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‘Women Make Film’, lo que se nombra no se olvida (+Vídeo)

Por Irene Bullock

Tilda Swinton, narradora de los primeros capítulos de Women Make Film y productora ejecutiva de la serie, dice esta frase contundente y cierta en el primer capítulo: “La historia cinematográfica ha sido machista por omisión”. No es solo que las mujeres lo hayan tenido más difícil para acceder a la dirección cinematográfica, sino que una vez que daban el salto, muchas eran silenciadas o relegadas directamente al olvido. Y ese silencio se ha ejercido de diversas maneras, por ejemplo, a veces es misión imposible acceder a su filmografía o es raro que se escriba sobre ellas en los libros especializados. Hasta hace poco, y falta todavía mucho en ese terreno, no se organizaban retrospectivas de directoras en festivales o filmotecas o era imposible encontrar dosieres en revistas especializadas centrados en una cineasta. Apenas se ha hablado de las pioneras y, hasta ahora, no se ha analizado la filmografía completa de muchas de ellas como artistas tan influyentes como sus homólogos masculinos en la construcción del lenguaje cinematográfico. Últimamente, cada vez van surgiendo más directoras, y algunas van consiguiendo una cierta continuidad en su obra, pero todavía tienen mucho que recorrer para equipararse con sus colegas masculinos tanto en oportunidades y medios, como en facilidades de rodaje, distribución eficaz y eco en prensa.

El crítico cinematográfico Mark Cousins, en su serie documental anterior, La historia del cine: una odisea (2011), trabajó el concepto de “discriminación” a la hora de construir la historia del séptimo arte. Es decir, trató de plasmar que el monopolio de esa historia no solo está en manos de Hollywood y unos cuantos países con una industria fuerte detrás, sino que en todos los rincones del mundo hay una historia del cine que contar y unas aportaciones importantes que hay que tener en cuenta para la evolución creativa de este arte. Siguiendo este concepto, fue consciente de que esa historia podía seguir enriqueciéndose si se echaba un vistazo a la obra creativa de las directoras desde el cine mudo hasta la actualidad. Durante sus seis años de investigación descubrió otro relato posible.

Uno de los retos de Cousins era cómo presentar su nuevo análisis. Después de seleccionar unas setecientas películas y más de ciento ochenta directoras, opta por contar un relato en movimiento continuo, como una road movie con cuarenta paradas. Su relato no es cronológico, sino una atractiva escuela donde se enseña a hacer cine, pero solo a través de películas dirigidas por mujeres. No se compara el cine dirigido por hombres y el dirigido por mujeres ni se busca contar la historia de las cineastas y dejar un muestrario de sus mejores películas, sino que se crea una particular “academia de Venus” en la que se trata de dar respuestas concretas, mediante secuencias filmadas por mujeres, a cómo realizar buen cine. Por ejemplo, la serie muestra cómo se han abordado temas fundamentales como la religión, la política, el trabajo, el sexo o la muerte en diversos largometrajes, o cuáles son los códigos en los que se mueve la comedia, el cine de acción o la ciencia ficción, de qué manera se empieza o se termina una película, cómo se construyen los personajes o se descifra el lenguaje cinematográfico a través del primer plano, los movimientos de cámara, la puesta en escena, los encuadres, el montaje… También se puede aprender qué tono emplear o cómo ser creíble o la capacidad del cine para enfrentarse al sentido de la vida.

El hilo conductor no solo es una carretera imaginaria infinita, sino la voz de varias narradoras que acompaña las distintas secuencias aportadas para ilustrar cada uno de los conceptos. El coche por tanto no solo lo conduce Tilda Swinton, sino también Jane Fonda, Debra Winger, Thandie Newton, Kerry Fox, Adjoa Andoh y Sharmila Tagore. Todas actrices polifacéticas, que alguna vez han luchado por defender el papel de las mujeres en la industria cinematográfica, han protagonizado películas dirigidas por mujeres o sus personajes han supuesto una ruptura de un estereotipo concreto.

Es cierto que la gran paradoja de Women Make Film es que su artífice y el constructor del hilo estructural, así como de la investigación, el análisis y la selección, es un hombre, Mark Cousins. Pero la verdad es que esta valiosa serie está totalmente en consonancia con su línea de trabajo (superar las discriminaciones en la historia del cine) y abre todavía más la posibilidad de una crítica cinematográfica especializada que contribuya a analizar la aportación de las mujeres al séptimo arte. Realmente, Cousins logra una road movie donde solo “hablan” secuencias filmadas por directoras.

Y esa carretera imaginaria en sus distintas paradas proporciona “revelaciones”. Estas son la aportación más importante de la serie documental, pues se va extrayendo en los distintos visionados una ristra de datos impagables: películas, nombres de directoras, intérpretes, datos, fechas, anécdotas determinadas de sus vidas…, que permiten acceder a varios recovecos para indagar e investigar en la obra de cineastas que andaban en las sombras y afianzar también el nombre de algunas que ya habían abierto la veda.

Dentro de esta delicada arqueología de revelaciones, Cousins recala en diversas directoras, pero a través exclusivamente de su manera de hacer cine o de abordar un tema determinado. Por eso su recorrido arranca con el descubrimiento de tres secuencias poderosas de realizadoras poco nombradas en los libros de historia del cine: un juego con luces de linternas en la oscuridad en la película A byahme mladi (1961), de Binka Zhelyazkova, una cineasta búlgara; un llamativo movimiento de grúa en el largometraje Tú y yo (1971), de la directora ucraniana Larisa Shepitko; y un delicioso universo especial y único en el cortometraje On the Twelfth Day (1955), de la realizadora británica Wendy Toye… Y a partir de ahí cada capítulo es un festival de fotogramas y pistas para construir esa otra historia del cine, donde las pioneras se mezclan con las contemporáneas, donde las directoras de animación se cruzan con las especialistas en comedia o cine documental o donde las que han logrado un nombre en el corazón de Hollywood enseñan su arte junto a directoras africanas.

Para Mark Cousins, Women Make Film es una celebración, porque trata sobre aquellas mujeres que aportan miradas originales y cambian el cine con sus obras. Es más, en una entrevista explica que “tras conocer a muchísimas cineastas te das cuenta de que la mayoría solo reclaman algo extremadamente simple: ‘trátame como a una directora’, no como a ‘una mujer directora’, no como a ‘una víctima’, no como a ‘una representante de un momento social’. Habla de mi cine. Habla de mi trabajo, de mis películas, de lo que hago”. Y Women Make Film lo hace. El espectador, boli en mano, no da abasto para apuntar un montón de nombres de directoras y de películas que salen en los catorce capítulos de la serie.

Tilda Swinton advierte en la introducción: “Puede que tus películas favoritas no aparezcan, puede que tus directoras favoritas no salgan”. Y añade: “Pero hay sorpresas. Revelaciones”. No hay duda. Revelación y sorpresa son las palabras clave para disfrutar de esta serie documental. Con ellas, Women Make Film realiza una interesante labor: la de rescatar del olvido a realizadoras que, bien por el tiempo en que crearon su obra o porque en sus países de origen la industria cinematográfica está más debilitada (y, por tanto, sus dificultades son dobles), no son apenas nombradas o sus obras han caído en el olvido.

Esta discriminación se ha dado en todas partes, empezando por el epicentro de la industria del cine. En el seno de Hollywood, las mujeres directoras no lo han tenido fácil y el olvido ha caído sobre muchas de ellas. Con el paso de los años, y aunque muchas demostraron no solo su valía, sino el éxito en taquilla, se topaban y topan con serias dificultades para dar continuidad a sus filmografías. Por ejemplo, ¿quién recuerda a Lois Weber, pionera del cine mudo tanto por los temas que trataba como por su puesta en escena? En el famoso sistema de estudios, dos directoras, Dorothy Arzner y la también actriz Ida Lupino, dejaron unas filmografías solventes, que solo ahora están empezando a ser analizadas como se merecen.

Años más tarde, directoras que destacaron en la comedia como Elaine May, Penny Marshall o Penelope Spheeris no pudieron hacer despegar totalmente sus carreras. Es más, un fracaso en taquilla suponía su fin, como le pasó a May con Ishtar. Incluso un peso seguro como Kathryn Bigelow no consigue la continuidad esperada; de hecho, lleva desde 2017 sin estrenar. A otras ni se las considera lo más mínimo como Mimi Leder. Incluso en el terreno del cine independiente americano no lo tenían fácil: la actriz Barbara Loden (recordada por su papel como hermana del personaje de Warren Beatty en Esplendor en la hierba) dirigió Wanda en 1970, todo un hito del cine independiente. Solo ocho años después se planteó realizar su segunda película, pero no pudo llevarla a cabo, pues falleció tempranamente de cáncer de mama. El panorama está cambiando mínimamente, pero siguen surgiendo nombres de realizadoras americanas con cuentagotas: Kelly Reichardt, Lynn Shelton, Greta Gerwig, Chloé Zhao o Patty Jenkins.

Sin embargo, Women Make Film adquiere todo su valor por las pistas que va dejando a lo largo de su metraje, por esa caja de revelaciones y secretos. A través de ciertas secuencias y unas pocas pinceladas de la voz en off, deja a la vista diamantes que esperan ser extraídos.

Valga una pequeña muestra: imágenes impactantes de los campos de concentración en la película polaca La última etapa (Ostatni etap, 1948), cuya realizadora Wanda Jakubowska estuvo recluida en ellos, y, por eso, en sus películas sabe lo que filma. Una reivindicación para la única directora española que muestra la serie, Ana Mariscal, y esos pequeños detalles que daban credibilidad a sus películas, como puede verse en El camino (1963). La sensibilidad de la actriz y directora japonesa Kinuyo Tanaka resplandece en los momentos delicados de Carta de amor (Koibumi, 1953). La manera de reflejar la caída del comunismo soviético a través de un trávelin muy especial en el documental D’Est (1993), de la directora belga Chantal Akerman. La tristeza y extrañeza que provocan las imágenes de El síndrome asténico (Astenicheskiy Sindrom, 1989), de la ucraniana Kira Muratova. La posibilidad de descubrir a un montón de pioneras en el cine mudo como las hermanas australianas McDonagh (Paulette, Phyllis y Isabella), Paulette era la realizadora del trío. La cantidad llamativa de buen cine iraní con nombres como Marva Nabili (The Sealed Soil), Samira Makhmalbaf (La pizarra) o Forugh Farrokhzad (La casa es negra). El descubrimiento de una directora noruega con mucho que contar a través del melodrama y de su cámara, Edith Carlmar. El tema de “el infierno son los otros” de la mano de la francesa Jacqueline Audry, y su interesante película Huis clos (1954). La inquietante y violenta rebelión de las mujeres en El silencio de Christine M. (De stilte rond Christine M., 1982), de Marleen Gorris, directora de los Países Bajos… Y una ristra de nombres de realizadoras que no cesa en cada capítulo: Cecille Tong, Mai Zetterling, Germaine Dulac, Alison de Vere, Clio Barnard, Valeska Grisebach, Safi Faye… Revelaciones que manifiestan el valor último de Women Make Film: lo que se nombra no se olvida.

Tomado de: CTXT

Tráiler del filme Women Make Film: Una nueva road movie a lo largo de la historia del cine (Reino Unido, 2018) de Mark Cousins

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De Cuba a Chernobyl, la historia de un documental

Por Patricia María Guerra Soriano @Patri99_Guerra

En Chernóbil se recuerda ante todo la vida “después de todo”: los objetos sin el hombre, los paisajes sin el hombre. Un camino hacia la nada, unos cables hacia ninguna parte. Hasta te asalta la duda de si se trata del pasado o del futuro.

Svetlana Alexievich (Voces de Chernóbil)

Nunca tuvieron dudas de que irían a Pripyat. Y un día de noviembre de 2019 estaban allí, oliendo el vaho de la muerte, los recuerdos y la desolación. Sabían de los riesgos, de la intensidad de la radiación, se lo habían dicho todo, lo habían leído también y finalmente lo habían entendido desde que entraban a Chernóbil, cuando la naturaleza no podía ocultar las secuelas del desastre y cuando el silencio no debió esforzarse para gritarles que aquel lugar todavía duele.

De Kiev a Chernóbil hay cerca de 180 kilómetros, que al término del viaje se van desvistiendo y enseñando el cuerpo raído que maltrata la maleza. A lo lejos de la ruta que los lleva a la zona de exclusión se divisan casas de piedras, son las únicas que permitieron conservarse. Todo lo que pudo enterrarse aún está sepultado.

Cuando el cuarto reactor RMBK de la central nuclear Vladímir Ilich Lenin estalló el 26 de abril de 1986, los nombres de 31 ucranianos fueron registrados como las primeras víctimas mortales de la tragedia. La potencia de la explosión extendió elementos radioactivos por amplias zonas de la entonces Unión Soviética, cuyos territorios se corresponden actualmente con Belarús, Ucrania y Rusia, donde cerca de 8.400.000 personas estuvieron expuestas a la radiación.

Para Maribel Acosta, para Roberto Chile y para los demás colegas cubanos y ucranianos que los acompañaban, estos datos no funcionaron como inhibidores. Como tampoco lo fueron para quienes viven en unos pequeños campamentos ubicados dentro de la maleza. A los primeros los empuja el periodismo, “la vocación que inunda y hace vivir”, a los segundos, la incapacidad de adaptarse a otros sitios, porque los expulsan y vuelven a entrar y te dices cómo es posible y entiendes al darte cuenta de que “nunca cupieron en ninguna parte, porque junto con la explosión, prácticamente al unísono, ocurrió algo más que fue la implosión de un país (la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas). Todo explotó a la vez y les cambió radicalmente la vida a millones de personas”, dice Maribel después de cuatro meses del periplo y justo a un día de haberse estrenado el documental: “Sacha, un niño de Chernobyl”.

El documental, viaje a su semilla

En 2015, la artista peruana Sonia Cunliffe contactó con Maribel Acosta porque tenía dentro una obsesión: contar la historia de unos niños y niñas que había visto en 2011 en la playa de Tarará. La muestra expositiva inaugurada en 2016 en Perú, “Documentos extraviados: niños de Chernobyl en Cuba”, fue el resultado de aquella obsesión inicial por saber y por narrar y fue también-así cree Maribel- “la semilla que parió el documental” que en 39 minutos prueba el apoyo de Cuba a Ucrania al ofrecer atención médica gratuita, entre 1990 y 2011, a más de 26 mil niños y niñas marcados física y genéticamente por el más grave accidente de la energía nuclear en el mundo.

El estreno de la miniserie “Chernobyl” de HBO en 2019 fue el disparador de arranque para que Graciela Ramírez, directora de la corresponsalía cubana Resumen Latinoamericano y coordinadora del Comité Internacional Paz, Justicia y Dignidad a los Pueblos, se planteara constantemente: “¿Cómo hacer para contar esta verdad que no es tan conocida?» La producción creada por Craig Mazin y dirigida por Johan Renck, no reconoció en ninguno de los cinco episodios la importancia que tuvo Cuba en el que tal vez sea el programa humanitario más duradero del mundo y también el más invisibilizado.

Luego de la expo, presentada también en Miami, La Habana, Asunción, Mantua, Maribel había escrito una serie de artículos relacionados con el tema. Un año de investigación inmersa en los archivos de Granma, Juventud Rebelde, conversando con el profesor Julio Medina, quien fuera el director del programa de atención durante la mayor parte del tiempo y entrevistando a médicos, pacientes y familiares, la armaron de una red de fuentes que podría construir la historia en la que Graciela pensaba. Las rutas para contar desde la Isla se comenzaron a dibujar en la oficina de Resumen.

Otros nombres, esfuerzos y complicidades se unieron al proyecto. Y los dolores ajenos también pasaron a ser propios.

Roberto Chile fue uno de esos nombres. Para él la propuesta “se trataba de un viaje a la ternura, a la memoria, a regresar en el tiempo a lo que pudo ser el holocausto tantas veces anunciado, una explosión nuclear que estremeció al mundo, y después, al gesto noble de un país -pequeño geográficamente, pero inmenso en humanidad- que tendió un puente de la sombra y la muerte a la luz y la vida de miles de niños y niñas del otro lado del mundo, que encontraron aquí en el Caribe la sanación”.

Las filmaciones iniciaron en Tarará, en octubre de 2019. Durante tres semanas entrevistaron a médicos, enfermeras, traductores, camareros, llegaron también hasta algunas casas de los integrantes del programa. Un mes después viajaron a Ucrania buscando la otra parte de la historia. “Todo se fue armando como hilos prensados” -compara Maribel- para obtener un relato “que si bien no era desconocido, tampoco era relevante para muchas generaciones, pues en la medida que avanzaron los años, la historia fue enterrándose en otro tipo de realidades”. Había que resignificarla, recontextualizarla.

El próximo paso exigía pensar cómo hacerlo. Ahora Maribel explica que tenían dos alternativas: “contar la historia como un documento épico, la hazaña misma de los médicos, Cuba en medio del periodo especial, Fidel continuamente ahí desde que los recibió a las 8 y 46 de la noche del 29 de marzo” o “buscar una historia humana y a partir de ella contar el país, la proeza”.

