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Crónicas de un instante: Danzar

Alexandre Meneghini (Brasil)

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

En el horizonte, los últimos vestigios de luz de una tarde cernida por bullicios de palabras cotidianas. El azul intenso del mar, fundido en los colores plomizos del cielo se amilana tras el rotar de la brújula. Su órbita será otra despedida.

Justo después de ese instante un telar inconmensurable de tonos tardíos emerge con sabor a aguafuerte. Es una gran pátina sobre lienzo blanco, de gruesa textura, dispuesta a ser parte de una puesta en escena donde convergen muchas vidas. Son retazos de una pieza de teatro urbano con personajes sacados de sus brazas habituales, congregados ante el levitar del aplauso y el goce escénico.

El salitre, en las grietas de ventanas de maderas rollizas y puertas derruidas, ancladas en el tiempo con vestiduras de resistencia, anuncia el pacto para comenzar el baile. Las paredes no son altares moribundos, son parte de una ciudad virtuosa, hermosamente amurallada, que siempre mira al mar, al faro, que la ilumina sin descanso. Es el tempo nocturnal de un celoso guardián de sueños, construidos con la palabra y el brazo erguido.

Los danzantes se alistan acicalados con los atuendos del calor en contrapunteo con la brisa fresca que persiste reciclada, moribunda, andante, en los altares de alguna calle de adoquines. Se avistan farolas pretéritas labradas por antológicos herreros habitantes de los confines de una cuesta. La noche amenaza con poblar los ardores de sus misterios y los destinos de un espacio, donde está por comenzar la magia del baile.

Irrumpen intrépidos en el lugar de encuentros los primeros acordes del tres, que saben a Cuba, en dialogo con una guitarra ibérica coqueta, perfumada, siempre acicalada, como el cerco del mestizaje o la hermandad de sonidos corales. Son las múltiples huellas llegadas a esta isla, por mares de puertos y costas donde persisten las junglas de manglares.

La clave ha dicho fuerte y claro que ella pondrá el compás en esta fiesta que empieza a tornarse con aires de muchas vueltas. Tributa su pertinaz sonido, justo desde las postrimerías del prólogo de la pieza musical que evoluciona desde el goce y el contorneo. Habita en todos los compases de esta banda sonora justo hasta el final de sus brazas.

Mientras raspa su cuerpo de bambú impregnando sonoridades fundidas como huellas irrepetibles, el güiro no se queda quieto en los anaqueles de un banco tardío que mora en una esquina de un proscenio interior. Sabor legendario solo repetible en las texturas de calabazas curtidas, forjadas por las manos de un artesano de leyendas y sueños vivos.

El coro de instrumentos convocados para esta fiesta se ensancha con la apertura acompasada del bongó, marca la rítmica desde los preludios de un Son, fecundador de un milagro: el desafuero del bailoteo. Es el percutir sobre el cuero de manos curtidas de sal, tierra arada y sabiduría popular, entrelazadas y dispuestas a dar vida a sonidos gestados en parches teñidos de sudor y constancia.

Sin perder la cordura, el mismo intérprete alterna sus brazos gruesos, cercena con sentidos golpes tumbadoras que soportan celosas los tumbaos del bongó. Son desafueros para encumbrar los sonidos de melodías nacidas con los colores de África.

Los protagonismos no cesan en este ensanche de ritmos. La trompeta redobla sus fuegos de metal, edifica sonidos de zurda potencia. Sobresale del resto de los compases con un eco trepidante, risueño, esclarecedor. Sus timbres y sus acentos son parte de una cultura donde lo popular se funde con lo clásico, cuando se trata de bailar desprovistos de manuales y fronteras.

El signo lo pone el bajo. Con las faldas de una señora teñida de madera torneada vibran en perenne combate los conflictos inconfesables de las cuerdas. Son como pintadas de barniz y tempo, resueltos desde los altares de una pierna erguida hasta los confines de un puente tímbrico, siempre medular.

