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Bradley Cooper, el actor que no quiere ser galán romántico

Bradley Cooper. Fotograma del filme El callejón de las almas perdidas (Estados Unidos, 2021) de Guillermo del Toro

Por Geoffrey Macnab

Un «fenómeno circense» un hombre que ha perdido todo respeto por sí mismo, una criatura patética y desesperada, vuelta loca por la pena o el trago. Se lo mantiene vivo como a un animal, en una jaula, y sólo se lo deja salir para que los asistentes que pagaron puedan ver la humanidad en su forma más degradada. Aliméntalo con una gallina viva y se la comerá cruda. Acércate demasiado y te golpeará.

Stanton “Stan” Carlisle, el estafador interpretado por Bradley Cooper en El callejón de las almas perdidas, el nuevo thiller de Guillermo Del Toro, está fascinado con los «fenómenos». ¿Podría él caer tan bajo? Esa es claramente la pregunta que se hace cuando mira con semejante fascinación a una de esas almas perdidas en el comienzo de la película. Él también es una figura completamente despreciable, una escoria que traiciona a todo aquel con el que entra en contacto.

El callejón de las almas perdidas es la más reciente en una larga fila de películas en las que Cooper, uno de los actores más carismáticos de Hollywood, ha encarnado personajes que han caído profundos en el lado oscuro. El actor parece atraído por lo disfuncional. Se deleita interpretando alcohólicos, delincuentes o maníaco depresivos: cualquiera que sufra estrés post traumático o que esté consumido por el autodesprecio.

En la remake del clásico noir, que está ambientada en la era de la Gran Depresión, todos se dan cuenta de que Stan es una pieza fallada. La lectora de tarot Zeena the Seer (Toni Collette) lo percibe instantáneamente pero de todos modos se siente atraída por él. La psiquiatra Lilith Ritter (Cate Blanchett), ella misma una figura profundamente corrompida, también lo ve. Hay una escena maravillosa en la que Cooper y Blanchett se miran el uno al otro con una mezcla de lujuria y desprecio. «Sé que no sos buena porque… yo tampoco lo soy», le susurra él a ella, reconociendo su propio reflejo retorcido en la dama.

Hay una tensión de masoquismo en Stan. Aunque explota a todos los que lo rodean, casi que anhela ser descubierto, ser expuesto como el fraude, arrastrado e impostor que, en lo profundo, él siente que es.

El lado negativo de interpretar protagonistas tan poco simpáticos es que te arriesgás a atemorizar y expulsar al público. En Estados Unidos, los espectadores han rehuido a El callejón de las almas perdidas en favor de la nueva película de El Hombre Araña, que tiene un protagonista masculino mucho más saludable en la forma del Peter Parker de Tom Holland. De cualquier modo, Cooper entrega otra de sus performances inmensamente sutiles y pletóricas de capas. Se puede entender exactamente por qué Stan inspira semejante ambivalencia en quienes se encuentran con él. Tiene una cualidad de «chiquitito perdido» que le cuesta resistir incluso la gente curtida de la caravana. Pero no se dejan engañar por él. Como lo dice Willem Dafoe, que interpreta al director del circo, «Hay algo que no está bien en este tipo. Este tipo es un poco raro».

Cooper muestra una mezcla similar de encanto y disgusto, esta vez alivianada con mucho más humor, en su otra película nueva, Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson. Ahí interpreta al real productor de Hollywood y expeluquero Jon Peters, supuestamente el modelo para el ultraseductor Warren Beatty en Shampoo (1975). Aunque el personaje de Beatty era cautivador al mismo tiempo que libidinoso, el Jon Peters de Cooper es un depravado no deconstruido. Intenta seducir a toda mujer con la que se cruza, incluida la mucho más joven Alana (Alana Haim) cuando ella está manejando y por eso no puede evitarlo con facilidad. En un momento se lo muestra acosando mujeres que caminan por la calle, con su lascivia desenfrenada.

Una mirada a la carrera de Cooper permite entender que se ha convertido en una estrella de las grandes sin interpretar casi a protagonistas masculinos convencionales o simpáticos. «La cámara lo ama… Me recuerda un poco a Paul Newman, particularmente alrededor de los ojos y en el modo en que es agradable pero también tiene una inteligencia muy veloz», le dijo Liam Neeson a The New York Times cuando trabajó con él en Brigada A: Los magníficos (2010). En ese momento, la conversación era sobre «la gracia y el sex appeal» de Cooper. Él acababa de tener un éxito enorme interpretando al tosco e irresponsable maestro Phil Wenneck en la graciosísima comedia de chabones ¿Qué pasó ayer?  (2009), dirigida por Todd Phillips.

Los personajes que Cooper ha elegido interpretar invariablemente tienen fallas e inseguridades profundamente enraizadas. En la exitosa remake de Nace una estrella (2018), que también dirigió, era una estrella de rock magnética y fachera, pero también un alcohólico y drogadicto que en el final de la película se suicida. En El lado luminoso de la vida (2012), en la que trabajó con Jennifer Lawrence, era un divorciado que sufría de trastorno bipolar. En Una buena receta (2015) era Adam Jones, un chef apuesto pero volátil, a lo Anthony Bourdain, que luchaba para manejar problemas de adicciones.

