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La política del color: el racismo y el colorismo

Foto Sebastião Salgado (Brasil)

Por Boaventura de Sousa Santos

La piel es nuestra mayor barrera protectora natural. ¿Por qué el color de la piel tiene un significado social infinitamente mayor que el color de la pupila de los ojos? Tanto en la tradición cristiana (incluido el secularismo en el que se prolongó) como en la tradición budista, la oscuridad y la claridad fueron metáforas conceptuales que pretendieron explicar el perfeccionamiento de la persona humana en sus relaciones con los poderes que la trascienden. Se refieren a movimientos del conocimiento y de la vida interior. La trayectoria de la oscuridad a la claridad está abierta a todos los seres humanos. Y, de hecho, la máxima claridad (por ejemplo, en presencia de la divinidad) puede convertirse en la máxima oscuridad, siendo ejemplo de ello el horror divino de George Bataille, o en el máximo el silencio del universo, en el caso de José Saramago.

Sin embargo, con la moderna expansión colonial europea, sobre todo a partir del siglo XVI, la oscuridad y la claridad se utilizaron progresivamente para distinguir entre seres humanos, para clasificarlos y jerarquizarlos. Fue entonces cuando la oscuridad y la claridad se movilizaron como factores identitarios, para definir los colores de la piel de los seres humanos, transfiriendo a esta definición significados antiguos. Si antes tales significados partían de la idea de la condición común de los humanos, a partir de entonces el color de la piel constituirá uno de los vectores fundamentales de la línea abisal que distingue a los humanos de los subhumanos, la distinción que subyace al racismo. Una vez aplicado a la piel humana como factor determinante, el color pasó a designar características “naturales” que definen desde el principio los tránsitos sociales permitidos y prohibidos. Lo “natural” se convirtió en una construcción social concebida como un factor extrasocial de la legitimidad de la jerarquía social definida a partir de las metrópolis coloniales. El “negro” se convirtió en “color”, símbolo de lo negativo, y el “blanco”, “la ausencia de color”, en símbolo de lo positivo. Así surgió el racismo moderno, uno de los principales y más destructivos prejuicios de la modernidad eurocéntrica. Como bien analiza Francisco Bethencourt, el racismo, a pesar de no ser un rasgo exclusivo occidental, asumió con la expansión colonial europea un papel central en la clasificación jerárquica de las poblaciones (Racismos: das Cruzadas ao século XX, 2015).

A pesar de haber experimentado muchas mutaciones, el prejuicio racial ha mantenido una notable estabilidad. Por un lado, la inmensa diversidad de rasgos fisiológicos y tonos de color de piel no impiden que el prejuicio se adapte y se reconstituya incesantemente según los contextos, a veces pareciendo un residuo del pasado, a veces resurgiendo con renovada virulencia. Por otro lado, su naturaleza insidiosa se deriva de su “disponibilidad” para ser interiorizado por aquellos y aquellas que son víctimas de él, en cuyo caso unos y otras pasan a evaluar su existencia y su papel en la sociedad en función del canon de la jerarquía racial. Por último, la lógica racial del color se insinúa tan profundamente en la cultura y el lenguaje que está presente en contextos tan naturalizados que parecen no tener nada que ver con los prejuicios. Por ejemplo, en el espacio de la comunidad de países de lengua portuguesa (por lo menos en Brasil y en Portugal) los niños aprenden que el lápiz de color beige es el lápiz del color de la piel.

