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Balance 2021: Buscando el reajuste

El Gran Movimiento (Kiro Russo, 2021)

¿Qué es el “aquí” y “ahora” de una película? ¿Cuándo podemos decir que ella “acontece” para un público determinado en un tiempo específico? ¿Qué mediaciones se suceden para que un determinado estreno llegue a la mayor cantidad de gente posible y abogar por un “tiempo común” a ese público? Si antes de la pandemia, esta situación, siempre en crisis para festivales y distribuidoras independientes, encontraba un precario equilibrio que permitía respirar con algunas ventanas de diversidad, actualmente en Chile circuitos que se encontraban en plena conquista del público de forma presencial —como Miradoc, la Red de Salas, Alameda, Cine UC— hoy desaparecen, se han reformulado o se encuentran buscando nuevas formas de subsistir en un escenario que no les favorece.

Un tiempo extraño este mirado desde esta pequeña vereda al sur del mundo, donde nos hemos acostumbrado a ir atajando los estrenos, con algún link pirata, una función festivalera, algún estreno de plataforma y alguno que otro estreno presencial que, en la mayoría de los casos, sucede con retraso. Así y todo, vale la pena el ejercicio, absolutamente ficticio y arbitrario, de volver a recoger y recomponer lo que puede haber identificado el criterio de gusto a lo largo de un año, fruto de un resultado de votación, dando como resultado un híbrido — diría casi único— entre diversos circuitos de estreno. Una vez más la pregunta por la recomposición, nos afronta a una experiencia algo precaria, dispersa donde no todos vemos lo mismo ni accedemos de igual modo poniendo como ejemplo a alguien que asistió a un festival del primer mundo versus a alguien que estuvo intentando ver películas desde su casa con las plataformas festivaleras. Una nueva y desigual experiencia no solo para espectadores cinéfilos situados en estos contextos, sino también para las propias películas que buscan llegar a su público y no son de la línea editorial para tal o cual plataforma. Ni espectadores ni obras tienen fácil el encuentro, mientras, entre medio, consumimos la “oferta oficial” que, siempre con disparidad, algunas veces ofrece alguna sorpresa.

¿Hacia dónde vamos y hasta donde podemos sostener un tiempo “común” del cine? ¿Quién establece las mediaciones y como dar cuenta de la diversidad de producciones en un mundo dispar, desigual y a la vez interconectado, cuyos circuitos de estreno funcionan de igual forma? Son algunas preguntas que nos hacemos este año en el balance 2021.

Al igual que el año 2020, abrimos las votaciones internas para elegir películas que hayan formado parte del “circuito local” o que hayan tenido estreno vía alguna plataforma. Nos referimos a: estrenos nacionales, estrenos internacionales, estrenos de plataformas, estrenos de festivales. El resultado combina estos cuatro niveles, dejando espacio también para algunas películas aún no “oficialmente” estrenadas pero que algunos se adelantaron a ver. Pero así también para películas cuyo “estreno formal” recién fue este año en este país. Todo esto da para pensar sobre el “aquí” y “ahora”. Un círculo ampliado que da como resultado una lista singular, diversa y seguro que diferente a otra lista que vayas a ver. Los dejamos invitados, entonces, a nuestro balance 2021.

Participaron

Nicolas Ried, Miguel Gutierrez, Alvaro García, Camila Rioseco, Mikaela Leal, Vanja Munjin, Nicolás Bello, Sebastián González Itier, Héctor Oyarzún, Marisol Aguila, Alvaro Guerrero, Jose Parra, Franco Abello, Nina Satt, Leyla Manzur, Luis Valenzuela, Alejandra Pinto, Marco Allende, Iván Pinto, Eduardo Nabal, Ivana Peric, Karen Glavic, Cesar Castillo Vega, Karina Solórzano.

Fotograma First Cow (Kelly Reichardt, 2019)

25.- First Cow (Kelly Reichardt, 2019)

«La directora Kelly Reichardt se interna en una historia sobre conquistadores y conquistados, colonizadores de baja monta y hombres que buscan hacerse de un lugar. Sin embargo, la tierra está por descubrirse y, por lo mismo, todo se mantiene desdibujado y en ciernes. Tal vez por eso los protagonistas se escapan del estereotipo planteado en historias similares; nos alejamos del aparente heroísmo que se espera en estos casos para acercarnos a una historia simple que nos recuerda que el afecto no sólo es valioso, también es necesario. En tiempos turbulentos, First Cow nos acerca a una ternura que funciona como forma de resistencia, para hacer frente a un sistema que nos exige otras maneras de convivir. Nada mal para resumir los aprendizajes a los que nos hemos enfrentado en este periodo». Marisol Aguila en Por una cinefilia feminista.

Fotograma Un hombre y una cámara (Guido Hendrikx, 2021)

24.- Un hombre y una cámara (Guido Hendrikx, 2021)

«La película holandesa Un hombre y una cámara (A man and a camera, 2021) de Guido Hendrikx, hereda el título del clásico vanguardista Vertov para medir la distancia pasado-presente, con el cambio de lo que fue un atributo (de) que ahora da paso a la conjunción (y), resultando ante nuestros ojos algo a mundos de distancia. El día en la vida del camarógrafo vertoviano era el saludo glorioso a la tecnología que revolucionaba el mundo, superando el humanismo con un nuevo materialismo visual, algo que hoy es inseparable del sistema de vigilancia espectacular que ha hecho implosionar las fronteras entre sujeto y real-mediático. La propuesta de Hendrikx es sencilla y alocada: sin separarse de su cámara, va a tocar las puertas en casas de diversos barrios. No dice nada, solo se planta ante quienes abren la puerta y son registrados por este personaje». Álvaro García en Informe V AricaDoc (3): Jóvenes, Hombres y Posthumanos con cámaras.

Fotograma Druk (Thomas Vinterberg, 2020)

23.- Druk (Thomas Vinterberg, 2020)

“A pesar de que Vinterberg hoy esté completamente alejado del formalismo del Dogma 95, la influencia que ejerce sobre su obra es clara. El naturalismo que construye en sus películas, algo que ha ido perfeccionando (o tal vez regularizando) con el pasar de los años y el avance de su filmografía, se hace presente en Druk y permite una oscilación de emociones poco común que transita por instancias como la melancolía del pasado, el retorno a la juventud que se creía perdida, los problemas del amor y conflictos matrimoniales, la pérdida de uno consigo mismo y las repercusiones fatales que esto puede tener, sobre todo cuando la soledad es la única compañera, entre otras angustias que repercuten en nuestras vidas y se relacionan a algún momento histórico determinado”. Benito Puppo en Druk (2): Escape etílico del fracaso.

Fotograma Al amparo del cielo (Diego Acosta, 2021)

22.- Al amparo del cielo (Diego Acosta, 2021)

“Se podría decir que Al amparo del cielo toma parte de la experiencia del arriero para conseguir esas imágenes, pero la película nunca llega a una deriva del todo abstracta que olvida ese pie (a veces muy tenue) en el registro documental. El juego de Acosta tiene poco que ver con la descripción etnográfica, pero tampoco llega al punto de utilizar el seguimiento documental como una excusa para el trabajo de texturas y de aquello que ha sido llamado “cine sensorial”. Héctor Oyarzún en Informe XXVIII FICValdivia (4): Las películas chilenas de la Selección Oficial de Largometrajes.

Fotograma Sin señas particulares (Fernanda Valadez, 2020)

21.- Sin señas particulares (Fernanda Valadez, 2020)

El silencio presente en este relato es ensordecedor. La protagonista es una madre mexicana que está en busca de su hijo, que viajó en dirección a Estados Unidos para trabajar pero del cual no tiene noticias desde hace semanas. La reacción recurrente ante sus preguntas es la mirada reticente y sigilosa de quienes viven en el norte del país, quienes le advierten que no debe seguir escarbando ese tipo de temas. Es el reflejo de un peligro latente, de una violencia con raíces profundas, capaz de contaminar distintas áreas de la sociedad. El objetivo de la directora Fernanda Valadez consiste en guiarnos por un territorio que funciona con reglas propias, fuera de los márgenes a los que estamos acostumbrados, a través de una sensación opresiva que se vuelve agobiante a medida que nos acercamos al final. Su desenlace al mismo tiempo como un golpe narrativo que adquiere forma de una revelación sorpresiva y como la constatación de una situación pantanosa, que escapa de las soluciones simples y perpetúa el sufrimiento de las víctima. Nicolás Bello.

Fotograma Diarios de Otsoga (Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes, 2021)

20.- Diarios de Otsoga (Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes, 2021)

“Diarios de Otsoga mantiene el ánimo opuesto al de aquellas películas que ponen la reconstrucción y el “esfuerzo” mental implicado por sobre la película misma. De hecho, a pesar de anunciar su formato en reversa y explotar la puesta en abismo, se trató de uno de los ejercicios más desenfadados del festival. En gran parte esto ocurre porque Fazendeiro y Gomes no están del todo obsesionados con obedecer sus propias reglas. Si bien los primeros días en reversa se tratan, efectivamente, de ir reconstruyendo la narrativa del posible enredo amoroso inicial, de a poco la película empieza a soltar la fidelidad total a su dispositivo”. Héctor Oyarzún en Informe XXVIII FICValdivia (1): El círculo mágico.

Fotograma Judas y el mesías negro (Shaka Kin, 2021)

19.- Judas y el mesías negro (Shaka Kin, 2021)

“La película no duda en que hay justicia de un lado, los espectadores tampoco dudamos, Daniel Kaluuya en la piel de Fred Hampton es persuasivo, todos los demás lo son también, ¿era fácil ser un pantera negra? Tal vez no hubo camino más difícil y, más allá de la sensatez, justo. Judas, el asaltante de autos Bill O’Neill, sueña finalmente con haber formado parte realmente de aquello de lo que está siendo parte activa y comprometida, su corazón se ha decantado por una realidad, esta existe al menos. Cuando se le pregunta, a fines de los ochenta, acerca de qué le diría a su hijo, responde evasivo aún en un teatro: formé parte de la lucha, estuve ahí afuera. Ese puede ser el destino más patético del traidor frente al héroe, un actor que se va diluyendo cuando esa realidad que se ha entrevisto como existente en este mundo subsiste más que nada en su memoria”.  Álvaro Guerrero en: Judas y el mesías negro: Lo fugaz se torna más y más sólido.

Fotograma Small Axe (Steve Mcqueen, 2021)

18.- Small Axe (Steve Mcqueen, 2021)

“Small Axe explota la delgada frontera entre cine y televisión, y desde allí juega con el horizonte de expectativas. Muy en sintonía con el giro plataformista de los estrenos del último año, muestra un conjunto de historias individuales y colectivas, personajes ficticios y reales, locaciones organizadas bajo un criterio temático (y no cronológico) que recorren tres décadas de la diáspora antillana en cinco episodios. A veces con abstracción contextual y otras echando mano a referentes explícitos, que redundan en la transparencia icónica y el hito pop, cada episodio construye perfiles, roles, posiciones en que se desenvuelven los conflictos y deseos presentes en diversas esferas de la vida londinense”.  María Yaksic en Small Axe: Paradojas del gueto antillano.

Fotograma Dune (Denis Villeneuve, 2021)

17.- Dune (Denis Villeneuve, 2021)

“Ensamble de impersonalidad con monumentalidad cuya salida podría ser la dimensión del relato mítico, las constantes visiones metafísicas del héroe hacia un futuro de guerra santa, en el interés por impresionarnos a los humanos en la sala de cine con una visualidad oscura y profunda. Pero la auténtica tensión de Dune puede radicar en el hecho de tener que aceptar su carácter de artefacto visualmente deslumbrante aún hilado con momentos propios del blockbuster que seguramente los productores han instalado como forma de controlar un producto que no puede por ningún motivo, como ya pasó con Blade Runner 2049 (un filme harto más bello en su materialidad desnuda que este), volver a fracasar en taquillas”. Álvaro Guerrero en: Dune ¿Podrá la belleza hacerla vivir?

Fotograma Lamb (Ross Partridge, 2021)

16.- Lamb (Ross Partridge, 2021)

En una granja en las montañas de Islandia una pareja cría y pastorea ovejas mientras atraviesa el luto por su hija difunta. Un día ocurre algo muy extraño: una oveja da a luz a una niña cordero, un híbrido con cabeza animal y cuerpo humano, la pareja recoge a la pequeña nombrándola Ada; sin embargo, su crianza no será fácil. La ópera prima de Valdimar Johannsson introduce lo fantástico a través de una construcción visual y sonora bastante solemne, como si en su forma no cupiera duda de la plausibilidad de lo narrado, Ada existe y es parte de una familia. A veces lo fantástico más que una lectura didáctica suscita un salto de fe.  Karina Solórzano.

