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¿Dialogamos?

Alex Falcó Chang (Cuba)

Por Fernando Buen Abad Domínguez @FBuenAbad

Dialogar es un hecho social que a muchos les indica «civilidad». Dialogar tiene «buena prensa» y normalmente es la mejor estrategia para dirimir (bien o mal) acuerdos o desacuerdos. Y muy raramente un diálogo verdadero omite la igualdad de oportunidades y, principalmente, la igualdad de condiciones.

Sabemos que el requisito principal para desarrollar un diálogo, en toda su extensión semántica y práctica, radica en voluntades abiertas, verificables y proactivas para escuchar, nos guste o no, lo que un interlocutor piensa y hace. Que tal voluntad de escucha, en su proactividad, pide también disposición para alcanzar acuerdos pertinentes, concretos y conjuntos, con cambios de actitudes. Que el siguiente paso de un buen diálogo sería una convivencia armónica. Pero se requiere igualdad (no uniformidad) de posiciones objetivas y subjetivas. ¿Es eso posible en sociedades divididas en clases?  Solo los pueblos hermanos dialogan honestamente.

Aun en condiciones desiguales, es posible cierto nivel de diálogo, pero será siempre un diálogo determinado por las asimetrías, y es de importancia metodológica primordial observar cómo y cuánto influyen tales asimetrías en las características del diálogo, y sus consecuencias a corto, mediano y largo plazos. Esto parecería perfecto si no fuese porque se detectan emboscadas generalmente abusivas, que traicionan lo que pudo parecer una voluntad civilizada para resolver diferendos. Hemos visto diálogos revestidos con sonrisas y discursos muy promisorios, inmediatamente traicionados con mil y una canalladas, como fueron traicionados los diálogos de Paz por Colombia, como las farsas dialoguistas del Movimiento (golpista) San Isidro en Cuba. Y miles de ejemplos más.

La historia de los diálogos está plagada por las más diversas experiencias, que incluyen el parto de los saberes (en la mayéutica de Sócrates) hasta las falsificaciones en el uso del diálogo manipulado como emboscada ideológica para poner tramposamente, «en pie de igualdad», lo que es simplemente irreconocible, inadmisible e inmoral. Tal como suelen ser los diálogos convocados por el imperio, o los diálogos obrero-patronales; los diálogos usados en la televisión como ejemplos de democracia burguesa farandulizada, o los diálogos propuestos a la juventud para que se crea el cuento de que «todos somos iguales» bajo el capitalismo. Y muchos caen ingenuamente.

Bajo las condiciones actuales de dominación capitalista, acudir a una mesa de diálogo, o exigirla, implica hacer explícitas las agendas concretas, el currículum de los interlocutores y todas las desigualdades que rodean a la iniciativa. No podemos dialogar sobre la pobreza en el mundo si alguno de los dialogantes acude hambriento. No se puede dialogar sin denunciar las coacciones, las amenazas o las limitaciones impuestas antes o durante el diálogo. No se puede dialogar sobre la paz si ellos son dueños de la industria bélica planetaria; no se puede dialogar sobre cultura si ellos son los dueños de las máquinas de guerra ideológica, que disfrazan como «medios de comunicación»; no se puede dialogar sobre democracia si ellos mantienen bloqueados a nuestros países. Nada de eso se parece al diálogo ni a la civilización. Podemos ir a sus mesas, pero jamás iremos ingenuamente.

No es intransigente exigir condiciones dignas. Lo inaceptable es prestarse a una trampa, que nos han tendido miles de veces, abusando de su poderío autoritario y clasista. No es arrogancia exigir igualdad de oportunidades e igualdad de condiciones. No es petulancia someter a revisión minuciosa el contenido de las agendas y, especialmente, hacer valer nuestro derecho a incluir en las agendas los temas que nos importan y preocupan históricamente.

¿Hay que dialogar con todos? Solo si respetan a los pueblos, si merecen la confianza de las luchas. Necesitamos instrumentos científicos y ayudas teórico-metodológicas para acudir suficientemente informados a una mesa de diálogo, acudir suficientemente advertidos sobre toda posible triquiñuela burguesa, acudir nutridos por la experiencia que da la lucha desde las bases. Evitar, a toda costa, obedecer cualquier agenda inconsulta, aunque la disfracen de colectiva. Asistir seguros de que hablaremos lenguajes comunes, sin palabrerío «técnico», sin enredos semánticos que no entendamos o no se nos hubieren consultado. Asistir con la fuerza moral de nuestras historias de lucha y nuestras grandes victorias revolucionarias. Pero jamás asistir ingenuos. «Por el engaño nos han derrotado más que por la fuerza», decía el gigante Simón Bolívar, que bastante sabía de diálogos.

Tomado de: Granma

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Encontrarse en París (+Video)

Por Daniel Céspedes Góngora

¿Puede el individuo moderno aspirar a una individualidad sin el otro, cuando decide, por ejemplo, aislarse en un paraje solitario? ¿No se lleva el ser humano la carga de recuerdos de sí mismo y de quienes lo han rodeado para bien y para mal? Acaso por ello la individualidad termina siendo una ilusión. El retraimiento nunca deja de estar influido, aunque sea silenciosamente, por determinadas presencias que siguen acompañando no ya la manera de estar en el mundo, sino de ser en él.

Y, no obstante el abismo a que empujan algunas retiradas, alejamientos o distancias, verdaderas secuelas de la contemporaneidad fragmentaria y alienante, la persona con añadiduras tecnológicas o a la expectativa del venidero invento de alguna manera necesita conectar con los demás. De hecho, saberse en la participación del mundo pareciera un implicarse más que el advertir correspondencias o reconocimientos por las redes sociales. A tal punto se ha llegado que uno cree existir de acuerdo con la aceptación o rechazo que deja ver, cual huella emocional, en Facebook, Instagram, WhatsApp y el copón “comunicacional” del que se depende cada vez más como si fuera algo congénito, lo más natural del día a día.

Falsos famosos (Nick Bilton, 2021) es un documental muy reciente en el que se revelan a través de algunos voluntarios rehechos —es un experimento social— la presunción de cómo influyen de una forma apabullante en otros, con lo que se descarta la idea de que el navegador en vidas y contenidos ajenos sea en verdad un solitario y egoísta. Se busca alimentar adrede el ego distante que, por las redes, pretende resultar familiar. Mas, ocurre que, por estar uno pendiente de ese sinnúmero de información, puede soslayar hasta olvidarse del roce que amerita cualquier relación de amistad o amorosa que se respete. Ha venido la pandemia a recordar cuánto extrañamos por necesidad ese roce que recuerda lo que somos.

La comedia francesa Tan cerca, tan lejos (Cédric Klapisch, 2019) —coproducida entre Francia y Bélgica y exhibida recientemente en la TV cubana— evidencia a lo que han llegado las relaciones interpersonales en la actualidad a consecuencia de las “ventajas” de las tecnologías, las cuales han masificado la habitualidad de conductas. Pero sigue la sumisión siendo sucedánea de la distracción. La indiferencia del desconcierto. El intercambio de misivas ha desaparecido. No está de moda el encuentro cara a cara. Al vecino de al lado se le desconoce.

Es interesante que los protagonistas de Tan cerca, tan lejos no sean representantes de la dependencia tecnológica y, sin embargo, padezcan sus consecuencias: soledad, estrés, ansiedad, insomnio… Vienen siendo víctimas de una pujanza exterior que los extravía. Ellos, acaso treintañeros, van a otro ritmo, casi a contracorriente de la constante vivencial. Pareciera que la sociedad les da la espalda.

Pero resuelven entrar en la travesura del flirteo movedizo de las redes sociales. Sucede que, según las estadísticas, los encuentros directos terminan contraponiéndose al repentino interés despertado en Facebook de una persona por otra. En pocas palabras: acaba temprano lo que apenas comienza. No obstante, Rémy (François Civil) y Mélanie (Ana Girardot) se van a encontrar.

Los giros en la historia, que tienen que ver —como suele ocurrir—con cambios de contextos y entrada de personajes, permiten una nueva mirada no tanto a los orígenes de la pareja en potencia como sí de lo que se alejaron, caso de la estancia de Rémy con sus hermanos en la casa de sus padres. La escena de todos reunidos disfrutando de la comida es una oportunidad para examinar lo que está pasando él en el plano psicológico: es el solitario que todavía no ha formado familia —tampoco hay que tenerla para ser en esencia feliz—. Pero Rémy, cabizbajo, deja ver sus carencias emocionales, por lo que comenta sobre su estado depresivo. Para colmo, uno de los niños le dice a otro que no le gusta se hable de su intimidad, pues ya tiene novia. Es un contraste muy gracioso entre los chicos y el escaso logro vivido por Rémy.

Intencional o no, en Tan cerca, tan lejos París vuelve a ser tan absorbente a un tiempo que violenta tanto para el paseante como para el individuo en su morada, que a ratos le roba la prioridad a Rémy y a Mélanie. Aunque, pensándolo bien, tal vez ellos nunca aspiraron a tanto. Tropezar con el ser complementario, no el alma gemela, es la apetencia humana más primaria luego de haberse uno aceptado tal cual es. Como dijera Mélanie en la presentación de su trabajo: “Cada relación viva supone un intercambio con cuerpos extraños. Esa noción de intercambio nos parece importante”. Entonces París, como muchas otras ciudades, tiene que ser (y lo es) un espacio para la alucinación virtual. Pero antes, para el encuentro de verdad.

Tomado de: Cubacine

Tráiler del filme Tan cerca, tan lejos (Francia, 2019) de Cédric Klapisch

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Cinexcusas. Réquiem por un periodista (+Video)

Por Luis Tovar @luistovars

En el municipio de Tlalnepantla, hacia el norte de la zona metropolitana de Ciudad de México, extendido en una loma está el panteón Jardines del Recuerdo; en uno de sus apartados –el “Jardín de la última cena”–, descansan los restos mortuorios de Manuel Buendía Tellezgirón, periodista mexicano que, a los cincuenta y ocho años y seis días de edad, fuera asesinado a plena luz del día en las afueras de un estacionamiento público, muy cerca del cruce de avenida Insurgentes y Paseo de la Reforma, en pleno centro de la capital mexicana.

Era el 30 de mayo de 1984, el país era gobernado por Miguel de la Madrid Hurtado, el primero de los “tecnócratas” que instauraron el régimen neoliberal, pero en materia de política interior sus prácticas seguían siendo idénticas a las del previo “nacionalismo revolucionario”: férreo control político, espionaje gubernamental, represión de la inconformidad social, corrupción impune… los personeros de la Secretaría de Gobernación, la Procuraduría General de la República y la policía judicial eran, sin excepción, siniestros criminales con placa cuya verdadera función consistía en apuntalar un status quo para el cual una figura como la de Manuel Buendía no era simplemente incómoda, sino riesgosa: periodista de la vieja escuela, maestro en el arte investigativo, de pluma clara y punzante, al autor de la columna Red Privada en el diario Excélsior no lo arredraba el hecho, por él bien sabido, de ser temido, odiado y, en consecuencia, permanentemente vigilado y en riesgo de perder la vida por lo que escribía.

En términos periodísticos, Buendía fue pionero en la exposición y denuncia de lo que, años más adelante, se convertiría en tema principalísimo: la influencia galopante del narcotráfico y su criminalidad inherente en la vida pública nacional, incluyendo desde luego su vinculación, o mejor dicho su complicidad, con un gobierno ya corrompido por otras causas y desde otros frentes, y que en aquel tiempo comenzó su carrera imparable de coexistencia con el llamado “crimen organizado”.

El asesinato de Manuel Buendía desató todo tipo de reacciones, desde la indignación social encabezada por el gremio al que Buendía perteneció, hasta las repudiables lágrimas de cocodrilo de un aparato de gobierno al que, como demostraron los hechos subsecuentes, jamás le importó esclarecer el que, desde la perspectiva histórica, debe considerarse el primer atentado grave a la libertad de expresión de la época contemporánea en México que, como bien se sabe, no ha hecho sino aumentar de modo irrefrenable hasta el presente –ahí están Miroslava Breach y Javier Valdéz, como muy significativos botones de muestra de la indefensión del periodista que “se mete con el narco”.

Eso precisamente, “meterse con el narco”, fue lo que de acuerdo con las versiones más plausibles hizo que Manuel Buendía fuese ultimado; su investigación del asesinato del agente estadunidense Kiki Camarena tocó puntos álgidos de un sistema de complicidades que decidió acabar de raíz con el riesgo de verse exhibido. Lo que siguió, para ese entramado de intereses inconfesables que rebasaba el ámbito nacional, podría ser considerado un simple control de daños: declaraciones rimbombantes de compromiso con la justicia, confección de versiones policiales más o menos creíbles, fabricación de culpables, encarcelamiento de personajes menores en calidad de chivos expiatorios, silenciamiento de voces que pusieran en riesgo el tinglado, todo en medio de una dilación exasperante y, visto en conjunto, absolutamente inverosímil.

En el panteón Jardines del Recuerdo no se permite la construcción de mausoleos, ni siquiera de túmulos prominentes o lápidas verticales. La tumba de Manuel Buendía luce una sencilla cruz de madera, que con el paso de los años ha vuelto borrosas las letras de su nombre. No sucede lo mismo con su memoria, tan presente en nuestra vida nacional.

Tomado de: La Jornada Semanal

Tráiler del filme Red Privada: ¿quién mató a Manuel Buendía? (México, 2021) de Manuel Alcalá

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El indio en La Habana

Emilio «El Indio» Fernández

Por Pedro R. Noa Romero

Emilio Fernández Romo, el Indio, uno de los más grandes realizadores del cine latinoamericano y universal, falleció el 6 de agosto de 1986 en Ciudad México, hace ya 35 años.

Bailarín, actor, director. Su filmografía sobrepasa el centenar de películas, reconocidas no solo con los premios Ariel de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, sino también en festivales tan importantes como Cannes ―donde obtuvo la Palma de Oro con María Candelaria (1946)―, Venecia, Bruselas, Karlovy Vary.

