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Las marcas políticas del silencio

Por Cimarronas

Muchos cuerpos marcados como mujer encontramos en el feminismo un espacio para sostenernos emocionalmente, las unas a las otras. Sorprendería cuán común es hallar historias de violencia machista y abuso sexual en nuestras vidas y las de nuestras compañeras. Desde los aprendizajes feministas y la valentía que alimenta el sabernos «no solas», militar es también escuchar y acompañar esas historias de abuso y violencia, en un proceso que nos ayuda a identificar y contar también las nuestras, como víctimas.

La violencia sexual contra las mujeres es una, y abarca actos que van desde el acoso verbal, la coacción, la presión social, la intimidación, el abuso de poder, la fuerza física, la penetración forzada o la esclavitud.

Cualquier violencia que sea sistémica y que no tenga mecanismos eficaces que la contrarresten implica un margen muy alto de impunidad. La violencia de género es sistémica, y la violencia sexual machista también lo es.

El Patriarcado se erige tan hegemónico y tóxico como el Capitalismo, que no se olvide, ni se obvie; y ambas estructuras, cada vez más complementadas, profundizan sobremanera las desigualdades de género y precarizan la situación social y política de la mujer y su derecho vivir con dignidad.

Todas las formas de violencia contra las mujeres han desarrollado herramientas estructurales de legitimidad que minimizan las agresiones y culpabilizan a la víctima, con un carácter ejemplarizante. «No fue para tanto», «pude haberlo evitado», «no debí coquetear», «no debí venir a su casa», «no debí aceptar la bebida», «no debí vestir así», «no debí responderle», «no debí andar sola de noche», «yo me lo busqué». Estas expresiones empuñadas una y otra vez terminan por ser «ciertas» hasta para nosotras mismas. Y nada más nocivo para ese país justo que queremos construir.

Muy pocas denunciamos (menos del 5%), y es por eso. Por vergüenza, por culpa, por estar confundidas sobre lo sucedido, por querer olvidar, porque nos toma muchas veces años entender que fuimos víctimas de un abuso, porque la mayoría de nuestros sistemas de apoyo cercanos son inadecuados, por los pactos patriarcales que se tejen posteriormente a la denuncia, por la revictimización. Y porque contar trae sus propios riesgos.

Siempre que un cuerpo marcado como mujer comparte públicamente una historia de violencia se expone muchas veces a nuevas formas de violencia. Compartir historias de violencia no tiene para la víctima ninguna ventaja, o muy pocas. Pero sí muchas para el movimiento, y su necesidad imperativa de visibilizar el problema, como debate político, porque todos los días nos agreden (y también nos matan).

Para quien, en un momento de «ultrarracionalidad» machista, asume que podemos mentir, le decimos que la presencia de las denuncias falsas en datos es insignificante. Apenas existe, y en los casos en los que ocurre, el momento legal se hace cargo de ellas también. Y NO, tampoco son denuncias falsas todas las que no terminan en condenas firmes, como ocurre igualmente a veces, por no hacer un uso alevoso los abusadores de la fuerza física para la violencia, y la posterior falta de «marcas» que prueban el delito, como si las huellas psicológicas no fueran suficientes.

Tampoco debemos olvidar que la maquinaria del proceso penal es sobremanera revictimizante, porque aún tenemos sistemas judiciales y policiales patriarcales. Y que esto sucede en todo el mundo, no solo en Cuba. Que, en caso de duda, un grupo importante de personas, se ponga del lado del históricamente oprimido es un buen síntoma, de toma de conciencia. Como también lo es que las mujeres denuncien más y más, porque significa que lo que antes era invisible, ahora es un problema político.

La denuncia hecha con rigor es siempre positiva, aunque duela, porque la política emancipatoria debe ser siempre honesta. En comunicarla con rigor hay siempre una responsabilidad periodística tremenda, que debe lograr, y esto es irreductible, no seguir legitimando (más) esa violencia machista.

Instrumentalizar ese dolor para causas ideológicas es también revictimizar, y ser violentxs.

Una denuncia pública de abuso sexual machista tiene dos momentos fundamentales, uno político y uno judicial. Ambos importantes y necesarios para completar el acto pedagógico. En el momento político, del que forman parte indispensable los medios socialistas de comunicación, se construyen sentidos y consensos, se fijan y defienden ideas fuerza, se camina un poquito hacia la transformación de los fundamentos patriarcales sobre los que aprendemos la vida. El momento legal resuelve con un carácter jurídico ese proceso, «hace justicia».

La Revolución se prepara para asumirlos a ambos, como un gran desafío, en un proyecto de país que sigue siendo problematizado, profundizado y completado por quienes lo sostienen, 60 años después.

