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Será entre ellas

Por Daniel Céspedes

A Andrés Duarte

Convengamos que Shirley (Josephine Decker, 2020), exhibido en la más reciente emisión de La séptima puerta y basado en el libro de Susan Scarf Merrell, no es el biopic habitual. Hay saltos de etapas en la vida y obra de la escritora estadounidense Shirley Jackson (1916-1965): se obvian hechos de su predisposición a la literatura, incluso uno no sabe qué leyó o quiénes la motivaron a convertirse en narradora. Aunque nadie se convierte en escritor de un momento a otro. Se nace con la vocación y, cuando menos se lo piensa el autor, se levanta un día con un compromiso primero para con sus adentros, donde el hacerse de un nombre le sacude la cabeza exigiéndole dar algo virgen. No importa sea una variación del mismo libro ya escrito.

Por encima de lo que piensen los demás, por encima incluso de alguien cercano (el profesor Stanley, esposo y censor de Shirley, interpretado por Michael S. Stuhlbarg, quien acaso se cree con el derecho de determinar qué género escritural le queda mejor a ella), tiene la protagonista que intentar una nueva criatura. En ese estado de perturbación, duda y cierta gracia del oficio y talento que permanece, se enfrenta el espectador a la persona de mayor interés de esta película. En principio, Shirley es un drama sobre lo que cuesta llegar al estado de gracia de la creación.

“Estoy perdida, Rosie. Estoy perdida. ¿Sabes lo que es tener un secreto? No puedo escribir nada que valga la pena”. Le comenta ella (Elisabeth Moss) a Rosie (Odessa Young). Shirley está en un aprieto. Siente que no avanza, que su investigación sobre una mujer desaparecida, que es el pivote del libro en potencia, le molesta a quienes saben en cuales escollos pudiera estar internándose ella. ¿Cómo lo saben si es reservada con lo que escribe? Su marido ni habla del asunto y, cuando lo hace, no cree que Shirley pueda asumir un proyecto de historia anclado en un misterio social. A decir verdad, para él la desaparición de la mujer es inferior a la capacidad de su esposa. Pues en un momento se lo dice a rajatabla. Frescura y madurez parecieran unirse luego. Ellas (Shirley y Rosie) ya vienen complementándose en lo que sueñan e imaginan, en lo que conversan. Llegan a ser una. Son una.

El enfrentamiento es desafío para Rosie. También para el espectador. A ambos se le presenta una mujer arisca, solitaria y hasta egocéntrica. ¿Qué escritor no lo es? Shirley carga además con la conciencia de saber que es extraña en su comportamiento, que no ostenta una belleza ni lozana ni crepuscular. Shirley es descuidada, un fracaso en la vida doméstica. Su obsesión en la creación se lo impide. La directora se inspira en el referente “real”, la gran autora de terror que fue (que es), pero reproduce —pues no le queda de otra— algunos estereotipos de la mujer intelectual, de la escritora, la complejidad a toda hora del artífice de mundos. Ni ella es el genio Virginia Woolf, ni Rosie es la bella Vita Sackville-West. No es precisa tal comparación. Pero lo que va a surgir después de la apatía y el menosprecio de una por la otra recordará la relación que en pantalla evocó Chanya Button en su película Vita y Virginia (2018).

La escritora le pide a Rosie investigar sobre el caso del que escribe. Decker recurre al suspenso: lo que la voz en off de Shirley narra es resuelto con imágenes difusas de lo que pudo haber sucedido, de lo que sucederá en el libro. Se representa cuanto el lenguaje descriptivo y preciso dice a través del montaje paralelo que, sin embargo, pudiera verse también como montaje alterno. Pues el avance de la escritura es consecuencia de lo que Rosie ya averiguó y se supone le reveló a la narradora. La directora es consciente de que un montaje puede derivar en el otro y no afecta en absoluto la narración. Rosie asume pronto la voz en off. A partir de un instante, el punto de vista de la creación sigue adrede con ella.