Se decidieron por el segundo camino, por eso partieron a Ucrania con la premisa de buscar historias, de mostrar las vidas actuales de esos niños atendidos en Cuba que ya son adultos.

Los trámites para el ingreso al país, con la mediación de Resumen Latinoamericano, el Centro de Prensa Internacional, Lilia Pilitay, quien fuera la vicepresidenta del Fondo Internacional de Chernóbil y la embajadora cubana Natacha Díaz Aguilera, se hicieron sin contratiempos.

El noviembre ucraniano-niebla intensa, temperaturas bajo cero y días cortos-complejizaba las filmaciones. Chile cuenta que se despertaban de madrugada y se acostaban “cuando más temprano a media noche”, después de largas e intensas jornadas de trabajo.

A las tres de la tarde ya oscurecía, por lo que debían aprovechar las mañanas para grabar en exteriores: entrevistar a muchas personas, filmar en Chernóbil, seguir a Sacha y a Lida, su madre, en las rutas por Kiev, ir a Chernígov, el pueblo donde nació y filmarlos reencontrándose con su familia.

En todo este proceso, Sacha fue un “traductor extraordinario”, dice Maribel, quien debía hacerle las preguntas en español, él las traducía al ruso y le comentaba las respuestas de los entrevistados, y ella volvía a preguntar sobre lo mismo o no, porque “en televisión, cuando haces una entrevista, sobre todo una entrevista compleja, tienes que preguntar todo lo posible, pues no hay oportunidad de volver atrás”.

Tras diez días de filmación, Chile y el resto del equipo regresaron a Cuba. Maribel fue a vivir con Sacha y Lida, necesitaba diez jornadas más para llenarse de Kiev, para mirar, para recorrer aquella ciudad que le parecía conocidísima por los libros ilustrados que llegaban desde la URSS cuando era una niña.

Ese tiempo también lo aprovechó para caminar hasta la calle Khoryva 1, en el distrito urbano Podil, donde está ubicado el Museo Nacional de Chernóbil. Allí le fueron donados algunos archivos fílmicos como las imágenes de Pripyat y de la explosión en Chernóbil, las que fueron incluidas en el documental.

“Sacha, tú puedes”

Roberto Chile vio como los niños y sus madres bajaban de un Il-62 de Cubana de Aviación, el 29 de marzo de 1990. Fue uno de los pocos que pudo captar con la cámara aquel momento.

Esos aviones venían cargados de historias, como la de Dimitri, un niño de Pripyat que perdió a su padre, liquidador en Chernóbil y vino a atenderse a Cuba; como la de Mama Tolia y Papa Tolia, unidos en la Isla por la muerte de sus hijos y como la de Elena que restablecida de una operación de la columna, intentó suicidarse.

En uno de esos viajes llegaron a Cuba, Sacha y su madre Lida, los protagonistas de la historia que funcionó como centro del documental.

-Esta era una historia redonda desde el punto de vista dramático, comenta Maribel.

Y es cierto, ese relato de vida representa la historia misma: “porque Sacha fue el niño que vino aquí enfermo de cáncer, muy grave, un transcurrir duro, un año entero hospitalizado, vino con una madre heroica, que aprendió hablar español en el año con él en el hospital, que dio clases de Física en Tarará, que se integró a Cuba como una más. Ambos siguen viviendo en La Habana”.

Una de las fortalezas de la narración está en Lida, quien representa a todas las madres que acompañaron a sus hijos. Maribel no lo deja de mencionar: “En la inmensa mayoría fueron mujeres solas, que apoyaron a sus hijos, que enfrentaron la adversidad, unidas en redes” que permanecen hasta hoy y “Lida fue una de ellas, una pieza extraordinaria en la salvación de Sacha”. Cuando Sacha quería aprender a nadar en Tarará, Lida le decía “tú puedes”, cuando entró al preuniversitario…“tú puedes”, cuando comenzó a estudiar estomatología en la Universidad, cuando terminó y formó una familia…”tú puedes”. Y ambos han podido.

Al final de la ruta hay un Cristo

La periodista ucraniana Olena Pantsiuk, oriunda de Pripyat, acompañaba al equipo de realización de Resumen por la ruta Chernóbil. Después de pasar por el punto de control de bienvenida, les cayó encima una pesadumbre contagiosa, la tristeza de llegar a la Central y ver todos los reactores y sentir la desesperación de aquellas personas que en la madrugada del día 26 no entendieron y no pudieron controlar las inmensas máquinas.

Vieron también la estructura de acero del monumental sarcófago instalado en 2016 sobre el cuarto reactor y llegaron hasta las salas de controles, las tres primeras conservadas; la cuarta maltratada por el fuego y la depredación.

Al final de la tarde y de aquel recorrido, estaban en Pripryat. Después de ver el abandonado parque infantil con su carrusel y la herrumbre, de pasar por el hotel Polissya, uno de los más altos, de ver la librería y la oficina del antiguo komsomol o juventud comunista de la ciudad, Olena les habló del boulevard, la calle peatonal tejida por la maleza en la que todavía quedaba el monumento de un Cristo, al que los visitantes le ponían ofrendas, quizás pidiéndole por la paz de los muertos y vivos que ya no están.

Tomado de: Cuba en Resumen

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Gaza: crónica y metáfora del horror (Vídeo)

Gaza (2017) Directores: Carles Bover y Julio Pérez,

Por Octavio Fraga Guerra

Por estos días de cálido agosto los barbaros soldados israelíes arremeten, una vez más, contra el sagrado pueblo palestino. Los medios alternativos circulan las imágenes de otra ofensiva, revelándonos sus esencias. En paralelo, los tradicionales medios “informan minuto a minuto”, desprovistos de humanidad, de pasión, de lealtad a los hechos.

Una vez más, las practicas del genocidio se desatan en tierras de hombres y mujeres nobles, que han resistido, y resisten por décadas, la ocupación del estado sionista.

La humanidad es responsable de esta inaceptable realidad. El silencio cómplice de muchos, de los que son parte de la solución, el “desconocimiento de estos hechos” por otra buena parte de los habitantes de este planeta, la equidistante palabrería de los políticos occidentales, todos ellos, conforman una ecuación que contribuye a dilatar la barbarie de una nación sumida en el dolor, anclada en el horizonte de un futuro incierto.

Pero no todo es pasto de hediondo forraje con vestidura hueca. La dignidad, el compromiso y la solidaridad también existen en este convulso mundo.

Tal es el caso de los cineastas españoles Carles Bover y Julio Pérez, autores del documental Gaza (2017), una pieza profunda, medular, sustantiva que cala a fondo los más herméticos sentidos y nos golpea las manos, las insulsas rutinas, descorchando nuestra fragilidad ante el horror.

Nos enfrentaremos a un filme que fotografía, desde la síntesis, el desamparo de ciudadanos palestinos víctimas de la furia de morteros, proyectiles y bombas, que cercenan anónimas vidas inocentes, de civiles empeñados en agarrarse a la vida, ese derecho que nos asiste a todos.

La narración de esta no ficción evoluciona como una crónica horizontal, apegada al magisterio de una fotografía indagadora, cómplice, que cautiva y compromete, que revela y enciende.

Son pocos los testimonios que habitan en esta pieza fílmica, forman parte del discurso autoral, genuinamente cinematográfico, que entronca con la realidad, con los hechos que son la esencia discursiva que encumbra sus trampas artísticas.

La emocionalidad no es burdo gancho, resulta un recurso imprescindible, totalmente justificado ante los hechos. Ella nos siembra memoria, reflexiones, apuntes que nos abrazan como un pliego dejado en la cien de nuestras vidas.

La fotografía persiste como línea de crónica dura. Cadáveres de niños envueltos en humildes ropajes son parte de las grietas de este documental. Existen en esta entrega desde una narración que aspira, y lo logra, a destronar los metrajes de nuestras rutas en descansados andares, ajenos a estos cercos del horror. Son vidas mutiladas, ángeles sin nombre con destino trunco.

El encuadre nos lo presentan con rigor escénico y atisban tupidas interrogantes. ¿Qué justifica tamaño genocidio? ¿En nombre de quién o quienes se desencadenan tales actos? ¿Dónde está la humanidad que baila con los hilos de la historia?

Las ruinas de edificios aniquilados, los escombros que mutilan las calles, los boquetes de metrallas que se exhiben como huellas interminables, son expresión de lo grotesco, de lo criminal de estas prácticas. Están allí, dispuestos como parte de una arqueología de la irracionalidad y el odio.

En una escala singular de la narrativa de Gaza, se nos muestran corpóreos a otros niños que son parte de este drama. Sufren a la par que los adultos nutridas embestidas de las que no entienden nada.

Sus rostros son patinas de miedo, de dolor vertido. Nos llevan a los cimientos de lo que alguna vez fue su hogar, o nos enseñan su polvoriento espacio para el recreo, musicalizado por el zumbido de balas que avisan que podrá ocurrir un ataque mayor: letal, demoledor, “ejemplarizante”.

El hospital de Al-Wafa Nuevo resguarda las vidas de los que se “salvaron” de las bombas inteligentes diseñadas para aniquilar “tropas enemigas” que son pintadas por los burdos mass medias como “terroristas”, anulando todo derecho a defender tres palabras que son principios: soberanía, patria, dignidad.

El drama es parte de sus pliegues, en este recinto de vida un niño de poco más de dos años desata sus ojos en el vacío. Le duele el cuerpo y grita con fuerza contenida descorchando una expresión despavorida.

Las manos de los galenos le trasmiten consuelo, pero no basta. El dolor persiste y el llanto es protagonista de un espacio pulcro, sanador, que arropa a los que escaparon de los latigazos de cañones desatados.

Carles Bover y Julio Pérez han construido con esta magistral pieza un texto que deberá volar en los estratos de las redes sociales, en los espacios de exhibición pública, en las tertulias de casas pintadas para la ocasión.

Somos parte de una sociedad global atomizada, desprovista de contextos, de causas posibles, de historias anuladas. Esta entrega fílmica contribuye, con altura, a tributar los vacíos de este perenne genocidio, pues edifica zonas de verdad desmoronando la ceguera ante el horror.

¿Cuánta poesía es posible moldear en un texto cinematográfico? ¿De cuantas metáforas nos podemos apropiar para encender los trazos del camino inverso? Todas estas y muchas otras trampas narrativas son ejemplares núcleos dramáticos en Gaza.

Bienaventurados los que lleguen a verla desprovistos de la nada, arropados por el todo.

Ficha técnica

Título: Gaza

Año: 2017

Duración: 20 minutos

Género: Cortometraje documental.

Dirección y producción ejecutiva: Carles Bover y Julio Pérez

Guión: Carles Bover

Música: Pere Campaner

Producción: Cecilia Sánchez y Raquel Doblado

Productora: El Retorno Producciones

País de Producción: España

Documental completo

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Fidel de cerca… en el 41 Festival de Cine de La Habana

El documental Fidel de cerca, de los realizadores Eduardo Flores, Gabriel Beristain (de México) y Roberto Chile, será presentado en función única durante el 41 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, en el Cine 23 y 12, el 7 de diciembre a las 8:00 p.m.

En el filme de 104 minutos de duración, producido por Vedado Films, Odessa Films y RTV Comercial, los realizadores proponen una mirada distinta, un ángulo cercano para “descubrir al hombre detrás del mito, a través de relatos y testimonios de quienes convivieron con él, y explorar así los momentos más intensos de una de las personalidades más arrolladoras y cautivantes del siglo XX: el Comandante Fidel Castro”.

No es una biografía exhaustiva —explican— ni un recuento histórico de su labor. “Es, en todo caso, una mirada profunda y emotiva al hombre detrás del uniforme: sus decisiones, motivaciones y estímulos, pero, sobre todo, su cotidianidad, vivencias y experiencias”.

Porque, siendo una de las personalidades más controvertidas de nuestra época (sobrevivió a incontables atentados contra su vida; desde 1959 decidió enfrentarse a Estados Unidos y resistió a 10 presidentes norteamericanos; desarrolló en Cuba un nuevo tipo de país que ha motivado polémicas, ataques, elogios y admiración durante más de medio siglo), Fidel Castro es un hombre poco conocido, “aunque quizás no haya otro en la historia contemporánea de quien se haya dicho y estudiado tanto”.

Es así —escriben los realizadores en la sinopsis del filme— como hemos construido esta imagen de Fidel, basada en muchas pequeñas anécdotas. “Tal y como funciona un rompecabezas, que poco a poco, al irse armando, forma a la figura central”.

La revolución, la crisis de Octubre, Playa Girón, el bloqueo, han sido en nuestro caso, entornos desde los que, a prudente distancia, contamos la historia, que a lo largo del tiempo ha quedado siempre opacada: el Fidel persona, el chico de Birán, el estudiante de leyes en la Universidad de La Habana, el ávido lector: la historia de ese Fidel que ante el peso de los eventos que se han desarrollado con él y ante él, muy poco se conoce, añade el texto resumen del material fílmico.

Tomado de: https://www.cubaperiodistas.cu

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La excusa. Semiosis, ideología y montaje en Buena Vista Social Club (+tráiler)

Cartel del documental Buena Vista Social Club (1999), de Wim Wenders

Por Rufo Caballero

Aunque muy pocos de los que trascendieron como los grandes autores del Nuevo Cine Alemán firmaron el Manifiesto de Oberhausen en 1962, crecieron todos a la sombra de la vocación de riesgo que el programa deseaba devolver a una industria que, con El último hombre y Metrópolis, entre «películas de la calle» y el expresionismo galopante, había revertido el paradigma de dominio en la filmografía mundial. En el 62, los días de gloria estaban idos: cuando Murnau y Lang se marcharon a Hollywood, sellaban el imperio de grandeza de los grandes días de la UFA. Pero después de Oberhausen, Fassbinder y Herzog restituyeron la hermosura; situados en valores antípodas, ambos titanes reconstruirían las imágenes emocionales y físicas de una Alemania quebrada por la guerra, y no solo. Fassbinder fue el gran narrador; Herzog, el metafísico. Fassbinder extrañaba el melodrama en lo que Herzog deconstruía las mayores ambiciones del drama. Fassbinder rodó, poetizó, una preciosa película: El miedo devora el alma; y Herzog levantó una inmensa película, También los enanos empezaron pequeños. Fassbinder murió con la más estremecedora confesión de la historia del cine, Querelle, y Herzog sigue a la carga.

Desde También los enanos… y El miedo devora el alma quedó demostrado el afán antropológico del Nuevo Cine Alemán, sesgo que lo distingue de los principales proyectos europeos que lo acompañaran en la consumación de un cine moderno —o preposmoderno—: si los franceses prefieren observar las fracturas de la existencia en la urbe, mostrar que la mofa de los valores burgueses no conduce necesariamente a la felicidad, si los ingleses cuentan la penuria de la gente gris que el sábado en la noche y el domingo en la mañana hace nada, los alemanes deseaban narrar los amores imposibles de un joven marroquí y una anciana alemana, o los fascismos internos en una comunidad de enanos asediados por la mirada de Dios. Por la cólera de Dios. Eso que hoy se llama el cruce vocal de las culturas, estaba ya en los primeros colosos del Nuevo Cine Alemán.

Cuando apareció el otro enfant terrible, Wim Wenders, aquella voluntad llegó al paroxismo. En el cine de Wenders, el nudo antropológico no es un acento, un aliento, ni siquiera un tema; es una obsesión, paranoia que argumenta toda la poética. Alicia en las ciudades, El amigo americano, En el transcurrir del tiempo son películas transidas de un propósito exorcista: resolver, a nivel de la expresión estética, el trauma de la ocupación norteamericana sobre la economía y el mundo de valores alemanes de la posguerra. Ya En el transcurrir del tiempo, una de las películas que inicia el chiste de que el tiempo en el cine no transcurre, película «de carretera» intransitable ella misma, Wenders, o su personaje —no importa—, confiesa verbalmente la estolidez del cine narrativo que banaliza su significado en el discurrir de la acción; para ello, el recipiente es la deconstrucción del clásico road movie hollywoodense. Aun para criticar desde el panfleto a la cultura americana y su pragmatismo, Wenders no puede dejar de usar sus moldes. Su relación de amor-odio con la cultura norteamericana pregona el odio y se reserva el amor para la intimidad.

Wenders adora el cine de género; siempre he pensado que sería definitivamente feliz si resolviera irse de una vez a Hollywood para rodar peliculitas funcionales de sábado en la noche. No conozco personalmente a Wim, pero me temo que muchas de sus ansiedades se limarían si el dudoso poeta de las alturas (abundan las miradas cenitales en casi todas sus películas) asumiera con honestidad el mayor de sus fantasmas: ser un autor desde el género, desde el cauce de la industria, desde la celebridad. Ser un genio desde la mediocridad. Pero eso lo lograron, sin mucho problema, los «primitivos» de Hollywood, Hitchcock, Minelli, Ford, que hicieron de la evanescencia una extraña luz autoral. Claro, lo consiguieron con transparencia, con la seguridad y la entereza que el talento informa, cuando el de Wenders es un cine resentido —el término parece exacto— por la rémora abotargante del trascendentalismo. Los primitivos fueron grandes, Wenders quiere serlo.

