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Mujeres desconcertantes: os quedaréis solas, por “intensitas”

Por Analía Iglesias

En éxtasis frente a los personajes femeninos de la película ‘La rueda de la fortuna y la fantasía’, nos atrevemos al misterio de esas mujeres que causan desconcierto porque dicen “no sé” y expresan sus propias perplejidades: no siempre hay que entender todo, ni entenderse. Convocamos también a la poeta Anne Sexton y sus ‘Transformaciones’, una reelaboración ‘inconveniente’ de clásicos de los Hermanos Grimm para abordar el asunto de las hadas. Segunda parte de esas mujeres “desasosegantes que descolocan porque no responden a lo que se espera de ellas, de nosotras.

Fue ir al cine y ver La ruleta de la fortuna y la fantasía, de Ryûsuke Hamaguchi, y comprender que este tipo de mujeres desconcertantes que la protagonizan pueden no caber en identidades colectivas ni en ninguna otra etiqueta de fácil comprensión y, sin embargo, son las guardianas del misterio ancestral de su género. Esta película japonesa premiada en la Berlinale, y que acaba de estrenarse en España, es una puesta en tres actos sobre mujeres solas, que estarán solas siempre, más allá de ser esposas, de estar solteras, preferir la heterosexualidad o ser lesbianas. Se trata de una soledad que viene de resultar desasosegantes por incomprensibles y, encima, expresar las dudas sobre los motivos de sus acciones, incluso en su contra. Son “intensitas” en sus cavilaciones existenciales y también apasionadas en el amor (los amores) que profesan, llenos de paradojas, y sin explicación mundana alguna. Dicen “no sé”.

Los críticos destacan del filme el hilván prodigioso entre tres historias que hablan del azar, el amor y los trenes que se nos han pasado, o las oportunidades desperdiciadas; sin embargo, creo que a las mujeres, el filme de Ryûsuke nos roza otras fibras, que tienen que ver con nuestras maneras de ser o de ser aceptadas o rechazadas. Sondea un lugar hondo donde reside la propia perplejidad frente a lo que somos y experimentamos. Es el lugar de la autoincomprensión explícita… O un desasosiego que algunas reconocemos sin reservas, empujando al interlocutor a abismarse en su propio desconcierto, lo que, en demasiadas ocasiones, es sinónimo de incomodar.

Arrepentirse es un verbo difícil

¿Cuántas veces nos arrepentimos las mujeres? Muchas más de las que proclamamos que no existe ninguna virtud en la culpa y que nadie tiene que arrepentirse de nada. Nuestras proclamas son maneras de tomar envión para sacudirnos el lastre de no cumplir con las misiones o las expectativas de la sociedad y el tiempo que nos tocan. Nuestras declaraciones públicas no implican que, en lo profundo, no estemos preguntándonos y reprendiéndonos por no haber sido (o parecido) de tal otra manera, más adecuada y conforme a los demás, incluso a las demás.

Las proclamas son un escudo del que podemos valernos, legítimamente, como integrantes de un grupo históricamente excluido de la representación y segregado en la toma de decisiones. Hay que levantar la voz y, para decir cosas al unísono, hay que contar con unos acuerdos de mínimos que nos hagan sincronizarnos con las causas de nuestra época. No obstante, cada mujer elige expresar sus contradicciones individuales o callarlas, para refugiarse en compañía. Y aquí viene el director japonés a poner en primerísimo primer plano a, al menos, tres mujeres confusas, raras, de esas que no encajan en sus entornos, pero que son capaces de expresar su propia perplejidad por eso que sienten, que es enrevesado, difícil de disimular o comprimir.

No hace falta que seas nadie más que tú para que a los demás les moleste, viene a decir La rueda de la fortuna y la fantasía. Sencillamente, lo que proyectas pone a los demás frente a un espejo en el que muchas –quizá demasiadas– personas preferirían no reflejarse nunca. Porque hay quien ha optado por distraer la vida con otros reflejos y quién eres tú para dar esos destellos de verdad, aunque sea incongruente con casi todo lo que nos rodea. Hay quien a eso le llamará ‘aura’, y le pondrá tonalidades, luces, o sombras.

