distintos puntos de vista que aportan, a su vez, cambiantes y versátiles formas cinematográficas. El punto de partida, y la figura que se sitúa en el eje de todo, es Asato, un niño de unos cuatro o cinco años en el momento en el que arranca el argumento. Su madre y su padre estuvieron mucho tiempo esperando a poder tenerlo y, como suele suceder en estos casos, son muy protectores para con él. Luego, está la “madre de Hiroshima”, nombre cariñoso con el que se refieren a la niña de 14 años que le dio a luz y lo entregó en adopción. Si algo queda realmente claro en Madres verdaderas, es que para Naomi Kawase es muy importante que no quede nadie en el fuera de campo. Para ello, se sirve del hecho de no establecer un tiempo presente predominante en la historia. En cambio, la película retrocede constantemente para recoger los fragmentos de vida del matrimonio, pero también los de la joven madre biológica, para explicar cómo ha llegado cada cual hasta ese punto inicial, con un Asato que se prepara para entrar en Primaria.

Así, la cineasta cede un generoso trecho de espacio fílmico a la pareja formada por Satoko (Hiromi Nagasaku) y Kiyokazu (Arata Iura), en su viaje emocional por un tortuoso camino de infertilidad, hasta el descubrimiento de una agencia de adopción que sería la respuesta a todas sus calladas plegarias. La historia de ellos es una de conocida, la de una pareja incapaz de concebir, cuyas expectativas de lo que sería la vida de casados y formar una familia en el sentido más tradicional de la palabra quedan truncadas sin aviso previo. No hace falta que Kawase les haga hablar demasiado para que comprendamos el dolor, la pena, la frustración… y cómo todo ello puede hacer mella en la unión entre una mujer y su marido. Los silencios y las miradas son tremendamente elocuentes, y la cineasta deja espacio para que sean esas las que dialoguen. Porque al final la directora no busca sacar una gran tragedia de esta situación, sino solamente contar una historia entre tantas. Encontramos diferencias en la forma de acercarse a la otra mitad, la realidad de la joven Hikari, interpretada por una adolescente Aju Makita. Tanto en el origen de todo, desde una inocente y entusiasta historia de amor con un chico de su clase, hasta los primeros despuntes de melodrama (la visita al doctor, la reacción de su familia, el abandono del novio en cuestión, superado por las circunstancias), el arco de Hikari tendrá unas connotaciones inevitablemente más desbordadas a nivel dramático. No es para menos.

«Para Naomi Kawase, la única forma legítima de explicar esta historia sin tomar partido (al fin y al cabo, eso iría totalmente a la contra de lo que quiere hacer a nivel moral con esta película) es mostrarlo absolutamente todo. Eso significa que durante 139 minutos nos coge de la mano y nos mantiene en el asiento hasta que hemos escuchado todo lo que sus personajes tienen que decir. Solo entonces puede haber lugar para la conversación».

El culmen de todas estas tensiones será cuando la joven, años más tarde, quiera recuperar el contacto con Asato o, ante la negativa de los padres, reclame una recompensa monetaria. Naomi Kawase activa aquí todo un dispositivo basado en esa legitimidad que mencionábamos anteriormente, y qué elementos hacen que se acentúe o que se pierda. Reclamar dinero parece hacer crecer el escepticismo de los padres adoptivos, que dudan de la chica que ahora se les presenta, pero evidentemente desconocen qué ha sido de la vida de ella durante todos esos años. La cineasta se encarga de rellenar vacíos con más flashback, dejando claro que nada es tan simple y que nunca existe una sola explicación. Al final, parece decirnos Kawase, para la pregunta de “¿Qué es maternidad?” tampoco existe solamente una respuesta. En su película, además, hay lugar para más tipos de madre, quizás no de forma tan literal pero sí a nivel aspiracional. En este caso, es interesante fijarse en el personaje de la responsable del hogar al cargo de tramitar la adopción, esa agencia que es la respuesta tanto para unos desesperados Satoko y Kiyokazu como para una desorientada Hikari, jovencísima y muy embarazada. La mujer que fundó dicho hogar de acogida, y se encarga de la adolescente durante el tramo final de la gestación, cree firmemente en su papel como mentora y guía para todas estas chicas que se encuentran en un aterrador callejón sin salida. En todo el fragmento que Kawase dedica a la estancia de Hikari, además, cambia la forma de acercarse al personaje, y la directora coquetea con las formas que tan bien conoce del documental para realizar algo así como una crónica social, prácticamente. Dichas imágenes encuentran muy bien su lugar entre otras de más limpias, que caracterizan los fragmentos sobre el matrimonio, y otras de más abstractas, casi poéticas. Para Naomi Kawase, la única forma legítima de explicar esta historia sin tomar partido (al fin y al cabo, eso iría totalmente a la contra de lo que quiere hacer a nivel moral con esta película) es mostrarlo absolutamente todo. Eso significa que durante 139 minutos nos coge de la mano y nos mantiene en el asiento hasta que hemos escuchado todo lo que sus personajes tienen que decir. Solo entonces puede haber lugar para la conversación.