Fotograma Madres paralelas (Pedro Almódovar, 2021)

15.- Madres paralelas (Pedro Almódovar, 2021)

Cuando se politiza la memoria, se restauran las trayectorias patriarcales. Almódovar recorre el arquetipo más difícil –la madre– al mismo tiempo que abre la fosa de las abuelas y abuelos que no volvieron. La película termina por anular el peso hegemónico de la derrota, entregándonos una imagen de futuro, una imagen que alcanzará a todas las fosas que quedan. Nina Satt.

Fotograma DAU (Ilya Khrzhanovsky, 2019)

14.- DAU (Ilya Khrzhanovsky, 2019)

El proyecto DAU, de Ilya Khrzhanovsky, es monumental: la recreación de la vida en la Unión Soviética, en particular de la vida al interior del Instituto de Problemas Físicos que lideró el físico Lev Landau (cuyo diminutivo afectuoso era “Dau”). Lo monumental del proyecto de Khrzhanovsky radica en que no pretende utilizar el cine para caricaturizar la URSS, sino que tiene por intención traerla a la vida. Durante casi una década, coordinó a decenas de actores y actrices para recrear la vida rusa entre los años 1937 y 1962; produjo una inmensa puesta en escena capturada de manera simple por una sola cámara guiada por el laureado Jürgen Jürges. El resultado son 14 películas que, cultivando diversas formas fílmicas, dan lugar a una constelación de la experiencia comunista. Nicolás Ried

Fotograma Esquirlas (Natalia Garayalde, 2021)

13.- Esquirlas (Natalia Garayalde, 2021)

“Estos restos trágicos van dejando huellas imborrables en el archivo, el cual es trabajado de forma atmosférica y narrativa en la edición, adquiriendo por momentos un clima denso y pesadillesco. La película presenta una arista interesante para pensar una crítica a la violencia al considerar las consecuencias que trae para un pueblo tanto la fábrica de armas como la corrupción política, así como las consecuencias dolorosas que le trajo a su protagonista. En definitiva, un determinado “paisaje de la catástrofe” gana lugar en este potente y desgarrador documental”. Iván Pinto en Informe IV Frontera Sur (2): Restos trágicos

Fotograma Memoria (Apichaptong Weerasethakul, 2021)

 

12.-Memoria (Apichaptong Weerasethakul, 2021)

Desde La ciénaga (Lucrecia Martel, 2001) hasta fenómenos mainstream como Un lugar en silencio (John Krasinksi, 2018), se podría pensar en una lista no demasiado extensa de películas cuyo tratamiento obliga a hablar antes de su tratamiento sonoro que la imagen o del relato. En Memoria no solo el sonido se convierte en un tema argumental central (sonido en singular, específicamente un sonido que actúa casi como asesino de un slasher, persiguiendo e interrumpiendo la normalidad de una escena), sino que la experiencia misma del fenómeno acústico se pone en cuestión. La larga escena de la reconstrucción en el estudio de sonido se trata de, en partes iguales, reconstruir el sonido para el personaje de Swinton y el que tenemos el recuerdo de su primera aparición en el plano inicial. Muchas descripciones son del orden de lo visual (el sonido se describe como “metálico”, “más ancho”, “más grande”), pero son solo herramientas que sirven para acercarse al misterio del recuerdo sonoro, tan misterioso para Swinton como para nuestro “pum” mental. Solo por este juego, bastante menos sorpresivo que lo ocurre después, la película de Weerasethakul es un acontecimiento. Héctor Oyarzún

Fotograma Adiós a la memoria (Nicolás Prividera, 2021)

11.- Adiós a la memoria (Nicolás Prividera, 2021)

“El director de M (2007) y Tierra de los padres (2011) aporta un nuevo ladrillo a una serie de problemáticas que han venido cruzando su obra en torno a la herencia histórica, el lugar generacional y la crítica al presente. Como si fuera la contraparte de M, documental donde Prividera buscaba reconstruir la historia de su madre desaparecida en la dictadura, aquí se centra más bien en la relación con su padre, quien sufre de alzheimer, y que además poseía una cantidad enorme de registros de super 8, en donde se registró la vida familiar, sus viajes y determinados paisajes sociales de la época que vivió. Con el telón de fondo de la dictadura, Prividera reflexiona sobre una relación que se fue quedando en silencio, los desvelos de la imagen y, particularmente, el olvido como forma sintomática y cultural”. Iván Pinto en Informe XXXIII FicViña (2): La mirada de la medusa

Fotograma Shiva Baby (Emma Seligman, 2020)

10.- Shiva Baby (Emma Seligman, 2020)

“Seligman decidió ambientar casi toda la historia en un solo lugar, la casa donde se realiza el shiva. Ese camino, a su vez, implica un desafío narrativo, ya que si no es ocupado de forma hábil la repetición del mismo espacio puede resultar monótono. Afortunadamente, la obra evita dicho problema con un ritmo fluido y un muy buen ojo para los detalles. Gran parte de la cinta gira en torno a interacciones sociales, costumbres, convenciones tácitas y apariencias, es decir, las texturas de los acontecimientos que dan forma a la trama. La directora maneja con destreza estas situaciones, creando un entorno lleno de personalidad, que brilla por sí mismo”.  Nicolás Bello en Shiva Baby: Buscando la risa en la ansiedad

Fotograma El último duelo (Ridley Scott, 2021)

9.- El último duelo (Ridley Scott, 2021)

“Si hay algo que Ridley Scott ha sabido hacer carne en su cinematografía es su certeza de que todo lo político conduce al conflicto. Por lo mismo, su labor de cineasta se reduce –si es que se puede reducir– a mostrar el mundo, poner los puntos donde corresponden y volver a su labor. Los matices deberán ser buscados por sus espectadores. El último duelo nos obliga a conversar sobre temas que ya llevan un tiempo sobre la mesa, pero tal vez algunos de nosotros tengamos que hacer algo más al respecto. No queremos que, en 600 años más, alguien nos recuerde que lo que vivimos no provocó ningún cambio”. Alejandra Pinto López en El último duelo: La verdad y las historias

Fotograma De repente, el paraíso (Elia Suleiman, 2019)

8.- De repente, el paraíso (Elia Suleiman, 2019)

“El sitio que Suleiman elige para describir cada situación es el de la observación accidental y su respuesta ante ellas es una actitud impertérrita y un silencio que atraviesa casi toda la película (el personaje no emite más que dos o tres palabras en todo el metraje), una mirada perpleja que es también una posición ética disconforme e irónica. En ese estoicismo mudo con que las observa -en parte por respeto, en parte también por el grado de absurdo con que se presentan- De Repente, El Paraíso, pareciera acercarse a la lógica física del cine mudo y establece un contrapunto -como en los filmes de Buster Keaton-, entre la irracionalidad de algunas de las situaciones y el relajo y parsimonia en la actitud contemplativa del director”. Felipe Blanco en De repente, el paraíso (2): Mudo estoicismo

Fotograma El poder del perro (Jane Campion, 2021)

7.- El poder del perro (Jane Campion, 2021)

“En El poder del perro, todas las relaciones están dadas por los condicionantes, por las posibilidades, por las cosas que los personajes están o no dispuestos a mostrar. Sus reacciones pueden estar apenas acompañadas de un rictus, una mirada furtiva, un gesto mínimo, que la directora está dispuesta a documentar como si ella no fuese parte de ello, como si la historia debiese ser mostrada por ella como una forma de exorcizar a este cuarteto de personajes que saben quiénes son, pero no saben cómo expresarlo”. Alejandra Pinto López en El poder del perro: Una sombra que se esconde

Fotograma Mis hermanos sueñan despiertos (Claudia Huaiquimilla, 2021)

6.- Mis hermanos sueñan despiertos (Claudia Huaiquimilla, 2021)

«Algo particular que tienen las películas de Claudia Huaiquimilla, incluyendo su cortometraje debut, es el uso del fuego como elemento narrativo, estético y simbólico en sus películas. Sin embargo, la relevancia del fuego en Mis hermanos sueñan despiertos es aún mayor. El fuego es el símbolo de los sueños de libertad. Aunque rápidamente esas llamas se transforman en el reflejo de la rabia contenida por un grupo de niños que han sido vulnerados por los gendármeres, por los jueces y abogados, por el Estado y por toda la sociedad. El fuego es el clamor por una justicia que nunca llegó y que nunca llegará, es el grito de auxilio de los que aún sobreviven y por los que han muerto en manos del SENAME». Sebastián González Itier en Mis hermanos sueñan despiertos: El fuego de Claudia Huaiquimilla

Fotograma Annette (Leos Carax, 2021)

5.- Annette (Leos Carax, 2021)

“Como en las óperas, en Annette las pasiones son más grandes que la vida, y lo desmedido no teme ser apreciado como recurso teatral (the world is a stage), una vez que director y compositores han dejado liberadas a sus criaturas, un mundo expresamente ficcional por donde se encaminan la imagen y las canciones con gran movilidad, fluidamente, por escenarios, habitaciones, exteriores, ciudades, paisajes campestres, noches y días (por sobre todo noches), siguiendo a los personajes, en dúos o solitarios, así como también va de lo externo a lo interno: desde el aspecto escultórico de los protagonistas a sus pensamientos cantados en arias, o en sus miradas dirigidas hacia su entorno y los demás como hacia sí mismos”. Álvaro García en Annette: La belleza de lo falso

Fotograma Los huesos (Joaquín Cociña y Cristóbal León, 2021)

4.- Los huesos (Joaquín Cociña y Cristóbal León, 2021)

“El cortometraje Los Huesos, de los artistas visuales Cristóbal León y Joaquín Cociña que se estrenó en FicValdivia, nuevamente echa mano de historias reales, en este caso del pasado, para cambiar la historia oficial a través de la animación en stop motion y su marcado sello autoral, que les valió el premio al Mejor Cortometraje en el festival de Cine de Venecia 2021. Mientras en La casa lobo se imaginaban cómo sería una película dirigida por el pedófilo Paul Schäfer, en Los Huesos son los propios realizadores los restauradores a los que se le entregaron los originales de una película animada -«Los Huesos»-, fechada en 1901 y encontrada durante las excavaciones para la construcción de un museo en 2023”. Marisol Aguila en Informe XXVIII FICValdivia (6): Movimientos que corren las cercas

Fotograma El cielo está rojo (Francina Carbonell, 2021)

3.- El cielo está rojo (Francina Carbonell, 2021)

“Narrando a partir de las filmaciones originales de la reconstrucción y de las voces de sus protagonistas, el documental, sin embargo, se aleja de toda forma de crónica o relato jurídico. En cambio, se trata de una experiencia profundamente cinematográfica, en la que vemos el desarrollo de todos los hechos que culminaron en la catástrofe. El relato se articula a partir de las voces de quienes fueron testigos directos del incendio y de los investigadores que tratan de explicarse, al igual que el espectador, qué tuvo que pasar para que se produjera esta tragedia”. Joaquín Zamorano en Informe XXVIII FICValdivia (2): Mirar la cárcel por dentro

Fotograma The Beatles: Get Back (Peter Jackson, 2021)

2.- The Beatles: Get Back (Peter Jackson, 2021)

“The Beatles: Get Back viene a sumar una nueva capa a este fenómeno, asumiendo el riesgo de la entrega de un material que, por un lado, vuelve a montar el proyecto fallido de un documental (el documental Let it Be de Michael Lindsay-Hogg), por otro, reescribe la historia del final de The Beatles, a la luz de nuevos antecedentes, derribando mitos y construyendo unos nuevos.  Se trata de una operación arriesgada por la naturaleza del documental: en rigor, se trata de un documental observacional de más de siete horas que sigue por tres semanas a la banda en el proceso de composición de parte del album Let it Be (1970), así como algunos temas de Abbey Road (1969)”. Iván Pinto en The Beatles: Get Back. Una estrella se apaga

Fotograma El Gran Movimiento (Kiro Russo, 2021)

1.- El Gran Movimiento (Kiro Russo, 2021)

“Si en Viejo calavera la muerte ronda en las profundidades de la mina, en este último largo filmado en 16mm, la figura cadavérica que nombraba a la ópera primera de los realizadores bolivianos sale a la superficie de una ciudad compleja, que no sólo tiene características propias de una agitada urbe que se muestran de forma sinfónica y con un energético sonido: las líneas del teleférico de la ciudad, la maraña de cables, los bocinazos histéricos o las construcciones permanentes. También tiene las particularidades de la ciudad de La Paz, donde la altura hace que falte el aire, lo que genera una segregación urbana (los menos acomodados viven en El Alto, donde el oxígeno es más escaso)”. Marisol Aguila en Informe XXVIII FICValdivia (6): Movimientos que corren las cercas.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

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Dune: ¿La belleza podrá hacerla vivir?

