Archives for

La titánica Kate en la corte de Luis XIV

Por Rafael Grillo

Ahora que la chica linda de Titanic (1997) celebra su segundo premio Emmy de actuación por el papel de corajuda policía en Mare of Eastown, erigida en icono femenino de 2021 con su renuencia a usar maquillajes y a dejarse retocar los pliegues de la barriga con Photoshop para esa serie de HBO, y antes de que la veamos encarnando a la legendaria fotógrafa de guerra Lee Miller en el nuevo proyecto de la directora Ellen Kuras, vale la pena retroceder hasta 2014 para disfrutar de Kate Winslet encarnando a otra mujer empoderada, en el rol casi imposible de una diseñadora de jardines que fuera aceptada, en el siglo XVII, por el caprichoso Luis XIV para su pantagruélico proyecto del Palacio de Versalles.

La película hace la advertencia cuando aún no ha exhibido su primer fotograma: nada de based in true events, el personaje protagónico ni siquiera existió. Luego, esto no es “cine histórico”, sino apenas “cine de época”, al estilo de aquel Sense and Sensibility (1995) con el cual Winslet cosechó su primera nominación (de un total de siete) al Oscar (solo ha ganado uno, en 2008, con El lector). Justo fue en esa cinta de Ang Lee donde la actriz compartió reparto y conoció al actor Alan Rickman, quien la dirigiría en A Little Chaos.

Mientras la británica interpreta a una Sabine du Barra harto ingeniosa en su oficio, irreverente y de tenacidad sin límites, pero atormentada por el recuerdo de la muerte del marido y su hija pequeña (en circunstancias que la cinta maneja a cuenta gotas, con ínfulas de suspenso, y que esta nota no revelará para no pasarse en spoilers); su compatriota, que como actor es el villano inolvidable de Robin Hood, príncipe de los ladrones (1991), la primera entrega de Duro de matar (1988) y el Severus Snape en la saga de Harry Potter (2001-2011), se empeña en llevar las riendas por segunda vez en su vida (y última, porque falleció en 2016): un rol como director cinematográfico en el que ya se había estrenado en 1997 con El invitado de invierno.

Rickman, además, reserva para sí el papel del voluble y grandilocuente Rey Sol, atribuyéndole a este monarca los destellos de humanidad que una encomiable cinta anterior, Le roidanse (2001), de Gerard Corbiau, le había negado; y que, definitivamente, le serían devueltos por una posterior, la gigantesca La muerte de Luis XIV (2016), de Albert Serra.

Aunque, injertados en una sana y racional perspectiva histórica, nos cueste como espectadores creer que en la Francia de entonces —y nada menos que dentro de su porción aristocrática—, rabiosamente clasista y sexista, se pudiera abrir una brecha para la resignificación de los roles de género, el manejo del conflicto desde una dimensión interpersonal, facetoface, entre Sabine y Luis XIV, con la instauración de un respeto y admiración recíprocos como baluartes, llega a hacer verosímil la propuesta fílmica.

Para esto, dos escenas serán claves: la del primer tope entre la protagonista y un rey que va de incógnito, donde una Sabine en ropa de faena exhibe todo su savoir faire sobre el arte de la jardinería. Y la segunda, cuando una deslumbrante Kate, emperifollada para la fiesta en la corte, expone un alegato en defensa de las rosas y su efímera belleza, reflexión “filosófica” cuyo subtexto es el realce del valor de la mujer a pesar del paso de los años y sus huellas en lo físico.

Sin embargo, no esperen que vaya a más esta película en su planteamiento feminista. De hecho, los mayores obstáculos que encuentra la protagonista para cumplir su cometido de aportar un toque de exquisitez al salón de baile en el área exterior de la nueva residencia real no provendrán del exceso de testosterona imperante en la época ni de la envidia de rivales del oficio de sexo opuesto, sino de los celos de otra mujer (la actriz Helen McCrory), y del temor de que se derrumbe su matrimonio dados los muchos encantos de la recién llegada. Porque —y es lo que justifica la exhibición de A Little Chaos en el espacio Amores difíciles— es una pretensión de esta cinta contar la historia de un amor que irá naciendo entre Madame du Barra y su jefe directo, André Le Notre, el arquitecto paisajista empleado del rey.

Ese sustrato dramático, que se supone neurálgico en el argumento aportado por Alison Deegan (con el propio Rickman y Jeremy Brock como coguionistas), por el contrario, resulta su aspecto más flojo. A la otra estrella de la película, Matthias Schoenaerts, revelación en De óxido y hueso (2012) y eficiente en el casting de The Danish Girl (2015), se le obligó, obviamente, a ponerse el traje de hombre contenido, cuya conducta es aquiescente, incluso ante las infidelidades abiertas de la esposa. Queda dicho por la boca del mismo personaje, en el instante que se contrasta con Sabine: “Tu corazón late con fiereza. Mi latido es un susurro inaudible”.

Pero, aun así, a la interpretación de Schoenaerts le faltan matices, esperables, cuando menos, en los momentos en que su romance con Kinslet alcanza la cumbre de su consecución. Tal vez —intuye este exégeta— el belga quedó anonadado ante el magisterio actoral de su partenaire o la avasalladora robustez del personaje de la jardinera y su feminidad intrépida.

Para las cuotas a favor, hay que apuntar la efectividad de la McCrory para brindarnos a la enfurruñada ante el amorío de su esposo, que le devuelve como en un espejo la imagen de sí misma y la lección sobre la trampa mortal del engaño dentro de una pareja. Exquisito, como siempre, Stanley Tucci, de una comicidad sutil en sus breves apariciones como príncipe de Orleans.

En los apartados de la realización en general, cabe resaltar la dirección de fotografía de Ellen Kudras (la colaboradora de Michel Gondry en aquella Eternal Sunshine of the Spotless Mind, de 2004) y la banda sonora del joven chelista Peter Gregson, rutilante, sobre todo, en el apoteósico cierre del baile en el jardín. Y, a fin de cuentas, se agradece que A Little Chaos apueste por la chispa de emotividad y desarreglo que tributa lo femenino para desmontar ese frío racionalismo, atribuible a la herencia francesa, pero acaso, también, tan masculino.

Tomado de: Cubacine

Trailer del filme Un pequeño caos (Reino Unido, 2014) de Alan Rickman

Leer más

James Bond y un nuevo cambio de posta

Por Carlos Galiano

Llegó por fin a las pantallas el postergado estreno de Sin tiempo para morir (No Time to Die), la película número 25 de la saga de James Bond, que la pandemia ha hecho prácticamente coincidir con el aniversario 60 del primer filme que tuvo como protagonista al personaje creado por el novelista británico Ian Fleming: Dr. No (1962).

Sus productores aguardaron estoicamente por este momento, mientras Sin tiempo para morir se convertía en la demora más connotada entre los estrenos aplazados por la COVID-19. No había plataforma online posible; filmada en formato IMAX para ser proyectada en salas con esa tecnología, su destino no podía ser otro que la gran pantalla. Nunca una película del mítico 007 había tenido tantas dificultades para llegar a los espectadores, y nunca se había preparado con tanto esmero, desde el guion hasta la puesta en escena, la despedida de uno de los seis intérpretes que hasta ahora han dado vida al incondicional agente de los servicios secretos de Su Majestad británica.

Sin tiempo para morir es, efectivamente, el adiós del actor Daniel Craig al papel que interpretó en cinco ocasiones en los títulos Casino Royale (2006), Quantum of Solace (2008), Skyfall (2012), Spectre (2015) y ahora No Time to Die (2021). Le precedieron Sean Connery (1962-1967; 1971), George Lazenby (1969), Roger Moore (1973-1985, el que más veces lo encarnó), Timothy Dalton (1986-1993) y Pierce Brosnan (1995-2002).

Mucho se ha hablado y escrito sobre el vuelco que Craig le dio a la caracterización del personaje, que, según las propias declaraciones del actor, siempre concibió como una mezcla de vulnerabilidad y dureza que le otorgaba una mayor densidad sicológica y complejidad como ser humano. La clave está en que, a diferencia de sus antecesores, Daniel Craig nunca presumió de galán, por lo que no fue el carácter seductor del bon vivant tan afín a los estilos de Connery, Moore, Dalton y Brosnan lo que marcó el sello personal de su versión Bond, sino una combinación a partes iguales de tipo duro, hombre de acción y persona que siente y padece como cualquier otra.