El “Indio” Fernández ―como es común reconocerlo― fue, junto al director de fotografía Gabriel Figueroa, uno de los principales constructores de la identidad cinematográfica de México durante los años treinta hasta los cincuenta, período reconocido como “la época de oro del cine mexicano”, representación que alcanzó un valor simbólico idéntico a las obras de los muralistas de ese país.

Apoyado en la fuerza visual de Figueroa, el Indio dirigió historias que recrearon ―casi siempre con un marcado tono melodramático― el ambiente de su país durante la Revolución de inicios del siglo xx (Enamorada, 1946), la importante tradición indigenista conformadora de su cultura (La perla, 1945), el arraigo de la religión entre su pueblo. Todo ello con un manejo muy particular de los momentos épicos sobre los dramáticos y una creación de ambientes, de atmósferas, aportadoras de un valor poético a las escenas más sencillas de la vida.

El escritor y director cinematográfico mexicano Archibaldo Burns (1914- 2011) lo definió como “… una especie de Beethoven que acaparó toda una época y una admiración tan enajenante, que les cerró la puerta a muchos otros creadores. Absorbió tanta idolatría, tanto fanatismo que el cine mexicano se redujo a su nombre y a su estilo”1.

Como todo buen hombre de la industria cinematográfica, su vida está cubierta por un halo mítico que lo presenta como un ser polémico, buscapleitos, machista extremo, imagen que le ganó tantos enemigos como admiradores tuvo su obra.

Cuba estuvo presente en la vida de Emilio el “Indio” Fernández. Algunos dicen que la declinación de su filmografía se debió a “una brujería” que le hicieron en estas tierras. Lo cierto es que él vivió durante varios años en La Habana, ciudad que visitó infinidad de veces, sobre todo, cuando se hizo frecuente la realización de obras fílmicas entre ambas naciones, a partir del auge de la industria azteca, principal coproductor del cine realizado en nuestra isla durante la década del cuarenta y la siguiente. Pero también la incluyó en su filmografía con dos cintas: Un día de vida (1950) y La rosa blanca. Momentos de la vida de José Martí (1954).

Quiero dedicar este breve homenaje a ese poco conocido capítulo de la biografía y la obra fílmica del Indio.

Varios biógrafos coinciden en colocar a Emilio Fernández en La Habana de los años treinta, otros dicen que llegó a la ciudad a inicios de los cuarenta. Los motivos son más coincidentes: un altercado violento con alguien de la industria cinematográfica, por lo que se refugió en nuestro país.2

El joven mexicano de unos treinta y tantos años todavía no era un director reconocido, pero ya acumulaba una amplia participación como actor en Hollywood y daba sus primeros pasos como tal en su nación.

Durante esa estadía habanera conoce a la muchacha que se convertirá en su primera esposa: la cubana Gladys Lucila Fernández Iduate (1926-1998), madre de su hija: Adela, quien aportó este retrato habanero del realizador azteca:

Era la época del esplendor físico del Indio3 y por su participación en varias películas como actor, representaba para los extranjeros la imagen del charro elegante y airoso. En Cuba tenía algo de popularidad, aunque ésta se debía más al danzón que al cine, pues había ganado varios premios por su estilo y resistencia en algunos maratones de baile. Por las mañanas se las pasaba en las playas haciendo alarde de su musculatura y su destreza en la natación y el clavado. Solía llevar el taparrabo que usara en Janitzio4 o bien un calzón de indio arremangado hasta las rodillas; por las tardes vestía trajes de fino lino blanco, y si las noches eran frescas, lucía un traje negro de charro.5

Gladys era apenas una adolescente, pues había acabado de cumplir 16 años. Su padre era un Coronel del Ejército Libertador: José Pablo Fernández Domínguez. El encuentro entre el “Indio” Fernández y Gladys ocurrió en el malecón y sus biógrafos cuentan que casi fue un “amor a primera vista”. A pesar de la diferencia de edad, se casaron y regresaron a México. Allí nació su primera hija el 6 de diciembre de 1942; pero la felicidad del matrimonio fue corta y la separación desgarradora: Adela se quedó viviendo con su padre y Gladys permaneció en el país azteca, donde volvió a formar otra familia.

La evocación de Cuba dentro de la obra del Indio fue menos melodramática que su efímero amor por Gladys Fernández, aunque no estuvo exenta de momentos controvertidos.

Sus primeros proyectos de dirigir un filme con tema cubano rondaron alrededor de un largometraje sobre Antonio Maceo e incluso dio a conocer su interés por otras personalidades como Ignacio Agramonte o Carlos J. Finlay.

Arturo Agramonte y Luciano Castillo citan una entrevista realizada para Bohemia por el periodista Don Galaor, en la que el realizador declaraba en 1951: “Estoy ratificando mi ofrecimiento para ir a esa tierra a cooperar con mi esfuerzo porque en Cuba he sido feliz a pesar de haber ido en calidad de exiliado. He convivido con amigos cubanos episodios muy arriesgados de la revolución. ¿Cómo no sentir el deseo de reciprocidad ahora que puedo hacerlo?”6

El primer acercamiento a Cuba se había concretado, de cierta manera, en Un día de vida, titulada inicialmente El toque de Diana. El director creó, junto a Mauricio Magdaleno, su guionista, la historia de una periodista cubana, Belén Martí, que viaja al país centroamericano en plena Revolución. Allí se entera de que un joven coronel zapatista va a ser fusilado e intenta entrevistarlo. Imposibilitada de lograr su objetivo, conversa con su madre, quien le cuenta la historia de su familia y el sacrificio de sus hijos, con lo cual pone a la periodista ante la historia nacional.

La evocación de Cuba está presente desde los primeros minutos con una dedicatoria en pantalla: “A Martí, que supo integrar en un solo sacramento los corazones de México y Cuba” y más adelante en las alusiones que hace el protagonista a la figura y el pensamiento martiano.

El crítico e historiador mexicano Emilio García Riera escribió sobre la película: “Es natural que el largo discurso patriótico en que Emilio Fernández convirtió Un día de vida se adecuara muy dificultosamente a las exigencias del lenguaje cinematográfico. La película se arrastraba con lentitud y una solemnidad que, por desgracia, nada tenía que ver con lo que hubiera sido el contenido más interesante a expresar: el tiempo real de la espera de la muerte”.7

Con estos antecedentes y la fama de ser uno de los directores más importantes del cine en el subcontinente, el Indio enfrenta La rosa blanca. Momentos de la vida de José Martí, la única biografía cinematográfica completa del Apóstol de Cuba y la primera cinta nacional que enfrenta un ataque extracinematográfico tan grande, con opiniones tan divididas que, aún hoy, condiciona su análisis y su exhibición8

La película se les encargó al realizador y su equipo en medio de las actividades que se desarrollaban en Cuba por el centenario del nacimiento de José Martí. Su rodaje, tenso y con todo tipo de dificultades, se hizo en locaciones de nuestro país y México, con la participación de técnicos y actores tanto mexicanos como cubanos.

Si se revisita desde la perspectiva actual, se encontrará una película que tiene las virtudes y los defectos de la obra cinematográfica de Emilio Fernández: un tono melodramático cargado con actuaciones muy teatrales; pero un trabajo fotográfico encomiable y una puesta en escena bien pensada, sobre todo, en los momentos épicos.

En cuanto a la figura y pensamiento martiano, hay un respeto marcado por la admiración y el estudio, tanto del equipo que realizó el filme como de los asesores históricos nacionales, quienes incluyeron en la cinta la carta inconclusa del héroe a su amigo Manuel Mercado, testamento antiimperialista de Martí.

La obra no obtuvo el éxito esperado y su director, zaherido, declaró:

Me consta que es buena y digna y que está hecha con el corazón. A mí lo que me interesaba era el contenido, la dignidad de la figura de Martí. Los detalles, aunque importan, son lo de menos en una película […] Gabriel Figueroa y yo hemos tratado de todo corazón de hacer una obra de arte que sirva para comenzar a divulgar a Martí por la vía del cine. Nos hemos esmerado lo más posible, a veces en circunstancias materiales y morales muy adversas. Yo estoy satisfecho con mi película. Se la doy tranquilo a los cubanos.9

Notas y referencias bibliográficas:

1 Fernández, A. (1896). El Indio Fernández. Vida y mito. México: Panorama Editorial, S. A., p. 229.

2 Según Arturo Agramonte y Luciano Castillo, fue un pleito con cierto dirigente sindical al cual le metió un balazo en la cabeza, aunque ambos autores advierten sobre lo dudoso de dicho altercado. [Agramonte, A. y Castillo, L. (2016). Cronología del cine cubano IV (1953- 1959). La Habana: Ediciones ICAIC, p. 71). Por su parte, se puede leer en el sitio D’cubanos que el motivo del arribo del director a Cuba se debió a la muerte provocada con un disparo suyo al técnico Juan Grandjean, a raíz de una disputa entre ellos, durante la filmación de la película Con los dorados de Pancho Villa (Raúl de Anda, 1939), en la cual había escrito el argumento con el director y actuaba. Recuperado de: https://www.dcubanos.com/sabiasque/el-indio-fernandez-y-su-esposa-cubana-gladys-fernandez/. Con esta última versión coincide el testimonio que Adela Fernández, la hija del Indio, le brindó a Alejandro Ipiña para su trabajo: “Adela, la hija de El Indio Fernández, en su voz más íntima”, publicado en Fronterad. Revista digital, el 5 de diciembre de 2013. Recuperado de: https://www.fronterad.com/adela-la-hija-de-el-indio-fernandez-en-su-voz-mas-intima/

3 Según Adela Fernández, la actriz italiana Ana Magnani lo había caracterizado como una mezcla de Pancho Villa y Rodolfo Valentino. Fernández, A. Ob. cit., p. 229.

4 Janitzio (Carlos Navarro, 1934), filme de corte indigenista protagonizado por él.

5 Fernández, A. Ob. cit., p. 184.

6 Galaor, D. (1951). Presencia del Indio Fernández en el cine cubano. Bohemia, año 43, nro. 4, pp. 121-22; citado por: Agramonte, A. y Castillo, L. Ob. cit., pp. 71-72.

7 García, E. (1972). Historia documental del cine mexicano. Tomo IV. México: Ediciones Era, S. A., p. 151.

8 Al respecto puede leerse el capítulo que Arturo Agramonte y Luciano Castillo le dedican en su Cronología del cine cubano, aunque ―como los autores escriben― el tema de La rosa blanca merita un libro.

9 Piñera, W. (1954). Recibió el Presidente de PECIME el sello de ARTYC. Cinema, año XIX, nro. 969, p. 50; citado por: Agramonte, A. y Castillo. L. Ob. cit., p. 86.

Tomado de: Cubacine

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Eva Dans: “Vivimos en un mundo tan patriarcal que es transgresor ver a una mujer en mal estado” (+Video)

Eva Dans, cineasta uruguaya

Por Daniel Cholakian @d_cholakian

Carmen Vidal mujer detective, la primera película de Eva Dans, es una muy buena combinación de comedia bizarra con trama policial negra. En esta comedia policial la directora se anima a algo que muchos no hicieron: lejos de reproducir lo tradicional del género negro en nuestras propias urbes, como si fueran Los Ángeles o Nueva York, propone una adaptación extrema del género noir a la ciudad de Montevideo.

“Es cierto que la película ha tomado otro camino al que muchos esperan de una policial”, explicó a Nodal Eva Dans. “Eso fue muy a conciencia. Hay gente que dice que la película “tiene lindos toques noir” y a mí me causa gracia porque para mí es noir en sí, con todo su universo, los personajes y las situaciones que ocurren. Pero creo que eso pasa justamente porque no es una copia, digamos burda, de algunas situaciones noir. El género tiene un montón de planos nocturnos con humedad, niebla y muchas escenas filmadas con una Dolly, y en Carmen Vidal no fuimos por ese lado. Nos propusimos sostener estéticamente una ficción, tan ficción, como puede ser que haya detectives privados en 2018 en Montevideo”.

La realizadora uruguaya, desde hace un año residente en Buenos Aires, comprende el género y lejos de hacer un “homenaje” que reproduzca las claves visuales, construye un mundo con lo propio y en él hace funcionar el policial. Y allí aparecen muchas de las claves de las narrativas uruguayas: el humor casi surrealista; la normalización de ciertas situaciones extrañas; las actuaciones despojadas, que trabajan una máscara aparentemente inexpresiva; y una particular forma de construir la ruta del misterio, que remite al maestro Mario Levrero. Comedia noir, como la definió su propia directora, Carmen Vidal mujer detective es menos inocente de lo que parece. Aunque los tiros suenen ridículos y dejen agujeros que son a todos luces irreales, las balas que disparar el poder matan lo mismo

¿Por qué en una ciudad como Montevideo el cine negro debería parecerse al que se puede hacer una ciudad como Los Ángeles? ¿Por qué con los habitantes de Montevideo, que van a comprar al almacén caminando, debería hacerse una película como con los habitantes de Los Ángeles, donde nunca se bajan del auto?

Acá tomás una cerveza de litro del pico; esas son cosas que se hacen acá, pero en el resto del mundo me parece que no. En Uruguay la cerveza de litro como casi que la única opción. La película tiene esa idiosincracia súper uruguaya: la pizza cuadrada, el bar Hispano. Incluso Raúl, el dueño del minimarket donde trabaja Carmen, como toda la gente, es lo más uruguayo que hay. La película es totalmente uruguaya para mí.

Hay una presencia importante de Montevideo como parte del relato, sin que la ciudad aparezca por delante de las cosas. Desaparece la Montevideo turística y se rescata la ciudad portuaria, más propia de los relatos negros; está presente el centro, pero se oculta cierta modernidad arquitectónica tanto con los espacios emblemáticos. Todo esto muestra que hubo decisiones precisas sobre como incorporar la ciudad al relato.