Por Álvaro Guerrero

Arrakis, Dune, planeta del desierto… Esa frase enmarca el comienzo de la epopeya galáctica, ecológica, política, religiosa y alucinatoria creada por Frank Herbert hace sesenta años en la forma de una sola novela. Porque Dune no necesita para erigirse como epopeya más que solo un libro, el original y fundacional, lo demás viene por extensión al éxito comercial y su influencia en la cultura popular. Da igual que el cine sea cine y la literatura otro lenguaje, a las adaptaciones de Dune en la pantalla siempre se les medirá en función de la estatura del mito, y ese ha sido hasta ahora obra exclusiva de la novela de 1965. El audiovisual no ha creado nada que pueda aportar auténtica magia a la altura del aura y la leyenda de una novela cuasi mística y a la vez de una trama enervantemente cargada de maquinaciones.

Hace cuatro años aproximadamente, Denis Villeneuve, un talento natural del cine canadiense secuestrado por un Hollywood donde cumplió el milagro de mantener la magia fílmica de una personalidad intensa, incluso dotada de atisbos poéticos donde pocos los hallarían (la frontera mexicano estadounidense y la guerra al narco con la DEA, en Sicario, es un ejemplo), aceptó la idea de filmar una continuación que parecía, o imposible, tanto por la estatura del mito de la original como por el tiempo transcurrido (se trataba de un filme de hace 35 años, en una cultura donde 10 años atrás ya parece una línea divisoria entre el bien y el mal, o mejor dicho entre lo real y lo irrelevante) o simplemente absurda, por idénticos motivos. Se trataba de emular, reactualizar y proponer un horizonte contemporáneo respecto de la Blade Runner de Riddley Scott, estrenada allá por 1982.

Villeneuve lo hizo, la terminó, estrenó y rápidamente tuvo que olvidar (quién lo sabe a ciencia cierta), obligado por las magras cifras en taquilla que cerraron lo que se planteaba originalmente como una saga, al menos con una continuación para un final que se abría enigmático a múltiples preguntas. El filme era una muestra de deslumbrante cinematografía que hacía eco del, tal vez, primordial tópico de la ciencia ficción moderna: la reformulación del mito cristiano en la figura del elegido y la constante (y muchas veces cargante) materialización del milagro como posibilidad de sentido en un mundo ya sin grandes relatos o utopías. Postularemos una fecha de inicio a este fenómeno: la del estreno de dos filmes. Por un lado, la plástica (en el mal sentido de la palabra) La amenaza fantasma, el reinicio de Star Wars por obra y gracia de George Lucas, y por otro, de la Matrix de los hermanos Wachowski, allá por 1999 ambas. Sí, justo al fin de un milenio.

Si la de Lucas resultó tan decepcionante como precursora, cabe consignar que, sin duda, también se revela como una bellísima colección de fotogramas de un mundo fantástico maravilloso, con un divorcio ya fundamental entre lo perseguido, el milagro, el arribo de un mesías, la belleza puramente visual (sea idílica o apocalíptica) de un mundo agotado, y lo narrado, donde tal vez Matrix (solo la primera) salve esta ruptura ateniéndose al momento histórico de la revolución digital y la paranoia (otro rasgo fundamental de la época) ante el poder más o menos oculto que nos esclavizaría. Como fuera, el mundo externo, observable, debía de ser deslumbrante a los ojos y oídos, y el interno, disolverse en el milagro de lo religioso o espiritual. Si la narración pura y dura se resintiera, sea por falta de frescura, de nuevas ideas o de clichés, al menos el artefacto visual y temático tendería un puente a lo sagrado y liberador, y por qué no también, a lo polémico. Villeneuve tomó esa bandera en Blade Runner 2049, calzando igualmente en el escalafón donde Cristopher Nolan es declarado como el sumo maestro: el blockbuster de autor.

Cabe preguntarse aquí por los cuentos chinos y por la tensión posible entre contemplación, lentitud y parafernalia (por la infinita suma de elementos supuestamente sugerentes introducidos al caldo), ya que, por ejemplo, un filme como Inception nunca busca ocultar su incursión palomitera al mundo de los sueños, mientras que Blade Runner 2049 a ratos carga una pesada mochila de pretensiones que no alcanzan un significante como tal. ¿Ejemplo? Comparar la sencillez contundente de la vileza en el padre creador de los replicantes de la original de 1982 (además interpretado por un hombre maduro ya entrando en la vejez) versus la parafernalia verborreica del nuevo Tyrrel, continuador de la factoría de criaturas, en la piel de Jared Leto, personaje más parte del decorado, de la escenografía fantasmagórica en el esfuerzo estético de Villeneuve. Porque en cuanto a pasar gato por liebre es curioso que para una continuación de Blade Runner la elección de un Nolan no se habría sentido atinada, pero sí para el caso de Dune.

El estilo visual de Villeneuve para este tipo de superproducciones lo ha llevado a decir que la película debe ser vista obligatoriamente en el cine. Esto resulta verdadero y a la vez ilusorio. Toda película debe ser apreciada en la gran pantalla, cada gesto, cada confianza y cada disparo al aire o al objetivo cobran identidad plena en la luz rodeada de oscuridad y el tamaño de las formas, la sintaxis del montaje también. Cinematográficamente, el cineasta repite en Dune ciertas tendencias marcadas desde Blade Runner 2049, en particular esa oscuridad en la fotografía que allí cobraba sentido por la fantasmagoría onírica cara a la obra de Philip Dick que subyace al proyecto de las Blade Runner, una literatura donde no sabemos qué es real por esa sensación constante de no saber si soñamos o no. Ese riesgo, ese abismo existencial, era intenso y tal vez lo más atinado del filme continuación del de 1982. Dune, en cambio, mantiene la fotografía de penumbras aún cuando en la obra literaria de Herbert nunca se pone en duda la vigilia. Estamos despiertos, no hay duda de ello, los sueños recurrentes tienen más que ver con la idea de “revelación”, no ante el hecho de estar soñando sino ante la constancia de estar viviendo engañados, por eso la política en la novela (los planes dentro de los planes) nunca abandona a la religión ni a la leyenda, ni la profecía. Hay que enfrentar lo que somos, al espejo, a través de las palabras tanto en nuestra conciencia como en la conciencia colectiva. ¿Qué queda de eso en la Dune de Villeneuve? ¿De la palabra frente a la imagen? O, mejor dicho, ¿de cómo la imagen cinematográfica se hace palabra?

El tejido narrativo de Dune guarda algo de tirante y desproporcionado. Como en tantas superproducciones surgidas desde El señor de los anillos, todo tiende a la gravedad y la grandilocuencia, pero de verdad, todo. En Dune el énfasis es, por tanto, el verdadero tono, antes que la tensión misma, que es su fachada: la de conflictos entre las casas reales de un universo que ha retrocedido al feudalismo de lazos de honor, alianzas políticas a través de matrimonios y luchas abiertas entre ejércitos cuerpo a cuerpo, espada a espada. Arrakis, Dune, hogar de gusanos gigantes como una catedral, de los aún no categorizados por el poder Fremen, habitantes originarios del planeta, y de la especia, el recurso más codiciado del universo, aquel que les permite a los navegantes de la cofradía cruzar el espacio permitiendo la articulación y el tejido social y político entre planetas y distancias siderales. Poco, poquísimo de esto último se siente en la narración de Villeneuve, al igual que las mismas intrigas que hacen de la novela algo tan angustiante como fascinante. El peso de la tragedia que se avecina sobre los Atreides, los nobles enviados a Arrakis por el emperador para relevar de las funciones a sus enemigos mortales, los feroces y calvos Harkonnen, nuevamente se enfatiza a cada momento ya que no puede irse trasluciendo gradualmente. Lo macro, lo representado en planos abiertos, generales, cumple un rol majestuoso; presenta a la política y la guerra en un tono señorial. Lo micro, en cambio, lo destinado a la dialéctica de personajes, coquetea desde un inicio con el molde y lo ya visto una y otra vez.

¿Un ejemplo? La casa Atreides espera dispuesta en un acto solemne a los enviados por el emperador. El duque Leto (Oscar Isaac) de pie junto a sus más cercanos, a su concubina, Lady Jessica (Rebecca Fergusson) y su hijo, Paul Atreides (Timothee Chalamet), se mira de reojo con la mujer, luego, dando vuelta su rostro, le dice a su brazo derecho, Gurney Halleck (Josh Brolin), “sonríe”. Lo estoy intentando, responde este, claramente sin el menor ademán de querer hacerlo. Esa es la primera señal del carácter bipolar en la puesta en escena de Dune. La tensión que pretende invadir toda la dramaturgia y que más bien tensa el orden (o indefinición) entre lo por una parte sagrado, referido tanto al cine como arte, la autoría, la belleza exterior que aún las cosas más feas (industrias, artefactos descompuestos, etc.) han de comportar para la fascinación del cine, así como a la constante presencia de lo inmaterial, de la revelación y la profecía, y por otra parte a lo convencional y predecible en la construcción y disposición de los personajes dentro del cuadro.

¿Cómo se hace un blockbuster que ambicione la calidad de representar algo más que la pura eficiencia de la acción y que, como Dunkerke, por encima o gracias a esa objetividad donde los seres, los soldados, pueden ser cualquier ser, cualquier soldado, sin embargo hacen que duela, repito, tal vez no a pesar sino gracias a ese mismo espectáculo construido a distancia pero con sangre, sudor y lágrimas? Los cineastas dosifican, representan lo micro, aquello localizado a la altura del sentimiento entre los personajes y entre ellos mismos y el fondo luminoso de la grandiosidad con cierta distinción, con escala humana, en suma. Villeneuve, que ha sido un muy bien dotado trabajador en dicha escala, ensambla en Dune frialdad y, lamentablemente, impersonalidad, por no decir a ratos torpeza, a la hora de recrear las intrigas humanas (que a diferencia de la novela aquí son solo encendidas con más énfasis), junto a una estética a escala monumental de dicha política en los planos generales. Ensamble de impersonalidad con monumentalidad cuya salida podría ser la dimensión del relato mítico, las constantes visiones metafísicas del héroe hacia un futuro de guerra santa, en el interés por impresionarnos a los humanos en la sala de cine con una visualidad oscura y profunda. Pero la auténtica tensión de Dune puede radicar en el hecho de tener que aceptar su carácter de artefacto visualmente deslumbrante aún hilado con momentos propios del blockbuster que seguramente los productores han instalado como forma de controlar un producto que no puede por ningún motivo, como ya pasó con Blade Runner 2049 (un filme harto más bello en su materialidad desnuda que este), volver a fracasar en taquillas.

Pueden quedar muchas o algunas cosas, para ser justos, en la retina y el corazón tras ver Dune en la gran pantalla. Emociones tan caras al cine épico en una historia que, a pesar de todo lo que olvida del libro, retiene parte de su enrevesada y alucinada anécdota. Pero hay poco de erótica en la falta real de tensión a todo nivel de este espectáculo, por eso puede fácilmente tender a aburrir pasado un rato de proyección. Los Harkonnen, fundamentalmente el Barón, uno de los personajes más feroces y turbios con que haya podido encontrarme en la literatura, aquí son una calcomanía cinética, los Atreides, sombras un poco tiesas sobre las que la tragedia pesa nuevamente más a nivel del clásico despliegue de rayos y naves espaciales gigantescas incendiándose. Solo, parcialmente quizás, lo triste y lo apasionado rocen la superficie de la pantalla cuando las figuras del joven Paul Atreides, el que los locales creen es el elegido, y su madre, la concubina y bruja de la orden de las Bene Gesserit -aquellas que, según muchos, gobiernan desde las sombras la política imperial-, se encuentran en escena. En esa deriva de fragilidad y tensión entre madre e hijo, en el misterio de la premonición y la leyenda (esparcida nuevamente en la búsqueda de un poder con alcances y objetivos difusos, misteriosos), y la forma en que literalmente ambos son arrojados juntos al desierto, quizá podamos encontrar los elementos de una puesta en escena en la que Villeneuve tal vez buscó infructuosamente el ensamble entre lo micro y lo macro, ambos espectaculares, pero ya en este último caso con una cierta capacidad de florecer más allá de lo rígido, de cierta frigidez parafernálica.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

Tráiler del filme Dune (Estados Unidos, 2021) de Denis Villeneuve

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Maligno: Artificio no tan al desnudo

Por Álvaro Guerrero

Creo que analizar esta película plantea un desafío especial. Maligno desarrolla en sus primeros minutos una acelerada y desbordante secuencia que —a través de ángulos sinuosos, una cámara que gira a veces en círculo, en perspectivas en picado y contrapicado, y como escenario un hospital muy gótico que en su fachada de edificio casi parece más un castillo al borde un lago distante— se constituye entre el video clip, el video juego y la estética moderna o posmoderna de terror, montada dentro de un espacio clínico cerrado y misterioso, aislado del mundo. Lo que viene a continuación transcurre en otro edificio, una casa de suburbio de clase media-alta esta vez, también de estilo gótico, y comporta momentos que en su eficacia de luz, sombras y montaje, transitan entre la fantasmagoría propia de una casa del terror de parque de diversiones y básicos elementos de un áspero drama familiar; un acto violento de un esposo hacia una mujer embarazada, violencia desde donde se iniciará, sin que aún lo sepamos, la montaña rusa. En esos breves minutos, con lo mínimo -presentación simple de personajes, una pelea chocante entre esposos en la habitación, lo que sucederá posteriormente con misteriosos artefactos eléctricos entre el sofá del living y la cocina-, James Wan arma un escena que se propone y logra asustar en el sentido clásico de la sorpresa, no del exceso o el asco (gore).