En Shirley destaca el guion de Sarah Gubbins, la puesta en escena, en especial el elenco y la recreación epocal —el llamado espíritu de época—, la atmósfera de misterio y a veces de terror para prolongar la propia escritura de esta precursora del terror norteamericano. Los actores se agradecen: Michael S. Stuhlbarg, Logan Lerman… Pero es una película sobre mujeres. Se le pide a Elisabeth Moss y Odessa Young fluctuar entre situaciones extremas y la serenidad de esos diálogos en los que se revela mucho y se sugiere más.

¿Cuál es el libro que se alude tanto en esta trama? La lotería, obra de 1948 que sacudió extraordinariamente a los lectores de Estados Unidos. Y sí, Shirley tomó de la realidad, la necesitó siempre para avivar su ingenio avizor, inconforme, curioso. Como diría en un momento el receloso Stanley: “La originalidad no es algo que uno pueda querer manifestar (…) La originalidad es la brillante alquimia del pensamiento crítico y la creatividad”. Sombría, psicosomática, bruja…, Shirley Jackson escribió más de lo que algunos alcanzaron a sospechar.

Tomado de: Cubacine

Tráiler del filme Shirley (Estados Unidos, 2020) de Josephine Decker

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El romance lo resuelven los hombres

Sabrina (Estados Unidos, 1954) de Billy Wilder

Por Daniel Céspedes

“Wilder debe ser inequívocamente inscrito entre los cineastas cómodos bajo el modelo dominante, cuando menos hasta el momento en que este entra en crisis, etapa coincidente todavía con la plenitud del director de Con faldas y a lo loco”.

José Enrique Monterde

Por guion (Samuel Taylor/Billy Wilder/Ernest Lehman) y argumento, el destino de Sabrina (Audrey Hepburn) en la película homónima de 1954 del maestro Billy Wilder que recientemente exhibiera Cine del recuerdo está jalonado por la decisión de los roles masculinos, la de los hermanos Larrabee: David (William Holden) y Linus (Humphrey Bogart).

La chica es quien en verdad se enamora del más joven de ellos, mas, su valor se limita hasta ese sentimiento y, claro, el de convertirse en cocinera, vestir a la moda, ser glamurosa. No obstante ser otra cuando regresa de París, a la hija del chófer de la mansión se le permite ya entrar y disfrutar de los placeres de esa familia rica. Los representantes del lujo establecido son quienes deciden que esta nueva mujer, elegante y madura, se adentre pero hasta ciertos límites. Ella remueve la zona de confort de los galanes, pero, al fin y al cabo, ayuda al mantenimiento del statu quo de la casa, la sociedad y aquel cine.

Casi todo lo que vemos hacer al personaje de la Hepburn en Sabrina —al menos en lo concerniente a los asuntos del corazón— serán iniciativas, cuando no decisiones, de dos maneras de ser hombre en el mundo: el juvenil y alocado y el convencional cerca de la mediana edad y meditativo. Holden tenía 36 años y encarnó a un personaje con más brío —lo llevaba— que el Gillis de Sunset Boulevard (1950). Luego de su tercer papel para Wilder, demostraría con el Hal Carter de Picnic (Joshua Logan, 1955) que, frisando los cuarenta, podía estar a la altura de cualquier figura veinteañera del Hollywood clásico.

Por su parte Bogart, que tenía que dar posiblemente a uno de cuarenta, estaba montado para la fecha en 55 años. Fue difícil trabajar con él y, si bien se pelearía con todo el equipo, Wilder cuenta en Conversaciones con Billy Wilder, de Cameron Crowe, que el protagonista de Casablanca lo llamó cuando estaba muriendo para ofrecerle disculpas por su conducta pasada durante el rodaje.

El cambio de look y actitud de Sabrina tras llegar de Francia y la consolidación de Audrey Hepburn como icono del cine y la moda mundiales —de las seis candidaturas obtendría solo el premio Óscar por mejor diseño de vestuario en blanco y negro para Edith Head— motivan a que uno vuelva a reparar en los personajes femeninos de la filmografía del importante cineasta. En un ensayo homenaje1 a su cine expuse mis argumentos sobre quien no considero un director machista. Sin embargo, en Sabrina, por más decisiones u ocurrencias que tenga la protagonista y medie entre los hermanos, e incluso sea objeto de deseo por ellos y demás hombres, sirve cual puente para destacar cómo los Larrabee ven a las mujeres y el mundo en general. Aquí Wilder capta, reproduce y tal vez refrenda bastante un machismo arbitrario que no será la mano de Dios, pero ejercerá el control sobre el final “merecido” para la mujer deseada.