Como una mujer voluptuosa, sensual, descollante, se exhibe el portentoso instrumento. Amasa sonidos de factura única distante de las armonías caribeñas, pero aplatanada a los nichos de los verdores de esta isla, siempre poblada de sonidos únicos, también inexplicables.

Los bailadores funden sus manos signadas por el arte del impulso, es el todo para no perder el sentido del ritmo. El contorneo se vuelve protagónico, esencial para dibujar los ardores de una música que provoca los estallidos de un cantor popular.

La sensualidad es parte de los símbolos de esta fiesta. En las vestiduras de los danzantes, las humedades de la atmosfera, el calor de una tarde quebrada y las ganas de bailar. El misticismo, el cruce de miradas, el goce revelado, el dialogo y la respuesta cautiva ante un telar de improvisaciones musicales, en la arquitectura del cuerpo.

Foto: Alexandre Meneghini (Brasil)

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Crónicas de un instante: El árbol

Kadir van Lohuizen (Países Bajos)

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

Anclado a la epidermis de un vasto campo de relieves amorfos y líneas truncadas, mora un lacerado árbol que exhibe en los pilares de sus hombros innombrables huellas coloreadas con grietas de sustantivas fisonomías.

Protagoniza el entorno del encuadre. Es punto de convergencia de un paisaje donde pululan muchas vidas que, como hormigas, laborean conectadas en una gran sinfonía de dolores. Bocetan los telares de un enjambre desde las heridas de la tierra, mejor visto a vuelo de pájaro.

Es un peregrino terco de pocas ramificaciones, pintado de legumbres, desechos sólidos, lodo fundido, papeles quemados, historias moribundas y preguntas sin respuestas. Dúctiles plásticos —que albergan nuestras vidas— son parte de una gran mampara tóxica, cada vez más interminable.

No son ramas secas lo que sostiene sobre sus hombros alineados y maltrechos. Se erigen como pintadas mugrientas, protagonistas de la modernidad y el desarrollismo, que hoy encumbra el siglo de los ceros y los unos.

Detrás de cada una de sus partículas hechas, preexisten kilómetros de tuberías quebradas que escupen desde campos minados y maltrechos océanos, líquidas arquitecturas de combustibles sólidos, cúspide de incalculables “oxígenos” de contaminación.

Sus piernas vertebradas sostienen todo un andamiaje de fugas y tercos dolores. No son los signos de la vida, se exhiben como los pilares del poder, el de unos pocos sobre los muchos otros. Están resueltas como simbólicas escrituras de una inaceptable verdad, aún no desterrada de las honduras de la tierra.

Los pórticos de esta arboleda fracturada no habitan en los altares de publicaciones glamorosas. Tampoco son interpretados por editoriales de páginas frescas con sabor a occidente. Se resuelven como estadísticas para la complacencia de migajas, depositadas en los porcentajes de alguna ONG, pensadas para complacer extintas voces que engrosan el uno por ciento de los impuestos diseñados “para el desarrollo global”.

En los cimientos de sus raíces descalzas se amontonan cercos de plásticos amurallados que nublan toda posibilidad de tocar los ardores de la tierra. Es una sustantiva distancia entre los alientos de la luz y el largo camino que apremia transitar, para llegar a los depósitos de algún silo industrial, puesto para acopiar las huellas que nos dejan los placeres del consumo. Es la era del usar y tirar, del poseer lo que nos venden los magos de lo efímero pintores de relatos con colores cautivos.

El paisaje de esta puesta en escena arrecia en el vertedero de Olusosun, Lagos, Nigeria. Es la escritura de un instante, el congelamiento de un protagonista revelado sin vestiduras de teatro. En él no se advierten luces para la escena o erguidas bandas sonoras dispuestas a narrar los quebrantos de un hombre vestido de soledad, de cercenados empeños, ramas de su monólogo.