¿De qué trata Maligno? ¿Importa tanto? Como pasa en estos casos, sí y no. Hay un misterio que es consustancial, tanto al monstruo de turno —que lo hay, cómo no—, así como a la protagonista, una mujer que por culpa de abortos espontáneos los últimos dos años ha visto truncado su más preciado deseo, ser madre y establecer, como ella misma declara, un vínculo biológico de amor con alguien en el mundo. Cuando la truculenta entidad asesina —de la que mayormente vemos sus largos cabellos y movimientos, que recuerdan mucho a El aro, y un abrigo negro que estiliza su silueta hacia la iconografía de estrella de rock o del animé japonés—, comienza a revelarse cada vez más sanguinaria en su misterioso plan de venganza, la película avanzará por los caminos más variados y juguetones que ofrece la cinematografía a Wan para representar actos de magia. La luz en función del color —en especial de la saturación muy controlada y dirigida en interiores, o jugando con la oscuridad que rodea a los objetos (la escena de la persecución del agente policial en un subterráneo abandonado con antiguos carruajes)— puede que llegue a jugar a un rol simbólico tan aparentemente misterioso como la anécdota que sustenta la acción. Si los significados de dicho plano simbólico recordaran las máscaras de los sueños podrían relacionarse con alguna de las dos capas de misterio de la historia, pero el trabajo vertiginoso, casi hiperkinético, de los travellings de cámara y del montaje, nos llevan a otro lugar, a otra sensación mucho más pop, allí donde esa economía muy sencilla pero efectiva de las motivaciones de los personajes que observamos al principio se ha ido atiborrando y perdiendo en función de la acción y el efecto puros.

El problema con Maligno es que sus personajes, más que ser absorbidos por el estilo, forman parte de él, de lo mejor y lo peor de esa narrativa que nunca se detiene: la aritmética de luz, color y sombras de la exageración y el exceso, y el hecho mismo de que ese exceso se queda en su propia naturaleza. Y, sin embargo, puede leerse como metáfora y alegoría de cosas subterráneas. No sería preciso decir que Maligno esté bien hecha, sino más bien que su seducción visual se traduce en un catálogo en forma de montaña rusa que ubica a los personajes en cualquier lugar correcto dentro de la puesta en escena, donde siempre es el lugar correcto respecto a plano, ángulo de la cámara y montaje, pero con una intensidad que no se cierra en un círculo perfecto sino que voluntariamente empalaga la mirada torciéndola y retorciéndola; es el kitsch elegante, en suma; a diferencia de un Joel Schumacher, por ejemplo. Pero, cuando la visualidad que coloca a los personajes en su eje, se desborda en sí misma, tiende a perderse inmediatamente el efecto del suspenso, y Maligno, tal vez demasiado voluntariosamente, se zambulle en ese festín visual donde todo está minuciosamente planificado y a la vez todo está permitido: suspenso, terror, anime, art cinema, terror asiático, acción, un dejo de artes marciales incluso, El aro y Matrix.

¿Y por qué es difícil analizar esta película, entonces? ¿Será el hecho de que puede complicarse el criterio desde dónde juzgarla? Puede que en ello se juegue un tema etario, de subculturas inclusive, en realidad de simple gusto personal, que podría llevar a disfrutarla más o menos. No deja de ser un tema fascinante para la crítica el toparse con un filme como este, que establece -de manera muy pop y adolescente eso sí- la posibilidad de filmar con todos los recursos del llamado buen cine una trama que a todas luces puede sonar e incluso verse absurda, y que jamás le hace el asco ni a desbarrancarse en ese absurdo ni a tomarse la elegancia de la acción pura con tanto profesionalismo estético en su desfachatado exceso. No es nada nuevo en las corrientes orientales del terror, el gore y la acción, el mezclar lo dramático (y melodramático) con aquello que por su exageración puede resultar hasta ridículo, sin que salga de ahí un producto derechamente risible, sino más o menos disfrutable -nuevamente- dependiendo del gusto; solo que lo que aquí hay de enfático es el tino visual de James Wan para deslumbrar y ocultar a la vez.

Y a propósito de esto último, ¿cuál podría ser la segunda capa de misterio, la correspondiente a la metáfora y el significado oculto? El hilo nos lleva del horror interno (psicológico) que el género femenino pueda llegar a recrear al perder el control de su propia identidad, a la dignidad de la potestad sobre el cuerpo que termina erigiendo la posibilidad real de establecer afectos humanos. No es casual que el tema de la violación, como origen último, de paso a la pesadilla; y que ésta lo dé a la posibilidad de redención y -¿por qué no?- de sororidad; en un solo plano compuesto por toda la ambivalencia polar del desastre y el dominio de sí misma que pueden llegar a desarrollar las mujeres centrales de Maligno, siempre con la sensación de absurdo (¿feliz?) rondando por ahí.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

Tráiler del filme Maligno (Estados Unidos, 2021) de James Wan

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Invitación de boda: Masculinidades en el prisma

Por Álvaro Guerrero

El retrato que Annemarie Jacir hace de dos masculinidades en conflicto latente es abordado en su conjunto con el valor igualmente común de lo entrañable, algo fácil de esperar, pero en cuyo grado de alcance o éxito radica la dificultad y el tamaño del logro poético. Jacir filma a sus seres dejándoles la oportunidad de mostrarse en lo que son, no tanto en lo que puedan llegar a aparentar.

El ciclo de cine “Hecho por mujeres” partió con Invitación de boda, de la realizadora palestina Annemarie Jacir, quién ya cuenta con cinco largometrajes en el cuerpo, siendo este su último estreno, del año 2017. Leo que Jacir, además de cineasta, es poeta, lo que inmediatamente —sin prejuicio, claro está, de lo extensa que pueda ser la lista— me retrotrae, a vuelo de pájaro, al recuerdo de dos cineastas italianos extremadamente polémicos, aunque por motivos bien diversos: Pasollini y Bertolucci; ambos poetas laureados, en particular el primero, cuyos poemas ilustran volúmenes literarios que pueden encontrarse, no con facilidad, en algunas librerías de Santiago. Se trata de dos cineastas que a pesar de sus diferencias comparten dos rasgos comunes: la preocupación por la innovación en las formas y el juego hacia los límites de aquello que puede ser representado, en particular en la relación de la libertad y el sexo como expresión pura del cuerpo. Guiándome solo por esta película, Jacir no parece interesada en lo absoluto en ninguna de esas facetas o desafíos de la estética y poética cinematográfica.

Como he señalado, desconocía el cine de Annemarie Jacir hasta que vi esta película, por ende solo me guío por esta experiencia para apreciar su capacidad visual a la hora de presentar y representar seres y situaciones humanas, que es lo único, y no es poco, que parece importarle, al menos en un primer plano. Seguimos viviendo en tiempos de fragmentación, de búsqueda de la identidad, de relatos a microescala, y ahí es donde opera la mirada de Jacir, al nivel del transeúnte que camina desde su casa y tarde o temprano (dentro del día) retornará a ella sin épica, que oculta más o menos lo que cualquier otro u otra, que se funde en suma con la idea de sujeto común. Aquí la poesía, por ende, es la que apunta y, sobre todo, avala a dicho sujeto, la que le sirve de sostén por encima de la necesidad de explicarlo a cabalidad.

Esta es una historia familiar como todas las películas sobre la preparación de una boda, pero como telón de fondo, ya que en este caso la figura de la familia se concentra en primer plano en el retrato de dos hombres, el padre Abu y el hijo Shadi. Este último ha viajado desde Italia, donde reside desde hace años con una vida que todo indica no desea abandonar ni cambiar por nada del mundo. Durante el transcurso de un día (de la mañana al primer crepúsculo de la tarde) se trasladan en automóvil por las calles de Nazaret en lo que se constituye como tradición local a la hora de repartir las invitaciones a la boda, la de Amal, hija de Abu. En ese tránsito permanente y breve por cada estación de paso, Shadi y Abu vivirán situaciones ancladas en la más pura y dura cotidianeidad junto a familiares, amigos o simples conocidos, donde todo, absolutamente todo, aspirará al rango de lo llamado común, del sentido común que puede y tal vez debe sublimarse narrativamente en cierto humor constantemente tañido de fragmentarias emociones.

El retrato que Annemarie Jacir hace de dos masculinidades en conflicto latente es abordado en su conjunto con el valor igualmente común de lo entrañable, algo fácil de esperar, pero en cuyo grado de alcance o éxito radica la dificultad y el tamaño del logro poético. Jacir filma a sus seres dejándoles la oportunidad de mostrarse en lo que son, no tanto en lo que puedan llegar a aparentar. Después de todo se trata del reencuentro de un padre con su hijo en función de la boda, todo matizado con un elemento familiar que podría estructurar el relato: la madre, mujer que ahora vive en Estados Unidos y cuya ausencia se debe a una posible infidelidad en el pasado y al hecho posterior de haber rehecho su vida, y de quien, en suma, es incierta su asistencia a la boda debido al estado clínico terminal en que se haya su actual esposo. Este hecho puede sorprender a primera vista, por tratarse de una cultura tradicional generalmente considerada como machista, y no debería leerse sin olvidar la importancia que la cineasta palestina logra, a partir de él, constituir alrededor de estas dos masculinidades arrojadas a su propia y algo forzosa intimidad.

En ese último plano, sin embargo, es donde Jacir construye más bien el centro y sentido de su filme, una poesía de la amistad fracturada por las historias particulares y sociales propias de la realidad palestina dentro del estado de Israel. Que la madre viaje o no, resulta importante para la consumación real y feliz de la boda, pero su ausencia, más allá de un posible gesto de sorpresa, sirve para dejar a estos dos hombres enfrentados contra otra ausencia mucho más poderosa: la de la libertad de los palestinos puesta en cuestión desde la cuna a la tumba dentro del estado de Israel. Ese es el eje que ha distanciado a estos dos seres, tanto física como simbólicamente, sin que ninguno de ambos haya resultado ni remotamente integrado a la obligatoria condición de sumisión que reconocen y resienten de forma diversa.

De tanta cotidianeidad filmada en clave de sencillez, Invitación de boda puede correr el riesgo de tornarse algo pueril en las constantes microsituaciones de un guión donde descansa fundamentalmente la propuesta. Poco, eso sí, puede reprocharse a la dirección de actores, en especial de padre e hijo, y que además comparten esa condición en la vida real. Abu y Shadi (Mohammad y Saleh Bakri), dan vida fresca, natural, a una serie de momentos que transitan entre la nada y la vida, y el hilo muy tenso que equilibra ambos lugares puede correr el riesgo de ir representativamente (filmicamente) solo hacia un algo que está ahí más que nada por estar, porque ha de haber vida, sobre todo ante la injusticia. El clímax y la resolución final se juegan todo el acento de esta disyuntiva. Si es ya demasiado tarde como para consumar algo más poéticamente poderoso, será una pregunta válida para la galería.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

Tráiler del filme Invitación de boba (Palestina, Colombia, Noruega, Francia, Alemania, 2017) de Annemarie Jacir

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Hermína Týrlová: Magia cotidiana

Hermína Týrlová, cineasta checa

Por Héctor Oyarzún

Después de la Segunda Guerra Mundial, la animación checa se estableció como una de las más importantes del mundo. Su nivel de producción y avances técnicos la convirtieron, posiblemente, en el estudio que mejor le hacía frente a la calidad técnica de la producción de Disney en Europa a comienzos del siglo, incluso al nivel de la Soyuzmultfilm soviética durante sus mayores años de gloria. Por lo general, esta proliferación animada se atribuye a la centralidad de la figura de Jiri Trnka y su dirección de la división de marionetas del Estudio de Animación de Praga. La animación con marionetas (o puppetry) existe desde antes del impulso checo, pero fue gracias a Trnka y su equipo que sus normas de producción se estandarizaron hasta alcanzar su madurez.