Organizar solo la rabia sin proyecto humano ético y emancipador no es feminismo, al menos para nosotras. El feminismo también defiende las alegrías. Y las nuestras, al menos las últimas, una compañera de lucha ayer las recapitulaba: «No creo que sea este el país del caos que algunos intentan pintar, donde las mujeres estamos absolutamente desprotegidas y a nadie le importa que nos maten o nos violen en las esquinas. Conozco el esfuerzo consciente de académicos, activistas, investigadores e instituciones que durante años han visibilizado las múltiples manifestaciones de la violencia de género en Cuba y han exigido soluciones. He escuchado en discursos una vocación gubernamental de legislar sobre el conflicto y generar otras estrategias para enfrentarlo. Lo he visto convertirse en primeros pasos con un Programa Nacional para el Adelanto de las Mujeres que reconoce en el enfrentamiento y la prevención de la violencia una prioridad, en una Línea 103 y otras alternativas -muy pequeñas todavía- de acompañamiento a víctimas, en una Estrategia Integral que articula prevención y enfrentamiento a través de ejes diversos, en una transversalización de la perspectiva de género al nuevo Código de las Familias, al nuevo Código de Procesos, a la Ley Penal por llegar. Que queda mucho por hacer, por supuesto. Que hace falta una Ley, también. Pero ignorar todos esos esfuerzos es ver una nación sin matices, en blanco y negro».

Tenemos una certeza, que aún falta muchísimo. Nuestra sociedad y sus estructuras continúan siendo profundamente patriarcales. El machismo como antivalor inaceptable para el socialismo aún no se normaliza en toda la amplitud de nuestras filas, y ¡no se puede ser revolucionario a la mitad!, comentaba ayer unx compañerx.

La violencia machista es también violencia política, y nuestro compromiso deberá ser siempre el de reivindicar la tolerancia cero contra ella, y cualquier forma sistémica de discriminación.

Estamos más que nunca convencidas de que esa consigna que grita y educa: ¡Sin feminismo, NO hay socialismo posible!

Tomado de: La Tizza

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La violencia patriarcal como crimen de guerra

Foto: El Espectador

Por Diana Carolina Alfonso

A principios de la década del ochenta, empezaban a desgastarse gran parte de las puestas dictatoriales que se diseminaron por todo el continente tras el triunfo de la Revolución Cubana en 1959. En ese contexto, en 1981 se llevó adelante el Primer Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe (EFALC) en Bogotá. El Plan Cóndor, financiado y articulado por el Departamento de Estado norteamericano, había aplastado las salidas revolucionarias por medio de un inusitado ejercicio del terrorismo de estado, coordinado continentalmente. En ese tramo de nuestra historia reciente fueron creadas nuevas formas de guerra y sujeción poblacional. La bandera anticomunista, como fachada de la ideología neocolonial de los Estados Unidos, dio paso a un patriarcado de guerra adiestrado casi uniformemente en la Escuela de las Américas. Por sus aulas han pasado por lo menos 83.000 varones militares latinoamericanos.

El primer EFALC definió conmemorar la lucha de tres mujeres dominicanas asesinadas por una de esas dictaduras conducidas desde los Estados Unidos. Hablamos de las hermanas Mirabal, militantes del Movimiento Revolucionario 14 de Junio, y del siniestro Rafael Leónidas Trujillo, más conocido como “El Chivo”. Fue así como se estableció el 25 de noviembre como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Recordemos que un año antes, en 1980, Colombia suscribió a la Convención para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW). En lo tocante a los derechos de las mujeres y disidencias, el campo normativo latinoamericano aún se encontraba yermo, aunque el ambiente político, económico y militar, evidenciaba un agravamiento de las condiciones de las mujeres, infancias y disidencias que sobrevivían -y sobreviven- en las periferias de la región. El auge de la concentración agraria en lo que se ha denominado la “Revolución Verde”, no puede entenderse sino es a través de la escritura de la violencia sobre los cuerpos de las campesinas. La reprimarización de nuestras economías es la consecuencia de un proyecto imperialista específico, en el que el patriarcado de guerra ha jugado un papel primordial.

En el marco de la “Revolución Verde” que coincide con el Plan Cóndor, la violencia sexual hacia las infancias y cuerpos feminizados, tomó un cáliz abrumadoramente capitalista. Como en el caso de las hermanas Mirabal, la violencia política de ese patriarcado militarista fue tan sólo una cara del proyecto neocolonial en expansión. De hecho, para la fecha en que se desarrolló el EFALC en Bogotá, ya se había puesto en marcha el Estatuto de Seguridad de Turbay, sin cuya normativa nos sería imposible historizar el advenimiento del paramilitarismo contemporáneo colombiano. Sobre aquella trayectoria mercenaria, se insertaron las estructuras paraestatales que harían de la violencia sexual una fuente de pedagogía de masas, un botín de guerra, y una práctica social genocida tendiente a la rearticulación de las economías locales.

Apropiación y descartabilidad

Según el último informe de Human Right Watch, cerca de 8.5 millones de familias colombianas sufren el desplazamiento forzado. Eso, sin sumar los casi 8 millones más que viven fuera del país. Estamos hablando de alrededor de 17 millones de colombianes que viven en la trashumancia. Las causas estructurales de esa expulsión deben buscarse en la compulsión apropiativa del modelo hacendatario y oligárquico de nuestra república.

