Archives for

Los trazos simbólicos de un texto vivo* (+Galería de fotos)

Alberto Pena / EPA

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

En los medios de comunicación alternativos, y también en los que secundan las políticas editoriales del neocapitalismo, se subrayan las imágenes que documentan la violencia de policías antidisturbios. Sus páginas integran otros recursos sígnicos, como parte de una pensada aritmética que apunta hacia el dialogo y la influencia sobre el lector. Toda una arquitectura de recursos medidos por una clara intencionalidad: llegar a una gama de públicos meta.

En la era de globalizaciones se jerarquizan también, como ha sido la práctica histórica de la comunicación, las imágenes-signos en las portadas de las publicaciones y en las secciones con mayores índices de lectura. Este resorte se asume por el impacto social que tiene en los receptores —anónimos pero estudiados—, en convergencias con otras herramientas discursivas. Algunos mass medias construyen galerías de imágenes que acompañan noticias en desarrollo, como parte de la lógica de la inmediatez ante la velocidad en que discurren los hechos.

Los encuadres que se avistan en los textos de los fotorreporteros son dispares. Sus composiciones responden a las circunstancias y contextos de las escenas, que evolucionan —en la contemporaneidad— hacia una línea ascendente de confrontación y ruptura, resuelta en los escenarios públicos. Los límites se subvierten y los espacios en los que operan los actores se desdoblan, variando los protagonismos que condicionan o reformulan el acabado de las piezas fotográficas. Obviamente, en esta operación, interviene la mirada y el punto de vista del fotógrafo.

Las imágenes se materializan y resignifican. En ellas se observan decisiones, contradicciones y mensajes. Las condicionantes ideológicas, culturales, religiosas y sociales operan como variables que resuelven otras líneas interpretativas.

Las fake news, que las tecnologías de la contemporaneidad facilitan, deslegitiman el oficio de comunicar, de informar hechos en desarrollo. Esta herramienta se inserta en un “nuevo inventario” de recursos, por su capacidad de construir signos, complejizando el entramado de lecturas que operan en tiempos en los que la noticia transita a velocidades de vértigo.

A pesar de este cuadro, amerita subrayar el valor documental de la fotografía como registro de la realidad, que transita en constante evolución. Y también como esencial recurso para la construcción social de la verdad, que nunca es unidireccional. Sin embargo, es oportuno asentar un concepto primario que entronca con lo ideo-estético.

Las fotografías no se encargan de corroborar nuestra verdad o de asentar nuestro discurso sino exclusivamente de cuestionar las hipótesis en que otros puedan fundamentar su verdad. (…) La fotografía se limita a describir el envoltorio y su cometido es por tanto la forma. Nos seduce por la proximidad de lo real, nos infunde la sensación de poner la verdad al alcance de nuestros dedos… para terminar arrojándonos un jarro de agua fría a la cabeza[i].

Esta interpretación de la fotografía, que se erige como uno de sus muchos encargos sociales, no está en contradicción con la cartografía que la potencia como generadora y constructora de signos y narrativas. En una foto se advierten pulsaciones, conflictos o escenas, algunas humanamente inaceptables, que tras su socialización en los espacios de comunicación, deja de ser el resultado del “momento decisivo” (Henri Cartier-Bresson lo definió en un texto ampliamente publicado y estudiado) [ii]  para transmutar hacia líneas de codificación crítica que resuelven los sujetos o lectores globales.

La foto, objeto de análisis, la protagoniza un adolescente que se avista en un centro dramático, que evoluciona con estructuras geométricas. En el encuadre se perciben cinco carabineros que son parte de los cuerpos de orden interior de Chile. “Su misión es brindar seguridad a la comunidad en todo el territorio nacional mediante acciones prioritariamente preventivas, apoyadas por un permanente acercamiento a la comunidad. Privilegia la acción policial eficaz, eficiente, justa y transparente”[iii].

Esta foto, del año 2019, forma parte de la memoria documental que materializaron los fotorreporteros en coberturas de las acciones violentas emprendidas contras los estudiantes secundarios por parte de los carabineros. Fueron momentos de explosión social en las calles de ese país, como respuesta a las políticas de corte neoliberal que instrumentó el ex mandatario Sebastián Piñera.

El encuadre, bien cerrado, subraya, —más bien opera— como una puesta significante. El conflicto entre el protagonista principal del texto, el adolescente chileno con los carabineros que asumen poses de cargas y anulación del movimiento del manifestante, es la base narrativa de la imagen, la esencia discursiva del texto. Son las prácticas “disuasorias de estos cuerpos de seguridad” insertos en los límites del cuadro, parapetados como figuras simbólicas, permeadas de significados.

La fotografía puede reflejar los mecanismos de la violencia, pero no la violencia; exponer formas del sufrimiento y del dolor, pero no el dolor o el sufrimiento. Más que tratar de la Verdad —como lo podría sugerir la idea esencia—, la fotografía deconstruye ese fondo opaco, para exponer las relaciones, mostrando que ellas son constitutivas y, en consecuencia, que toda representación —del alma o externa— no es más que instante y puesta en escena[iv].

Con este enunciado, Diego Jarak, director de la Facultad de Letras, Idiomas, Artes, Ciencias Humanas y Maestría Audiovisual y Digital de la Universidad de La Rochelle, Francia, apunta hacia las líneas argumentales que sostienen la pertinencia de la fotografía como recurso de reflexión. Potencia esta tesis los valores narrativos de esta, que son parte de los parapetos de su significación y sentido social.

Con esta imagen, el fotorreportero Alberto Pena escribió signos que habitan dispuestos en sus límites de manera prominente, aunque se debe apuntar que estos bordes resultan una convención. Más allá del encuadre construido por el fotorreportero, ocurren escenas que provocan otras lecturas.

La narrativa que muestra la foto responde, con todas sus curvaturas, a unas circunstancias y también al oficio del autor, permeado por la intencionalidad, la búsqueda de historias que parten de solventar objetivos precisos.

Todo lo anterior evoluciona, sin saber aún, que escena congelará para la memoria colectiva. Un fotorreportero de experiencia en este tipo de praxis periodística se mueve, y se emplaza, en los nichos de un espacio público, mientras piensa e intuye los lugares que le darán “la escena esperada”.

Son dinámicas que responden a textos que se materializan, en buena medida, por reciclados comportamientos en los espacios de confrontación, donde entra en juego el dueto de los “dominados y los dominadores”, entendido estos últimos, en el texto analizado, como los carabineros. Ellos ejercen la fuerza con instrumentos que anulan la voluntad de expresión y movimiento de los manifestantes, se identifican con simbologías, vestuarios y equipos signados para el ejercicio de su “labor”.

Son perturbadoras las narrativas que construyen sus trazos simbólicos cuando visualizamos esta foto. El drama se profundiza porque transcurre en un espacio impreciso; su dramaturgia y composición nos interpela y transporta a una situación que ocurre en una temporalidad, otra. En esta suma de variables se han de apuntar las condiciones que la hicieron posible, más los discursos y acontecimientos que merodean al autor de la imagen.

La foto podría dividirse en tres segmentos verticales. Esta operación simétrica contribuye a una mejor comprensión de la escena congelada. A la izquierda, dos carabineros cierran y subrayan la génesis del drama que opera en la imagen: la cerrazón del espacio y el desequilibrio de fuerzas que transpiran en el texto. A la derecha, otros dos carabineros complementan el discurso anterior: se registra un instrumento de represión. Este elemento sígnico agrava y profundiza la desproporcionalidad y la sin razón de la escena, y también del hecho.

Un fragmento del cuerpo (su hombro se apropia de los límites del encuadre) de un sexto carabinero aparece en el cuadro fotográfico pulsando la yuxtaposición de la escena. Esta ha de ser entendida como una amalgama de acciones, desatadas para quebrar y anular el movimiento escénico del “actor principal” de la puesta, el adolescente cercado por un corolario de cuerpos que apuntan a sesgar su movilidad.

El texto tiene un elemento dramático central que se subraya en el espacio limitado, el que imponen los carabineros. Un sexto, perceptible en el centro de la foto, anula explícitamente el movimiento del “actor principal”, duplica la desproporcionalidad del escenario y del dramatismo de las circunstancias construida por el observador actuante en un momento preciso.

Aquí se da entonces la toma de la imagen en el trascurrir de los sucesos que contextualiza a la fotografía en su condición primaria, la de un dibujado testimonio. Es el resultado de un momento subjetivo que parte de la vivencia de su autor, bocetada en el texto como sumas fragmentarias y parciales de la verdad, apuntaladas como los hechos de un Chile convulso, signado por exacerbadas confrontaciones en espacios públicos de la capital y en otras regiones del país suramericano.

Otros elementos simbólicos se anotan significantes en el texto: los vestuarios de los carabineros. En estas circunstancias de confrontaciones, donde los desplazamientos del cuadro acentúan el drama descrito, se invierten como relevantes las jerarquías que potencian el trazo instrumental de los actuantes públicos del estado chileno contra los manifestantes.

Las dimensiones de sus trajes rocambolescos, la coloración militar de sus ropas, los atuendos protectores que se advierten como atributos, sumados a los instrumentos que son parte del dibujo y las curvas dramáticas del texto (bastones, rodilleras, hombreras), redondean las prácticas opresoras de estos actores en la escena.

Sus funciones, legitimadas como sujetos de contención y  violencia, se traducen también —en el imaginario social de los lectores contemporáneos— como objetos simbólicos que acentúan el discurso dramático de la pieza fotográfica. Los lectores destraban los vértices de enconadas interpretaciones cuando se percatan de su presencia en el cuadro fotográfico.

En este parapeto de verdades perceptibles se localiza otra línea narrativa resuelta como elemento esencial y sustantivo de la foto: el comportamiento del sujeto opresor, ubicado en el centro de la imagen, que apunta al despropósito de neutralizar la movilidad, el gesto y las fuerzas de un adolescente, inmerso en el núcleo interpretativo de la puesta.

En ese punto centro del encuadre, el texto adquiere otra connotación significante. Si hacemos una gráfica de anillos circulares, que de alguna manera he dibujado en la evolución de este ensayo, esta escena resulta el drama central de una foto tomada en circunstancias de exploración y búsquedas de hechos que “traduzcan” el actuar opresor de los carabineros en Chile. Ante estos primeros planos reseñados, cabe apuntar que, en la actualidad:

Las imágenes ya no escandalizan, su hartazgo y accesibilidad le quitaron dramatismo. Nos acostumbramos al horror y a las formas convencionales de representarlo. Día a día las imágenes sobre la miseria humana recorren el planeta y alimentan no sólo a la prensa gráfica y televisiva sino también las exposiciones artísticas, ya que difícilmente una fotografía pueda escapar a un destino estético inmanente. Esta tendencia estetizante de la fotografía posiblemente sirva de filtro a la angustia de lo representado[v].

Frente a este retrato y los signos que deja el fotorreportero, amerita asentar algunas interrogaciones claves para el cometido de los signos ¿Cómo representar lo irrepresentable? ¿Qué impacto tienen en nosotros esas imágenes? ¿En qué medida nos permiten tomar consciencia de los conflictos de la contemporaneidad y cómo podemos y debemos encarar escenas de este calibre en nuestro comportamiento social?

Estas preguntas adquieren valor y apremio —hago un paréntesis en esta entrega— frente a las arremetidas del régimen genocida israelí, desatadas el 7 de octubre de 2023 contra el pueblo palestino. Ese día fue el inicio de una ofensiva militar de exterminio (otra) y de una nueva recomposición del mapa geográfico de esa región. Las imágenes que se abultan en las redes sociales y los medios de comunicación, muchas de ellas sin tiempo para poder procesarlas, nos ubican como espectadores en “balcones privilegiados”, reservados para leer toda una escalada de crímenes de lesa humanidad.

Frente a la supuesta democratización de los medios de producción y difusión de imágenes, pensada en circunstancias que explosionan el escenario palestino israelí (válido también para el contexto que narra el fotorreportero Alberto Pena por su desproporcionalidad), se agrega la probada pérdida de confianza para reproducir la realidad.

Los medios que detentan el poder de significar las imágenes, controlan (y contraen) nuestra dialogo con el entorno. Manipulación, desinformación, pensadas e intencionadas jerarquías de lo que resulta noticia, sumadas a las bocanadas del glamour que nos venden del establishment, se articulan como una algorítmica de ejes convergentes dispuestos en una catártica mesa acompañada de exquisitos empaques tecnológicos. En este collage de operaciones mediáticas se agregan la rescritura de la historia y la banalización de la cultura, para legitimar y reconfigurar otras escrituras de la verdad.

Regreso entonces a lo que nos revela el texto objeto de análisis. El sujeto centro escenifica la violencia circular que impacta en su cuerpo. Como un eje significante, el miedo se advierte en su mirada y expresión corporal y se imprime en la composición dramatúrgica de la foto.