Sus películas dan fe de una ambición, más que de un resultado. El final de la violencia —donde, por cierto, Ry Cooder vuelve a servirle como músico— acaba de ser el colmo de la viscosidad. Wim Wenders es Tarkovski desinflado: en Tarkovski la emoción era prisionera de una retórica, a mi modo de ver, decadente; pero en cualquier caso sustentada sobre una cultura referencial que la hacía atendible; en Wenders queda apenas el recipiente de la ambición. Su trascendentalismo afectadamente «poético» clasifica en la frondosa enciclopedia de la cursilería cultivada: Paris, Texas es Hombre mirando al sudeste del desarrollo. Su mejor película me sigue pareciendo El estado de las cosas, justo porque el autor —Wenders ha logrado ser un autor a fuerza de propósito; un autor como lo son, a sus modos, Ed Wood o Juan Orol— se sacude el engaño de la inmortalidad y narra una historia sencilla, en una gramática posible, sobre sus eternas dudas en torno a la producción y la dirección de cine. Siendo así, ni siquiera allí Wenders logra rebasar el contrapunto maniqueo entre las culturas europea y americana. Si Edith Warton había comenzado el siglo contando con toda sutileza ese tórrido escarceo en lo sucesivo legendario, las últimas películas de Wenders cerraron el siglo presas de la fruslería intelectual que quiere ser filosofía antropológica.

No me explico entonces cómo alguien pueda asombrarse de que Wim Wenders se haya subido tempestuosamente al carro —un convertible de los años 50— del documental Buena Vista Social Club, proyecto que traía para él un supuesto agravante: hablar de una cultura que no conoce. Al menos en el caso de la estadounidense —todo hay que decirlo— pudiera recitarla.

Cuando Herzog vino a América no habló del americano, estudió al europeo en otro contexto; como todo artista responsable, habló de lo que sabía. Cuando Fassbinder confrontó a la alemana y el marroquí, no se limitó a uno u otro, habló de los dos, de ese raro y excitante plasma que se urde cuando los diferentes se aman. Lo cual no quiere decir que el artista deba referir solo aquello que ha vivido o le ha merecido un doctorado.

Wenders intenta explicarse las causas, los porqués del abandono, el alma profunda de los músicos, el pulso de la calle cubana. Sus imágenes quieren ser fundadoras. Y queda otra vez la horma de la ambición. La agudeza que pueden reportar sus imágenes pende de la externidad de un mundo que es aproximado desde la curiosidad, desde la fenomenología más corriente, desde la mirada del otro en su olimpo. ¿Cuáles imágenes privilegia el montaje de Wenders? La vecina que sube la bolsa hasta su piso por medio de una soga; la señora que fuma un tabaco enorme. Esa es La Habana para Wenders. Y ciertamente, esa es también La Habana. Pero la otra, la de los ardores internos, la de las tensiones menos presumibles, la de una vitalidad que no emana siempre de los contrastes pedestres entre pasado y presente, esa no es zona que consiga Wenders descifrar, porque su hilo de Ariadna se reduce al ademán del ojo sorprendido. En alguno de sus planos, Omara Portuondo canta y la cámara se extasía en la embriaguez de Ry Cooder; imagino que el mismo rostro de suspensión maravillada tendría Wenders con respecto a Cooder: los descubridores se admiran entre sí.

El estereotipo puede ser real, el posmodernismo ha evidenciado que lo estereotípico parte a menudo de una probada recurrencia; pero no es la realidad. Sin embargo, Buena Vista lo dimensiona hasta la condición extática de la hiperrealidad. El documental incluye una secuencia prodigiosa que todo lo dice: en un rancho, junto al mar, Ry Cooder fuma un espléndido puro, en lo que dos músicos cubanos pulsan sus instrumentos para él. Mientras, el hijo de Cooder percute y se mueve torpemente al son de la gran música. Esta secuencia es definitivamente antológica, nadie me va a convencer de lo contrario. Aun cuando lo posmoderno tendió una capa de legitimidad estética sobre el estereotipo, y abogó por su producción desprejuiciada, en mi vida he visto semejante ridiculez, kitsch sublimado. Doy rewind a mi video y la miro otra vez: no puede ser. Pero, eso, Cooder fuma su puro, los músicos tocan para él, y el hijo percute en el rancho junto al mar. Dónde quedó el gusto, la medida, la sensatez; ah, bagatelas del pasado, grosera modernidad. Con todo y que su referente suela ser todavía más turbio, lo terrible de una representación como esa se reconoce, desde luego, en el papel reservado a los músicos cubanos, quienes, a finales del milenio, son contratados para que actúen en la cámara playera del señor. Amadeus mulatos, son músicos tratados como artesanos que sirven en la cámara del señor, tal ocurría en el siglo xvii. Y ellos vibran, están alegres, en la medida en que son parte de una maquinaria que los contrata, los utiliza, y los trasciende.

En la música de esos artistas hay mucho de cuestionable, también está claro. La mirada acríticamente legitimadora quiere ser tan ingenua como ellos mismos. El documental empieza con una letanía que reza más o menos: De Alto Cedro voy para Marcané/ llego a Cueto, voy para Mayarí; y se repite hasta que comprendamos que elementalidades como esa no son precisamente lo más rico ni lo más rescatable de la música popular cubana, muy elaborada por lo general. No hablemos tampoco de afinación, fraseo o empaste. De ello no se hable, porque el fenómeno Buena Vista es primero que todo un suceso cultural; no a otra dimensión debe, en primera instancia, su éxito, y el purismo artístico no tendría mucho sentido. Hay que plantearse las resonancias sociales, emocionales, transculturales que implica o moviliza Buena Vista. El sujeto del documental resulta el sesgo de una gloria más que sus razones estrictamente musicales. A fin de cuentas, cuando todos esos músicos orquestan sus calidades en la apoteosis de «El cuarto de Tula», no hay ser humano que se resista; se le olvida a uno la desafinación o el descuadre de este o aquel, y las vibraciones de una música inobjetablemente viva, sensual y uncida a su identidad sumerge para siempre a los espectadores en el don de su autenticidad.

Resultando más singular que la de Calle 54, el lineal documental de Fernando Trueba, de igual incapacidad para entender al otro y aún mayor simpleza en los criterios de realización, la dinámica audiovisual de Buena Vista Social Club establece un principio básico para la gramática: los músicos se presentan ellos mismos, generalmente tomados a partir del desfase de imagen y sonido, y de pronto un plano los registra en la escena, suerte de tránsito del verbo y el retrato de personalidad (a nivel de apuntes, por supuesto) a la evidencia escénica de la virtud. Así está construido casi todo el documental, una obrita bastante pueril desde el punto de vista cinematográfico.[1] Pero está bien, no todo tiene que ser innovador ni esteticista. Ahora, en una opción de montaje como esa, el criterio de escogencia de los planos va urdiendo la dramaturgia subtextual de los conceptos que interesan a la autoría, o la producción libidinal del deseo filosófico. Y, ¿cuáles son las ideas o expresiones que merecen la selección del montaje de Dios?

A Eliades Ochoa se le escucha: «¡Qué linda es la música!». Compay Segundo asegura que «mientras tenga sangre en el cuerpo, me gustan las mujeres», o cómo «el romanticismo es muy lindo»; o también: «una noche de romanticismo, eso no tiene precio». Hasta ahí la mirada resulta miserable, a fuerza de su saña con una candidez que no denota sino la abrumadora pobreza expresiva de los músicos; pero en las escenas urbanas de Nueva York se llega francamente a la crueldad. No es que el documental debiera reescribir la proyección de unos artistas que localizan parte de su excepcionalidad en la frescura y la diafanidad con que viven su arte, pero una cosa es el respeto al «desembarazo» del lenguaje y otra el énfasis en la estrechez de la sintaxis, la recurrencia de la adjetivación, la extrema filosofía de camino; en la noble o «sana» condición del buen salvaje. Hay que ver el cruento ensañamiento de la cámara con los rostros de consternación de los músicos ante los «edificios grandes», aquella «pistola linda» (el montaje parece decirnos que lindo es el único adjetivo) o incluso la sorpresa porque «mira a Charles Chaplin» en las vidrieras de Nueva York. La cámara se enternece con el músico que comenta «mira aquel avión que va saliendo allá», o «estoy encantado», «esto es muy lindo» y, como si no bastara, para de veras demostrarse que es cierto el encantamiento, como los personajes de García Márquez que tocan las cosas con tal de saber que son verdad: «esto es muy lindo, lo estoy viendo». Uno de ellos lanza la conclusión: «¡Esto es la vida!».

La operatoria del documental no es siquiera la perversidad; en la perversión suele alojarse, muchas veces, la inteligencia. El manejo es aquí descaracterizador, deshonesto. La cumbre del cortejo cínico a la gracia del salvaje tiene lugar cuando se le escolta en el espacio soñado de sus anhelos últimos, el espacio de sus modelos de realización (sin descontar, desde luego, que los músicos hubieran dicho algo similar en París o São Paulo), como si se quisiera premiar por unos minutos el hambre de unas vidas que de siempre han habitado el dorso de la Historia y que ahora, por obra de sus mentores, pueden reconocer el paraíso.

Todo texto que localiza en la manipulación su sentido, tiene en el montaje su recurso. El montaje es aquí el hechicero dador de los poderosos contrastes: Ibrahim Ferrer cuenta en su entrevista que no cantaba hacía años pues no veía los resultados de su talento, se entiende que económicos y sociales. Corte. Ibrahim en el escenario, cantando como un rey, en su gloria recobrada, aclamado por una multitud exaltada, que sí calibra su talento. Ibrahim dice eufórico: «¡Gracias, familia!». En realidad, agradece su recolocación en la vida a Cooder y Wenders, quienes le hacen creer que su familia es esa multitud de diletantes que por lo general aplauden a rabiar un arte advertido en sus huellas más eventuales y casi nunca como un proceso de desarrollo para el que Buena Vista constituye sobre todo un fenómeno de mercado.

La cámara, siempre morosa, se regodea en el vacío de los salones, de los espacios en desuso, que mal escuchan a enormes músicos que en ellos acuden como estatuas de mármol, a sus otrora pedestales. La médula de la cuestión está en el pensamiento pobrísimo que anima al documental, cuya reflexión primordial se ocupa de contraponer las luces de un pasado —los años 50, la República frustrada, La Habana pachanguera, nocturnal y libérrima— que se percibe poco, pero se potencia en las voces y las imágenes de derrumbe que lo añoran, y en la decadencia de un presente vegetando en aguas del olvido.

El olvido es el asunto primero de Buena Vista Social Club. Y ahí mismo despega su vulgaridad, su superficialidad, su incapacidad para explicarse un olvido presentado como total.[2] Si no total, ha sido grande el olvido, olvido terrible; un olvido difícilmente reparable, ni siquiera con la alharaca de Buena Vista. Es tan palmario el olvido, que no alcanza mucho interés su descripción melodramática. El artista verdadero no se conforma con arañar la superficie, ahonda en los motivos, estudia el fenómeno en su ascendencia última, no obstante lo exprese al cabo con la libre poesía del arte. Alejo Carpentier, Humberto Solás y Lisandro Otero, con El siglo de las luces y Temporada de ángeles, tejieron desde la cultura artística toda una filosofía de la revolución como figura cardinal de las relaciones políticas modernas. Estudiaron el precio y la virtud, la rosa y la sangre de la revolución, fuere en Cuba, Francia, Inglaterra o Rusia. Ellos —por concentrarme no más en los autores «nacionales»— comprendieron temprano que en el proceso liberador y sangriento de una revolución los valores de redención suelen arrostrar con un precio lo suficientemente alto y dramático como para sostener a cualquier costo la grandeza que funda, violenta y subvierte. Uno de esos costos está, lo sabemos, en la mengua de la libertad de expresión que trae consigo la fuerte y perenne movilización del consenso, y anda justo por ahí la más brutal paradoja de la revolución: un proyecto que se quiere para la libertad, que se argumenta en la libertad, necesita luego domeñarla, geometrizarla, cuando la libertad es o no. Y después: el olvido. Las revoluciones olvidan por naturaleza; el olvido gravita en su ontología. Las revoluciones necesitan olvidar, toda vez que lo nuevo, lo que forja, lo que construye se reconocen de su irrupción y su violencia sobre el orden; son valores que asientan su axiología de forma inexorable, sin mucha vacilación. Por eso mismo representaron la figura cimera de la política moderna, porque apuntalan el carácter ascencional de la historia. La idea del progreso y el futuro que se toca con las manos, agita a las revoluciones, a cualesquiera. Toda revolución selecciona, aupa lo nuevo, en la medida en que requiere un repertorio propio y una órbita simbólica de atributos distintos. Y ese proceso de selección es muchas veces traumático, demoledor, inclemente. La fúlgida imagen del niño que se yergue hasta la luz sobre el destierro aleccionador de la ruina, constituye un emblema que prende en la mecánica de cualquier revolución. Kitsch o no, poderosa o menos, no es otra la equivalencia icónica de la metafísica revolucionaria.

La reverencia mundial a Buena Vista Social Club, el documental, no hace sino refrendar la incultura filosófica que ni la posmodernidad ha conseguido paliar. ¿Qué trascendencia genuina puede revestir un texto que se limita a registrar, cacofónicamente, las huellas de un olvido que aguarda por explicaciones profundas? De las trayectorias de Cooder y Wenders no podía esperarse un discernimiento más hondo que este testimonio, contento de serlo no más. Es cierto que el valor indicial de una obra puede bastar, en determinadas circunstancias, para anclar su sentido y justificar su valía; pero cuando el nivel de los conocimientos existentes sobre el plano referencial de un texto supera al nuevo gesto, poco hay de creación, del locus subjetivo que el arte anima: la tautología se lee como decadencia, como una decadencia más triste que las paredes desvaidas. Porque la miseria del pensamiento entristece mucho más que la pobreza de las cosas.

Que Wim Wenders sea escandalosamente elemental no significa que lo sepa. En Las alas del deseo, por ejemplo, intentó edificar todo un sistema de connotaciones tropológicas que necesitaban, presuntamente, de un sólido andamiaje semiótico para ser interpretado. De ahí que no debamos restar importancia a las coordenadas de significación que indica el autor en su texto. Si Buena Vista Social Club sardónicamente evita casi todo el tiempo la frontalidad de la voz autoral, su pórtico y su epílogo cifran de un modo tan «semióticamente chabacano» como resuelto, las claves que sin ambages interesan a los realizadores. En el pórtico, un fotógrafo tan profesional como Korda queda entre las redes de una penosa manipulación que tiene en la informalidad su paraván. Con el pretexto de la espontaneidad de una charla informal, una extraña interlocutora, sin presentarse jamás, consigue fáticamente —interjecciones, frases entrecortadas, preguntas inciertas, sonidos imprecisos que pretenden obtener confesiones audaces— «sospechosas» connotaciones de Korda para con sus mismas fotografías. Aunque no tiene crédito en el documental (¿porque no es un olvidado?), la escogencia de Korda para la entrevista es todo menos aleatoria: si el texto decide flanquearse con segmentos aparentemente metafóricos, pero en realidad muy nítidos, sobre lo que en el centro se escamotea, el fotógrafo por excelencia de la épica revolucionaria debía ser el sujeto ideal: si ese fotógrafo acepta de alguna manera un juego de irónica deconstrucción que revisa con distancia su misma obra, la cadena de sentidos se levanta clara y vehemente.

El documental empieza entonces diciendo que hasta los mismos gestores de la epopeya, sobre todo ellos, experimentan hoy la desilusión de la caída. El artista comenta una foto que tomó en 1959 ante el monumento a Abraham Lincoln, en el instante en que Fidel Castro le dedica una corona. El fotógrafo explica que la imagen se titula «David y Goliath» y, no bastando, abunda: «el pequeño y el gigante». Obviamente, el título juega con la coartada de la pequeñez física de Cuba; pero se recibe el sobreentendido, el otro juego irónico. Imagino a Wenders cimbreando con esa disparidad entre lo grande y lo pequeño, lo norteamericano y lo cubano, puesto que todo su pensamiento ha polarizado la cultura en términos de una antropología binaria digna de un saber premoderno. Más tarde, se expone otra foto en la que Fidel Castro y el Che juegan golf, y la voz incierta indaga acerca de «¿quién ganó?», a lo que el fotógrafo responde que Fidel, y agrega enseguida: «El Che se dejó ganar». El clima de ambivalencia y sobreentendidos que prima en estos escasos minutos hará pensar a muchos que el pórtico no merece un análisis como este,[3] pero el caballo de Troya del documental es precisamente su apariencia de ingenuidad, de desenfado, de que nada es demasiado pensado. Tras la simulada irrelevancia de la conversación con Korda, el documental sella, desde sus primeros minutos, la postura que lo ocupará. El inicio no puede ser más lapidario: nada resulta tan funcional como la ambigüedad de Korda, susceptible de leerse como claudicación o sorna solapada. El sistema de signos del texto se enorgullece de un despegue donde el relator de la épica pareciera renunciar a ella. Nada mejor.