Los guionistas, en especial Wilder, dejan las mejores frases para los caballeros, mientras ellas les sirven (secretarias y criadas) o se empecinan en encontrar para mantener el amor de sus vidas. Está la propia Sabrina, por supuesto, y la novia de David, a quien por cierto Linus por poco la priva de marido cuando cree que el hermano merece irse con Sabrina para Francia. El padre de Sabrina es el menos machista. Mas el supuesto respeto a las acciones de su hija se trata acaso de una resignación dependiente del machismo de la élite para quien labora.

Al descollar más los hombres, y teniendo en cuenta su influjo sobre las mujeres, no creo sea una torpeza de apreciación declarar que la película toma más partido por Linus que por cualquiera de los demás personajes. Convengo con Antonio Santamarina cuando, con acierto, reconoce:

Entre medias, sin embargo, la película se concentra, sobre todo, en narrar cómo Linus —un hombre solitario, como tantos otros de los que transitan por la filmografía del cineasta— no solo es incapaz de comprender los sentimientos de los demás (como revela, entre otras, la secuencia donde pretende que el padre de Sabrina actúe como chófer de ésta y casi como alcahuete suyo), sino que, además, está decidido —movido tan solo por intereses económicos— a engañar a Sabrina y poner precio a su amor…2

Pero en este clásico romance, en el que los hombres del cineasta tienen la última palabra, sobresale la puesta en escena, en la que fotografía, dirección artística, dramaturgia y actuaciones hacen de Billy Wilder un guionista y director aún interesante.

El guion, entre el drama y la comedia, vuelve a ser ágil, pícaro y muy lúcido. Se advierte la voz en off  al inicio del filme. Se renuncian a los frecuentes flashbacks de las estructuras de otros relatos. El ascensor —como en El apartamento (1960)— sobrepasa la representación de las muchas escaleras en sus composiciones de la imagen. En principio, la técnica de filmación de Wilder es sencilla pero elegante, a ratos muy hermosa como la escena del suicidio frustrado de la protagonista; en ocasiones de un simbolismo para reverenciar como cuando David, tendido sobre la hamaca de plástico conversa con Linus. La cámara, en encuadre transversal y en un franco contrapicado, registra el semblante sospechoso de Linus para sugerir su ambivalencia. De acuerdo estoy con Fernando Trueba al abreviar: “En las veintiséis que digirió no puede encontrarse ni un solo plano exhibicionista, ninguna concesión a la galería”3.

Sabrina no tiene la grandeza de Sunset Boulevard, Con faldas y a lo loco, El gran carnaval, Uno, dos, tres e incluso de algunas de las primeras: Perdición y Días sin huellas, pero se aprecia al artista que, desde la producción y dirección, intenta y lo consigue en grande dominar una historia de principio a fin.

Referencias bibliográficas:

1 Céspedes, D. (24 de abril de 2020). Un pícaro llamado Billy Wilder, IPS Cuba. Recuperado de: https://www.ipscuba.net/sin-categoria/un-picaro-llamado-billy-wilder/

2 Santamarina, A. (2002). Las otras comedias, en Dirigido por, Especial Billy Wilder, nro. 312, Barcelona, pp.67-68.

3 Trueba, F. (1997). Mi diccionario de cine, España: Galaxia Gutenberg, p. 349.

Tomado de: Cubacine

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Ochenta años del estreno de “Ciudadano Kane”

Por Daniel Céspedes

(…) no prefiero improvisar, sencillamente es que nadie improvisaba hacía mucho tiempo.