Entre los cometidos de la estética está el organizar un sentido y construir conocimientos en torno a situaciones sociales. La violencia, en esta escena, produce discursos y, también, desanuda signos. Manifiesta, por otra parte, relaciones de poder que se organizan con una batería de soluciones semánticas.

En torno a la fotografía citada, pueden producirse dos lecturas. Una, el lector que legitima lo representado y pondera el curso de esta situación documentada como acto normativo, “legítimo”. Y una segunda —contrapuesta—, el que despieza lo representado desde una perspectiva crítica del actuar de los carabineros, en la que se desagrega otro marco de posibilidades interpretativas. El distanciamiento que origina una representación puede reconstruir o destruir, refundar o crear. Los valores que cada lector tenga por el curso de su vida, condicionan sus líneas argumentales.

En ese cuadro de variables operan también los procesos éticos, identitarios, culturales e ideológicos con los que cada sujeto lector se apertrecha. La sobresaturación de imágenes que habitan en los espacios de comunicación y recepción, cuyo signo es la violencia, se interpreta también como un factor influyente en la determinación del dialogo objeto estudiado-sujeto receptor.

La estética de la violencia produce una anestesia social, la sobreproducción de imágenes, el inconmensurable dolor, la inexplicable desesperanza, la gratuidad de la muerte, producen dos efectos de parálisis: la que genera el miedo (hasta el patetismo de tener miedo del miedo) y la que resulta de la indiferencia y el olvido (como dos mecanismos de sobrevivencia)[vi].

Este enunciado compulsa a formularnos otra pregunta clave: ¿Al estado opresor, que opera con el accionar de los carabineros, le importa que esta imagen objeto de estudio, tenga mayor o menor visibilidad en los espacios mediáticos?

Las respuestas podrían ser ambivalentes, pero hay una que aflora desde un meticuloso cálculo. La violencia que sustentan estos textos, la composición de los actores representados en el cuadro fotográfico y las narrativas que nos interpelan sirven, también, como recurso —no declarado— de intimidación. Se articula y opera frente a los actores sociales que asumen la toma de los espacios públicos, como recurso disuasorio para anular las respuestas que afloran frente al discurso del neoliberalismo.

A partir del símbolo central del texto, el adolescente sujeto de represión, se podrían desglosar paralelismos con las prácticas violentas que materializan las fuerzas de ocupación israelíes en Palestina contra sujetos de estas edades, que desarrollan similares acciones y comportamientos. ¿Cabe afirmar que existen conexiones, acuerdos, intercambios entre ambos países (Chile e Israel) sobre la aplicación de estas prácticas represivas? Resulta esta, otra dimensión de lectura que compulsa un texto de esta naturaleza.

La imagen muestra códigos que sirven de advertencia sobre la interrogación planteada. Sin embargo, no podemos desconocer que las prácticas represivas de los carabineros fueron construidas también desde la toma del poder del General Augusto Pinochet, tras el golpe de estado perpetrado contra Salvador Allende, en septiembre del año 1973.

Las imágenes se entretejen en el tiempo histórico al que pertenecen y aportan luces sobre el pasado. Tienen el cometido de mostrar y exponer un estado de historicidad, un vínculo del que no se pueden desprender, entre lo pretérito y el tiempo histórico en desarrollo. Vale entonces interrogarnos en torno a cómo esta fotografía, y las muchas otras que pueblan el imaginario social de la contemporaneidad, contribuyen (o no) a mostrar la destrucción de la condición humana, desde ese lugar de estremecimientos, conflictos y narrativas que nos demanda como sujetos observantes.

La temporalidad del texto y su condición intangible resueltas por el fotorreportero  Alberto Pena, nos lleva, inexorablemente, a ese pasado de horror y anulación instrumentado por la dictadura pinochetista. Entroniza en nuestro acervo simbólico con la imagen deleznable de Augusto Pinochet y la suma de actos perpetrados por la gendarmería en ese tiempo histórico.

El vernos implicados por las imágenes significa, de alguna u otra manera, entender las construcciones visuales como dispositivos culturales de orden simbólico, que establecen una doble distancia entre lo representado y lo significado, vale decir, la imagen como síntoma se establece como un significante que, eventualmente, puede darnos a ver a través de la expresión visual, una legibilidad histórica de un tiempo que se encuentra suspendido entre significaciones que circulan y circundan los contextos históricos, positivados como tramas, narrativas y relaciones mediatizadas entre pasado y presente, entre el recuerdo y el ahora[vii].

Resulta relevante abordar el punto de vista del autor de esta pieza. Su responsabilidad histórica es incuestionable por su labor de constructor de memorias, esenciales para evolución de la sociedad global.

La composición de la imagen, el encuadre dentro de los límites señalados, las narrativas que deja su instante congelado, resuelto en circunstancias de conflictos, en las que operan fuerzas oponentes, trasluce su mirada precisa, la de retratar un acto opresor que se gesta desde la violencia física.

El texto tiene, además, un significado interactivo, performativo tal vez. Se expresa en el tipo de contacto, distancia y actitud perceptible entre los actores del cuadro fotográfico y el observador. También,  en la solución composicional que se establece en la imagen, dispuesta en una posición de prominencia y precisos encuadres.

Esta relación de cercanía del fotógrafo observador-actuante ante la escena en desarrollo, donde no se advierten trazos de manipulación tecnológica, subraya la condición del texto como documento irrepetible por su capacidad de congelar un instante sígnico. Aplica, asimismo, como prueba documental de las atrocidades de un cuerpo policial, mandatado para “…brindar seguridad a la comunidad en todo el territorio nacional mediante acciones prioritariamente preventivas…”.

Esta pieza del fotorreportero Alberto Pena se inscribe como una entrega esencial para la construcción de la memoria, dispuesta como un texto vivo en su relación con la sociedad y el tiempo.

[i] Joan Fontcuberta. (1997). El beso de Judas. Fotografía y verdad. Editorial Gustavo Gili, SA. Barcelona. p, 143.

[ii] Henri Cartier-Bresson. (2017). Fotografiar del natural. Editorial GG.

[iii] Ver en https://www.chileatiende.gob.cl/instituciones/AD009

[iv] Diego Jarak. (2015). Fotografía y violencia, los límites de la representación. La représentation des violences de l’Histoire dans les arts visuels latinoaméricains (1968-2014).

[v] Pablo. M. Russo. (2007). Fotografía y violencia. la imagen de los dominadores. Question/Cuestión, 1(16). Recuperado a partir de https://perio.unlp.edu.ar/ojs/index.php/question/article/view/449

[vi] Daniel Inclán. (2018-2019). Violentamente visual. Los límites de la representación de la violencia. Interpretatio. Revista de hermenéutica, p 155.

[vii] Juan Pablo Silva-Escobar. (2024). Fotografía, violencia de Estado y legibilidad de la historia. Notas acerca del síntoma y el anacronismo de las imágenes fotográficas.  Fotocinema. Revista científica de cine y fotografía, nº 28, p 68-69.

*Texto de la serie Crónicas de un instante

Galería de fotos. Represión de los carabineros de Chile contra los estudiantes secundarios en el año 2019.

Leer más

El surrealismo realista de Sebastião Salgado* (+Galería de fotos)

De la serie Serra pelada. Foto: Sebastião Salgado (Brasil)

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

El emplazamiento de una cámara fotográfica en un escenario de subrayadas equidistancias se complejiza cuando las dimensiones del espacio exigen robustos y sopesados encuadres. El fotógrafo sitúa el lente en un infinito campo de posibilidades, que se enriquecen con las prestaciones de su máquina. Toda una operación pensada para registrar los cromatismos de las escenas avistadas como un mapa en permanente evolución, más allá de las fronteras de sus inmediatos pasos.

Los detalles de los objetos fotografiados se difuminan en esta dibujada aritmética, en un juego de “tomarlo todo” donde otras evoluciones transpiran sinuosas en los derroteros de la escena.

Cuando se retrata un gran paraje, se desgranan otras lecturas y los análisis de estos textos derivan segundas y terceras interpretaciones, complementadas con muchas otras variables de yuxtaposiciones. La ubicación espacial del fotógrafo subraya también otras escrituras semánticas.

Estos primeros apuntes entroncan con uno de los proyectos más estremecedores del fotógrafo Sebastião Salgado, materializado en el año 1986, en las minas de Serra Pelada, ubicada en el estado norteño de Pará, en Brasil.

El autor de esta pieza, que forma parte de una serie mayor, comparó los ardores de su imagen con “la construcción de pirámides, la torre de Babel y las minas del rey Salomón. Es un viaje al principio de los tiempos”[1]. Es la reflexión lúcida de un artista que desgrana paralelismos. Son sus metáforas rubricadas en sus fotografías, conectadas con historias pretéritas que nos interpelan en la contemporaneidad.

Hacer el registro de una multitud compacta  y en movimiento, como es el caso del texto en análisis, materializado desde un punto elevado de la geografía de la mina, transita por la necesidad de su autor de componer el drama colectivo en otras dimensiones, con renovadas lecturas.

Se fijan en esta imagen escrituras sustantivas que difieren de la antología coral, todo un conjunto de fotos resueltas también con retratos o incisivos planos que surcan las vestiduras de cuerpos sacados de los humedales de la tierra.

Con esta foto somos testigos de una gran puesta donde los mineros se nos revelan engarzados en una enconada lucha, dispuestos en la pátina de la imagen como pequeñas figuras insertas en las silenciosas faldas de la tierra. No solo se advierte el empeño de muchos por llegar a la cima, también se dibujan las asimetrías y los esfuerzos de actores sin rostros, enfrascados en sus rutas hacia el cenit de la mina, mientras destraban los rigores y obstáculos que impone una cartografía adversa.

Importa completar estas primeras ideas con las circunstancias que se narran en la imagen, con el concepto del “momento decisivo”.

A veces sucede que el fotógrafo se detiene, demora, espera a que suceda la escena. Otras veces se da la intuición de que todos los elementos de la foto están ahí salvo un pequeño detalle. ¿Pero qué detalle? Quizás alguien entre repentinamente en el marco del visor. Luego, el fotógrafo sigue su movimiento a través de la cámara. Esperas y esperas y esperas, hasta que finalmente presionas el botón, y luego te vas sintiendo que has capturado algo (aunque no sabes exactamente qué)”[2].

La captura de esta escena no es solo un acto intuitivo. Está cargado de intencionalidad, de búsquedas y respuestas en torno a lo que sucede en el espacio retratado. Examina los cuerpos, las proporciones del espacio y los argumentos que se tejen en torno a un grito colectivo, que en la imagen parece mudo.

De la serie Serra pelada. Foto Sebastião Salgado (Brasil)

Sebastião Salgado estuvo por más de treinta días en este paraje de sórdidos contextos. La foto está pintada —como distingue su obra— con los colores de blanco negro. Exuberante, protagónica, de probadas líneas, desprovista de engañosas manipulaciones cromáticas y tecnológicas. Sobre este asunto el fotorreportero dejó asentada su mirada.

El color me interesa poco en fotografía (…). En primer lugar, antes de la existencia de lo digital, los parámetros de la fotografía eran muy estrictos. Con el blanco y negro y todas las gamas de grises, sin embargo, puedo concentrarme en la densidad de las personas, sus actitudes, sus miradas, sin dejarse parasitar por el color (…). El blanco y el negro, esta abstracción, es asimilada por tanto por quien la contempla, por quien se apropia de ella”[3].

Esta reflexión del artista es sustantiva. Asienta una arista de su estética y sus empeños por documentar las urgentes realidades que nos agolpan en la contemporaneidad. La tomo como un punto y seguido para re-interpretar las narrativas del texto, objeto de análisis.

Como un primer asunto destaco el formato en que está resuelta la foto. Su evolución vertical evoluciona como la necesaria y certera respuesta del autor ante los conflictos que se advierten, ante el drama que se avista desde una contemplación “cenital”. Este documento fue tomado desde un punto donde el fotógrafo no influyó sobre los sujetos retratados. Toda una puesta que nos delinea un mapa de odiseas, de dispares desafíos, escenificados por cuerpos en conflictos.

La foto irrumpe como un cuadro de voluptuosas dimensiones y líneas conexas, que son partes esenciales de los signos que afloran por capas en la narrativa del texto. Se afincan en sus pátinas como veladas soluciones de una encendida dramaturgia que apunta hacia lo documental, al registro de un hecho donde el movimiento es parte inseparable de las escrituras que nos revela la pieza.

Como una primera aproximación, en la foto se subraya el simbolismo y la fragilidad de las escaleras que sirven de “soporte” para que los mineros dominen rutas impuestas. Se perciben con anchuras, y a la vez, se delinea la delgadez de sus estructuras y sus imperceptibles anclajes. La degradación de la imagen acentúa el peligro en que laboran los protagonistas y la fragilidad de los sujetos “congelados”, todos ellos dispuestos en los marcos de la imagen como seres vivos y actuantes.