Si la arrancada es tremenda, el aterrizaje no puede ser menos. Buena Vista Social Club concluye con el sintagma audiovisual isotópico de una secuencia articulada por montaje corto de varios planos que van encabalgando los índices de una cadena semántica estable, perfectamente circular. Si descartamos un par de planos torpes, de baja densidad de significación, el sintagma final dispone de los siguientes planos:

l Un encumbrado escenario para el lucimiento actual de los músicos.

l Un indigente que posa para la cámara, en silencio, con la mirada vacía.

l La cámara se pasea por un espacio urbano donde se lee la consigna «Esta Revolución es eterna».

l En ángulo alto, la cámara registra la destrucción de techos y azoteas.

l Imagen de un «camello» (metrobús) que pasa.

l En medio de la calle, un ser da vueltas insistentemente a un tanque vacío.

l La cámara sigue a un auto de los años 50, que pasa con jóvenes y un niño.

l Emplazada desde los carros de los 50, aparcados en hilera, la cámara deja ver el cruce de dos «camellos» en el plano de fondo.

l La marquesina del teatro Karl Marx, y al apellido de Marx le falta la r.

l La cámara repara en un ciclista que lleva el rostro pleno de anillos encarnados.

l La consigna «Creemos en los sueños».

l Imagen de la bandera cubana, y el plano se abre en zoom.

l El sintagma regresa al escenario, los músicos son aplaudidos como ídolos.

l Del público acercan una bandera cubana a los músicos y la cámara se aproxima a ella.

El plano del cruce de los camellos ante cámara constituye la gran sinécdoque visual de Buena Vista Social Club: si el plano de Cooder con el puro significa la expresión manierista de la estulticia, este otro momento clásico, purista, pudo ser el poster de la película. Los intereses de la manipulación, no por precarios poco rígidos, enseñan matemáticamente la danza de la operatoria: un punto de vista anudado a los años 50, al drama de la República mutilada, al esplendor ido, registra el paso de la decadencia, de un devenir que la inventiva ha debido regalar a la curiosidad.

Siempre he pensado que la nostalgia es el más decadente de los sentimientos, pero al mismo tiempo sé que en la saudade profunda, en la añoranza violenta pudiera pugnar cierta luz. Aunque, como dijo el poeta, no hay poesía mala que no brote de un sentimiento profundo, ahí está el donaire del tango, cuya filosofía de camino se explica la vida como solo lo hicieron en su día Herman Hesse o Thomas Mann. Cuando hay auténtica cultura, la frivolidad nunca es absoluta; ni el abismo, insondable. Pero no se trata aquí de la añoranza salida de la cultura, sino del aferramiento a un par de explicaciones del presente que solo en el pasado parecen realizarse. El retrógrado fundamentalismo de Wenders es de índole reactiva y siempre contrastante; la estructura de su pensamiento no alcanza a comprender que el presente no siempre, o no solo, se explica en el pasado, o que, aun cuando sí, el tejido temporal dista mucho de una lineal cadena de causas y efectos que está mejor para la estética del comic.[4] En realidad, Buena Vista Social Club tiene mucho de gesto pop, de pop blanco.

Al menos desde Víctor Hugo, la ciudad es entendida, y producida, como escritura. Roland Barthes nos ha dicho que, en efecto, «la ciudad es un discurso, y este discurso es verdaderamente un lenguaje». Más aún, que «quien se desplaza por la ciudad, es decir, el usuario de la ciudad (que somos todos) es una especie de lector que, según sus obligaciones y sus desplazamientos, aísla fragmentos del enunciado para actualizarlos secretamente». Y todavía, que «el erotismo de la ciudad es la enseñanza que podemos extraer de la naturaleza infinitamente metafórica del discurso urbano».[5] La ciudad secreta de Wenders parece justo lo contrario del erotismo: la planimetría y la falta de matices. Wenders no encuentra una erótica de la ciudad; antes, se ufana del deambular errático de Cooder y su hijo por una ciudad que jamás entenderán, porque el vacío no está en la urbe sino en el pensamiento que (no) avala a la mirada. Cooder y el chico no viajan en auto ni en ciclo, van en moto, y ese estado de lo transitorio es el mismo de sus pensamientos infantilmente suspendidos en la nada de un deslumbramiento histriónico, listo para cámara.

De analizar los vectores connotativos de los planos que informan el último segmento, caeríamos de lleno en las frotadas manos de la negatividad, de figuras, motivos y actitudes siempre en forma de antivalores: indigente-mirada hueca-destrucción de la arquitectura-absurdo de los personajes y su actuación urbana-anuncio defectuoso en una prestigiosa institución cultural-Marx fragmentado y desvaído-expresionismo de unos anillos encarnados en el rostro. Apenas se percibe una imagen que escape a la «estética negativa» de Wenders y, cuando aparece alguna, es presa de una vaguedad semántica que tampoco alcanza a matizar el armagedón. Como muchos productos de Hollywood, al ser el negativo fotográfico del realismo socialista, Buena Vista pareciera amarlo. Esto, por no detenerme en la inocente jactancia de los contrapuntos entre el porvenirismo proclamado por las consignas y la declinación de las imágenes urbanas, dualidades que el cine silente utilizó mejor.

La Habana que desean recorrer Wenders, Cooder y el chico, se antoja tan lineal y planimétrica que de ser totalmente cierta ya habríamos muerto. Se empequeñece la mirada desde el instante en que decide concentrarse casi todo el tiempo en el viejo centro de la ciudad, el puente que hoy va de Centro Habana a La Habana Vieja. Para los designios de los autores, resulta obvio que así sea; pero afortunadamente la vida es otra cosa, y sus signos más activos quizá están hoy en otra parte: si convenimos en que «el centro de la ciudad es vivido siempre como el espacio donde actúan y se encuentran fuerzas subversivas, fuerzas de ruptura, fuerzas lúdicras»,[6] me temo que la moto debió desplazarse más al Vedado, o a Miramar, por ejemplo, donde se descubren en este minuto fortísimas energías de contrariedad cultural, de confrontación de ideas y comportamientos, de turbulencias múltiples que enriquecen el imaginario de lo cubano más allá del puro y la rumbita. Claro, la escritura monocorde de este documental arma un idiolecto de la tautología de Icaro que solo en el mareo del asno en la noria halla su razón. Para el pensamiento viejo y cansado, la insalubridad de La Habana Vieja, sus imágenes ciertamente dolorosas, son La Habana, son Cuba. Los habaneros somos idiotas que damos vueltas al barril, nos llenamos el rostro de anillos o nos paseamos desde el contraluz de los 50 por una ciudad que no reconoce su fulgor, mientras sus músicos olvidados descorren el velo sobre Nueva York, se encandilan con sus primorosas vidrieras y triunfan en los más altos escenarios. Esa es la vida que Wim Wenders ve. Mañana mismo se podría casar con Julia Roberts.

Poco es tan nítido como el tratamiento visual, escénico, del motivo de la bandera. Los dos planos con la bandera cubana estructuran un arco de significación que insiste en los contrastes, ahora de modo más determinante y delicado. Esa Habana bastarda y degenerada, la Habana de la indigencia, merece ser histriónicamente abandonada por la lente que auspicia la distancia; en cambio, cuando las multitudes enardecidas abrazan a rabiar a los excepcionales músicos olvidados, la cámara volverá con calidez a la bandera. Los músicos recobran su bandera, la bandera muda y sola que bate un viento de prolongada cuaresma en el malecón habanero solo cuando sus nuevos postores —esos para los que la música cubana es el sonsonete de «llego a Cueto, voy para Mayarí»—, se la devuelven. El ardoroso público devuelve la bandera, como Cooder y Wenders hacen regresar la gloria a la música cubana, como el señor capital acoge generoso la gracia nutriente del salvaje.

Wim Wenders ha filmado un documento demencialmente autotélico, al pretender desactivar el excedente de retórica ideológica que le molesta. Slavoj Zizek ha precisado que «la ideología es siempre autorreferencial, es decir, se define a través de una distancia respecto de otro, al que se lo descarta y denuncia como “ideológico”».[7] De otro lado, para seguir con Barthes, está claro que «toda crítica ideológica, si quiere escapar a la pura reafirmación de su necesidad, no puede ser más que semiológica».[8] Y a pesar de que la crítica de Wenders no desea ni puede escapar a su necesidad, es completamente semiológica, solo que de una semiótica de pacotilla idónea a un sistema de ideas así de primario. Tal vez la «crítica ideológica» nunca sea indebida; impertinente es la predisposición tan unilateral y cerrada en torno de una realidad tremendamente compleja. El pecado (del) capital de Buena Vista Social Club es dual: la ceguera de una predisposición que se aferra a la imagen lineal, y la endeblez de un pensamiento incapaz de interceptar lo ajeno con agudeza. Ni la crítica ni la ajenidad eran en sí mismas problemas; problema es la materia literalmente gris de la autoría.

En pleno apogeo del multiculturalismo y la formal admisión de un políglota tejido de subjetividades, el mundo aplaude una nadería como Buena Vista Social Club. Puro simulacro. Slavoj Zizek recircularía, a propósito de este documental, el sabio concepto marcuseano de la «tolerancia represiva», cuando

el racismo posmoderno contemporáneo es el síntoma del capitalismo tardío multiculturalista, y echa luz sobre la contradicción propia del proyecto ideológico liberal-democrático. La «tolerancia» liberal excusa al Otro folklórico […] Uno se ve tentado aquí a reactualizar la vieja noción marcuseana de «tolerancia represiva», considerándola ahora como la tolerancia del Otro en su forma aséptica, benigna, lo que forcluye la dimensión de lo real del goce del Otro.[9]

Reciclada la odiosa noción de tolerancia, cuyo contenido acoge siempre a un lábil racismo, uno se sorprende ante la duda: Rufo, en el reino de la polifonía, ¿realmente viste la imagen de un señor que bate al viento el humo de su puro mientras dos músicos tocan para él a la orilla del mar? ¿Tú lo viste, Rufo? ¿No era virtualidad? ¿Enseñaba al mundo su habano, Rufo? Uno, que al ver la cara de sorpresa de Cooder, perdía bastante la suya; parece recuperarla. ¿De verdad sucedió? ¿Pasó eso delante de ti, ocurrió? ¿Tú no lo habrás inventado, Rufo; no será tu perversidad posmoderna? Tú armaste esa imagen en tu mente; la armaste como un ejercicio deconstructivo del estereotipo.

No.

Eso ocurrió. Propugnaba su puro tropicalmente fálico. Dos músicos eran felices de tocar para él. Juro que lo vi en un documental que se llama Buena Vista Social Club. Un documental que termina con la imagen de Ry Cooder, porque lo que cuenta es la gloria de un héroe y su entorno: la negociación de mercado. Por encima de ellos, solo el complejo desvelado por las tomas cenitales de Wenders: la mirada de Dios.

Qué importa, si los salvajes están radiantes.

Recobraron su bandera.

[1]. Mientras la concesión de la voz a los músicos trata de afirmar el simulacro de objetividad, los prontos desfases imagen/sonido y los claramente intencionados desplazamientos de la cámara no logran disimular el imperio de la airada subjetividad que fundamenta todo el ejercicio. Sobre la discreción estética del documental —para decirlo con elegancia—, hasta el propio Michael Chanan ha llamado la atención en su cauteloso artículo «Play it again o llámenlo nostalgia»: «En el filme de Wenders, fotografiado por Jürg Widmer y Robby Müller, el encuadre suele ser menos cuidado y la cámara menos firme y controlada (excepto en las tomas con steadycam, algo rebuscadas por cierto, que se hacen en el estudio de grabación, donde la cámara da vueltas una y otra vez alrededor de los cantantes)». Véase La Gaceta de Cuba, La Habana, marzo-abril de 2000, p. 19.

[2]. Habría que preguntarse, de entrada, qué hace una cantante como Omara Portuondo, artista extraordinaria que será siempre un orgullo para este país, asociada de algún modo, en su condición de «invitada», a la preterición y el olvido. Omara no habrá sido retribuida económicamente como merecía, y como no lo somos aún ninguno, o casi ninguno de los artistas e intelectuales de este país; mal pagada sí, internacionalmente aislada sí, y por razones muy diversas que escapan a este ensayo, pero, ¿olvidada? No se me olvida que era yo un adolescente cuando Omara Portuondo contó entre sus reiterados fulgores de estrellato con el Gran Premio del más relevante concurso de música de este país, y al recibir el premio e interpretar de nuevo la canción agraciada, Omara se salió del teatro a la calle, seguida por una multitud, otra multitud, que entonaba junto a ella «Junto a mi fusil mi son», panfleto de otro tipo hoy sí afortunadamente olvidado. Pero Omara no; Omara era la protagonista absoluta del fervor popular, Omara se convirtió con lo del fusil y el son en un símbolo de poder, incluso. Y la radio la pasaba, la ha pasado siempre, y la crítica la ha ponderado como la descomunal cantante que es.

[3]. El propio Michael Chanan asegura que «la secuencia no tiene ninguna relación con el resto del film. Está ahí como una enigmática señal que le permite a Wenders eludir la política durante los cien minutos restantes» (ob. cit., p. 18). Yo invertiría el razonamiento: justo la cifrada politización del «enigma» de la secuencia hubiera permitido el ahorro de tantos acentos ideológicos que sobrevendrán. Pero, en general, el análisis de Buena Vista Social Club ha sido custodiado por la liviandad. Es de notar la resistencia que encontró el musicólogo y productor cubano Germán Piniella, cuando intentó reparar en las claves semióticas de la comunicación en la obra, como parte del diálogo suscitado por la revista Temas el año pasado (Véase «Buena Vista Social Club y la cultura musical cubana», Temas, n. 22-23, La Habana, julio-diciembre de 2000, pp 163-79).

[4]. El ensayista Alan West ha advertido la trabazón entre el criterio de nostalgia que acciona Buena Vista Social Club y su escolar binarismo pasado/presente: «Se está vendiendo cierta idea de nostalgia. Hay una nostalgia norteamericana que se ve en las películas y el video; y claramente hay una nostalgia cubanoamericana también. Son dos cosas muy distintas: la norteamericana va hacia ver una cierta Cuba. Es decir, una Cuba prerrevolucionaria: […] un lugar donde las inhibiciones cotidianas se abandonaban en la «fun-loving» Cuba. La nostalgia cubanoamericana anhela la plenitud de una situación en el pasado (real o imaginaria) que hoy se siente como perdida. Ambos casos congelan el tiempo, la historia, y anulan las diferencias, las contradicciones, la ambigüedad y la complejidad de Cuba antes y después de 1959» («Buena Vista Social Club y la cultura musical cubana», ob. cit., pp. 168,169). La observación de Alan es sumamente aguda en lo referido a que el pretexto de la nostalgia no solo simplifica a la Cuba de la Revolución, sino a la anterior también, o sobre todo. Los que hablan hoy de la posRevolución como la espera de la apacible continuidad de la República, es claro que trabajan, en muchos casos, desde el estereotipo del paraíso perdido y no con la complejidad que West echa de menos. En cuanto a West, uno tampoco acaba de explicarse cómo un hombre de semejante perspicacia, puede pensar cosas como las que siguen: «Hay una imagen de Buena Vista… que creo que es muy sana y sandunguera […] ¿Qué explicación hay para entender el arrebato gringo con el Compay y todo lo de Buena Vista? Canta y hace chistes en un idioma que no entienden —sin hacer el mínimo esfuerzo para traducir—, toca música de una época que hace lucir la música swing como algo de Boulez, y se viste como un abuelito. En un país donde la edad madura empieza entre los 25 y 30 y la chochera a los 50, Compay Segundo despierta algo en la conciencia norteamericana, los hace ver que su culto desmedido y a veces irrisorio a la juventud es ilusorio, que envejecer no es solo descalabro, sino también revelación, goce, plenitud. ¿A quién le hace falta Prozac (o Viagra) cuando hay son, danzón, vacilón, cuando hay Compay Segundo?» (Ibídem, p. 175). Y eso sí que no admite ya, francamente, comentario alguno.

[5]. Véase Roland Barthes, La aventura semiológica, Paidós Comunicación, Barcelona, 1997, pp. 260-4.

[6]. Ibídem, p. 265.

[7]. Véase Slavoj Zizek, «Multiculturalismo, o la lógica cultural del capitalismo multinacional», en Fredric Jameson y Slavoj Zizek, Estudios culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo. Paidós, Argentina, 1998, p. 156.

[8]. Roland Barthes, ob. cit., p. 11.

[9]. Slavoj Zizek, ob. cit., p. 157.

Tomado de: http://www.temas.cult.cu

Tráiler del documental Buena Vista Social Club (1999), de Wim Wenders

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Homenaje a La Habana en Historia del cine (+tráiler)

Suite Habana, de Fernando Pérez

Por Rubén Ricardo Infante

Como parte del homenaje a la ciudad por los cinco siglos de existencia, el programa Historia del cine presenta el filme Suite Habana de Fernando Pérez

Cuando llega el mes de noviembre y la ciudad arriba a sus primeros cinco siglos de existencia, muchos son los homenajes que se le tributan a la urbe. La celebración por este aniversario ha motivado la creación de obras artísticas que le rinden tributo y también la revisitación a aquellas obras que la recrean en su devenir histórico y en su vida actual.

El filme Suite Habana es una de esas creaciones donde la ciudad no es telón de fondo, sino que se convierte en un personaje más dentro de la historia. Dentro de la filmografía de Fernando Pérez, esta película se convierte en la coronación de ese homenaje a la ciudad que habita, es por ello que los protagónicos recorren sus calles, llegan a sus casas ubicadas en distintos lugares y se instauran en el espacio citadino haciendo suya cada porción.