Una forma común de casarse las princesas

“Piensas y actúas más allá del sentido común. Eso molesta”, le dice el personaje masculino a ella, una mujer casada que resulta bastante impopular entre sus compañeras y compañeros de facultad, todos más jóvenes, en una de las tramas de La rueda de la fortuna y la fantasía. Resulta que los dos únicos vínculos afectivos de la mujer en la universidad los constituyen su amante, un chico veinteañero que la venera eróticamente, y su profesor de literatura, que la respeta justamente por su brillantez indómita, porque piensa “más allá del sentido común”, algo que puede resultar estimulante para los buenos maestros (los docentes mediocres, en cambio, se indignarán con cualquier rasgo que haga que un cordero sobresalga y destaque la posibilidad de la desobediencia).

He aquí otra clave: en dos de las historias de la película hay un apunte certero del realizador japonés sobre la posibilidad del encuentro humano a través de la atracción erótica. En efecto, atravesados por Eros, los seres humanos prescindimos del entender, el banal entender del todo razonado, y nos liberamos al sentir. No todas ni todos nos lo permitimos, ni siempre nos entregamos a ese territorio en el que, verdaderamente, la incomprensión, o el “más allá del sentido común”, dejan de importar. Pero sí resulta esclarecedor asistir a la creación de un vínculo único, que sortea todas las otras leyes sociales del pertenecer y ser aceptadas. En el tercer cuento del filme, la posibilidad del encuentro humano se da a partir del reconocimiento de la falta, de ese hueco insalvable del corazón (oculto y tapado de callos); en este caso, promovido por el azar, cuando dos mujeres desconocidas quieren ver en la otra a ese amor posible e imposible que alguna vez dejaron pasar. Quizá no haya manera de redimir la relación ni de recuperar el tiempo, tampoco arrepintiéndose, pero el impulso de desearlo abre una puerta a otros deseos, y a la alegría de liberarse del propio juicio… de la sensatez y del sentido común.

En esta otra vía de liberación de lo que no se entiende y lo que es sensato, aparece la poeta Anne Sexton, gracias a una reciente edición ilustrada de libro Transformaciones (Ed. Nórdica), una reelaboración inconveniente de clásicos de los Hermanos Grimm. Lejos de las hadas, la “dama Sexton” –como ella misma se nombra en sus poemas– habla de princesas que “celebran concursos”, porque “es la forma común de casarse las princesas”. Y, precisamente, en ese texto, llamado La serpiente blanca, Sexton menciona a la princesa como “eternamente Eva”, ya que le dice al viajero que lo que le trae “no es suficiente” y que tiene que “buscar la manzana de la vida”. Sin embargo, la poeta hace que nada sea lo que parece, porque, al morder la manzana, las princesas también pueden enredarse “jugando a las casitas” con algún viajero, y asentarse “en una caja”, y así pasar “sus días viviendo felices para siempre…, una especie de féretro, una especie de miedo azul”.

La palabra sublime a veces entristece, pero también cura.

Lo dicho, si queréis gozar y comprender nuestras existencias marcadas por la poética del no-entender, nada mejor que asomarse a la obra literaria de la dama Anne Sexton y a la obra fílmica de Ryûsuke Hamaguchi (imperdibles, también, creaciones anteriores suyas como la serie Happy Hour y Assako I y II, en Filmin).