La historia contada por el fotorreportero afinca también las subvertidas y precarias condiciones de una geografía movediza. Grietas y desparrames emergen de los telares de la tierra como parte de los signos fotografiados por Salgado que irrumpe con su encuadre, atando los nudos de una puesta dramática.

Resultan estos primeros elementos, toda una amalgama de símbolos favorecedores de una llana narrativa: el desafío de los mineros enfrentados a la altura, al tiempo de las subidas y a los retornos. Un ciclo de idas y vueltas, que se repite, como escenificación de máquinas humanas.

Se acentúa además, como parte de las lecturas que genera esta foto, la odisea colectiva de los muchos cuerpos “que se pintan en la imagen”, ante los peligros y confrontaciones de empaques diversos que impulsan las circunstancias de una escenografía natural. No son estas escrituras explicitas en la foto, se derivan de las convulsas formas en que se mueven los actores grupales de una gran escena que pinta formas de esclavitud con ropajes de contemporaneidad.

Una segunda lectura, también relevante, es la cartografía del escenario, la verticalidad y los pocos relieves de la falda minera, que acentúan los signos del drama. Es una imagen documental poblada de surrealismo, de subvertidas respuestas, enfatizada por la fuerza de tener que trabajar a cualquier precio, en condiciones infrahumanas.

Un dato revelado en el 2013, nos acerca a la complejidad de este escenario de confrontaciones. Un panorama sombrío de esta hostil geografía se nos dibuja desde las fortalezas de la aritmética.

De esta mina, de la que hoy solo queda un gigantesco cráter, fueron extraídas, según los datos oficiales, 30 toneladas de oro durante los catorce años que estuvo activa y en que acogió a casi 100.000 trabajadores, que permitieron el auge temporal de la cercana ciudad de Curionópolis, además de las villas próximas, donde se asentaron miles de personas para dar servicio a los mineros[4].

Otros datos esenciales ilustran sobre las condiciones de estos actores colectivos, dibujados en un documento que revela surrealistas respuestas humanas, signadas por la geometría y el “dialogo” de los cuerpos.

Trabajando once horas al día, seis días a la semana, los peones excavaban la tierra de la parcela, llenaban sacos con cuarenta kilos (ochenta y ocho libras) de tierra y los transportaban. Subir pistas por senderos estrechos y subir escaleras. De los numerosos sacos de tierra excavados cada día, cada peón elegía uno para quedarse con él y el capitalista se quedaba con los demás. Inevitablemente, la gran mayoría de los sacos no contenían oro ni otros minerales valiosos como manganeso y oro negro, que pueden separarse en oro normal y paladio que se desecha en la búsqueda de oro[5].

No puedo pasar por alto que esta foto —como el resto de los textos que son parte de la serie— destila un alto valor documental. Este signo distingue la dispar temática de los trabajos realizados por Sebastião Salgado, empeñado en registrar —en su condición de fotorreportero— los más disímiles acontecimientos y hechos de nuestra realidad, los puntos e historias que son parte de las sinfonías de la humanidad.

El tiempo presente, como todo el tiempo de la historia, está urgido de lecturas críticas y renovadas respuestas estéticas, de ser abordados también con los poderes del arte. La anchura de las pátinas blanco negro en esta foto acentúa un tema que amerita significar, el desmesurado extractivismo. Esa práctica impulsada por el capitalismo moderno subraya otras formas de esclavitud, que en la contemporaneidad evolucionan con preteridos o simulados ropajes.

David Harvey (2004) denomina la actual fase del capitalismo como “acumulación por desposesión”, y se caracteriza porque no se basa solo en la explotación de la fuerza de trabajo, sino principalmente en la apropiación privada de bienes de la naturaleza que se encontraban fuera del mercado y no eran considerados mercancías, incluyendo también la apropiación de territorios. En ese marco, esta nueva forma de apropiación se caracteriza por actividades que remueven grandes volúmenes de recursos naturales que no son procesados (o lo son limitadamente), sobre todo para la exportación de minerales, petróleo, productos del agronegocios, ganadería y pesca intensiva, se denomina hoy extractivismo[6].

Salgado nos sumerge en un cuadro que apunta hacia una arista de esa problemática. El texto narra el extractivismo con escrituras fotográficas que se afincan en sus pliegues. Una pieza de singular valor simbólico, aun no abordado en este trabajo, son los sacos de desproporcionados pesos. Sirven para la interpretación de la escena, como formas de una praxis de leonina esclavitud, narrada en toda la dimensión del cuadro fotográfico. Los personajes, desprovistos de rostros, de brazos y piernas perfectamente delineadas, donde el gesto está opacado por la apertura dimensionada del lente, subrayan esa idea esencial. Sus identidades están difuminadas, subvertidas como parte de la arquitectura sígnica del texto interpretado.

…uno de los aspectos tristes, que tenemos que admitir, se refiere a que varios trabajadores liberados de una determinada situación, por falta de opción en su propia ciudad, en su lugar de origen, aun sabiendo todo el horror que deberán afrontar, es normal que vuelvan y recorran el mismo camino y pasen por el mismo via crucis […] si en su lugar de origen no se ha creado ninguna expectativa de trabajo, no importa cuán precario sea, una vez más entrará en esta cadena de acontecimientos que conduce al trabajo esclavo[7].

La dramaturgia que nos construye Salgado en esta foto es poderosa y estremecedora. Pone al observador en los vórtices de ese escenario “distante” para mostrarle los caminos que toman los esclavismos de modernidades al servicio de una casta.

Las líneas del blanco negro por donde se sumergen los muchos que habitan en esta foto se ramifican en nuestras miradas, dispuestos como hombres vencidos y enajenados de los granos de su existencia.

[1] Wenders, Wim y Salgado, Juliano Ribeiro, dir. La sal de la tierra. Productora Decia Films, 2014, Videodisco (DVD).

[2] Henri Cartier-Bresson,  “El momento decisivo, en Fotografiar del natural, ed. por Éditions Verve Paris, (Nueva York: Simon y Schuster, 1952)

[3] Sebastián Salgado y Isabelle Franca, De mi tierra a la Tierra (São Paulo: Paralela, 2014).

[4] Elena S. Laso, “Sierra Pelada, el descenso al infierno en una mina de oro en la Amazonía”, Efeverde, 11 de octubre de 2013, https://efeverde.com/sierra-pelada-el-descenso-al-infierno-en-una-mina-de-oro-en-la-amazonia/

[5] George Russell, “The Treasure of Serra Pelada”, Time, 8 de septiembre de 1980.

[6] Alberto Acosta,  “Extractivismo y neoextractivismo: dos caras de la misma maldición”, en  Más allá del Desarrollo, ed. por  Fundación Rosa Luxemburgo (Sao Paulo, 2011), 223.

[7] Walter Barelli y Ruth Vilela, “Trabalho escravo no Brasil: depoimento de Walter Barelli e Ruth Vilela”, Scielo, 2 de mayo de 2005, https://www.scielo.br/j/ea/a/W3j5tc6XVShnSjG8jxFnFNn/?lang=pt

*De la serie Crónicas de un instante.

Galería de la serie Serra pelada. Fotos Sebastião Salgado (Brasil)

Leer más

Palestina: del genocidio, un símbolo*

Foto: Mustafa Hassouna (Agencia Anadolu, Turquía)

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

Empiezo por desamarrar este ensayo con la horizontalidad de tres ideas interconectadas: la sobriedad de una imagen, el minimalismo de su composición y la economía de los elementos significantes. Lejos de facilitar la interpretación iconográfica de la imagen de portada, dicho triangulo complejiza los derroteros de su lectura, pero resulta una composición que justifica la narrativa de la foto.

El objeto-imagen de análisis, cuyo autor es Mustafa Hassouna, tras su aparición en el ecosistema de las redes sociales, suscitó una bocanada de respuestas periodísticas y abordajes semánticos. Sin embargo, para resignificar los cercos que merodean esta fotografía, amerita incorporar algunos apuntes en torno al símbolo (symbolon).

No pretendo desarrollar una extensa entrega sobre este poderoso sustantivo, vital en el campo de la semiótica, la historia del arte y la crítica cinematográfica, tres disciplinas deudoras de sus fortalezas. Tan solo apuesto por inventariar algunas tesis que contribuyan al despiece de este ensayo. No en el sentido de capas, que muchas veces se usa en los conceptos del arte, más bien para desamarrar las costuras que la moldean en términos de lecturas.

El poder de persuasión y de convicción del símbolo estriba, precisamente, —nos dice Luis Garagalza, Profesor Titular del Departamento de Filosofía de la Universidad del País Vasco— en que a través de la imagen se vivencia un sentido, se despierta una experiencia antropológica, vital, en la que se ve implicado el intérprete. En el momento de la interpretación, el sujeto debe aportar su propio imaginario (aunque sea inconscientemente), imaginario que actúa como medio en el cual se despliega el sentido, y debe atender a las resonancias, a los «ecos» afectivos que en él se despiertan, acontecen[i].

Este enfoque resulta relevante. Pone en valor el diálogo del lector con la imagen y el impacto que genera en su conciencia. El encuentro con una imagen simbólica induce a una cadena de acciones en los sujetos, que se materializa en los ámbitos en los que se desenvuelve. Sobre este asunto, cabe añadir los influjos que generan las apropiaciones de los sujetos-intérpretes, que son también decisores sustantivos de comportamientos o, al menos, catalizadores temporales o en ciclos.

Significante resulta el abordaje de Salomé Sola-Morales, Doctora en Medios, Comunicación y Cultura, por la Universidad Autónoma de Barcelona, que nos invita a interpretar la arquitectura funcional del símbolo como objeto de mediación.

“… el conocimiento, la cultura colectiva, la realidad compartida y los sujetos son y se comportan de manera eminentemente simbólica, en tanto se expresan de manera figurada. Dicho con otras palabras, los sujetos y los grupos emplean mediaciones para hacerse inteligibles. Visto así, todo acceso a la realidad humana está mediado por algo, sea el lenguaje o sea una imagen. De hecho, la comprensión del entorno circundante nunca es literal o directa, ya que los seres humanos han de apoyarse o utilizar diferentes mediaciones para comprender la realidad. Los símbolos serían por tanto mediaciones que les permiten conectar o poner en sintonía el interior de la conciencia humana y el exterior de la realidad en sí[ii].

En este citado ensayo, su autora —sin tomar pausa de la anterior idea—, señala otra arista sobre la palabra (necesidad) que soporta ciertas claves.

El ser humano necesita estas mediaciones, palabras, imágenes, símbolos para poder comprender el mundo que habita y comunicarse en él. Gracias a estos diversos artefactos semióticos y comunicativos puede relacionarse con el mundo e interactuar con los demás sujetos y grupos. Así, por ejemplo, mediante una palabra, una exclamación, un gesto, un ícono o una creación artística el hombre puede comunicar un sentimiento, una emoción o una vivencia de la realidad[iii].

El símbolo no se limita solo a comunicar, es también un potente recurso de movilización, un constructor de ideas. Su corpus —cuando discurre con empaque dialógico— estimula la articulación de acciones que corporizan sujetos, grupos sociales y otras anchuras que contornean la globalidad.

En las fotografías de empaque semántico se avistan relatos donde los símbolos son partes actuantes. Todo ello discurre en dialogo con el contexto en que se materializó la imagen y las lecturas que suscita en los grupos: sociales, ideológicos, religiosos y culturales, erigidos en nuestro lacerado planeta como esa “pluralidad cambiante”, término que está en renovada discusión.

En este descifrado mapa, los símbolos se articulan en su máximo esplendor con diversos ropajes estéticos, sin que esté condicionado por sentencias reductoras de la realidad. Sus índices de autenticidad se articulan en los marcos de nuestras vidas; confrontan, en ocasiones, las tradiciones y herencias sociales y culturales, que nos reconfiguran como ciudadanos lectores.

El símbolo es un signo en la medida en que, como todo signo, apunta más allá de algo y vale por ese algo. Pero no todo signo es un símbolo. El símbolo encierra en su orientación una doble intencionalidad: tiene, en primer lugar, una intencionalidad primera o literal, que, como toda intencionalidad significante, supone el triunfo del signo convencional sobre el signo natural: será la mancha, la desviación, el peso; todas estas son palabras que no se asemejan a la cosa significada. Pero sobre la intencionalidad primera se edifica una intencionalidad segunda que, a través de la mancha material, la desviación en el espacio, la experiencia de la carga, apunta a una determinada situación del hombre en lo Sagrado[iv].

Repensando los aportes de Kant sobre la naturaleza humana cabría subrayar su visión de ciudadanos, entendido en dos naturalezas: el que habita enriquecido con su propia subjetividad, y en un segundo plano —también relevante—, el mundo objetivo independiente de nosotros. Este trasvase discurre en un escenario (universo) que nos interpela, nos asiste significarlo y reinterpretarlo como parte de nuestro dialogo social y nuestras maneras de percibirlo y comprenderlo.