Tomado de: El antepenúltimo mohicano

Tráiler del filme Madres verdaderas (Japón, 2020) Título original: Asa ga kuru de Naomi Kawase

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El tiempo contigo, de Makoto Shinkai, realismo mágico (+Video)

Por Juan Pablo Cinelli

Si hay un lugar en donde el realismo mágico no solo sobrevive, sino que goza de una salud de hierro, es en Japón y el estreno del largometraje animado El tiempo contigo, del cineasta Makoto Shinkai, no hace sino confirmarlo. Si bien el género tuvo su esplendor durante la segunda mitad del siglo XX en el campo literario de América Latina, no es raro que su particular forma de incorporar con naturalidad elementos de fantasía en un entorno realista haya calado tan hondo en ese país. Después de todo el sintoísmo, la religión aborigen más popular en tierra nipona, tiene mucho de realismo mágico, ya sea por su modo de repartir la divinidad entre los elementos de la naturaleza, de los astros a los animales y las plantas, o por la convivencia con el mundo de los espíritus que sus creencias plantean. Entre las expresiones más notorias del realismo mágico japonés se encuentra la obra de Haruki Murakami, eterno candidato al Nobel de literatura. Y, sobre todo, la amplia producción de géneros como el manga (historieta) y el animé, nombre que designa a la animación japonesa, área en la que Shinkai es el máximo exponente en la actualidad.

Considerado el heredero de Hayao Miyazaki, uno de los padres y gran maestro del animé, con El tiempo contigo Shinkai vuelve a demostrar su capacidad no solo para abordar la fantasía sin perder de vista el complejo paisaje real (en el que lo social tiene un lugar preponderante), sino también una notable sensibilidad para retratar los vínculos humanos. Esa virtud se manifiesta con claridad en la forma en que aborda la relación que surge entre Hodaka y Hina, dos adolescentes con vidas nada sencillas cuyas existencias se cruzan en una Tokio desbordante de gente, pero en la que rige la distancia y el trato despersonalizado. Hodaka, el chico, parece haber llegado hasta ahí como tantos otros migrantes que, decididos a cambiar sus pueblitos por las grandes ciudades, corren detrás de la fantasía de una oportunidad de progreso antes que de una oportunidad concreta, como enseguida lo confirma el choque con la realidad. Porque al ser menor de edad y no contar con el permiso de sus padres, las puertas se le van cerrando y Hodaka termina viviendo en la calle. Que su llegada coincida con un verano inusualmente lluvioso hace que todo sea un poco peor.

Hina, la chica, perdió a sus padres y ha quedado a cargo de su hermano menor. Ella trabaja en un McDonalds donde Hodaka se quedó a pasar la noche y, apiadándose de su condición, a la mañana siguiente lo despierta y le regala una hamburguesa. En ese marco crudamente realista, pero retratado con humor y eludiendo cualquier atisbo de tragedia, es donde el elemento mágico hará su aparición. A diferencia del género fantástico, donde lo extraño es percibido como una alteración de lo que el sentido común entiende por normal, acá ese detalle de fantasía será aceptado con naturalidad por todo el mundo, sin importar lo maravillosas que puedan ser las consecuencias derivadas de su acción.

Es que Hina ha obtenido el poder de manipular las condiciones climáticas el día que atravesó un torii –característicos arcos que funcionan como entrada a los templos sintoístas— para pedir por la salud de su madre. Las duras existencias de ambos chicos volverán a cruzarse y verán en ese don una posibilidad para encontrar una vida mejor ayudando a los otros. Una decisión que implica un sacrificio que irán descubriendo de a poco. Shinkai, a quien el Bafici le dedicó una retrospectiva en 2017, utiliza un diseño obsesivamente realista para retratar la arquitectura y los paisajes de Tokio, y la tradicional estética del dibujo animado japonés para los personajes. Ese contraste reaparece al mostrar de qué forma la pureza del vínculo que va creciendo entre los chicos va rompiendo las frías reglas de la vida en la ciudad. En medio de eso, la fantasía vuelve a ocupar un lugar casi religioso, en el que el poder de un alma noble alcanza para cambiar la realidad más dura. Una ilusión que El tiempo contigo convierte en verosímil.

Tomado de: Página/12

Tráiler del filme El tiempo contigo  (Japón/China/Estados Unidos, 2019) de Makoto Shinkai

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Hirokazu Kore-eda: asuntos de familia

Hirokazu Kore-eda. Cineasta japonés Foto HanCinema

Por Luciano Monteagudo

No debe haber otro cineasta asiático cuyas películas hayan tenido estreno con tanta regularidad en nuestro país como el japonés Hirokazu Kore-eda, ganador de la Palma de Oro de Festival de Cannes 2018 por Somos una familia. Y sin embargo, como suele suceder con la mayoría de los cineastas off-Hollywood, cuando llega un nuevo título –en este caso La verdad, su primera película fuera de su país, protagonizada por Catherine Deneuve y Juliette Binoche siempre hay que volver a presentarlos, como si fuera un desconocido. Y eso que Kore-eda tuvo un contacto temprano con el público local, allá por 1999, en el primer Bafici, cuando su segundo largometraje, After Life: la vida después de la muerte, ganó la Competencia Internacional.