Tomado de: El asombrario

Tráiler del filme La ruleta de la fortuna y la fantasía (Japón, 2021) de Ryûsuke Hamaguchi

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‘Los inquietos’: la inmensa novela de Linn Ullmann sobre su padre, Bergman

Por Sonia Fides

‘Los inquietos’, la última novela de Linn Ullmann (Oslo, 1966), es un prodigio emocional y narrativo de principio a fin. Un vasto diario escrito con una prosa elegante, contundente, sin afectación, sin miedo a la memoria, ni a la vida, ni a la muerte, ni a la verdad, sobre su padre, el genial cineasta Ingmar Bergman, y su madre, la actriz Liv Ullmann. ‘Los inquietos’ es el trabajo de una escritora que hace juegos malabares con los recuerdos, con el dolor, con el abandono, para construir un libro que hable del padre.

La vida de la hija, la vida del padre, la de la madre, la muerte del padre, la supervivencia de la madre, la memoria, los nidos ocultos, los nudos por deshacer. La belleza de la contradicción como inmutable biografía:

“Estamos dolorosamente conectados”. A ella le parece que suena bien. Y que es un poco incómodo. Y confuso y cierto. Y tal vez algo cursi”.

Los inquietos es un espectáculo crudo, pero sin lugar a dudas es también el libro más luminoso y certero que he leído en este año en que la realidad sigue absorbida dentro de un paréntesis que nos negamos a aceptar. Sus páginas están llenas de vida, de honestidad; son páginas que recomponen la propia existencia de quien lee.

Los inquietos es también un libro ambicioso, un diálogo descarnado y lúcido con un hombre dependiente que paradójicamente fue elevado por todos hasta lo más alto como solo puede hacerse con un dios o un diablo:

“En mi bolso hay un bosque. Durante muchos años llevé a mi padre, o lo que quedaba de él, en el bolso. Lo que me quedaba de él eran seis cintas de audio de sus últimos años de vida. Su voz. Y el silencio. Y mi voz”.

Por eso Linn Ullmann duda y se niega durante mucho tiempo a ser consciente del legado y de la magnitud cultural del padre. Linn Ullmann es una huérfana que desconoce la exigente doctrina que lleva implícita la orfandad. Es una escritora que hace juegos malabares con los recuerdos, con el dolor, con el abandono. Ha construido este libro para hablar del padre, pero en ese choque hay un sinfín de hermosos damnificados y de prodigiosos protagonistas de cuyos nombres no quiere acordarse, porque a veces nombrar es tener que sostener la herida que inflige ese nombre.

Los inquietos es un hipnótico juego de azar en el que no hay ni ganadores ni perdedores, sino una exhibición de técnicas infalibles para alcanzar la excelencia estética y humana.

Linn Ullmann es una avezada cronista de la pérdida, pero sobre todo de esa supervivencia que nada tiene que ver con la intemperie:

“Un plan es más tangible que la esperanza, es un tiempo que se reserva”.

“El cuerpo se compone en su mayor parte de agua; el corazón de ira”.

Ullmann llega hasta su padre para dejar un testimonio, para escribir ese epílogo que todos los hijos sueñan guardar en la caja fuerte más inexpugnable del mundo, y sin embargo solo encuentra el caos que precede a la muerte, ese orden inorgánico que desbarata cualquier futuro.

Ullmann sueña con cartografiar la existencia de su padre, pero la existencia del gran Bergman es una laguna helada en la que ni ella misma se atreverá a mirar. Ullmann quiere vencer al aclamado héroe, pero el aroma de su carne vieja la hipnotiza hasta tal punto que acaba con su compostura de una manera deslumbrante y riquísima. Ullmann escribe con una prosa de rutilante sencillez. El eco de la naturalidad extrema persigue cada una de sus reflexiones, su memoria fluye como si perteneciese a la estirpe de las familias venturosamente felices. No le teme a la verdad ni a sus bifurcaciones, no le teme al testimonio ni a lo que significa ser testigo:

“Era aburrido estar mirando en la cama, pero las enfermeras jamás habrían creído que ella pensara en otra cosa que no fuera el amor que sentía por su bebé; nadie tenía derecho a pensar que ahí estaba una mala madre que no debería haberse quedado embarazada de alguien que no fuera su marido. No sé si alguien le habló del llanto que llega después de la leche. Creo que tal vez se avergonzó de llorar”.