(De una entrevista de André Bazin a Orson Welles a propósito de Ciudadano Kane)

Me gusta John Ford. Fue un director con una sensibilidad artística y gusto temático que le permitió dirigir lo que le viniera en gana. Pero, de su filmografía, ¡Qué verde era mi valle! (1941) me sigue pareciendo tan grandilocuente, que solo me animo a volver a verla por su fotografía, la dirección de actores y porque Ford siempre fue un cineasta tan meticuloso que sabía dónde poner la cámara. Ese drama costumbrista ambientado en el siglo xix le ganaría en casi todos los apartados (mejor película, director, actor de reparto, fotografía en blanco y negro, decoración en blanco y negro) a Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) en la ceremonia de la entrega de los Premios Óscar. Este año se cumplen ocho décadas del estreno de dicho clásico.

Welles, que admiraba tanto a Ford como Ingmar Bergman, tuvo que recoger solo la estatuilla en la categoría de mejor guion original, cuyo autor principal fue Herman J. Mankiewicz. A quien no se acreditó fue al guionista John Houseman. El director le rogó a Mankiewicz que no figurase en los créditos, mas el prestigioso guionista le llevó la contraria. Ese Óscar de 1942 fue compartido. Esto no deja de ser interesante y hasta consignado cual represalia de la vida porque —como recuerda Guillermo Cabrera Infante “Caín” en Cine o sardina— Welles le daría la idea de Monsieur Verdoux (1947) a Charles Chaplin, a quien le exigió mucho por el crédito. Ambos genios terminaron complacidos.

Welles luego se sumaría en 1971—como Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Deborah Kerr y otras personalidades consideradas tardíamente por la Academia— a aquellos que obtuvieron el Óscar Honorífico en virtud de su trayectoria profesional. Tal parece que lo quieren hacer con Glenn Close, quien quizás terminará rechazando “tamaño reconocimiento”.

Se suele pensar que el personaje de Charles Kane (Orson Welles) está inspirado únicamente en el magnate de la prensa amarilla William Randolph Hearst. No obstante, Mankiewicz y Welles se pusieron de acuerdo para remedar actitudes de otras figuras como Howard Hughes y Samuel Insull. Hasta el mal genio de Welles se le añadió a un hombre poderoso, cuya muerte desencadena el conflicto misterioso de quien deja caer una bola de nieve para después pronunciar la palabra rosebud (capullo de rosa).

Lo detectivesco anima al periodista Jerry Thompson (William Alland), resuelto a averiguar sobre la vida privada de Kane. Desea saber el significado de la última palabra que aquel expresara. Para ello avivará la memoria de amigos y conocidos del otrora influyente hombre. Más adelante descubrirá que la palabra dicha alude a un trineo y, por consiguiente, a la nieve, el pasado y la candidez de la infancia, cuando no sospechaba en absoluto del hombre que llegaría a ser.

Si bien Ciudadano Kane le hace honor al Óscar que obtuvo por su guion, la película es un alarde de estructura y narración remarcadas por los logros técnicos y artísticos. El barroquismo presente en esa visualidad calculadamente estética y simbólica la consigue Welles por su osadía experimental. Resaltan la profundidad de campo y el uso de enormes angulares, superposición de imágenes, el empleo de las luces y sombras que, heredado del expresionismo alemán, devino una reelaboración a partir del llamado sistema triangular de luces en los encuadres (el aporte del excelente fotógrafo Gregg Toland fue imprescindible junto al director de arte Perry Ferguson), el reflejo del semblante a través del cristal roto, los constantes contrapicados, el flashback… en fin.

Las soluciones visuales del cineasta provocaron más admiración que desasosiego. La que también fue conocida como RKO 281, no pudo ser indiferente. Su propia historia lo confirma: ni cuando se pensó o se estaba rodando y menos en su posproducción y estreno. Para quienes pensaron en algún momento que Orson Welles era solo un amante rígido de la tecnología, Peter Bogdanovich lo desmentiría cuando conversó con él: “¿Qué le responderías a alguien que te preguntara qué habría que enseñar a un grupo de personas que quieren ser directores de cine?”1. La respuesta de Welles vale en su totalidad, aunque me interesa más hacia el final por lo que responde: “Una película debe y tiene que ser un reflejo de la entera cultura del hombre que la hace, de su educación, su conocimiento humano, su capacidad de comprensión. Todo esto es lo que informa una película”2.