Por entonces, Kore-eda tenía 37 años, unos cuántos documentales previos y una ópera prima de ficción, Maborosi, que había llamado la atención en la Mostra de Venecia 1995. Y ya en Maborosi latía el núcleo de la obra posterior del director, que de una u otra manera siempre ha trabajado alrededor de los melodramas familiares, un género de amplia gama y tradición en el cine japonés, desde las cumbres del maestro Yasujiro Ozu a la popularísima saga de Tora San del prolífico director Yoji Yamada.

Nacido en Tokio el 6 de junio de 1962, Kore-eda alguna vez contó que tuvo una madre cinéfila, que durante su infancia le enseñó a rendirle culto a Ingrid Bergman, Joan Fontaine y Vivien Leigh en la TV en blanco y negro del living familiar. Su padre fue soldado del ejército japonés en Manchuria a la edad de 20 años, hecho prisionero por los rusos al final de la Segunda Guerra Mundial y enviado a un campo de trabajos forzados de Siberia. Regresó a principios de 1950, pero -según el director le confesó al periódico británico The Guardian- nunca se adaptó bien a la competitiva sociedad japonesa de postguerra: tomaba demasiado y le costaba tener un trabajo fijo. Por eso quizás cuando a Kore-eda lo comparan con Ozu él agradece el elogio, pero dice sentirse más cercano al cine de Mikio Naruse, pensando seguramente en melodramas sociales como Nubes flotantes (1955), donde quedaba claro que las heridas de postguerra estaban lejos de cicatrizarse.

¿Directores occidentales que lo hayan influenciado? Europeos mayormente durante sus estudios en la Universidad de Wasabe: “Truffaut, Fellini y Rossellini”, recita como un mantra. “Y Ken Loach y Hou-Hsiao Hsien siempre me inspiraron cuando me convertí en cineasta”. Con esos directores empieza a codearse a partir del 2001, cuando participa por primera vez –ahora ya es un abonée- de la competencia oficial del Festival de Cannes, con Distancia, una película marcada por la idea del duelo y, en ese sentido, en parte tributaria de las ya mencionadas Maborosi y After Life. Sin embargo, su consagración en la Croisette llegaría en 2004 con Nadie sabe, uno de los puntos más altos de su filmografía, protagonizada de manera excluyente por niños.

Su experiencia en el campo del documental, puede explicar en parte la inmediatez de registro y la naturalidad que Kore-eda supo extraer de sus actores no profesionales, un grupo de cuatro chicos entre 5 y 12 años. La historia de Nadie sabe provenía de un hecho real, que el director conoció a través de los diarios (“Los chicos abandonados de Nishi-Sugamo” los llamaban en los titulares) y que le atrajo particularmente, hasta que decidió recrearlo en una ficción: unos niños que vivieron absolutamente solos en un departamento de Tokio por más de seis meses, sin que ningún adulto reparara en su presencia. O en su ausencia. Lo que plantea el film de Kore-eda va más allá de la típica historia de la niñez abandonada. Hay algo en Nadie sabe que trasciende la mera denuncia social para poner el acento en cambio en una suerte de pequeña utopía infantil, que el film transmite de una manera muy calma y, al mismo tiempo, muy poderosa.

En Un día en familia –la película ganadora de la Competencia Internacional del Festival de Mar del Plata 2008- reaparece una vez más el tema del duelo y la disgregación familiar, pero siempre con un tono seco que evita tanto los desbordes melodramáticos como trágicos, por más que en el corazón del film late la tragedia de un hijo muerto prematuramente. “Me encanta hacer películas sobre estos temas”, reconocía en esa entrevista con The Guardian. “En una película sobre una familia siempre es importante el vacío que dejan otros miembros de la familia, porque siempre habrá alguien allí que intentará reconstruir los lazos familiares. Amo este tipo de historias, me afectan mucho personalmente”.

En Mar del Plata también estuvo su película siguiente, Air Doll (2009), pero su carácter decididamente bizarro desalentó el estreno comercial en el país. La protagonista era una muñeca inflable similar a la que recibía de Oriente Michel Piccoli en Tamaño natural (1974), de Luis García Berlanga. La diferencia esencial con ese antecedente -o el de No es bueno que el hombre esté solo (1973), con José Luis López Vázquez- es que aquí el personaje central no es el hombre sino la muñeca, que poco a poco va cobrando vida, como si se tratara de la materialización de un espíritu, en la tradición sintoísta japonesa.