Una película que demuestra por completo en enorme rango actoral de Cooper es Limitless (2011), de Neil Burger. Ahí interpreta a Eddie Morra, un aspirante a novelista sin un centavo que sufre de bloqueo de escritor y que vive en un departamento sórdido del que ni siquiera puede pagar el alquiler. Su novia (Abbie Cornish) lo abandona. Está tocando fondo cuando un viejo conocido que se encuentra por casualidad en la calle le da una píldora que hace que su cerebro funcione a la máxima capacidad. Él se asea, se reúne con su novia y se convierte en un hombre de mundo luchador y que busca emociones fuertes.

Es una idea trillada, otra relectura más del concepto de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, y del Profesor Chiflado, del nerd que se convierte en el macho alfa. Muy pocos actores más, sin embargo, podrían haber manejado la transformación con la misma facilidad y gracia que Cooper. Resulta igualmente convincente como el don nadie dependiente que siente lástima por sí mismo que empieza la película tanto como el prototipo de dueño del universo en el que se convierte.

Esa dualidad está en muchos de los roles siguientes de Cooper, incluido El callejón de las almas perdidas. Él es extraño que también es uno de los pibes; el tipo común que se convierte en una máquina asesina en Francotirador (2014), de Clint Eastwood; el canalla agente del FBI, tan corrupto como el estafador que está investigando en Escándalo americano (2013).

Puede que Cooper le haya puesto la voz a Rocket Racoon en Guardianes de la galaxia, pero no se ha vendido más allá de eso. Tiene una carrera floreciente como productor de películas como Amigos de armas (2016) y Guasón (2019), y recientemente firmó para dirigir y aparecer en una nueva biopic de Netflix sobre Leonard Bernstein, el compositor de Amor sin barreras. Él no es exactamente una estrella cinematográfica reticente pero, a lo largo de su carrera, siempre ha estado en contacto con su ñoño interno. Es por eso que incluso cuando a películas como El callejón de las almas perdidas no les va bien en la taquilla, su credibilidad no se ve afectada. Para cada actor de método con amor propio como Cooper, los fallos son siempre tan importantes como los éxitos. Se aprende mucho más de la humillación que de los triunfos.

*De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12

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A 100 años de «El pibe», el lado oscuro de Charlie Chaplin

Por Geoffrey Macnab

Era un hombre pequeño con pies enormes y un mostacho breve… o al menos así era la manera en la que aparecía en la pantalla. Cien años atrás, tras haber hecho otras sesenta películas o más, Charlie Chaplin dirigió su primer largometraje, El pibe. Para entonces él ya estaba entre las más reconocibles y amadas figuras en todo el mundo. «Soy conocido en partes del mundo por gente que nunca oyó hablar de Jesucristo», acostumbraba ufanarse.

Ahora, Chaplin está volviendo a aparecer bajo los focos. Una nueva película documental, The Real Charlie Chaplin («El Charlie Chaplin real»), dirigida por Peter Middleton y James Spinney, fue presentada en el Festival de Cine de Londres. Pero el trabajo de Chaplin también está siendo revivido en cines del mundo. Títulos clásicos como El pibe, Tiempos modernos (1936), La fiebre del oro (1925) y El gran dictador (1940) han sido remasterizados en 4K por las distribuidoras Pieces of Magic y MK2, y serán relanzados en breve.

Es una oportunidad para que las nuevas generaciones lo descubran. Con la ventaja de ver las cosas desde el presente, de todos modos, hay algunos aspectos difíciles sobre el comediante del sombrero bombín. Su vida privada tuvo aspectos oscuros. En particular, sus relaciones con las mujeres son perturbadoras, especialmente cuando se las contempla a través del prisma del #MeToo. El actor estaba especialmente obsesionado con las chicas muy jóvenes.

Lillita MacMurray, quien fue conocida durante la mayor parte de su vida como Lita Grey, fue una de esas víctimas. Ella interpretó al «ángel coqueto» que impacta a Chaplin en El pibe, un momento complicado en una de las mejores y más duraderas películas de Chaplin. En ese momento tenía 12 años.

En una extraña secuencia al final de la película, el vagabundo de Chaplin, desplomado en un umbral, cae dormido y entra a la «Tierra de sueños». De pronto, las familiares callejuelas aparecen festoneadas de flores y atestadas de ángeles. Incluso a los duros policías y los perros callejeros les brotan alas. El vagabundo parece estar en el paraíso, pero de pronto «se arrastra el pecado». Es abordado por una joven ninfa de aspecto inocente (Lita Grey) que trata de «conquistarlo». Él no puede evitar perseguirla y se mete en una pelea con su novio.

El comediante se obsesionó con la joven actriz. Para entonces acababa de atravesar un embrollado y amargo divorcio de su primera esposa, Mildred Harris, que tenía 16 años cuando se casaron en 1918. Tuvieron un hijo en julio de 1919, que murió tres días después del nacimiento. En el proceso de divorcio, Harris acusó a Chaplin de crueldad psicológica.