A este último James Bond no solo se le otorgó licencia para matar, sino también para amar, sufrir, dudar, errar, tener presumiblemente descendencia y hasta ―aparentemente― morir.

Así lo resume la coproductora de Sin tiempo para morir, Barbara Broccoli: “Daniel Craig ha llevado a Bond y la saga 007 a un lugar tan extraordinario y tan satisfactorio a nivel emocional que no puedo imaginar el personaje después de él. Empezaremos a pensar en ello una vez todo el mundo se haya hecho a la idea. Sobre todo nosotros, porque nos costará más que a nadie aceptar que se ha acabado y pasar página antes de empezar un nuevo capítulo. Es como si, recién bajada del altar, te preguntan quién será tu siguiente marido. No vamos a empezar a trabajar en la próxima entrega hasta el año que viene. Lo que queda para la historia es que Daniel ha creado un Bond para la eternidad”.

Mientras se nos revela quién será el sustituto, Daniel Craig abandona el olimpo Bond por todo lo alto con una historia en la que los ingredientes habituales de intrigas, complots, persecuciones y escenas de acción se conjugan en una espectacular puesta en escena con la que el director norteamericano de ascendencia japonesa y sueca Cary Fukunaga ratifica la marca de autor ya reconocida en anteriores trabajos suyos como la coproducción mexicano-norteamericana rodada en español Sin nombre (2009), premio al mejor director en el Festival de Sundance, y la serie televisiva True Detective (2014), premio Primetime Emmy a la mejor dirección de serie dramática.

Por cierto, cuando Cary Fukunaga reemplazó al británico Danny Boyle luego de que este renunciara a dirigir la vigésimo quinta entrega de la saga por “diferencias creativas” con los productores (incluyendo a Daniel Craig), los medios lo señalaron erróneamente como el primer estadounidense que realizaría un James Bond, ignorando a otros anteriores como Irvin Kershner, John Huston y Robert Parrish a partir del histórico litigio que separa los episodios del 007 que pertenecen a su franquicia “oficial” (Eon Productions) de los que no.

Fukunaga, con la colaboración de los guionistas habituales de la saga, Neal Purvis y Robert Wade, introduce en Sin tiempo para morir elementos novedosos y actualizados en torno al héroe, como es el empoderamiento de los personajes femeninos que lo secundan, en lo que ha sido calificado como el tránsito de las tradicionales “chicas Bond” a las “mujeres Bond”.

Una de ellas, Paloma, es interpretada por la cubana Ana de Armas, quien funge como apoyo logístico del 007 lanzando también patadas de artes marciales y ráfagas de disparos en un segmento de la trama que tiene lugar nada menos que en Santiago de Cuba, recreada escenográficamente a imagen y semejanza de la Cuba de los años cincuenta, pero con la sorpresiva y divertida irrupción en las calles de taxis y carros patrulleros Lada, muy lejos, por supuesto, del malabarístico desempeño vial del glorioso Aston Martin que conduce el súper espía. El episodio, afortunadamente, no dura más de lo necesario para dejar inscrita a nuestra compatriota (Santa Cruz del Norte, 1988) en la selecta lista de “mujeres Bond” (su consagración parece estar en camino con la caracterización de Marilyn Monroe en Blonde, que Netflix finalmente ha accedido a exhibir sin censura. Se estrena en el Festival de Sundance en enero de 2022).

La otra, Nomi, en la piel de la británica Lashana Lynch, llega a lo inimaginable en una película de James Bond, más aún para un personaje femenino y negra: obtener temporalmente el número de agente 007, lo que ha sido interpretado como un posible guiño a la sucesión de Graig. Eso sí, no por mucho tiempo: haciendo gala de una actitud ética ejemplar, Nomi le restituye su identificación al depositario original para dejar en el ambiente solo las especulaciones pertinentes sobre quién heredará el trono.

Se cierra así una temporada más de la franquicia y se abren las expectativas sobre quién vendrá a continuación. Cada agente 007 tiene su propio universo personal, y ese universo no se traspasa de una encarnación a otra. Mientras en la literatura es siempre la misma criatura creada por Ian Fleming de aventura en aventura, en el cine James Bond se reinicia (ese término en inglés ahora tan frecuentemente empleado que es reboot) con cada nuevo actor… ¿o actriz?

Tomado de: Cubacine

Tráiler Sin tiempo para morir (Reino Unido, 2021) de Cary Joji Fukunaga

Leer más

«Get Back», el documental definitivo sobre The Beatles

Por Eduardo Fabregat

¿Existirá en la historia del rock alguna banda más analizada, visualizada, puesta bajo la lupa y el microscopio que The Beatles? El peso específico de lo que inventaron Paul McCartney, John Lennon, George Harrison y Ringo Starr dio pie a horas y horas de material audiovisual, ríos de tinta, millones de caracteres, decenas de teorías, análisis y modos de contar e interpretar la historia. Y sin embargo, a más de medio siglo de la separación y después de todo eso, tuvo que llegar 2021 para que el público entre en contacto con el documental definitivo, la obra que clausura todo relato alrededor de la banda de Liverpool. Se llama The Beatles: Get Back, lo dirigió Peter Jackson, de visión obligatoria. Porque no es un recuento de la historia. Es la historia sucediendo ante los ojos y oídos de quien se sumerge en la experiencia.

Aun conocido, hay que repasar el contexto: en 1969, el director Michael Lindsay-Hogg se propuso retratar el proceso de creación de un disco y un especial televisivo, pero el asunto no terminó bien. La primera mala elección fue el lugar: alejado de todo ámbito conocido por los músicos, el hangar de Twickenham no era el lugar más amigable para una banda que apenas surfeaba los efectos de años demasiado intensos. Las horas pasaban, crecían las tensiones y finalmente el cuarteto —que durante cinco días se convirtió en trío por la deserción de Harrison— canceló esa idea y se mudó a un estudio aún en montaje en el sótano de Apple Corps. Allí las cosas volvieron a encarrilarse, aunque Lindsay-Hogg nunca encontró el tono adecuado para semejante historia.

La conclusión de esa historia es igualmente conocida: el concierto en la terraza de Savile Row 3, la edición de Abbey Road (que en realidad se grabó después) y Let It Be, el final de la banda. Y una película bastante amarga, que cimentó la impresión de un final a los tortazos. Un epílogo demasiado oscuro para un recorrido tan luminoso.

Pues bien: el director de El señor de los anillos (entre otras cosas) vino a poner justicia. Y de la mejor manera: no tuvo que «lavar» ni ocultar nada, más bien lo contrario. Las 60 horas de filmación y 150 de audio que tuvo a disposición contaban la historia completa, reforzando el interrogante de por qué aquel primer director se inclinó tanto por las facetas más tristes y turbulentas. Había otra cosa para contar. Había otra cosa que se debía contar.

Y sin embargo, aunque parezca extraño con todo lo dicho, lo mejor de Get Back no es su revisionismo, su búsqueda del punto justo sobre lo que fueron los últimos tiempos de The Beatles. El mayor impacto de las siete horas y media del documental es la inédita posibilidad de ver en profundidad, con el mayor nivel de detalle, a cuatro tipos que cambiaron la música del siglo XX trabajando en la intimidad. El modo en que esos cuatro músicos habían naturalizado la genialidad: cuando se muestran las primeras ideas de canciones que se volverían eternas, el espectador no entiende cómo no surge el inmediato comentario de «¡¡uh, eso es buenísimo!!». No, ellos apenas asienten con la cabeza. A veces ni eso: un día Beatle normal. Y se suman, agregan capas, mejoran al otro, le dan forma a obras maestras como quien arregla una silla.