La primacía otorgada a la visión en el análisis eurocéntrico del mundo hace que el color de la piel sea una de las variaciones más visibles entre los humanos. Está relacionada con las respuestas a la radiación ultravioleta. La piel más oscura, con más melanina, protege a las poblaciones originarias de regiones cercanas al ecuador. Por tanto, en su origen es una respuesta físico-biológica al medio ambiente. ¿Cómo es que, si bien el origen de la humanidad se dio en regiones con mayor radiación ultravioleta, el color de la piel terminó convirtiéndose en un marcador de deshumanización? Fue un largo proceso histórico que, en algunos contextos, evolucionó para convertir la piel clara y la piel oscura en connotaciones de una rígida jerarquía social, lo que llamamos racismo y colorismo. La percepción del color dejó de ser una característica física de la piel para convertirse en un marcador de poder y una construcción cultural. El siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX fueron la época del apogeo de la explicación científica de las diferencias raciales, de las que resultaba, lógicamente, la jerarquía social y la recomendación de no mestizaje, de la eugenesia, del apartheid y de la eliminación de lo que se consideraban razas inferiores (por ejemplo, Nancy Stepan, The Idea of Race in Science: Great Britain 1800-1960, 1982). El concepto de “under man” (subhumano) ganó popularidad con el libro del estadounidense Lothrop Stoddard, The Revolt Against Civilization: The Menace of the Under-Man, publicado en 1922, que se convertiría en el manual de los nazis. Tras la Segunda Guerra Mundial y ante la catástrofe genocida del nazismo y del fascismo, el paradigma de la ciencia racista se fue desmontando. Hoy, los estudios genéticos muestran que, como las clasificaciones raciales no se traducen en diferencias genéticas importantes, no tiene sentido hablar de raza como categoría biológica. De hecho, la variación genética entre grupos raciales es pequeña en comparación con las diferencias genéticas dentro del mismo grupo. En otras palabras, la ideología racista sobrevive al desmantelamiento de las “bases científicas” del racismo.

A pesar del descrédito de la base científica del racismo, el racismo como ideología permanece e incluso se ha acentuado en los últimos tiempos. Las características morfológicas del rostro, el cabello o el color de la piel siguen utilizándose como marcadores de discriminación racial, y en muchos países determinan las variaciones en la discriminación que se dirige contra diferentes grupos sociales racializados, ya sean negros, asiáticos, indígenas, gitanos o latinos, por no mencionar, dependiendo de la época y del contexto, a judíos, irlandeses, portugueses, españoles, italianos, eslavos. El color de la piel, en concreto, ha adquirido un significado particularmente insidioso al determinar diferencias sistemáticas de trato dentro de grupos que comparten la misma “identidad racializada” o “comunidad de color”. En las Américas, este fenómeno condujo a la formulación del concepto de colorismo para designar este trato diferencial. No hay colorismo sin racismo ni colonialismo. El colorismo potencia la complejidad y la gravedad de las narrativas y de las prácticas racistas y reitera la violencia epistémica y ontológica del proyecto colonial, una violencia aún más cruel cuando ocurre dentro de los grupos racializados. El código colorista establece que cuanto más “blanco” sea el color de la piel, mayor es la probabilidad de que alguien sea candidato a los privilegios de la blanquitud, pero, al igual que ocurre con la identidad racial, la definición del color de la piel es una construcción social, cultural, económica y política. Los estudios sociales del color de la piel muestran que la identificación y la clasificación del color de la piel varían de una sociedad a otra e incluso dentro de la misma sociedad. Es oportuno recordar que Bethencourt decidió estudiar la historia del racismo para responder a esta pregunta: ¿cómo es posible que la misma persona sea considerada negra en Estados Unidos, de color en el Caribe o en Sudáfrica y blanca en Brasil? Yo añadiría otras dos preguntas. ¿Por qué la clasificación varía dentro del mismo país? En el caso de la sociedad brasileña, quien es considerado blanco en Bahía puede ser considerado negro en São Paulo. ¿Y puede la clasificación variar en el tiempo?