Ullmann es una profesional de la «espeleología kamikaze» y por eso narra esta biografía multicéfala con esa poca ceremonia que exige contar un cuento infantil, de esa forma, sin ambages ni presunciones, resuena este libro profundo y bellísimo, de esa manera en que lo haría ese cuento infantil que nos garantiza la luz cuando tenemos miedo:

“Alguien le había cerrado los ojos también. No se sube al cielo con la boca y los ojos abiertos”.

Los inquietos es un libro visual, lleno de simbolismos y colores capaces de revolucionar el mundo de todos sus participantes. Esa fijación de Bergman por el rojo, o la de la madre de la protagonista por los azules casi transparentes, dinamizan la narración hasta convertirla en una danza capaz de renegar de cualquier coreografía. Los inquietos es un libro mecido por la intuición:

“Todo es distinto cuando los demás duermen. Por la noche es como si las habitaciones tuviesen fiebre”.

Todo es singular en la vida de la narradora. En ella habitan monjas que cuelgan los hábitos por amor, una pléyade de mujeres para cuidar al padre moribundo. Premios Nobel que se sientan en el sillón de su casa porque dicen amar a su madre cuando en realidad ella estará por siempre alejada del amor, el amor la repudia. Parece que su único objetivo es vengarse de ella, y su hija se enfrenta a cada uno de esos instantes con un pragmatismo insospechado en una adolescente. Parece que no le importe el fracaso de la madre, ella solo quiere que su madre vuelva a casa, sean cuales sean las condiciones en las que lo haga. Su madre es una especialista en amores imposibles y su padre un especialista en amores carnales, y entre los brazos de esa macabra dualidad se hace adulta nuestra narradora. Una narradora que usa a la gran Anne Carson como oráculo de la verdad, como guía revolucionaria para lograr que la asepsia vivencial que precisa este libro cause los estragos que causa en la memoria del lector:

“Anne Carson ha escrito una palabras que no consigo sacarme de la cabeza: “Por qué nos sonrojamos antes de morir”.

También es singular el deslumbrante equilibrio con que Ullmann recrea la vida, la agonía y la muerte de los habitantes de esta novela:

“Los coches que cruzan la noche suenan distintos de los coches que cruzan el día”.

Página a página, queda en evidencia que Ullmann es la dueña absoluta del aliento de un universo de micrometáforas que confluyen para reventar la posibilidad de una narración anclada en lo previsible. Que trabajan para que la complicidad de Bergman y la madre de la narradora no se apague nunca, para que sea esa luz incómoda que mantenga en vilo el porvenir de nuestra narradora:

“Lo que pasa con el amor es que es una palabra tan peculiar, tan maltratada y triste, que no quiero amarte”.

Micrometáforas que se yuxtaponen para humanizar a su padre, ese dios que se pasó la vida dependiendo de las mujeres:

“El 17 de agosto de 1969 mi padre le escribió una carta a mi madre y la firmó como “tu hermano en la noche”.

Los inquietos es un texto riquísimo desde lo propio, desde lo privado de la autora, pero también desde lo ajeno; son muchos autores y pensadores los que la ayudan a sostener el vendaval estético que supone este testamento tricéfalo.

Mención aparte merece la traducción de Ana Flecha, el ritmo, el color, la vigencia que imprime a la narración la convierten en un vergel en el que el lector es incapaz de no perpetuarse.

Así que no dejéis de leer esta auténtica odisea babilónica que os convertirá en niños satisfechos. Linn Ullmann ha orquestado el más hermoso de los sacrificios humanos que yo haya leído. Imprescindible.

‘Los Inquietos’. Linn Ullmann. Traducción de Ana Flecha Marco. Gato Pardo ediciones. 386 páginas.

Tomado de: El asombrario

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