Más tarde Chaplin se casó con Grey, en 1924, y ella hizo acusaciones similares sobre el actor cuando se separaron, tres años después. A mediados de los sesenta, Grey escribió una autobiografía sensacionalista, My Life with Chaplin; an intimate memoir («Mi vida con Chaplin, una memoria íntima»). Como la tapa del libro se encargaba de anunciar, era «¡la historia que Charlie no contó!». Y «el impactante relato de un matrimonio que se convirtió en uno de los más infames escándalos de todos los tiempos».

El libro describe cómo Chaplin se fue obsesionando con Grey en el set de El Pibe. «Sos una niña extremadamente bella, querida», recuerda que le dijo. Chaplin le dijo que ella le recordaba a «la chica en la pintura La edad de la inocencia» y que encargó un retrato de la actriz. «Te estuve mirando, querida, cuando vos no estabas mirando. He estado más y más atraído por esos ojos fascinantes tuyos… te hacen ver muy misteriosa». Su madre estaba preocupada por esa conducta, pero Chaplin le aseguró que él «no tenía el hábito de seducir a niñas de 12 años».

Tres años después, sin embargo, cuando ella tenía 15, él sí sedujo a Grey. Ella hizo una audición para La fiebre del oro y consiguió el rol protagónico. Tal como puntualiza David Robinson en su biografía de Chaplin, «todos los reportes de los periódicos dijeron que Lita tenía 19 años». Pero de hecho ella aún era menor. Eso no detuvo a Chaplin para empezar un romance con ella. Y Lita quedó embarazada.

Chaplin quería que ella se hiciera un aborto. Le ofreció dinero para que se casara con alguien más. Al final, extremadamente reluctante, el comediante hizo de Grey su segunda esposa.

El relato de Grey sobre su matrimonio de corta vida fue escrito años después del evento. Fue diseñado para vender muchas copias y causarle a Chaplin el máximo bochorno posible. De cualquier manera, el trato de Chaplin hacia ella emerge monstruoso y explotativo, y fácilmente lo podría haber llevado a prisión. En ese momento en California, «que un hombre tenga relaciones con una mujer menor de edad constituye, de hecho, un acto de violación, lo que supone penalidades de hasta 30 años en la cárcel», escribe Robinson en su biografía del actor y director.

The Real Charlie Chaplin, el nuevo documental, cubre la relación del artista con Grey en un nivel de detalle de enorme y dolorosa franqueza. Los realizadores encontraron entrevistas hechas por ella para televisión en las que trabaja duro para dar su versión de la historia. El público, de todos modos, estaba aparentemente mucho más interesado en los detalles financieros del subsecuente divorcio con Chaplin que en su sufrimiento. Al separarse, ella recibió un pago por entonces record.

Los medios retrataron a Grey como una adolescente manipuladora y maquinadora cuando, de hecho, ella era una víctima de un hombre mayor con actitudes predatorias. Es un episodio triste y miserable en la carrera de Chaplin, pero su popularidad no se vio entonces afectada. Solo veinte años después, cuando tuvo un romance en 1941 con otra actriz más  joven que él, Joan Barry (que tenía 22), Chaplin, que entonces tenía 52 años, cayó finalmente en desgracia. Pero fue más por las sospechas del FBI sobre sus simpatías comunistas que por su duro tratamiento de las mujeres jóvenes en su vida.

A pesar de su título, The Real Charlie Chaplin no consigue acercar más al público a la esencia de su personaje que las biografías y películas que se hicieron previamente sobre él. Ese londinense de clase trabajadora sigue siendo una figura intensamente privada y paradójica. Los directores lo describen como «un nadie que pertenece a todos». Exploran los extraños paralelismos entre Chaplin y Hitler («Ambos eran performers que imantaban al público»), nacidos con días de diferencia, que tenían un gusto similar en bigotes y que terminaron enfrentados uno a otro.

Los nazis odiaron a Chaplin, prohibieron sus películas y lo etiquetaron como «un desagradable judío acróbata». Chaplin respondió ridiculizando a Hitler en su película más valiente, El gran dictador (1940), en la que interpretó los papeles del líder fascista Adenoid Hynkel y un barbero judío del ghetto.

En sus películas mudas, en su personaje del vagabundo, Chaplin fue accesible para todas las culturas del mundo. Era una figura subversiva que provocaba amor, el hombrecito que se volvía héroe. Sus películas son tiernas, ingeniosas y muy graciosas. Se paró ante la autoridad en la pantalla, pero podía ser un autoritario fuera de ella. Se volvió inmensamente rico interpretando a tipos que no tenían un centavo. Sus comedias arengaban contra la crueldad de las figuras del establishment -policías, jefes, jueces- y sin embargo él era un jefe riguroso que a veces trataba a sus colaboradores con cierta brutalidad.

El documental hace una crónica de los muchos, muchos meses que pasó tratando de filmar una única y fundamental secuencia de su película de 1931 Luces de la ciudad, que involucraba a una florista ciega que confundía al vagabundo con un millonario. Llevó a sus colaboradores hasta la confusión por su obsesivo perfeccionismo.