La crítica de la época supo lo que era Ciudadano Kane. Pero muchos espectadores no la comprendieron del todo. De ahí los bajos ingresos que impidieron recuperar lo invertido. No obstante, sería degustada un poco más añeja por los franceses y se fue revalorizando incluso en los Estados Unidos. Se reestrenó allí en 1956 y la recepción fue en general muy diferente a la de 1941. Con influjo o no de la opinión prestigiosa del crítico estadounidense Roger Ebert, sigue siendo considerada la mejor película de la historia del cine. Por mi parte, prefiero La dama de Shanghái (1947) y Sed de mal (1958). Pero reconozco que la segunda película de Orson Welles no ostenta la condición de clásico de la cultura mundial por capricho o favor. De hecho, se pone mejor al pasarle el tiempo.

Referencias bibliográficas:

1 Bogdanovich, P. (1992). Ciudadano Kane. Editorial Grijalbo: España.

2 Ibídem

Tomado de: Cubacine

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Una rubia hitchcockiana conoce a un ladrón (+Video)

Por Daniel Céspedes

El reconocido productor de cine David O. Selznick (King Kong, Prisioneros de Zenda, Nace una estrella, Lo que el viento se llevó, Retrato de Jennie, El tercer hombre…) es quien convence al director británico Alfred Hitchcock para que se traslade a Hollywood. En Estados Unidos su talento sería más apreciado, le sugirió. Selznick era muy bueno para convencer, pero no cumplía con todo lo prometido. El productor era y seguiría siendo en mucho tiempo la figura más influyente del cine. Era quien ejercía más control de una película menor o mayor. Él fue hasta capaz de ofrecer más a Hitchcock como en una subasta. Sin escusas, lo dio todo ante su colega Samuel Goldwyn.

Para 1939 el futuro director de Rebeca (1940) estaría instalado en la nación norteña. Esta primera colaboración entre ambos le deparó —como era de esperar— serios problemas, pues mientras el productor pedía insistentemente fidelidad a la obra literaria adaptada, decidía en la elección y la dirección de los actores y, para colmo, se metía en cuestiones del montaje, Hitchcock tenía otra idea de sus cuidadosas puestas en escena.

Su hiperactividad creativa, a la que se suma su regusto por el puzle en favor del suspense y el thriller psicológico, ocasionaron —no se sabe cómo— que Selznick le diera mayores libertades, como no se las había dado a ningún cineasta hasta la fecha. Tal fue así que el propio Hitchcock llegó a decir: “[Selznick] era el gran Productor. (…) El productor era el rey. La cosa más halagadora que Mr. Selznick nunca haya dicho de mí —y esto muestra el grado de control—es que yo era el único director al que confiaría una película”.

Para 1955 el director tenía varios proyectos en mente, como Pero… ¿quién mató a Harry? y la serie de historias (Alfred Hitchcock Presents.) que, producidas por la CBC (Columbia Broadcasting System), iniciarían su colaboración con la televisión estadounidense.

Este año, 1955, es el del estreno de Atrapa a un ladrón, filme exhibido recientemente en Multivisión. Ya tenía a Selznick bien lejos. Para la fecha, Hitchcocksolía producir sus propias películas. Cuanto más, llamaba a otro productor que, contra cualquier obstáculo, pudiera controlar. Fue su tercera película con Grace Kelly —una de sus rubias preferidas— y la tercera colaboración con Cary Grant, por quien sintió una admiración profesional indudable. Lo volvería a llamar luego para uno de los personajes centrales de Con la muerte en los talones o Intriga internacional (1959).

Atrapa a un ladrón está clasificada como comedia policíaca. Hitchcock no se propuso recrear otra gran historia. Sin embargo, está el paquete completo de lo que él solía ofertar: intriga en la historia, doble sentido en los diálogos, la utilización del símil como recurso expresivo que es remarcado por el montaje paralelo, la limpieza fotográfica, los grandes decorados, escenas de persecución, muerte y, entre otras, el juego con las apariencias para volver a avivar miedo o ansiedad.