Fue una decisión estética qué Montevideo mostrar. Algo de esto surgió mirando una película de Kaurismäki, Yo contraté un asesino a sueldo, que tiene una secuencia inicial portuaria en Helsinki, y era igual a Montevideo. Es increíble la vida y dije “Bo, pero esto es Montevideo“. Montevideo en un día de invierno, tiene un montón de niebla y se siente así como medio industrial, con un paisaje portuario / industrial.

En parte tiene que ver con la elección de locaciones, pero también con el lente que usamos. Yo quería escapar a esa imagen digital que se ve mucho hoy en día y como no teníamos presupuesto al momento de filmar, conseguimos prestado un lente antiguo de los años 50, que hubo que adaptar a la cámara moderna con la que filmamos, y un zoom muy grande. Esos lentes nos dieron un tipo de imagen muy especial y una libertad de experimentación enorme que a mí me encanta.

Entonces en la película mostramos lugares icónicos de Montevideo, aunque de otra manera a la que se ven cotidianamente. El tanque del Gasómetro, donde aparece colgado el compañero de la detective, es un emblema de Montevideo pero como algo abandonado y nadie va a hacer una película con eso. De alguna manera se enaltecen cosas que son símbolo, pero desde un lugar de cine policial y visto con ese lente y esos encuadres.

Necesitábamos generar un universo que fuera reconocible y bien montevideano, pero que a su vez mantuviera la ficción. En algunos planos generales casi no hay personas que no sean personajes de la película, porque eso mataría lo ficticio. Si ves a un tipo en jogging tomando el mate en la rambla, seguramente no ayuda a lo que buscamos en la película.

Definiste a la película como una comedia noir. A diferencia del resto de América Latina, podríamos decir que en Uruguay se hace un humor que tiene mucho que ver con el surrealismo. Eso está presente en la película. Como también se advierte una relación con ciertas novelas policiales de Levrero.

Si, a mí me encanta Levrero. A fines de mi adolescencia, al inicio de mi vida adulta, leí casi todos sus libros, sino todos. En un momento de la película, Carmen Vidal lleva una evidencia a un depósito llamado “Dejen todo en mis manos”, que es el título de sus novelas, sobre detectives en un pueblo del interior de Uruguay.

Es verdad que el uruguayo tiene como un humor bastante particular, como entre depresivo y humor negro. Y también es verdad que está la cuota de surrealismo. A la uruguaya, eso sí.

Ese humor se sostiene entre otras cosas con el registro de la actuación muy marcado, que me recordaba mucho a Leo Maslíah mientras veía la película…

Claro que sí, un ídolo. Ese es otro grande, crecí leyendo todos sus cuentos.

¿Hubo una decisión concreta de mantener esa parquedad de las actuaciones?

Se manejaron dos cosas. Por un lado, si bien hay cierta naturalidad en las actuaciones, que no son muy impuestas, no son actuaciones naturalistas. Están como en un código de ficción bien ficción.

Trabajamos con un montón de actores. Incluyendo a los personajes chicos son 42 personas. Con tanta gente no es fácil manejar homogeneidad actoral. A veces tenés un personaje menor que no funciona y mata todo.

Pero como a mí no me gustan nada los castings, escribí los personajes para pensando en ciertos actores. A algunos lo conocía, con algunos somos amigos o hicimos talleres de actuación juntos; incluso con unos en una época teníamos un colectivo teatral y hacíamos teatro en espacios no convencionales. Jorge Hernández, el gran villano de la película, es un director teatro uruguayo y fue profesor mío durante dos años y medio.

Creo que todo eso acortó distancias en cuanto a entendernos en cuál iba a ser el tono en el que íbamos a trabajar.

Ensayamos hasta con personajes que tenían una escena. A mí como actriz me ha pasado que llegas al rodaje y en el momento te dicen todo. Y pensás “ta, pará, dame un segundo para procesar por lo menos que tengo que hacer”. En ese sentido hubo preparación previa y complicidad actoral.

¿Cómo fue que en tu primera película decidiste guionar, dirigir y actuar al mismo tiempo?

Es que me gusta actuar; actué antes de hacer cine, cuando era adolescente, pero siempre lo dejé un poco de costado. Fue como un salto de fe, por así decirlo. En un momento creo que me engañaba, y pensaba que si lo hacía yo era más fácil. ¿Cómo iba a conseguir una actriz para que esté filmando todo el tiempo? Filmamos donde era mi casa. La casa de Carmen Vidal era donde yo vivía, un apartamento de 40 metros cuadrados. Había algo de “a quién le voy a pedir que venga acá, a actuar esto”.

Pero pensándolo, creo que era simplemente porque quería hacer a esa detective.

Crecí en una familia lectora, mis padres se dedican al trabajo social. Mi padre, siempre lector de novela negra, me introdujo en ese universo. Cuando era chica leía a Simenon, las historias de Maigret, el detective. Así que era algo que estaba ahí en la familia, medio icónico. También a mi generación, por lo menos, hubo personajes que pegaron como el de Dana Scully, de los Expedientes X. Yo tenía 13 años y la amaba. Tuve una época en la que iba al liceo con un tapado negro y me había teñido el pelo y lo usaba igual que ella.  La gente me decía “sos igual a Dana Scully”, y yo estaba recontenta. Así que esto me viene de toda la vida. Supongo que en una primera película son cosas que se notan, algo de lo arraigado de toda la vida lo plasmás en tu primera película.

Esos elementos de tu propia adolescencia y juventud, no necesariamente tenían que combinarse bien en la película. Podría haberse convertido en un patchwork que no funcione. Sin embargo en Carmen Vidal funciona bien ¿cómo los usaste para hacer una comedia noir, que tiene una trama clásica pero una puesta en escena y personajes divergentes con esa tradición?

Fue mucho instinto. Lo que me sale naturalmente es escribir desde la comedia, más allá que se trate un tema serio o un tema que tiene un trasfondo social. Da igual eso.

La construcción de personajes de Carmen Vidal viene desde ese lugar de comedia. No son personajes que se toman muy en serio a sí mismos, no están construidos desde el lugar trascendental o dramático que tiene el noir tradicional.

Algo que me dio confianza fue que cuando mostraba el guion, le gustaba a todo el mundo. Eso ocurrió mientras decidíamos si lo filmábamos con muy poco dinero o no. Teníamos un gran entusiasmo en filmar algo que fuera bien ficticio en Uruguay. Eso me dio confianza, pero hay también una cuota de inconsciencia, me tiré a hacer lo que sentía que quería hacer y esperar lo mejor. De verdad no sabía cómo iba a quedar la película. Y después estuve ocho meses editándola para llegar a este punto. No salió de la noche a la mañana. Es muy difícil hacer cine. Eso es lo que me di cuenta haciendo la película, lleva mucho trabajo, mucha atención y mucho cuidado.

Creo que el cine uruguayo agarró para un lado muy costumbrista, sobre todo después de la creación del ICAÚ, que fue en 2008. En ese sentido, Carmen Vidal llamaba la atención por ser algo nuevo, algo divertido.

En lo personal quería hacer algo distinto. En donde uno puede tomar una decisión más obvia, tratar de ir por otro camino. De toda esa conjunción de elementos, terminó saliendo de esta Carmen Vidal tan peculiar.

La película podría pensarse como lo que llamaría la comedia pesimista, que también parece bastante propia de los uruguayos.

Sí, ese pesimismo es sorprendente, y un poco agobiante por momentos. A veces esa atmósfera es opresiva. Creo que de ahí sale también ese humor, como que necesita surgir, necesita romper. Creo que todos los uruguayos nos preguntamos a qué se debe ese pesimismo uruguayo, y por qué hay tanta depresión en la población. Es un hecho.

En medio de un diálogo intrascendente, que cuenta la burocracia policial en el mismo tono de comedia, incluiste una frase sobre la cantidad de suicidios en Uruguay ¿Por qué pusiste esa frase en boca del comisario?

Eso es parte de la experiencia personal de muchos de nosotros. Un montón de gente joven que conocí en estos años, alguien con quien estudié cine, alguien que era periodista, no sé, gente que conocía por la vuelta, se suicidaron. De un día para el otro. Pasa mucho en Uruguay, y es algo que tampoco se habla.

Yo trabajé en una ONG que se ocupa de los derechos del niño, en particular el derecho a vivir en familia, en comunidad, trabajando el acogimiento familiar y cuestiones similares.

Era una red latinoamericana. Uruguay, analizando los datos, era el peor país en cuanto a encierro. Le llamaban “el país del encierro”. Si es un niño tiene no sé qué, se encierra; los presos, todos encerrado; los locos, también. Como si hubiera una cultura del encierro. Todo es muy tapado en Uruguay.

Cuando Carmen y e Iván salen de los tribunales quien habla con los periodistas es Carmen, e Iván se queda detrás de ella parado, escuchando en silencio. Ahí cuestionan el modo en que se suelen ocupar los lugares relativos entre el hombre y la mujer en el cine.

Desde el lenguaje hubo un trabajo para posicionar justamente a Carmen Vidal y su mirada, lo que ella ve. A conciencia Carmen Vidal es un personaje en cierta forma asexuado. No hay ninguna historia amor, que podría haber, porque el cine negro siempre tiene un componente de pasión. Siempre está la femme fatale. Podría haber habido un homme fatale, pero no lo hay. Todo eso fue a conciencia, para despegarse un poco de los temas que podemos hablar o no podemos hablar las mujeres.

Parece que las mujeres tienen que hablar de temas de género…

Eso pasa bastante en el cine y me pasó a mí con Carmen Vidal. El cine le da espacio a las mujeres, pero muchas veces para hablar de temas exclusivamente que incumben a ellas. El despertar sexual de una adolescente mujer, o la maternidad, o menstruación, o sobre todos esos temas.

Carmen Vidal es una película no necesariamente femenina en ese sentido, incluso hay un esfuerzo para que no lo sea. Por eso esta detective tan desaliñada. Vivimos en un mundo tan patriarcal que es transgresor ver a una mujer en mal estado. Es trasgresor ver a una mujer sucia. ¿Cuántos hombres sucios vimos la historia del cine? Creo que esa es la situación. Me parece que se abren espacios para la mujer, pero que muchas veces se quedan como en eso. “Si hagan cine, pero hablen de lo que ustedes saben”.

¿Cómo ves actualmente el lugar de la mujer en el cine uruguayo?

Creo que se está mejorando. Se formó la AMAU, Asociación de Mujeres Audiovisuales del Uruguay, que está haciendo un trabajo de visibilización de los datos. En los últimos años, de cada diez películas, tres fueron dirigidas por mujeres. Y eso también pasa con los roles de importancia.

Siempre hubo mujeres en el cine, y creo que es un poco la historia de la humanidad. Las mujeres estaban en lugares de los que después, cuando descubren como lugares de poder, son desplazadas. En la historia del cine, al principio, había muchas directoras mujeres, montajista mujeres, un montón, eso se fue perdiendo. Ahora se está avanzando, sí, pero a mucha fuerza humana.

Para mí fue un poco difícil, te diré. A veces me dicen cualquier cosa. No sé si molesta un poco que haya escrito, dirigido, actuado. Es como se agarran de eso para decir “bueno, con todos los roles que hizo no está tan mal”. Es cierto, los hice, pero no es para que me den un premio consuelo. Te gusta la película o no te gusta. Siento un poquito de carga extra de agresividad en la recepción de la película, que no sé si es porque soy mujer, o por la película que hice o por las dos cosas juntas.

En la posproducción que fue hecha con hombres, porque durante el rodaje fuimos casi todas mujeres, la verdad que tuve varios momentos en que me resultaba un poco cansador tener que justificar cada cambio que quería hacer. Eso lo viví bien en carne propia. Creo que el director hombre, por más que sea primera película, no tiene que estar explicando todo. Son cosas que no puedo demostrar, pero en mi experiencia sentí que tenía que ultra justificar todo.

Algo está cambiando y por suerte, porque las mujeres no necesariamente tenemos que hacer películas explícitamente feministas. Creo que las mujeres tenemos otra visión del mundo y es necesario que esté ahí plasmada. Sino estamos viendo todo el tiempo lo mismo. Creo que es esperanzador, pero difícil.

Tomado de: Nodal

Tráiler del filme Carmen Vidal, mujer detective (Uruguay, 2020) de Eva Dans

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La utopía como escenario de disputa

Por Yosvani Montano Garrido

En la navidad de 1991 millones de personas vieron desde sus televisores como la bandera roja era retirada del Kremlin. Yo contaba con apenas unos meses de nacido. Una década después leería el simbolismo de esas imágenes que redondearon el suicidio del llamado socialismo real existente. Dos mundos culturalmente irreconciliables terminaban, al menos en apariencia, una batalla que desbordó los límites creados por los bloques políticos establecidos. El recurso del fin de la historia y el posmodernismo con su golpe a los grandes relatos fueron el epílogo de la encrucijada vivida por el sistema comunista de valores.

La gran derrotada resultó ser la esperanza de las mayorías. La palanca propagandística que se ensayó primero en el Chile de Pinochet y se proyectó luego contra el poder social en la URSS, mutiló progresivamente los valores de autodeterminación y soberanía que alimentaron la personalidad cívica de los pueblos al concluir el episodio bélico de 1945. Su potencia logró imponerse ante una historia de más de 26 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial. La ficción protagonizada por una multitud de héroes y villanos resolvió linealmente la lucha política y resintió la conciencia de clase. En el llano de la simplificación, el binarismo, la polarización y el odio, tuvo lugar el Waterloo del socialismo soviético.

Los factores que abrieron la puerta al desplome están analizados en una cuantiosa literatura publicada en los últimos treinta años. Lo sucedido alrededor de aquel socialismo representa, todavía, un reto teórico y un desafío práctico de primer orden para el marxismo, el pensamiento radical y la izquierda contemporánea. En el plano simbólico, el efecto derrame dañó la gestación de nuevas propuestas, objetivos y programas ideológicos, indispensables para reanimar un movimiento progresista que sufrió el repliegue en estampida de una parte de sus mejores pensadores. Un aspecto agravado por la gestión deficiente del conflicto resistencia-alternatividad, la insuficiente sobreadapatación a contextos de las plataformas políticas y sus liderazgos, y los obstáculos para disputar efectivamente la hegemonía.