Más de tres mil toneladas de residuos llegan a Olusosun diariamente. Más de cuatro mil personas remueven la basura, a mano, cosechando todo lo que sea vendible o reciclable. Los humanos estamos produciendo más desechos que nunca. Algunas fuentes apuntan a que el mundo genera 3,5 millones de toneladas de residuos sólidos al día, diez veces la cantidad de hace un siglo. El Foro Económico Mundial informa que para el 2050, habrá tanto plástico flotando en los océanos del mundo, que superará a los peces.

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Crónicas de un instante: Parálisis

Foto Sebastião Salgado (Brasil)

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

Vestigios de plurales luces colorean los contornos de sus pliegues amurallados. Sus manos y sus leños brazos retratan las huellas de sus trazos inconclusos, truncados por quebradas urgencias.

Asistimos a los primeros signos de la biografía de su existencia, marcada por la meditación y el monólogo, el dolor y el sin destino. Son perversos puntales anclados en los altares de su horizonte. Cómplices, se alistan como marcas hechas, dispuestas a ser parte de una línea bocetada, dispuestas a quebrar los cauces que existen en lustrosos escenarios, que evolucionan en otros horizontes.

El silencio puebla los ropajes de sus bordes. Como personaje protagónico observa las grietas de un delgado ángulo que pernocta cabizbajo. Posa anclada en un espacio interior que se desvanece en tempo de fuga. Se dibuja en su rostro la parálisis de un retrato emocional. Son las siluetas que boceta la luz que narra los titulares sustantivos de incontables lecturas.

Es inconsciente de ser un “objeto” observado, dispuesto como ficha de un tablero de ajedrez donde se entrecruzan cuerpos tullidos, posicionados en caóticas geometrías. Es un escenario mordaz, desprovisto de luces para el teatro, la modernidad de una puesta en escena o la glamorosa actuación de una celebridad de temporada. En este nicho tan solo impera el hambre voraz, intenso, apuntalado.

Sus pretéritos andares revelan huellas de pies quebrados, tejidos de lodo, encendidos parásitos y fracturadas posturas. De tanto ignorarlas se integraron a sus versos de vida, acuñadas por la verticalidad del sol y la polvareda de lineales rondas que delimitan los caminos, siempre apertrechados para permear los hilos una marea, que sabe a tierra.

Calza exiguos zapatos que fueron creciendo como fibras trenzadas de formas inconexas, todas ellas resueltas en caóticas respuestas. En los pliegues de sus precarias suelas, hechas de carbón y legumbres, se asientan incólumes notas musicales de agudas dimensiones.

Son, en definitiva, heridas dispuestas como lanzas que emergen tras el rozar de piedras afiladas, que habitan en todos sus caminos posibles.

El fondo evoluciona imperceptible, frágil parabán de líneas apretadas, que se difuminan como un todo, y terminan siendo una pátina de cercos acorralados. Este agudo retrato es borde interior y cobija de la mudez inquebrantable. Nada parece estar ocurriendo en ese espacio herido. Tan solo transcurre una vida, un instante, que parece infinito, íntimo, inconfesable.

Se avista en los límites del encuadre un ángel trunco tomado por la fuerza de un poeta que fotografió, sin mediar palabras, el aferrado dolor congelado. El de una mujer desnutrida y deshidrata, ausente en el hospital de Gourma-Rharousn, en Malí (1985). El hambre puebla los telares de esta pieza como sólidas letras impresas, como párrafos enteros de un texto voraz.

No hay dialogo en los altares de ese lugar profundo, agreste, definitivamente quebrado. Tampoco se vislumbran sobrias conexiones significantes para la escritura de narraciones orales. Cada actor de este escenario interior es un estar por dentro, un saberse solo en medio de la nada. Los límites son, los que definen los alcances de sus metáforas.

Según datos de las Naciones Unidas, certificados en 2019, más de 820 millones de personas pasan hambre y unos 2000 millones sufren su amenaza.