Paul llega a Twickenham, se toma un té, dice «estuve tocando algo anoche», se larga a hacer una base. Lennon toma la guitarra y empieza a tocar. George, siempre tranquilamente sentado junto a la batería, inescrutable, empieza a agregar cositas. Y de pronto la banda mete quinta y aparece «Get Back». Lennon y McCartney cantan una y otra vez «Two of Us», y se suma George, y le dan forma a una armonía vocal deliciosa. Tocan el esqueleto de «Maxwell Silver Hammer», y dicen «hay que conseguir un martillo y un yunque», y allá va Mal Evans (Mal Evans, ese otro quinto Beatle, transcribiendo todo lo que van zapando los boys) y lo consigue, y el yunque también viaja de Twickenham a Apple, mudísimo testigo de las barbaridades musicales que suceden alrededor. Ringo le da forma a «Octopus’s Garden» junto a George y Sir Martin. Paul se sienta al piano y toca unos acordes que van a ser «Let It Be». Cuando la frialdad del primer set de filmación congela la creatividad, John y Paul hacen lo que cualquier músico, ir al pasado lejano, a los tiempos de adolescentes componiendo sentados frente a frente (y de allí, ojo, sale «One After 909»), y se ríen de sus propias ingenuidades, cambian las letras, se mofan de sí mismos. Y disfrutan.

Ese evidente disfrute entre los compañeros viene a relativizar la consensuada teoría de que en 1969 todos se ladraban. Eso vendría después, con los desacuerdos contractuales que se terminaron definiendo por la vía judicial. En el pequeño estudio que los alberga, pura cercanía de artistas para quienes lo esencial siempre fue la música, todo empieza a fluir. La presencia del ingeniero Glyn Johns, siempre menos mencionado que George Martin en el canon, es otro soporte fundamental de lo que va apareciendo. La aparición de Billy Preston es el empujón final, la tranquilidad de tener a un tipo que es pura onda tocando el piano eléctrico y dejándoles a ellos la libertad de ser Beatles una vez más.

Esos Beatles que se ven en pantalla son auténticos. No están contaminados de análisis posteriores o rastreo de documentos. Y el grado de autenticidad llega al punto de las escuchas ilegales: cuando Harrison colma su paciencia por estar siempre afuera de esa férrea camaradería entre los principales compositores y se va, Lennon y McCartney sostienen una charla privada en la cafetería de Twickenham. Pero Lindsay-Hogg había colocado un micrófono en un florero, y Macca y Yoko autorizaron la desclasificación de semejante documento: la honestidad con la que analizan la dinámica interna del grupo, con la que entienden las razones de George (a pesar de los primeros chistes ante la renuncia, ese «Bueno, llamemos a Clapton, repartámonos sus instrumentos») y se proponen enmendar la situación, es una de tantas revelaciones que brillan en Get Back.

Y lo mismo sucede con la tan meneada cuestión de Yoko Ono. Sí, la artista japonesa es una presencia permanente en las sesiones, pero el documental de Jackson es, de algún modo, una reivindicación: al comienzo del segundo episodio, cuando Harrison está fuera y Lennon todavía no llegó a Twickenham, hay un tiempo muerto en el que Paul, Ringo, Linda Eastman y algunos colaboradores charlan de bueyes perdidos, analizan el difícil momento. Y McCartney dice que a él Yoko le cae bien, que no le resulta una molestia que esté allí, que entiende que estén enamorados y quieran estar juntos. «El problema no es Yoko, el problema en todo caso es el grado de compromiso que queremos tener nosotros, o que ya no tenemos un papá que nos diga ‘estén en la sala de ensayo a las 9, y sin novias’. En 50 años esto va a ser increíblemente cómico, que se piense que nos separamos porque Yoko se sentó en un amplificador.»

Get Back demuele mitos con la naturalidad y el grado de verdad que ofrecen los protagonistas en el momento en que sucedían las cosas. Si Let It Be recortó la tensa situación en la que Harrison lo fulmina a Macca con la mirada mientras tira «bueno, decime qué querés que toque y listo», Get Back presenta todo el diálogo, que comienza con el mismo Paul admitiendo que a él también lo pudre ponerse en jefecito, que sólo quiere que sigan creando cosas juntos, que sigan teniendo entusiasmo.

Y abundan las incredulidades, la banda tocando «Jealous Guy» cuando aún se llamaba «Nature Boy» o probando algo que trae Harrison llamado «All Things Must Pass» (y se entiende la frustración de George porque la canción no sea considerada). El origen de  «Get Back» como canción de protesta por los movimientos anti inmigración en el Reino Unido —y parece que el tiempo no hubiera pasado—, las zapadas de canciones que quedaron en el archivo, los diálogos casuales sobre todo lo vivido en los años precedentes, que fueron pocos pero abundaron en experiencias. Un pequeño debate sobre la utilización de Northern Songs, la editorial con la que intentaron mantener el control sobre su obra. Las lecturas irónicas de notas periodísticas. La aparición en el horizonte de Allen Klein, el agente de The Rolling Stones que ardía en deseos de manejar a The Beatles. El rol de Alex Mardas, Alex el Mágico, que prometía un estudio ultramoderno pero resultó un vendehumo capaz de darles un prototipo de guitarra-bajo con mástil giratorio que Lennon muestra entre risas. «Freakout», la desquiciada zapada entre Lennon, McCartney y los gritos primales de Yoko…

Si McCartney 3, 2, 1, la notable serie de charlas con Rick Rubin que Star+ estrenó también este año, permitió apreciar varios de los trucos que la banda puso en juego para inmortalizar semejante música, el film de Peter Jackson opera con un grado de veracidad aún mayor. Ya no se trata de determinar, revisar, recordar quién hizo qué cosa o cuándo: todo está allí, a la vista, con músicos que en varios momentos logran olvidar que están siendo filmados todo el tiempo, se acorazan en una usina de creación que nunca había sido expuesta de esta manera. Y boludean. Y se ríen. Y juegan con el sonido, con las voces, con los instrumentos, con su conocimiento de la obra de sus propios ídolos, a la que revisitan en zapadas espontáneas, precalentamientos antes de meterse por enésima vez a terminar de sacar cosas como «I’ve Got A Feeling» o «Don’t Let Me Down». Y sí, también discuten, porque está claro que la idea no es pintar todo de rosa sino de dar cuenta, de una vez y para siempre, que eran seres humanos con sus falencias y neurastenias, pero el arte terminaba encima de todo.

Por supuesto, todo termina con aquel show en la terraza, la última aparición pública de la banda que trastornó la música del siglo XX y el que vendría (y la paz del barrio: las imágenes intercaladas con opiniones de personas en la calle y el diálogo con la policía en Apple, «si no bajan el volumen voy a empezar a detener gente», son un festín). Pero incluso ese concierto tantas veces visto resulta resignificado. Lo que se vio en su momento como un acto de compromiso de una banda en las últimas se convierte en la conclusión de días y días de creación, intercambio, enriquecimiento mutuo, superación de problemas esperados e inesperados. También por eso, The Beatles: Get Back se erige como el documental definitivo. La posibilidad de, ahora sí, entender cómo fue The End. Y en el final, el amor que consiguieron es igual al que supieron dar.

Tomado de: Página/12

Tráiler del filme Get Back (Reino Unido, 2021) de Peter Jackson 

Leer más

Antes de la explosión luminosa

Por Andrés Duarte

A estas alturas, clasificar o englobar una película en la categoría de LGTBI pudiera ser (de hecho lo es) contradictorio por confinar las representaciones simbólicas de una comunidad que ha batallado por ser aceptada y corresponder a su manera al cuerpo multiforme y variable del ser humano, a esos fueros internos consecuentes con la proyección en la convencional sociedad.

Mas, el grupo necesita aún identificarse para visibilizarse mejor en el territorio mundial. La divertida y audaz Breaking fast (Mike Mosallam, 2021) ha apostado por echar en cara que es queer de principio a fin y, no por ello, falla en sus premisas temáticas y dramatúrgicas. Al contrario. Por su parte, Supernova (Harry Macqueen, 2021) ―exhibida en la más reciente emisión de La séptima puerta―, que es también LGTBI, deja que la enunciación de sus concepciones, su performatividad mínima y el improbable activismo de la comunidad yazca como trasfondo —muy al fondo— de una trama en la que la homosexualidad es secundaria.

En lo que muestra mucho interés Supernova es en relatar, de manera casi lacónica, que no quiere decir con ausencias de matices, el destino imperioso y consciente de una relación de años, una relación con mínimas posibilidades de futuro porque uno de sus integrantes padece una enfermedad terminal.