Cuba, por su parte, respondió al deslinde de los noventa con soluciones internas muy complejas encadenadas a una estrategia de sobrevivencia política. En el propio año 1990 se divulgó la convocatoria al IV Congreso del Partido Comunista. La defensa de la soberanía nacional, el perfeccionamiento de las labores de los órganos del Estado, la administración y la reconfiguración de las organizaciones de masas en el país, junto a las reformas económicas coparon los análisis. Un rasgo del Congreso, explícito desde la misma convocatoria, fue el replanteamiento de agendas y alianzas internas. Las movilizaciones con un hondo carácter popular para discutir problemas centrales de la transición socialista distinguieron el período.

La participación fue la dimensión fundamental de la estrategia de recuperación ideológica en los noventa. Haciendo uso de la persuasión, aquellas prácticas políticas incidieron en los métodos de trabajo institucional, el desencartonamiento de la comunicación social, la incorporación de las ciencias sociales a la modelación de escenarios, el debate sobre la noción de la seguridad nacional y el cambio generacional en sectores dirigentes. En uno de los momentos más difíciles de la vida de la nación, la narrativa ecuménica y un esfuerzo pedagógico descomunal, diferenciaron los procedimientos en aras de la orientación y la movilización de sentidos, en un saldo solo comparable con los primeros años de la Revolución.

Ese torneo de ajedrez político se libró en medio de la readaptación obligada a un mundo en el que la confrontación política añadió la lucha por el dominio de los lenguajes, la participación de operadores tecnológicos y una creciente corporativización de los medios de prensa como señales distintivas.

En medio de la crisis, el vacío doctrinario generado a partir de la retirada del marxismo y la incertidumbre expandida en las filas de una izquierda concentrada más en exponer “los defectos genéticos” del socialismo real, que, por construir alternativas, hizo que nuestras dificultades fueran dobles. Hubo que trabajar por restablecer la utopía del socialismo, al tiempo que se vencía un programa de guerra cultural intensificado estridentemente. Como tantas otras dificultades, las formas de la guerra no convencional pasaron a ocupar a los trabajadores del campo de las ideas, a políticos y a los agentes del orden interior.

Quedaron expuestas ante nosotros dos aristas de un mismo problema, que no permiten las superficialidades: la primera implica las lógicas con las que se identifican, a nivel operativo, los esquemas de financiación, la actividad enemiga directa contra Cuba y las estrategias de desestabilización del orden revolucionario mediante el ataque al bloque institucional, la persecución económica y el asedio internacional; la segunda y probablemente más compleja, se desprende de la actividad cultural del capitalismo, encaminada por vías y recursos muy variados al asesinato de la ideal social, a fabricar simpatías en segmentos muy estudiados de la población y a reproducir un patrón de consumo y prosperidad irresponsable, excluyente y nocivo.

La guerra cultural es un concepto-sistema atravesado por categorías, formulas y metodologías provenientes de un grupo muy nutrido de ciencias específicas que crecieron exponencialmente durante la segunda mitad del pasado siglo. Trabaja, por tanto, en todos los sectores de la realidad. En el centro de los manuales contemporáneos, las conductas, los proyectos de vida, las representaciones sociales, los imaginarios, las formas de entender la felicidad, las expectativas y proyectos colectivos; constituyen ejes de gigantescas operaciones de marketing que persiguen afirmar la adaptabilidad social mediante la espiral del silencio como fórmula de anulación de individualidades, haciendo uso de la opinión pública y la necesidad humana de aceptación, toda vez que secuestran las subjetividades políticas hegemonizando la vida cotidiana.

En el teatro de operaciones está desplegado un abanico transmedial y multifactorial, de naturaleza ubicua, que cubre el espacio noticioso, la opinión pública, resemantiza la noción de la democracia y somete al linchamiento las prácticas alternativas de una forma brutal. En esa red de significaciones están también dispuestos los enfoques clasistas, las filosofías en enfrentamiento y la idea general del modelo de bienestar por el que se trabaja. Todos aspectos profundamente conectados con la imaginación sociológica y el carácter antropológico de la actividad cultural.

Es necesario ampliar el análisis de cada aspecto diferente del problema y conectarlo con nuestras propias insuficiencias. La lectura primaria de cualquier documento de guerra no convencional permite entender que al despliegue de cualquier narrativa le antecede la creación de las condiciones que garanticen el éxito del dispositivo emocional. Tenemos que aprender a trabajar, en nuestra contraofensiva con estas pautas o de antemano cada iniciativa estará condenada al fracaso. Si las maniobras se organizan para agredir el tejido de la vida real, entonces habrá que establecer allí el campamento.

Sería muy positivo enfrascarnos en una batalla cultural orientada a movilizar los valores socialistas de forma creativa, con la energía suficiente para restaurar un ciclo heterodoxo en la cultura nacional, engrasar la maquinaria de los aparatos ideológicos del Estado en su conjunto, promover la intervención quirúrgica de zonas muy estancadas del pensamiento social donde tumorizó el conservadurismo social, enfrentar prácticas internas que operan en detrimento de la profundización del socialismo y mantener una discusión popular activa que sea positiva no por su edulcoraciones, tonos apocalípticos o adjetivos polarizantes, sino por su capacidad de enfocar aspectos concretos de la vida ciudadana y movilizar la inventiva popular en su solución.

En este caso cuenta decisivamente el telón de fondo de cada situación. Desconcertarnos con operaciones en redes sociales, permitirnos ser arrastrados a debates de laboratorio, reforzar cualquier práctica excluyente, con excepción de las que frenen intenciones incorregiblemente reaccionarias; reduce nuestras posibilidades de éxito. Hay que concentrase en un ejercicio de alfabetización popular que trabaje más sobre el método de “los maestros ambulantes” que con las iluminaciones pretenciosas que asoman por ratos la cabeza. No basta con que un grupo marche con una verdad política a la delantera, si es incapaz de hacer de esos conceptos, nociones y preocupaciones, un patrimonio que eleve la conciencia política del pueblo, entonces apenas está cumpliendo su función.

La identidad, el nacionalismo radical, el patriotismo y sus relaciones con las resistencias y revoluciones de este pueblo, estuvieron siempre más cerca de los actos que estimularon la capacidad de movilización del pensamiento, que de los que se levantaban como dueños irrestrictos de verdades. Es bueno recordar que esos valores fueron mucho más efectivos en el reclutamiento cuando embistieron a la razón, enfocando situaciones concretas con voluntad transformadora.

Lo esencial, no cabe duda, es que partamos de lo decisivo que para Cuba resulta esta batalla. Conocer, divulgar, denunciar y combatir la colosal maniobra de restauración capitalista puesta en marcha; implicó ayer, como hoy, una demanda por fortificar la capacidad refractaria de la cultura cubana ante las múltiples formas con las que el consumo va nivelando un modelo único de pensamiento.

Hay que trabajar en las redes, y hay, por sobre todas las cosas que trabajar, mucho y bien, en la realidad real. Resulta injustificable que nuestras escuelas carezcan de programas de recepción crítica, desestimen el entrenamiento para abordar de forma exitosa este desafío y reduzcan la formación en humanidades al simplismo más rampante. También es un error monumental que sigamos rehenes de un trabajo político ideológico chato que acude a la propaganda descolorida o a las justificaciones para emprender su cometido, aferrado a un sello de “verdad oficial” licuado hace décadas por el cambio de paradigma en la comunicación.

Hay que cortar la trasmisión que anticipa soluciones epidérmicas en el aspecto ideológico. Por otra parte, impulsar la producción de contenido simbólico efectivo que se encadene con el universo de relaciones económicas, y sea capaz de incidir en los proyectos colectivos y en las individualidades, sistematice las tareas de profundización de la hegemonía revolucionaria y enfrente la propensión a que lo nacional cada vez importe menos. Son asuntos planteados durante años en informes y discusiones, incluso han llegado a formar parte del discurso de los políticos cubanos más atrevidos, pero todavía es gigantesca la brecha respecto a la realidad.

En medio de los avatares económicos la incipiente industria cultural que empezaba a desarrollarse en los noventa permanece descapitalizada. Ha abandonado la proyección de encontrar soluciones renovadoras y creativas para permear la realidad con el contenido axiológico de sus producciones. Es una aventura difícil, pero de ella depende, en gran medida, la ampliación de nuestras capacidades para enfrentar el fenómeno sobre el que estamos razonando.

Frenar la descomposición de las ideas socialistas y los valores revolucionarios implica la articulación de un frente creativo con la capacidad de repensar integralmente nuestras soluciones ideológicas. Exige garantizar, mediante procesos firmes y sucesivos, el crecimiento del poder de las mayorías sobre las decisiones importantes y el manejo cotidiano de la sociedad. Ir más allá del condicionamiento material de nuestro contexto. Requiere análisis, debates, conocimientos y divulgaciones. Demanda que nos exijamos más. Que seamos capaces de atrevernos a interrogar de manera nueva nuestra realidad sin olvidar que cuando la gente hace cola para entrar voluntariamente en el infierno, ha empezado funcionar el mejor truco del diablo.

Tomado de: La Jiribilla

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Gracias, Verónica, por existir

Por Magaly Cabrales

En la exitosa carrera artística de Verónica Lynn, doña Teresa Guzmán, de la telenovela cubana Sol de Batey, ha sido uno de sus personajes más diabólicos. “Me gustó grandemente asumir ese protagónico por el reto que constituía representar a una terrateniente dueña de esclavos”, dijo en entrevista exclusiva esta prestigiosa actriz que a sus noventa años de edad continúa dando ejemplos de maestría escénica.

¿Cómo llega al tan soñado, por muchos, mundo de la actuación?

Creo que cuando nací ya venía con el signo de artista. Y tantas veces me repetí que quería ser actriz que a los cinco años de edad lo tenía fuertemente grabado en la mente y en el corazón, a pesar de que nadie en mi familia sentía la menor inclinación por el arte. Mi madre adoraba a los artistas porque escuchaba mucho la radio cuando lavaba y planchaba para la calle, como se decía entonces. Mientras yo, con dieciséis años, trabajaba como manicura en una peluquería.

Mi debut como actriz fue en la televisión; a mi juicio, tardíamente porque tendría entre veintiuno o veintidós años. Debuté en un programa de corta duración que salía al aire a través de distintos episodios. En él a veces asumía personajes humorísticos y otras, dramáticos. Recuerdo que en ese programa el actor Severino Puentes era el Señor Gallo y yo era su secretaria. Participaba en aquellos programas de manera gratuita, pero me sentía inmensamente feliz porque, por fin, comenzaba a ser actriz. Por aquellos años conocí al también actor Alfonso Silvestre, que estaba preparando una obra de teatro en la que participaban siete hombres y una mujer. Él me propuso que interpretara ese personaje femenino. Yo nunca ni siquiera había ido a un teatro, pero, por supuesto, acepté enseguida porque a mí solo me interesaba actuar y si me decían que aunque fuera en el circo podía hacerlo, para allá me iba gustosamente. Durante los ensayos de esa obra de teatro me di cuenta de que allí eran mayores las posibilidades de convertirme en una verdadera actriz y, por otro lado, que podía llevar a la vez el trabajo y la actuación. Todos los integrantes de esta agrupación realizaban diferentes labores y yo, para esa época, había dejado de ser manicura y me dedicaba a vender al por mayor distintos productos como champú, tintes para cabellos y pinturas de uña, a varias peluquerías en Marianao. De esa gestión salía mi sueldo. Al igual que a la televisión, al teatro asistía sin ganar un centavo. Como todos los integrantes trabajábamos, nuestras reuniones comenzaban a partir de las cinco de la tarde y en no pocas ocasiones no podíamos comenzar a ensayar hasta las siete o nueve de la noche, porque el escenario estaba ocupado por alguna puesta en escena de otra agrupación. Fueron tiempos verdaderamente difíciles durante los cuales apenas me alcazaba el dinero para comer. Pero a pesar de todas esas dificultades sentía que estaba dando pasos seguros para alcanzar mi gran sueño.

En aquella época eran las personas pudientes las que patrocinaban los grupos de teatro y por ello existan varias agrupaciones dedicadas a esta manifestación del arte. Estas personas, incluso, entregaban premios a los mejores desempeños artísticos. Con ello pretendían mantener vivo el teatro y comenzaron a proliferar en La Habana pequeños teatros como Prometeo, Arlequín, Prado 260, por solo citar algunos.

Después de varios años haciendo teatro con obras de gran aceptación como Lluvia o La gata en el techo, volví a la televisión. Eran los años cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco, es decir, que todavía no se había producido el triunfo de la Revolución. Para ese tiempo ya era actriz. Había ganado lo que yo siempre consideré el mayor premio en mi vida. Lo obtuve ciertamente de manera empírica, autodidacta, aunque sí y sobre todo con mucho sacrificio, prescindiendo de cosas tan elementales como comer o dormir porque en esa época estudiaba incansablemente para que todo saliera bien, cómo tenía que mirar, hablar, caminar. Desde entonces hasta hoy han nacido tantos y tantos personajes que lamentablemente la memoria no ha podido retener.

Siempre de manera brillante e imprimiéndole un sello muy peculiar, usted ha incursionado en la televisión, el teatro, la radio y el cine. En todos los casos asumiendo mayoritariamente personajes negativos. ¿Acaso es porque le gusta, porque disfruta haciendo el papel de mala?

Casi todas las veces he hecho el papel de mala. Ahí están, por ejemplo, personajes tan terriblemente malos como Teresa Guzmán o Doña Perfecta en el teatro. Esos personajes me encantaron. Disfruté mucho representándolos porque los malos son los que provocan los problemas, los conflictos en una obra. Sería muy aburrido si en una novela, una obra de teatro o en una película no hubieran malos. ¿A quiénes se enfrentarían y vencerían los buenos? Los buenos se hacen grandes, se hacen héroes solo cuando son capaces de enfrentar y vencer a los malos.