¿Qué significa Chaplin hoy para las audiencias? El estatus del comediante ha ido cambiando sutilmente a lo largo de los últimos 20 ó 30 años. Fue una vez la estrella más popular del cine en el mundo, pero de a poco se fue convirtiendo en símbolo de la alta cultura. Cuando sus películas son revividas, tienden a ser exhibidas en salas de concierto con el acompañamiento de grandes orquestas, o en festivales internacionales como Cannes y Berlín. Son distribuidas por empresas de cine-arte, antes que por los grandes estudios del mainstream. Los críticos de cine y otros realizadores lo reverencias, pero Chaplin se ha ido alejando gradualmente del público general. Su trabajo ya no se encuentra fácilmente en la televisión como para que los chicos lo descubran.

La mezcla que consiguió el comediante de carcajadas y un profundo pathos ciertamente no atrajo a los espectadores británicos durante el thatcherismo de los ochenta y noventa. «No conozco ningún pueblo más cínico en el mundo que el británico, y si sos cínico no te puede gustar Charlie. Si sos cínico, entonces él no tiene esperanza, es solo insoportablemente sentimental», comentó el crítico de cine David Robinson acerca de cómo el trabajo de Chaplin quedó pasado de moda.

Ese cinismo se ha aliviado. Los miembros de una generación más joven e idealista, preocupados por la injusticia ambiental y política, pueden estar más abiertos al trabajo de Chaplin de lo que sus hastiados padres estaban veinte o treinta años atrás. En una era de guerras, migraciones en masa forzadas, inequidad y pobreza, sus películas deberían tener una nueva actualidad. De todos modos, el pibe de Lambeth también puede enfrentarse a una nueva, póstuma estimación debido al tratamiento que les dio a esas mujeres jóvenes. Es difícil llegar a cualquier conclusión que no sea que abusó y explotó a Grey. Si las estrellas de cine son atrapadas comportándose de la misma manera hoy, sus carreras implotarían de inmediato. Serían canceladas sin remedio.

Chaplin también fue una víctima, alguien que tuvo una traumática infancia de extrema pobreza. Fue separado de su madre mentalmente inestable en la misma manera brutal que sufría el chico que interpretaba Jackie Coogan en El pibe. Pidió limosna en las calles. Años después, aun cuando había acumulado una extensa fortuna, seguía aterrado por la posibilidad de perderlo todo. Era una figura insegura y temperamental, con una problemática vida privada.

Pero al mirar sus películas todo eso queda rápidamente en un segundo plano. Su genialidad permanece. Nadie más en la historia del cine ha tenido esa capacidad para conjugar a la vez las risas y las lágrimas. Muestra tal humanidad y humor en pantalla que parece más misterioso aún que pudiera comportarse de manera tan abominable fuera de ella.

Tomado de: Página/12

Tráiler del filme El Chaplin real (Estados Unidos, 2021) de Peter Middleton y James Spinney

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100 años de Charles Bronson, el primer duro de matar

Charles Bronson, actor estadounidense de origen lituano (1921-2003)

Por Geoffrey Macnab

Hacia el final de El vengador anónimo 3, el vigilante que interpreta Charles Bronson es amenazado con un arma por el líder de pandilla de Gavan O’Herlihy. El matón parece haber vuelto desde los muertos luego de ya haber sido baleado una vez, pero viste un chaleco antibalas. Esta vez, el héroe le apunta a quemarropa con un lanzacohetes, volándolo en pedazos. Es un final absurdo y sin sentido para una película absurda y sin sentido, en la que el recuento de muertes anda por las nubes. La expresión de Bronson no se modifica en lo más mínimo. Se lo ve absolutamente imperturbable, incluso levemente desinteresado, como si estuviera ejecutando una simpla tarea doméstica antes de tomar el cheque de 1,5 millones de dólares que le tenían prometido por sus servicios Menahem Golan y Yoran Globus, los disidentes productores israelíes de la película dirigida por Michael Winner en 1985.

Este 3 de noviembre marca el centenario del nacimiento de Bronson. Fue la más enigmática estrella de acción de su era, uno que apareció en una buena cuota de películas terribles sin aparentemente vulnerar su reputación. Su marca de minimalismo a lo macho probó ser ampliamente influyente. Actores como Bruce Willis, Liam Neeson y Jason Statham han interpretado héroes similarmente inexpresivos en muchas películas de acción recientes sin llegar nunca a igualar su aire de misteriosa calma.

Bronson, quien murió el 30 de agosto de 2003 a los 81 años, no mostró abiertamente pena o furia en la pantalla, pero muchos de los personajes que interpretó habían sufrido un trauma extremo en su pasado. Generalmente están buscando venganza. Su cara siempre luce impasible pero, en sus mejores performances, puede transmitir su dolor y sus anhelos a través de una expresiva mirada en sus ojos o (como en Erase una vez en el Oeste) tocando unos compases en una armónica. Siempre habla de manera reposada. Eso sirve a la vez para congraciarse con el público -parece tan cortés- y para hacerlo lucir aún más intimidatorio. Se entiende que puede explotar en una espiral de violencia en cualquier momento cercano.