Luego de ese film fuera de programa en la obra de Kore-eda, el director volvió a sus núcleos familiares con De tal padre, tal hijo –ganador del Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes 2013–, la historia de un arquitecto obsesionado por el éxito profesional y felizmente casado, pero cuyo mundo se derrumba cuando los responsables del hospital donde nació su hijo le comunican que, debido a una confusión, el niño fue cambiado por otro. “El film es en el fondo una reflexión sobre las penas, dificultades y felicidades de la paternidad, entendida ésta como sacrificio máximo en el altar del egoísmo”, escribió Diego Brodersen en Página/12 en ocasión del estreno local.

La obsesión de Kore-eda con las familias continuó con Nuestra hermana menor (2015) y Después de la tormenta (2016), películas plenas de observaciones y detalles –toda una característica del director-, pero alcanzó su culminación con Somos una familia (2018), ganadora del premio principal en Cannes. Fiel a su obra, Kore-eda propone aquí una nueva historia dedicada a una familia fuera de norma, pero no por ello menos afectuosa. Los personajes de Un asunto de familia –el título bajo el cual se la puede encontrar milagrosamente en Netflix- viven juntos, se quieren y se cuidan, pero sus vínculos no son necesariamente de sangre. Hay una abuela, unos padres, una hija adolescente y unos hijos pequeños, pero no todos están relacionados entre sí, salvo por el afecto que los une y los solidariza ante un mundo hostil.

El grupo familiar de esta película pertenece a la clase trabajadora, esa que tan bien supo reflejar el cine clásico japonés, pero que después casi desapareció de sus pantallas. La abuela tiene una magra pensión, el padre trabaja ocasionalmente en la construcción, la madre es cajera del supermercado y los chicos… roban. ¿Qué roban? Básicamente comida y productos de limpieza en los supermercados, bajo el entrenamiento y la tutela de los padres, que necesitan de esas pequeñas confiscaciones para poder llevar adelante su vida cotidiana. El ingreso a la familia de una nena de seis años abandonada por sus padres biológicos servirá, en principio, para que el grupo tenga una nueva cómplice en este peculiar modus vivendi. Pero también les traerá complicaciones con una sociedad que en eso no parece muy distinta a la argentina: la razón siempre la tendrá la clase media acomodada y son los pobres quienes terminan estigmatizados por los medios masivos de comunicación.

En cuanto a La verdad, su primera película rodada fuera de Japón, con un elenco estelar –Catherine Deneuve, Juliette Binoche, Ethan Hawke- surgió de una iniciativa de Binoche, pero se basa en un viejo proyecto de Kore-eda que no había encontrado su cauce. “En el corazón del guion está una obra que empecé en el 2003 acerca de una noche en el camarín de una actriz teatral que está llegando al final de su carrera”, explicó en ocasión del estreno en la Mostra de Venecia 2019. “Finalmente, transformé esta obra en un guion que cuenta la historia de una actriz de cine y su hija, que renunció a sus sueños de convertirse en actriz. Durante esta reescritura, les pregunté a Deneuve y Binoche varias veces sobre lo que realmente es actuar y fueron sus palabras las que nutrieron el guion y le dieron vida”.

Según el director japonés, “quería que la historia transcurriera en otoño porque quería superponer lo que la heroína atraviesa al final de su vida a los paisajes de París al final del verano. Espero que el público vea cómo los verdes del jardín cambian sutilmente a medida que se acerca el invierno, acompañando la relación entre madre e hija y coloreando este momento de sus vidas”. La familia, la naturaleza, el cambio de las estaciones… No podría haber temas más japoneses, aunque la película transcurra en París y cuente con dos de las actrices más representativas del cine francés.

Tomado de: Página/12

Tráiler del filme Un asunto de familia (Japón, 2018) de Hirokazu Kore-eda

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La actriz que corría por amor

Por Irene Bullock

La actriz japonesa Chiyoko Fujiwara corre sin parar por los fotogramas de Millennium Actress (Sennen Joyû, Japón, 2001), de Satoshi Kon. Corre por distintos espacios y por diferentes épocas, de una película a otra, de un momento de su vida a otro… Corre sin aliento. A veces con sus piernas, otras pedaleando veloz en una bicicleta; también montada a caballo, subida a un carruaje o en rickshaw. Y siempre por un único motivo: corre por amor.

Kon, que falleció con tan solo cuarenta y seis años en 2010, era un realizador de anime que tenía una capacidad sin igual para crear universos donde la realidad y los sueños se entremezclaban. En este largometraje logra que el espectador persiga a Chiyoko para poder desvelar un secreto: lo que significa para ella una llave que siempre ha estado presente en su vida. La llave es el Rosebud particular del director para construir el biopic de una actriz de ficción, inspirada en varias estrellas del cine japonés.

Millennium Actress no solo derrocha amor por el cine, sino que también se convierte en una crónica especial de la historia de Japón. Es un canto al séptimo arte nipón, pero también al fervor que pueden provocar los actores en los espectadores, convirtiéndose así en estrellas con vidas de leyenda. El otro personaje clave de esta emocionante historia es Genya Tachibana, un realizador de documentales y admirador devoto de Chiyoko. Tachibana quiere realizar un documental donde se cuente la historia de su admirada actriz y se desvele por qué se retiró tan pronto de las pantallas, como hizo Greta Garbo, y se aisló en su mansión de la montaña en compañía tan solo de sus revistas y su jardín.