Sin embargo, fuera de la capital checa existían otras innovaciones en el stop motion en paralelo, o incluso antes, a la sofisticación en el uso de muñecos de Trnka. En la pequeña ciudad de Zlín, las animaciones de Karel Zeman y Hermína Týrlová desarrollaron otro camino posible para las marionetas y el stop motion. Como comentó alguna vez Týrlová, la predilección por los muñecos en Checoslovaquia se entendía casi como un paso natural desde la larga tradición del teatro de marionetas en el territorio. Antes de empezar sus primeros cortometrajes, Týrlová ya había desarrollado comerciales para televisión con la técnica de animar muñecos. Al no manejar todavía un proceso estándar, Týrlová ha relatado cómo los alambres de los cuerpos resistían un número limitado de movimientos, por lo que los primeros intentos la obligaron a aprender a soldar y a reparar los accidentes en medio del proceso animado. Ya estando dentro de los Bata Studios en Zlín, Týrlová produjo La hormiga Ferda (1944), hito de la animación checa que alcanzó reconocimiento internacional inmediato.

A medida que la carrera de Týrlová evolucionó, el interés por los posibles objetos a animar se empezó a diversificar. A diferencia de Trnka que continuó desarrollando la animación con muñecos, Týrlová, quién dirigió casi la totalidad de su trabajo expresamente a público infantil, pensaba que el hecho de ver objetos cotidianos moverse podía encantar a los niños tanto con el lenguaje animado como con el elemento mágico de los cuentos de hadas. Durante las décadas siguientes, Týrlová empezó a animar diferentes objetos cotidianos como pañuelos, prendas de ropa, canicas o sobres de carta, mezclándolos a veces con personajes humanos en live action, algo que animadores checos de segunda generación como Jan Svankmajer repetirían en su obra posterior.

Casi tres décadas después de sus innovaciones en el terreno de la animación con muñecos, Týrlová alcanzó uno de sus períodos de mayor productividad y experimentación durante de la década del 60. La posibilidad de mezclar elementos y estilos de animación se convirtió en uno de sus métodos principales después de El nudo en el pañuelo (1958), donde un pañuelo y distintos tipos de tela protagonizan la historia. Este deseo de ver elementos comunes en movimiento se expresa con mayor claridad en La carta curiosa, el ambicioso viaje de una carta que decide salir de su buzón.

Desde la presentación, Týrlová juega con la idea del movimiento mágico a través de la sugerencia de que un objeto podría moverse mientras no lo vemos. Combinando planos live action desde el interior y el exterior de un buzón de cartas, en el momento en que el plano vuelve al interior del buzón podemos ver a la carta protagonista moverse sola desde dentro. Además de esta combinación con imágenes live action (incluyendo un segmento paralelo no animado en el que un niño espera la carta), Týrlová combina sutilmente momentos de pixilación (animación stop motion con seres humanos) para las interacciones de la carta con el mundo humano. A diferencia de otros relatos de Týrlová, generalmente sencillos, La carta curiosa también destaca por su ambición, incluyendo viajes en avión y momentos de anarquía en los que la carta llega a desordenar la oficina de correos.

En un relato bastante más sencillo, Canica se dedica a presentar una serie de animales de madera pintada compitiendo por una canica. Más cercano al estilo de Evelyn Lambart, el argumento parece una excusa para desplegar posibilidades de diseño y movimiento de una fauna diversa. Jugando con la sencillez de las figuras geométricas, las articulaciones de los animales son separadas por pequeñas esferas, mientras que los cuerpos pueden ser pelotas de distintos tamaños (como con el gato y el león) o una variedad de formas rectangulares y circulares (como con el cocodrilo y el elefante). Gran parte de la gracia de Canica está en cómo cada animal tiene su propio momento de presentación, lo que implica también una escena para enseñar el diseño y movimiento particular de cada animal.

Este foco en el cuerpo y la forma de cada animal también se potencia por la sencillez con la que Týrlová apenas agrega detalles al suelo o los fondos. Apenas con un color y juegos de luces, los animales parecen flotar en un espacio abstracto, algo que potencia el aspecto atemporal de esta nueva versión del cuento de hadas que Týrlová explícitamente quería materializar.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

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Jessica Sarah Rinland: «Me interesa más la persona que hace el trabajo que el trabajo en sí»

Jessica Sarah Rinland, realizadora argentino-británica

Por Héctor Oyarzún

La realizadora argentino-británica estuvo presente durante el pasado AricaDoc con un foco que mostró parte de su filmografía. Esto dio pie a un informe y una entrevista, la que reproducimos aquí.

Héctor Oyarzún: Hola Jessica. Quizás, para mantenerlo en el marco de AricaDoc, del foco y las películas que estuvieron ahí, podríamos partir con eso. En parte porque hay películas tuyas que no he visto, sobre todo de las primeras que aparecen listadas en tu página, hay varias que no he podido ver. Entonces, centrándonos en la última parte de tu trabajo y lo que se pudo ver en AricaDoc, quería comenzar preguntando por el diálogo que existe, me parece a mí, con películas que podríamos llamar documentales de naturaleza, videos educacionales, o cosas por el estilo. Particularmente en Black Pond (2018), cuando aparece la primera voz de un hombre, podría calzar con algo de la BBC o reportajes en esa clave. Pero, evidentemente, en tus películas no se trata de eso y hay elementos que bloquean esta impresión: los planos cerrados, el diseño sonoro, etc. Te quería preguntar si existe un diálogo con esos formatos más conocidos y si piensas en que esa asociación puede existir al ver tus películas.

Jessica Sarah Rinland: Sí, tal cual. Me interesan mucho los documentales de los años 30, 40, instructional documentaries, en inglés, tipo Mary Field, Percy Smith. Hay una serie que se llama Secrets of Nature que es de British Pathé que hizo Percy Smith con Mary Field, básicamente es una serie de documentales de 10 minutos sobre el medio ambiente. Hay algunas en zoológicos, hay otra sobre una plantita, otra sobre huevos. Ahora no tanto, pero cuando estaba empezando era algo que me inspiraba mucho. Obviamente, también tenía muchas críticas sobre esas películas o sobre esta voz de Dios del hombre diciéndote lo que aparece en la pantalla. Y también, viendo estas películas con naturalistas, se ve cómo cambia el conocimiento. Entonces, desde los años 30 hasta ahora, hay algunas películas en las que mantenemos el mismo conocimiento hoy en día, pero hay muchas en las que cambió la forma de pensar sobre algo, de saber. Eso siempre me interesó, cómo va cambiando lo que sabemos como seres humanos. No es algo fijo, es algo que vamos aprendiendo.

En el 2015 un festival en Londres me pidió hacer una película en respuesta a Mary Field. Estuve mucho tiempo en los archivos del BFI (British Film Institute), también puse un programa junto a las películas de ella. Hice la película en los esteros del Iberá, que se llama Y Berá – Aguas de luz (2016). Fue un pedido. Antes estaba en la Patagonia con un grupo de biólogos marinos que estudian las ballenas francas. Siempre tuve ganas de ir a los esteros del Iberá, siempre escuché cosas maravillosas. Cuando recibí ese mensaje, tomé un colectivo de muchas horas desde el sur hasta el norte del país. Fue una coincidencia que el hermano del veterinario que hacía la necropsia de las ballenas trabajaba como biólogo en los esteros del Iberá. Ahí tuve contacto y me quedé en un lugar que se llama el Socorro, pude filmar ahí. No estuve mucho tiempo, como una semana.

Oyarzún: Ya que lo mencionaste un poco, te quería preguntar sobre la producción del conocimiento, el lugar del conocimiento en tus películas. Hablaste un poco del seguimiento a los biólogos marinos, pero también aparece la historia natural, la arqueología, la conservación, o distintas disciplinas que podrían relacionarse con la producción del saber. En Black Pond aparece con detalle. ¿Cómo escoges esos intereses? ¿Cómo van cambiando? ¿Cómo te involucras con esas disciplinas?

Rinland: La producción de las películas y la selección de los temas, lo que me estás preguntando, es parecido al caso que mencioné antes, es conocer algo y después conocer a una persona para seguirlos o seguirlas. Black Pond fue hecha cerca de un lugar donde viven mis viejos en el sur de Londres. La primera vez que filmé con una Bolex fue en 2007, en esos mismos bosques. Desde que tengo 13 años que iba a caminar por ahí, los conocía bastante bien. En el 2015, en invierno, siempre cortaban árboles, pero en ese invierno cortaron un montón. Los dueños de la tierra son del gobierno local, así que fui a preguntarles qué había pasado ese año. Ahí conocí a Dave Page, que era el guardaparques. Él formaba parte de este grupo de naturalistas, Elmbridge Natural History Society, a quienes vemos en Black Pond. Ahí empezó esa película.

La anteúltima, A imagen y semejanza (2019), empezó porque tenía un amigo que trabajaba en el Victoria and Albert Museum en Londres que escuchó la conversación de un colega hablando de un placar de marfil. Como ya estaba trabajando con ballenas, me dijo un poco en chiste: “A ti que te gustan los mamíferos grandes, te va a interesar lo del placar de marfil”. Entonces, es muy así. Con las ballenas todo empezó el 2011 cuando vi una ballena varada. La vi mientras un veterinario y unas biólogas le hacían la necropsia. No es que tenga un tema en la cabeza y quiero ir, es más lo que veo, lo que conozco, historias que me cuentan. Así se forman las películas.

Con A imagen y semejanza, de nuevo, conocí a toda la gente de los museos. Yo ya conocía a gente del Museo de Historia Natural en Londres, entones crucé la calle del frente para hablar con un curador de animales ahí, Richard Sabin. Hablamos mucho del tema, él no sabía que estaba este marfil donado por la aduana a museos de arte para usar como material de restauración para obras o artefactos. Esa misma vez, yo estaba tomando una clase en arqueología, con un brasilero, tuve un fondo y puede ir a Brasil, me llevó a distintos museos por Brasil. Siempre es un poco esa forma de trabajo. Y sigue siendo así.

Oyarzún: A propósito de Sol de campinas (2021), tu última película, y en otras del foco como A imagen y semejanza, hay muchos planos cerrados, especialmente planos de manos. Te quería preguntar por las posibilidades de construcción sonora. ¿Cómo se plantean eso a propósito del hecho de no tener bocas en cuadro? En Black Pond o en A imagen y semejanza me pasa que, cuando estoy metido en la película, relaciono ambas cosas y puedo pensar que se trata de sonido directo, pero después hay escenas que ponen en duda eso. Como no se ve la fuente de sonido se puede engañar al respecto y creo que algunos de esos “engaños” se revelan en la película. ¿Cómo es ese trabajo sonoro?

Rinland: Sí, me encanta como lo planteas, es así. Veo el sonido separado de la imagen. Eso viene un poco de trabajarlos por separado. Grabo el sonido por separado porque trabajo con una cámara que no me permite hacer las dos cosas a la vez. Si lo hago al mismo tiempo, se mete el ruido de la cámara. Viene de ahí, de algo muy práctico. A la vez me deja explorar distintos espacios. Ves algo muy específico, en primer plano, y el sonido te deja entrar a otros mundos alrededor de ese primer plano. Entonces, capaz que estás escuchando a otra persona trabajando o haciendo otra cosa, o está hablando otra persona en una habitación aparte. Me deja jugar con el espacio, el sonido y la imaginación del espectador. Vos podés estar mirando una imagen en primer plano mientras escuchas el ruido de otra cosa, lo que te deja imaginar otro lugar, otra gente, otra sensación de espacio.

Oyarzún: Otra cosa que me interesa de tus películas y que quería preguntar a propósito de Sol de campinas es que aparece mucho detalle de estas manos de forma delicada y especializada, pero también es una película que describe el proceso de trabajo. En esta última película creo que aparece más claro por estos momentos del almuerzo, el descanso laboral, como que lo emparenta a otro tipo de películas. Te quería preguntar por el lugar del trabajo en tus películas, particularmente porque se trata de oficios donde se piensa menos la parte manual, obrera, si se quiere. ¿Cómo piensas la relación entre estos trabajos “especializados” con la idea general del trabajo?

Rinland: Sí, hay algo en las dos últimas películas sobre el mito de la ciencia y el trabajo científico, rompe un poco con el mito de la perfección. Hay una toma específica en A imagen y semejanza en que está metiendo los colmillos, o los momentos cotidianos de Sol de campinas, donde están utilizando herramientas que no parecen relacionadas con la arqueología. Trato de romper con eso, sacar el mito de que la ciencia es algo perfecto. Es un poco lo que decíamos antes, la idea de que estamos siempre adaptando y cambiando la forma de pensar y aprender sobre el mundo. Capaz que viene un poco de ahí. Desarmar un poco la idea de lo que imaginamos como la perfección de la ciencia, lo que imaginamos que es. Que lo que sabemos del mundo tiene muchas cosas detrás. La procedencia de los fondos, lo que sabemos, viene de algo particular, esas personas tuvieron fondos para hacer ese trabajo. Podríamos saber muchas otras cosas, pero tal vez nadie pagó para ese estudio. Pensando en la construcción de la ciencia, quizás la película, mostrando lo cotidiano, trata de desmontarlo, de alguna forma.