Considero que cuando se vaya a analizar la actitud de un personaje negativo hay que situarlo en su contexto político y social, en su época. Es decir, donde está ubicado ese ser humano en el tiempo y espacio. Doña Perfecta y doña Teresa pertenecen a clases sociales muy altas, son terratenientes. Poseen grandes riquezas, entonces tienen que defender sus intereses y eso yo lo interiorizo, me identifico con ellas hasta apropiarme de su personalidad y poderlas representar de manera convincente.

Ciertamente casi todas mis interpretaciones han estado dirigidas a asumir personajes negativos. Pero puedes creer que esos mismos personajes me han llevado a la popularidad. Teresa Guzmán era malísima, inhumana, despiadada, sin embargo, es tan alentador que cuando he recorrido la Isla desde el Cabo de San Antonio hasta la punta de Maisí, incluso en el Escambray, rodeada de montañas, he oído decir a muchas personas: ”Mira, mira, esa es la mujer de los pajaritos”. Obviamente se están refiriendo a Teresa Guzmán y, a través de ella, a mí. Eso realmente te llena de regocijo. Te hace sentir que aunque haya sido malo, malísimo, tu personaje quedó en la memoria popular y eso es verdaderamente gratificante. Es lo mejor que puede pasarte después de tanto tiempo de estudios y sacrificios, aunque no niego que en nuestra profesión nos divertimos muchísimo.

Otras muchas telenovelas, a pesar del paso del tiempo, perduran también entre sus admiradores que suman miles a lo largo y ancho del país. Entre ellas Pasión y prejuicio, Las huérfanas de la Obrapía, Fortunata y Jacinta. Igualmente sucede en el cine, y a propósito de este, ¿cuál es la película que recuerda con más cariño?

Sin lugar a dudas La Bella del Alhambra. El personaje de esa señora, consumida por los fracasos en su vida y el vicio, caló muy hondo en mí. También me gustó mucho Larga distancia, y más recientemente, filmada en 2018, Candelaria, una película muy tierna, porque trata de un matrimonio que tiene cincuenta años de casados. Muy lindo ese personaje. Y ya ves, ahora resulta que me he convertido en buena.

A partir de su vasta experiencia en la actuación, ¿qué importancia le concede al talento?

Con el talento se nace, no te lo da ningún profesor. Eso sí, a lo largo de tu carrera, cualquiera que sea la manifestación artística, tienes que ser capaz de irte apropiando de herramientas que te permitan desarrollarlo. Por ejemplo, hay actores que no tienen mucho talento, sin embargo, poseen habilidades y a esas habilidades les añaden mucho estudio, perseverancia, disciplina y rigor y sobre todo mucho, mucho amor a su profesión, a lo que hace. Siempre hay que buscar más, aprender más de todo y de todos.

¿Qué diría usted de Verónica Lynn?

A decir verdad, he tenido que vencer muchos obstáculos para poder llegar hasta aquí. Hay que tener en cuenta que vengo de la época del capitalismo, no obstante siempre he sido una actriz muy amante de su profesión. Una mujer que, a partir del momento en que se convirtió en actriz, jamás concibió su vida sin la actuación. Siempre me he caracterizado por ser estricta conmigo misma, por exigirme disciplina y por mostrar absoluto respeto a mi pueblo, al público que sigue mis presentaciones, ya sea en el cine, la televisión o la radio. El arte es mi razón de ser, de existir. Precisamente por ese respeto a mi trabajo he tenido que sacrificar muchas cosas, pero en todo momento con un placer enorme. Los artistas sufrimos, lloramos, padecemos, pero al propio tiempo amamos, gozamos. Trabajar para servirle al público ha sido siempre mi mayor placer.

En cada interpretación asumida desaparece por completo Verónica Lyn, me desdibujo, para dar paso a ese personaje que convenza, que el público vea en él de principio a fin lo que es realmente.

¿Qué le resulta más provechoso las críticas o las alabanzas?

En todo momento y cualesquiera que sean las circunstancias, he preferido las críticas. Pero me refiero a esa crítica que parte de la admiración y el respeto. Una crítica bien dirigida te permite ver tus faltas, tus errores. Te permite rectificar, enmendar lo mal hecho y encaminar tu proceder, tus pasos de manera más acertada. La crítica te hace crecer. Admiro y estimo mucho a quienes me han criticado y aun me critican, pero siempre, siempre con deseos de ayudarme, con deseos de que yo haga mejor cualquier personaje, cualquier interpretación.

Me duele ver cómo hemos ido perdiendo el oficio de esa crítica necesaria, reconfortante. Años atrás eran muy habituales las sesiones, tanto en la prensa escrita, como en la radio y la televisión, espacios dedicados a la crítica. Creo que sería muy beneficioso retomar esa práctica.

A pesar de sus nueve décadas de vida, usted continúa entregada a la actuación con la misma pasión de sus años mozos.

Sí, efectivamente continúo trabajando. Me siento muy bien físicamente y con enormes deseos de seguir haciendo arte. A pesar de las restricciones sanitarias que nos impone esta insoportable pandemia, trabajé en una película titulada AM/PM. Es una producción del realizador Alejandro Gil. En ella asumo el personaje de una mujer que vive sola porque los hijos y los nietos abandonaron el país. Reside en un apartamento muy lindo, muy cómodo gracias a la ayuda económica que recibe de su familia radicada en el extranjero. Es un personaje muy bonito, que tiene como principal complejidad mostrar lo que es la simpleza, la cotidianidad.

En estos momentos estoy enfrascada en el aprendizaje de un libreto para otro filme que se comenzará a grabar dentro de unos días y que lleva por nombre La novicia jardinera, del realizador Arturo Soto. En esta soy una monja, la directora del convento, su madre superiora.

Asimismo grabé recientemente con el realizador Rudy Mora un serial de once capítulos, de los cuales participo en cuatro. Es una serie para la televisión y asumo un personaje que sí es bastante, muy complejo, pues se trata de una diva que fue muy admirada, muy querida, pero que al pasar el tiempo las nuevas generaciones, al principio, no la reconocen.

Y también, desde hace ya algún tiempo, dirijo el grupo de teatro Trotamundo. Respetando, por supuesto, las medidas higiénicas sanitarias, hemos trabajado últimamente en el montaje de la obra Frijoles Colorados. Esta puesta en escena estaba casi lista para ser estrenada. De hecho su estreno estaba previsto a propósito de mis noventa años. Pero otra vez es la pandemia el gran obstáculo. De cualquier manera y por diversas vías, continuamos trabajando con los actores, perfilando detalles, perfeccionando cada personaje.

Usted, en sí misma, su magistral desempeño artístico, es indudablemente una gran escuela. Pero también ha contribuido a la formación de jóvenes actores, como profesora de la Escuela Nacional de Arte. ¿Cuál es su mensaje para las nuevas generaciones de actores y actrices?

Que nunca piensen que aunque tengan el reconocimiento del público están en la cúspide, que ya llegaron. Por el contrario, todavía les falta mucho por andar porque precisamente ese reconocimiento implica un compromiso, implica hacer más cada día. Soy actriz desde hace más sesenta años, sin embargo considero que aún no he llegado a la cúspide. Pienso que todavía me faltan muchas más cosas por hacer, por lograr.

Que nunca se conviertan en actores engreídos. Que agradezcan al público con más preparación académica, con más esfuerzo, con más rigor y disciplina. Que cualquier muestra de amor, de admiración que reciban del público, sea compensada con más estudio, con más superación. Que nunca se sientan merecedores. La labor nuestra es un trabajo de equipo, de grupo donde jamás tendrá cabida el individualismo, ni el egocentrismo. Ningún actor puede llegar a brillar por sí solo, porque su desempeño artístico estará siempre apuntalado por aquel o aquellos intérpretes, por muy insignificantes que parezcan. Una modalidad de la actuación es, por ejemplo, el monólogo. Pero detrás de ese actor, aun cuando él aparezca solo ante el público, hay todo un equipo.

Y por último, y quizás el mensaje más importante, que hagan de la humildad, de la modestia, el principal sostén de su carrera artística.

Es muy probable que sumen más de una treintena los reconocimientos y premios nacionales y foráneos otorgados a Verónica Lyn durante su más de medio siglo de quehacer artístico. Y aunque a todos y a cada uno de ellos le concede el valor que poseen, esta consagrada actriz asegura que el mayor galardón que ha recibido es una frase dicha por algunos admiradores en varias ocasiones: “Gracias por existir”.

Tomado de: La Jiribilla

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Los virus capitalistas y el SARS-Cov-2: A 25 años de ‘Doce monos’ (+Video)

Por Miguel Ángel Adame Cerón

A la memoria de mi amigo y camarada Luis Arizmendi (1964-2021)

Los virus sociales e históricos del capitalismo

La existencia de microparásitos patógenos ha sido, es y será una realidad; en este caso se trata de virus que causan estragos en los organismos humanos: pestes, plagas, epidemias y pandemias. Pero los virus no son entes meramente bioquímicos, también son sociales (económicos, políticos, culturales) e históricos; cada sociedad y cada época los incuba, los genera, los enfrenta y les da su “tratamiento” (médico-sanitario, por ejemplo); además está la parte sensible práctica: la corporeidad humana, que es clave para entender y actuar respecto a la morbosidad que se produce en la interacción patógenos-cuerpos; interacción que dentro de lo histórico-epocal dará los elementos para comprender y accionar con y en las epidemias.

Los patógenos surgidos en el sistema capitalista, por lo tanto, adquieren sus rasgos, y en la fase de crisis multidimensional y decadencia epocal de éste, los microparásitos y los eco-cuerpos humanos se tornan unos virulentos y otros vulnerables, especialmente desde la implantación del neoliberalismo y la consolidación completa del mercado global capitalista, basado en una neoacumulación salvaje: en la segunda parte de la década de los años setenta del siglo XX y su expresión epidémica del Sida a principios de los ochenta, entramos a nivel real e imaginario a un período de pandemia de epidemias o sindémico. Así, en el plano del imaginario podemos encontrar todo un arsenal de novelas, relatos, guiones y especialmente películas donde se vislumbran y proyectan catástrofes, hecatombes, colapsos y apocalipsis que se ciernen sobre la humanidad y el planeta; las guerras nucleares, la devastación ecológica y los microbios y virus aparecen como las principales causantes: juntas, combinadas o dando paso a una u otra de ellas.

Los virus del capitalismo, pues, han estado con nosotros con mayor intensidad y fatalidad a nivel material-real y ficticio-imaginario en estos últimos decenios. Ahora que estamos en plena pandemia “covidiana”, sin poder resolverla aún en ninguno de sus aspectos ‒médico, político, social y económico‒, vale la pena hacer un ejercicio comparativo crítico entre el SARS-Cov-2 y el virus de la película de ciencia ficción 12 monos, difundida a nivel mundial hace veinticinco años (1996), para sacar breves conclusiones de la emergencia planetaria preapocalítptica en que nos encontramos, bajo la subsunción global del capitalismo actual.

El virus SARS-Cov-2: la hipótesis zoonótico-mercantil

El surgimiento del actual coronavirus de la pandemia de Covid-19, según cierto consenso, fue resultado, digamos, de un salto “accidental” de animales a humanos, debido a la producción, tráfico y consumo de animales silvestres, raros y/o exóticos que se convierten en apetecibles (para mejorar la salud, por estatus o por afición) en ciertas regiones debido a sus cualidades para pieles, platillos, medicamentos y manjares sui generis; los animales son demandados y entran a los mercados como bienes o, mejor dicho, mercancías buscadas y finalmente realizadas en su función de satisfacer necesidades tanto de los adquirientes –para guisarlas y comerlas o para curtir sus pieles– como de quienes las consiguen en lugares no comunes (ecosistemas, granjas, criaderos específicos que se ubican generalmente en regiones rurales pobres) y también, por supuesto, de los vendedores o comerciantes. El intercambio y compraventa de la carne de esos animales ya es antiguo; sin embargo, en los últimos años, debido al aumento de la población, el tráfico se ha expandido, lo que implica muchas veces que para obtener la materia prima haya destrucción ilegal y acrecentada de hábitats y ecosistemas. Esos mercados abiertos, semiclandestinos, así como mercados negros presenciales y en línea han crecido considerablemente, pues además de ser destinados para alimento y medicamento, dichos animales también se comercian para hacer ropa, adornos, amuletos, etcétera; así, quienes los producen obtienen recursos económicos que les hacen falta y quienes los compran pueden consumirlos o reutilizarlos. En cada uno de los pasos de obtención, extracción, producción, distribución y mercadeo se suelen descuidar las medidas de higiene, por lo que se generan vectores y cadenas de transmisión de microparásitos a través de estos animales, tales como monos, pangolines, murciélagos, ratas, ranas, marmotas, perros mapaches, visones, zorros, osos y hasta tigres y cocodrilos (casi todos provenientes de criaderos y granjas).

Se estima que casi setenta y cinco por ciento de la industria de cría de vida silvestre en China está destinada a la producción de pieles de animales; en 2018, 50 millones de animales fueron criados y sacrificados para ello. En ese año, la industria de la cría de vida silvestre creó empleos para más de 20 millones de personas y genera más de 76 mil millones de dólares.

Precisamente, el mercado de especies silvestres de Wuhan, provincia de Hubei, es quizás el más grande y diverso, donde se venden toda clase de animales salvajes y exóticos y sus productos; igualmente suele estar muy surtido y abarrotado el enorme mercado mayorista de mariscos de Huanan, en Wuhan. Se ha manejado la hipótesis de que el virus SARS-Cov2 es producto de zoonosis, específicamente por tráfico mercaderil humano en China y/o en otros países.