El guionista y director se cuida de no incurrir en lo lastimero aunque los protagonistas, Sam (Colin Firth) y Tusker (Stanley Tucci), hablen de lo que están pasando, de cuanto está por suceder. Pero más que de la ausencia venidera, la película aborda las temáticas del sacrificio en una pareja, donde por lo general uno tiene a veces que achicarse un poco para que el otro se luzca en su profesión. Sin embargo, aquí el sacrificio es mutuo porque ambos son buenísimos en sus profesiones: Sam es un consumado pianista y Tusker un escritor que, pese a su enfermedad (demencia senil de tipo Alzheimer), conoce el éxito de ser publicado y leído.

Es verdad que el ritmo de Supernova es hasta cierto punto flemático, que son los diálogos los que parecen romper con ese silencio que acompaña a las miradas de estos hombres afligidos que, de vez en cuando, sonríen y se burlan de todo. No les queda de otra. Pero la circunstancia de road movie que la trama despliega contrasta con la sobriedad de un drama sobre la existencia, el amor y hasta el prepararse para la muerte.

En su momento, cuando God’s Own Country (Francis Lee, 2017) explotaba la precisión de su guion en escenas en las que el silencio parecía que no podía romperse (esto ya lo había conseguido el maestro Ang Lee con Brokeback Mountain, 2005), Macqueen lo consigue a fuerza de testimoniar lo contemplativo de lo que sus protagonistas observan, de los espacios rurales a los que regresan e incluso, con las personas que deciden visitar antes de tomar la decisión definitiva.

Firth y Tucci poseen un repertorio increíble de personajes gais. No obstante, al asumir a Sam y a Tusker, respectivamente, dan una lección de interpretación tan alejada de los modelos estereotipados de representación que a ratos, hay que decirlo, la comunidad LGTBI exige para restringir las mil maneras de respaldar porque se participa de la diversidad del mundo.

Tomado de: Cubacine

Tráiler del filme Supernova (Reino Unido, 2021) de Harry Macqueen

Leer más

Balada del equilibrista

Por Frank Padrón

El 11 de septiembre de 2001 pasaría a la historia como una fecha terrible: la desaparición de las llamadas Torres Gemelas en Manhattan debido a atentados terroristas,  pero el 13 de octubre, aunque de 1974, un hecho apasionante, este sí feliz, se inscribió en los anales de las entonces flamantes edificaciones: el malabarista francés Philippe Petit, quien desde niño practicaba los juegos del equilibrio sobre cuerda floja y se ganaba la vida de joven con performances de ese tipo en las calles, logró con la ayuda de varias personas, planes detallados e imposturas, trazar un cable entre ambos edificios y recorrerlos a más de 400 metros de altura durante casi una hora, lo que provocó estupefacción del innumerable público que lo contemplaba arrobado en las céntricas rúas de la Gran Manzana.

Tras hacerlo en Notre Dame, de su país, y en un elevado inmueble australiano, el francés, quien fue encausado cientos de veces por la policía y llevado hasta a instituciones mentales, protagonizó la hazaña más literalmente espectacular de su vida.

El hecho y todo lo que le rodea no podía ser ignorado por el cine. El célebre  escritor neoyorquino Paul Auster, después de conocer al francés en 1980 tradujo al inglés su libro To Reach the Clouds (Alcanzar las nubes) el cual fue «leído» por la cámara del director Robert Zemeckis generando su filme En la cuerda floja (2015), con el protagónico de Joseph Gordon-Levitt, a quien asesoró el propio héroe en la preparación del papel hasta que el actor logró dominar la cuerda floja.

Pero siete años antes, otro cineasta norteamericano, James Marsh, se acercó al funámbulo y su hazaña en el documental Man on Wire (Hombre sobre la cuerda, 2008), por el que ganó un Óscar y fue visto en la más reciente emisión del programa Pantalla documental.

El filme no solo detenta un incuestionable valor testimonial, por cuanto documenta exhaustivamente todo el proceso del suceso desde la narración de sus protagonistas, Petit y quienes lo acompañaron en aquella genial e insólita locura (Jean-Francois Heckel y Jean-Louis Blondeau, más dos estadounidenses y un australiano —pese a que no eran de su entera confianza—, y su novia de entonces, Annie Allix), sino un nada inferior mérito artístico, por la manera en que Marsh mezcla entrevistas a esos personajes en el momento de la filmación con imágenes de la época en que tuvo lugar el acontecimiento, en los años 70, mediante un riguroso montaje que permite coherente y orgánica continuidad.

Más allá de la dimensión de la hazaña, revelada con la intriga de un thriller, el director abre su radio filosófico, siguiendo a pies juntillas a ese alucinado artista que tiene en el fondo la intensa aunque recóndita cordura de quien busca el equilibrio perfecto dentro de un universo que constantemente lo escamotea.

Su memorable performance (mostrado en fotos dada la ausencia de mayores audacias técnicas que hoy se hubieran viralizado al instante desde cientos de celulares en directo), con un alto contenido estético amén del peligro —o acentuado gracias a este—, discursa sobre todo en torno a búsquedas y reencuentros, pues su protagonista representa ese auto desafío perenne que debe asistir a todo humano en cuanto superarse, trascenderse constantemente.

Hombre sobre la cuerda, entonces, detenta no solo el valor de una reconstrucción minuciosa y precisa de un acto irrepetible y apasionante, sino que se erige en parábola sobre la humana aventura del eterno Ícaro tratando de volar, de retar y vencer la gravedad, el peligro, la finitud y conquistar el espacio todo, pleno…, sin quemar sus alas como en el mito. Por el contrario, fortaleciéndolas.

“Me preparo reduciendo la incidencia de lo desconocido y también definiendo mis límites. Si me creo un héroe invencible, pago con mi vida. Debo ser respetuoso con el espacio, que ni conquistaré ni dominaré. Pero si camino de forma artística, con poesía, con sentido, como asumiría una obra de teatro o una ópera, entonces puedo inspirar a alguien más”, declaró el equilbrista en una entrevista a la revista The New Yorker antes de emprender una caminata por el Gran Cañón del Colorado, en 1999.

En efecto, nos ha inspirado a todos desde el testimonio que, gracias al cine, ilumina sobre su grandeza.

Tomado de: Cubacine

Tráiler del filme Hombre sobre la cuerda (Reino Unido, 2008) de James Marsh

Leer más

El padre (2): Terror y vejez (+Video)

Por José Ignacio Araya @JoseAraya95

Podríamos decir que, de entrada, The Father crea una falsa promesa hacia el espectador que llega a ella sin mayor contexto, y el poster promocional es la fiel ilustración de esto: la hija y su padre sonriéndose cariñosamente, con una cálida tonalidad de fondo. Un drama sobre cómo superar el inexorable paso del tiempo. Pero la película de Florian Zeller no se condice para nada con esta reciclada idea.

Anthony (Anthony Hopkins), un hombre de tercera edad que vive solo en su departamento, está en el proceso en que la memoria y la realidad empiezan a distorsionar la forma en que entiende el mundo. Anne (Olivia Colman), no tan consciente de esto, intenta solucionarlo con enfermeras o asistentes para que acompañen al anciano protagonista, llevándonos hacia el interior de la realidad vivida por Anthony.

Y este es el primer gran logro del largometraje, pues parte importante de su tiempo lo utiliza en mostrar cómo vive, siente y se desorienta una persona que sufre la degeneración que la edad conlleva. Cualquiera que pase un tiempo junto a alguien que padezca esta enfermedad entenderá a la perfección esa sumisa respuesta “Ah verdad… Es verdad” que suelen decir cuando realmente no recuerdan lo que les están diciendo. Frase que tantas veces el desorientado Anthony contestaba al no entender dónde se encontraba.

Disculpándome por el uso de la anécdota personal, me es fácil sintonizar con The Father porque hace no más de una semana mi propio abuelo me preguntaba quién era yo, y dónde se encontraba. Llevaba más de una semana en mi casa y esa mañana no vio a mi abuela porque estaba en el médico. Mismos días en que mi hermana lo encontró afeitándose el brazo sin que pudiera explicarnos el porqué de su actuar. Y es que la película de Zeller se inserta en esa interesante categoría de productos audiovisuales que tratan temáticas universales con las que todos podemos empatizar, pero que toca aún más profundamente a quienes pasan por la misma experiencia. Y por cierto que problematiza sobre la reacción que muchos familiares no directos toman frente a esta situación, encarnándolo en la aparente pareja de Anne. Pero también omite los momentos más cotidianos, que al mismo tiempo son los más problemáticos y pudorosos en la dinámica del día a día.