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Testigo implacable de la condición humana

Sebastião Salgado, protagonista del documental La sal de la tierra

Por Carlos Galiano @f_hadad

La sal de la Tierra (Salt of the Earth) es el título de una película estadounidense realizada en 1954 por Herbert J. Biberman, que hoy se considera uno de los clásicos del cine independiente norteamericano. Inspirada en hechos reales, trata sobre una huelga de mineros mexicano-norteamericanos que luchan por reivindicaciones laborales, episodio de lucha de clases que al mismo tiempo incorpora la determinación de sus esposas por asumir un rol activo y emancipador en este enfrentamiento.

Estos sucesos hubiera sin duda atraído la atención del famoso fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, personaje protagónico del documental La sal de la Tierra (The Salt of the Earth, 2014), una coproducción de Francia, Brasil e Italia que fue dirigida por el reconocido cineasta alemán Wim Wenders junto con el hijo de Sebastião, y también fotógrafo, Juliano Ribeiro Salgado.

El documental sigue la trayectoria existencial y profesional de quien es algo así como el Niemeyer de la fotografía testimonial a nivel mundial, un artista del lente que durante más de cuarenta años ha dejado constancia gráfica de conflictos internacionales, éxodos, hambrunas y desastres sociopolíticos de la más diversa índole en candentes puntos del planeta, que van desde su natal Brasil hasta Yugoslavia, desde África hasta el Oriente Medio.

Narrado indistintamente por Sebastião, su hijo o el propio Wenders, La sal de la Tierra es un impactante álbum, tanto por el contenido de sus instantáneas como por su tratamiento artístico, de fotos que asaltan nuestra vista con una carga dramática que nos estremece. En el centro de todas ellas está el ser humano, casi siempre expuesto a condiciones extremas de miseria, desolación, exclusión, víctima de cataclismos políticos, cuya brutalidad e irracionalidad llevan al mismo Sebastião a la desesperación:

“No creía en nada. No creía en la salvación de la especie humana. No podíamos sobrevivir a tal cosa. No merecíamos vivir más. ¿Cuántas veces tiré al suelo la cámara para llorar por lo que veía?”, dice el fotógrafo frente a cámara.

Sin regodeos, pero sin concesiones, Wenders comparte con el artista su horror y su denuncia, en una suerte de reflexión del arte de la imagen en movimiento sobre el arte de la imagen estática, aunque esta parece por momentos cobrar vida propia, no por efecto de artilugios técnicos, sino a partir de la fuerza expresiva que emana de ella.

El documental describe un arco dramatúrgico en el que, cuando todos, realizadores, personajes y espectadores, sentimos que tocamos fondo en esa inmersión en el corazón de las tinieblas, irrumpe una luz de esperanza con la misión redentora que el protagonista emprende con sus proyectos ambientalistas de su libro de filiación ecologista Génesis y el Instituto Terra. De las imágenes dantescas de masacres, guerras y desplazamientos forzados, Sebastião Salgado redimensiona su arte en la exaltación del esplendor de la naturaleza, de la flora y la fauna, de la recuperación de ecosistemas, lo que otorga al filme, seis años después de su realización, una sorprendente vigencia a la luz de los recientes desastres medioambientales que han ocurrido en una Amazonia devastada por las llamas ante la indolencia y pasividad de las autoridades gubernamentales.

La sal de la Tierra deviene así un vibrante alegato contra la barbarie y por la civilización, contra la muerte y por la vida, contra la anticultura del odio y por la cultura del humanismo. Un mensaje que ha calado hondo en cineastas y espectadores, que le han otorgado, entre otros reconocimientos, el premio especial de la sección Un Certain Regard, del Festival de Cannes, el premio del público en San Sebastián y el César del cine francés al mejor documental. En cuanto a la filmografía de Wim Wenders (El estado de las cosas, París, Texas, El cielo sobre Berlín), La sal de la Tierra completa una suerte de trilogía documental que el realizador ha dedicado a figuras del mundo artístico, y que completan Pina (2011), sobre la bailarina y coreógrafa alemana de danza contemporánea Pina Bausch, y el muy exitoso Buena Vista Social Club (1999), que relanzó a los primeros planos de la actualidad musical internacional a relevantes intérpretes de la música cubana.

Tomado de: Cubacine

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