La ley de reforma agraria de 1961 propuso un amplio proceso de redistribución agraria con mecanismos como la titulación de tierras baldías a las familias colonizadoras. Hasta 1986 sólo 11,2 por ciento de los adjudicatarios eran mujeres. Recién con la ley de pseudo reforma agraria de 1988 se reconoció el derecho de la mujer a la tierra. En otras palabras, para la época en que se desarrolló el EFALC, el 90% de la titulación de las tierras colonizadas se encontraba en manos de varones campesinos. Si a la masculinización de la propiedad de la tierra sumamos el paramilitarismo contemporáneo, tendremos un panorama más preciso sobre las brechas de género fomentadas por el patriarcado de guerra, solamente en el entorno rural, quizás el más afectado.

En últimas, el desplazamiento forzado, la concentración agraria y el ejercicio masculino de la violencia, se sintetizan en una fórmula en la que ya no solamente se usan los cuerpos como escenarios de apropiación, sino como elementos de descartabilidad. De ahí la radicalización de las tácticas de tortura sobre los cuerpos feminizados. Por este motivo, las violencias contra las mujeres, infancias y disidencias, en los marcos de guerra que vivimos, deben asumirse como crímenes de guerra, nunca más como “crímenes pasionales”.

Normativas, ¿para qué?

Pese a su propia tragedia humanitaria, el Estado colombiano es un fiel firmante de cuanta normativa humanitaria internacional. En nuestro país existen varias leyes que apelan al resarcimiento de las desigualdades históricas entre géneros. La Ley 1257 de 2008 “dicta normas de sensibilización, prevención y sanción de formas de violencia y discriminación contra las mujeres”, y la promulgación de la Ley 1761 de 2015 o –Ley Rosa Elvira Cely– tipifica el feminicidio como un delito autónomo y dicta otras disposiciones. En medio de los Diálogos de Paz, se constituyó la Ley 1719, que “garantiza el acceso a la justicia de las víctimas de violencia sexual, en especial cuando se da con ocasión del conflicto armado”.

No obstante la normativa, es evidente que el Estado no presta ninguna garantía para su aplicabilidad.

El caso de la periodista Jineth Bedoya, en el que se responsabiliza a agentes del Estado por persecución, tortura y violación, dejó en evidencia la falta de pericia institucional, la complicidad y el talante revictimizador de los garantes del orden. Según la misma Corte IDH, en la que se llevaron adelante las audiencias del proceso, los protocolos y ordenamientos jurídicos expuestos por la representante de la Fiscalía, María Ospina, no son operativos ni conducentes.

La cohabitación entre el Estado y las estructuras militares y económicas al margen de la ley se expresa en la desconfianza de las víctimas hacia las instituciones estatales. Según la Unidad para la Atención y Reparación Integral de las Víctimas, el conflicto armado ha dejado más de 27.000 mujeres y personas LGBT+ víctimas de violencia sexual. Empero, la Corte Constitucional reconoció, en el 2015, que la impunidad en el sistema de justicia ronda el 98 por ciento. Además de la desconfianza, el subregistro devela el efecto de la revictimización.

Un informe del Centro Nacional de Memoria Histórica reveló que la Ley de Justicia y Paz, o Ley 975, para la desmovilización del paramilitarismo durante el gobierno Uribe, no brindó herramientas para la reparación integral de las víctimas. Por el contrario, la metodología de las salas penales puso en primera escena el relato de los victimarios.

En estas condiciones la salida sólo puede ser colectiva y feminista. Es decir, hermanada y activa.

Tomado de: América Latina en movimiento

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La violencia contra las mujeres en México

Por Teresa C. Ulloa Ziáurriz

Tras unos días de conmemorar el Día Internacional contra la Violencia hacia las Mujeres y tras los 16 días de activismo contra esa violencia que es una campaña internacional anual que se inicia el 25 de noviembre, Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, y se extiende hasta el 10 de diciembre, Día de los Derechos Humanos.

En todos los países las colectivas y el movimiento feminista hemos preparado la marcha y la jornada. Y no es de extrañar que las jóvenes hayan tomado las calles y muestren su enojo, su rabia y su impotencia ante un gobierno omiso que no ha sido capaz de generar una sola política pública para prevenir los feminicidios.

Y a pesar de que la CEDAW y la Convención de Belem do Pará incluyen la trata y la prostitución como formas graves de violencia contra las mujeres, lo cierto es que estas formas y modalidades no se han reconocido como violencia contra las mujeres en la legislación mexicana.

Según la Declaración de las Naciones Unidas sobre la Violencia contra las Mujeres, de 1993, por «violencia contra la mujer» se entiende todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o sicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada.