Por otro lado, en su manera de filmar esa carrera hacia el amor, el director mezcla la vida de su protagonista con las películas que protagoniza, mostrando de esta manera otro fenómeno que permite un apasionante análisis cinematográfico: cómo la trayectoria artística de algunos actores y actrices son inseparables de su vida. Vida y obra se funden en una coherencia total. Estudiando sus filmografías, es posible analizar, por ejemplo, las biografías de Ava Gadner, Jane Fonda o Robin Williams. No hay más que ver los interesantes documentales que parten de esta premisa: La noche que no acaba de Isaki Lacuesta, Ciudadana Jane Fonda (Citizen Jane, l’Amérique selon Fonda, 2020) de Florence Platarets, y El deseo de Robin (Robin’s Wish, 2020) de Tylor Norwood. Al igual que se establece en estos documentales, es imposible separar las vivencias de Chiyoko Fujiwara de los personajes que ha ido construyendo a lo largo de su carrera, ya fuese una astronauta en su nave espacial o una samurái en la Edad Media.

Los ecos de Chiyoko

Satoshi Kon y el guionista Sadayuki Murai se inspiraron en varias estrellas clásicas del cine japonés, que alcanzaron su apogeo como actrices en los cincuenta: Setsuko Hara, Hideko Takamine y Kinuyo Tanaka. Hara fue musa de Yasujirō Ozu; Takamine, de Mikio Naruse; y, por último, Tanaka, de Kenji Mizoguchi. Los tres realizadores son homenajeados además en algunas de las películas que protagoniza Chiyoko Fujiwara. Por otro lado, algunos datos biográficos de Chiyoko coinciden con la vida de Setsuko Hara, quien se retiró del cine repentinamente y se aisló del mundo, sin querer conceder entrevistas o que la fotografiasen.

Además de los tres directores nombrados, también hay homenajes a varias películas de Akira Kurosawa y otros realizadores de la etapa de oro del cine japonés. Una Fujiwara anciana recuerda esa etapa, durante los años de posguerra, y además rememora que fue protagonista de películas de todos los géneros posibles y reconocibles en el cine japonés: desde dramas íntimos hasta cine de samuráis; historias de fantasmas y maldiciones, de amores trágicos o de monstruos como Godzilla. Con todos los personajes arquetípicos reconocibles de los distintos géneros, desde mujeres guerreras a geishas. Así en Millennium Actress podemos encontrar homenajes a Trono de sangre, Rashômon, Primavera tardía o Veinticuatro ojos.

Lo hermoso de la forma en que se nos cuenta la biografía de Chiyoko Fujiwara es que se entremezcla la realidad con los rodajes de sus películas para contar una misma historia: un reencuentro imposible. Así todo arranca con el encuentro de una adolescente Chiyoko con un pintor disidente al que persiguen las autoridades estatales. El pintor está herido. Todo ocurre poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Ella lo ayuda y lo esconde en la tienda familiar. Se enamora del misterioso disidente mientras él le hace promesas de un encuentro en el futuro. Cuando este se marcha, pierde una llave, que según él abre «lo más importante que pueda existir». La vida de la joven tendrá como objetivo devolver esa llave a su dueño y culminar la historia de amor durante el reencuentro. Pero este siempre se frustrará: su disidente se convierte en una sombra inalcanzable.

Por otro lado, según se cuenta la historia de la actriz y del rodaje de sus películas, conocemos la historia de Japón y muchos detalles de dicho país. La película nos transporta a la oscura etapa de la Edad Media o al horror de la Segunda Guerra Mundial. Se vislumbra un Japón que a principios del siglo XX gira totalmente hacia la extrema derecha o un pueblo donde convive, en cálida armonía, lo tradicional y lo moderno. La protagonista señala también que su vida puede contarse a través de los seísmos, hablando de cómo marcan el día a día de Japón los distintos terremotos que lo sacuden habitualmente.

Lo importante es amar… y no dejar de correr

Lo original de Millennium Actress es la forma maravillosa y poética que tiene de contar un biopic ficticio. De hecho, hay una colección de buenas películas con la recreación de biografías de actrices y actores que forman parte de la historia del séptimo arte. Películas de personajes ficticios como Chiyoko (como una de cine clásico: La rebelde, de Robert Mulligan) o de actores de carne y hueso con vidas plagadas de acontecimientos íntimos y profesionales, donde se indaga en la carrera hacia el éxito y el fracaso (por ejemplo, una de las últimas que se ha estrenado ha sido El Gordo y el Flaco, de Jon S. Baird).