En sus películas menores, especialmente aquellas hechas junto a Winner, su comportamiento frecuentemente parece bizarro. Su reserva llega a través de una falta de empatía humana básica. En una de las escenas más ridículas de El vengador anónimo 3, la mujer con la que acaba de empezar un romance (Deborah Raffin) se queda en el auto mientras él va a buscar su correo. Unos matones callejeros la asaltan y causan un accidente que la mata. Saliendo de la oficina postal, Paul Kersey reacciona de un modo típicamente Bronson, es decir luciendo un gesto de leve contrariedad, como si hubiera recibido una multa de tránsito. El dolor físico tampoco perturbó al personaje ficcional de Bronson. Cuando uno de los pandilleros le clava un cuchillo en la espalda en esa misma película, él saca la hoja y la observa con curiosidad, como si no pudiera creer del todo que estuviera dirigida a él.

Bronson en El Vengador Anónimo.

«Bronson es el destino. Una especie de bloque de granito impenetrable, pero que marcó mi vida», dijo el director italiano Sergio Leone en la biografía que Christopher Frayling escribió sobre el realizador. «Conocí a mucha gente en los Estados Unidos, hombres de negocios, jefes de grandes corporaciones; francamente, personas que eran aún más duras que el personaje de Bronson. Y ellos tenían exactamente la misma sonrisa de Charles Bronson: amenazante, inquietante», completó Leone.

Cuando Bronson consiguió el que fue seguramente su mejor papel, en el film de Leone Erase una vez en el Oeste (1969), los jefes del estudio Paramount estaban desconcertados con la elección. Lo conocían como un actor de reparto que había aparecido en Los siete magníficos (John Sturges, 1960) o Doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967), que podía verse duro y carismático como integrante de un equipo mayor, pero no el tipo de actor que podía sobrellevar una película de alto presupuesto. Leone, de todos modos, vio al tosco actor estadounidense con ascendentes lituanos como la perfecta elección para el pistolero que tocaba la armónica. Bronson era tan inescrutable y revelaba tan poco de sí que fascinó a las audiencias. Era tan taciturno como el Hombre sin nombre de Clint Eastwood en la «trilogía del dólar» de Leone, y parecía evidente que ocultaba algo detrás de esos ojos misteriosos y conmovedores. No necesitaba decir muchas líneas de diálogo. Gracias a los primeros planos en gran pantalla de Leone, su rostro hizo todo el trabajo.

Al estilo de Humphrey Bogart, Bronson ya estaba bien entrado en la mediana edad antes de convertirse en estrella de cine. Ocasionalmente lideró películas clase B como Ametralladora Kelly (Roger Corman, 1958), pero en las películas más grandes siempre estuvo confinado a los roles de reparto.

Bronson no era un tipo alto. Dentro y fuera de la pantalla, no era para nada extrovertido. De cualquier manera y a pesar de eso, era presa de cierto narcisismo. Trabajó su físico sin descanso, llegando a extremos de exigencia para mantenerse en la mejor forma posible. Según el director Winner, se sometió a cirugía plástica algunas veces. «Esa cara maravillosamente tallada se fue volviendo progresivamente sosa», apuntó el realizador sobre el modo en que su apariencia se fue aliviando luego de la primera película de El vengador anónimo, en 1974.

En El peleador callejero, película dirigida por Walter Hill en 1975 que algunos consideran como su personaje definitivo, fue elegido para interpretar a un boxeador de las calles, a nudillos pelados, perdido en el Estados Unidos de los años ’30. Allí interpretaba un personaje intensamente físico frente a actores muchos años menores, pero pocos de los críticos parecieron darse cuenta de que ya estaba en sus 50.

Parte del encanto de Bronson descansa en cuán diferente era de las otras estrellas masculinas de ese período, gente del tipo carilindo como Robert Redford, Paul Newman y Steve McQueen. Nacido como Charles Buchinsky, era hijo de padres lituanos y creció en la pobreza, en un pueblo industrial de Pennsylvania. «Los ojos de Bronson son ojos de gato, vigilantes y siempre alerta», apuntó el crítico de cine Roger Ebert en 1974, en un perfil que definió a Bronson como «la estrella de cine más popular del mundo».

Bronson había adquirido ese status de una manera muy indirecta, escapando de su entorno de mineros de carbón cuando fue reclutado para las Fuerzas Armadas y luego, como muchos otros, utilizando su paga del Ejército para asistir a una escuela de arte y realizar estudios de actuación. Mucho antes de que lo abrazara el público estadounidense, ya era festejado en Europa y Asia.

Aun cuando su carrera despegó, Bronson siguió siendo un outsider, hostil con la prensa y nunca del tipo de los que toman parte en los trucos publicitarios de Hollywood para propulsar su popularidad. «Yo soy solo un producto, como una torta o un jabón, algo para ser vendido de la mejor manera posible», le dijo a Ebert cuando, con muchas reservas, accedió a hablar con él.

Los siete magníficos.

A comienzos de su carrera, Bronson a veces fue elegido para interpretar a nativos americanos. No era el típico anglosajón de la Ivy League. No lo ibas a encontrar en El Gran Gatsby o El Golpe. De allí surge una ironía con respecto a su posterior emergencia como el héroe vigilante de las películas del Vengador Anónimo. En estas películas, cada una más orientada al puro lucro que la anterior, él era el ángel vengador, reventando a los pandilleros de la calle en cuidado de un Estados Unidos blanco y de clase media suburbana a la que en realidad él nunca perteneció.