Se entenderá que la violencia contra la mujer abarca los siguientes actos, aunque sin limitarse a ellos:

La violencia física, sexual y sicológica que se produzca en la familia, incluidos los malos tratos, el abuso sexual de las niñas en el hogar, la violencia relacionada con la dote, la violación por el marido, la mutilación genital femenina y otras prácticas tradicionales nocivas para la mujer, los actos de violencia perpetrados por otros miembros de la familia y la violencia relacionada con la explotación;…

Ahora bien, por cuanto hace a la Convención Americana para Prevenir, Sancionar la Violencia contra las Mujeres o Convención de Belem do Pará, ésta establece que los Estados Parte, entre ellos México, condenan todas las formas de violencia contra la mujer y convienen en adoptar, por todos los medios apropiados y sin dilaciones, políticas orientadas a prevenir, sancionar y erradicar dicha violencia y en llevar a cabo lo siguiente:

abstenerse de cualquier acción o práctica de violencia contra la mujer y velar por que las autoridades, sus funcionarios, personal y agentes e instituciones se comporten de conformidad con esta obligación;

actuar con la debida diligencia para prevenir, investigar y sancionar la violencia contra la mujer;

incluir en su legislación interna normas penales, civiles y administrativas, así como las de otra naturaleza que sean necesarias para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer y adoptar las medidas administrativas apropiadas que sean del caso;

abstenerse de cualquier acción o práctica de violencia contra la mujer y velar por que las autoridades, sus funcionarios, personal y agentes e instituciones se comporten de conformidad con esta obligación;

actuar con la debida diligencia para prevenir, investigar y sancionar la violencia contra la mujer;

incluir en su legislación interna normas penales, civiles y administrativas, así como las de otra naturaleza que sean necesarias para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer y adoptar las medidas administrativas apropiadas que sean del caso;

abstenerse de cualquier acción o práctica de violencia contra la mujer y velar por que las autoridades, sus funcionarios, personal y agentes e instituciones se comporten de conformidad con esta obligación;

actuar con la debida diligencia para prevenir, investigar y sancionar la violencia contra la mujer;

incluir en su legislación interna normas penales, civiles y administrativas, así como las de otra naturaleza que sean necesarias para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer y adoptar las medidas administrativas apropiadas que sean del caso.

Sin embargo, hasta el momento, nuestro país no cuenta ni con el Plan Nacional para Erradicar la Violencia contra las Mujeres, ni el Plan Nacional para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas, ambos previstos en el Plan Nacional de Desarrollo, de donde se desprende que no son prioridad, ni se encuentran en la agenda pública.

Y por qué es necesario mencionarlo, porque las cifras son alarmantes:

Hasta el mes de marzo de 2021, según datos oficiales, había registros de al menos 20,939 mujeres y niñas desaparecidas y no localizadas en México. Cada día se reporta la desaparición de 9 mujeres de entre 12 y 17 años en México. No existe un registro de las que pudieran ser víctimas de delitos en materia de trata de personas y no inician la investigación por delitos en materia de trata hasta que aparezcan, así que a ellas nadie las busca.

Ahora bien, por cuanto hace a violencia familiar, según el INEGI, en enero de 2021, la Ciudad de México abrió 2,301 carpetas de investigación (CI), lo que lo posicionó como el estado con mayor incidencia de violencia familiar en el mes, seguido por Estado de México, con 1,691, y por Nuevo León, con 1,258. Las llamadas por violencia familiar al número 911 han aumentaron durante la pandemia exponencialmente, sobre todo durante el confinamiento.

De 2015 a 2019, en nuestro país, se abrieron 66,865 carpetas por violación, y se estima que sucede una violación cada 10 minutos en el país, delitos que causan agravios y severos daños psicológicos y físicos a las víctimas.

Los feminicidios diarios en México se triplicaron de 2015 a 2020. Cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) confirman que en 2020 se registraron en promedio 10 feminicidios diarios en México, una tendencia que se ha mantenido desde el segundo semestre del 2018. Durante 2020, cerca de 3,700 mujeres han perdido la vida, víctimas de feminicidio, cantidad que incluye tanto lo que las Fiscalías tipificaron como feminicidio, así como las muertes violentas de mujeres.

Todos los días y en todas partes las mujeres son asesinadas.  Crímenes en situaciones de conflictos armados o guerras; en la calle, relacionados con violaciones o con el crimen organizado, la prostitución o la pornografía dura, que lleva a las mujeres que la practican a tratos crueles, inhumanos y degradantes, que incluyen el feminicidio; o cometidos por sus maridos, parejas, exparejas. Todos crímenes ligados a la sexualidad, en donde el factor de riesgo es ser mujer o niña. Y en esta tipificación también se invisibiliza la violencia que imponen los vientres de alquiler contra las mujeres gestantes, generalmente pobres y en condición de exclusión social.

Mientras que el concepto de violencia contra las mujeres tiene ya varias décadas, el de feminicidio es más reciente.  Y a mi manera de ver, se trata del concepto de genocidio, la intención de destruir total o parcialmente a un grupo, en este caso, las mujeres y las niñas.