Entrando en los elementos más formales de la película, vale destacar el trabajo de la fotografía. No tanto por sus excelsas cualidades, considerando los reducidos espacios (en cuanto tamaño como en cantidad) que utiliza, sino por lo mucho que hace con tan pocos elementos. A pesar de que gran parte del film ocurre en interiores, los variados tiros de cámara le otorgan un ritmo que, de otra forma, sería extremadamente monótono. Y, volviendo a lo mentiroso del afiche, utiliza una dramática tonalidad fría casi en la totalidad de sus planos, algo muy lejano a la promesa de esa imagen promocional.

La forma en que se suceden las secuencias y escenarios son el punto mejor logrado en The Father, logrando representar de gran manera los “saltos temporales” que el Alzheimer produce en quien lo padece. El uso de la música también es interesante pues, cada cierto tiempo, toma prestado recursos del terror. Y no lo digo de forma figurativa. Hay escenas que utilizan el mismo estilo de composiciones musicales que ejemplares del terror psicológico contemporáneo del estilo de Get Out (2017) y Hereditary (2018) usan, sin ser parte del género en sí.

Sin embargo, el origen dramatúrgico de The Father -el que escribió el propio Zeller- es su mayor bache a la hora de adaptarlo al lenguaje cinematográfico. Ya lo había anticipado arriba: gran parte de los 97 minutos ocurren dentro de habitaciones, limitando la puesta en escena a no más de cinco salones, por lo que hacer el ejercicio de imaginar la película como obra teatral no es muy complejo. Y aquí se entiende la necesidad de los tiros de cámaras, pues son necesarios para sacarla de su estatus original y aprovechar las herramientas que el cine ofrece.

“Siento como si estuviera perdiendo todas mis hojas”, dice Anthony en un momento de especial autoconciencia sobre el estado mental en el que se encuentra. Como si su constantemente extraviado reloj, el cuadro colgado y su departamento fueran la prueba de que “sus hojas” siguen ahí. Lo material así emerge como la comprobación de lo real. Cada vez que esa cáscara que construye su mente se cae, una nueva aparece; pero estos tres objetos son inamovibles en la perdida mente del protagonista. Y para el espectador también se mantiene extraviada, gracias al montaje que permite -inteligentemente- dejar abierta la pregunta sobre si cualquier hecho que vimos durante toda la película realmente ocurrió.

Tomado de: El Agente. Crítica de cine

Tráiler del filme El padre (Reino Unido, 2020) de Florian Zeller

Leer más

23 paseos (23 walks, 2020), de Paul Morrison (+Video)

23 paseos (Reino Unido, 2020) de Paul Morrison

Por Enrique Fernández Lópiz

Amor en la tercera edad

Dave y Fern son dos personas solitarias de edad más que madura y que ya tienen una larga historia a sus espaldas. Se conocen en un encuentro fortuito mientras pasean a sus perros. No se buscan ni tienen edad para ello. Pero el azar o el destino hacen que converjan y se crucen en un parque extenso y de un pardo verdor, encuentros que se irán produciendo en forma continuada.

Durante un total de veintitrés paseos en ese entorno, florece el amor entre ambos. Pero ni Dave ni Fern han sido del todo francos el uno con el otro. Su futuro se verá complicado por los secretos que se han guardado para sí.

El director británico Paul Morrison dirige y escribe con oficio este film que nos habla de la pasión amorosa, no en el punto álgido del ciclo de la vida, sino en la fase otoñal. Dos personas mayores que aprenden a amarse, pese a los impedimentos que se sucederán. Sobre todo, pese al tiempo que es ya limitado y donde se atisba en muchos detalles el final del camino. Morrison elabora un manifiesto sobre la vida que lo es igualmente sobre la muerte. No le falta ternura e incluso impudor, como buen manifiesto.

Las películas de amores otoñales suelen ir dirigidas a un público de cierta edad, rozando la jubilación o ya en ella, y como corresponde a una obra así, suelen predominar los buenos sentimientos, la carga tonal positiva y la esperanza. Pero esta película apuesta también por la franqueza de los accidentes y variaciones de la vida. Como escribiera nuestro poeta Jaime Gil de Biedma: «Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde (…) / ha pasado el tiempo / y la verdad desagradable asoma / envejecer, morir, / es el único argumento de la obra».

Este cuarto trabajo de Morrison como director, pese a no ser una tragedia, sí es una película dura con el claro mensaje de que en las edades posteriores todo resulta más difícil, empezando por el amor. Es así por el largo trayecto ya vivido, o sea, la mochila ya sobrecargada de casi todo, porque se intuye y se sabe que estamos al final del camino, por las influencias externas del tipo que sean, porque la salud es ahora más frágil, también las manías de cada uno y ya muchas cosas no se toleran, o sencillamente por el mismo desgaste de la existencia.

Valores del film

La película transcurre a través de los veintitrés paseos por el parque, como señala el título. Sus protagonistas, junto a sus perros respectivos, construyen una relación como ocurriera en la película de Disney 101 dálmatas, con unos diálogos escritos por Morrison, más en la línea de una conversación sutil, sin grandes conceptos ni palabras rimbombantes ni frases elevadas ni sesudas reflexiones.

Los personajes son gente sencilla, que actúan y hablan como la gente de la calle. Así que venturosamente Morrison no se ha dejado llevar de su intelectualidad ni por la oratoria profusa o confusa. Al contrario, ha sabido escuchar a sus personajes, y cuenta con dos protagonistas entregados a parlamentar. Este sería un primer valor.

La segunda virtud son sus dos intérpretes, artistas distintos y a la vez que diferentes, complementarios y compenetrados. Alison Steadman es una mujer de teatro, de mucha tabla y también de televisión y cine en los años setenta; actriz técnica se compagina con el comediante

Dave Johns, descubierto y encumbrado en la pantalla grande por el film Yo, Daniel Blake (2016), de Ken Loach, hace un trabajo más suelto, espontáneo, directo y cargado de honradez, bondad, amargura, humor y ternura. En realidad, ambos protagonistas hacen su trabajo con naturalidad, como si no interpretaran, como si los estuviera grabando sin ser conscientes una cámara oculta.

Pero hay algo más, esa cordialidad y frescura se ve alegremente acompañada por los dos perros que los acompañan, un pastor alemán y un yorkshire que sin duda ocupan y tienen mucho protagonismo emocional, un plus de «monada animal» cara al respetable.

Y acompañan actores y actrices de reparto de los buenos, como Rakhee Thakrar, Natalie Simpson, Oliver Poell, Vivienne Soan, Bob Goody, Marsha Millar y Graham Cole, todos bien.

Sobre la película

Es una obra sencilla que tiene su encanto. Pero como escribe Martínez: «La película se entona y desentona, se hace y deshace, con una rara habilidad para hacer lucir cada uno de sus defectos. Digamos que su irregularidad y, por momentos, falta de foco es a la vez su pecado y, apurando, su mayor virtud».

La cosa es que la cinta va justo de eso, de la complicación de continuar adelante cuando todo es pesado y complejo, cuando las cosas importunan demasiado. Además, transmite un mensaje que no discutiré sobre la evidencia plausible de que a más edad, más bultos y obligaciones cargamos, más temores, más complicada la espontaneidad para el romance, para el mutuo entendimiento, incluso para ser felices. Esta es una amarga lección de esta cinta, una obra sin ser es magnífica, sí es digna y actual.

Tiene además una bonita música Gary Yershon, buena fotografía de David Katznelson y, eso sí, los exteriores no son hermosos, podrían haber buscado otro entorno natural, más atractivo.

En general, la puesta en escena es sosa, incapaz de levantar ninguna secuencia y en ocasiones más simple que sencilla. Así, la puesta en escena deja que desear.

Algunas reflexiones sociales

Las ciencias sociales, sobre todo la Gerontología, ha evidenciado la importancia que actualmente cobra la senectud. De un lado, la Psicología afirma justificadamente que los cambios y oportunidades para crecer personalmente y mejorar, son una cualidad a lo largo de toda la vida, no sólo en la infancia o la adolescencia. Existen posibilidades también en la vejez, siempre que haya vida sana y lúcida.