Cuando se habla críticamente del racismo, hay una gran tendencia a resaltar los daños, la violencia y la destrucción que causa en las poblaciones racializadas. No obstante, de esta forma, el color de los que causan el racismo se vuelve invisible. La piel de quien ejerce una actitud racista no tiene color, sobre todo en contextos donde el “color blanco” está asociado con el mantenimiento de privilegios heredados de la esclavitud y del colonialismo. Lo mismo podría decirse de la piel de los árabes sauditas en relación con los paquistaníes, filipinos o bangladesíes, o de los chinos en relación con los africanos. Así, se vuelven invisibles tanto el color de la piel como los privilegios que justifica ¿Por qué el análisis crítico del racismo incide principalmente en la discriminación que sufren los cuerpos racializados y omite los privilegios de los cuerpos no racializados? Al final, cuando se habla de “supremacía blanca” no se habla de la calidad del color, sino del poder y los privilegios que invoca. Mucho más allá de los contextos de la supremacía blanca (la blanquitud), el uso racista del color y de la ausencia de color siempre está ligado a la instrumentalización del poder y de los privilegios. Mencioné anteriormente el racismo de los chinos en China contra los africanos negros. Lo cierto es que la Corte Suprema de Sudáfrica dictaminó en 2008 que, con el fin de acceder a una discriminación positiva para promover el “empoderamiento económico de los negros”, los chinos nacidos en Sudáfrica eran considerados… negros.

La conclusión urgente parece ser la siguiente: sólo razones políticas y luchas de poder pueden explicar la instrumentalización social del color de la piel; y, asimismo, solo ellas explican que el probable aumento de la multiplicidad de tonos de color de piel resultante del mestizaje o la crioulização no se traduzca en el fin del racismo y de la violencia e injusticia que causa. A pesar de la diversidad de contextos ya mencionada, históricamente el problema ha cobrado especial agudeza en los países donde existe una población considerada blanca, por pequeña que sea, pero en posiciones de poder, y asume distintos contornos en contextos diferentes. La investigación se ha centrado principalmente en cómo las diferencias en el color de la piel entre personas consideradas de la «misma raza» determinan diferencias de trato. El caso más tratado es el de los países que heredaron la violencia de la esclavitud, especialmente en el contexto estadounidense. Los análisis muestran consistentemente que, a pesar de avances muy significativos en el acceso a cargos públicos y privados de personas clasificadas como de raza negra (o de cualquier otra raza que no sea blanca), como resultado de las luchas contra la discriminación racial, especialmente durante los últimos cincuenta años, lo cierto es que las personas racializadas que accedieron a estos lugares tienen, en general, un color de piel más claro.

A pesar de la inmensa diversidad de tonos de piel, el color de la piel marcó y marca no solo diferencias raciales, sino también diferencias de trato dentro de la misma identidad racial. El colorismo es quizás el arma más insidiosa del racismo para dividir a los grupos racializados. Por ejemplo, en los Estados Unidos, los esclavos negros de color más claro eran más caros y se buscaban para el trabajo doméstico en las casas de las plantaciones, mientras que los esclavos de color más oscuro estaban destinados al trabajo duro en los campos. De hecho, los traficantes de esclavos utilizaban las diferencias en el color de la piel para provocar la división entre los esclavos. Mucho después de la abolición de la esclavitud, el racismo y el colorismo no solo permanecieron, sino que se extendieron a nuevas categorías de población, por ejemplo, los inmigrantes europeos. Es decir, la matriz de exclusión basada en el racismo de la diferenciación fenotípica tiene un dinamismo tan cruel e insondable que se propaga “por analogía”. En los Estados Unidos a principios del siglo XX, los irlandeses, italianos y portugueses fueron considerados «blancos oscuros» y sólo gradualmente (¿y completamente?) su color de piel fue siendo «blanqueado», acompañando su ascenso social. Pero después de todo, ¿fue el ascenso social el que blanqueó la piel o fue la piel sin matriz fenotípica la que facilitó el ascenso? La respuesta es obvia.