En Millennium Actress vemos una sensibilidad especial a la hora de adentrarse en la vida de una actriz de cine. Satoshi Kon, además, es un virtuoso del anime y su corta filmografía en el estudio Madhouse muestra sus virtudes. En el largometraje que nos ocupa, su trazo detallista alcanza momentos de gran poesía, sobre todo por la recreación de universos entre sueños y realidad, como con ese pintor con su lienzo en un paisaje blanco y nevado y su bufanda roja al viento; o con Chiyoko, sola, situada en el paisaje desolador de una ciudad bombardeada cuando descubre, de pronto, un monolito con una delicada imagen dibujada: su retrato. Por otra parte, el cineasta dota a sus personajes de una compleja profundidad psicológica, como demuestra el profundo retrato de la actriz protagonista.

Genya Tachibana, el realizador de documentales, y su cámara acuden a la mansión de Chiyoko para escuchar su historia e indagar en su retiro. Tachibana le lleva a la actriz a la que admira un obsequio: una llave que encontró entre los escombros del estudio donde trabajó la actriz. Con esa llave se abre la memoria de Chiyoko y empieza un viaje deslumbrante… Curiosamente, en esa carrera hacia el mundo de los recuerdos la acompañan de manera muy activa Tachibana y su cámara. De hecho, el director de documentales se convierte en su fiel escudero y protector durante toda la película.

Además, Millennium Actress es puro cine dentro del cine, pues no es solo ese mundo de la memoria que va grabando el cámara que acompaña a Tachibana, sorprendido por formar parte de los recuerdos de una manera tan «real», sino que también visitamos el universo de Chiyoko como actriz de éxito. Vamos descubriendo cómo un productor se fijó en ella, sus primeros rodajes, su ascenso a la fama, las rivalidades con la otra estrella femenina del estudio, sus relaciones personales con un director…

La vida Chiyoko Fujiwara gira alrededor de la posibilidad de reencontrarse con el amado, con el pintor disidente. Incluso sus películas tienen de fondo esa historia de amor imposible. Ella le busca y corre sin parar por todas partes. Y siempre, cuando está a punto de alcanzarlo, le pierde. Pero eso es lo que la hace avanzar y crear. Millennium Actress tiene una preciosa estructura circular: empieza con el largometraje de la estrella que está viendo Tachibana, solo, en su oficina; se trata de una película de ciencia ficción donde la protagonista femenina se dispone a subir a una nave para buscar a la persona que ama. Y la última secuencia de la película de Kon termina con Chiyoko en esa misma nave, realizando una valiosa reflexión: «Al fin y al cabo es el perseguirlo lo que me apasiona». Chiyoko corre para dar un sentido a toda su vida. Pero a la vez ella también ha dado sentido a la existencia de Tachibana. Él ha vivido siempre a la sombra de la diva con una única misión: protegerla. El realizador de documentales es también el guardián de un secreto.

El objeto perdido, la llave, abre la puerta de los recuerdos y conduce al espectador a conocer qué sentido ha tenido la vida de Chiyoko. Lo importante muchas veces es el camino que se emprende… y no dejar de correr.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

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Prepara la Cinemateca de Cuba programación variada para noviembre

Por Cinemateca de Cuba @CinematecaCuba

La Cinemateca de Cuba durante este mes de noviembre ofrece al público capitalino una programación variada, que se estará moviendo entre el Cine 23 y 12 y el Cine La Rampa. Ofrecemos los segmentos finales del homenaje que la Cinemateca está rindiendo al gran actor japonés Toshiro Mifune en ocasión al centenario de su natalicio. También se estará desarrollando la Quincena de Cine Francés Contemporáneo, en colaboración con la Embajada de Francia en Cuba, la Alianza Francesa, el Institut Français, el Ministerio de Cultura y el ICAIC. Se proyectarán ocho títulos de estreno en la Isla, que van desde drama, comedia hasta las aventuras, además de dos filmes de estreno para los más pequeños de casa. La Quincena de Cine Francés Contemporáneo tendrá lugar en nuestra sede, el cine 23 y 12 y en el Cine La Rampa desde el viernes 6 de noviembre al domingo 15 de noviembre.

Para finalizar el mes de noviembre la Cinemateca de Cuba ha preparado en colaboración con la Embajada de Italia en Cuba, un breve, pero importante ciclo dedicado a recordar al extraordinario músico italiano Ennio Morricone, quien falleció el 6 de Julio del presente año. El segmento incluye algunas películas de gran reconocimiento internacional que musicalizara y un concierto con una selección de sus mejores temas que se muestra por primera vez en Cuba.

En la Cinemateca para niños y jóvenes tendremos una nueva edición dedicada a los filmes de la compañía productora Walt Disney que se exhibirán en alta definición (HD) y el habitual espacio Cine Anime que esta oportunidad exhibe Batman Ninja. La Cinemateca de Cuba invita a todos a ser partícipes activos y de volver al cine con responsabilidad y conciencia del momento actual, para poder disfrutar juntos de estas propuestas variadas que hemos preparado para el público capitalino. Podrán conocer de nuestra programación en nuestra sede el Cine 23 y 12 y en las redes sociales de nuestra institución.