Desde el título está condensada esa aspiración por captar la esencia de la ciudad a través de una colección de personajes, donde la frustración, el deseo y los sueños por cumplir se convierten en el leiv motiv de sus vidas.

La Habana es una de las ciudades que más ha aparecido en filmes de diferentes épocas. La capital cubana es, junto a París o Nueva York, de las más atractivas, por eso la recurrente presencia en el quehacer cinematográfico a escala mundial. Como confirma Carlos Galiano, el presentador de Historia del cine: “La singular condición de cruce de caminos y lugar de encuentro que le proporciona su envidiable ubicación geográfica, hace de nuestra capital una locación privilegiada para el despliegue de la imaginación de guionistas que han hecho transitar por ella a los más disímiles personajes, inmersos en las más variadas peripecias argumentales”.

Este regalo a La Habana por su aniversario 500 o, más modestamente, el tradicional canto de felicidades, está relacionado con esa presencia recurrente en las imágenes de filmes concebidos en diversos momentos de la historia.

Suite Habana es, según palabras de su director, una “declaración de amor a La Habana”. Un filme donde se entremezclan el documental y la ficción, Suite Habana describe un día cualquiera en la vida de un conjunto de habaneros reales, que se representan a sí mismos en el desarrollo de sus actividades cotidianas.

A partir de un contexto local, el filme alcanza, como toda genuina obra de arte, una proyección universal. La Habana, ciudad que seduce y enamora como espacio citadino con la luz que se cuela por ventanas y calles, donde se camina sobre adoquines, se apresta a celebrar sus 500 años. Historia del cine le rinde este tributo en imágenes que desafían al tiempo.

Tomado de: http://www.tvcubana.icrt.cu

Tráiler del filme Suite Habana, de Fernando Pérez

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Una reflexión tardía (+documental)

Cartel del documental Alicia Alonso. Para que Giselle no muriera, de Nico García

Por Graziella Pogolotti

Dedico a esta columna mis ratos de asueto dominical. El lapso transcurrido entre la escritura y la publicación me aleja de la respuesta periodística a la inmediatez del acontecer. Quizá, en ocasiones me ofrezca la oportunidad de disponer de una meditación más reposada. No puedo, sin embargo, tardíamente, dejar pasar en silencio el fallecimiento de Alicia Alonso, que ha estremecido a tantos dentro y fuera de Cuba. Ha sido un genio de la danza, una de las contadas figuras universales del siglo XX. Se me agolpan los recuerdos y no puedo dejar de evocar el contexto en que se desarrolló su trayectoria.

Reconocido ya su extraordinario talento, abierto el camino para una brillante carrera personal, Alicia quiso fundar, en el ambiente agreste de la época, una compañía cubana de ballet. No había respaldo financiero para llevar adelante la empresa. Tampoco existía un público en un país que se expresa a través de la música, la gestualidad y la danza. La precariedad de las circunstancias se me hacía obvia en algunas funciones a las que asistí en el entonces llamado Teatro Auditorium. La excepcional ejecución de la bailarina carecía del necesario complemento de un coro bien entrenado. Los espectadores alcanzaban apenas a llenar la platea. A través de Vera, coprotagonista de La Consagración de la Primavera, Alejo Carpentier ha descrito el panorama de la época. Destinadas a competir en la conquista de un buen partido matrimonial, las hijas de las casas privilegiadas de la sociedad recibían clases de ballet. Poco tenía que ver la intención con el aliento a una vocación artística. Los prejuicios dominantes y la subestimación de la cultura arraigaron un estado de opinión según el cual la dedicación al arte y, sobre todo, al mundo del espectáculo, resultaban degradantes en términos de rango social. Había que cercenar de inmediato cualquier asomo de talento. Por lo demás, los artistas estaban condenados a la marginación y la pobreza. La iniciación en el ballet era un modo de entrenar el cuerpo para la elegancia del porte en el espacio público.

Tras la vitrina de la alta sociedad, había otra realidad sumergida. Cuando la tiranía despojó a Alicia de su magra subvención, los estudiantes le ofrecieron un homenaje que constituyó, además, un desafiante repudio a la acción gubernamental. El ballet se presentó en el Stadium universitario lleno de espectadores. La nutrida concurrencia respondió en gran medida a motivaciones políticas. Pero había algo más. Aunque muchos no hubieran aprendido todavía a descifrar los códigos de la danza clásica, se manifestaba en ellos una necesidad de arte, un acercamiento intuitivo a las más altas expresiones de la belleza y una percepción de los valores transmitidos por esa vía. En lo más profundo, representaba una demanda esencial de plenitud espiritual. Sin abandonar su irrenunciable vocación, Alicia tuvo que sentir en aquel momento la ratificación de su compromiso con el pueblo. A contrapelo de prejuicios arraigados, el hecho demostraba que el arte más elaborado no requería concesiones populistas para lograr una comunicación efectiva.

A poco de producirse el triunfo de la Revolución, el otrora Ballet Alicia Alonso devino Ballet Nacional de Cuba. En medio de las tareas acuciantes de aquel momento, estuvo presente, como prioridad del proceso transformador, crear las condiciones propicias para la democratización de la cultura, para hacer partícipe al pueblo del disfrute de los bienes espirituales que le habían sido conculcados. Dotado de los recursos financieros indispensables, el Ballet pudo llevar adelante su multifacético programa de desarrollo.

Desde el punto de vista estético, el Ballet asumió el repertorio clásico universal al que incorporaría coreografías cubanas, entre ellas, las de la propia Alicia. La disciplina y el extremo rigor técnico no han sido una finalidad en sí misma. Constituyen el soporte de una representación actoral, favorecedora del despliegue de la pasión de los personajes en puestas en escena de Giselle o en El lago de los cisnes que permanecen como referentes paradigmáticos con su refinadísima incorporación de las marcas de nuestra gestualidad.

La cristalización de la escuela cubana de ballet se forjó a través de un proyecto social de gran alcance. Para garantizar el crecimiento y la continuidad, era necesario sistematizar un método de enseñanza, asociado con el desarrollo permanente de los bailarines. Había que rescatar, a partir de la infancia, talentos potenciales, para lo cual se exploró hasta lo más hondo de las capas sociales, incluidos muchachos recogidos en la antigua Casa de Beneficencia, víctimas de la orfandad o del abandono. Era imprescindible formar un público. Con ese propósito, prescindiendo de los recursos requeridos para un espectáculo teatral, los bailarines se valieron de tarimas improvisadas en cualquier sitio para mostrar los códigos de la danza clásica a hombres y mujeres que habían sido marginados de las instituciones culturales. De ese empeño de difusión, nacieron las generaciones de espectadores que exhiben en su comportamiento la capacidad de valorar el trabajo de los artistas y la calidad del espectáculo. De esta obra mayor, de este hacer y pensar en Cuba, también Alicia ha sido impulsora y protagonista.

De todo ello se deriva una reflexión necesaria acerca del papel del individuo en la historia, así como sobre la relación dialéctica entre la persona y la sociedad. Vistas desde la distancia, las masas parecen un conglomerado compacto. Al acercar la mirada, pueden observarse rostros diversos, portadores de historias diferentes, aspiraciones parcialmente colmadas y sueños pendientes. El reto consiste en reconocer esas identidades y juntar en una dirección común la voluntad que rige las manos, la inteligencia y la sensibilidad. En el mundo contemporáneo, los caminos se bifurcan entre un propósito emancipador garante de la plenitud de la persona y la propagación de un individualismo deformante basado en la lucha de todos contra todos. Con el auspicio de la Revolución, Alicia pudo conjugar la fidelidad a una vocación personal y la posibilidad de configurar, de modo indeleble, una cultura cubana en permanente transformación.

Tomado de: http://www.juventudrebelde.cu

De la serie Imprescindibles. El documental Alicia Alonso. Para que Giselle no muriera, de Nico García

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La dramatización como estrategia narrativa en el documental de investigación histórica (+tráiler)

Hotel Terminus. The Life and Times of Klaus Barbie, de Marcel Ophüls

Por Jaime Céspedes

Desde finales del siglo XX, la tendencia a la dramatización cobra cada día más fuerza en el documental de investigación histórica. No se trata de una tendencia ajena a otros tipos de documental, pero el documental de investigación histórica ha sido uno de los que tradicionalmente más resistencia ha opuesto a esta tendencia. Debido a su propia temática, el documental histórico estaba ligado al modo expositivo de enunciación, siguiendo la terminología de Bill Nichols (2001). Esta intención se basaba a menudo en el uso de una voz en off narradora indefinida que no se presentaba a sí misma y hablaba de manera omnisciente. Entre los muchos ejemplos de este tipo de documental mencionados por Nichols (2001: 106) está The Spanish Earth (1937), el documental de Joris Ivens sobre la Guerra Civil Española. Rodado en pleno conflicto, el documental era favorable a los republicanos y pretendía obtener ayudas para ellos. Con este objetivo, The Spanish Earth respondía al modelo de lo que Ivens llamaba un “documental organizado”: una mezcla de momentos reales de la vida cotidiana durante la guerra y la recreación de ciertas situaciones; todo ello bajo una narración off que sigue una línea argumental determinada por la intención del director (Pérez Millán 1976: 74). Este documental sirve también para entender que no hay que confundir dramatización (que se sitúa en el nivel de la narración fílmica, del modo de contar audiovisualmente) con dramatismo (que se sitúa en el nivel del enunciado, de los comentarios del narrador y de las intervenciones de personas que exponen una situación que llamamos coloquialmente dramática, capaz de conmover y emocionar). Comentarios de tipo dramático aparecen en la narración off de The Spanish Earth, escrita por Ernest Hemingway, por ejemplo, cuando éste dice lo que una anciana parece estar pensando tras un bombardeo en Madrid: “Pero ¿adónde iremos? ¿Dónde podremos vivir? ¿Qué haremos para ganarnos la vida? Yo no me iré. Soy ya demasiado vieja”. Aunque sea habitual el hecho de que la dramatización sirva para introducir escenas de dramatismo o dramáticas en sentido coloquial, no tiene por qué estar asociada con éstas. Por otra parte, es difícil pensar que un documental pueda no contener ningún efecto de dramatización si consideramos como tal cualquier efecto de puesta en escena o escenificación, directamente relacionadas con la manera de contar audiovisualmente. La dramatización depende de la intención calculada por el director de un documental, no del grado de manipulación real de las imágenes. Una imagen puede ser muy natural o muy austera, por ejemplo, pero su naturalidad o su austeridad serán siempre el resultado de una preferencia calculada por el director. Jacques Aumont ha definido la puesta en escena (mise en scène) como “el arte de disimular la presciencia del cineasta, para hacerla pasar por descubrimiento del acontecimiento paso a paso” (2006: 156). Por ello también, es importante no confundir dramatización con teatralización. La primera siempre existe en algún grado si incluimos en ella la puesta en escena, por modesta o natural que sea. Los especialistas en estudios teatrales se han fijado en esta distinción. Para Patrice Pavis, “teatralizar un acontecimiento o un texto es interpretarlo escénicamente utilizando escenas y actores para fijar la situación. El elemento visual de la escena y la puesta en situación de los discursos son las marcas de la teatralización” (1996: 357), mientras que la dramatización se refiere a “la estructura textual: preparación de diálogos, creación de una tensión dramática y de conflictos entre los personajes, dinamismo de la acción” (1996: 358). De este modo, técnicamente hablando, si adaptamos por ejemplo una novela para el teatro habría que hablar de teatralización. Inversamente, si usamos técnicas propias del teatro (de donde proviene el concepto de puesta en escena) en otro género (como el documental), habría que hablar de dramatización.

La introducción de efectos, procedimientos o fenómenos de dramatización ha sido progresiva en el documental de investigación histórica, lo que no quiere decir que no sigan realizándose documentales históricos de manera ‘clásica’, expositiva o sin efectos voluntarios de dramatización. En los últimos años, esos procedimientos han dado lugar a otros que pueden ser vistos como nuevos o como consecuencia de la exploración expresiva en torno a los ya existentes. Siguiendo la tipología de referencia de Bill Nichols (2001: 33-34), desde nuestro punto de vista los procedimientos de dramatización, sin ser los únicos, hacen evolucionar el documental de investigación histórica en modos de expresión más participativos, reflexivos, performativos y poéticos sin renunciar a su carácter de investigación histórica. Aunque en los documentales de los que hablaremos aquí no se acude a efectos de dramatización para acceder a un estatuto principalmente poético o artístico, algunos de estos documentales no renuncian del todo a él. Algunos incluyen expresamente a directores de arte, como Los caminos de la memoria (José Luis Peñafuerte, 2009), pero las diferentes formas de dramatización responden, sobre todo, al deseo de dinamizar y reavivar un género que normalmente se asocia con discursos sobre un pasado histórico más o menos lejano pero que a menudo resulta ineficaz para despertar el interés de las nuevas generaciones y del espectador medio, cuyas preferencias culturales se dirigen más fácilmente hacia relatos personales o autobiográficos y hacia formas expresivas épicas y dramáticas (‘vivas’, en conflicto) que hacía discursos teóricos o puramente racionales (‘sin alma’, sin personalidad), que es lo que lógicamente prefiere el discurso científico y lo que privilegia el documental expositivo. Esto no quiere decir que el documental expositivo sea objetivo, pero, como decía Nichols, esta modalidad de documental “pone énfasis en la impresión de objetividad” (2001:107) [1]. En gran medida, se trata de renovar el género del documental de investigación histórica para que atraiga no solamente a especialistas en Historia, sino también a un público que pueda interesarse por la Historia a través de estos documentales que, comparados con los documentales expositivos del mismo tema, renuncian al nivel de profundidad científica (o referencial en sentido jakobsoniano) que podrían alcanzar y privilegian los aspectos emotivos y comunicativos (o fáticos y expresivos en sentido jakobsoniano). Así, estos documentales adaptan su lenguaje al doble objetivo de llegar al espectador especializado y al no especializado sin renunciar a abrir nuevas perspectivas sobre algunos hechos históricos que, aunque ya hayan sido tratados en documentales anteriores, pretenden también tender un puente entre el pasado y la época en que se hizo cada documental y, en este sentido, ‘actualizar’ el pasado, reavivarlo y hasta darle al documental en cuestión cierta utilidad social para la época en que se realiza.

Un buen ejemplo de este uso del documental de investigación histórica es el documental de Thomas Huchon Allende, c’est une idée qu’on assassine (2013). El tema del golpe de Estado contra Allende ya había sido tratado en muchos documentales, pero, 40 años después del golpe, Huchon apuesta por la forma del documental de investigación, insistiendo en la técnica de la entrevista, sin renunciar a su narración off y elaborando ciertas estrategias de dramatización para adaptar su propio libro Salvador Allende: l’enquête intime: “En la esquina de la calle Morandé, donde se encuentra el palacio de La Moneda, me doy cita con personas que me son queridas y me ayudaron a escribir un libro sobre Salvador Allende”. La recreación de su investigación da lugar, en la última parte del documental, a un ‘salto’ en el que relaciona las cuestiones socioeconómicas de la época de Allende y las de la época en que rueda, tomando como modelo el barrio de La Legua de Santiago de Chile, que Huchon identifica con la herencia de Allende y en el que se adentra de la mano del músico de rap y concejal Gustavo Arias y de la militante comunista Camila Vallejo, quien muy poco después sería diputada.

El gusto por los efectos de dramatización es también el reflejo de la evolución estilística que produjo en décadas recientes el creciente interés por la noción de memoria frente a la de Historia, con o sin mayúsculas: “La memoria es la vida, siempre mantenida por grupos vivientes y, en este sentido, está en constante evolución. […] La historia es la reconstitución siempre problemática e incompleta de lo que ya no existe” (Nora, 1997, vol. I: 24-25). No habría que deducir que la noción de memoria no pueda ser a su vez problemática o incompleta, pero ese carácter ‘vivo’ conlleva una transmisión humanizada de los hechos históricos y puede alcanzar un efecto catártico. La investigación histórica basada en la memoria de personas particulares, no solamente en el trabajo de los historiadores, ha alcanzado plenamente al género documental, en el que cada vez ocupan más espacio los testimonios orales que el discurso off del narrador, llegándose incluso al extremo de que éste desaparece en documentales como La pelota vasca (Julio Medem, 2003). No se trata, insistimos, de un fenómeno nuevo en sí (el hecho de que no haya narrador off), pero sí es reciente su proliferación en el documental de investigación histórica. El hecho de que el director dé la palabra únicamente a testigos o especialistas del tema del que se trate, sin recurrir a esa voz ‘divina’ que lo domina todo desde arriba, produce un efecto de objetividad que no hay que confundir con verdadera objetividad: un director no necesita forzosamente la narración off para manipular los contenidos que presenta, pues siempre dispone de medios audiovisuales para hacerlo, pero la desconfianza hacia la figura del narrador off hace que éste pueda ser suprimido de entrada.