Esta realidad indica el carácter social y generalizado de la violencia basada en las desigualdades entre mujeres y hombres.

También cuestiona los argumentos que tienden a disculpar y a representar a los agresores como “locos” o a concebir estas muertes como “crímenes pasionales” o bien, a atenuar su importancia en el caso de situaciones de conflicto o guerra.

Tanto el concepto de “violaciones en la guerra” como el de “crimen pasional” perpetúan la idea de que el criminal actúa poseído por fuerzas exteriores, inmanejables por él —el amor, la pasión, la venganza—, que la situación lo sobrepasa, que ha cometido actos que no controla, o muchas veces, que son justificados en el marco de otros crímenes.

El feminicidio debe ser comprendido en el contexto más amplio de las relaciones de dominio y control masculino sobre las mujeres, relaciones naturalizadas en la cultura patriarcal, en sus múltiples mecanismos de violentar, silenciar y permitir su impunidad. Y así como la sociedad disculpa; quienes interpretan las leyes, también disculpan.

Algunos de esos crímenes, como los que se dan en el marco de las relaciones personales, en los feminicidios íntimos, son disculpados con el argumento de la emoción violenta, la pasión, etc. Esta situación no hace más que reforzar la impunidad de los femicidios.

En consecuencia, hasta tanto no se haga visible y se comprenda su gravedad, no habrá sanción efectiva.

Según el estudio realizado por la Comisión Especial de Feminicidios del Congreso Mexicano, que encabezó la Dra. Marcela Lagarde y de los Ríos, 1,205 niñas y mujeres fueron asesinadas en todo el país en 2004, según cifras del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática, hoy se habla de 3,700 en el 2020, aunque según cifras oficiales son un poco menos de 1,000 y más de 2,800 mujeres asesinadas violentamente y cada 4 minutos una mujer o niña es violada.

Como dijo Doña Marcela Lagarde y de los Ríos, las niñas y las mujeres asesinadas en México tienen distintas edades, pertenecen a todas las clases sociales y estratos socioeconómicos, aunque la mayoría son pobres o marginales; algunas fueron mujeres ricas, de clase alta…; el abanico abarca analfabetas, con estudios básicos, otras más eran estudiantes, técnicas, universitarias, postgraduadas y con excelencia académica, aunque la mayoría tenía pocos estudios.

Eran: desconocidas, conocidas, cónyuges, parientas y amigas; había entre ellas solteras, casadas, ex esposas, unidas, novias, ex novias, hijas, hijastras, madres, hermanas, nueras, primas y suegras, vecinas, empleadas, jefas, subordinadas, … la mayoría eran niñas y mujeres de esfuerzo, trabajadoras formales e informales; … ciudadanas de a pie, activistas, políticas y gobernantes, casi todas eran mexicanas y, entre ellas, algunas  tzotziles como las Lunas de Acteal, otras rarámuris, otras más nahuatls; algunas eran extranjeras…

A la mayoría las asesinaron en sus casas, de las otras no se sabe dónde…; algunas tenían huellas de violencia sexual, en la mayoría de los cuerpos no hay rastro; algunas estaban embarazadas; otras eran mujeres con discapacidad.

Algunas fueron encerradas, otras secuestradas, todas fueron torturadas, maltratadas, atemorizadas y sufrieron humillaciones; unas fueron golpeadas hasta la muerte, otras estranguladas, decapitadas, colgadas, acuchilladas, balaceadas;… todas estuvieron en cautiverio; aisladas y desprotegidas, aterradas, vivieron la más extrema impotencia de la indefensión; todas fueron agredidas y violentadas hasta la muerte; algunos de sus cuerpos fueron maltratados aún después de haber sido asesinadas. La mayoría de los crímenes está en la impunidad.

Por eso es necesario que se emprendan acciones para la prevención, que son menos caras que las acciones de protección y asistencia. Lo que significa que es necesario un mayor esfuerzo para detener esta otra terrible pandemia contra el 52.7% de la población.

Por eso creo que durante el proceso de socialización debemos entender que las niñas y los niños aprenden por el ejemplo, por eso decimos que si crecen en un hogar donde el padre golpea a la madre, los niños van a aprender que así es como los hombres deben tratar a las mujeres y las niñas van a aprender que así las deben de tratar.

Además, hay que educar en igualdad, con respeto, sin perpetuar estereotipos de superioridad de los hombres e inferioridad de las mujeres.

Por otro lado, se debe exigir a los medios masivos de comunicación y al sector de la mercadotecnia que erradiquen los mensajes que normalizan la violencia contra las mujeres, las que las colocan como responsables del cuidado de la casa y las hijas e hijos o bien su objetivización y sobresexualización.

Habría que diseñar materias en todos los niveles escolares dedicadas a la promoción de la igualdad entre mujeres y hombres y a erradicar la violencia contra las mujeres.