Las emociones emanadas por el cine de Hitchcock son consecuencias del aprovechamiento de los recursos más técnicos del cine que el director terminó transformando en constancia estilística sobre su obra. El voyerismo se instala aquí en la manera de encuadrar, comprendido, a su vez, en los aciertos del montaje.

Aunque Atrapa a un ladrón se trata de una historia sencilla, “película ligera”, como  el director reconociera, presenta todos esas segundas intenciones que Hitchcock podía sugerir sin necesidad de mostrar abiertamente. Ya se había expuesto sutil frente al Código Hays con La soga (1948). De manera que para 1955 pudo ser más atrevido en la relación entre el ladrón retirado John Robie (Cary Grant) y la joven rica norteamericana Frances (Grace Kelly). Mas, la película no se centra en un romance, sino, sobre todo, en desentrañar el misterio de quién es el verdadero ladrón. Ocurre que, como obra de Hitchcock, el componente psicológico no se abandona en beneficio de los giros argumentales. Todo lo contrario: prevalece la seducción en ese intento de descubrir y dejar que la identidad fluya e influya en la apreciación ajena.

El director trabajó duro con su elenco. Supo a quienes había llamado: Kelly y Grant, Jessie Royce Landis y John Williams, Brigitte Auber, Barry Norton y Charles Vanel. Ellos están estupendos. Pero les pidió no enseñar al espectador todos los contornos que un personaje puede y de hecho tiene. Es conveniente convencerse de lo supuesto para después convencer con la realidad de los acontecimientos.

Basada en la novela del mismo nombre de David Dodge, Atrapa a un ladrón ganaría un Óscar a la mejor fotografía. También consiguió dos nominaciones (mejor dirección artística y mejor vestuario). Alfred Hitchcock sabía que por esta obra no se llevaría el Óscar ni por mejor película y menos por dirección. Cuando demostró su enorme talento con Rebeca, de las trece nominaciones en las que competía para los premios de la Academia en 1941, solo ganó en el apartado de mejor fotografía George Barnes y el de mejor película. Pero el de mejor película iba a parar en las manos del productor. De manera que lo volvería a obtener David O. Selznick. El Óscar de Hitchcock llegaría en 1971 en la “generosa” categoría de Premio a la Trayectoria Profesional.

Tomado de: Cubacine

Tráiler del filme Atrapa a un ladrón (Estados Unidos, 1955) de Alfred Hitchcock

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Eliseo, he vuelto a verte en tu centenario (1)

Eliseo Diego. Poeta, escritor y ensayista cubano. (1920-1994) Foto Ecured

Por Daniel Céspedes Góngora @CespedesGongora 

Seguir las huellas fílmicas de escritores leídos o por leer motiva revalidar admiraciones y, en el menor de los casos, inesperados desconciertos: se rechaza al individuo para seguir, con respeto ―y quizás con mayor simpatía―, la obra conocida o la que se descubre. No escapan a ello los clásicos. Sucede también con los noveles de valía (las jóvenes promesas) y esos otros que, en boga, con frecuencia pasan como pasan las modas, en las evasiones del más triste o justo destino: el olvido.

La opinión del amigo y estudioso, o de este último que no fue lo primero, pudiera conformar la pluralidad de un mismo individuo. Una pluralidad importante según explaye al creador, quien tampoco debiera tenerse como único y homogéneo. Búsquesele también en las imágenes diferentes. Lo unitario por lo diverso. Admitamos con el Ortega y Gasset de Verdad y perspectiva: “La perspectiva visual y la intelectual se complican con la perspectiva de la valoración. En vez de disputar, integremos nuestras visiones en generosa colaboración espiritual”.

Cuando hemos querido seguir los vestigios audiovisuales de los integrantes del Grupo Orígenes tropezamos con la insuficiencia de materiales. Ha sido más lo escrito que lo filmado, si bien hay registros sobre Gastón Baquero, Fina García Marruz, Cintio Vitier, Lorenzo García Vega, José Rodríguez Feo, Virgilio Piñera, José Lezama Lima y algunos artistas de la plástica vinculados al grupo y a la revista como René Portocarrero, Wifredo Lam, Diago, Víctor Manuel, Luis Martínez Pedro, Amelia Peláez, Mariano Rodríguez, entre otros.