Nos centraremos aquí en documentales referidos a temas de la Historia reciente del Cono Sur y de España relacionados con la dictadura, aunque los efectos de dramatización que estudiaremos puedan reconocerse en documentales sobre temas históricos de otras zonas y otras épocas. Asimismo, los fenómenos a los que nos referiremos seguidamente no son los únicos que cabría analizar, aunque sí son los que nos han parecido más significativos. Destacaremos siete procedimientos: la proliferación de diálogos, la entrevista fallida, la lectura de obras literarias, la creación de falsas imágenes de archivo, el recurso al llanto, la dramatización de la instancia narrativa y finalmente algunos procedimientos de manipulación de la imagen y del sonido que se nos permitirán ahondar en la diferencia entre dramatismo y dramatización. No pretendemos establecer una jerarquía teórica en nuestra presentación: uno de estos elementos puede tener mucho relieve en un documental y poco en otro.

La proliferación de diálogos

Como hemos visto en la definición de Pavis, la inclusión de diálogos es una marca de dramatización de un relato. En un documental, un diálogo crea un nivel de comunicación interno que da al espectador la impresión de estar asistiendo a una ‘escena’. El documental expositivo se basa más en la entrevista que en el diálogo porque rechaza precisamente ese efecto de mise en abîme que puede ser visto también como un efecto de mise en situation o simplemente de puesta en escena. Sin embargo, recordemos que el documental observacional rechaza el recurso a la entrevista (Nichols, 2001: 110) porque ésta es también algo preparado de antemano.

Cuando el propio director se introduce en una secuencia dialogada de su documental, se superponen procedimientos del cine directo y del cinéma-vérité, lo que contribuye a que hoy día los dos términos puedan utilizarse indistintamente, como señala Weinrichter (2004: 43). El director se convierte momentáneamente en hablante del diálogo, en ‘actor’, no en el sentido ficcional del actor que interpreta a un personaje, sino en el sentido lingüístico de alguien que interactúa con los demás hablantes. Cuando el director actúa se desdobla porque no deja de ser director, ya que este papel lo asume durante todo el documental, pero es importante no confundir al director que puede integrarse en un diálogo y al director que ejerce el papel de entrevistador. Cuando un director se integra en un diálogo y sus participantes lo conocen de antemano, es difícil que éstos lleguen a olvidar que se trata del director, como Patricio Guzmán en Chile, la memoria obstinada (1997), lo que constituye una diferencia fundamental con el caso del director de una película de ficción que asume también el papel de un personaje, como, por ejemplo, Fernando Fernán-Gómez en El mar y el tiempo (1989). En la ficción no diremos que el personaje de Eusebio ‘es’ Fernando Fernán-Gómez, pero en Chile, la memoria obstinada sí diremos que el propio Guzmán participa en algunos diálogos.

Los diálogos contribuyen a la eficacia comunicativa de un documental en el sentido que quiere privilegiar el director. Al establecerse entre personas que se conocen o, por lo menos, no establecerse con el espectador a través de un entrevistador interpuesto, quien puede estar visible o no, los diálogos producen un efecto de mayor espontaneidad e implícitamente de mayor realismo que el que encontramos en una entrevista, lo que siempre es interesante para un director. Esto no quiere decir que, como en una entrevista, en un diálogo una persona no pueda deformar a propósito unos hechos o informaciones. En Chile, la memoria obstinada, Guzmán recurre varias veces al procedimiento de mostrar cómo establece él mismo las preguntas que desencadenan un diálogo espontáneo entre las personas que elige para hablar del golpe de Estado contra Allende. Guzmán proyecta para varios grupos de antiguos amigos o colaboradores de Allende su anterior documental La Batalla de Chile y les pide que identifiquen a las personas que puedan reconocer en el documental: “Estamos haciendo una película sobre la memoria. Entonces quiero saber si recuerdan algunos de los rostros que ustedes ven aquí. Queremos localizarlas para entrevistarlas, 20 años después”. Este procedimiento crea un espacio interior en el que los participantes actúan juntos tratando de identificar a las personas que aparecen en La Batalla de Chile. Esto provoca también un efecto reflexivo metadocumental que permite al espectador apreciar cómo quiere Guzmán que entienda el método de elaboración de su propio documental.

Por otra parte, el director puede mantenerse al margen del diálogo sin tomar la palabra ni aparecer en la pantalla, como hace el propio Guzmán en su posterior documental Salvador Allende (2004), en un diálogo que solamente transcurre entre antiguos miembros de la Unidad Popular. El director recurre a una secuencia dialogada aquí para permitir que se vea en poco tiempo una confrontación de ideas de personas que antes estaban con Allende y en ese momento, 30 años después, hacen un balance muy diferente en algunos casos de su política. Los participantes están sentados alrededor de una misma mesa y no son presentados individualmente, lo que refuerza su carácter de grupo, aunque el hecho de privilegiar visualmente a uno de ellos, el único filmado siempre de frente, quien se opone a los que no consideran que el programa político de Allende fuese realmente revolucionario, nos hace pensar que las simpatías de Guzmán están con él. Para un estudio pormenorizado de la función de los testimonios en el proyecto de reconstrucción histórica llevado a cabo en un documental, remitimos al trabajo de Gustavo Aprea (2010), basado precisamente en documentales de Patricio Guzmán, entre otros directores.

El uso de los diálogos destaca también en el ya mencionado documental Los caminos de la memoria, sobre todo en torno a Francisco Etxeberría, el especialista en medicina legal que dirige la exhumación de la fosa común que vemos en este documental, en La Andaya (Burgos). José Luis Peñafuerte considera a Etxeberría como la persona más idónea en su documental para establecer el puente que pretende tender entre pasado y presente, entre las víctimas y los familiares que necesitan de la acción de especialistas como Etxeberría para recuperar los restos de sus allegados, entre la Ley de Memoria Histórica de España (la Ley 52/2007) y la aplicación de esta ley, oponiéndose implícitamente a quienes critican la inutilidad de la misma o su uso electoralista. Para este objetivo son esenciales las escenas de diálogo entre Etxeberría y algunos de los familiares de las víctimas, lo que sobrepasa la labor profesional de Etxeberría de exhumación e identificación de los restos, como se observa en las conversaciones que mantiene con algunos de los anónimos vecinos que observaban su trabajo. En una de esas escenas Etxeberría pregunta a uno de los vecinos: “¿A ti en el fondo te tranquiliza poder hablar con la naturalidad con la que lo haces de este asunto? ¿Te reconforta esto?”. A lo que éste responde: “Sí, mucho, mucho. […] Es que hemos estado muchísimos años sin poder hablarlo”. De este modo, la puesta en escena de Peñafuerte va más allá de la exhumación en sí, cuya complejidad queda reflejada en las imágenes, pero Peñafuerte recoge también esos breves diálogos que pretenden servir de prueba viva del hecho de que la ley está cumpliendo su función social en personas que no podían hablar abiertamente durante el franquismo y seguían teniendo miedo a hacerlo durante la Transición.

La entrevista fallida

Un segundo rasgo de dramatización concierne a la utilización de lo que podemos llamar la entrevista fallida o frustrada, la inclusión en un documental de algo que normalmente situaríamos en lo que llamamos tomas falsas: una escena en que una persona se niega a responder a las preguntas que se le hacen. La intención comunicativa particular de incluir una entrevista fallida consiste en señalar o sugerir la implicación, la complicidad o las suposiciones hechas sobre una persona precisamente porque se niega a hablar abiertamente de ellas ante la cámara. No habría que confundir, pues, el valor de una entrevista fallida en un documental con el de una entrevista fallida en un reportaje de los medios rosa o del corazón, en los que las entrevistas fallidas son habituales, pero muy frecuentemente porque los entrevistados están cansados de ser acosados continuamente por los reporteros.

El recurso a la entrevista fallida existe también desde hace tiempo. Marcel Ophüls se sirve hábilmente de él en documentales como Hotel Terminus. The Life and Times of Klaus Barbie (1988), un documental en el que el hecho de mostrar la negativa de ciertas personas a ser entrevistadas tiene como objetivo dar a entender su implicación en la colaboración de la CIA con antiguos nazis en el contexto de la Guerra Fría. Este recurso se integra cada vez con mayor soltura en el género como una modalidad más de entrevista, una modalidad particularmente eficaz por su capacidad de sugestión en un mínimo de tiempo. Guzmán la utiliza en Salvador Allende para mostrar el miedo de los vecinos del barrio donde estaba la residencia oficial de Allende a recordar el bombardeo que sufrió la casa del presidente, hasta que uno de los vecinos confirma que fue bombardeada y saqueada. Al interesarse por el miedo que había a reconocer que se produjo ese bombardeo, Guzmán implica, sin tener que pararse a demostrarlo, que el bombardeo se produjo. En Allende, c’est une idée qu’on assassine, el director, Thomas Huchon, acompaña al abogado Pedro Matta en su intento de visitar en un barrio residencial de Santiago la casa en la que afirmó haber sido torturado en muchas ocasiones en 1975. Uno de sus habitantes sale en ese momento del garaje con su vehículo, se niega a hablar con ellos y se marcha rápidamente: “Esa persona con absoluta certeza sabe la historia de la casa. No tengo ninguna duda de eso”, dice entonces Matta, sin pretender entrar en el relato de los detalles más crueles de su tortura. Huchon introduce efectos de dramatización, pero no abusa del dramatismo para emocionar al espectador, implicando simplemente que en esa casa se realizaron torturas y convirtiendo esa entrevista fallida en ‘sustituto’ de una sesión de tortura que para Matta no es posible transformar en palabras: “Y allí empieza algo que es indescriptible. Porque una sesión de tortura no es posible describirla”.

La lectura de obras literarias

Un tercer efecto de dramatización es la lectura e incluso la interpretación de fragmentos de obras literarias, que producen un efecto de distanciamiento que puede ser arriesgado en un documental de tema histórico pero que contribuye a crear un momento poético o literario que puede ser visto no solamente como una especie de pausa o paréntesis dentro de la argumentación narrativa sino también como un refuerzo o una creación de lazos identitarios entre la Historia que se está contando y un texto literario que pretende asociarse con el punto de vista ideológico del documental. En este sentido, este recurso puede ser visto como reflejo de la tradición romántica de creación de mito histórico a través del arte y la literatura, de asociación de una ideología con una serie de obras literarias o artísticas que atraviesan las generaciones y se convierten en un referente (un lugar de memoria) para esa ideología gracias a un tipo de discurso que afianza ese valor. Un ejemplo típico para la ideología republicana española es el de García Lorca, ejecutado por los sublevados al inicio de la Guerra Civil Española. Algunos de sus poemas, especialmente de Romancero gitano y de Poeta en Nueva York, son leídos en documentales sobre los años treinta en España, así como fragmentos de algunas de sus obras de teatro más célebres: La Casa de Bernarda Alba, Bodas de sangre y Yerma. Por ejemplo, en Las dos memorias (Jorge Semprún, 1973) se recogen algunos momentos de una representación de Yerma por la compañía de Nuria Espert en el Teatro de la Comedia de Madrid en 1972. El hecho de que no se haya procedido todavía a la exhumación de los restos de García Lorca favoreció además su uso en los primeros años del siglo XXI como símbolo de la lucha de quienes reclamaban una ley que permitiera buscar a familiares que fueron enterrados en fosas comunes durante la guerra. Incluso después de la aprobación de la Ley de Memoria Histórica de España de 2007, el caso de García Lorca sigue utilizándose para representar y hacer referencia a los problemas de aplicación o de respeto de tal ley en la práctica. Muestra de ello es el documental Contre l’oubli (Pierre Beuchot y Jean-Noël Jeanneney, 2009), en el que, tras la lectura de unos versos del poema “Danza de la muerte” de Poeta en Nueva York por la voz en off, ésta pretende actualizar el caso de García Lorca convirtiéndolo ahora también en símbolo de la insatisfacción de quienes todavía no han recuperado los restos de sus familiares: “Se cree saber dónde yace el cuerpo del poeta cerca de Granada, en Sierra Nevada. Todavía no se ha decidido su exhumación y esta misma incertidumbre encarna quizá la de España ante los dolores infinitos de su memoria”.

Otro ejemplo del recurso a la lectura dramatizada se encuentra en el ya citado documental Los caminos de la memoria, en el que abundan los recursos estéticos para dar forma poética a la memoria de los vencidos en la Guerra Civil Española cuando la Ley de Memoria Histórica ya había sido aprobada. Salvo los pasajes de dos obras de Jorge Semprún, que son leídos por el propio escritor, es la actriz Marisa Paredes quien lee pasajes de algunas obras literarias, sin aparecer ella misma en las imágenes, lo que refuerza el carácter de la lectura en sí misma, dramatizada en sentido cinematográfico, no en el sentido teatral de aparecer ella misma en la pantalla declamando, sino con un montaje de la banda sonora de la lectura con imágenes originariamente independientes de ella. Sí hay en el documental de Peñafuerte una dramatización en sentido teatral, concretamente en las seis escenas breves (de menos de un minuto) que entrecortan el desarrollo del documental y en las que vemos a dos hombres interpretando una lucha fratricida en forma de baile, escenificación que puede recordar la pintura de Goya Duelo a garrotazos, frecuentemente considerada como símbolo de la idea de guerra civil.

Aunque no se trate de un texto literario, añadamos un fenómeno particularmente llamativo en Los caminos de la memoria asociado con la lectura dramatizada: la lectura que se produce de un texto legal de los diferentes artículos que componen la Ley de Responsabilidades Políticas franquista con un montaje dramatizado con imágenes de una población derruida en la oscuridad y una lúgubre música off para cuarteto de cuerda: cuando la voz en off está leyendo el quinto artículo con el ambiente siniestro creado por la música y las imágenes, se produce una superposición de diferentes pistas sonoras de su propia voz, en cada una de las cuales la voz lee uno de los artículos de la ley, lo que impide que se escuchen con claridad los artículos individualmente y produce una sensación de enumeración caótica acentuada por la intensidad de la música. La lista completa de los artículos ni siquiera llega a su fin: Peñafuerte privilegia el efecto dramatizador más que el hecho de comentar, analizar o simplemente decir el contenido de la ley, lo que sería más propio de un documental que tratase de esa ley desde un punto de vista tradicionalmente histórico.

La creación de falsas imágenes de archivo

Un cuarto recurso a la dramatización en el documental de investigación histórica también es bien conocido en el género documental en general desde finales del siglo XX y se relaciona con el subgénero del docuficción: la creación de ‘falsas’ imágenes de archivo, es decir, la creación o reconstitución dramatizada, con actores, de escenas históricas que cumplen la función de imágenes de archivo que no han podido ser encontradas o que no se ha intentado buscar. En muchas ocasiones, la intención de las nuevas imágenes es dar una idea de lo que sucedió en el pasado que se adapte bien a las palabras del narrador o de los participantes, sin depender forzosamente de las imágenes de archivo existentes. La expresión imágenes ‘creadas’, a propósito, sería más apropiada que ‘reconstituidas’, puesto que de lo que se trata es de la creación de imágenes nuevas, pero es mucho más frecuente llamarlas reconstituidas porque pretenden reconstituir una situación que se da por supuesta, idea esta última que puede ser muy problemática. En principio, el procedimiento respondía a la necesidad de proporcionar imágenes a hechos históricos de los que no existen imágenes de archivo por el simple hecho de ser anteriores a la invención de la fotografía y del cinematógrafo. Pronto fue incorporándose también a documentales que tratan de épocas de las que sí existen imágenes de archivo. Este procedimiento pudo por ello sorprender en un primer momento en documentales sobre temas históricos recientes, pero hoy día es frecuente en muchos que no pretenden situarse a medio camino entre el documental y la ficción y que tampoco tienen como principal objetivo crear un efecto reflexivo sobre la manera en que se pueden manipular las imágenes en un documental, que es lo que algunos críticos han destacado en el uso de falsos testimonios cuando éstos están dirigidos a producir efectos de extrañamiento (Weinrichter, 2004: 46). Cuando las (falsas) imágenes de archivo escenifican una acción en un documental de investigación histórica, éstas se usan normalmente para facilitar la comprensión de lo que el narrador o los participantes cuentan oralmente, para facilitar la representación mental del espectador. Se trata de algo frecuente en el documental biográfico o biopic documental, como, por ejemplo, en El quinto jinete (E. Viciano y R. Pastor, 2014), documental dedicado a Vicente Blasco Ibáñez, en el que el papel del escritor es interpretado por el actor Juli Mira.