Campañas masivas para provocar el repudio social a todos los tipos y modalidades de violencia contra las mujeres, al fin y al cabo todas y todos tenemos una madre, una hermana, una hija o una esposa.

Reducir los niveles de impunidad de los delitos de violencia contra las mujeres y las niñas.

Y en medio de esta pandemia de violencia contra las mujeres y feminicidio, además tenemos que enfrentar la violencia y censura que ejerce el queerismo sobre las mujeres, la invisibilización a la que nos quieren condenar, que incluso hoy están proponiendo que se eleve a nivel constitucional la discriminación por género y el reconocimiento a la identidad de género autopercibida. Una batalla más que promueve la violencia machista.

Tomado de: Tribuna feminista

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Semiótica de los Feminicidios. Cultura de lo macabro

Por Fernando Buen Abad Domínguez @FBuenAbad

“En el comportamiento hacia la mujer, botín y esclava de la voluptuosidad común, se manifiesta la infinita degradación en que el hombre existe para sí mismo… Del carácter de esta relación se desprende en qué medida el hombre ha llegado a ser y se concibe como ser genérico, como ser humano: la relación entre hombre y mujer es la más natural de las relaciones entre uno y otro ser humano”. Carlos Marx

Pocas formas del asesinato poseen más carga simbólica que los feminicidios. En ellos se coagula un poliedro de fenómenos históricos degradantes, cocinados en las entrañas del poder hegemónico más podrido. Lo ya de suyo macabro, en lo particular, trasciende y salpica al contexto mientras destruye los mejores valores colectivos amasados durante milenios. En el asesinato alevoso de mujeres, niñas o adultas, reina una moraleja pútrida que se ha dejado macerar para que haga metástasis en todo el cuerpo social y nos deprima, nos agobie, nos cancele todo futuro. No es un problema nuevo ni ingenuo. Se lo ha dejado progresar para hacernos sucumbir en los pantanos del pesimismo donde no hay salida porque convence al mundo de que las mujeres nada valen.

Hay geopolíticas macabras emblemáticas, como las Muertas de Juárez, y también hay paradigmáticos, como los crímenes incontables silenciados en la intimidad de la gente “pudiente”, abrigada con impunidad mediática a fuego. Violencia de género que siempre ha sido tolerada como un derecho de machos, cultivado en la nervadura ideológica de la burguesía que fue siempre permisiva y siempre impune. La violencia contra las mujeres en los hogares, en las parejas o en cualquier forma de las relaciones de producción, no es otra cosa que un crimen social tolerado largamente. No hay seguridad para las mujeres que conviven con hombres orgullosos de ser violentos. Hay muchas patologías fúnebres en el sistema patriarcal que se repite en las casas, las empresas, las oficinas, las iglesias, las calles y en todo lugar. La mitad de los asesinatos de mujeres, por razones de género, no se esclarece. ¿Hay que llamar a la palestra a Henri Désiré Landru? ¿A Thomas De Quincey con su “On murder considered as One of the Fine arts” (Sobre el asesinato considerado como una de las bellas artes)?

Si alguien pretende reducir lo macabro del feminicidio a “episodios aislados”, de “locura individual”; reducirlo a un tema de debate en sesudas “sobremesas” a propósito de la violencia “de unos cuantos”, en vez de abrir el cuestionamiento al capitalismo todo. Si alguien pretende tal reduccionismo, debe saber que muchas mujeres morirán mientras nosotros discutimos porque, para ellas, la vida depende de la comunidad, de la defensa colectiva de su integridad, de su cuerpo y su dignidad. Y tal defensa depende de destruir el poder patriarcal hegemónico desde sus fuentes ideológicas, en sus fuerzas opresoras concretas y en el consenso ético y jurídico que lo protege; desde la familia y en su forma más horrorosa del Estado Nacional que perpetúa la supremacía machista para, a través de la violencia, lograr la posesión, la colonización y la destrucción de las mujeres. Buñuel lo retrató muy bien en más de una de sus películas.

La violencia que asesina mujeres es un producto más de la ideología de la clase dominante infestada con mentiras y perogrulladas. Se trata de violencia basada, incluso, en el miedo a que las mujeres sean “superiores”. Eso es intolerable para el poder machista. El asesinato de mujeres tiene relación íntima con un sistema social basado en desigualdades por el hecho, incluso, de pertenecer al “sexo débil”. Es un problema creciente. Históricamente se aceptó que el vínculo entre hombres y mujeres conlleva una licencia para abusar. Fueron silenciados miles de episodios de violencia real, plenamente asimilada en la vida cotidiana. El extremo de esa pedagogía de la violencia es el permiso reservado para la industria de la pornografía que vende la imagen de mujeres dispuestas siempre a soportar, una y otra vez y para siempre, cientos y cientos de vejaciones. Estímulo audiovisual para la violencia sexual, la violación y el asesinato perpetrado, en el fondo, por los valores morales del establishment retrógrado que mercantiliza a las mujeres y las somete al absolutismo lujurioso del placer machista… hasta el asesinato. Un placer de la carne humana en su forma más deshumanizada. Como ocurre en muchos matrimonios.