La persistencia del racismo y el colorismo es evidente en esta instantánea fotográfica de Brasil. El 22 de marzo de 2018, el conocido periódico norteamericano Wall Street Journal publicó un reportaje titulado “La demanda de esperma estadounidense aumenta exponencialmente en Brasil”. Relataba que en los siete años anteriores la importación de semen estadounidense por mujeres brasileñas blancas, ricas, solteras y lesbianas había aumentado de modo extraordinario. Las preferencias eran para donantes de piel clara y ojos azules. Según Fairfax Cryobank, el mayor exportador de esperma a Brasil, este país fue el mercado de semen de mayor crecimiento. Mientras que en 2011 solo se habían importado 11 tubos de semen, en 2017 el número subió a 500 tubos. Según el periodista, la preferencia por los donantes blancos refleja la preocupación por el racismo «en un país donde la clase social y el color de piel están íntimamente ligados». Para las consumidoras, «los niños de piel clara tendrán la expectativa de mejores salarios y un trato más justo por parte de la policía». En los Estados Unidos, las mujeres negras con tonos de piel más claros y rasgos europeos tienden, al igual que en otras circunstancias, a tener más éxito en conseguir un trabajo, en una carrera profesional, en concursos de belleza o en videos musicales. En el caso de Brasil, el testimonio de Bianca Santana refleja esta dimensión del racismo estructural: “Mi piel no es retinta. Tengo el color del mestizaje brasileño, que tantas veces se ha utilizado para reafirmar el mito de la democracia social… Poder ser vista como blanca o, mejor, como no negra, me dio oportunidades que probablemente no tendría si mi piel fuese más oscura, como ocupar un puesto de coordinación en un colegio europeo de élite (https://revistacult.uol.com.br/home/colorismo-e-o-mito-da-democracia-racial/).

El colorismo también ha existido dentro del mismo grupo racial cuando, por ejemplo, en el siglo XIX y principios del XX, los clubes de las élites negras en los Estados Unidos negaban el acceso a personas con el color más oscuro. La internalización del colorismo ha llevado y sigue conduciendo a prácticas de blanqueamiento de la piel y la demanda de productos blanqueadores ha crecido enormemente (Lynn Thomas, Beneath the Surface: a transnational history of skin lighteners, 2020). Pero, por otro lado, el colorismo también puede operar a la inversa, en contextos de comunidades altamente racializadas y como reacción de resentimiento: discriminar a las personas de piel más clara consideradas débiles o inferiores por ser producto de mezcla de razas.

El color, el contracolor y el arco iris

El color de la piel es un marcador esencialista en nuestras sociedades desiguales y discriminatorias y, como fenómeno político, puede utilizarse con diferentes orientaciones políticas y hasta como forma de compensación histórica. En 1903, el gran intelectual estadounidense negro W.E.B. Du Bois escribió proféticamente que el problema del siglo XX sería «la línea de color», la «línea de la división racial por el color». Así fue y así parece seguir siendo hasta bien entrado el siglo XXI. A mediados del siglo pasado, Franz Fanon mostró elocuentemente cómo el racismo actuaba a través de una fractura dialéctica entre el cuerpo y el mundo, entre el «esquema corporal» y el «esquema racial epidérmico». El fenotipo epidérmico sería trivial si no existiera el racismo fenotípico.

La lógica racial y colorista se utiliza tanto para excluir a los «otros» como para unir el «nosotros». Ahí radica uno de los hilos con los que se teje la extrema derecha de nuestro tiempo. En el polo opuesto, el movimiento black is beautiful de los afroamericanos en la década de 1960, que luego se extendió a otros países (por ejemplo, en la Sudáfrica del apartheid), consistió en reivindicar el color y cambiar su connotación. Siempre que el color es politizado contra el racismo para unir la lucha antirracial y la lucha anticapitalista, el color de la piel tiende a perder el esencialismo y a relativizarse. Intensamente politizada, la lucha del Black Panther Party fue notable, especialmente en la década de 1970-1980, en un esfuerzo por abolir la relevancia de las diferencias de color de piel entre la comunidad negra. Y ayer, como hoy, queda abierta la cuestión de saber en qué medida grupos de varias razas, etnias y colores de piel pueden unirse en las luchas contra el capitalismo, el colonialismo, el racismo y el sexismo, para así aumentar las posibilidades de éxito de las luchas por una sociedad más justa. Los períodos de mayor optimismo han sido seguidos por períodos de mayor pesimismo con una circularidad inquietante. Dos cosas parecen seguras. Por un lado, los esencialismos identitarios tienden a dificultar la articulación de las luchas sociales contra la desigualdad y la discriminación. Por otro lado, no se puede confundir el cambio en el color del poder con el cambio en la naturaleza del poder. Después de todo, la burguesía negra estadounidense se ha preocupado por alcanzar el poder capitalista y no por cambiarlo (ver Barack Obama). Y no será diferente en otros lugares.