Bronson era una figura que intimidaba. Los conductores de programas de entrevistas estaban palpablemente nerviosos en su presencia. «Yo no soy violento. Solía serlo, pero ahora ya no lo soy», le dijo a un Dick Cavett visiblemente agitado en una entrevista televisiva. Vestido con camisa negra, Bronson estuvo fumando todo el tiempo, hablando en una voz tan baja que sus palabras parecieron entrañar una amenaza extra. El mostacho manubrio lo hacía lucir aún más como un extraño en el saloon, de esos a los que todos los parroquianos están aterrados de ofender.

«Bronson era diferente a cualquier hombre que hubiera conocido, tranquilo de una manera casi inquietante e intenso, con un aire explosivo de violencia flotando sobre él», escribió más tarde Jill Ireland, quien dejó a su marido David McCallum por él. Ella y Bronson aparecerían juntos en quince películas, casi todas ellas thrillers o westerns. Cuando intentó salirse de esas tipologías, por ejemplo cuando interpretó a un novelista pornográfico de mediana edad que tenía un romance con una estudiante adolescente (Susan George) en Lola (Richard Donner, 1969), el público se sintió comprensiblemente desconcertado.

A pesar de todo su machismo, Bronson dio pistas de algunos sentimientos algo más refinados en algunas de sus películas, y estaba mucho más apasionado por su tarea como pintor que por la actuación. Aun en películas como El vengador anónimo 3, podía tomarse un descanso de la tarea de matar pandilleros para tener charlas triviales con los vecinos más grandes durante la cena.

La influencia de Bronson puede sentirse aún hoy. El preso con mayor tiempo de condena en el Reino Unido tomó su nombre en 1987, y más tarde fue el tema de una biopic protagonizada por Tom Hardy. Las rugosas películas de acción de años recientes -películas como la recientemente estrenada Nadie, con Bob Odenkirk; El justiciero, con Denzel Washington; o Caminando entre tumbas y y Búsqueda implacable, con Liam Neeson- tienen un sabor similar al de los thrillers de Bronson. Bruce Willis le rindió homenaje al protagonizar una remake de El vengador anónimo (esta vez la traducción respetó el título original de Deseo de matar). De manera nada sorprendente, Quentin Tarantino es uno de sus admiradores.

El actor tiende un puente entre dos mundos diferentes: el viejo sistema de estudios de Hollywood en el que comenzó su carrera, trabajando con directores como Henry Hathaway y Andre De Toth, y la muy diferente, más liberal industria cinematográfica estadounidense de los años ’70 y ’80. Tuvo una ética de trabajo implacable, enganchando roles en la televisión y en la pantalla grande, pero rara vez debatió qué significaba su trabajo. Como le dijo a Ebert, «yo proveo una presencia».

En una carrera cinematográfica que abarca cerca de medio siglo, Bronson no obtuvo ni una nominación al Oscar, ni siquiera la leve posibilidad de una. Muchas de sus películas, especialmente aquellas con Winner, fueron destrozadas por la crítica. De todos modos, fuera como parte de un ensamble en Los siete magníficos, El gran escape o Doce del patíbulo, o como el protagonista de Erase una vez en el oeste y El peleador callejero, su trabajo perdura. Sigue siendo el primer punto de referencia para cualquiera que quiera hacer un thriller de venganza hoy. Cien años después de su nacimiento, casi dos décadas después de su muerte, Charles Bronson sigue siendo el más duro de los duros, el tipo al que todos respetan más que a nadie.

Tomado de: Página/12

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Charlotte Rampling, esa fuerza de la naturaleza

Charlotte Rampling, actriz inglesa. Foto Europa Press

Por Geoffrey Macnab

Ha pasado más de medio siglo desde que Charlotte Rampling explotó en el cine británico a mediados de la década del ’60, estableciéndose a sí misma de inmediato entre pares como Twiggy, Jean Shrimpton y Michael Caine como una de las personalidades que ayudaron a definir una década turbulenta. Era la época de The Beatles y el Swinging London. Rampling había sido descubierta por los hermanos Boulting, quienes vieron una foto de la joven actriz en una revista e inmediatamente la reclutaron para su sátira Rotten to the core (1965).

«Fue una de esas oportunidades afortunadas, que me lanzó al negocio de las películas», recordó ella más tarde sobre cómo, tras un par de pequeños papeles en producciones de Richard Lester (incluyendo un cameo como «la chica en la discoteca» en la película de The Beatles Anochecer de un día agitado), alcanzó un estrellato instantáneo.

Su primer papel como protagonista fue revelador. Los Boulting la eligieron para interpretar a la intrigante Sara, nacida en Burnley pero educada en París, y una ladrona consumada. Solo había estado apenas unos segundos en pantalla cuando se la mostró solo con su ropa interior y besuqueando a su más reciente novio. «¡Quiero vivir!», le grita a su padre cuando él le pregunta por qué no quiere volver a su hogar en Lancashire. En lugar de eso, ella ayuda al tal novio The Duke (Anton Rodgers) con sus últimos planes criminales.