No es ilógico que, en cada feminicidio, esté anidada una moraleja y una simbología contra la sociedad condenada a ser esclava de la supremacía conservadora que es, a su vez, un campo de concentración ideológico lleno de víctimas muertas. Y nadie parece poder frenarlo. Falta mucha investigación sobre las causas, de manera fundamentada y rigurosa. Investigaciones históricas en torno al feminicidio sobre un escenario histórico de desigualdad genérica. Son asesinatos que simbolizan la misógina extrema, e histórica, orientada a producir más explotación y más subordinación de las mujeres. El significado es tan terrible por lo complejo como por lo macabro. Simboliza la moral de los cuchillos, las pistolas y las trompadas destinadas a la piel de las mujeres reducidas a un genital despreciado que puede herirse bajo la complicidad cultural del establishment. El mensaje lumpen del feminicidio es “que no importa lo que le hagan a una mujer y de cuántas maneras la lastimen, a ella le va a gustar” (Andrea Dworkin). Hay un cancionero amplísimo que lo avala y lo repite hasta el hartazgo. Con tríos, mariachis, reguetones o bandas de rock.

He aquí el tiempo de los asesinos. Es una atrocidad histórica como las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, como Vietnam o como Irak. Son crímenes de lesa humanidad que simbolizan violación, mutilación y humillación, usadas con placer de clase incluso promovidos por los “mass media”. Es la industria de una semiótica fúnebre generada como insulto de clase contra la conciencia humana. Las muertas se reducen a estadísticas que nadie quiere conocer y se apilan en una zona oscura de la memoria colectiva para que no estorben antes, durante y después del asesinato próximo. Por cierto, la palabra feminicidio también sirve, paradójicamente, para esconder el horror parido por el capitalismo. Por eso la difunden con furor algunos moralistas conservadores que se escandalizan, sólo, mientras llega la publicidad de turno. En los feminicidios habita la violencia como solución final que evidencia el anhelo de dominar al otro aniquilarlo. Ejercicio de un poder auto conferido para conducir a la víctima a la totalización de la negación. Poder enano, pero poder omnipotente cuya violencia es siempre respuesta aterradora ante el exhibicionismo del poder así sea efímero y robado.

¿Qué significa esto? Una sociedad que tolera y no combate, decididamente, la degradación humana, la violencia y el asesinato, fomenta lo macabro y lo hace crecer. Nos acostumbra a que nada de esto es “grave”, que es parte del “paisaje”, que es una calamidad con la que vivir sin escandalizarse. Que ya nada importa, ni el saqueo, ni la explotación, ni la corrupción. Es el marco perfecto para toda degradación imaginable. Pero la vida es otra cosa y no se debe bajar la guardia, hay que identificar el dolor de la brutalidad sistematizada y luchar organizadamente en su contra. Gran parte de ese dolor es ocasionado por un sistema económico e ideológico diseñado para someternos a todas las patologías del poder. En lo general y en los casos específicos. Es vital luchar contra los feminicidios antes de que la indolencia nos haga cómplices de la lógica que asesina a mujeres. Y pueblos.

Todos los asesinatos de mujeres dejan una marca indeleble en la memoria de los pueblos, dejan tatuada una referencia que desnuda a la cultura y a los valores dominantes. Los asesinos actúan impregnados con los tufos más fétidos y complejos de la ideología del poder dominante y son criaturas dolidas de ser “la gente normal”, de ser humanos de carne y hueso, pero hambrientos de poder. Los feminicidios son intentos de dominación monstruosa cuya empatía mediocre conduce a la nada del otro, a la condición de víctima irremediable ahogada con el carisma ideológico del verdugo. La víctima es la realización del exterminio pletórico de un rol macabro en el proceso morboso del homicida y cierta fascinación insólita de origen social siempre en la lógica criminal. Funciona como alegoría amarga de la realidad política, su cultura y valores. Es un poderoso tufo de brutalidad a veces disfrazado de amor.

Es urgente desarrollar la investigación, el interés semiótico por el homicidio de mujeres. Desarrollar la crítica de cuanto signifique para ser intervenido semióticamente. Cuando un feminicidio está en desarrollo (antes, durante y después de cometido) llega a nosotros inyectado semánticamente con todos los medios. Necesitamos una teoría de acción semiótica que identifique que el asesinato como “sentido” destinado a causar golpes de azoro ¿de qué, a quién? A la víctima al victimario, a quien analice los hechos y sienta compasión por el dolor ajeno y el temor por sufrir lo que lo conduzca a cierto estado de miedo. La representación del asesinato y su realización verdadera deben conocerse desde sus entrañas semánticas. En el alma de las primeras expresiones de pena por quienes han perecido, en el epicentro del tiempo, en la vehemencia de la pasión donde es inevitable examinar y evaluar los aspectos textuales y contextuales, su estética, sus valores comparativos, los móviles y fuentes. Semiótica del feminicidio en las circunstancias que lo hacen índice de efectos sociales, misterio, venganza…dominio.