Wittgenstein escribió (Observaciones sobre los colores, 1996: 17) que un pueblo de daltónicos tendría otros conceptos sobre los colores. ¿Sería esta una solución al racismo basada en el color de la piel? Si es correcta mi propuesta de que el racismo no reside en el color en sí, sino en la política del color centrada en la desigualdad de poder y en la concentración excluyente de privilegios, la respuesta es no. Si se mantiene la estructura de poder, el prejuicio no desaparecería, solo se expresaría de otra forma y con otra justificación.

Tomado de: Alainet

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La luz y el color en la construcción de lo maravilloso*

El resplandor de lo maravillo O el reencantamiento del mundo. Adolfo Colombres. Editorial COLIHUE 2

Por Adolfo Colombres

La función primordial de la luz en los mitos de origen es de muy antigua data, e impregna los universos simbólicos con ricos significados. Se la reconoce como un principio superior, purificador, virtuoso y con un marcado poder espiritual, que se relaciona tanto con la clarividencia intelectual (la palabra «lucidez» viene de luz) como con la santidad. La luz, subrayaba Plotino, no se halla sin embargo en el cuerpo iluminado, sino que proviene de un cuerpo luminoso, que la proyecta. Esto es válido para el mundo de la física y también en algunos aspectos de lo simbólico, en los que se pone de manifiesto que dicha luz es recibida de un dios o ser superior; pero existe también una luz interior, que se elabora lentamente con el cultivo de la sabiduría y las virtudes, hasta que llega el momento en que esa persona, sin haberla recibido de nadie, tiene ya la capacidad de iluminar a otros con sus palabras y ejemplos de vida, aunque esto, claro, se trata de una metáfora.

La luz, por cierto, reviste una importancia muy especial en lo maravilloso, pues casi siempre este depende de ella. Conviene aquí traer a colación las tres formas de la luz concebidas por los guaraníes: el resplandor (vera), la luz llameante (rendy), y por último la luz o el brillo tronante (ryapá), que asocia la luz al sonido, así como al rayo le sigue el trueno. Mircea Eliade, en su libro Mitos, sueños y misterios, viene a reforzar el concepto de luz llameante, al sostener que la fuerza mágica, cuando alcanza un alto poder, es experimentada como un calor intenso. Añade que en la India todo hombre que entra en comunicación con una divinidad deviene quemante, al igual que las personas que detentan un poder mágico-religioso. Y en relación al brillo tronante, recordemos que en la India, el mantra Om es un viaje del sonido (la resonancia del universo) a la luz.

La mayor parte de las teofanías comienzan con la luz, como la primera manifestación visible de un mundo aún no formado, y que sin ella nunca podría formarse, pues no hay formas en las tinieblas. Para la Cábala, la luz ha creado la extensión como una vibración ordenadora del caos inicial, al que cabría llamar más bien la Nada del principio, ya que no se puede poner orden en lo que no existe. En el Génesis, las primeras palabras del dios creador son «Fiat Lux», o sea, «Hágase la Luz». La luz solar será luego identificada con el espíritu y el conocimiento, y también con el éxtasis místico, visto por lo general como una iluminación. Entre otras connotaciones, el arcoíris será considerado como un puente que, al unir la tierra con el cielo, facilita el paso del mundo sensible al sobrenatural. Lo que lo torna maravilloso es el despliegue revelador de los seis colores de la luz (tres de ellos primarios, y otros tres derivados, que surgen de sus mezclas), los que por lo común se ocultan en la pureza del blanco. Buda lo llamó el Gran Puente. Para los griegos, era la bufanda de Iris, mensajera de los dioses, y en la India se lo considera el arco con el que Indra –el más poderoso de los dioses védicos, asociado a Agni– lanza sus flechas de lluvia o de fuego. Agni vendría a representar la luz de la inteligencia, pero también se lo asocia al fuego, su manifestación más intensa, que tiene además un gran poder purificador, por lo que su simbolismo es un tanto polivalente.