Ranmpling se mostraba en una vena similar como Meredith, la ágil violinista en una relación con Alan Bates en Georgy Girl (1966). La actriz era una joven diosa, o así es como la considera su compañera de cuarto Georgy (Lynn Redgrave), quien en comparación con ella luce sosa, rechoncha y desaliñada. «¿Cómo me veo?», le pregunta el personaje de Rampling a Georgy en el comienzo de la película. «Sensacional… sensacional», contesta Georgy con una mezcla de envidia, asombro y antagonismo.

Rampling nunca iba a interpretar protagónicos femeninos convencionales. Eso simplemente no estaba en su naturaleza. En esas películas inglesas iniciales era mostrada como una mujer hermosa, aplomada y subversiva. Los directores hombres no podían resistirse a sus primeros planos voyerísticos, pero ella tenía una rebeldía natural, como si despreciara su mirada.

De todas maneras, cuando ella se vio por primera vez en la pantalla abandonó la sala entre lágrimas. «Creo que fue solo el shock, la vergüenza de revelarme a mí misma a tal extremo, porque no me gustaba mostrar cosas mías», le dijo más tarde a la BBC. Esta siempre fue la paradoja alrededor de Rampling. Es una figura reservada y amante de la privacidad que ha sido continuamente llevada a personajes que requieren niveles extraordinarios de autoexposición. Es una figura quintaesencialmente británica, hija de un oficial del Ejército inglés, y sin embargo ha aparecido continuamente en películas hechas por realizadores internacionales. Algunas de esas películas han tomado caminos verdaderamente extremos, en su temática y en lo que demandan de ella.

Aun así, todos estos años después, Rampling es la última mujer que permanece. Los directores, actores y actrices con quienes trabajó en los sesentas y a comienzos de los setenta han fallecido o se han retirado. De todos modos, ella sigue apareciendo en nuevas películas provocativas y desafiantes.

Rampling actúa en dos de las películas más ardientemente discutidas del año: el drama sobre monjas lesbianas Benedetta, de Paul Verhoeven, que escandalizó al festival Internacional de Cine de Cannes a comienzos del verano boreal; y la épica reversión realizada por Denis Villeneuve de Dune, la novela de ciencia ficción de Frank Herbert cuya nueva adaptación audiovisual debutó en el Festival de Venecia.

«Absolutamente maravillosa», dijo Verhoeven cuando se le preguntó por su experiencia de trabajar con Rampling en Benedetta. Allí ella interpreta a una abadesa cuyo poder es usurpado por Benedetta, la monja poseída por extrañas visiones eróticas. «No tuve que hacer nada», dijo Verhoeven sobre las directivas que le dio a la veterana estrella. Las únicas sugerencias que ocasionalmente podía darle eran sobre el énfasis en ciertas palabras cuando tenía parlamentos en francés, que no es su primera lengua.

«Estuve hablando con Charlotte antes de elegirla, vino para una pequeña conversación», dijo el director. «Ella era muy divertida. Estábamos hablando sobre las ventajas y desventajas de que tomara este personaje. Al final me dijo ‘No veo ninguna razón por la cual no hacerlo’, y le pregunté por qué no hacerlo. ‘OK, lo haré’, dijo sencillamente, como la conclusión lógica de la conversación.» Verhoeven sintió que la actriz era una persona muy reservada. «Está en buena medida en la suya… ni siquiera sé mucho sobre ella. Sentí que no tenía necesidad de decir nada. ¡Era mejor no decir nada!»

Otras estrellas del rango de experiencia de Rampling quizá hubieran tenido sus reservas sobre aparecer en una película tan fuerte y provocativa como este último ejercicio de Verhoeven. El paquete completo incluye monjas sáficas, dildos con la imagen de la Virgen María, escenas de la plaga y quemas en la hoguera. Rampling disfrutó la experiencia. A medida que la abadesa complota para voltear a Benedetta, se muestra fría y sardónica, pero también corajuda y con sus propias y fuertes pasiones. Su performance tiene una profundidad y un sentido que no se encuentran habitualmente en películas que explotan el tema de las religiosas.

Rampling está igualmente fantástica en Dune como Gaius Helen Mohiam, la poderosa Reverenda Madre que está lista para matar al visionario joven héroe Paul Atreides (Timothée Chalamet) mientras lo pone a prueba para ver si tiene realmente lo que se necesita. Una vez más, luce a la vez relajada y distante, pero no resulta tan hostil como parece en un comienzo.

Dune debe haber sido un proyecto especialmente querido para Rampling. En 1976, cuando estaba como invitada en el longevo programa radial de la BBC Desert Island Discs, eligió el libro de Frank Herbert como uno de los títulos que se llevaría a una isla desierta. «Es básicamente un libro de ciencia ficción, pero lleva la mente y los proyectos de una persona muy, muy lejos en el futuro. Creo que en una isla desierta me provocaría ideas enormes», le dijo al conductor Roy Plomley.