No gozaron de esos privilegios recurrentes, cuando no de ningunos, Agustín Pi, Ángel Gaztelu, Julián Orbón, Cleva Solís y otros colaboradores menores en apariencia. A Lezama, como centro irradiante, se le registró muy poco, casi nada. Eliseo Diego tuvo mayor fortuna con las cámaras. A propósito del centenario del autor de El oscuro esplendor, ese que casi no distinguimos en una de las paredes de la casa del Diego de Fresa y chocolate cuando David, dejando de lado por unos instantes los prejuicios y el peso de las apariencias, rompe a mirar por primera vez, ese que Enrique Álvarez retoma en La ola (1995) leyendo un poema, bien vale evocarlo desde el documental.

Del presente volumen he publicado poco de manera independiente. No me refiero a algunas citas en los pies de página, las cuales sí pertenecen a textos de otra índole, harto específicos en una línea temática que no he vuelto ni quiero transformar. Los demás son escritos de un pasado no tan distante, con el probable desacierto tal vez en algunas apreciaciones; pero, en otras, acordes con cuanto gusto relacionar. Por fortuna, no hay suma y menos yuxtaposición cuando, al combinar y desarrollar más ideas que textos, te percatas del hecho de una concordia temática en algo de lo publicado y logras, al fin y al cabo, una escritura de unidad. Y es que uno ha ido fragmentando lo que, de veras, siempre perteneció a un conjunto de intereses culturales.

Al escribir textos muy breves acerca de documentales sobre pintores o la obra de Nicolás Guillén Landrián, Óscar Valdés y el paisaje en relación con La Habana, ya anticipaba varios vínculos entre documentales como Nombrar las cosas (Bernabé Hernández, 1975), El sitio en que tan bien se está (Marisol Trujillo, 1978), Dueño del tiempo (Julián Gómez, 1989), A través de su espejo (Gustavo Domínguez, 1993), Las cuatro estaciones de Eliseo Diego (Jorge Denti, 1994) y la figura aludida o mencionada.

¿Cuánto logran los realizadores con respecto a las relaciones del lenguaje cinematográfico con la poesía y la vida de Diego? ¿Ha sido solo un intento de biografiar a un entrevistado? Por cuanto he podido entrever acerca de otras visiones del escritor, este ensayar ―lo asumo― se anuncia arriesgado.

Acaso sea el poeta quien mejor justifique las familiaridades entre exámenes y escrituras, entre él mismo y las continuas cámaras que lo filmaron. En “Lecturas de poemas” despliega el siguiente criterio:

Dos puntos desearía subrayar: cada fragmento de la realidad, por insignificante que parezca, es capaz de atraer sobre sí la obstinada atención del vidente: en cada fragmento puede muy bien estar oculta la llave del todo. El segundo punto alude a la función del arte como vía para corporeizar lo visto: el arte es sólo la vía a menudo tortuosa, enrevesada, por donde lo visto alcanza a tomar cuerpo frente a los otros. No tolera, por tanto, añadido racional alguno, su reproducción en la materia idiomática obedece con todo rigor al viejo principio helénico de la imitación de la naturaleza, puesto que es en el traslado del enigma entrevisto, desde su materia primigenia, lo real, a la nueva, la palabra, que puede producirse la aprehensión de la viva brasa de su esencia. De aquí la afirmación en cuanto a que fábula o invención –por fantástica que resulte– no es más, en último análisis, que el esfuerzo de acomodación de la pupila. (Diego, 2006, p.271)

Referencias bibliográficas:

Diego, E. (2006). Ensayos. Selección y prólogo de Enrique Saínz. La Habana: Ediciones Unión, p.271.

Notas:

[1] Palabras introducto1rias al libro de ensayo Eliseo Diego: registro de permanencia. Texto ganador del Premio Nacional Eliseo Diego 2020 en la categoría de no ficción, que se encuentra en preparación por Ediciones Ávila.

Tomado de: http://cubacine.cult.cu

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