Los Vedas no exaltan a un creador benevolente ni a otros dioses, sino al resplandor de este mundo. Porque si la creación es tan perfecta, diría Proust, interpretando a un ateo, bien puede prescindir de la figura de un creador. Lo fundamental en la concepción védica era el brillo (div, en el antiguo ánscrito), o sea, el resplandor, como la primera epifanía de lo sagrado. Los objetos de culto eran los devas, término que se relacionaría con la palabra latina deus (dios). Esta Luz del Mundo, concebida como un esplendor que enceguece, cautivó más su imaginario que la jerarquía de los seres y el orden de la naturaleza, dice Boorstin. Como fuego sacrificial, ella se convertía en una mensajera que elevaba a los dioses no solo la ofrenda consumida, sino también el ruego de los cadáveres cremados, a fin de que se les permitiera salir de la cadena de las reencarnaciones (Samsara). Por esto último, Benarés fue llamada la Ciudad de la Luz. Lo que eleva al devoto hacia lo sagrado no es la adoración ni la oración, sino el simple acto de ver, aunque ello resulte tan simple, pues a la percepción del sentido primario debe unirse la sensibilidad, o una capacidad espiritual de ver más allá de las apariencias. Darsan es una palabra hindi que designa el acto visual, y lo primero que ve el devoto en el templo es la imagen de la divinidad, o de los infinitos dioses de su teodicea. Tal deslumbramiento ante lo sagrado no tiene lugar solo en los templos, sino que se da asimismo fuera de ellos, ante personas de gran poder espiritual (Ghandi fue una de estas), las cumbres del Himalaya (gran fuente de la luz) o las aguas del Ganges, río que fluye desde el cielo hacia la tierra. Señala Boorstin que el darsan es una visión de dos direcciones, pues así como el devoto ve al dios (o lo sagrado), el dios ve al devoto, y ambos entran en contacto a través de la magia de los ojos. Es que el sentido de la vista es el que más nos conduce a la esfera de lo maravilloso. Los ojos abultados que se observan a menudo en las representaciones pictóricas de los dioses, ponen de manifiesto el gran rol de la visión en las relaciones del ser humano con lo sobrenatural. Una visión no ordinaria, sino deslumbrada, que indaga en el misterio de lo viviente y no en las jerarquías que puedan establecerse entre ellos.

El ciclo del estanque de las ninfeas, de Claude Monet, es en sí mismo una pintura viva, y acaso la mayor aventura de la luz en la historia de la pintura europea. En las doscientas cincuenta obras dedicadas a ella, según se estima, la luz va mutando según las horas del día y las estaciones del año, así como en los cambios del punto de mira del observador. Los reflejos del cielo, las nubes y los árboles en el agua del estanque, se tachonan de lentejuelas y otras formas evanescentes que parecen amalgamarse en algún extremo, pero que terminan diluyéndose en la luz de un modo no logrado antes.

El canon del paisajismo colapsa ante una pintura sin dibujo, sin bordes, sin dimensiones, sin planos distintos ni perspectivas. No hay horizonte, y del cielo solo resta la luz. La crítica vio en esta serie la secreta poesía de lo real, expresada en un lenguaje inédito, en un gran poema visual de agua y flores, pues la naturaleza se torna algo elemental e intemporal. Afectado en sus últimos años por una doble catarata, ya casi ciego, Monet se esforzaba ante el enorme mural que dejó en el Museo de la Orangerie para intentar mínimos retoques perfeccionistas, como correspondía a un hijo dilecto del impresionismo, esa corriente que había abolido el color negro de las telas, por ser la negación de la luz.