El virus de 12 monos: la hipótesis científico-terrorista del apocalipsis

Situémonos en la trama de 12 monos, película dirigida por Terry Gilliam, con guion de David y Janet Peoples, para comparar la apocalíptica situación que plantea esta cinta a causa de la invasión planetaria de un mortífero virus, con la pandemia actual del SARS-Cov-2. Comencemos recordando que, en la actual pandemia de 2019, ha habido un sector importante de disidentes y críticos llamados “negacionistas” y/o “conspiracionistas”, que la han caracterizado como “plandemia”, principalmente porque han encontrado muchas coincidencias y pronósticos de que ya estaba prevista y posiblemente planeada por élites de gente poderosa, como el club de Bilderberg y agoreros como el multimillonario y pseudo altruista Bill Gates. Además, el peligro para la humanidad de una epidemia catastrófica también había sido anunciada por visionarios como Stephen Hawking o Noam Chomsky, y ha sido abordada preventiva y recreativamente por escritores y cineastas. Este es el caso del guion de 12 monos –recompuesto por los hermanos Peoples a partir de una producción francesa estrenada en 1962, llamada La Jetté, del cineasta y guionista Chris Mark–, que nos sitúa en 1996, cuando un trastornado médico ayudante del director (Dr. Peters) de un laboratorio virológico de alta seguridad en la ciudad de Filadelfia, se roba un virus altamente peligroso para esparcirlo por varias ciudades populosas del planeta, causando una hecatombe poblacional de 5 mil millones de seres humanos y haciendo inhabitable la superficie del planeta para los seres humanos que sobreviven (porque para otras especies dicho virus no es patógeno y por ello es que pueblan las deshabitadas ciudades del mundo). Es un (corona) virus de alta letalidad que se difunde por el aire; así, los sobrevivientes de ese apocalipsis viral tienen que vivir en las entrañas de la tierra, tratando de buscar la manera de neutralizar la virulencia de ese fatal virus que fue producido artificialmente. En los túneles subterráneos se reagrupa una élite de tecnocientíficos que tiene la hipótesis de que el causante fue un grupo de terroristas que se hacían pasar por ecologistas radicales llamados “El ejército 12 monos”. Para el año 2036, la tecnología de ese grupo de poder ya está muy desarrollada en lo que hace a la teletransportación y el viaje por el tiempo, de modo que buscan a un “voluntario” dotado de una gran memoria entre los prisioneros y lo encuentran en James Cole, a quien instruyen y preparan para la misión de descubrir y obtener datos o muestras del virus (para desarrollar un antídoto) y, si es posible, impedir que el “ejército” realice la fechoría catastrófica. El “voluntario” tempo-viajero, en efecto, es un superdotado pero se encuentra demasiado atormentado por sus propios imaginarios y sueños, y también por las pruebas, hostigamientos y vigilancia a que lo someten los expertos de su tiempo futuro. Cada vez que viaja al pasado su mente se confunde más, queriendo negar su presente-futuro y deseando quedarse en su presente-pasado, debido a que en 1996, año en el que se ubica su principal objetivo, todavía no ocurría la hecatombe y la superficie de la tierra (calles, jardines, campo, aire) era vivible; además, se enamora de su expsiquiatra, la doctora Railly (a quien conoció en un hospital psiquiátrico en 1990, en un primer viaje al pasado), quien logra convencerse de la realidad de la misión de su amado y expaciente y, finalmente, le ayuda a encontrar a la “banda de los 12 monos” (liderada por Jefrey Goines, el hijo del virólogo genetista jefe del laboratorio de alta seguridad). Sin embargo, descubren que los miembros de aquella banda no eran los terroristas de bioarmas, sino sólo ecologistas radicales que secuestran al padre de su líder porque experimentaba con animales, y lo que querían, y finalmente logran, era liberar animales encerrados. Mientras el doctor Peters lleva a cabo su perversa y fatal fechoría sin que el intento de detenerlo por parte de la pareja de enamorados fructifique, el viajero es asesinado en el intento y finalmente se cumple el destino de la hecatómbica mortandad masiva y el exterminio del noventa por ciento de la humanidad, a causa del mortífero virus experimental.

La lección final

Así pues, en 12 monos, el apocalipsis por un virus que causa enfermedad letal es el tema central y su peculiaridad es que dicho virus fue experimentalmente diseñado en laboratorio, como una potencial arma para una bioguerra que se realizó terroristamente como tal: como guerra contra la humanidad y su oikos, de tal manera que los trastornos mentales y emocionales encarnados en el cuerpo-mente del doctor Peters, que lo llevaron a robar y liberar el virus, no fueron sólo culpa de su malévola mente y de su enfermiza personalidad, sino que en buena medida son producto de su horizonte epocal, es decir de su sociedad y su época, que no es otra que la sociedad neoliberal, industrialista, capitalista e imperialista que somete a la tecnociencia a su dictact.

La conexión que vislumbramos de ambos virus trastornadores y peligrosos consiste en que, por un lado, el virus de los 12 monos, es decir el tecnocientífico de laboratorio (resultado a una tecnociencia sometida/manipulada y soltado por una experto psicológicamente dañado) y, por el otro, el virus SARS-Cov-2, o sea el coronavirus zoonótico (producto de la destrucción ecosistémica y difundido por el tráfico de mercados), es la siguiente: los dos provienen y se perfeccionan en tipos de sociedades capitalistas decadentes y en colapso, ambos son virus que las retratan y expresan en la ciencia ficción y en la realidad: el de 12 monos finalmente ya realizado como virus capitalista apocalíptico (destructor del medio ambiente humano y de la gran mayoría de la humanidad) y el SARS-Cov-2 en vías de realización, como un virus que hace realidad el colapso climático-social capitalogénico que emerge de una zoonosis mercantil y, a la vez, sintetiza el preapocalipsis planetario capitalista actual.

Hoy en día, el SARS-Cov-2 tiene ya muchos mutantes y no sólo eso, sino que tendrá posibles gemelos que, si no paramos ahora tal colapso preapocalíptico, podrían tener resultados similares al virus de 12 monos: podrían ser tanto zoonóticos como tecno-virológicos, y finalmente llevarían a exterminios masivos de la humanidad planetaria. Si los virus del capitalismo decadente y colapsado de hoy se dejan crecer, las controversiales misiones salvadoras de las supermáquinas del tiempo que se presentan como opciones futuristas en 12 monos serán insuficientes y fracasarán, como lo muestra la distopía de la película. Dicho de manera contundente: si no revolucionamos el necrocapitalismo preapocalíptico destructor vigente a favor de ecosistemas humanos y de la vida, el destino del colapso final lo tenemos dibujado en la ciencia ficción fatalista.

Tomado de: La Jornada Semanal

Tráiler del filme 12 monos (Estados Unidos, 1995) de Terry Gilliam

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Manhattan, la productora, el depredador y su asistente (+Video)

Por Berta Carricarte

Pocas películas tienen la virtud de dividir al público exactamente a la mitad al ser apreciadas o rechazadas en la misma proporción. Esto ya nos indica que tocan un tema muy delicado que crispa la sensibilidad, o que narran de manera auténtica, burlando los patrones del cine más comercial.

La asistente (The Assistant, Estados Unidos, 2019) cumple con esas dos razones. Pero, además, nadie queda indiferente a las aptitudes histriónicas de Julia Garner, estelar en su personaje de poco hablar, sumergida en una historia donde es protagonista, víctima y espectadora. Encarna a Jane, una recién graduada universitaria, quien, tras cinco semanas en una productora de cine, donde enfrenta una situación de opresión y abuso crónico, asume que debe poner coto a la depredación sexual que manifiesta su jefe.

¿Presento una queja o seguimos como siempre?

La Julia Garner que brilló en el serial Ozark o que daba vida al estereotipo de niña bien en Dirty John se rebela ahora con un potencial extraordinario, y convierte a su Jane en un ser humano de mágica resistencia. Su inaudita sobriedad contrasta con la continuada agresión que sufre su espacio psicológico, invadido por reclamos y exigencias extralimitadas. La procesión que lleva por dentro junto a su capacidad de adaptación a un mundo fracturado por la violencia tácita puede llegar a resultar algo inquietante.

Dirigida con absoluta sapiencia y dominio por Kitty Green —quien debuta en la ficción—, la película denuncia los abusos de un jefe, quien ha contaminado el espacio laboral con sus fechorías sexuales y caprichos de mandamás. Pero también llama la atención sobre quienes, confabulados con aquel, cierran los ojos y pasan la página para continuar haciéndole el juego al machismo endémico y estructural naturalizado en las sociedades modernas. Destaca el personaje encargado de recursos humanos, un mequetrefe interpretado con maestría total por Matthew Macfadyen, iluminado por su perfección gestual y tonal, en la escena más importante del filme.

Es solo un día en la vida de Jane, sometida al continuo ajetreo en el que la rutina se alterna con lo imprevisto. Como espectadora disfruté mucho su capacidad para controlar cada asunto, cada faena, cada tarea. Admiré su ecuanimidad, en medio de las tensiones con su jefe. “¿Seguimos como siempre?”. La respuesta llega en forma de metáfora visual, en ese plano contrapicado hacia la cúspide del edificio empresarial, donde el lente corrige la imagen hasta alcanzar foco, claridad, objetividad. Mientras la nevada cae sobre las hombreras de su grueso abrigo y la bufanda atenaza más que protege su garganta, Jane se fuma el cigarrillo del día. Junto con la colilla se apagará todo impulso delator.

La resistencia pasiva

Quizás, los más exaltados foros feministas pidan fuego, incendiar la oficina, iniciar una beligerante demanda que ponga en la palestra pública al señor y sus desmanes. Yo aplaudo el inteligente sosiego, porque creo firmemente que no hay maldad sin escarmiento. Y porque para mí, toda violencia, incluso aquella que emana de un reclamo, por justo que sea, solo genera violencia mayor. En el cine de los setenta y los ochenta, Jane habría sido diseñada como una chica inconforme y explosiva, una heroína dispuesta a sacrificar sus anhelos personales por encarnar un ideal social. Hubiera cambiado su privilegio de trabajar en una exitosa empresa (cosa que le reiteran constantemente) para lanzarse a la lucha por las reivindicaciones de su gremio. Gracias a Dios, no es ese el rumbo de La asistente. No era necesario.

Si algo debo agradecerle a Kitty Green, además de su excelente película, es permitirme soñar con el ascenso paulatino de Jane hasta convertirse en la natural sustituta de su jefe, y que, empoderada ya, haga valer también su textura moral. Ya se avizora ese futuro en las relaciones que ella misma establece con la nueva asistente, donde prima la comprensión y la empatía.

Un depredador sin rostro

En sintonía con sucesos similares de la vida real, La asistente describe un prototipo de acosador. Y si bien es obvio que el caso legal desatado a partir de las denuncias contra el productor de cine Harvey Weinstein (fundador de Miramax) fueron el detonante del movimiento Me Too, resulta, cuanto menos, errático identificar la historia que narra el filme con el affaire Weinstein. Lo que de este delincuente sexual hay en el filme es lo mismo que habría de cualquier otra figura de incandescente machismo, sea prefabricada por la mitología del cine o por la lógica cultural expresada a través de escándalos mediáticos reales. La propia directora parece no aceptar que su largometraje se lea como un texto anclado en el caso de marras. Quizás por eso nunca vemos la cara del acosador.

La asistente es una película grande hecha a base de sutilezas. Cada detalle cuenta: en primer lugar, los ruidos ambientales. Veo a la cofradía de sonidistas rabiar de envidia frente a esta joya. Con predominio absoluto del sonido diegético, la banda sonora entrega un relato que podemos seguir con los ojos cerrados. No obstante, cada elemento es un relato en sí: la mancha del sofá, el arete, la fotocopiadora, el gris metálico de los muebles y el tono marrón de la oficina; la tintorera, la

chica de Idaho, la del casting, el pantry, las gavetas, el ascensor, el dedo hincado, los chinos, el delivery, la aspiradora rota, la bufanda, la batidora, las pastillas, el chofer, los sándwiches del almuerzo, la rosquita, el taxi, el bote de basura. Si no saborean los detalles, jamás entenderán la calidad de este plato.

Después de disfrutar La asistente, fui corriendo a ver (una vez más) Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Akerman, 1975), una película hermosa, intensa, con un final abrumador y sorprendente. No solo tienen en común haber sido dirigidas por mujeres, sino que convierten en inolvidable espectáculo audiovisual la rutina de vida de una secretaria, en un caso, y la de una ama de casa, en el otro. Lo que Jeanne Dielman hace con infinita parsimonia en el espacio doméstico se asemeja mucho a la pericia operativa con que Jane (y no creo que sea casual la similitud en el nombre) hace en el espacio de la oficina. Salvo un detalle: a diferencia de la opacidad trágica en que se va hundiendo la vida de Jeanne, Jane tiene un plan, un proyecto y un futuro.

(De Cartelera Cine y Video, nro. 189)

Tomado de: Cubacine

Tráiler del filme La asistenta (Estados Unidos, 2019) de Kitty Green

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Fidel Castro: el oficio de la palabra hablada

Fidel Castro y Gabriel García Márquez

Por Gabriel García Márquez*

Refiriéndose a un visitante extranjero al que había acompañado durante una semana en una gira por el interior de Cuba, Fidel Castro dijo: «Cómo hablará ese hombre, que habla más que yo». Basta conocer un poco a Fidel Castro para saber que era una exageración suya, y de las más grandes, pues no es posible concebir a alguien más adicto que él al hábito de la conversación. Su devoción por la palabra es casi mágica. Al principio de la revolución, apenas una semana después de su entrada triunfal en La Habana, habló sin tregua por la televisión durante siete horas. Debe ser un récord mundial. En las primeras horas, los habaneros no familiarizados todavía con el poder hipnótico de aquella voz, se sentaron a escucharla al modo tradicional, pero a medida que pasaba el tiempo volvían a la rutina con un oído en sus asuntos y otro en el discurso. Yo había llegado el día anterior con un grupo de periodistas de Caracas, y empezamos a escucharlo en el cuarto del hotel. Luego seguimos oyéndolo sin pausas en el ascensor, en el taxi que nos llevó a los barrios del comercio, en las terrazas floridas de los cafés, en las cantinas glaciales, y hasta en las ráfagas de las radios a todo volumen que salían por las ventanas abiertas mientras caminábamos por la calle. En la noche, todos habíamos cumplido con nuestra jornada sin perder una palabra.