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70 años de «Rashomon»

Rashomon, de Akira Kurosawa

Por Diego Brodersen

A pesar de ser un nombre poco conocido en términos populares, la figura del japonés Ryunosuke Akutagawa (1892-1927) es una de las más relevantes en la cronología de la literatura universal del siglo XX. Nacido y fallecido en Tokio, el cuentista –nunca escribió una novela en su breve pero fructífera carrera– ha sido comparado con autores de la talla de Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant o Jorge Luis Borges, pero hasta bien entrados la década de 1950 sus relatos no habían sido traducidos a ningún idioma occidental. Sólo después de que el undécimo largometraje de su compatriota Akira Kurosawa recibiera en el Festival de Venecia de 1951 el premio principal de la competencia oficial, su nombre comenzó a generar interés fuera de las fronteras niponas. No fue la única consecuencia de la exhibición de Rashomon en el encuentro italiano: el León de Oro hizo que Kurosawa se transformara de inmediato en un director a seguir, un sinónimo de cine de autor antes de que ese concepto existiera. Abriendo al mismo tiempo, en todo el mundo y de manera definitiva, las puertas y ventanas de una cinematografía que, salvo contadas excepciones, era completamente desconocida fuera del territorio asiático. La primera obra maestra en la filmografía del realizador (disponible en nuestro país en la plataforma Qubit) llegaba a Europa un año después de su lanzamiento comercial en Japón, el 25 de agosto de 1950. Hoy, exactamente siete décadas más tarde, su influencia sigue siendo incomparable e inextinguible.

“Sucedió a la hora del crepúsculo: un hombre de miserable aspecto esperaba, bajo el portal de Rashomon, que parara la lluvia”. Así comienza Rashomon, el cuento de Akutagawa que transcurre durante una noche lluviosa en la puerta de Rasho, la más grande de las entradas a Kioto, la antigua capital del imperio de Japón. Sin embargo, la historia creada por Kurosawa y su coguionista Shinobu Hashimoto –dupla que supo colaborar en otros siete largometrajes– toma escasos elementos de esa trama, apenas el comienzo y algo del final, su tono oscuro y lapidario reconvertido en pesimismo con una luz de esperanza gracias al humanismo del realizador. El elemento fundante de Rashomon, la película, es otra creación de Akutagawa: el cuento En el bosque, en el cual un puñado de personajes aportan diferentes puntos de vista sobre una violación y un asesinato, además de señalar al posible perpetrador. La conclusión, luego de esa serie de declaraciones, es la imposibilidad de llegar a una certeza respecto de los acontecimientos. La verdad está vedada a las autoridades y, por extensión, al ser humano. Evitando la narración impresionista en primera persona o el recuento omnisciente de dichos y hechos, el texto original y el film rompen con el concepto de causa-efecto indiscutible como motor del drama. En el caso de la versión cinematográfica, Kurosawa introduce además los primeros granos de arena de una modernidad fímica que estaba a punto de hacer eclosión. Y en el mundo jurídico, como inesperado corolario, un fenómeno conocido de antemano adquiría un nuevo nombre: el efecto Rashomon.

Tres hombres –un leñador, un monje y un mendigo– se reúnen bajo el destartalado portal para protegerse del agua, que no cesa en su caída desde el cielo. El leñador, interpretado por Takashi Shimura, rostro imprescindible en la primera etapa del cine de Kurosawa, relata su versión de los hechos, disparando el primero de una serie de flashbacks, elemento narrativo basal en la estructura de Rashomon. Luego le seguirá el sacerdote y, más tarde, el célebre bandido Tajomaru, interpretado por Toshiro Mifune en el rol definitorio de su carrera. En un flashback dentro de otro flashback, seguirá el recuerdo de la mujer violada en el bosque, esposa del samurái asesinado (la extraordinaria, intensa Machiko Kyo). Luego llegará el turno del muerto, aunque su voz –oída a través de la garganta de una médium– no será la última que recuerde los violentos hechos. Cada relato difiere significativamente de los otros, tanto en la esencia como en los detalles, y los tres hombres del comienzo no logran dilucidar la verdad detrás de las contradicciones. En la puerta Rashomon, lugar predilecto de la población para abandonar bebés recién nacidos y cadáveres recientes, la lluvia sigue cayendo y el monje se pregunta si su fe en el ser humano está a punto de tambalear y hacerse pedazos.

El guion de Rashomon estuvo terminado en 1948, pero le llevaría a Kurosawa dos años lograr la financiación necesaria para el rodaje. Luego de que los estudios Toho pasaran de largo de la idea, los directivos de la competidora Daiei le dieron luz verde, aunque la estructura poco convencional del relato no terminaba de convencerlos. La filmación tuvo lugar en locaciones y sets construidos en la ciudad de Kioto, incluida la escenografía del portal, bañado en agua por un grupo asistentes con mangueras distribuidos alrededor de la construcción.