Pero, a la vez, a mí me encanta trabajar con personas. Las personas de Black Pond o de Sol de campinas son mis amigos y amigas. Hay algo ahí también. Somos personas que hacen chistes. Yo también estaba ahí como voluntaria, me estaban enseñando a usar la pala y hacer varias cosas. Hay algo personal y cotidiano. Quizás en otra cultura que no sea la brasileña habría menos chistes a la hora de trabajar en campo, aunque quizás sea así en todo el mundo, no sé. Se integran cosas de la vida del trabajador o trabajadora también. Entonces, es un poco una mezcla de esas dos cosas. Me gusta trabajar y estar mucho tiempo con gente, de ahí salen esas cosas. Me interesa más la persona que hace el trabajo que el trabajo en sí. Quizás también viene de ahí. Me importa más Edu o Sadie o el resto de las personas ahí trabajando que los objetos que están sacando o lo que están encontrando en la tierra. Obviamente, también me importa, es lo primero que me interesa, pero al final me interesa más esta gente.

Oyarzún: Como en las películas no se ven las situaciones completas, uno también se pregunta de cuánta gente se trata. En Black Pond, cuando entran otras voces, da la impresión de que es un grupo de tres o cuatro personas, pero en los créditos vemos que era bastante más gente. En A imagen y semejanza los cambios de idioma indican que se trata de varios grupos, pero tampoco se sabe exactamente. ¿Cuánto tiempo toma ese trabajo con un grupo y saber que se tiene una película a partir de eso? Me imagino que varía de película a película.

Rinland: Sí, puedo dar algunos ejemplos. Black Pond fue el proceso más largo. Empezamos el 2015 y terminamos el 2018. Y bueno, no terminamos, digo que terminamos porque salió una película, pero ahora estoy publicando un libro con ellos a fin de mes. Cuando fui a visitar a mis viejos en agosto fui a caminar con Dave, es un proceso y también una amistad. Cuando estoy ahí, los veo, o cuando están acá. El otro día me vi con Sadie, que es una de las arqueólogas de Sol de campinas.

A imagen y semejanza fue un proceso que empezó… Capaz que fue igual, siempre pienso que Black Pond fue un proceso más largo, pero capaz que A imagen y semejanza es más o menos lo mismo. Yo había conocido a Eduardo Neves, el arqueólogo de Sol de campinas, que también lo ves en A imagen y semejanza en su laboratorio en la Universidad de São Paulo. Lo conocí cuando tomé una clase con él. Siempre quise ir al campo con él. El primer año fui y filmé las partes de A imagen y semejanza y el año siguiente encontré otra beca para volver a estar con él e ir al campo con el grupo. Ahí solo estuve dos o tres semanas, fue un tiempo corto, ahí filmé la parte del campo. No hice mucho con ese material. Después un amigo, el ceramista de A imagen y semejanza, me mandó un texto de Bruno Latour, quien aparece en los créditos como inspiración para el texto del principio. Él habla mucho de reducir el campo al laboratorio, las diferencias y cómo trabaja la gente de humanidades o científicos. Gente que trabaja con distintos materiales, cómo trabajan y lo analizan en el laboratorio. Habla mucho de gestos, del gesto que se usa para señalar en el campo y el gesto que se usa para trabajar en el laboratorio.

Ahí decidí volver a Brasil unos meses después para filmar cuando el material de Acre llegó al laboratorio. Esas partes las filmamos por separado. Después tardé bastante en saber cómo editarlo. Lo hice en la cuarentena, me salió en ese momento en que tuvo algo de tiempo para hacer algo lindo y editarlo. Estuvo bien porque me tomé como un año para mirar de nuevo el material y saber qué quería hacer con eso.

Oyarzún: Para finalizar, perdón si la pregunta es un poco abierta, en A imagen y semejanza se trata de manera más directa el tema de la réplica en los textos, en las conversaciones, pero también aparece en las otras. Ya la idea de tomar una muestra de un lugar también implica una especie de réplica. Quería preguntarte por la parte cinematográfica de esta relación, de la cámara haciendo réplicas de eso. Lo digo también porque filmas, si fuese digital, el discurso podría ser otro. Entonces, te quería preguntar por la presencia de la cámara en esos procesos. En tus películas el tema de la reproducción está bien presente y la reproducción del cine queda como un fuera de campo, para mí, igual está presente sin entrometerse en la película. ¿Cómo se relaciona la réplica de la cámara con las otras réplicas que muestras?

Rinland: Bueno, puedo contestar de alguna forma a partir de las últimas dos películas. Sol de campinas está filmada cámara en mano, que es algo que no había hecho desde la primera vez que levanté una cámara en 2007. Fue una decisión porque estaba ahí como voluntaria, haciendo bastante ejercicio físico y viendo a la gente que trabajaba exigiéndose físicamente. Sentí, cuando agarré la cámara cuando estaba con ellos y ellas, que si ponía la cámara en un trípode iba a ser distinto. Quería simular, de alguna forma, los movimientos de lo que hacían ellos y ellas. Esta idea de algo físico, de tener la cámara en mano, de estar buscando como ellas buscan, aunque sea muy distinto. Fue una película más física. Filmé un par de cosas con el trípode y no sentí que estaba en el espacio, me sentía mirando de afuera. Incluso con los planos cerrados, con el trípode me sentía fuera del lugar. Quería simular el movimiento del trabajo de campo.

En A imagen y semejanza, si querés, era lo opuesto. También en las tomas de Sol de campinas que están en el laboratorio. Aunque es cámara en mano, yo les pedía a los arqueólogos que sostengan la mano en una posición mientras trabajaban. Entonces, se hace un contraste entre el movimiento en el campo y el del laboratorio, donde el movimiento y la mirada son más tranquilos, con más tiempo también. En el campo es más rápido porque tienen un mes. En el laboratorio pueden tener tres años para investigar y saber lo que puede ser ese material. A imagen y semejanza también era eso. Veía a estas personas, a estas conservadoras, estas artistas plásticas y la precisión con que trabajan. Entonces, había una forma de replicar su gesto en cómo usaba la cámara.

Y también el sonido. Decidí en A imagen y semejanza replicar los gestos en el foley. Yo me ponía frente a la imagen en una pantalla y me ponía con materiales similares o distintos a replicar el sonido con mis manos. Toda esa película tiene que ver conmigo metiéndome en el cuerpo del conservador o la conservadora, la persona que estaba haciendo la réplica. Siempre tuve que ver con eso. Entonces, esto que me preguntas es más evidente en A imagen y semejanza, es el tema de la película, la copia y la réplica.

Y bueno, el fílmico es una forma de grabar en algo físico que también tiene que ver con la historia. Si hablamos de nuevo de las películas de Mary Field son archivos de conocimiento, son documentos de conocimiento. Entonces, jugando con eso, esto es otro tipo de archivo de conocimiento. También hay cosas más prácticas, o imprácticas, como se quiera ver. Me gusta saber que tengo diez rollos para filmar. Esto de nuevo se refleja con las relaciones con las personas porque puedo tener diez rollos, pero puedo estar ahí un mes. Diez rollos es media hora y puede que solo filme media hora en esas cuatro semanas. Entonces, la mayoría del tiempo es hablando, aprendiendo, haciendo chistes, no estoy detrás de la cámara todo el tiempo. El fílmico también es una excusa, te deja hacer otras cosas. Me deja tener relaciones con las personas, más que si tuviese una cámara digital, faltaría esa disciplina.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

Tráiler del filme Sol de Campinas (Brasil, 2021) de Jessica Sarah Rinland

Sol de Campinas (Trailer) from J.S.Rinland on Vimeo.

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¿Dónde está ella?: Naturalismo cinematográfico (+Video)

Por José Ignacio Araya @JoseAraya95

Retratar la vida de forma impoluta ha sido una de las ideas que más ha sido asociada al cine en sus más de cien años de historia. La imposibilidad de la mímesis entre la realidad y la representación en la pantalla, por tanto, se intenta subsanar con el lenguaje que el propio cine entrega y es este el lugar en que ¿Dónde está ella? (Nos batailles, 2018) se posiciona.

Dirigido por el belga Guillaume Senez, el largometraje cuenta la historia de una familia compuesta por un padre, una madre, un hijo mayor y una segunda menor. En un principio, todo parece “normal”. Olivier (Romain Duris), sale a trabajar de madrugada y forma parte de la dirección del sindicato de la empresa, por lo que es Laura (Lucie Debay), su esposa, quien se encarga de toda la crianza y el cuidado de los niños. Pero todo cambia cuando, de un momento para otro, la mujer se va de la casa.

Hace veinte años, el relato probablemente habría girado en torno a la crucifixión de Laura por abandonar a sus hijos, sin embargo, Senez se las arregla para dejar claro desde el primer minuto las válidas razones para la desaparición repentina de la madre -fuera de cámara-. Y si bien recién al minuto veinte se presenta el drama sobre el cual girará el largometraje, desde la primera escena ya se puede identificar que el que aparentemente huye -en cámara- es Olivier, pues lo enfocan cual ladrón escapando de una casa a oscuras, antes del alba. Por eso queda completamente justificado el “retraso” en la aparición del quiebre, si consideramos su intención de mostrar, no el abandono, porque el amor entre la pareja existe, sino la incompatibilidad afectiva entre el cuidado familiar y un sistema laboral abusivo y las luchas políticas que estas conllevan.

Inspirado en la propia vida del director, esta suerte de autoficción mezcla dos tipos de historias que pocas veces se juntan: una propia de los grandes relatos -el sindicalismo y el abuso laboral- con otra de los pequeños relatos -el íntimo y familiar-. Y lo destaco, pues no es parte del subtexto ni trata de hacerlo de forma delicada, literalmente habla de estos mundos e incluso de cómo el protagonista replica la historia de su propio padre, quien también presidió la agrupación obrera en su tiempo.

Pero esta película no se sostendría sin la presencia de los personajes secundarios, los que llenan la pantalla con sus matices y su humanidad. Estoy hablando de Laetitia Dosch en su papel de Betty y Laure Calamy en el de Claire. La primera es de un frescor increíble y le entrega una naturalidad que antes no se sentía. Vale decir que Senez, según sus propias palabras, no entrega guiones a los actores y deja que improvisen en base a la situación que se está filmando. Y es con estas dos actrices -en su interacción con Romain Duris- en que de mejor forma sale a relucir la libertad que les entregan. Donde mejor se grafica es cuando se sobreponen diálogos entre los actores y actrices, y en vez de cortar y regrabar, los dejan continuar como una muestra de la naturalidad que el director busca.

Y es que si hubiera que definir de alguna forma a ¿Dónde está ella?, es como naturalista en el mejor de sus sentidos. Desde la fotografía hasta el uso (o el no-uso, para ser precisos) de la música, se va construyendo esta estética donde todo parece querer replicar a la vida misma, lejos de una pulcritud matemática, como se ve en las variadas cámaras en mano, o de un filtro idealizante de nuestra existencia, lo que se grafica en la ausencia de canciones en momentos en que los pondría un drama tradicional.

Si bien la fotografía y la música no destacan a lo largo del film, sí hay momentos que podemos definir como claves desde la formalidad lingüística, y estoy pensando en el único momento en que salimos del intento de naturalismo: el cumpleaños del hijo mayor. Mediante el paso de una canción diegética a una extradiegética, Senez da pie a una escena que podríamos catalogar como a lo que en la vida cotidiana nos referimos a “un momento de película”, con elipsis temporales, cámaras ralentizadas y un quiebre musical abrupto que corta estos momentos de ensueño que no podemos experimentar más que viéndolo en una pantalla. Es en este escenario en el que hay un encuadre particularmente decidor, cuando vemos a Elliot soplando las velas de una torta. Su padre, cortado desde la cadera hacia arriba, queda fuera del cuadro a la izquierda del plano, el niño ocupa el centro de la pantalla y el espacio en el que la madre debería estar en la formación familiar tradicional es reemplazado por el vacío, el que “cubre” la mayoría de la interesante representación.

Este chispazo de semi-surrealidad es prácticamente el único en los 98 minutos de largometraje y, si bien esto algunos lo podrían criticar como una falta de emotividad de la película (lo que a ratos se siente), el apego irrestricto a esta idea le entrega cierto valor por el compromiso con su propuesta. No es que la película carezca de momentos emotivos, porque sí los tiene, lo que no hay es una magnificación de estos a través del lenguaje cinematográfico.