Dos cosas llamaron la atención de quienes oíamos a Fidel Castro por primera vez. Una era su terrible poder de seducción. La otra era la fragilidad de su voz. Una voz afónica que a veces parecía sin aliento. Un médico que lo escuchaba hizo una disertación tremendista sobre la naturaleza de esos quebrantos, y concluyó que aun sin discursos amazónicos como el de aquel día, Fidel Castro estaba condenado a quedarse sin voz antes de cinco años. Poco después, en agosto de 1962, el pronóstico pareció dar su primera señal de alarma, cuando se quedó mudo después de anunciar en un discurso la nacionalización de las empresas norteamericanas. Pero fue un percance transitorio que no se repitió. Han transcurrido veintiséis años desde entonces. Fidel Castro acaba de cumplir sesenta y uno, y su voz parece todavía tan incierta cómo siempre, pero continúa siendo su instrumento más útil e irresistible para él delicado oficio de la palabra hablada.

Tres horas son para él un buen promedio de una conversación ordinaria. Y de tres en tres horas, los días se le pasan como soplos. Como no es un gobernante académico atrincherado en sus oficinas, sino que va a buscar los problemas donde estén, a cualquier hora se ve su automóvil sigiloso, sin estruendos de motocicletas, deslizándose aun a altas horas de la madrugada por las avenidas desiertas de La Habana, o en una carretera apartada. De todo esto ha surgido la leyenda de que es un solitario sin rumbo, un insomne desordenado e informal, que puede, hacer una visita a cualquier hora y desvelar a sus visitados hasta el amanecer.

Algo de eso era cierto al principio de la revolución, cuando aún arrastraba los hábitos de la Sierra Maestra. No sólo por la extensión de sus discursos, sino. porque no tenía un domicilio cierto, ni tuvo una oficina durante más de quince años, ni tenía horas fijas para nada. La sede del gobierno estaba donde estuviera él, y el poder mismo estaba sometido a los azares de su errancia. Ahora es distinto. Sin contrariar los ímpetus de la inspiración, que son propios de su estilo, ha terminado por imponerse un cierto orden de vida. Antes pasaba de largo por noches y días enteros, y dormía a retazos, donde lo derribara el cansancio. Ahora trata de permitirse un mínimo de seis horas de buen sueño, aunque ni él mismo sabe a qué hora empezará a dormir cada día. Según vayan las cosas, lo mismo puede ser a las diez de la noche que a las siete de la mañana del día siguiente. Dedica varias horas a los asuntos de rutina en su oficina de la presidencia del Consejo de Estado, donde hay un escritorio en buen orden, muebles confortables de cuero sin curtir, y un estante de libros que reflejan muy bien la amplitud de sus gustos: desde tratados de hidroponía hasta novelas de amor. De media caja de puros que se fumaba en un día pasó a la abstinencia absoluta, sólo por tener autoridad moral para combatir el tabaquismo, en un país donde Cristóbal Colón descubrió el tabaco, y que deriva de él buena parte de sus recursos. Su facilidad inclemente para aumentar de peso lo ha obligado a imponerse una dieta perpetua. Sacrificio inmenso, pues su apetito es de los grandes, y es un cazador insaciable de recetas de cocina, que le gusta preparar con una especie de fervor científico. Un domingo sin frenos, después de un almuerzo en forma, se tomó dieciocho bolas de helados. Pero en la vida corriente apenas si prueba un filete de pescado con vegetales hervidos y más bien cuando lo vence el hambre que en un horario de rutina. Se mantiene en excelentes condiciones físicas con varias horas de gimnasia diaria y de natación frecuente, se restringe a una copita de whisky puro en sorbos casi invisibles, y ha logrado sobreponerse a su debilidad por los espaguetis que le enseñó a preparar el primer Nuncio Apostólico de la revolución, monseñor Cesare Sacchi. Sus cóleras homéricas pero momentáneas son ahora fábulas del pasado, y ha aprendido a disolver sus humores oscuros en una paciencia invencible. Total: una disciplina férrea. Pero de todos modos insuficiente, porque la escasez de tiempo le sigue imponiendo un horario insólito, y la fuerza de su imaginación lo arrastra a lo imprevisto. Con él, uno sabe dónde empieza, pero nunca sabe dónde termina. No es raro que cualquier noche se encuentre uno volando en un avión con rumbo secreto, apadrinando una boda, cazando langostas en altamar, o probando los primeros quesos franceses hechos en Camagüey.

Hace mucho tiempo dijo: «Tan importante como aprender a trabajar es aprender a descansar». Pero sus métodos de descanso parecen demasiado originales, y algunos no excluyen la conversación. Una vez se despidió de una intensa sesión de trabajo casi a la media noche, con signos visibles de agotamiento, y regresó en la madrugada restablecido por completo después de nadar dos horas. Las fiestas privadas: son contrarias a su carácter, pues es uno de los raros cubanos que no cantan ni bailan, y las muy pocas a que asiste cambian de naturaleza cuando él llega. Tal vez él no lo sepa. Tal vez no es consciente del poder con que se impone su presencia, que parece ocupar de inmediato todo el ámbito, a pesar de que no es tan alto ni tan corpulento como parece a primera vista. He visto a los más aplomados perder el dominio frente a él, extremando la compostura o exagerando el desenfado, sin imaginarse siquiera que él está tan intimidado cómo ellos, y tiene que hacer un esfuerzo inicial para que no lo noten. Siempre he creído que el plural de que se sirve a menudo para hablar de sus propios actos no es tan mayestático como parece, sino una licencia poética para encubrir su timidez.

El hecho es que los bailes se interrumpen, se suspende la música, se aplaza la cena, y la concurrencia se concentra en torno suyo para incorporarse a la conversación que entabla de inmediato. Así puede estar hasta cualquier hora, de pie, sin beber ni comer. A veces, antes de irse a dormir, toca muy tarde en la casa de un amigo con el cual tiene confianza para entrar sin anunciarse, y advierte que sólo va por cinco minutos. Lo dice con tanta sinceridad, que ni siquiera se sienta. Pero poco a poco se va reanimando de pie con la nueva conversación, y al cabo de un rato se derrumba en un sillón y estira las piernas, diciendo: «Me siento como nuevo». Así es: fatigado de conversar, descansa conversando.

Una vez dijo: «En mi próxima reencarnación quiero ser escritor». De hecho, escribe bien y le gusta hacerlo, aun en el automóvil en marcha, y en unas libretas de apuntes que lleva siempre a mano para escribir cuanto se le ocurre, inclusive las cartas de confianza. Son libretas de papel ordinario, empastadas en plástico azul, que con los años han llegado a ser incontables en sus archivos privados. Su letra es menuda e intrincada, aunque a primera vista parece tan fácil como la de un escolar. Su modo de escribir parece de un profesional. Corrige una frase varias veces, la tacha, la intenta de nuevo en los márgenes, y no es raro que busque una palabra durante varios días, consultando diccionarios, preguntando, hasta que queda a su gusto.

En la década de los setenta contrajo el hábito de escribir sus discursos, tan despacio y con tanto rigor, que parecían piezas de relojería. Pero esa misma virtud los derrotó. La personalidad de Fidel Castro parecía otra al leerlos: cambiaba el tono, el estilo, hasta la calidad de la voz. En la inmensa Plaza de la Revolución, ante medio millón de personas, Se encontró varias veces como asfixiado por la camisa de fuerza de la letra escrita, y cada vez que podía se apartaba del texto. En otras ocasiones se encontraba con que sus mecanógrafos habían cometido un error, y en vez de corregirlo al vuelo interrumpía la lectura y hacía la enmienda con el bolígrafo tomándose todo su tiempo. Nunca quedaba satisfecho. A pesar de sus esfuerzos por darles calor, y a pesar de lograrlo en muchos casos, aquellos discursos cautivos le dejaban un sentimiento de frustración. Pues decían todo lo que querían decir, y quizás lo decían mejor, pero eliminaban el mayor estímulo de su vida, que es la emoción del riesgo.

La tribuna de improvisador, por consiguiente, parece ser su medio ecológico perfecto, aunque siempre tiene que sobreponerse a una inhibición inicial que muy pocos le conocen, y que él no niega. En una nota que me mandó hace unos años pidiéndome participar en algún acto público, me decía: «Trata de vencer por una vez tu miedo escénico, como tengo que hacerlo yo con tanta frecuencia». Sólo en casos muy especiales lleva una tarjeta con algunas notas que saca del bolsillo sin ningún ritual antes de empezar, y la mantiene al alcance de la vista. Empieza siempre con voz casi inaudible, de veras entrecortada, avanzando entre la niebla con un rumbo incierto, pero aprovecha cualquier destello para ir ganando terreno palmo a palmo, hasta que da una especie de gran zarpazo y se apodera de la audiencia. Entonces se establece entre él y su público una corriente de ida y vuelta que los exalta a ambos y se crea entre ellos una especie de complicidad dialéctica, y en esa tensión insoportable está la esencia de su embriaguez. Es la inspiración: el estado de gracia irresistible, y deslumbrante, que sólo niegan quienes no han tenido la gloria de vivirlo.

Al principio, los actos públicos empezaban cuando él llegaba y esto era tan improbable como la lluvia. Desde hace años llega al minuto exacto, y la duración del discurso depende de la disposición del auditorio. Pero los discursos infinitos de los primeros años pertenecen a un pasado que ya se confunde con la leyenda, porque lo mucho que el pueblo debía entender desde el principio está ya más que explicado, y el mismo estilo de Fidel Castro se ha hecho más compacto al cabo de tantas jornadas de pedagogía oratoria. Nunca se le ha oído repetir ninguna de las consignas de cartón piedra de la escolástica comunista, ni utilizar para nada el dialecto ritual del sistema: un lenguaje fósil que perdió desde hace mucho tiempo el contacto con la realidad, y al cual corresponde como anillo al dedo una prensa laudatoria y conmemorativa, que más parece hecha para ocultar que para difundir. Es el antidogmático por excelencia, cuya imaginación creativa vive rondando los abismos de la herejía. Raras veces cita frases ajenas, ni en la conversación ni en la tribuna, salvo las de José Martí, que es su autor de cabecera. Conoce a fondo los veintiocho tomos de su obra, y ha tenido el talento de incorporar su ideario al torrente sanguíneo de una revolución marxista. Pero la esencia de su propio pensamiento podría estar en la certidumbre de que hacer trabajo de masas es fundamentalmente ocuparse de los individuos.

Esto podría explicar su confianza absoluta en el contacto directo. Aun los discursos más difíciles parecen conversatorios casuales, al estilo de los que sostenía con los estudiantes en los patios de la Universidad al principio de la revolución. De hecho, y sobre todo fuera de La Habana, no es raro que alguien lo interpele entre la muchedumbre de una manifestación pública, y que se entable un diálogo a gritos. Tiene un idioma para cada ocasión, y un modo distinto de persuasión según los distintos interlocutores, ya sean obreros, campesinos, estudiantes, científicos, políticos, escritores 0 visitantes extranjeros. Sabe situarse en el nivel de cada uno, y dispone de una información vasta y variada que le permite moverse con facilidad en cualquier medio. Pero su personalidad es tan compleja e imprevisible, que cada quien puede formarse una imagen distinta de él en un mismo encuentro.

Una cosa se sabe con seguridad: esté donde esté, como esté y con quién esté, Fidel Castro está allí para ganar. No creo que pueda existir en este mundo alguien que sea tan mal perdedor. Su actitud frente a la derrota, aun en los actos mínimos de la vida cotidiana, parece obedecer a una lógica privada: ni siquiera la admite, y no tiene un minuto de sosiego mientras no logra invertir los términos y convertirla en victoria. Pero sea lo que sea, y donde sea, todo ocurre en el ámbito de una conversación inagotable.

El tema puede ser cualquiera, según el interés del auditorio, pero a menudo ocurre lo contrario: es él quien lleva un mismo tema a todos sus auditorios. Esto suele ocurrir en las épocas en que está explorando una idea que lo asedia, y nadie puede ser más obsesivo que él cuando se ha propuesto llegar al fondo de cualquier cosa. No hay un proyecto, colosal o milimétrico, en el que no se empeñe con una pasión encarnizada. Y en especial si tiene que enfrentarse a la adversidad. Nunca como entonces parece de mejor aspecto, de mejor talante, de mejor humor. Alguien que cree conocerlo le dijo: «Las cosas deben andar muy mal, porque usted está rozagante».

En cambio, un visitante extranjero que lo encontraba por primera vez, me dijo hace unos años: «Fidel está envejecido: anoche volvió como siete veces sobre el mismo tema». Le hice ver que esas reiteraciones casi maniáticas son uno de sus modos de trabajar. El tema de la deuda externa, de América Latina, por ejemplo, había aparecido por primera vez en sus conversaciones desde hacía unos dos años, y había ido evolucionando, ramificándose, profundizándose, hasta convertirse en algo muy parecido a una pesadilla recurrente. Lo primero que dijo, como una simple conclusión aritmética, fue que la deuda era impagable. Poco a poco, en el transcurso de tres viajes que hice aquel año a La Habana, fui conociendo sus hallazgos escalonados: las repercusiones de la deuda en la economía de los países, su impacto político y social, su influencia decisiva en las relaciones internacionales, su importancia providencial para una política unitaria de la América Latina. Por último convocó en La Habana un congreso masivo de especialistas, y pronunció un discurso en el que no dejó pendiente ninguna de las incógnitas de sus conversaciones anteriores. Para entonces tenía ya una visión totalizadora que el solo transcurso del tiempo se ha encargado de demostrar.

Me parece que su más rara virtud de político es esa facultad de vislumbrar la evolución de un hecho hasta sus consecuencias remotas. Como si pudiera ver la mole sobresaliente de un iceberg al mismo tiempo que los siete octavos sumergidos. Pero esa facultad no la ejerce por iluminación, sino como resultado de un raciocinio arduo y tenaz. Un interlocutor asiduo podría detectar el primer embrión de una idea, y seguir su desarrollo durante muchos meses a través de su conversación empecinada, hasta que la hace pública en su forma final, tal como ocurrió con la deuda externa. Ahora bien: una vez que agota el tema, es como si hubiera cumplido un ciclo vital: lo archiva para siempre.