Nos “integramos” en esta compleja arquitectura arropados de un capital simbólico que evoluciona con una perceptible densidad cultural. Pero se impone apuntar en términos más precisos: la imagen-mundo no es reflejo de la realidad objetiva, sino que determina —en algún sentido— nuestra visión del mundo.

Estas narraciones se traducen entonces  en todo un esfuerzo para construir re-significaciones e interpretaciones, —a veces resueltas— y decodificar el realismo (la realidad) en dialogo con la creación subjetiva de la imagen. Se nos revelan entonces, toda una suma de signos que evolucionan y se articulan para responder al proceso del conocimiento.

En la apertura de esta entrega señalaba sobre una complejidad que edito en tres palabras: sobriedad, minimalismo y economía. Esta triada de significados encierra el texto que Mustafa Hassouna cristalizó para la Agencia Anadolu de Turquía.

La imagen muestra a A’ed Abu Amro, de 20 años de edad, que sostiene una bandera de Palestina en una mano y una honda en la otra. Está envuelto en los intensos derroteros de las protestas que se producen, en sinuosas escaladas, en la Franja de Gaza, ocupada por el Estado israelí.

La ausencia de descollantes elementos de distracción al fondo del protagonista contribuye a visibilizar la acción, a declinar nuestra mirada sobre las sobrias texturas que se dibujan al fondo, disipada como una gran pátina receptora, entendida también como un telar desplegado para codificar este cuadro fotográfico en dos niveles de lecturas. El primero, bien importante: la corporeidad y las posturas del sujeto captado, del protagonista del texto. Y, casi que en paralelo: los objetos icónicos que fortalecen su acción de rebeldía, frente a un agresor que no está en el cuadro de la foto, pero que subyace, omnipresente, en el imaginario de la sociedad global.

Tan solo se distinguen, como parte de la narrativa del texto, dos fotorreporteros ubicados casi detrás de A’ed Abu Amor, más un tercer individuo “apenas perceptible” emplazado en el extremo inferior derecho del cuadro. Estos signos menores, tributan fortalezas al personaje central y le añade autenticidad documental al instante captado.

El rostro de A’ed Abu Amor destila ira y rebeldía. Este retrato se advierte con la postura de un guerrero que desamarra su cuerpo, dispuesto a romper los cercos que persisten sobre la nación Palestina. Se trata de un dilatado ejercicio del terror y una práctica sistemática del genocidio, articulados también para anular historias de vida e identidades en los límites perceptibles de una gran cárcel, donde habitan hombres y mujeres con principios, valores y creencias.

La fuerza pintada por la geometría de sus músculos, los portes escalonados de sus activas extremidades, señalan un curso de respuestas frente a las arremetidas sionistas. Su esqueleto destila respuestas desafiantes, signado por los sudores dibujados en su cuerpo que fortalecen el drama de sus circunstancias.

El texto, es toda una pictografía desprovista de manipulaciones, que acentúan las metáforas y los símbolos que significa, el reiterado escalonamiento de actos que trascienden la dignidad y la entereza del sujeto frente al ocupante israelí.

La fotografía pone en escena una gama de gestualidades y respuestas motrices. El texto objeto de estudio afinca un ejercicio metafórico del poder y una práctica legítima de resistencia. Su representación es la violencia que se simboliza en el cuadro —no su materialidad—, catapultada por valores iconográficos y signos.

La ausencia del opresor no deslegitima la fortaleza de la puesta en escena. Este trazo teórico se explica por el capital simbólico que la fotografía documental integra al reservorio de memorias que ensanchan la cronología de actos execrables, que visten a esta humanidad.

Significo este capítulo sin desconocer las prácticas de manipulación y tergiversación que han contaminado este “conflicto”, palabra que pulveriza el inventario de actos de lesa humanidad perpetrados contra el pueblo palestino y desvía a los lectores cautivos, sobre las esencias de su origen.

Parto de una premisa sobre el texto fotográfico que Hassouna cristalizó en el período de la llamada “Gran Marcha del Retorno”. En esta pieza, el termino realidad no está en cuestionamiento. Su fortaleza documental es poderosa, responde a los preceptos de esa fotografía que registra un suceso cargado de conflictos y desprovisto de manipulación estética.

Su valor social e histórico le atribuye el derecho de ser parte sustantiva de las fuentes documentales que la sociedad global necesita conocer para encauzar prácticas civilizatorias en era de las redes sociales.

En torno a los poderes de la imagen son “reordenadas” una suma descollante de interpretaciones y teorías sobre la realidad, a fuerza de vestirse con otros ropajes. Ese andamiaje de escrituras se produce en un mapa de retóricas y contextos, donde la historia y la memoria son, también, subvertidas e ignoradas, en el más fatídico de los casos.

Resulta relevante incorporar, para una mejor articulación de esta entrega, un fragmento del ensayo Las subjetividades en la era de la imagen: de la responsabilidad de la mirada.

“… la imagen no es solamente visual, sino también —y tomando otra de sus acepciones clásicas— la imagen como idea, la imagen del mundo, la que tenemos de nosotros mismos y de los otros, la que se relaciona con el imaginario, tanto en su acepción de un “imaginario social” (ideas, valores, tradiciones compartidas) como psicoanalítica, de una “identificación imaginaria” (ser como…). Todas estas imágenes confluyen entonces en esa configuración de subjetividades, en sus acentos individuales y colectivos”[v].

La fotografía, cuando es poseedora de la categoría signo indicial, no solo está investida para mostrar el nexo con la realidad. Su empaque de factura digital ha superado los modos de escritura analógica, dándole otras propiedades, otros cuerpos simbólicos, para ser acogida en legítimas apropiaciones, en los espacios del arte y en los escenarios de la comunicación.

La libertad guiando al pueblo (1830) Eugène Delacroix

Los signos que pernoctan en este texto, de probada fuerza emotiva, subrayan los elementos estéticos que la configuran de factual significación pictórica. La composición de la imagen, la fuerza narrativa de su encuadre —congelado por la impronta y las circunstancias de su creación— la coloca en el estrado de metáforas reescritas, al margen de los paralelismos desatados con esta foto, en el ecosistema de las redes sociales.

No es la Libertad guiando al pueblo de Delacroix, pero la imagen tomada por el fotógrafo Mustafa Hassouna evoca esa reconocida imagen. Se trata de un joven palestino que enarbola una bandera en una mano y en la otra una honda. En el célebre cuadro del artista francés, los colores y la posición de la mujer con la bandera azul, roja y blanca son similares[vi].

Por su torso desnudo, los elementos de la imagen, principalmente el lábaro patrio hondeando y la nube de humo al fondo, el protagonista de la imagen, capturada el pasado 22 de octubre por Hassouna para la Agencia Anadolu de Turquía, evoca al cuadro La libertad guiando al pueblo, del francés Eugène Delacroix, creado en 1830 y conservado en el Museo de Louvre, en París[vii].

Una bandera al viento, en mitad del combate, rodeada de humo. Un brazo poderoso que la enarbola con orgullo. Un arma en la otra mano. Iguales que siguen la enseña, dispuestos a pelear por su causa. Todos esos elementos son los que tienen en común una fotografía tomada en Gaza el pasado 22 de octubre y uno de los cuadros más conocidos del mundo, La Libertad guiando al pueblo, de 1830. El fotógrafo palestino Mustafa Hassouna y el pintor francés Eugène Delacroix han quedado unidos por una comparación que, más allá de saltar a la vista, se ha convertido en viral en las redes sociales[viii].

La composición de la foto, soportada por el plano triangular de los elementos protagónicos (el personaje A’ed Abu Amor, la honda y la bandera palestina) afinca una lectura que trasciende el marco imaginario del texto. No se trata solo de apuntalar una identidad o la defensa legítima de un territorio, se subraya también, con los resortes de esta crónica fotográfica, su derecho a existir como ciudadanos del mundo. Los cuerpos se lanzan con furia como signos de esperanzas.

El minimalismo de la puesta, (expresar lo máximo con un mínimo de elementos), la significación de los objetos como parte de la escena, la honda como recurso para desafiar las embestidas del opresor, dialogan con el sagrado cuerpo de la bandera Palestina. La resignificación de estos elementos simbólicos, actuantes por su materialidad en la escena del conflicto, adquieren un empaque artístico.

Lo escritural de esta pieza, la prominencia de lo estético de sobria factura pictográfica, resuelta en los centros del texto, no ha de ser entendida solo por la acción dual entre el protagonista y el atacante. La fuerza de los lirismos cromáticos que narra el conflicto nace de las prácticas documentales.

El arte que potencia el discurso, que dignifica la existencia de un pueblo ha de ser circulado, puesto en los balcones de nuestras pupilas para sumar conciencias, ante el genocidio que no cesa.

Los símbolos imperecederos, muchas veces renovados, no han de ser los únicos protagonistas de estas gestas cromáticas. En los desprovistos mundos, donde no habita un sujeto leyenda, se revelan nuevos signos que —como este— urge socializar.

Los poderes de un texto fotográfico son tan trascendentes como la ayuda humanitaria que en esta “nueva contienda” ha sido aplanada. Nos asiste el deber moral de confrontar los ardores ciegos de lanzas vestidas de genocidios que una vez más parecen imperturbables.

[i] Garagalza, Luis. (1990). La interpretación de los símbolos. Hermenéutica y lenguaje en la filosofía actual. Editorial Anthropos, Barcelona, p. 54.

[ii] Sola-Morales, Salomé. (2014). Hacia una epistemología del concepto de símbolo. Cinta de Moebio. Revista de Epistemología de Ciencias Sociales. Núm. 49, p. 11-21.

[iii] Ibídem, p. 11-21.

[iv] Ricoeur, Paul. (2003). El conflicto de las interpretaciones. Ensayos de hermenéutica, trad. A. Falcón, Buenos Aires, p. 263.

[v] Arfuch, Leonor. Las subjetividades en la era de la imagen: de la responsabilidad de la mirada, p. 76.

[vi] La icónica imagen de un joven palestino que recuerda una obra de arte. https://www.heraldo.es/noticias/sociedad/2018/10/25/la-iconica-imagen-joven-palestino-que-recuerda-una-obra-arte-1273895-310.html

[vii] La foto de un manifestante palestino que emula una pintura de Delacroix. https://revistacuartoscuro.com/la-foto-de-un-manifestante-palestino-que-emula-una-pintura-de-delacroix/

[viii] La viral imagen de un joven palestino que recuerda a ‘La Libertad guiando al pueblo’. https://www.huffingtonpost.es/entry/la-iconica-imagen-de-un-joven-palestino-que-recuerda-a-la-libertad-guiando-al-pueblo_es_5c8a9415e4b0866ea24d727a.html 

*De la serie Crónicas de un instante.

Leer más

En Gaza la muerte se ensancha con la vida de 13 mil niños*

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

La realidad se impone y el tiempo de desmorona ante los hechos. Son infinitos las fotos y videos que documentan el exterminio del pueblo palestino. Toda una escalada que deja huellas, contundentes pruebas y heridas multiplicadas, dispuestas en los bordes de nuestras vidas, desprovistas de metáforas y manipulaciones.

Se podría interpretar, según el curso de los acontecimientos, que no resulta “suficiente” todo el arsenal de evidencias que habitan en el universo global de esta trunca humanidad, como para tomar enérgica postura ante lo obvio.

Mientras la muerte protagoniza, cual si nada, los derruidos cimientos de Palestina, miles de ciudadanos del mundo, o buena parte de ellos, se empeñan en afincarse a los derroteros de la mirada esquiva o la actitud callada e insumisa. Y en el peor de los casos, no faltan los que se enrolan en actos cómplices, urgidos de algún protagonismo banal y efímero. Esta suma de respuestas dilata el dolor de seres merecedores del más supremo de los derechos: el de la vida.

La barbarie se instala frente a la gesta del pueblo palestino que soporta la furia de artillerías incendiarias. Se exhibe ante nuestros ojos todo un capital de imágenes ancladas como en un calvario dantesco, dispuesto en escalones de sucesivas arremetidas o cortinas de humos interminables.

Gaza es, una vez más, un alargado cementerio que soporta miles de toneladas de acero y concreto derruido por la fuerza de la impunidad y el acompañamiento de gobiernos “demócratas”, de occidente, que no cesan de darnos “lecciones de civismo” y “estados de derecho”.

Se exhiben inmorales, como maniquíes de grandes casas de modistos que son parte de una elite glamorosa, dispuestos a pintar con sus efímeras huellas los escenarios más pulcros “donde se debaten los destinos del mundo”.

En esos espacios de milimétricas proporciones se pavonean en calculados movimientos los políticos de la más rancia tecnocracia, coherentes con obscenos intereses.