Es posible que de todos los efectos de dramatización éste sea el que menos guste a muchos historiadores a causa de sus efectos secundarios. Al dar al espectador imágenes ‘artificiales’ de lo que se dice en el documental, el espectador no solamente no asocia lo que se dice con imágenes ‘reales’ (históricas), sino que tampoco hace el trabajo de representación mental que haría ante el mero relato oral, sin más imagen que la de la persona que ejerce la enunciación. El trabajo de imaginación (en el sentido básico de representación de la imagen mental del signo lingüístico según Saussure) que el espectador de un documental hace ante lo que se cuenta se ve determinado por las imágenes que se le presentan simultáneamente. Las imágenes reconstituidas pueden responder perfectamente a intenciones partidistas, aunque no por ello hemos de olvidar que la elección y el montaje de imágenes de archivo también responden a una intención determinada. En el fondo, se trata de una cuestión intrínseca a cualquier efecto de dramatización, pero quizá donde mejor se vea sea en la creación de acciones dramatizadas para ilustrar lo que el narrador o los participantes dicen. En este sentido, es más ‘legítimo’ utilizar imágenes de archivo que imágenes reconstituidas, ya que las imágenes de archivo preexisten al comentario, comentario que tiene que hacer el esfuerzo de adaptarse a las imágenes de archivo, lo que no quiere decir que el comentario no sea una manera de manipular la imagen sin tocarla. Henri-François Imbert dedica a este fenómeno su documental No pasarán, album souvenir (2003), basado en el comentario off de imágenes fijas (tarjetas postales) de exiliados españoles en Francia al término de la Guerra Civil Española. Después de ofrecer una postal durante algunos segundos sin comentario, Imbert plantea hipótesis sobre lo que cada postal muestra acerca de la manera en que se produjo el exilio republicano español, cuestionando implícitamente la autoridad de los comentarios previamente preparados que dicen lo que habría que pensar de las imágenes de archivo sin dar oportunidad al espectador de reflexionar sobre ellas. El procedimiento es irónico: el comentario de Imbert parece improvisado, pero está tan preparado o, al menos, es tan premeditado como el de cualquier especialista. La intención es también irónica: no cabe duda de que las imágenes que Imbert comenta (las tarjetas postales) son reales, pero el director nos dice implícitamente, mediante el proceso de estructuración de su propio comentario en forma de búsqueda, que un comentario siempre está construido, es el resultado de una intención que no siempre se expone, al margen de que el montaje en sí sea también una forma de narración y de comentario simultáneo al comentario verbal.

La dramatización de las secuencias reconstituidas ha ido intensificándose poco a poco, hasta llegar al extremo de contener sus propios diálogos, sin narración off superpuesta. Un ejemplo de esta situación es el que representa Crónica de la Guerra Carlista (1872-1876) (José María Tuduri, 1988), en el que las escenas dramatizadas ocupan claramente más metraje que las escenas en las que el narrador off expone hechos de la guerra con imágenes de dibujos de la época. La frontera entre un documental que se sirve de este tipo de imágenes y una docuficción es difícil de establecer. Para algunos, el mero hecho de que existan imágenes reconstituidas en un documental, aunque éste contenga también verdaderas imágenes de archivo, es ya suficiente para que se hable de docuficción (cuestión comentada por Veyrat-Masson 2008: 14). Para otros, una docuficción debe estar enteramente basado en imágenes reconstituidas, como uno de los casos más mencionados en este sentido, L’Odysée de l’espèce (Jacques Malaterre, 2003), documental dedicado a la evolución del hombre anterior al Homo sapiens. Tanto si las imágenes reconstituidas se encuentran junto a verdaderas imágenes de archivo en un mismo documental como si no, a nuestro entender la docuficción debería ser considerado como un tipo de documental, siempre que su lenguaje narrativo sea coherente con el horizonte de expectativa del género documental, por oposición al del género ficcional (Veyrat-Masson, 2008: 100).

En algunas ocasiones no se crean imágenes, sino que se toman escenas de películas de ficción o documentales ya existentes. Esas imágenes recuperadas pueden dar la impresión de ser de archivo si no se presentan como pertenecientes a una película de ficción. Cuando se presentan como tales, como es corriente, más que ficcionalizar el documental, suelen atribuir implícitamente legitimidad histórica a la película. En Malouines, les laissés pour guerre (Philippe Chlous, 2007), para ilustrar el contenido de su documental el director acude con frecuencia a escenas de la película Iluminados por el fuego (Tristán Bauer, 2005). Aunque también recurre a algunas imágenes y fotografías de archivo de verdaderos soldados, Chlous se apoya mucho en escenas de esta película basada en el relato homónimo del veterano de la Guerra de las Malvinas Edgardo Esteban.

Otras veces el director de un documental introduce imágenes de una película de ficción realizada por él mismo, como hace Julio Medem en La pelota vasca (2003), documental en el que, a modo de transición entre varios bloques de entrevistas, encontramos breves imágenes de su película Vacas (1992), situada en el contexto de la última Guerra Carlista, lo que establece implícitamente un nexo entre esa guerra del siglo XIX y las reivindicaciones de los independentistas vascos en el siglo XX. Los propios documentales pueden servir también para ilustrar las ideas de otro documental, como hace José Luis Peñafuerte en Los caminos de la memoria, en el que incluye imágenes de la primera secuencia de Las dos memorias como homenaje a su director, Jorge Semprún, en particular por haber sido pionero en recoger en un documental la cuestión de la memoria aplicada a los campos de refugiados para republicanos españoles en Francia al término de la Guerra Civil.

De este modo, los fenómenos de intertextualidad típicos de la literatura han ido introduciéndose cada vez más en el cine documental de investigación histórica. Un director puede incluso introducir imágenes de sus propios documentales en otros, como hace Guzmán al incluir imágenes de La Batalla de Chile tanto en Chile, la memoria obstinada como en Salvador Allende. Así, La Batalla de Chile, documental rodado en la época del gobierno de Salvador Allende, es objeto de un constante diálogo en los otros dos documentales de Guzmán, quien mitifica La Batalla de Chile en el sentido de que lo transforma en verdadero ‘documento’ y en lugar de memoria histórica capaz no solamente de apelar a la memoria de las personas a las que el director va entrevistando, sino también de ‘crear’ esa memoria, por contradictoria que pueda parecer esta expresión, en personas jóvenes que no vivieron esa época, como puede apreciarse particularmente en Chile, la memoria obstinada.

En L’Affaire des missiles Exocet: Malouines, 1982 (Olivier Brunet, 2012), su director ofrece una modalidad más reciente de creación de falsas imágenes de archivo que resalta aún más su condición de imágenes creadas a propósito para ilustrar el documental: el dibujo de animación, al que el director recurre en particular para ilustrar escenas de guerra y, en varias secuencias, el lanzamiento del misil que impactó en el buque inglés Sheffield el 4 de mayo de 1982. Se dramatiza así esta acción en la que se detiene particularmente el documental, en torno al misil Exocet, de fabricación francesa, el arma más eficaz que Argentina podía usar en esa guerra. Las imágenes animadas ilustran los testimonios de los dos pilotos que llevaron a cabo el ataque contra el Sheffield, Armando Mayora y Augusto Bedacarratz, quienes dan su testimonio también en el otro documental francés ya mencionado sobre la Guerra de las Malvinas, Malouines, les laissés pour guerre, un buen ejemplo de que un documental sobre el mismo tema histórico puede seguir haciéndose de manera más bien tradicional, con entrevistas, imágenes de archivo y el uso constante de la narración off para su doble objetivo de describir el desarrollo de los grandes momentos que marcaron esa guerra (no solamente el caso de los misiles Exocet, convertido en la clave militar de la guerra en el documental de Brunet) y de señalar la falta de asistencia sicológica y profesional para los soldados que lucharon en las Malvinas en ambos lados.

El documental 30 años en la oscuridad (Manuel H. Martín, 2011), dedicado a la autorreclusión en su propia casa de un alcalde republicano durante casi todo el franquismo, destaca también por recurrir intensamente a la imagen animada para representar un encerramiento del que no existen imágenes reales.

El recurso al llanto

Aunque no sea la única, tomamos aquí el motivo del llanto como una de las formas más altas de la emoción, que pretende ser reveladora de la sinceridad de la memoria. En documentales de tema histórico, la aparición de alguien llorando siempre ha sido frecuente en imágenes de archivo, por ejemplo, de ciudadanos que sufren las consecuencias de una guerra, pero lo que ahora llama cada vez más la atención es el hecho de que se recurra a mostrar llorando a personas entrevistadas, pareciendo incluso más determinante para mostrarlas en un documental el hecho de que lloren que lo que puedan añadir a la investigación. Guzmán parece no tener ‘miedo’ en Chile, la memoria obstinada a que se piense que abusa de este recurso que otros directores prefieren excluir. Tzvetan Todorov (1991: 253) criticaba a Claude Lanzmann por introducir en sus documentales a entrevistados que lloran al mismo tiempo que le piden que interrumpa la grabación e, implícitamente, que no incluya las imágenes de su llanto en el montaje final. No creemos que Guzmán incluyera escenas de llanto sin permiso de los entrevistados, pero sí nos parece claro que Guzmán basa voluntariamente buena parte de la efectividad de Chile, la memoria obstinada en este motivo. El cineasta Carlos Flores llora al recordar a Jorge Muller, director de fotografía de La Batalla de Chile que desapareció en 1974, aunque el ejemplo más evidente de este efecto es el del padre del desparecido, Rodolfo Muller, quien solamente llora mientras enseña unas fotografías y recuerdos de su hijo a Guzmán. El director no introduce en su documental nada de la conversación que mantuvo con él. Solamente se interesa por la emoción que produce un llanto que muestra directamente un dolor inenarrable. Al final de este documental, Guzmán vuelve a mostrar a personas llorando, en este caso varios alumnos universitarios de su amigo Ernesto Malbrán tras haber visto por primera vez La Batalla de Chile. De nuevo, uno de ellos es mostrado simplemente llorando a la vez que aparentemente intenta decir algo ante la cámara. Otros lloran al mismo tiempo que expresan su indignación ante lo visto en el documental.

Quizá por haber insistido demasiado en escenas de llanto en Chile, la memoria obstinada redujese Guzmán el recurso a la emoción en Salvador Allende, aunque insistiese en reafirmarse desde el principio del nuevo documental en la predominancia que otorgaba al sentimiento, a la vivencia personal y a la noción de memoria por encima de la de Historia en sentido impersonal o científico:

La aparición del recuerdo no es cómoda ni voluntaria. Sacude siempre. Salvador Allende marcó mi vida. No sería el que soy si él no hubiera encarnado aquella utopía de un mundo más justo y más libre que recorría mi país en esos tiempos. Yo estaba allí, actor y cineasta. El pasado no pasa. Vibra y se mueve con las vueltas de mi propia vida. Aquí estoy, en el mismo lugar que hace 30 años me dijo adiós un simple muro cerca del aeropuerto.

Para un director es interesante el efecto de sinceridad que puede producir una escena de llanto en un documental. Aunque pueda pesar el miedo a que este recurso sea criticado como un medio ‘fácil’ de lograr objetivos expresivos catárticos, muchos documentales actuales tienden a introducirlo de una manera que puede resultar muy efectiva cuando quien llora es un entrevistado que no ha dado antes la impresión de dejarse llevar por la emoción, aunque tuviera motivos para ello. En los documentales que se hicieron en España para reclamar implícitamente una ley que contemplase la exhumación de las fosas comunes de la Guerra Civil no es extraño ver alguna escena de llanto, puesto que se trataba precisamente de demostrar el sufrimiento real que seguía provocando en los familiares la imposibilidad de enterrar dignamente a las víctimas más de medio siglo después de la guerra. En El holocausto español (M. Armengou y R. Belis, 2003), Pablo Duque, después de explicar serenamente a un historiador quiénes fueron los vecinos de su propio pueblo que asesinaron a sus familiares, rompe a llorar cuando entra en el modesto panteón de su familia. José Luis Peñafuerte ofrece un uso más contrastado del motivo del llanto en Los caminos de la memoria: abre el documental con el llanto ‘oficial’ del presidente del gobierno Carlos Arias Navarro emitido por televisión a la muerte de Franco y más adelante muestra el llanto espontáneo de una mujer, Natividad Gonzalo, que llevaba unos minutos explicando en clase a los alumnos de un instituto lo duro que fue el exilio que vivió en Bélgica en los años sesenta, un exilio no solamente ‘económico’, sino debido también a la posición desfavorecida que tenían en España las familias republicanas.

La dramatización de la instancia narrativa

La estrategia narrativa seguida en particular por Olivier Brunet en L’Affaires des missiles Exocet: Malouines, 1982 propone una dramatización de la propia instancia enunciativa interna, que consiste en una investigación que se muestra en su propio desarrollo a lo largo del documental, lo que normalmente se correspondería con lo que llamamos el making of de un documental, no con el documental en sí. El marco de la investigación está dramatizado no solamente en el sentido de que se inserta como parte del propio documental, sino también porque uno de los dos investigadores se presenta con una identidad ficcional, Sacha Maréchal, periodista de 25 años, cuyo verdadero nombre es, como se recoge abiertamente en los títulos de crédito al inicio del documental, Ina Mihalache, una actriz canadiense. Este aspecto plantea una cuestión de legitimidad narrativa, puesto que en un documental que pretenda ser considerado como tal, no como un docuficción, no debería haber actores representado papeles, menos aún en un documental que pretenda ser reconocido como de investigación histórica. Es posible que Brunet crease esa instancia ficcional para protegerse de las posibles represalias de una investigación en la que se pone en entredicho el papel de Francia en la Guerra de las Malvinas. El otro ‘personaje’ que comparte el protagonismo del marco narrativo principal sí mantiene su verdadero nombre, Patrick Pesnot, veterano periodista acostumbrado a asumir los riesgos de sus investigaciones. Así, el documental se presenta en los títulos de crédito como “una investigación de Sacha Maréchal y Patrick Pesnot”. Ambos protagonizan escenas dialogadas que van marcando las etapas de la evolución de esa investigación en la que se suceden también entrevistas a personas que vivieron la Guerra de las Malvinas o participaron en ella de alguna manera. Entre ellas destaca la persona más necesaria para dar legitimidad a la cuestión que plantea Brunet, alguien que aparece de manera anónima y es filmado de espaldas y con la voz deformada para dificultar su reconocimiento: un francés “técnico informático, especialista en aviones de combate” que a mediados de noviembre de 1981 formó parte de una misión de asistencia técnica en Bahía Blanca para Dassault, la compañía privada que vendió aviones Super-Étendard a Argentina, los aviones capaces de lanzar misiles Exocet aire-mar. Este ingeniero afirma en el documental que en abril de 1982, con el embargo de armas decretado ya oficialmente por el presidente François Mitterrand, siguió asistiendo a los argentinos allí al no tener noticias contrarias. El comentario de Patrick a Sacha en este momento funciona como la principal conclusión del documental (“Es difícil de creer que los servicios del Ministerio francés de Defensa no estuviesen al corriente”), aunque en el espacio reservado para una conclusión al final del mismo (a la pregunta explícita de Sacha: “¿Entonces, la conclusión?”) su respuesta sea mucho más esquiva e irónica: “Si el gobierno francés de verdad apoyó a su aliado [el Reino Unido], hay que reconocer que los vendedores de armas demostraron un auténtico realismo comercial”. El propio Patrick explica a Sacha justo antes de formular esta conclusión que el gobierno Mitterrand autorizó en noviembre de 1982 la finalización de la venta a Argentina de los misiles Exocet interrumpida durante la guerra, lo que lógicamente disgustó al gobierno de Margaret Thatcher, como recogen las últimas imágenes de archivo que se ven en el documental.

La manipulación de la imagen y del sonido

Otros efectos provienen de la manipulación directa de las imágenes y de los sonidos para añadir dramatismo, no como, por ejemplo, el caso que acabamos de comentar de deformación de la voz de un entrevistado con la finalidad de impedir su reconocimiento. En general, suele admitirse que la manipulación existe siempre. Es imposible hacer un documental sin manipular en algún sentido, el montaje es una forma de manipulación en sí, pero la manipulación debe usarse con mucha precaución en un documental de investigación cuando la manipulación de la imagen o del sonido es evidente, ya que normalmente se considera que un documental de este tipo no necesita abusar de ella si pretende referirse a hechos históricos. En el ya citado documental El holocausto español, la aceleración de las imágenes de la evolución de un cielo nuboso crea desde el principio un ambiente de amenaza acentuado por la música off. En este mismo documental, las fotografías de archivo son mostradas con un marco digital que hace que parezcan desgarradas para provocar una impresión de tragedia reforzada por el carácter dramático de la música off que las acompaña.

También es muy frecuente añadir sonidos off a imágenes de archivo antiguas (muchas de las cuales no tienen banda sonora o está en mal estado) y a fotografías de archivo, como en Chile, la memoria obstinada, donde Guzmán acentúa el dramatismo de las fotografías que muestra del ataque a La Moneda añadiendo sonido off de disparos. Guzmán utiliza varias técnicas que refuerzan el dramatismo en sus documentales, lo que quizá pueda parecer innecesario dada la indiscutible realidad de los hechos (el bombardeo sobre La Moneda, el suicidio de Allende, la implicación de Estados Unidos, etc.). Si los hechos son presentados con efectos añadidos, se puede entender que el director necesita éstos para que se comprenda el valor de aquéllos. Guzmán no duda en utilizarlos de la manera que le parece más conveniente para reforzar la dimensión dramática, humana y social del golpe de Estado, añadiendo, por ejemplo, en Salvador Allende el sonido off del latido de un corazón a las imágenes en que Arturo Girón, exministro de Allende, relata el asalto al palacio, justo antes de que la fotografía del cadáver de Allende ocupe toda la pantalla durante 15 segundos seguidos en silencio. Comparado con los documentales de Guzmán, hay en el ya citado de Thomas Huchon, Allende, c’est une idée qu’on assassine, poco recurso al dramatismo en este sentido. Huchon renuncia incluso a mostrar la imagen real de Allende muerto, a pesar de tratar en su documental la manera en que murió el presidente chileno, no solamente el porqué, con otras fotografías de Allende del día en que murió. Guzmán muestra la fotografía del cadáver de Allende en Salvador Allende, como hemos dicho, pero no lo hizo en Chile, la memoria obstinada, preocupado quizá ante la cuestión de cómo mostrar esa imagen con toda la dignidad que le gustaría atribuirle sin ‘abusar’ de ella.