De otro lado, la expectativa de vida ha crecido exponencialmente en las últimas décadas y cualquier jubilado, él o ella, tendrán por delante del orden de 20 ó 30 años por delante para ejercitar aficiones, hacer proyectos o promocionarse a través de cursos o talleres en mil interesantes materias y actividades.

De modo que, aunque sólo sea por precisos motivos humanos y también de mercado, la vejez es una edad que cada vez cobra más importancia social y administrativa. También para los políticos, al menos en nuestras democracias pues son los mayores quienes en gran medida deciden gobiernos y mandatarios.

Según la OMS, el futuro estará cada vez más poblado por personas que ya han cumplido los 65 años. Y en todo caso, cada época ha fabricado el imaginario de sí misma y sus aspiraciones. En los años 50 y 60 del pasado siglo, tras las guerras y el advenimiento de los nuevos tiempos y las modas pujantes y de estreno, se dio paso al desconcierto de la adolescencia, una etapa de la vida socialmente construida para consolar y consumir. El cine se lanzó tras el ideal del rock, el pop o la rebeldía con o sin causa. Se ignoraba lo vetusto, lo viejo e incluso la muerte. El cine, como la música y todo lo demás, corrió para levantar el ideal pop que, antes que refutar nada, ofrecía la posibilidad de ignorar un asunto tan peliagudo como la muerte.

Pero estamos en otro tiempo. Ahora hay un poder gris, una importancia de los que peinan canas, incluso la muerte o la consciencia de ella nos define como proyecto en el tiempo, como enunciación de una nueva generación que no se resigna, que conoce sus posibilidades y sus deseos. Hoy sabemos que hay vida en la nueva y joven madurez que va más allá de los sesenta.

Recuerdo, a modo de canción profética y premonitoria, aquella de The Beatles, escrita por Paul McCartney: When I’m Sixty-Four (Cuando tenga sesenta y cuatro). La canción describe a un hombre joven que le canta a su enamorada sus planes de envejecer juntos. El joven pregunta si ella lo seguirá amando y necesitando, a pesar de que el tiempo pase y él envejezca.

El romance y otros

Avanza el romance a lo largo de la película, que es la energía propulsora de la historia, la fragancia del argumento. Pero hay elementos espinosos, aromas menos agradables como el reproche social, el asedio a que se ven sometidas las personas añosas por los hijos, los vecinos e incluso por sus propios recuerdos; están también los prejuicios y estereotipos sociales «anti mayor» que se conocen con el nombre de «prejuicios viejistas» (el viejo como caduco, infantil, torpe o roñoso); y cuentan también las suspicacias, escrúpulos y temores que acompañan a la propia vida con la edad; incluso la pobreza, pues tiene la historia una dosis buena de realismo social británico (recuerda a Loach), amenazado el personaje por una orden de desahucio.

Sería pues estúpido imaginar esta película con el mero sello de la amabilidad y la confortabilidad, que la hay también a raudales. Pero la vida larga tiene sus elementos pesados, como los metales pesados. Lo que tiene de bueno este trabajo de Morrison es que evita el avinagramiento y la mala leche.

Además, aunque hay desencuentros, soledad, recuerdos y acontecimientos pasados punzantes o problemas dinerarios, el director no se recrea en estas desdichas, salvo para de determinar el punto fiel en el que se hallan sus vidas.

No es una gran película, incluso es algo cursi o insípida, pero es una película muy oportuna para estos tiempos en que la vejez tiene el valor del que nunca debió carecer.

Tomado de: Encadenados

Tráiler del filme 23 paseos (Reino unido, 2020) de Paul Morison

Leer más

Descuida, yo te cuido: Entre la observación y la complicidad (+Video)

Descuida, yo te cuido (Reino Unido, 2020) de J Blakeson

Por Nicolás Bello @ngbello

Como un sombrío contrapunto de El agente topo (2020), el estreno de Descuida, yo te cuido en Netflix permite preparar una llamativa función doble con ambas obras. Mientras el largometraje de Maite Alberdi destacaba el lado humano de las casas de reposo, con una historia que nos hacía anticipar lo peor y subvertía esas expectativas negativas, esta producción estadounidense muestra los vicios de un sistema donde la ética es un obstáculo que se interpone entre los individuos inescrupulosos y el éxito económico. La película dirigida por J Blakeson es despiadada en su cinismo, con una galería de personajes irredimibles y un constante cuestionamiento de nuestros lineamientos morales.

La cinta parte con una declaración de principios de su protagonista, quien sostiene que las personas se dividen entre depredadores y presas, entre aquellos que se aprovechan y aquellos de los que se aprovechan. Marla Grayson (Rosamund Pike) ha diseñado su plan de negocios en torno a esa idea, convirtiéndose en un verdadero lobo con piel de oveja. A simple vista nada parece reprochable de su oficio, que consiste en ser tutora o curadora de ancianos que no pueden valerse por sí mismos y tampoco cuentan con la ayuda de familiares, pero detrás de esto se esconde un complejo fraude. Con la ayuda de funcionarios cómplices o crédulos, Marla consigue que sus víctimas sean declaradas incapaces por un tribunal para que, una vez designada como su representante, los pueda registrar en una casa de reposo y administrar todos sus bienes. La idea es vender las propiedades y el resto de las cosas para costear el alojamiento en ese hogar, del cual es accionista, y pagar además sus cuantiosos honorarios, en un engaño que se extiende por todo el tiempo que les quede de vida a esas personas.

Durante los primeros minutos de la película somos testigos del funcionamiento de esta maquinaria, cuyas piezas están bien engrasadas y se mueven sin inconvenientes. La energía que transmiten estas escenas, sumado a la desenvoltura de la protagonista, que actúa a sus anchas sin ningún tipo de remordimiento, nos ubica en una posición bastante particular. El director J Blakeson sabe que la conducta de Marla es deshonesta, pero eso no impide construir un relato alrededor de ese tipo de personajes; exigir irreprochabilidad moral al cine es una postura miope y mal encaminada, que olvida también que nuestro vínculo con las obras puede ir más allá de la empatía o la identificación, ya que existen otras reacciones como la fascinación o incluso el morbo.

Existen películas ilustres que son protagonizadas por individuos reprochables, historias que nos obligan a acompañarlos en sus viajes y a ser cómplices de sus experiencias. Un punto recurrente en esas obras es que tales personajes han sido tradicionalmente hombres, así que la aparición de Descuida, yo te cuido surge como un caso novedoso. No son muchas las diferencias entre Marla y el Henry Hill o el Jordan Belfort que retrató Martin Scorsese, por ejemplo, siendo todos ellos exponentes de un capitalismo salvaje, que privilegia el dinero por sobre consideraciones de cualquier otro tipo. Esa ansia por ganar, por diferenciarse de la masa y escapar de la vida ordinaria, es el mismo motor que mueve el sistema económico en el que estamos insertos.

Pike disfruta cada minuto que pasa interpretando a la protagonista, una energía que ya habíamos visto en su rol de Amy Dunne en Gone Girl (2014). La conducta calculadora, los rasgos sociópatas y el placer de infringir las reglas son algunas de las similitudes que unen a ambos papeles. La cinta de David Fincher, sin embargo, era más precisa en su narración y sutil en algunos de los temas que abordaba, lo que en el caso de este largometraje es reemplazado por una energía desbordante, acompañada de una colorida estética.

De vez en cuando, Marla se encuentra con víctimas más apetecibles que el resto. Se trata de ancianos adinerados, sin contactos estrechos, que son fáciles de aislar y pueden ser explotados durante mayor tiempo. Ese es el caso de Jennifer Peterson (Dianne Wiest), una jubilada que vive en un barrio acomodado, no tiene familiares conocidos y recientemente le comunicó una leve pérdida de memoria a su doctora, lo que puede propiciar un informe que exagere los síntomas y sugiera su interdicción. La secuencia en la que se muestra todo este proceso es espeluznante en su eficacia y arbitrariedad, sobre todo cuando la protagonista llega a la casa de la mujer con una orden judicial que le permite tomar el control de su vida.

La sátira y el humor negro podrían haber sido suficientes para dar forma al relato, a través de tintes kafkianos sobre la burocracia y la crueldad de las instituciones. Pero la película introduce elementos adicionales, más cercanos a las fórmulas de los géneros cinematográficos, como el thriller y las películas sobre crimen organizado. Esto ocurre porque Jennifer, la víctima que Marla veía tan vulnerable, esconde un vínculo con el mafioso Roman Lunyov (Peter Dinklage), quien hará todo lo que esté a su alcance para liberarla. Aunque la aparición de esos componentes resulta vistosa al comienzo, a la larga exige más de la cuenta en términos de verosimilitud.