Ante las grotescas respuestas que marcan el curso de la historia, debemos exigir el no cansarnos, el poner a los responsables de este genocidio en el banquillo de los acusados. Emplazar a esos refinados cómplices por tanta muerte, no puede faltar en esta suma de deberes; urge el ejercicio de la responsabilidad moral y penal.

Las calles no pueden dejar de ser verdaderos torbellinos de respuestas. Un minuto, una hora, un día entero en el que dejemos de hacer por la existencia del pueblo palestino, es propiciar nuevas aberturas para que misiles, morteros y balas cercenen la vida de inocentes.

La quietud, la callada respuesta o el ejercicio de “no saber qué hacer” por la vida del digno pueblo palestino, nos hacen cómplices y parte de un declarado ejercicio fratricida. Ante los trazos del silencio seremos signos amargos de la historia que nos interpela en sucesivas interrogaciones.

Los desafíos que entraña vivir en los cimientos de un quebrado planeta, tejido por la penumbra de las armas, siempre dispuestas a cerrar los ojos brillantes de niños y niñas palestinos, se ha de poner en valor las más sagradas acciones de la humanidad.

Según un reporte de Unicef, “… la guerra en Gaza ha matado a más de 13 mil niños y ha dejado heridos a muchos más, cuando se cumplen seis meses de conflicto bélico…”[i]

[i] Han muerto más de 13 mil menores palestinos en esta guerra, reporta Unicef

*De la serie Crónicas de un instante.

Fotos: Reuters y AFP

Leer más

Madre, hija y muñeca

Foto de la serie: Madre, hija y muñeca. Autora: Boushra Almutawakel (Yemen)

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

Pátinas de color negro transpiran en el fondo de esta secuencia dispuesta en nueve instantáneas. Evolucionan en potentes narrativas que se articulan en una sola mirada. La quietud de los personajes  trazan esos marcos de colmadas dramaturgias, que advierten sobre la dureza de su evolución tras una primera lectura.

En la primera, una mujer de rostro hermoso y sonrisa fresca arropa a su hija sobre sus piernas. La niña exhibe su pelo desatornillados hasta los hombros desprovisto de ataduras pueriles. Muestra feliz su muñeca envuelta en tonos rosas, que contrastan con los predominantes colores marinos que viste la infanta. La madre trasmite horonda su belleza, también los tonos de sus mestizajes, que cubre con chaqueta a cuadros y un pañuelo de color beige.

En el siguiente fotograma la puesta en escena sufre cambios perceptibles. La sonrisa de la mujer está contenida y exhibe un pañuelo de coloraciones menos vivas. Su abrigo a cuadros ha sido cambiado por uno negro; la hija posa más estricta y su pelo aparece parcialmente tapado por un pañuelo de rayas. El vestido de la muñeca no ha pasado inadvertido en la dramaturgia de la foto. La ropa que lleva puesta revela texturas más modestas.

Los puntos de giro semióticos no dejan de cambiar en esta suma de fotogramas. Se avistan reunidas para narrar un sentido, para bocetar la semántica de una idea que, desde la simpleza de la composición, logra emitir un mensaje poderoso, contundente, toda una sacudida a los sentidos más aplomados.

Detrás de todas estas huellas de luz y metáforas se articula un elevado pensamiento, son resueltas toda una gama de preguntas, y también de respuestas, sumadas como baldas de discursos universalmente entendidos.

La madre en el tercer fotograma ya no luce su pañuelo de colores vivos. Ahora su pelo está cubierto por uno de color negro, de discretas estampas. Se reduce la aritmética de su rostro descubierto, la visibilidad de sus bondades femeninas.

Trasmite, en este signado fotograma, dureza, contención, inexpresividad; también aceptación de límites impuestos como líneas inalterables. La niña apenas nos deja ver su pelo, tan solo un mechón que le cubre parte de la frente; el color de su pañuelo ahora es violeta de tonos mate. En la muñeca no ha cambiado su ropa de telares baratos, su pelo rasurado está cubierto con un pequeño pañuelo detrás del que también se esconde parte de la barbilla.

Los tres fotogramas siguientes que componen esta gran historia de espacios interiores se erigen como las escrituras de las imágenes del centro, resueltas como horizontales respuestas semánticas. Transitan hacia una gradual radicalidad, hacia los cercos de nuestras miradas, buscan respuestas, afectos, sensibilidades y nuevas interrogaciones.

El discurso se torna duro, punzante, signado por la subversión de las miradas. Las pátinas de lo negro toman progresivamente buena parte de las composiciones de cada cuadro fotográfico. Las manos que parecían insignificantes en las corporeidades y sentidos de las escenas, se nos revelan vitales resortes narrativos de esta puesta. Juegan el rol de profundizar el drama de sus evoluciones, advertirnos sobre las curvas semióticas que nos dibujan, dispuestos como elementos de contraste, como advertencia de que hemos de mirar los hornos de sus cuerpos.

Madre, hija y muñeca transitan, en esta zona de la foto, hacia tres tiempos oscuros, exponen la cerrazón de sus rostros, la ruptura de sus expresiones más llanas. El Chador, la Hiyad y la Niqad adquieren corporeidad fotográfica en esta secuencia de dramática factura, escriben los signos que le acechan como demonios para agrietar sus soles.

Las sonrisas dejan de ser parte de las escrituras de la puesta, la diversidad de sus contornos son allanados por la oscuridad y el sin sentido de lo pretérito. El estado de shock es la huella de su narrativa, resuelta por los trazos duros e inamovibles de sus fisonomías.

Posan ancladas como esqueletos verticales que no admiten movimientos o réplicas sensoriales. Las sutilezas de las imágenes tranversalizan las respuestas de las protagonistas en cuadros cerrados. Enfrentan un entorno amenazante, mordaz, donde la violencia es el pasto de sus caminos.

Como un gran fotograma de crudos andamiajes avanzan las telas negras, cuadro tras cuadro, hasta el fotograma siete y ocho, donde aparecen completamente envueltas por los designios de sus vidas. Las manos cubiertas y los ojos presos en una fina malla, en sus tradicionales velos niqāb; son las curvas de sus historias de vida en estos núcleos fotográficos.

En el noveno y último fotograma, ya no están la madre, la hija y la muñeca. Quizás la muerte les truncó el camino hacia el bregar de los silencios. Los telares negros toman la escena como único personaje.

Leer más

Fidel. Sinfonía de las manos

5ta. Serie de Pelota, Estadio del Cerro, Liborio Noval (1977).

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

La cámara se apresta a congelar una escena. Se abre el diafragma, se expande sobre un eje imaginario y, cual si nada, se cierra con los ardores de velocidades inconfesables. Recibe, por los poderes de un instante, una vigorosa luz inscrita sin nombre. Las sombras hacen su parte, calibran la puesta, redondean el discurso que se materializa por la voluntad de muchos, por la hidalguía del personaje. Y claro está, por el talento del autor de esta pieza, que busca encumbrar un momento, dibujar con signos los trazos de un hombre simbólico.

Como en muchas otras contiendas de su vida, Fidel no se quitó su traje verde olivo. Con la pasión que definen sus actos encara el desafío. Empuña los ardores de un bate erguido, que se exhibe observante, declarado compinche, dispuesto a destronar la pelota e impulsarla más allá de los confines del estadio. Una multitud acecha el momento del impacto para hacer una captura cómplice, un fildeo de manos entretejidas que parece, a vista de pájaro, un abrazo.

Los minutos parecen leyendas. El tiempo sabe a vigilia y los versos de una oralidad desbordante se agitan expectantes. La mirada de Fidel apunta hacia un objetivo preciso, hacia un horizonte dibujado donde habita el mar y las florestas de cúmulos nimbos entrecruzados. Es ese mar irreverente que nos arropa, son esas palmas reales que nos declaran.

El Comandante delinea una pose anticipadora. Se afinca sobre sus botas de muchas batallas empinando la espalda y levantando la barbilla, pues la bola vendrá con fuerza y el ángulo del bate lo decide todo. Se apertrecha del poder de sus manos para calibrar la longitud y el alcance de sus brazos. Todo está por suceder.

El tiempo en esta escena no importa. Su reloj experimenta el trazo curvo de su mirada, un soliloquio de sustantivos dejados en el montículo. La meta es empinar la pelota hacia donde habita la leyenda.

Los tambores rumberos agitan las sonoridades de un recinto horondo. El vuelo está por desatarse y el Comandante se encuadra risueño, pícaro, desafiante. Toda una gestualidad reunida ante una bola que está por irrumpir en el home. La palabra derrota no habita en los anaqueles de su diccionario, el empeño es el verso de su vida, la praxis de su metáfora.

Se produce el lanzamiento, la pelota recorre unos sesenta pies en el tiempo de un zumbido. Fidel pinta un ángulo curvo con sus manos y la pelota sacude el viento, el cúmulo contenido en los parajes del estadio. Las voces de una multitud enardecida se aprestan a tomar al vuelo ese coro de muchos y se produce el hechizo, el abrazo entre todos.

El sonido del impacto marca otra hora en el reloj del Comandante. Es un tiempo de paralelismos, de enconadas curvas que dibujan una pelota empeñada en saberse más allá de los límites posibles. Las líneas se subvierten, el tiempo se alarga más allá de todo pronóstico. Se desata el diálogo entre dos, entre tres, entre muchos, la fraseología desbordada, la algarabía por la victoria, la empatía ante el impacto de un pelotazo, que es la fuerza de un hombre moral.

Leer más

Crónicas de un instante: Con los pies descalzos

Foto: Raúl Navarro (Periódico Girón)

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

Parecen estar lejos, en un espacio donde las probabilidades de una posible ruta no tiene trazo definido. Se aprestan a todo, destrabando acertijos y escribiendo preguntas. Esas que se imponen ante los urgentes retos que marcan brasas de encendidas llamas, dispuestas a truncar los ardores de la vida, a sembrar pilares de muerte.

La geometría es un cuadro de dos dimensiones. Es, apenas, un tramo de nada y el fuego asume que “será el protagonista” o al menos eso pretende en una noche que en verdad no ha terminado.

Bajo un descomunal manto, legumbres de humo y sonidos irrepetibles se avivan los ardores del incendio. En sus faldas atornilladas, hombres de estatura artesana dan los primeros pasos, apertrechados de una encomienda: la apuesta por la vida.

El fotograma se nos revela como un campo de batalla. El empeño es, sin dudas, protagonista de la contienda. Distantes de los oficios del cronista que nos reserva un instante para el cerco de lo inmediato, se tejen sustantivos apuntes de excepcionalidad. La lente de la cámara boceta una singular perspectiva, resuelta en dos planos.

Dispuestos a desarrollar sus labores bajo una imperceptible línea que marca los límites de un horizonte tardío, destraban y afinan sus brazos de agua, sacados de los anclajes de un distante nicho que el silencio abrigó por la voluntad del tiempo.

Lo descomunal de la escena rompe con los hábitos de sus oficios dispuestos en trazos de amaneceres. Les apremia todo, el tiempo no espera y se impone materializar los múltiples planos de una contienda, bocetada sobre los ardores de la noche.

Se desatan —la escritura de la foto así lo revela— encendidos cúmulos nimbos que emergen en escalonadas formas. Agolpan dispuestos a devorar los caminos del silencio y la paz de una ciudad de salitre y penachos de mar, ahora destronada.

En esta primera noche se avista la aritmética de un fuego que escribió, con escritura rolliza, toda una batería de abultados desafíos para el trocar de hombres vestidos con manos de entereza.

El cuadro muestra toda la geometría de la escena donde importa cada centímetro de sus patinas. En la parte superior del fotograma, los tanques soportan la fuerza de un fuego desaforado. Las brasas se apropian de cada parte del todo y toman las postrimerías del encuadre. Se dibuja una danza de proporciones descomunales.

Bajo los cimientos de toda la escena, hombres de rostros imperceptibles, anónimos nombres, destraban la robustez de sus artilugios. Son estos, cómplices acompañantes que asisten a la escena, empeñados en quemar las llamas de la noche con la sabia de sus labores artesanas, con el oficio de manos tejidas de aguaceros.

No hay temor ante lo descomunal. No se avistan palabras agrietadas o dobleces. Encaran su labor de anular el fuego, de aniquilar esos sonidos que han subvertido la paz y el silencio, de un espacio que hasta hoy parecía inconfesable. Se aprestan a tomarlo todo y lo hacen desde los bordes y límites de empinados contrincantes.

Alguien me contó que esa noche, dibujaron trazos de luz con los pies descalzos.

Leer más

Crónicas de un instante: El niño, el horizonte y lo efímero

Niño ante el ciclón. Serie Ocho Km de historias. Sonia Almaguer (Cuba) Foto: Cortesía de la autora

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

El mar penetra en los contornos y brasas de esta ciudad que en tiempos pretéritos lució amurallada y antigua, rolliza y cigüeña, singular e irrepetible. Ropajes impresos con acuarelas delinean sus muchas identidades vertidas como signos de coronados misterios que apuntan hacia un dibujo mayor.