Paul Gauguin llamó al color la lengua de los sueños, tan profunda como misteriosa. Los colores, tal como se desprende de lo que se dijo a propósito del arcoíris, son otros hijos de la luz, pues solo pueden existir en ella, nunca en la oscuridad. El negro no es un color más, sino su polo opuesto, la no manifestación de la luz, el «color» de las tinieblas exteriores, que simboliza por lo general la muerte, el duelo y la máxima expresión de lo terrible. Aunque no siempre, pues en el África subsahariana el color de los muertos es por lo común el blanco, o sea, la luz que esconde la explosión de sus colores. Si bien el blanco suele asociarse con el éxtasis místico y la iluminación del alma, abriendo así una vía a lo maravilloso, el negro difícilmente estará asociado a esta experiencia, o al menos al lugar de llegada del alma o el cuerpo, pues a menudo los caminos hacia el paraíso o el esplendor exigen atravesar páramos oscuros y estremecedores.

Si bien se dijo que los colores son seis (u ocho, si consideramos como tales el blanco y el negro), el centro de la visión del cerebro humano alcanza a procesar veinte mil tonalidades, diversidad cromática que nos indica que cuando alguien dice «azul» sin tener delante una tonalidad específica de referencia, cada uno de quienes lo escuchan se lo representará con un tono distinto. Los maoríes, observa Merleau-Ponty en Fenomenología de la percepción, poseen tres mil nombres de colores diferentes, no porque perciban muchos, sino, al contrario, porque no los identifican cuando pertenecen a objetos de estructura distinta.

Para los antiguos mayas, el negro era el color de la guerra, la muerte y la desintegración de la carne, lo que se aviene con el hecho de que se trata de una ausencia de toda impresión luminosa. Los sacrificios, para esta civilización, no se relacionaban con el rojo, el color de la sangre, sino con el azul, que era el color de lo sagrado. En el mito chamacoco sobre el origen del color de los pájaros, la sangre no se identifica con el rojo sino con su intensidad, y esa intensidad proviene de la fuerza con que la sangre brotó de una herida en la pierna de un personaje en el tiempo original. Así el papagayo, por haberse bañado en la sangre que brotó de la herida recién abierta, tiene colores amarillos, azules y verdes muy intensos. El blanco no es para este pueblo un no-color, sino un color sin energía interna, sin fuerza vital.

Del mismo modo en que cada cultura significa los colores según su parecer, vinculándolos así con las grandes emociones, cada individuo puede atribuirles, en base a su experiencia personal, significados específicos, además de elegir uno de sus tonos como el dilecto. Y son estas tonalidades preferidas las que teñirán sus encuentros con lo maravilloso, porque este no suele tener un color propio, objetivo, consensuado, sino el color y el tono que le asignamos, por ser el que más impresiona nuestros sentidos. Por su condición onírica, no cabe en ellos una fotografía que pueda capturarlos y fijarlos como los verdaderos. Además, no se trata de lo que alcanza a registrar el ojo, sino de lo que sucede detrás de él, la lectura que de estas impresiones ópticas realiza el cerebro. O sea, todo color tiene un carácter abierto, permeable a procesos simbólicos de distinto cuño. Porque el simbolismo cromático se revela en un doble plano. En el primero, la cultura (o la persona) atribuye un determinado sentido a un color, buscando el consenso por esta vía más superficial. En el segundo, se pintan paisajes y objetos con colores que ellos no tienen en la realidad, lo que nos traslada a un mundo encantado.

Como ejemplo de esto último, podemos remitirnos a las pinturas en miniatura de Rajasthan, originadas en Persia e introducidas en la India por los mongoles. En estas composiciones, son los cielos los que más permiten al artista dar libre curso a un toque casi impresionista, capaz de expresar una atmósfera con el solo recurso del color, sin recurrir al dibujo. En ellas –y en especial en las célebres láminas del Kama Sutra de Bikaner, de la segunda mitad del siglo xviii, que tomo como referencia–, la naturaleza no es a menudo visible más que a través de una pequeña abertura en un muro o por encima del borde del jardín suspendido. Al igual que en otras miniaturas de dicha región, la alteración del color es parcial, pues para potenciar su efecto ella debe camuflarse entre elementos que poseen un color admisible como real. Es en tales despliegues de colores imaginarios donde el artista refleja sus sentimientos, siendo infiel a la visión para abrirse a los frutos de su sensibilidad. Desbaratan así con estos toques la trama del mundo para tejerla de nuevo, en otro intento de alcanzar la esencia de una cosa. El color, en consecuencia, no es una cualidad intrínseca de un objeto, sino extrínseca, algo que puede posarse o no en él, o hacerlo una vez de un modo y otra vez de otro muy distinto, llevado por una subjetividad que lo significa según su percepción y estado emocional.