Además, la cinta se complica durante la segunda mitad del metraje con la reacción que quiere provocar en los espectadores. El surgimiento de un antagonista despiadado parece sugerir que el director pretende mostrar a Marla como alguien que merece nuestra empatía, en un ejercicio de relativismo moral que se siente medio torpe. Aparentemente, Blakeson va más allá de solo representar el mundo del personaje, aspirando en cambio a una identificación entre ella y la audiencia. Hay también referencias al género de la protagonista y a una especie de empoderamiento femenino superficial, donde el poder económico —sea cual sea su precio— es sinónimo de un triunfo sobre el patriarcado, con lo cual no queda claro si forma parte del espíritu satírico de la obra o si es algo serio.

Blakeson no tiene la agudeza de Fincher ni la destreza de Scorsese, lo que le termina dando un aire irregular a Descuida, yo te cuido. El impulso por agregar más piezas de las necesarias le juega en contra al director, enmarañando el relato y atenuando su efectividad.

Tomado de: El Agente Cine

Tráiler del filme Descuida, yo te cuido (Reino Unido, 2020) de J Blakeson

Leer más

La reina tiene su favorita (+Video)

Por Erian Peña Pupo @ErianPupo

Premiada en los más disímiles festivales cinematográficos, La favorita (Yorgos Lanthimos, Reino Unido, 2018) sustenta su éxito en tres cuestiones fundamentales: una triada de talentosas actrices, un guion construido desde el detalle, y el preciosismo manierista en su conjunto.

Lanthimos (Kinetta, Canino, Alps, Langosta y El sacrificio de un ciervo sagrado) se adentró en un territorio —las intrigas palaciegas, la corte y sus escaramuzas, el poder, esa palabra sobrevolando la historia, en toda la extensión del término— que no por explor(t)ado deja de ser atractivo.

Lanthimos lo sabe: los pasadizos de palacio aún esconden muchas patrañas. Y aunque el propio director griego ha declarado que no le interesa la precisión histórica del filme, sino el desarrollo de los personajes, como pocas veces se ha visto en su cine, donde estos suelen alejarse en busca de una cierta impersonalidad atractiva, pero rasante con lo irreal, los hechos en los que se basa La favorita son verídicos, y ahí uno de los puntos a favor de un guion en el que por primera vez no participa el propio director, creación de Deborah Davis y Tony McNamara: a inicios del siglo XVIII, la última Estuardo, Anne, en la piel de una magnífica Olivia Colman, delante de la que cualquiera se quita el sombrero una y mil veces, reinaba en Inglaterra junto a lady Sarah Marlborough (una inigualable Rachel Weisz, que ya vimos en Langosta, junto a Colin Farrell). Siendo una reina débil y enfermiza, Anne dejaba en manos de su entonces favorita todos los asuntos de Estado, por lo que lady Sarah actuaba en temas políticos, incluidos las varias tensiones en la corte inglesa, bélicos y económicos.

La favorita se ve como una película preciosista en estética, repleta de un sarcástico academicismo, y narrada con un falso entusiasmo; esto se relaciona con el propio tono que se le imprime a la cinta, no exento de ciertas lecturas sociales en su trasfondo, apostando por una mirada cínica y mordaz en todo lo que rodea al núcleo narrativo conformado por este destructivo y al mismo tiempo cautivador triángulo amoroso. (publicado en el blog cine maldito).

Hasta ahí la parte histórica, los cimientos de alguna manera reales en los que se basó el guion, si no fuera por el tercer personaje femenino de la triada: una nueva sirvienta, Abigail (Emma Stone), que, con las mañas de su encanto, típico ejercicio palaciego, seduce a Sarah, y trata de escalar la estructura social para regresar a sus raíces aristocráticas perdidas. Y lo hace mediante un acercamiento paulatino a la Reina, mientras Sarah dedica su tiempo a la política real.

Aquí todo se lo lleva el ganador, o sea, la ganadora, en este caso tres: una Olivia Colman —la vimos también en Langosta, aunque no en un papel con tanto peso— que se supera en cada minuto: irascible, patética, palabra que se deriva del griego pathethikós: “sufrir, experimentar un sentimiento”, pero capaz de destilar un humanismo desconcertante; una Rachel Weisz, con su atractiva androginia, que sale airosa de ese rol de tanto peso político como sexual, pues en la corte, lo sabemos, la alcoba era tan importante como la política; y una Emma Stone aparentemente lánguida, pero cuidado, que su mirada oculta más de una verdad.

Mención aparte merece el trabajo actoral, capitaneado por una inconmensurable Olivia Colman en el papel de la Queen anne; solitaria, ingenua y alineada por las circunstancias, el personaje funciona tan bien como epicentro argumental que muchos de los más inolvidables momentos de la película recaen de manera justa sobre ella. (publicado en el blog cine maldito).

La favorita es una tragicomedia con visos de humor negro, una farsa delirante que se torna un drama de época bastante fidedigno, gracias a la dirección de arte. El trasfondo de todo esto, de la relación entre la reina Anne, Sarah y Abigail, es el poder y sus maquinaciones: el ascenso, la caída y la decadencia de casi todo el mundo, la ambición que mueve un triángulo amoroso en clave femenina —como pocas veces se ha visto en el cine de un Lanthimos más frío y calculador, más sádico—, que se explica a través del ejercicio del poder.

Las protagonistas —la triada que levanta el filme a otros planos— se mueven en las trampas de sus propias estrategias de seducción, dominación y sumisión. El poder, parece decirnos Lanthimos, es la forma más descarnada del amor. En esta pelea por el favor de una reina indecisa, tan peligrosa como lo puede ser una mujer hambrienta de afecto, todo verdugo se convierte en víctima, y viceversa. En la pugna por la ascensión social de Abigail y por el control de la escena política que Lady Marlborough realiza desde palacio, hay algo más que codicia y ambición: hay, nos dice, algo enfermizo llamado amor, que, por primera vez en el cine de Lanthimos, sustituye el rigor brechtiano y la misantropía cósmica, por algo parecido a la empatía.

La favorita pasa a ser una reflexión envuelta de cariz humorístico acerca del poder y la manera en la que es capaz de transformar a su antojo los impulsos emocionales. Puede que sea una de las películas más completas del director griego, como así parece demostrar la aparente comodidad con la que se desenvuelve en una cinta que juega en todo momento con la engañosa hilaridad de su conjunto. (publicado en el blog cine maldito)

Aunque la ubicua cámara de Robbie Ryan se mueve mayormente entre un gran angular y un ojo de pez, con movimientos semicirculares haciendo de contraplano para mostrarnos a los personajes y toda la ornamentación que les acompaña, planos simétricos, slow motion y suntuosos travellings propios de un cine dotado de mayor presupuesto y con reminiscencias a Stanley Kubrick, pero que llegan a ser algo desconcertantes por momentos, el filme posee un toque de actualidad, un cierto anacronismo velado que aporta un grado de perplejidad, incluso de sorpresa. Además, sus protagonistas, poseedores de fidelidad histórica, poseen un cariz de modernidad, un desparpajo que torna más atractiva esta trama irreverente, propia del griego Lanthimos y sus conflictos sorprendentes, insólitos, provocativos y hasta, podríamos decir, inverosímiles, pero con un toque de humor absurdo y satírico; sobre todo en la surreal Colmillos y la distópica Langosta, y en menor medida en la magnífica cinta que es El sacrificio de un ciervo sagrado. Donde muchos ven influencias del Kubrick de Barry Lyndon, encontramos también el tratamiento de la maldad y la perversión con un sadismo ácido, propios del cine de Michael Haneke.