En este otro espacio temporal La Habana luce altiva, risueña, soportada por los anclajes de su historia mestiza, cosmopolita, definitivamente dialéctica. Mientras, todo toma su curso por esa lógica que traduce la dialéctica. La ciudad transita por parajes de encumbrados cimientos: la cultura y la conciencia crítica de lo irrepetible.

Son los anclajes desde donde se materializa la voluntad de la naturaleza de “tocarlo” todo; arropada de pretextos irrumpe con fuerza, abraza los leños de la noche que le sirve de mampara y ocurre el “milagro”: la escalada que lacera la paz, ahora truncada.

Las trenzas de la ciudad, erguidas ante el tronar de muchos otros cercos, se afianzan como carbones, empeñadas en resistir los embates de un ciclón acordonado, siempre dispuesto a destronar los sueños que se pintan en un horizonte impreciso.

Oleadas de mar en auténticas embestidas evolucionan desde otras coordenadas surcando los límites de lo insular. Se afincan y destronan sobre alargadas faldas de telares leños, transformadas en estampidas de caóticas envolturas. Transitan desplegadas sobre los ardores de dispares cromatismos, y emigran dispuestas a catapultar otras cartografías de virtuosas metáforas.

Desde los nichos de un escenario tardío, se distinguen patinas de luz y aguaceros cercos. Tras la primera lectura, emergen auténticos trazos de siluetas eróticas ante la evolución de una música tupida, zanjada por curvas henchidas y líneas inconexas. En ese dramático momento, emerge la incomprensión de poetas imposibilitados de traducir las indisciplinas de las formas.

Violentas marejadas de ciclos cortos se agolpan en los límites de muchas horas —el tiempo es una convención multiplicada— y es que resulta imposible doblegar sus alas. Los nardos de mar golpean acantilados de tuberías corroídas, encaran con fuerza a dientes de perros esculpidos por desafiantes texturas y muros corredizos. Desde otros parajes, la ciudad libera sábanas blancas al poniente de su estatura. Y todo, para calmar la ira de vientos desaforados.

Al final de cada ciclo, lámparas teñidas por humedades abrigan el cansancio de soportar el salitre y los cercos de la noche, siempre venidos de una ruta imprecisa, pues son estos  los últimos testigos de un ejercicio inusitado. Cuando se apagan, esconden palabras de truncas crónicas, que se dibujan como huellas indescifrables en las cristaleras de sus miradas.

Esta foto de sutiles líneas abriga baldas de historias, esas historias mutiladas, reunidas en los “infinitos” pixeles del fotograma. Se ha gestado de manera artesanal, al vuelo, sin previo aviso, soportada sobre las raíces de un drama inconcluso. El verbo emerge desde el núcleo del relato, dispuesto a tomar los saltos de sus contornos esenciales para la escritura de un reciclado tempo.

El espacio dramático queda “congelado” en dispares evoluciones, donde nada está pintado al azar. Los significados habitan superpuestos, en las muchas líneas que transitan tendidas en toda su arquitectura.

Al fondo, apenas “imperceptible”, el muro que “contiene” las arremetidas del mar. En un segundo plano, más al centro, otro muro cortado, dispuesto como parte de una puesta en escena que subraya la fragilidad del espacio escénico.

Lo “teatral” se refuerza con otros elementos anclados por las lógicas de la urbanidad. Las lámparas que lo avistan todo callan y una señal de transito ironiza la escena, con un “Ceda el paso” para un ciclón que actúa sin fecha de entrega.

El mar ha penetrado más allá de los “límites posibles”. ¿Podemos amordazar los adjetivos de sus cóleras, las aventuras de sus embestidas? La puesta e inmensidad de lo líquido en esta escena —que es tan solo un fragmento— se avistan como escalones desparramados en un gran proscenio, en tonos blanco-negro, también grises, que confirman sus raíces en el mar.

En el centro de todo, más a la izquierda, el sujeto metafórico, el signo que edifica el trazo lector de esta puesta fotográfica. Un niño con los pies mojados observa la “quietud” y el desempaque final de un cerco que “hasta hace poco” actuó desaforado. La escena deja huellas, sabores, mutilaciones y preguntas, muchas preguntas, sembradas para ser bocetadas en ese mismo horizonte donde se gesta el furor de un ciclón irreverente.

Tras ese epílogo emergen las respuestas, esas que se anulan para calmar monólogos y austeras conversaciones.

Sobre los cromatismos de la instantánea aflora la fragilidad humana, el sentido de la vida ante las urgencias del otro, la jerarquía de lo que resulta esencial o más bien impostergable.

En otro plano se distingue el dialogo inconcluso entre el sujeto y la naturaleza. Para solventarlo, se desatan verbos machistas, palabras “inteligentes”, toda una gramática para apuntalar en la conciencia de la sociedad global los “poderes” que vestimos y cómo somos “capaces de doblegar” los cantos enardecidos del mar, cómplices de otras colisiones.

Leer más

Discurso sobre el plano-secuencia o el cine como semiología de la realidad

Por Pier Paolo Passolini

1

Observemos el film de 16 mm que un espectador, entre la multitud, rodó sobre la muerte de Kennedy. Se trata de un plano-secuencia; y es el más característico plano-secuencia.

El espectador-operador, en efecto, no eligió ángulos visuales: filmó simplemente desde donde se encontraba, encuadrando lo que su ojo –mejor su objetivo– veía.

El plano–secuencia característico es, por lo tanto, una toma «subjetiva».

En un posible film sobre la muerte de Kennedy faltan todos los demás ángulos visuales: desde el del mismo Kennedy al de Jacqueline, desde el del asesino que disparaba al de los cómplices, desde el de los restantes presentes más afortunadamente situados al de los policías de la escolta, etc.

Suponiendo que tuviésemos films rodados desde todos estos ángulos visuales, ¿de qué dispondríamos? De una serie de planos-secuencia que reproducirían las cosas y las acciones reales de aquel momento, contemporáneamente vistas desde diferentes ángulos visuales: es decir, a través de una serie de tomas «subjetivas». Por lo tanto, la toma «subjetiva» es el máximo límite realista de toda técnica audiovisual. No se puede concebir «ver y oír» la realidad en su transcurrir más que desde un solo ángulo visual: y este ángulo visual siempre es el de un sujeto que ve y oye. Este sujeto es un sujeto de carne y hueso, porque si nosotros, en un film de acción, también elegimos un punto de vista ideal y, por lo tanto en cierto modo abstracto y no naturalista, desde el momento en que colocamos en ese punto de vista una cámara y un magnetófono siempre resultará algo visto y oído por un sujeto de carne y hueso (es decir, con ojos y oídos).

Ahora bien, la realidad vista y oída en su acaecer siempre es el tiempo presente.

El tiempo del plano-secuencia, entendido como elemento esquemático y primordial del cine –es decir, como una toma subjetiva infinita–, es, por consiguiente, el presente. El cine, por lo tanto, «reproduce el presente». La «toma directa» de la televisión es una paradigmática reproducción del presente, de algo que sucede.

Entonces supongamos que tenemos no un único film sobre la muerte de Kennedy, sino una docena de films análogos en cuanto a planos-secuencia que reproducen subjetivamente el presente de la muerte del presidente. En el mismo momento en que nosotros, también por razones puramente documentales (entramos en una sala de proyección de la policía que efectúa la investigación), vemos continuadamente todos estos planos-secuencia subjetivos, es decir, unidos entre sí, aunque no en forma material, ¿qué es lo que hacemos? Hacemos una especie de montaje, aunque extremadamente elemental ¿Y qué es lo que obtenemos con este montaje? Obtenemos una multiplicación de «presentes», como si una acción, en lugar de desarrollarse una sola vez ante nuestros ojos, se desarrollara más veces. Esta multiplicación de «presentes» suprime, inutiliza en realidad, el presente, cada uno de estos presentes, al postular la relatividad del otro; su inautenticidad, su imprecisión, su ambigüedad.

Al observar, para una investigación de la policía –la menos interesada por cualquier hecho estético, e interesadísima, en cambio, por el valor documental de los films proyectados en cuanto testigos oculares de un hecho real a reconstruir con toda exactitud–, la primera pregunta que nos haremos es la siguiente: ¿cuál .de estos films representa con más exactitud la auténtica realidad de los hechos? Hay tantos pobres ojos y oídos (o cámaras y magnetófonos) ante los que ha tenido lugar un capítulo irreversible de la realidad, presentándose a cada pareja de órganos naturales o de estos instrumentos técnicos, de manera diferente (campo, contracampo, plano general, plano americano, primer plano y todos los ángulos posibles): pero cada una de estas formas en que la realidad se ha presentado es extremadamente pobre, aleatoria, casi digna de compasión, si se piensa que es una sola, y las otras son tantas, infinitamente tantas.

En cualquier caso está claro que la realidad, con todas sus facetas, se ha expresado: ha dicho algo al que estaba presente (estaba presente formando parte de ella: porque la realidad no habla con nadie más que consigo misma), ha dicho algo en su lenguaje que es el lenguaje de la acción (integrado por los lenguajes humanos simbólicos y convencionales): un disparo de rifle, un cuerpo que cae, un coche que se para, una mujer que grita, muchas personas que chillan… Todos estos signos no simbólicos dicen que algo ha sucedido: la muerte de un presidente, ahora y aquí, en el presente y dicho presente es, repito, el tiempo de tantas tomas subjetivas como planos-secuencia, rodados desde diferentes ángulos visuales en los que el destino ha colocado a sus testigos con sus incompletos órganos culturales o instrumentos técnicos.

El lenguaje de la acción es, por lo tanto, el lenguaje de los signos no simbólicos del tiempo presente y, en el presente, sin embargo, no tiene sentido o, si lo tiene, lo tiene subjetivamente, es decir, de manera incompleta, incierta y misteriosa. Kennedy, muriendo, se está expresando en su última acción: la de caer y morir en el asiento de un automóvil presidencial negro, entre los débiles brazos de una pequeña burguesa norteamericana.

Pero ese último lenguaje de la acción con el que Kennedy se ha expresado ante varios espectadores queda en el presente –al ser percibido por los sentidos y filmado, que es lo mismo– detenido e inenarrado. Como todo momento del lenguaje de la acción, éste es una búsqueda. ¿Búsqueda de qué? De una sistematización en relación con sí misma y con el mundo objetivo; y, por lo tanto, una búsqueda de relaciones con los restantes lenguajes de la acción con los que los demás, junto con él, se expresan. En el caso que nos ocupa, los últimos sintagmas vivientes de Kennedy buscaron una relación con los sintagmas vivientes de aquellos que en ese momento se expresaban viviendo a su alrededor. Por ejemplo, de su asesino, o asesinos, que disparaba o que disparaban.

Hasta que dichos sintagmas vivientes no se relacionen entre sí, tanto el lenguaje de la última acción de Kennedy, como el lenguaje de la acción de los asesinos, son lenguajes mutilados e incompletos. ¿Qué deberá suceder, por lo tanto, para que lleguen a ser completos y comprensibles? Que las relaciones, que cada uno de ellos a tientas y balbuceantemente buscan, se establezcan. Pero no a través de una simple multiplicación de presentes –como sucedería si yuxtapusiésemos las diferentes tomas subjetivas– sino a través de su coordinación. En efecto, su coordinación no se limita, como la yuxtaposición, a destruir y a inutilizar el concepto de presente (como en la hipotética proyección de los distintos films, pasados uno después del otro en la salita del F. B. I.), sino a expresar el presente pasado.

Sólo los hechos sucedidos y acabados son coordinables entre sí, y por esto adquieren un sentido (como diré, tal vez mejor, más adelante).

Ahora supongamos una cosa: es decir, que entre los investigadores que han visto los diferentes, y por desgracia hipotéticos films unidos unos a otros, había una genial mente organizadora.

Su genialidad no podría consistir más que en la coordinación. Intuyendo la verdad –a partir de un análisis de los diversos fragmentos naturalistas, que constituyen los diferentes films–, estaría en condiciones de reconstruirla. ¿Pero cómo? Seleccionando los momentos verdaderamente significativos de los diferentes planos-secuencia subjetivos y encontrando, como consecuencia, su auténtica sucesión. Se trataría, en pocas palabras, de un montaje. Después de este trabajo de selección y coordinación los diferentes ángulos visuales se disolverían, y la subjetividad, existencial, cedería el sitio a la objetividad; ya no estarían las conmovedoras parejas de ojos–oídos (o cámaras–magnetófonos) para captar y reproducir la fugaz y poco estable realidad, pero en su sitio habría un narrador. Este narrador transforma el presente en pasado.