Es por eso que la intervención de los personajes secundarios cobra tanta relevancia, pues le entregan a la película completa una frescura que es necesaria para suplir la falta de estímulos más allá de las buenas actuaciones y la narración dramática. Se conforma así, a modo de resumen, un largometraje con una visión ideológica propia de nuestros tiempos, donde más que culpar se trata de entender. Curioso que poco se hable de las culpas del propio protagonista, que si bien se muestran en pantalla, no se verbalizan.

En un drama que busca cruzar las grandes batallas con las personales (y por eso me quedo mil veces con la traducción inglesa del título original: Our struggles, Nuestras batallas), Senez se la juega por una búsqueda de la naturalidad de los conflictos humanos que interpela a la estética estrambótica de los dramas familiares (cuando terminas una relación no aparece mágicamente una canción triste) y opta por una puesta en escena sobria, pero efectiva a la hora de probar su punto.

Tráiler del filme Nuestras batallas (Francia, Bélgica-2018) de Guillaume Senez

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

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Editorial: Imágenes del país que nos mira

Cartel del filme La batalla de Chile (fragmento)

Por Iván Pinto

Serge Daney recordaba en su clásico e imponderable texto El travelling de Kapo (1992), cómo su vida cinematográfica giraba en torno a esas películas que lo “habían mirado más de lo que él había visto”, imágenes recurrentes, obsesivas, compuesta por aquellas películas que nos han visto crecer, y que “nos miraron, rehenes precoces de nuestra biografía futura”.

Esto se me vino a la mente con lo sucedido el fin de semana pasado, me refiero a la primera vez que se exhibió por la televisión abierta La batalla de Chile (1975-1979) de Patricio Guzmán, una película que, acaso obstinadamente y a pesar de su censura histórica durante todo el período democrático, no ha dejado de mirar nuestro presente con obsesiva fijeza. Y se trata, para mí, de una de esas películas que jamás ha dejado de encontrarme. Su exhibición por el canal La Red durante el fin de semana pasado fue tema de discusión a lo largo de todos esos días, publicándose columnas y comentarios en redes sociales, mientras generaba -aún- tal nivel de polémica que la marca Carozzi anunciaba su retiro de patrocinio al canal.

Un historiador amigo (Luis Thielemann) escribía en sus redes sociales, celebrando su exhibición: “La Batalla de Chile no es una obra sobre la memoria, es LA memoria. No es una reflexión sobre un pasado perdido, es el pasado y al verlo deja de estar perdido, se recupera y reproduce para siempre”. En ese mismo posteo, Luis recordaba como su proyección en encuentros, asambleas, mítines pertenecía a una “eucaristía de izquierda”, una que circulaba de mano en mano, primero en vhs, luego en copias mejores en dvd. Gracias a esta circulación se configuró en una suerte de memoria del pasado reciente que la Dictadura y luego la transición buscó borrar (la del gobierno de la Unidad Popular y golpe militar). Y así, durante mucho tiempo, cada exhibición suya -como la inaugural de Fidocs a fines de la década del noventa- establecía un verdadero hito cultural.

Su exhibición en televisión es un punto ganado para la construcción de la memoria histórica, ampliando así los espectadores habituales del filme -más allá del cine o la militancia. No podía dejar de pensar cuántas personas la estaban viendo por primera vez. Imaginaba estudiantes, jóvenes activistas post estallido, pero también gente de todas las edades e intereses -como mi madre- que se sumaban esas noches a un visionado fragmentado pero sincrónico. Un “suceso” que estaba aconteciendo para muchas personas al mismo tiempo, aun cuando ello estaba mediado por la experiencia doméstica e individual -no el mitin o el festival.

Una parte de mí no pudo evitar sentirse atraída magnéticamente por esa experiencia de “ver en televisión La batalla de Chile”. Sentí que, a través de esta experiencia, mediada por el computador en streaming, me hacía verla o leerla de distinto modo. Luego, viendo redes sociales, mucha gente twitteó sobre las similitudes con nuestro presente, particularmente horrorizados por la capacidad de confabulación por parte de los sectores de derecha respecto al gobierno de la Unidad Popular. También fascinados por los rostros, los discursos de pobladores, obreros, militantes para salir a defender el gobierno de Allende. Es interesante, porque esta Historia encarnada en tragedia, a sabiendas del “spoiler”, fascina por un dispositivo documental de registro, de presencia, de conocer, a través de esas imágenes.

Como muchos, creo, me impacté -una vez más- por algo que creía saber pero que el documental me obliga a no olvidar: la impotencia, la dignidad, las ironías de la Historia, el oportunismo ideológico, la maquinaria del poder, el odio, la traición y, por sobre todo, la catástrofe. Pues, La batalla de Chile, es una película contada desde la fractura, desde la interrupción, desde la derrota, a partir de esa escena trágica, inolvidable, de los Hawker hunter sobre La Moneda. No puedo, si no, recordar una y otra vez la primera vez que vi esa escena, y la huella sobrecogedora que dejó en mi recorrido biográfico. Ese suceso, ese archivo, y lo que puede haber producido en muchos otros que lo vieron por primera, segunda o tercera vez.

Y es que aquí volvemos a la reflexión de Daney. El crítico continúa su itinerario formativo que lo persigue desde la enseñanza escolar, recordando a Resnais y aquellas imágenes de la catástrofe, con las cuales el cine -y el espectador- entraban a su fase adulta. Con películas como Hiroshima, mon amour (1959) y, particularmente, con Noche y niebla (1956), donde:

“la esfera de lo visible dejó de estar totalmente disponible: hay ausencias y huecos, vacíos necesarios y llenos superfluos, imágenes que faltarán siempre y miradas para siempre insuficientes”.

No es que dude en lo que representa la película de Guzmán para las liturgias de izquierda. En gran parte, eso me constituye por una experiencia biográfica (fue en esos contextos donde pude verla). También asumo el valor absoluto que tiene como documento de época, cuestión celebrada por los historiadores y estudiosos. Pero, incluso con todo ello, pienso que la película de Guzmán para mí constituye un hito relativo a lo que entendí que podía ser (y hacer) el cine, relativos a una ética de la imagen y su forma de vincularse al espectador, a partir de esas imágenes extremas de la derrota. El lugar en que nos interpela y sitúa, para volver inteligible un proceso encadenado a través de un montaje multiplicado y desdoblado eisenstenianamente en las fuerzas sociales del período (maestría de Pedro Chaskel). La fuerza del registro de la cámara en mano; los espacios fotografiados en blanco y negro; el lirismo de la vida cotidiana; la amenaza de la violencia desde la fuerza de los aparatos represivos; la encarnación del poder popular; el sonido de la nagra registrando el grano de las voces corales que constituyen los muchos que vivenciaron y se anclaron a este momento, dejándome en la inquietud de cuantos pudieron sobrevivir…

Ver La batalla de Chile a través de los años, para mí, fue la entrada a mi vida adulta cinematográfica, comprendida esta como la búsqueda por una “imagen justa”. Una suerte de ciudadanía política adquirida a través del cine. Quiero pensar, así, que por esas tres noches, quienes asistimos a esa particular exhibición habitamos un particular “país del cine” constituido por esos afectos comunes.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

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Kihachiro Kawamoto: Recorte y sueño

Kihachiro Kawamoto, cineasta japonés

Por Héctor Oyarzún

En la edición anterior, comenzamos a revisar el trabajo de Kihachiro Kawamoto, reconocido como el máximo exponente del stop motion japonés. Kawamoto se hizo famoso por el nivel de detalle de sus marionetas y por su forma particular de adaptar cuentos del folclor con muñecos en movimiento, incluyendo guiños a la tradición de los dibujos en pergaminos horizontales y al teatro de marionetas. El grueso de la obra de Kawamoto, con todas las variantes técnicas que fue utilizando, generalmente se concentró en este tipo de narración y técnica de manera casi ininterrumpida. El libro de los muertos (2005), su último trabajo antes de fallecer, es muestra de un estilo que nunca dejó de perfeccionar en cuanto a detalle técnico.

Por esta razón, no es extraño que la pequeña parte de su obra que se aleja de este estilo sea una de las menos comentadas. A pesar de esto, el interés por otros tipos de animación aparece tempranamente en su filmografía. Anthropo-Cynical Farce (1970), su segundo cortometraje, tiene pocas relaciones con el estilo más reconocido de Kawamoto: está en blanco y negro, utiliza tanto animación cutout como stop motion y el concepto de la película no tiene conexiones con la tradición o el folclor japonés. El único elemento que podría asociarse a su estilo es la forma en que combina muñecos tridimensionales con fondos 2D. Aun así, esta mezcla no se parece en nada a la imitación de los pergaminos pintados que utilizó en cortometrajes como Dojoji Temple (1976).

En esta edición revisaremos dos cortometrajes «intermedios», realizados entre El demonio (1972) y Dojoji Temple, posiblemente sus dos mejores trabajos en su estilo clásico de marionetas. En ambos casos se trata de animación de recortes (cutout) y de formas que se alejan de su estilo visual característico, «desvíos» que no volvería a cometer después de estos dos experimentos. Por un lado, un Kawamoto surrealista, y por el otro, un alegato político inspirado en mundos literarios no ligados al pasado japonés.

Fotograma El viaje (1973)

Al inspirarse casi siempre en los relatos y estilos del folclor japonés, la mayoría de las lecturas sobre el trabajo de Kawamoto tienden a ignorar su influencia occidental, a pesar de que su entrenamiento formal haya sido junto a Jiri Trnka, el mayor exponente checo de la animación con marionetas. Sin embargo, más allá de su formación, Kawamoto siempre mantuvo interés y relación con los diferentes estilos y animadores del mundo, lo que se patentó en su largometraje colaborativo Winter Days (2003), donde invitó directores tan diversos como Yuri Norshtein, Raoul Servais, Bretislav Pojar o Jacques Drouin. En El viaje, su primera incursión en un cortometraje totalmente cutout (si no contamos la introducción y epílogos live action), este encuentro lejano con otros estilos artísticos se convierte en el centro del relato.

Comenzando directamente con una mujer japonesa preparándose para viajar, la animación de recortes empieza desde el momento en que el avión aterriza en una ciudad occidental indeterminada. La particularidad, y esto dará forma al estilo visual del corto, es que la llegada no solo implica el paso a la animación, sino también un enrarecimiento de todo. El viaje es el trabajo más sicodélico de Kawamoto, una especie de recorrido por diferentes espacios surrealistas que incluyen algunos guiños particulares a trabajos de Dalí y Magritte. Como en Cuadros de una exposición (1966) de Osamu Tezuka o El sujeto del cuadro (1989) de Georges Schwizgebel, el estilo se asemeja al paseo por un museo, donde cada nuevo plano es una nueva oportunidad para que el personaje recorra el cuadro.

Esta idea de paseo se apoya también en el ritmo y la forma en la que los personajes de Kawamoto se mueven. Como en los trabajos contemporáneos de René Laloux (El planeta salvaje fue estrenada el mismo año), la dificultad que implican los recortes para conseguir un movimiento fluido es utilizada para dar una cadencia reposada a cada situación, dando espacio para recorrer cada nueva escena/cuadro con la mirada. Además, estos recorridos se vuelven más pesados a medida que las imágenes asociadas a un imaginario de guerra aparecen, una referencia de Kawamoto a la invasión soviética a Checoslovaquia, país que lo había adoptado durante su entrenamiento animado.

Fotograma La vida de un poeta (1974)

Todavía más curiosa que su incursión surrealista, la siguiente animación de Kawamoto puede entenderse como una lectura de la vinculación entre la práctica artística y el descontento político. En general, la obra de Kawamoto podría estar dentro del reclamo que hacía Nagisa Oshima hacia el cine japonés a finales de los 60: una obsesión con el pasado que no acudía a los problemas del presente, especialmente tratándose del álgido momento político en el país durante la época. La vida de un poeta podría ser una excepción; un cortometraje que inicia con la injusticia de los despidos, y donde el mayor antagonista es el jefe y sus planes de inversión extranjera.

Este cambio de foco contiene elementos autobiográficos. Después de varios problemas internos con los trabajadores y sindicatos, el famoso estudio Toho puso a Watanabe Tetzuso de director para confrontar la situación en los cuarenta. Sin grandes conocimientos sobre cine, pero con un marcado anticomunismo, Watanabe se encargó de ahogar las huelgas con políticas agresivas y opresivas. En 1948, después de un operativo policial contra la toma que los trabajadores sostenían en Toho, Watanabe despidió masivamente a decenas de trabajadores, incluyendo una buena parte de la oficina de animación. Dentro del equipo despedido se encontraba un joven Kawomoto, quien había iniciado sus primeros trabajos en el departamento de Arte.