Claro que estas libertades de la subjetividad cromática se restringen o acaban cuando entramos en el jardín de los dioses, pues en buena parte de ellos la forma viene asociada a un color de una tonalidad específica. Así, en el panteón de los aztecas, cinco divinidades compartían una misma forma, y lo que las distinguía era el color. Los cultos africanos y, por extensión, los afroamericanos, atribuyen a sus deidades colores específicos y de una fuerte tonalidad, los que se traducen en la indumentaria y adornos de quienes las representan en el ritual. Y no solo el mito y sus personajes apelan a tonalidades específicas, sino que hasta las abstracciones son simbolizadas con colores, como la costumbre tan difundida de asignar a cada punto cardinal un color diferente. Nada como los colores fuertes para inflamar las formas y dar cuenta de lo numinoso, con sus brillos y vibraciones cargados de magia. Sin lugar a dudas, desempeñan un papel preponderante tanto en la significación de la realidad como en la irrupción de lo maravilloso.

Es que si lo sagrado, como decía Mircea Eliade, es lo real en cuanto saturado de ser, el color, volcado en el cuerpo y en los objetos, cumple eficazmente con dicha función. El verbo solo es conocido, o reconocido, a través de sus destellos. Los colores, escribe Ticio Escobar en La maldición de Nemur, enfatizan o mitigan las formas, separan lo que está unido, unen lo separado, destacan lo confuso mediante recortes y diluyen lo preciso. Sobre todo, imponen brillos inusitados a lo que se quiere cargar de un alto poder simbólico, a fin de suscitar la fascinación y el temor que nutren lo sagrado.

Los dos potentes mazos plumarios que en la fiesta chamacoca de los Anábsoros condensan el mayor grado de energía simbólica y producen el resplandor de lo maravilloso, se organizan en base a los colores. Uno se llama «Kadjuwerta», y el otro «Kadjuwysta ». El primero se relaciona con la flamígera figura de la gran diosa Ashnuwerta, y el segundo con Ashnuwysta, llamada también Titila, la loca mítica. En el primero, que es de mayor tamaño, predominan las plumas rojas, consideradas de gran potencia y eficacia.

La cuerda de caraguatá que une los diversos adornos plumarios que la conforman se pinta de rojo, para no quebrar la unidad de sentido ni reducir la fuerza del resplandor. En el Kadjuwysta, por el contrario, dicha cuerda tiene el color natural del caraguatá, y las plumas son predominantemente negras, grises y azules; o sea, oscuras, poco llamativas. El poder flamígero de Ashnuwerta y el poder oscuro de Ashnuwysta son para este pueblo, más que fuerzas distintas, las dos caras de una misma fuerza, cuya dialéctica rige el mundo, o al menos permite entender la doble naturaleza de lo real, donde hay tiempos brillantes y tiempos tenebrosos, marcados estos últimos por la seca, el hambre y la desgracia.

En síntesis, se podría decir que las estéticas comunitarias, en la medida en que restringen el libre vuelo de la imaginación personal, acotan el espacio de la subjetividad. Los colores dejan de reflejar las oscuras sensaciones de los individuos para ponerse al servicio de los símbolos socialmente compartidos, cuyo poder los convierten en una vía más efectiva para alcanzar el resplandor de lo maravilloso. El color, tal como se observa claramente en los rituales afroamericanos, deja de ser una cualidad propia de las cosas para convertirse en una sustancia poderosa, que instaura un orden en los elementos del mundo.

*Adelanto del ensayo: El resplandor de lo maravilloso o el reencantamiento del mundo.

 

Tomado de: http://www.cubacine.cult.cu

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