De donde se deriva que el cine (o mejor la técnica audiovisual) es sustancialmente un infinito plano–secuencia, tal y como es la realidad para nuestros ojos y nuestros oídos durante todo el tiempo en que estamos en condiciones de ver y oír (un plano–secuencia infinito que acaba al final de nuestra vida): y este plano–secuencia, además, no es más que la reproducción (como he dicho varias veces) del lenguaje de la acción; en otras palabras, es la reproducción del presente.

Pero desde el momento en que interviene el montaje, es decir, cuando se pasa del «cine» al film (que, por lo tanto, son dos cosas muy diferentes, del mismo modo que «langue» es diferente de «palabras») el presente se convierte en pasado (es decir, se han realizado las coordinaciones a través de las distintas lenguas vivientes): un pasado que, por razones inmanentes al medio cinematográfico, y no por elección estética, tiene siempre características de presente (es decir, es un presente histórico).

Aquí entonces debo decir lo que pienso de la muerte (y dejo libres a los lectores para preguntarse, escépticos, que tiene que ver esto con el cine). He dicho varias veces, y siempre mal, por desgracia, que la realidad tiene su lenguaje –mejor dicho, un lenguaje–, que, para ser descrito, tiene necesidad de una «semiología general», que por ahora falta, incluso como noción (los semiólogos observan siempre objetos muy nítidos y definidos, es decir, los diferentes lenguajes, sígnicos o ‘no existentes’ todavía no han descubierto que la semiología es la ciencia descriptiva de la realidad).

Dicho lenguaje –he dicho, y siempre mal– coincide, por lo que al hombre se refiere, con la acción humana. Es decir el hombre se expresa principalmente con su acción –no entendida como una mera acción pragmática– porque con ella modifica la realidad e incide en el espíritu. Pero esta acción suya carece de unidad o sea de sentido, hasta que no se haya consumado. Mientras Lenin vivía, el lenguaje de su acción todavía era en parte indescifrable, porque todavía era posible y, por lo tanto, modificable por eventuales acciones futuras. En definitiva, mientras tiene futuro, es decir una incógnita, un hombre está inexpresado. Puede haber un hombre honesto que, a los sesenta años cometa un delito: esta acción censurable modifica todas sus acciones anteriores y, por consiguiente, se presenta distinto del que siempre fue. Hasta que no me muera nadie podrá garantizar que verdaderamente me conoce es decir, podrá dar un sentido a mi acción, que, por lo tanto, en cuanto momento lingüístico, es difícilmente descifrable.

Por lo tanto, es absolutamente necesario morir, porque, mientras estamos vivos, carecemos de sentido y el lenguaje de nuestra vida (con el que nos expresarnos, y al que, por lo tanto, atribuimos la máxima importancia) es intraducible: un caso de posibilidades, una búsqueda de relaciones y de significados sin solución de continuidad. La muerte realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida: o sea selecciona sus momentos verdaderamente significativos (inmodificables ya por otros posibles momentos contrarios o incoherentes), y los ordena sucesivamente, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por lo tanto lingüísticamente no descriptible, un pasado claro, estable, cierto y, por lo tanto, lingüísticamente bien descriptible (precisamente en el ámbito de una Semiología General). Sólo gracias a la muerte, nuestra vida sirve para explicarnos.

Por lo tanto, el montaje realiza sobre el material del film (que está constituido por fragmentos, larguísimos o infinitesimales, de tantos planos-secuencia como posibles tomas subjetivas infinitas) lo que la muerte realiza sobre la vida.

2

El film se podría definir como «palabras sin lengua»: en efecto, los distintos films para ser comprendidos no remiten al cine, sino a la realidad misma. Se entiende que con esto estoy postulando mi habitual identificación del cine con la realidad y que la semiología del cine sólo debería ser un capítulo de la Semiología General de la realidad.

Veamos: en un film aparece el encuadre de un muchacho con el pelo rizado y negro, los ojos negros y sonrientes, una cara cubierta de acné, la garganta un poco hinchada, como de hipertiroide, y una expresión alegre y burlona que emana de toda su persona. Este encuadre de un film, ¿remite acaso a un pacto social hecho de símbolos, como sería el cine definido por analogía con la «langue»? Sí, remite a este pacto social, pero este pacto social, no siendo simbólico no se distingue de la realidad, o sea del auténtico Ninnetto Davoli (1) en carne y hueso reproducido en aquel encuadre.

Tenemos en nuestra cabeza una especie de «Código de la Realidad» (o sea esa Semiología General en potencia de la que estoy hablando). Y, a través de este inexpresado e inconsciente código que nos hace comprender la realidad, también comprendemos los diferentes films. Mejor dicho, para decirlo todo, de la forma más sencilla y elemental, reconocemos la realidad en los films, que se expresa en ellos para nosotros como hace cotidianamente en la vida.

Un personaje, en el cine, como en cualquier momento de la realidad, nos habla a través de los signos, o sintagmas vivientes, de su acción que, subdivididos en capítulos, podrían ser: 1) el lenguaje de la presencia física; 2) el lenguaje del comportamiento; 3) el lenguaje de la lengua escrita–hablada; todos, precisamente, sintetizados en el lenguaje de la acción, que establece relaciones con nosotros y con el mundo objetivo. En una Semiología General de la realidad, cada uno de estos capítulos debería, naturalmente, dividirse en un número impreciso de apartados. Es un trabajo, éste, que desde hace tiempo tengo en la pluma; quisiera limitarme aquí únicamente a observar el segundo apartado, el titulado «Lenguaje del comportamiento»; indudablemente sería el más interesante y complejo. Mientras tanto, y en primer lugar, habría que dividirlo en dos subapartados, es decir, el «Lenguaje del comportamiento general» (que sintetizaría la manera de ser aprendida a través de la educación en una sociedad codificadora), y el «Lenguaje del comportamiento específico» (que serviría para expresarse en situaciones sociales particulares y en determinados momentos, diría de la jerga, de esta situación).

Cojamos, por ejemplo, al actor con el pelo rizado y el acné del que hablaba antes: el lenguaje de su comportamiento general me indica inmediatamente –a través de la serie de sus actos, de sus expresiones, de sus palabras– su ubicación histórica, étnica y social. Pero el lenguaje de su comportamiento específico, precisa hasta la más extrema concreción como ubicación (así como sucede con el dialecto y la jerga con respecto a la lengua). El lenguaje del comportamiento específico está, por lo tanto, sustancialmente constituido por una serie de ceremoniales, cuyo arquetipo pertenece decididamente al mundo natural o animal; el pavo real que despliega su cola, el gallo que canta después del coito, las flores que muestran, en una determinada estación, sus colores. El lenguaje del mundo es, en resumen, sustancialmente un espectáculo. En el caso de una pelea, el muchacho del pelo rizado que hemos tomado como ejemplo, no trasgrediría uno solo de los actos exigidos por el código popular: desde las primeras frases del diálogo dichas con la peculiar expresión, confusa casi, del que no se siente bien, a las primeras amenazas casi dignas de compasión, a los primeros gritos contra el pecho del adversario con ambas manos abiertas con las palmas hacia adelante, etc., etc.

De los diversos ceremoniales vivientes del lenguaje del comportamiento específico se llega, insensiblemente, a los diversos ceremoniales conscientes: de aquellos mágicos arcaicos a aquellos establecidos por las normas de la buena educación de la civilización burguesa contemporánea. Hasta llegar, después, siempre insensiblemente, a los diversos lenguajes humanos simbólicos, pero no sígnicos: los lenguajes en que el hombre, para expresarse, utiliza su propio cuerpo, su propia figura. Las representaciones religiosas, los mimos, las danzas. los espectáculos teatrales pertenecen a estos tipos de lenguajes figurales y vivientes. También el cine.

En espera de trazar al menos algunos apuntes de esta «Semiología General» mía, quisiera limitarme aquí, todavía, a observar cómo dicha Semiología General sería, al mismo tiempo, la Semiología del Lenguaje de la Realidad, y la Semiología del Lenguaje del Cine. Teniendo presente un solo hecho más: la reproducción audiovisual. Sobre las maneras de dicha reproducción ––que recrea en el cine las mismas características lingüísticas de la vida entendida como lenguaje–podría plantearse y elaborarse una gramática del cine. Y, en otras ocasiones, precisamente me he ocupado de esto. Aquí me interesa señalar –y es el punto central de estas palabras mías– cómo, semiológicamente, si no hay ninguna diferencia entre el tiempo de la vida y el tiempo del cine entendido como reproducción de la vida –en cuanto supone un infinito plano–secuencia–, es en cambio sustancial la diferencia entre el tiempo de la vida y el tiempo de los distintos films.

Cojamos un plano–secuencia en estado puro: es decir, la reproducción audiovisual, hecha desde un ángulo visual subjetivo, de un fragmento de la infinita sucesión de cosas y acciones que podrían potencialmente reproducirse. Dicho plano–secuencia en estado puro estaría constituido por una sucesión extraordinariamente aburrida de cosas y acciones insignificantes. Lo que me aparece y me sucede en cinco minutos de mi vida resultaría, proyectado en una pantalla, algo absolutamente carente de interés: de una irrelevancia absoluta. Esto no se me manifiesta en la realidad porque mi cuerpo es viviente, y esos cinco minutos son cinco minutos de soliloquio vital de la realidad consigo misma.

El hipotético plano–secuencia puro pone en evidencia, por lo tanto, representándola, la insignificancia de la vida en cuanto vida. Pero a través de este hipotético plano–secuencia puro, también logro saber –con la misma precisión de las pruebas de laboratorio–que la proposición fundamental expresada por lo más insignificante es: «Yo soy», o «Hay», o simplemente «Ser».

Pero ¿es natural ser? No, no me lo parece; al contrario, me parece que es portentoso, misterioso y, en cualquier caso, absolutamente innatural.

Ahora, el plano–secuencia, dadas las características que he descrito de él, se convierte, en los films de ficción, en el momento más «naturalista» de la narración cinematográfica. ¿Un hombre da una bofetada a una mujer, sube a su automóvil y se va por la autopista del mar? Pues bien, yo coloco la cámara con un magnetófono en el mismo sitio donde podría estar un testigo de carne y hueso, míseramente naturalista. y tomo toda la escena seguida, como vista y oída por él, hasta la desaparición del coche hacia Ostia. Es cierto: tanto en el acontecimiento que sucede en la realidad frente a mis sentidos como en su reproducción, la proposición fundamental y dominante es: «Todo esto es.» (Sin embargo, al igual que en la realidad no soy indiferente, tampoco, potencialmente, soy indiferente delante de la reproducción de la realidad y puesto que en el film juzgo a través del Código de la Realidad, reproduzco en mí, poco más o menos, los mismos sentimientos que si viviese aquel hecho material.)

Puesto que el cine jamás podrá prescindir de dichos planos-secuencia por mínimos que sean, tratándose siempre de una reproducción de la realidad, es acusado de naturalismo. Pero el miedo al naturalismo es (al menos a propósito del cine) miedo al ser. O sea, en definitiva, miedo a la falta de naturalidad del ser: de la ambigüedad territorial de la realidad debida al hecho de que está basada en un equívoco: el pasado del tiempo. ¡El mejor naturalista! Hacer cine es escribir sobre un papel que arde.

Para comprender qué es el naturalismo del cine, tomemos un caso extremo que se presenta, o es presentado, como un acontecimiento del cine de vanguardia: en las bodegas de New York del New Cinema, se proyectan planos-secuencia que duran largas horas (por ejemplo, un hombre durmiendo) (2). Esto, por lo tanto, es cine en estado puro (como he dicho más veces), y como tal, en cuanto representación de la realidad desde un único ángulo visual, es subjetivo en el sentido de locamente naturalista: sobre todo en cuanto de la realidad también tiene la duración natural.

Como siempre, culturalmente, el nuevo cine es una consecuencia extrema del neorrealismo: con su culto al documental y a lo verdadero. Pero mientras el naturalismo cultivaba con optimismo, sentido común y sencillez, su culto a la realidad con los inherentes planos–secuencia, el nuevo cine invierte las cosas: en su exasperado culto a la realidad y en sus interminables planos–secuencia, en lugar de tener como proposición fundamental «Lo que es insignificante, es», tiene como proposición fundamental «Lo que es, es insignificante». Pero dicha insignificancia se siente con tanta rabia y dolor que agrede al espectador y, con él, su idea del orden y su existencia! amor humano por lo que es. El breve, sensato, mesurado, natural, afable plano–secuencia del neorrealismo nos proporciona el placer de conocer la realidad que cotidianamente vivimos v disfrutar a través de la confrontación estética con las convenciones académicas; el largo, insensato, desmesurado, innatural, mudo plano–secuencia del nuevo cine, por el contrario, nos coloca en un estado de horror ante la realidad, a través de la confrontación estética con el naturalismo neorrealista, entendido como academia de vivir.