Semiótica de los actos secuencias en un feminicidio como plan de horror sobre un plano de las ideas que se ha hecho “natural” porque aniquila y degrada la grandeza de los seres humanos, porque exhibe cierta naturaleza humana abyecta y humillante. Semiótica de la víctima que no lo es sólo del asesinato sino de la cultura, también, de sus sentimientos, del pensamiento, del flujo y reflujo de la pasión criminal sistémica encarnada en un asesino que, también, es víctima del proceso de la muerte generada y que lo aplasta todo con su mazo ideológico. En el asesino habita una semiosis violenta como tormenta de pasión, celos, ambición, venganza, odio… un infierno en él; y donde nosotros todos habitamos Sale por la tele.

Nos urge una mayor sensibilidad científica ante el horror. ¿Cómo enfrentar semióticamente algo que condenamos moralmente? ¿Todos podríamos sentir impulsos homicidas en algún momento? Nos urge una semiótica detective, crítica que intervenga y transforme. No aceptemos ser superficiales, semiótica como instrumental para desactivar las emboscadas ideológicas burguesas y los fines que fomenta, la cultura, las facultades del espíritu feminicida capitalista que se infiltra en la poesía, la pintura, la música, el cine, que representan el asesinato y crean un placer -y no un rechazo- por tantos crímenes a destajo exhibidos como entretenimiento en todos partes. Placer por el espectáculo mismo de matar, que sea perfecto e impune, el crimen perfecto. Cuando alguien asesina a una mujer, muere su racionalidad íntegramente, su racionalidad creativa, interactiva, plural, dialéctica. Aunque pase en las películas o en las series de Netflix o de Amazon. España.

Por ejemplo, los niños que se exponen excesivamente a la violencia en la televisión tienden a ser más agresivos. Algunas veces, el mirar un sólo programa violento puede aumentar la agresividad. Los niños que miran espectáculos en los que la violencia es muy realista, se repite con frecuencia o no recibe castigo, son los que más tratarán de imitar lo que ven. Los niños con problemas emocionales, de comportamiento, de aprendizaje o del control de sus impulsos puede que sean más fácilmente influenciados por la violencia en la TV. El impacto de la violencia en la televisión puede ser evidente de inmediato en el comportamiento del niño o puede surgir años más tarde y la gente joven puede verse afectada aun cuando la atmósfera familiar no muestre tendencias violentas. Esto no indica que la violencia en la televisión sea la única fuente de agresividad o de comportamiento violento, pero es ciertamente un factor contribuyente significativo. (American Academy of Child and Adolescent Psychiatry)

La esencia humana reclama su emancipación revolucionando las relaciones sociales. Eso requiere un humanismo producto de su propia praxis transformándose también en sus propias circunstancias. Humanismo pleno, histórico y creador. Tal humanismo no pudo nacer sino en el corazón mismo de la barbarie capitalista, es su contradicción más aguda. Está llamado a ser fuerza emergente superadora de una etapa histórica mayormente “deshumanizada”, vergonzosa y macabra. Humanismo que debe recoger lo mejor de los seres humanos para hacerse nuevo en nosotros y con nosotros. Humanismo como una concepción lógica de la política y como ética de lo colectivo. Una idea de lo humano que, por tanto, al no echar la filosofía por la borda, permite distinguir con claridad los territorios de sus luchas más concretas e inmediatas. De lo que se trata es de acrisolarlo en la praxis. Estamos a tiempo. Lo peor que puede pasarnos es ser derrotados por la irresponsabilidad, propia y ajena. Ya tenemos suficientes diagnósticos sobre la guerra mediática burguesa; ya tenemos suficientes consecuencias deleznables y excesiva mediocridad y miseria comunicacional. Ya sabemos cómo se entrena, se organiza, se financia y celebra los triunfos la clase que domina las riquezas, el trabajo y las cabezas de la inmensa mayoría de los seres humanos. Ya sabemos de qué es capaz, en lo objetivo y en lo subjetivo, la ideología de la clase dominante para garantizar la enajenación, el saqueo y la explotación.

Urge una guerra abierta contra los prostituyentes, proxenetas y puteros (disfrazados de lo que se disfracen) que reducen a las mujeres a objetos de posesión para cumplir fantasías y placeres que las convierte en “bienes y servicios”. En las sociedades capitalistas hay emboscadas simbólicas (juzgados, fiscalías, academias, iglesias…) que disfrazan al asesino y lo convierten en derecho de dueños o “clientes” de mujeres que en realidad son cómplices activos de la “industria” del odio que crece y se multiplica en feminicidios. Un sistema de “consumidores” de mujeres. Aunque asesinen.

Tomado de: Telesurtv

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