Semejante molino verbal, desde luego, requiere el auxilio de una información incesante, bien masticada y digerida. Su auxiliar supremo es la memoria, y la usa hasta el abuso para sustentar discursos o charlas privadas con raciocinios abrumadores y operaciones aritméticas de una rapidez increíble. Su tarea de acumulación informativa principia desde que despierta. Desayuna con no menos de doscientas páginas de noticias del mundo entero. Durante el día, a pesar de su movilidad incansable, lo persiguen por todas partes con informaciones urgentes. El mismo calcula que cada día tiene que leer unos cincuenta documentos. A eso hay que agregar los informes de los servicios oficiales y de sus visitantes, y todo cuanto pueda interesar a su curiosidad infinita. Cualquier exageración en este sentido sería apenas aproximada, hasta en circunstancias tan extremas como un viaje en avión. Prefiere no volar, y sólo lo hace cuando no hay otra alternativa. Pero vuela mal por su ansiedad de saberlo todo: no duerme ni lee, apenas come, le pide a la tripulación los mapas de navegación cada vez que tiene alguna duda, se hace explicar por qué se toma esta ruta y no esta otra, por qué cambia el ruido de las turbinas, por qué salta el avión a pesar del buen tiempo. Las respuestas, por supuesto, tienen que ser exactas, pues es capaz de detectar la mínima contradicción en una frase casual.

Otra fuente vital de información, por supuesto, son los libros. Tal vez el aspecto de la personalidad de Fidel Castro que se ajusta menos a la imagen creada por sus adversarios, es la de ser un lector voraz. Nadie se explica cómo le alcanza el tiempo, ni de qué método se sirve para leer tanto y con tanta rapidez, aunque él insiste en que no tiene ninguno en especial. En sus automóviles, desde el Oldsmobile prehistórico y los sucesivos Zil soviéticos, hasta el Mercedes actual, ha habido siempre una luz para leer de noche. Muchas veces se ha llevado un libro en la madrugada, y a la mañana siguiente lo comenta. Lee el inglés, pero no lo habla. En todo caso prefiere leer en castellano, y a cualquier hora está dispuesto a leer cualquier papel con letras que le caiga en las manos. Cuando necesita algún libro muy reciente que no está traducido, se lo hace traducir de emergencia. Un médico amigo le mandó por cortesía su tratado de ortopedia acabado de publicar, sin la pretensión de que lo leyera, por supuesto, pero una semana después recibió una carta suya con una larga lista de observaciones. Es lector habitual de temas económicos e históricos. Cuando leyó las memorias de Lee Iaccocá, descubrió varios errores tan increíbles, que mandó a buscar la versión inglesa a Nueva York, para confrontarla con la española. En efecto, el traductor había confundido una vez más el significado de la palabra billón en los dos idiomas. Es un buen lector de literatura, y la sigue con atención. Llevo sobre mi conciencia el haberlo iniciado y mantenerlo al día en la adicción de los best-sellers de consumo rápido, como método de purificación contra los documentos oficiales.

Con todo, su fuente de información inmediata y más fructífera sigue siendo la conversación. Tiene la costumbre de los interrogatorios rápidos que se parecen a una matriusca, la muñeca rusa de cuyo interior se saca una igual más pequeña, y de la cual se saca otra igual más pequeña y luego otra igual más pequeña, hasta la más pequeña posible. Preguntas sucesivas que él hace en ráfagas instantáneas hasta descubrir el por qué del por qué del por qué final. Al interlocutor le cuesta trabajó no sentirse sometido a un examen inquisidor. Cuando un visitante de América Latina le dio un dato apresurado sobre el consumo de arroz de sus compatriotas, él hizo sus cálculos mentales, y dijo: «Qué raro, cada uno se come cuatro libras de arroz al día». Con el tiempo se; aprende que su táctica maestra es preguntar sobre cosas que sabe para confirmar sus datos. Y en algunos casos para medir el calibre de su interlocutor y tratarlo en consecuencia. No pierde ocasión de informarse. El presidente colombiano Belisario Betancur, con quien mantuvo un contacto telefónico frecuente a pesar de que no se conocían ni hay relaciones diplomáticas entre los dos países, lo llamó una vez para algún asunto casual. Fidel Castro me dijo después: «Aproveché que ambos teníamos tiempo, para preguntarle algunos datos que no venían en los cables sobre la situación del café en Colombia». Son pocos los países que conoció antes de la revolución, y en los que ha visitado después en viajes oficiales se ha visto condenado al estrecho horizonte del protocolo. Sin embargo, también habla de ellos, y de otros muchos que no conoce, como si los hubiera visitado. Durante la guerra de Angola describió una batalla con tal minuciosidad en una recepción oficial, que costó trabajo convencer a un diplomático europeo de que Fidel Castro no había participado en ella. El relato que hizo en un discurso público de la captura y el asesinato del Che Guevara, el que hizo del asalto al palacio de la Moneda y de la muerte de Salvador Allende, o el que hizo de los estragos del ciclón Flora, eran grandes reportajes hablados.

España, la tierra de sus mayores, es en él una idea fija. Su visión de la América Latina en el porvenir es la misma de Bolívar y Martí: una comunidad integral y autónoma capaz de mover el destino del mundo. Pero el país del cual sabe más, después de Cuba, son los Estados Unidos. Conoce a fondo la índole de su gente, sus estructuras de poder, las segundas intenciones de sus gobiernos, y esto le ha ayudado a sortear la tormenta incesante del bloqueo. A pesar de las restricciones del gobierno de los Estados Unidos, hay una línea aérea casi diaria entre La Habana y Miami, y no pasa un día sin que lleguen a Cuba visitantes norteamericanos de toda clase, en vuelos especiales o en aviones privados. En vísperas electorales, hay una afluencia incesante de políticos de ambos partidos. Fidel Castro ve a cuantos puede ver, se ocupa de que estén bien atendidos mientras esperan, y hace lo posible por dedicarles bastante tiempo para un intercambio exhaustivo de informaciones inéditas. Son verdaderos festivales de conversación. Él les canta las verdades, y soporta muy bien que se las canten a él. Da la impresión de que nada le divierte tanto como mostrar su cara verdadera a quienes llegan preparados por la propaganda enemiga para encontrarse con un caudillo bárbaro. En una ocasión, ante un grupo de congresistas de los dos partidos, hombres de negocios y hasta un oficial del Pentágono, hizo un recuento muy realista de cómo sus antepasados gallegos y sus maestros jesuitas le infundieron unos principios morales que le habían sido muy útiles en la formación de su personalidad. Y concluyó: «Soy un cristiano». Fue como soltar en la mesa una granada de guerra.

Los norteamericanos, formados en una cultura que sólo entiende la vida en blanco y negro, saltaron por encima de las explicaciones previas y quedaron deslumbrados por el estruendo de la conclusión. Al término de la visita, ya con los primeros soles, el más conservador de los parlamentarios expresó el criterio sorprendente de que nadie le parecía tan eficaz como Fidel Castro para servir de mediador entre la América Latina y los Estados Unidos. Lo cierto es que todo el que va a Cuba quisiera verlo de cualquier modo, aunque son muchos los que sueñan con verlo en privado. Sobre todo los periodistas extranjeros, que no consideran terminado su trabajo mientras no se lleven el trofeo de una entrevista con él. Creo que él los complacería a todos si no fuera por la imposibilidad material: en este momento hay unas trescientas solicitudes formales en espera de un trámite que puede ser infinito. Siempre hay un periodista que espera en un hotel de La Habana, después de haber apelado a toda clase de padrinos para verlo. Algunos esperan meses. Se indignan de no saber a quién acudir, pues nadie sabe a ciencia cierta cuáles son los trámites certeros para llegar a él. La verdad es que no hay ninguno. No es raro que algún periodista de suerte le haga una pregunta casual en el curso de una aparición pública, y que el diálogo termine en una entrevista de varias horas sobre todos los temas imaginables. Se detiene en cada uno, se aventura por sus vericuetos menos pensados sin descuidar jamás la precisión, consciente de que una sola palabra mal usada puede causar estragos irreparables. En las muy pocas entrevistas formales suele conceder el tiempo que le soliciten, aunque él mismo lo prolonga después con una elasticidad imprevisible, estimulado por la dinámica del diálogo. Sólo en casos muy especiales pide conocer antes el cuestionario.

Jamás ha rehusado contestar ninguna pregunta, por provocadora que sea, ni ha perdido nunca la paciencia. A veces, las dos horas previstas se convierten en cuatro y casi siempre en seis. O en diecisiete, como fue el caso de esta entrevista que Gianni Mina le ha hecho para la televisión italiana, y que es una de las más largas que ha concedido, y también de las más completas.

Al final, muy pocas entrevistas le gustan, sobre todo las transcripciones escritas, que en aras del espacio suelen sacrificar la exactitud y los matices propios de su estilo personal. Cree que las de televisión terminan desnaturalizadas por la fragmentación inevitable, y le parece injusto haber dedicado hasta cinco horas de su vida para un programa de siete minutos. Pero lo más lamentable, tanto para Fidel Castro como para sus oyentes, es que aun los periodistas mejores, sobre todo los europeos, no tienen ni siquiera la curiosidad de confrontar sus cuestionarios con la realidad de la calle. Anhelan el trofeo de la entrevista que llevan escritas de acuerdo con las obsesiones políticas y los prejuicios culturales de sus países, sin tomarse el trabajo de averiguar por sí mismos cómo es en realidad la Cuba de hoy, cuáles son los sueños y las frustraciones reales de sus gentes: la verdad de sus vidas. De este modo les quitan a los cubanos de la calle una ocasión de expresarse ante el mundo, y se niegan a sí mismos el logro profesional de interrogar a Fidel Castro, no sobre las suposiciones europeas, que son tan lejanas, sino sobre las ansiedades de su propio pueblo, y sobre todo en estas vísperas de grandes decisiones.

En fin: oyendo a Fidel Castro en tantas y tan diversas circunstancias, me he preguntado muchas vece s si su afán de la conversación no obedece a la necesidad orgánica de mantener a toda costa el hilo conductor de la verdad en medio de los espejismos alucinantes del poder. Me lo he preguntado en el transcurso de numerosos diálogos, públicos y privados. Pero sobre todo en los más difíciles y estériles, con quienes pierden ante él la naturalidad y él aplomo, y le hablan en fórmulas teóricas que nada tienen que ver con la realidad. O con quienes le escamotean la verdad por no causarle más preocupaciones de las que tiene. Él lo sabe. A un funcionario qué lo hizo, le dijo: «Me ocultan verdades por no inquietarme, pero cuando por fin las descubra me moriré por la impresión de enfrentarme a tantas verdades que han dejado de decirme». Las más graves, sin embargo, son las verdades que se le ocultan para encubrir deficiencias, pues al lado de los enormes logros que sustentan la revolución —logros políticos, científicos, deportivos, culturales— hay una incompetencia burocrática colosal que afecta a casi todos los órdenes de la vida diaria, y en especial a la felicidad doméstica, y que ha obligado al propio Fidel Castro, casi treinta años después de la victoria, a ocuparse en persona de asuntos tan extraordinarios como hacer el pan y distribuir la cerveza.

Todo es distinto, en cambio, cuando habla con la gente de la calle. La conversación recobra entonces la expresividad y la franqueza cruda de los afectos reales. De sus varios nombres civiles y militares, sólo le queda entonces uno: Fidel. Lo rodean sin riesgos, lo tutean, le discuten, lo contradicen, le reclaman, con un canal de transmisión inmediata por donde circula la verdad a borbotones. Es entonces, más que en la intimidad, cuando se descubre el ser humano insólito que el resplandor de su propia imagen no deja ver. Este es el Fidel Castro que creo conocer, al cabo de incontables horas de conversaciones, por las que no pasan a menudo los fantasmas de la política. Un hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables, con una educación formal a la antigua, de palabras cautelosas y modales tenues, e incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal. Sueña con que sus científicos encuentren la medicina final contra el cáncer, y ha creado una política exterior de potencia mundial en una isla sin agua dulce, ochenta y cuatro veces más pequeña que su enemigo principal. Es tal el pudor con que protege su intimidad, que su vida privada ha terminado por ser el enigma más hermético de su leyenda. Tiene la convicción casi mística de que el logro mayor del ser humano es la buena formación de su conciencia, y que los estímulos morales, más que los materiales, son capaces de cambiar el mundo y empujar la historia. Creo que es uno de los grandes idealistas de nuestro tiempo, y que quizás sea ésta su virtud mayor, aunque también ha sido su mayor peligro.

Muchas veces, lo he visto llegar a mi casa muy tarde en la noche, arrastrando todavía las últimas migajas de un día desmesurado. Muchas veces le pregunté cómo iban las cosas, y más de una vez me contestó: «Muy bien: tenemos llenas todas las presas». Lo he visto abrir el refrigerador para comerse un pedazo de queso, que era tal vez lo primero que comía desde el desayuno. Lo he visto llamar por teléfono a una amiga de México para pedirle la receta de un plato que le había gustado, y lo he visto copiarla apoyado en el mostrador, entre los trastos de la cena todavía sin lavar, mientras alguien cantaba en la televisión, una canción antigua: La vida es un tren expreso que recorre leguas miles. Lo he oído en sus escasas horas de añoranza evocando los amaneceres pastorales de su infancia rural, la novia juvenil que se fue, las cosas que hubiera podido hacer de otro modo para ganarle más tiempo a la vida. Una noche, mientras tomaba en cucharaditas lentas un helado de vainilla, lo vi tan abrumado por el peso de tantos destinos ajenos, tan lejano de sí mismo, que por un instante me pareció distinto del que había sido siempre. Entonces le pregunté qué era lo que más quisiera hacer en este mundo, y me contestó de inmediato: «Pararme en una esquina».

*Prólogo del libro Habla Fidel, de Gianni Minà.

Tomado de: La Ventana

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