Esto podría explicar la escena inicial de La vida de un poeta: un trabajador entrega una carta a su patrón para solicitar un aumento salarial después de una serie de despidos masivos. A pesar de la reducción del cuerpo de trabajo, la fábrica sigue pidiendo los mismos resultados y carga laboral a sus obreros. Esta situación es también un ataque al espíritu del protagonista, quien empieza a tener una serie de alucinaciones después de la fatiga de la situación laboral. Este momento más extraño, que incluye después una oleada de nieve provocada por la muerte de los sueños y deseos de la clase obrera, desemboca en la búsqueda poética del protagonista, quien entiende el empobrecimiento y el desgano general como una vía para la expresión artística.

Inspirado en un relato de Kobo Abe (quien había sido adaptado hace poco de manera exitosa en tres películas de Hiroshi Teshigahara), se trata del corto más político de Kawamoto, así como de su reflexión más directa sobre la práctica artística. Renunciando al color para reflejar el descontento obrero, también se trata de un cortometraje de cadencia pesada, utilizando movimientos escasos y fundidos en algunas escenas. Es también, aunque en un estilo totalmente diferente, otro trabajo profundo de Kawamoto sobre el paisaje, uno de los aspectos principales de su trabajo con marionetas.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

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Cine y desempleo

Por Germán Carrasco

Germán Carrasco es poeta y ensayista. Publicamos aquí un texto que aparece en su último libro: “La mantis en el metro. Apuntes sobre memoria reciente, poéticas y revuelta” (Seix Barral, 2021).

Alguna vez escuché a la salida del cine a una señora comentar: “Bueno, pero en qué trabajan los protagonistas, ¿viven del aire?”. No recuerdo qué película era, pero la pregunta me pareció un buen punto. En Sonata de Tokio (Kiyoshi Kurosawa, 2008), por ejemplo, uno ve cómo un tipo con un puesto importante en una empresa es despedido y tiene que hacer una cimarra (rata, hookie) involuntaria todos los días para fingir que va a trabajar y no perder la dignidad ante su familia. De más estaría resaltar el sesgo machista tras la mantención de la imagen de proveedor y hombre inquebrantable. Es interesante además el rechazo que le produce a ese padre la idea de que su hijo tome clases de piano, porque eso es de gente rica y no de las otras clases sociales, a las que se castra del placer y del goce. El hombre se pone el traje del alto cargo que tenía, pero sale a vagabundear y pedir comida en una cola para indigentes en Tokio, donde conoce a otro cesante en la misma situación. Y comparten trucos. A su vez, su hijo hace también la cimarra para estudiar piano con la plata de su propia colación —no come— y el otro hijo se enrola en el infernal ejército gringo sin saber inglés ni a qué guerra lo van a enviar.

Los ingleses, por su parte, a diferencia de los orientales, tratan el tema del desempleo con humor, es su estrategia para amortiguar el bajón, como en Full Monty o Riff-Raff de Ken Loach, para los más aguja, Kinky Boots. Al parecer, la constante en casi todas las películas que se hacen cargo del desempleo es el tema de género: perder la pega es poco menos que perder los testículos, se pierde la pega y el mundo gay viene a socorrer de alguna manera, como en las dos películas inglesas que mencioné. Por supuesto, esta es una mirada parcial a algunos filmes circulantes hoy en Chile. Podríamos haber empezado mencionando El ladrón de bicicletas (De Sica, 1948) y seguir ordenadamente con clásicos y cine independiente. Pero hacemos un sondeo a cierto cine circulante, y no al independiente. Está bien, hay que revisitar a los clásicos, pero también debe haber un lugar para descubrir a otros poetas. Los ciclos deben ser constantes y novedosos y tendría que estar viva o implementarse una conectividad con los organismos encargados de la extensión cultural de los países, sobre todo de Oriente. En Chile solo dan ciclos de cine que ya hemos visto mil veces. En el fondo, muchas veces ciclos de cine del Goethe y la Universidad Católica no son ciclos de cine fresco, sino de películas que la gente no alcanzó a ver durante el año. Hay varias salas cómodas, lindas, pero no tenemos curadores ni consejos que ofrezcan ciclos de cine fresco y audaz en su forma —sobre todo en su forma— y en su contenido. Por eso solo hablo del circulante.

Otro tema que se desgaja del filme de Kurosawa es la posibilidad de comenzar desde cero, si es eso posible luego de un despido a cierta edad —para el capitalismo salvaje ya se es viejo a los veinticinco años, miren los clasificados económicos de cualquier diario—, y ahí hay una alusión a la inminencia de un terremoto. Los japoneses saben que a veces hay que empezar de cero, que todo se puede caer en cualquier momento. Y están preparados. Señala el niponólogo Federico Lanzaco Salafranca que la tranquilidad del espíritu japonés reside en este abandono sumiso a la naturaleza. Un culto a la belleza cambiante del mundo, desastres incluidos, un sentimiento de caducidad e impermanencia ante toda belleza y gloria pasajera. Y eso se aprende con el silabario, desde la infancia, con un poema, el poema “Iroha” habría que señalarles a los philistines, que abundan en el mundo ejecutivo-flaite neoliberal. Yo hablaba de un bonsái en mi libro La insidia del sol sobre las cosas (1998), que un poco era la insidia de la voz baja. Esa serenidad ante el desastre que se puede apreciar en cualquier país sísmico inmediatamente luego del evento hace pensar en los bellos desastres o las bellas catástrofes de las que habla Rosamel del Valle, pero en el caso de Rosamel la serenidad es reemplazada por su fascinación y la imaginación, algo que para mí al menos no es prioridad.

En Tokyo! (2008), Michel Gondry inserta un personaje occidentalizado: una especie de Ed Wood de provincia que con su novia va a buscar pega a Tokio. Duermen en la pieza de una amiga que los termina echando a la calle, y la mujer del cineasta se convierte en una silla (algo útil), en la silla de un músico (la música, la poesía, el cine: lo inútil). Gondry está hablando de desempleo con elementos fantásticos, así como de manera realista se muestra la frialdad del mundo laboral de los inmigrantes chinos en Nueva York en Take Out (Sean Baker, Shih Ching Tsou, 2004). Gondry nos habla de una realidad muy brígida, pero de manera fantástica. A veces la ficción retrata mejor el problema que el documental. No creo que exista “demasiada ficción”, como decía el desafortunado título del Fidocs de 2010: es más, creo que escasea la ficción, y que el documental es ficción: hay un subjetivo, un montaje, un recorte y una elección de escenas y materiales, una puesta en escena. Es un cliché, pero hay que repetir mil veces que la objetividad no existe.

El eje de muchos filmes orientales es el tema laboral. Y si nuestro mundo va a mirar o ya mira hacia Oriente, supongo que debería prestar atención a sus prácticas laborales. No sé si un simpatizante del antiguo Sendero de Perú, un chico peruano universitario de clase media-alta, de esos que no saludan a la persona que le hace la comida y el aseo en la casa y que cholean a medio mundo, sería capaz de aguantar el ritmo laboral que venía adjunto con la implementación de un maoísmo en la dura. Tampoco sé si ese sistema de hormigas sea mejor o peor que la dictadura de un par de familias, como sucede en Chile y en otros países obscenamente asimétricos.

Un terremoto y un despido pueden ser sinónimos. Pero quizás también exista cierto placer inconsciente en ese vagabundear, pese —o quizás debido— a ese darwinismo de pelea de gallos, a esa ley de la selva o, al decir de Jorge Guzmán, esa ley del gallinero —el de arriba caga al de abajo— que se da a veces en ciertos entornos laborales.

Es probable que exista un deseo inconsciente de que la natura nos invada en una larga y lenta toma como la de un incendio o gente esperando locomoción en el frío en un filme de Loznitsa. Por eso no era indiferencia lo que se veía en algunos rostros luego del terremoto. Era la resaca que dejó esa lección de sabiduría. Es curioso y en extremo incorrecto políticamente afirmar esto en un país azotado por la tragedia y en donde los que sufren son los mismos de siempre, pero hay una belleza en esa renuncia. La vi en varios rostros luego del terremoto.

Hagamos el ejercicio de recordar el colegio. Hay dos sensaciones de cimarra: la primera, la liberadora y alegre, como en una escena de un libro de Germán Marín en donde el protagonista no quiere fingir más la de ganador o abogado o lo que sea y se deja ver por sus conocidos como un simple empaquetador en Gath & Chaves. El día de ese tipo de renuncias hasta el aire tiene un sabor distinto, como cuando se pone fin a un amor mezquino y autodestructivo. Pero cuando la presión de no tener trabajo es constante, la cosa cambia: esa sensación de libertad se convierte en la conciencia de una falta de ritmo, de verse en otra concepción del tiempo, en la conciencia de coexistir con cierta decadencia. Era divertido al principio, como en esa obra maestra sobre la infancia que es Melody (Hussein y Alan Parker, 1971): la cimarra de los adolescentes enamorados en el cementerio, la defensa con explosivos caseros del amor preadolescente. Eso repercutió muy fuerte en mi generación, los que hoy tenemos entre treinta y cinco y cuarenta años y que vivimos en dictadura y que grafiteábamos una flecha con espray verde. Siempre vamos a recordar que durante el gobierno de la Concertación fueron asesinados algunos militantes que ayudaron con su presión precisamente a salir de la dictadura: es el caso de Marco Ariel Antonioletti, a quien tuve la oportunidad de conocer en el Liceo Gabriela Mistral. Le escribí un poema en Clavados, cuyo título era “Hermoso como la muerte de un rottweiler”. Las largas caminatas conversadas con jumper y cárdigan, el descubrimiento sexual con cierta timidez o agarrarse a molotov limpia con la policía eran parte de una educación sentimental. La primera cimarra es como un día en Venecia con una tana culta y hermosa. Todo es descubrimiento y magia. Pero acuérdense bien: luego de algunas sesiones de cimarra, comienzas a reparar en lo residual de la ciudad, en la misoginia y el racismo brutal de los grafitis de los baños, por ejemplo. En esa ciudad estás solo y no hay dónde ir, como en El verano de Kikujiro de Kitano o esa otra obra maestra que es Nobody Knows de Hirokazu Koreeda.

En Sans Soleil (Chris Marker, 1983) se ve cómo los desempleados van a ciertos espacios gratuitos en Tokio a ver las peleas de sumo que dan en la tele. Esa sensación de una cimarra que deja de ser divertida y exploratoria aparece nítida en el cine de Laurent Cantet. No va al trabajo, toma el auto y se pone a vagar sin dirección alguna, a la manera de un sistema económico global que también carece de brújula, que es hasta rizomático, como decía la gilada esnob hace un par de décadas.

Básicamente, en el desempleo la concepción del tiempo es distinta. Es la concepción del tiempo lo que define a un perdedor. “My time is a piece of wax”, cantaba Beck en los noventa. Eso es lo que nos divide y lo que nos podría unir: la concepción del tiempo, la sincronía que intentan las religiones con diversos ritos. El tratamiento del tiempo es la prueba de fuego para el cine.

Según Chris Marker hay un tiempo africano, un tiempo japonés, un tiempo francés, etcétera. En Sans Soleil afirma que, si el problema del siglo XX fue el espacio y el territorio, el del XXI será el tiempo. El tiempo de la sonata de piano del hijo del cesante en el film de Kurosawa es el tiempo de la comprensión de sus propias debilidades y fortalezas, su escurría en cuanto a su condición de hombre en un sistema. El amor por su familia.

El tiempo de la tercera cimarra —no sé si se acuerdan— era un tiempo muerto. De eso se trata todo el asunto del desempleo, por eso el título de la película de Cantet, El empleo del tiempo. En ese filme sucede exactamente lo mismo que en el de Kurosawa: el protagonista dice que va a trabajar —miente— y quiere mantener cierto nivel de vida, pero en un momento lo cacha su propia familia. Luego, una de esas escapadas la hace con su esposa, en la nieve juegan y se aman mientras todo se desmorona. La nieve y la desolación del amor inviable, pero también el descanso en la blancura. Las escenas de una pareja en la nieve no necesitan diálogo, la metáfora es nítida. Ejemplos: Eterno resplandor de una mente inmaculada (Gondry, 2004) y El empleo del tiempo. Tengo la tentación de separar las próximas frases en verso:

La nieve como un recreo de blancura.

Un espacio en blanco o en negro entre escena y escena.

Un descanso de la mirada.

Una ausencia, como en la bellísima toma inicial de Sans Soleil: la belleza y la felicidad que no hay cómo hacer calzar en un filme-ensayo sobre una realidad que siempre es sórdida.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

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