La inclusión de la música off en un documental, por el mismo hecho de ser añadida en una banda sonora superpuesta, presupone la voluntad del director de reforzar la expresividad de lo narrado en un sentido determinado. Por ello, la música off no era apreciada por los defensores del cine directo que se asocia con el estilo observacional de documental, que solamente debía incluir sonido in, el propio a la imagen original. Cuando la música off se adapta bien al tono de lo narrado puede que lleguemos a olvidar que se trata de una música añadida y tener la impresión de que no refuerza el dramatismo, pero una música determina el tono que un director quiere transmitir cuando va más allá de la función de mero acompañamiento, aunque la música en cuestión sea muy conocida. Es lo que sucede con la melodía pretendidamente imperfecta de la sonata Claro de luna en Chile, la memoria obstinada, ‘mal’ interpretada al piano por el octogenario Ignacio Valenzuela, tío de Guzmán. Más adelante descubrimos quién está interpretando la partitura con tanta dificultad, volviendo atrás repetidamente en su ejecución para recuperar los acordes que fallan. Esa música (no la partitura de Beethoven en sí, sino la interpretación concreta de Ignacio Valenzuela) representa la obstinación de Guzmán por recuperar una memoria colectiva reconocible aunque sea necesariamente imperfecta por el paso del tiempo y la censura impuesta por la dictadura, como imperfectos pero reconocibles son los acordes de Valenzuela que dramatizan el documental con su oscura luz, o como imperfecta y a la vez reconocible es también la superposición que vemos en ese mismo documental de la imagen de una de las caras que aparecían en La Batalla de Chile, la de Carmen Vivanco, a principios de los años setenta (cuando se rodó ese documental) sobre la imagen de la misma Carmen Vivanco en 1997, cuando se rueda Chile, la memoria obstinada.

Sin que sean los únicos, los documentales de los que hemos hablado aquí son una buena muestra de los procedimientos de dramatización que reflejan la evolución del documental de investigación histórica hacia modos de expresión en los que se transforma la manera en que se presentan los elementos típicos del documental tradicional, mezclándolos con los procedimientos de dramatización de los que hemos hablado para subrayar la carga afectiva y viva de los hechos históricos referidos, pretendiendo desvelar así mejor su valor y su actualidad, aunque siempre, no hemos de olvidarlo en ninguna circunstancia, según la orientación ideológica de sus directores.

Bibliografía

Aprea, Gustavo (2010), “Dos momentos en el uso de los testimonios en autores de documentales latinoamericanos”, en Cine documental, n.º 1.

Aumont, Jacques (2006), Le Cinéma et la mise en scène, París, Armand Colin.

Huchon, Thomas (2013), Salvador Allende: l’enquête intime, Éditions Eyrolles.

Nichols, Bill (2001), Introduction to documentary, Bloomington, Indiana University Press.

Nora, Pierre (1997), “Préface” a la edición “Quarto” de la obra colectiva Les Lieux de mémoire, París, Gallimard, 3 vol.

Pavis, Patrice (1996), Dictionnaire du théâtre, París, Armand Colin, reimpresión de 2002.

Pérez Millán, Juan Antonio (1976), «Tierra de España» (introducción al documental de Joris Ivens The Spanish Earth y reproducción de su guion literario), en Tiempo de Historia, n.º 17, abril de 1976, 70-87.

Todorov, Tzvetan (1991), Face à l’extrême, París, Seuil, col. “Points”.

Veyrat-Masson, Isabelle (2008), Télévision et Histoire, la confusion des genres. Docudramas, docufictions et ficitons du réel, De Boeck, Bruselas.

Weinrichter, Antonio (2004), Desvíos de lo real. El cine de no ficción, Madrid, T&B Editores.

Notas

[1] Traducimos nosotros mismos las citas de las obras o películas que aparecen en la bibliografía en francés o en inglés.

Tomado de: http://revista.cinedocumental.com.ar

Tráiler del filme Hotel Terminus. The Life and Times of Klaus Barbie, de Marcel Ophüls

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El documental de Netflix sobre Cambridge Analytica y el fraude electoral en Argentina (+tráiler)

Por Jorge Elbaum

La plataforma Netflix distribuye desde la semana pasada un documental sobre cómo la empresa Cambridge Analytica (CA) condicionó elecciones en diversos lugares del mundo, utilizando en forma ilegal datos personales de millones de usuarios de internet. El título original de la película es The Great Hack.

Su traducción literal es El gran hackeo. Con el objetivo de concederle un cariz más asociado a los aspectos del derecho personal a la propiedad de la información (por sobre cuestiones ligadas a la malversación del sistema democrático), Netflix la presentó al mundo hispanoparlante como Nada es privado.

El escándalo internacional divulgado por la difusión de las actividades de CA puso en evidencia que el origen de la empresa se conectaba con contratistas militares, organismos de inteligencia y acaudalados magnates, todos comprometidos en tendencializar procesos electorales en diversos países del mundo.

El impacto local del film, dirigido por Jehane Noujaim y Karim Amer, se articula con la intervención de CA en las campañas electorales argentinas de 2015 y 2017 y el rol jugado por sus plataformas en la configuración de climas políticos opuestos al kirchnerismo.

La empresa CA, dirigida por Alexander Nix, compró a Facebook, propietaria también de WhatsApp desde febrero de 2014, 87 millones de perfiles completos capaces de delimitar 5000 puntos de interés de cada uno de los mismos [1]. Dicha información fue utilizada para orientar el voto de millones de sufragistas en distintas partes del mundo y potenciar el triunfo en diversas compulsas electorales.

Luego de tres años y medio de gobierno, el macrismo ha dado sobradas evidencias de una marcada eficiencia en el uso del artificio y el engaño para ejercer específicas formas de captación, imposición de agendas y tergiversación de la realidad. Uno de los dispositivos más utilizados ha sido la manipulación comunicacional, apelando a herramientas provistas por la inteligencia artificial, la big data, la posterior detección de segmentos poblacionales capaces de ser persuadidos y la elaboración de contenidos sensibles orientados a sus características específicas e individuales.

El vínculo de CA con América Latina se remonta a los tiempos menemistas cuando su CEO Alexander Nix se instaló en Argentina y registró una sede corporativa en Buenos Aires bajo el nombre de Strategic Communication Laboratories (SCL), en Arenales 941 [2]. En esa misma oficina, su amigo polista Lucas Carlos Talamoni Grether radicó su empresa Black Soil, dedicada al rubro agrícola, de la cual Nix aparece también como socio, en su formato de offshore radicada en Panamá.

Sus contactos locales, además, lo relacionan con el pampeano Juan Pepa, que tiene residencia en Londres y Santa Rosa, de quien Nix fue socio entre 2007 y 2010 en la empresa Rubirosa Ltd, dedicada a la comunicación estratégica, rubro coincidente con el de CA. Nix y Pepa compartieron iniciativas caritativas en la Asociación Pro Alvear, encargada de recaudar fondos para fines benéficos relacionados con la promoción social. Uno de los padrinos de Pro Alvear (textual) es Mauricio Macri [3].

El segmento textual del intercambio entre Damian Collins (DC) –integrante de la Comisión de Asuntos Digitales del parlamento británico— y Alexander Nix (AN) incluye el siguiente contrapunto:

DC: ¿Trabajó en Argentina?

AN: Sí, trabajamos en Argentina.

DC: Estoy viendo una nota que alguien compartió conmigo de una reunión del grupo SCL (la empresa madre de Cambridge Analytica) del 27 de mayo, donde hay una nota que dice: «Campaña antikirchnerista presentada al tomador de decisiones, esperando devolución».

AN: Correcto.

DC: Pero para ser claro. Las reuniones giraban alrededor de esa premisa, que era una campaña antikirchnerista, entonces estaban trabajando para un partido de la oposición u otra persona interesada en influenciar la política en Argentina, que no estaba apoyando al Gobierno.

AN: Esa sería la apariencia.

Dividir para restar

En enero de 2018, los periódicos The Guardian y The Observer junto con el New York Times (NYC) divulgaron una cámara oculta en la que Alexander Nix afirmaba haber influido en procesos electorales. Según los analistas de CA entrevistados para el documental, el modelo de trabajo de CA consistió, en primer término, en instalar el temor y el odio (hacia un sujeto prediseñado) entre aquellos segmentos de la sociedad que son percibidos como presa fácil de dichos sentimientos.

Para individualizar a los receptores de los bombardeos de sentido se utilizaron rastreos de aspiraciones, gustos, fobias y sensibilidades de cada uno de los perfiles. Dichos registros aparecen como huellas en la historia personalizada de los tránsitos que se realizan a diario por las redes, los usos que le damos al celular y la ubicación geográfica desde donde se llevan a cabo dichas interacciones con otros. En ocasiones esa información se puede cruzar, además, con datos de seguros, transacciones bancarias, consultas médicas y/o comunicaciones personales [4].

Esa ingeniería permite la detección precisa de conglomerados de sujetos (denominados persuadibles por CA), agrupados en colectivos genéricamente considerados indecisos o grupos parcialmente indiferentes a los discursos políticos. Este universo es el objetivo básico de las plataformas que actúan como CA: descartan trabajar sobre aquellos colectivos que ya están convencidos. Apuntan únicamente al sector más influenciable, conformado por sujetos ajenos al universo de los debates políticos.

La acumulación de perfiles (big data) se procesa mediante algoritmos automatizados (inteligencia artificial) logrando conformar subgrupos tipologizados a quienes se le destinarán mensajes a medida: a los amantes de los perros (por ejemplo) se les advertirá sobre el peligro de que el Frente de Todxs proscriba la tenencia de canes en los edificios. A los adultos mayores se les advertirá, subrepticiamente, sobre la potencial legislación de una norma dispuestas a liberar a los presos sociales, con el objeto de sembrar el pánico.

La película producida por Netflix deja en claro que las microsegmentaciones son más eficaces si se logra, previamente, dividir artificialmente a la sociedad. En Argentina dicha partición se logró instituir mediante la denominada grieta, a partir de la cual se consiguió canalizar posteriormente una serie creciente de etiquetas sintetizadoras de todos los males. De no existir la partición (la división en el campo popular), enseñan los testimonios provistos por los analistas de CA, aparecería como más ardua la labor de anclar mensajes pregnantes al interior de los grupos escogidos.

La segmentación trabaja sobre minorías, que en caso de paridad, pueden establecer una diferencia electoral definitoria. Al ser detectados por fuera de la interacción política se los agrupa y encasilla por intereses específicos. Dada la delimitación de información precisa se logra abordarlos desde sus íntimos deseos. Sin embargo, estas herramientas advierten que la segmentación virtualizada no logra suplantar la acción política clásica, territorial, cara a cara: sólo puede complementarla en relación a aquellas fracciones que la actividad política no logra penetrar.

Una vez que el mal está instalado, que se ha logrado convencer a una parte de la sociedad acerca de la existencia de enemigos (corruptos, violentos, antirrepublicanos), se habilita la circulación de mensajes condenatorios entre los grupos de incautos. Sin división previa, marcada, instituida, las campañas de estigmatización carecen de territorio fértil para habilitar su reproducción cariocinética. En última instancia las operaciones de CA, y las de todas las empresas (o concepciones políticas dedicadas a la manipulación emocional y/o electoral), reconocen que únicamente son eficaces sobre quienes carecen de conciencia crítica y logran ser presa fácil de fantasmagorías fabricadas a medida.

Los analistas que han estudiado en profundidad los efectos de la virtualización electoral consideran que estas herramientas no pueden compararse con los mecanismos comunicacionales genéricos (TV, radio, prensa escrita), porque su efectividad se orienta a incidir en los niveles más profundos de la sensibilidad de los receptores seleccionados. Mientras que los medios tradicionales se dirigen a un espectador promedio y a facetas básicas y genéricas de índole sociodemográfica, la targetización (obtenida en este caso por CA mediante la compra de información personalizada a Facebook, sin mediar autorización de sus titulares), sólo logra interpelar con mayor exactitud a destinatarios específicos [5].

Farsas digitales

Las investigaciones realizadas por la Comisión de Asuntos Digitales de la Cámara de los Comunes, la Justicia de Estados Unidos y el Parlamento Europeo, revelaron que el supremacista Steve Bannon fue uno de los articuladores de la campaña del Brexit al vincular a CA con Nigel Farage, titular del partido político eurófobo UKIP, quien terminó convirtiéndose en el gran triunfador de la consulta por el abandono del Reino Unido de la Unión Europea [6].

Tiempo después Bannon se convirtió en vicepresidente de CA, recalando en el entorno de Donald Trump como uno de sus jefes de campaña. En esa función ayudó a recaudar 250 millones de dólares de aportes, a través de las herramientas ofrecidas por Facebook. Mediante esa misma plataforma organizó el envío de 50.000 anuncios diarios personalizados a microsegmentos detectados por CA [7]. Uno de los más prominentes inversores de la compañía fue el actual Consejero Nacional de Seguridad (Ministro de Defensa) de Donald Trump, John Bolton. Luego del triunfo del Brexit, Bolton aportó 1 millón de dólares entre 2014 y 2015, periodo en el que CA trabajó para la campaña de Mauricio Macri promoviendo segmentaciones de corte antikirchnerista.

La denuncia contra CA se inició a partir de una investigación coordinada por una periodista británica de The Observer, Carole Cadwalladr, quien logró entrevistar a uno de los funcionarios prominentes de CA, Christopher Wylie. Cadwalladr detalla en forma pormenorizada las actividades ilícitas impulsadas por Bannon y Nix, entre las que figura la asociación entre CA y la agencia Palantir, conformada para promover relevamientos de datos en distintas partes del mundo [8].

Palantir es una start-up apalancada por el fondo In-Q-Tel, propiedad de la Agencia Central de Inteligencia, CIA, según el NYT [9]. El ex titular de la Unidad Especial de Investigación del atentado a la AMIA, Mario Cimadevilla, que renunció a su cargo en marzo de 2018 (y denunció al titular de la cartera de Justicia Germán Garavano por encubrimiento), declaró que Andrés Ibarra, responsable del ministerio de modernización, se encontraba negociando con Palantir la digitalización de la información pertenecientes a la causa AMIA [10]. A partir de ese dato, la organización APEMIA, formada por familiares y amigos de las víctimas del atentado, realizó un pedido de información sobre la licitación (cuyo monto rondaba los 1.900.000 dólares) que nunca fue respondida [11].

Más del 90 % del tráfico de internet entre América Latina y el mundo circula a través de servidores instalados en Estados Unidos. Los datos residuales de dichas interacciones poseen sedes físicas en nubes instaladas en países septentrionales. Washington define ese quantum de información como soporte de su seguridad estratégica [12]. A pesar de que el mundo digital se ha convertido en un elemento central del sistema social y económico, todavía no se abordan con rigurosidad los efectos sobre la pérdida de la soberanía (personal y/o nacional) que su manipulación admite, ni las consecuencias sobre la descomposición del sistema democrático que potencialmente genera.

Cambridge Analytica es la forma de hacer política del macrismo, dada su necesidad intrínseca de instalar divisiones artificiosas, ajenas a las demandas sociales postergadas de las grandes mayorías sociales. Habrá que aprender a evitar quiebres inútiles y a no sumarse a las grietas instituidas por quienes requieren esas rupturas. Y aprender, mientras tanto, a interpelar a los incautos, capaces de definir, en determinadas circunstancias, opciones electorales definitorias.

Notas

[1] Ese conglomerado de información supone el reconocimiento pormenorizado de todos los intereses, prácticas, consumos, deseos y aspiraciones de cada uno de los 87 millones de perfiles entregados por FB a CA. Sobre cada uno de esos sujetos la inteligencia artificial jerarquiza aspectos de mayor incidencia potencial para influir sobre ellos y reconvertirlos en contenidos de odio contra enemigos previamente estigmatizados.

[2] Datos revelados por los periodistas Mariana Escalada y Agustín Ronconi del portal www.eldisenso.com

[3] https://www.elcohetealaluna.com/sexo-mentiras-y-video/

[4] El último miércoles el Defensor del Pueblo bonaerense, Guido Lorenzino, realizó un pedido formal a la Jefatura de Gabinete de la Nación con el objeto de conocer si la base de datos de la ANSES, se ha utilizado con fines electorales. http://bit.ly/2YxB0ql

[5] Moore, Martin: Democracy Hacked: How Technology is Destabilising Global Politics. Oneworld, Columbia, 2018.

[6] http://bit.ly/2ZrlOIn

[7] http://bit.ly/2YkZDXG

[8] https://n.pr/2ZoUXfT

[9] https://nyti.ms/2YpiO2Y

[10] http://bit.ly/2YFFS8A

[11] http://bit.ly/2MAGxWy

[12] http://bit.ly/3347kQW

Tomado de: http://estrategia.la

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