Por lo tanto, prácticamente, la cuestión de la diferencia entre vida real y vida reproducida, es decir entre realidad y cine, es una cuestión, como decía, de ritmo temporal. Pero es también una diferencia de tiempos que distingue un cine del otro. La duración de un encuadre, o el ritmo en la concatenación de los encuadres, cambia el valor del film: lo hace pertenecer a una escuela en lugar de otra, a una época en lugar de otra, a una ideología en lugar de otra.

Si, además, se tiene presente que en los films de ficción puede darse la ilusión del plano–secuencia también a través del montaje, entonces el valor del plano–secuencia se hace todavía más ideal: se convierte en la auténtica y verdadera elección de un mundo. Mientras, de hecho, el plano–secuencia verdadero reproduce tal cual una acción real, y tiene su duración, un plano–secuencia falso (que es el caso de la mayor parte del cine neorrealista, pero también de ese naturalismo ilustrativo de la convención comercial) imita la correspondiente acción real, reproduciendo varios rasgos, reduciéndolos después conjuntamente a un tiempo que los falsifica fingiendo la naturalidad.

Los montajes del nuevo cine tienen, en cambio, como principal característica la de mostrar, de forma manifiesta, las falsificaciones del tiempo real (o, en el caso de los eternos planos-secuencia de los que hablaba antes, su exasperación a través de la inversión del valor de lo insignificante ).

¿Tienen razón los autores del nuevo cine? O sea, ¿en una obra el tiempo real es sin duda destruido, y dicha destrucción debe ser el elemento principal y más evidente del estilo? ¿Quitando por esto completamente al espectador la sensación del desarrollo de la acción en el tiempo, como ocurría en los antiguos y recientes cuentos?

A mi entender, los autores del nuevo cine no mueren suficientemente dentro de sus obras: se agitan, se contorsionan o, mejor, agonizan dentro de ellas, pero no mueren: por esto sus obras quedan como testimonios de un sufrimiento del absurdo fenómeno del tiempo, y, en este sentido, únicamente se pueden interpretar como un acto de vida. El miedo al naturalismo les contiene en definitiva dentro de los límites del documento, y la subjetividad llevada hasta el extremo de suministrar o planos-secuencia –para horrorizar al espectador sobre la irrelevancia de su realidad– o una obra de montaje que trastorna la sensación del desarrollo en el tiempo, siempre de esa realidad suya –termina por convertirse en la mera subjetividad de los documentos sicológicos– o incluso en la página literaria más vanguardista y aparentemente indescifrable, se evoca una determinada realidad o tout court, la realidad: no se huye de la realidad porque habla consigo misma y nosotros estamos en su círculo. Desde una página vanguardista ilegible ––como desde una secuencia cinematográfica que exaspera los tiempos hasta quitarnos cualquier ilusión de revivir la realidad a través de ella– siempre hay una realidad que salta fuera: y es la del autor que, a través del propio texto, expresa su miseria sicológica, su cálculo literario, su noble o innoble neurosis pequeño–burguesa.

Debo repetir que una vida, con todas sus acciones, sólo es descifrable plena y verdaderamente después de la muerte: en este momento, sus tiempos se estrechan y lo insignificante desaparece. Su proposición fundamental entonces ya no es, simplemente, «ser», y su naturalidad se convierte así en un falso blanco como un falso ideal. El que hace un plano–secuencia para mostrar el horror de la insignificancia de la vida, comete un error igual y contrario al del que hace un plano–secuencia para mostrar la poesía de la insignificancia. El proceso de la vida, en el momento de la muerte –o sea después de la operación de montaje– pierde toda la infinidad de tiempos en los que viviendo nos regodeamos, deleitándonos en la perfecta correspondencia de nuestra vida física que nos lleva a la consunción con el transcurso del tiempo: no hay un instante en que esa correspondencia no sea perfecta. Después de la muerte ya no existe esa continuidad de la vida, pero existe su significado. O ser inmortales e inexpresivos o expresarse y morir. La diferencia entre el cine y la vida es, por lo tanto, insignificante; y la misma Semiología General que describe la vida puede describir, repito una vez más, también el cine. Por lo cual, mientras una acción que ocurre en la vida –por ejemplo, yo que estoy hablando tiene como significado su sentido que sólo podrá descifrarse verdaderamente después de la muerte–, una acción que sucede en el cine, tiene como significado el significado de la misma acción que sucede en la vida, y, por lo tanto, sólo indirectamente tiene su sentido (sentido también en este caso sólo descifrable verdaderamente después de la muerte). Por lo tanto, a diferencia de lo que ocurre en la vida, en el cine, en un film una acción –o signo figurativo, o medio expresivo, o sintagma viviente reproducido, úsese la definición que se quiera– tiene como significado el significado de la acción real análoga –realizada por las mismas personas en carne y hueso en aquel mismo cuadro natural y social–, pero su sentido ya es completo y descifrable, como si ya hubiese ocurrido la muerte. Lo que quiere decir que en el film el tiempo es finito, aunque se trata de una ficción. Por lo tanto, es necesario aceptar la fábula por fuerza. El tiempo no es el de la vida cuando se vive, sino el de la vida después de la muerte: como tal es real, no es una ilusión y puede muy bien ser el de la historia de un film.

Notas

(1) Amigo de Passolini, que ha actuado en casi todas sus películas desde Uccellacci e uccellini (N del T.).

(2) Se refiere al film Sleep, de Andy Warhol (N del T.).

De Problemas del Nuevo cine. (Varios autores) Alianza Editorial, Madrid, 1971. Traducción de Augusto Martínez Torres.

10 Planos secuencia de la historia del cine

http://elcondensadordefluzo.blogs.fotogramas.es/2014/02/12/los-10-mejores-planos-secuencia-de-la-historia-del-cine/

Tomado de: Cinefagos

Leer más

Crónicas de un instante: Gabriela

Erik Johansson (Suecia) CR

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

Los sábados siempre son esperados por Gabriela. Entre algunas de sus huellas recicladas, el ritual de estirarse en la cama sin prisa cuando el sol alumbra los nichos de su habitación, el saber que no apremia ir al colegio —siempre traducido en “marchas forzadas” ante el compromiso de llegar a una hora pactada— o los recorridos caóticos del cepillo con los que alisa sus dientes, para pintar de sonrisas sus palabras.

No falta este día, como en todos, los susurros de su madre que son metáforas frescas. Sus palabras sanadoras y mimosas le truncan sueños de meridianos signos, derrotados en los anclados amaneceres. Todo ello resuelto con un beso.

Entre lunes y viernes, el agitado pacto de desayunar en medio de inconfesables bullicios domésticos; después, el triángulo de poblar una mochila de ruedas andantes que soportan garabateados cuadernos y libros de disímiles materias. Resulta una nutrida bolsa de dispares pobladores que se visten de cromatismos, de sobrios empaques y textos metamorfoseados. Su destino está escrito, tiene la encomienda de soportar kilos de letras impresas, algunos bolis trasquilados, más un par de reglas y cartabones dispuestos a solventar todos los desafíos de la geometría.

Son estas, recicladas actuaciones desatadas en pequeños espacios de un tiempo variable. Es la personal puesta en escena, imposible de repetir matemáticamente en la memoria, resuelta cada día, ajena a todo ejercicio de mimetismos.

Los sábados para Gabriela se dibujan con otras líneas, desde otros acentos. Es la hora del desayuno sosegado en familia, de comentar planes postergados o tareas por hacer, estas últimas pensadas para las postrimerías de los próximos días, en los avatares de las próximas semanas. También del surgimiento de nuevas preguntas de última hora y delgados comentarios, nacidos del escuchar al otro en la merienda escolar.

Cuando todo se ha deshecho en los anclajes de una mesa coral, toca recoger los vestigios de una noche de regueros y florestas, tras el debutar de palabras tomadas de los diarios de ese día, de los anteriores. Se revela un recurrente ensayo de actos dispuestos como fugas, un esperado trazo sabatino: visitar la librería del barrio.

La oportuna ropa interior, un short de tela fresca, una camiseta marinera, los nudos de unas sandalias y su pelo recogido con una goma multicolor. Todo preparado para enrutar sus pasos, junto a su padre, hacia los altares donde habita un puzle de palabras asentadas en millares de hojas engomadas, dispuestas en lógicas aritméticas.

Son textos horondos que convergen para contarlo todo. Pliegos de sustantivas voces donde se dibujan preguntas recicladas, acertijos resueltos, degustadas filosofías, confesables dramas y, también, los virtuosos poderes de las más inusitadas aventuras. Es la catedral de los sueños reunida en letras encendidas.

Va de la mano de Jorge mirando los extravíos del tiempo, las sonoridades de vendedores ambulantes o las insinuaciones de estatuas humanas que parecen incólumes. Y cuando menos lo espera, le hacen un guiño de luz y misterio, un gesto de ruptura y respuesta. Se ríe cuando emerge un contorneo de comicidad o se asusta frente al gesto de lo imprevisto.

En ese transitar hacia la librería, apenas a quince minutos de su casa, las calles parecen interminables. Mientras, va absorbiendo con sus menudos pies centímetros de aceras y calles, todo para deambular en silencio por los predios de un lugar sagrado, esencial, impostergable.

Los repetidos paseos de una ruta, que cambia poco, resultan “largos” hasta adentrarse en el portón de un escenario dispuesto para el dialogo entre pocos, la oportuna pregunta o el rozar de solapas y portadas. Es parte de las “rutinas” de Gabriela el escudriñar del índice, el descubrimiento de los vitales acentos del prólogo o de las sobrias escrituras de la contraportada. Todos ellos para atrapar, enamorar, provocar en unos pocos segundos, el deseo de comprar un libro o de “llevarlos” todos a casa.

Entonces Gabriela se desprende de la mano de su padre. Rebusca entre anaqueles y baldas la oferta de la semana, la más reciente entrega de esta “pequeña” institución, que se erige como espacio lustroso para refundar la sabia y el divertimento.

Ya se ha leído algunos de los vitales clásicos de la literatura infantil. Esenciales textos, propios de su edad, pensados para los primeros estadios de ese tropezar con historias que son parte de lecturas primarias. Están en su memoria, también en sus palabras, las hermosas ilustraciones que fortalecen sus encomiendas y el dialogo de textos formadores, donde el gusto se construye como una esponja sideral.

Ya terminó de deambular sin prisa por ese lugar recurrente. Acaba de tomar de la mesa que preside las novedades Las aventuras de Pinocho, de Carlo Collodi. De la portada, le sorprendió la singular nariz del personaje y la madera de caoba que sostiene todo su cuerpo. Y claro está, sus piernas y brazos atornillados dispuestos a evitar que este niño no se deshaga por el camino, sobre todo, cuando dialoga con su entrañable Pepe Grillo.

Ella misma lleva el libro al mostrador donde se abona el coste del texto. Saca de sus ahorros para pagarlo y cuando finalmente lo toma, se aferra a este otro tesoro de luz y misterio. El retorno a casa transita por las mismas rutas. Gabriela va con premura, ansía descubrir nuevas palabras y aventuras, impensadas historias, recorridos truncos. En una mano, el más reciente ejemplar adquirido; en la otra, la de su padre, que le anticipa unos pocos apuntes sobre Pinocho, articulados como aperitivos para la lectura.

Cuando llega a casa se despoja de todo lo que la “esconde”. Con ropas de los andares, devora las letras impresas. Se sienta en su butaca que habita en el centro de todo, en el núcleo de la casa. Está rodeada de todos sus libros que comparten espacio entre los de sus padres. Es un gran telar de lúcidas ventanas que lo iluminan todo, un proscenio donde pernoctan volúmenes multicolores permeados de sabiduría y respuestas.

Gabriela adsorbe en pausas cada parte del libro, lo calibra como un todo. Descubre los adjetivos posicionados en los nudos de las historias y su rol en el curso del libro. Los sustantivos, los verbos y los artículos completan el diapasón de letras, conjugadas para la imaginería y el ejercicio de pensar. Se emociona ante los cursos que toma este clásico y anota las preguntas que hará.

Cada vez que termina la lectura de un libro, lo que más le gusta hacer es escribir sobre lo leído. En su mesa, le espera un cuaderno y un bolígrafo, siempre dispuestos a ser cómplices de sus impresiones y sus avatares no resueltos. Desata una madeja de palabras donde hilvana la arquitectura de sus conmociones, los pilares de sus interrogaciones y las “certezas” que le impulsa cada lectura nueva.

En esos textos cortos Gabriela construye sus prominentes verdades y revela sus muchos otros vacíos que amerita poblar. Sus padres son cómplices de este dialogo escrito. Le corrigen sus esperadas faltas de ortografías y les proponen lecturas nuevas.

Estamos hechos de palabras. Con sus resortes edificamos horizontes, interrogantes, verdades, certezas; nuestros principios y valores se edifican desde sus cimientos.

Foto de portada: Erik Johansson (Suecia)

Leer más
Page 1 of 212»