Esperando que el set terminara de ser erigido, el equipo técnico y artístico pasaba el rato viendo films extranjeros en copias en 16mm. Kurosawa recuerda que “uno de ellos era una película de aventuras en la selva con Martin Johnson, en la cual había un plano de un león deambulando. Al ver eso le dije a Mifune que así era exactamente como quería verlo en la película”. El movedizo y esquivo Tajomaru, cuya actitud risueña recuerda por momento a la del Pato Lucas, ofrece una actuación completamente alejada de la tradición clásica japonesa, y su constante rascado de rostro, brazos y piernas anticipa los gestos idiosincráticos de Sanjuro, el protagonista de Yojimbo.

En su libro dedicado al director de Los siete samuráis, Dodeskaden y Ran, publicado en 1965 –cuando la carrera de Kurosawa había llegado a su punto máximo de éxito y prestigio– el historiador especializado en cine nipón Donald Richie escribió que “de alguna manera, el valor de Rashomon ha sido parcialmente oscurecido por su propio éxito. Es sólo ahora, quince años después, que resulta claro que es uno de los pocos films ‘vivos’ del pasado cinemático japonés. Las frecuentes revisiones en Japón y otros países, su constante aparición en retrospectivas, el hecho de que todavía se hable y discuta sobre ella, hacen que uno finalmente caiga en la cuenta de que, junto con Vivir y Los siete samuráis, se trata de una obra maestra”. El cineasta, sin embargo, llegó a afirmar que no se trataba de una de sus mejores creaciones. Años después del premio veneciano, A.K. declaró que “no creo que sea una película tan buena. Pero los japoneses somos muy críticos de las películas de nuestro país. No es sorprendente que haya sido un extranjero el responsable de haber llevado la película a Venecia. Lo mismo ocurrió en el pasado con los grabados en madera japoneses, fueron los extranjeros los que los apreciaron por primera vez”. La extranjera en cuestión es Giulliana Stramigioli, responsable en aquellos tiempos de Italiafilm en Japón; fue ella quien, a pesar de la oposición de la propia compañía Daiei, logró enviar las bobinas del film para su aprobación como parte de la competencia de la Mostra Internazionale d’Arte Cinematografica.

La extraordinaria fotografía de Kazuo Miyagawa, la utilización de los travellings para seguir a los personajes en la espesura del bosque, los cortes de montaje secos como hachazos –marca de estilo de Kurosawa en aquellos años–, la reapropiación del Bolero de Ravel para la escena de la confrontación entre el bandido y la mujer, el uso de rasgos teatrales (en particular del kabuki) en un marco esencialmente realista, el emocionante final luego de un juego de atracción y repulsión hacia la desesperanza y la misantropía, son algunos de los elementos que hicieron de Rashomon una película impactante, diferente a todo lo que se había visto hasta ese momento. Los mismos recursos que hacen que –vista hoy en día, a setenta años de su estreno original– continúe siendo ese “film vivo” que describe Richie. En cuanto a la escena que cierra y da un nuevo sentido a la película, el crítico y teórico especializado en cine asiático Stephen Prince (ver recuadro abajo) escribe que “cada espectador debe decidir si ese giro abrupto es una solución convincente para los dilemas morales y epistemológicos que Kurosawa retrató de manera tan poderosa. Pero más allá de lo que cada uno decida respecto de la conclusión del film, Rashomon es un clásico genuino. Su grandeza es palpable e innegable”.

Rashomon por Kurosawa

Un día antes del comienzo del rodaje, los tres asistentes de dirección que Daiei me había asignado vinieron a verme a la posada donde estaba hospedado. Me pregunté cuál podría ser el problema. Resultó que encontraban el guion desconcertante y querían que se los explicara. “Por favor, vuelvan a leerlo con más atención”, les dije. “Si lo leen diligentemente deberían poder entenderlo, porque fue escrito con la intención de ser comprensible”. Pero no se iban. “Creemos que lo hemos leído con atención y todavía no lo entendemos en absoluto, por eso queremos que nos lo explique”. Ante su persistencia, les di esta sencilla explicación: los seres humanos no pueden ser honestos consigo mismos. No pueden hablar de sí mismos sin adornar las cosas. Este guion retrata a esos seres humanos, que no pueden sobrevivir sin mentiras para sentir que son mejores personas de las que realmente son. Muestra incluso esa necesidad pecaminosa de halagar la falsedad más allá de la tumba; ni siquiera el personaje que muere logra renunciar a sus mentiras cuando habla con los vivos a través de una médium. El egoísmo es un pecado que el ser humano posee desde su nacimiento; es el más difícil de redimir. Esta película es como una extraña pintura enrollada que se desenrolla merced al ego. Dicen que no pueden comprender el guion en absoluto, pero eso se debe a que el corazón humano es imposible de entender. Si se enfocan en la imposibilidad de comprender verdaderamente la psicología humana y vuelven a leer el guion, creo que podrán aprehender su sentido.

*Akira Kurosawa en Autobiografía (o algo parecido)

Tomado de: https://www.pagina12.com.ar

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