Acusado en ocasiones de ser incapaz de perfilar los ramalazos conclusivos de sus historias, Lanthimos aquí vuelve a jugársela con la recreación del carácter sombrío que sirve de sostén a una película cuyo nervio autoral muchos han querido como una revisión pasional del Barry Lyndon de Kubrick, y que funciona como una pieza que juega vehementemente con su naturaleza retorcida, aunque la excelencia de su puesta en escena pretenda regalar ciertas sugerencias formales. (publicado en el blog cine maldito)

Película con un barroquismo visual —y escenográfico— sorprendente, audaz e irreverente, como el propio cine de Lanthimos, pero, a diferencia de sus antecesoras, con cierta fibra humana que estas carecían, en busca de un extrañamiento exprofeso, La favorita —que también posee su parte de todo esto, pues, ante todo, alza el estandarte Lanthimos, con varias de las obsesiones reconocibles en el cine del director griego: los rituales de control y dominación de Canino, la complicación de la asimilación de la muerte de Alps, la imposibilidad y puerilidad del amor puro de Langosta, la tragedia griega de El sacrificio… o la relación del individuo con la sociedad presente en todas ellas— bien merece los tantos lauros.

La reina tiene su favorita, aunque cambie en dependencia de sus caprichos e inestabilidades. Yorgos Lanthimos también. Yo tiraré los dados al azar, pero casi apostaría que cada vez que estos caigan sobre el suelo, veré el rostro maquillado de Olivia Colman.

Tomado de: Asociación Hermanos Saíz

Tráiler del filme La favorita (Reino Unido, 2018) de Yorgos Lanthimos

Leer más

El remake como ofensa (+Video)

Rebeca, (Reino Unido, 2020), de Ben Wheatley

Por Yago Paris @Yago_Paris

Ha ocurrido lo que cabría esperar, y a estas alturas no debería sorprendernos: se ha estrenado Rebeca, la nueva obra de Ben Wheatley, pero este no es el nombre al que más atención se le presta en los textos críticos que la analizan, sino a otro, el de una persona que poco tiene que ver con esta producción y que murió hace tiempo: Alfred Hitchcock. Esto es así porque la nueva obra del director de High-Rise adapta el filme Rebeca, que el director inglés había rodado en 1940, que a su vez adaptaba la novela homónima de Daphne du Maurier. En efecto, se ha llevado a cabo el remake de una obra mítica de la cinefilia y de lo que más se habla no es de la nueva película, sino del clásico: plantearse si tenía sentido hacer una nueva versión, entender como una ofensa que Netflix se atreva a hacer algo semejante, señalar todas las virtudes que el clásico atesora y que ni de lejos se observan en la versión moderna… Es decir, el debate se reduce a aspectos extracinematográficos o a indicar lo que el filme en cuestión no es.

Lo que cabe esperar de una crítica es que esta desglose las claves de la película, pero cuando se trata del remake de una obra mítica se produce una aberración analítica que a nadie parece llamarle la atención, cuando debería escandalizarnos. Señala Sergi Sánchez que «no hay más que comparar a ese galán de cartón piedra llamado Arnie Hammer con el aristocrático a la par que siniestro Laurence Olivier para ser conscientes de lo corto que se queda este remake»; Jesús Usero argumenta que «no había necesidad de buscarle tres pies al gato ni mucho menos de retocar la película del maestro del suspense»; Juan Manuel Freire indica que «Wheatley y sus guionistas no se esfuerzan lo suficiente por distinguirse de lo ya canonizado»; y Noel Ceballos asegura que «las comparaciones entre Joan Fontaine y Lily James, por no hablar de Armie Hammer/Laurence Olivier, entran directamente en el terreno de la falta de respeto al espectador».

El caso más problemático es el de Elsa Fernández-Santos, quien entrega un texto incendiario que cierra de la siguiente manera: «la película está pensada para un público que ni conoce ni por desgracia quiere conocer el clásico de Hitchcock (Rebeca, ya se sabe, supuso el triunfal aterrizaje en Hollywood del maestro), y eso resulta aún más indignante. Casi parece una burla o una provocación que una plataforma como Netflix invierta tiempo y dinero en reescribir un clásico sin ninguna otra ambición que darle a la empalagosa Lily James una nueva manera de perpetuar su papel de eterna y sufrida Cenicienta». Por otro lado, Mireia Mullor resume todo este asunto con mucha inteligencia: «La ironía es grande: la historia va precisamente sobre una mujer incapaz de escapar de la sombra alargada de su predecesora. Y a esta película le pasa exactamente lo mismo», pero habría que preguntarse si no es precisamente la comunidad crítica y cinéfila la que genera dicha sombra.

Esto en ningún caso debería entenderse como una defensa de la nueva Rebeca, que a quien esto firma le ha parecido mediocre, sino como la denuncia de que una obra, como tantas otras en una situación similar, está siendo juzgada por los motivos equivocados. Es decir, que se está ejerciendo un trabajo crítico muy cuestionable. La lectura comparada de obras es un ejercicio intertextual valiosísimo, incluso imprescindible, pero para ello hace falta analizar ambos filmes en igualdad de condiciones, por lo que cada uno propone, pero en el caso que nos atañe cuesta encontrar textos críticos que se hayan molestado en tratar de desentrañar las claves narrativas y estéticas de la Rebeca de Wheatley, como si se diera por hecho que no hay nada de valor que rescatar, o que ofrezcan una lectura sugerente de sus imágenes. Ni siquiera críticas valiosas como las citadas de Ceballos y Freire se libran de caer por momentos en una actitud tan problemática y acomodaticia.

Como narración cinematográfica, la nueva Rebeca es un ejercicio tan cuestionable en términos de puesta en escena como otras producciones de Netflix (Enola Holmes o House of Cards) que, sin embargo, fueron celebradas desde su estreno. La manera en que se aborda la construcción de las imágenes en estas obras la resumió Álvaro Peña en el pódcast Perros Verdes, en un programa donde se bautizó la propuesta visual de la productora como imagen-nada: «se trata de una sensación de factura impecable, de producto bien hecho que, sin embargo, a poco que reflexionemos sobre lo que hemos visto, se contradice muchas veces con la falta de matices realmente expresivos, o directamente con un contenido cuyo alcance no se corresponde con esas imágenes grandilocuentes». Mediante un cuidado uso de la fotografía, Wheatley ofrece un sinfín de imágenes poderosas que en el fondo no dicen nada. En términos narrativos, la película tontea sin escrúpulos con las dinámicas más perniciosas de la serialidad, que se basan en los incontables golpes de efecto, la transición como modelo narrativo, basado en el carrusel de situaciones superfluas —cuesta encontrar una escena que dure más de dos minutos— y el rodaje mediante el uso de una steadycam que no para de moverse para no llegar a ningún lugar. El único hallazgo con algo de valor consiste en la apuesta por un melodrama desaforado que no le teme a la etiqueta «telefilme» y que se desliga de los aspectos psicológicos de gran calado que caracterizaban a la obra de Hitchcock.

Alexander Zárate señala en el número 510 de Dirigido por una de las ideas más valiosas asociadas al fenómeno del remake, que puede entenderse como una «reflexión sobre el propio cine, y su condición de lenguaje, y el propio presente (y sus ficciones)». En ese sentido, Rebeca es la brillante condensación de un modelo tan problemático, cinematográficamente hablando, como el que propone Netflix, uno de los paradigmas de la ficción del siglo XXI. Pero la comunidad crítica parece haberse conformado con despellejar el remake, lo que explicaría por qué no se han ofrecido otras lecturas más suculentas. En este sentido cabe destacar el tuit de una de las integrantes de Perros Verdes, Ruth Uris, en el que, mostrando imágenes de Rebeca y Enola Holmes, pone de manifiesto el poco cuidado con el que la productora trata sus obras. Resulta revelador analizar ambos filmes y atender a la recepción crítica que han recibido. Si bien ambas son muy similares en términos de lenguaje cinematográfico, mientras la obra de Wheatley ha sido apaleada por atreverse a tocar una de las figuras del mausoleo de la cinefilia, la de Harry Bradbeer ha recibido elogios por su reformulación de Sherlock Holmes en clave femenina y feminista. Dicho de otra manera, en ambos casos la valoración cinematográfica se ha basado en aspectos que nada tienen que ver con el acto de filmar una película. Mientras sigamos siendo incapaces de analizar las imágenes de nuestro presente —o no queramos enfrentarnos a ellas—, la mediocridad fílmica se camuflará tras discursos accesorios, que, más o menos valiosos, nunca serán la clave de lo que hace del cine un modo de expresión específico.

Tomado de: Insertos Cine

Tráiler del filme Rebeca (Reino Unido, 2020) de Ben Wheatley,

Leer más