Rampling siempre se sintió atraída a roles alucinantes. Como estrella joven en los sesenta, en búsqueda de desafíos, dejó Inglaterra lo antes que pudo para trabajar en Francia e Italia. Ahora, en el crepúsculo de su carrera, se rehúsa a registrarse en El exótico Hotel Marigold o interpretar a queribles excéntricas en alguna torpe comedia británica. Cuando protagonizó a una sobreviviente de un campo de concentración en Portero de noche (Liliana Cavani, 1974), reviviendo una relación sadomasoquista con un oficial nazi (Dirk Bogarde) que la torturó en el pasado, fue rápidamente apodada por la prensa como «la reina de lo extraño». Esa sigue siendo una de sus películas más notorias. Sus escenas con el pecho desnudo, usando una gorra e interpretando una canción sentimental en el estilo de Marlene Dietrich para los nazis, coqueteaban peligrosamente con la explotación.

Algunos se horrorizaron con el tono del film. «Portero de noche es tan desagradable como su lubricidad, un despreciable intento de excitarnos explotando las memorias de persecución y sufrimiento. Sé lo obsceno que suena esto, pero es moda Nazi», escribió el crítico estadounidense Roger Ebert.

Rampling, de todos modos, aún la recuerda como uno de los logros por los que siente más orgullo. En una charla en Rotterdam en 2018, la definió como «una película de gran belleza… una historia de amor torturada, extrañamente decadente». Y vino a fijar una marca: una vez que llegó tan lejos, nada más podía acobardarla.

En el comienzo de su carrera, Rampling fue la sirena rebelde del cine de los años sesenta. Hoy día sigue siendo encasillada. En sus películas con mayor presupuesto, interpreta de manera invariable figuras matriarcales que hacen que en su presencia los más jóvenes se achiquen. Sea como la gélida y formidable Mrs. Ayres en el desafortunadamente subestimado film de horror The Little Stranger, o como la directora que pone a Jennifer Lawrence en carrera como agente secreta en Operación Red Sparrow, o ahora en Dune y Benedetta, siempre consigue la mejor expresión en interpretar a mujeres severas, con modales bruscos pero profundidades ocultas.

Resultó notorio que cuando la estrella estaba haciendo entrevistas promocionales para Red Sparrow, se mostró más dispuesta a hablar de su rol como la reprimida y afligida esposa que trata de lidiar con el encarcelamiento de su esposo en Hannah (2017), película de bajo presupuesto dirigida por Andrea Palloro, que de discutir sus más recientes experiencias en la maquinaria de Hollywood.

Como veinteañera, Rampling fascinó a directores más grandes como Luchino Visconti y Liliana Cavani con «su juventud, salvajismo y fragilidad». Ahora ha provocado la fijación de toda una nueva generación. Pallaoro, François Ozon, Lars Von Trier y Andrew Haigh están entre aquellos que claman por trabajar con ella. Algunos la señalan como una musa. Todos coinciden en apreciar que cava mucho más profundo en sus personajes que otros actores y actrices de su generación o posteriores, a menudo recurriendo a las turbulencias y tragedias de su propia vida para ello. Hace muchos años, los hermanos Boulting pensaron que habían encontrado a alguien especial, y estaban en lo cierto. Medio siglo después, muchos directores están aún desesperados por trabajar con semejante fuerza de la naturaleza.

De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

Tomado de: Página/12

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A 50 años de «Contacto en Francia», el thriller que marcó una época (+Video)

Por Geoffrey Macnab

Es el final de la primavera. Mientras Santa Claus hace sonar sus campanas en una calle de Brooklyn, un vendedor de hotdogs entra a un bar. Ahí es cuando empieza la conmoción. Un dealer irrumpe con un cuchillo. Santa y el vendedor de panchos tratan de detenerlo pero el dealer se escapa. Lo persiguen calle abajo, finalmente lo atrapan en un terreno baldío y alegremente lo golpean. Así es como nos encontramos con Jimmy «Popeye» Doyle (Gene Hackman) en la película Contacto en Francia (1971), de William Friedkin, que celebra este año su 50° aniversario.

Él puede estar disfrazado de Papá Noel pero es un policía encubierto con un temperamento volcánico. El vendedor de comida rápida es su socio, el detective Buddy «Cloudy» Russo (Roy Scheider). Rara vez los protagonistas de películas lucen tan desagradables a primera vista. Popeye es violento, impulsivo, posiblemente racista y no se preocupa en lo más mínimo por los niños que pretende entretener. Es un cascarrabias con cara de dogo que tiene problemas con el alcohol y, para arrancar nomás, es un mal Santa. Ni siquiera está claro que sea un policía eficiente. Trabaja en forma intuitiva, pero sus «brillantes corazonadas» continuamente fracasan.

Hackman consideró tan repelente el personaje (según su biógrafo Michael Munn) que por un momento amenazó con abandonar la película. No ayudó al estado de ánimo de Hackman que el director hiciera varias tomas que mostraban al traficante de drogas (Alan Weeks) golpeado. «Me sentí horrible», dijo Hackman más tarde, recordando cuando golpeó repetidamente a su coprotagonista. Según se dice, Weeks recibió los golpes (que eran muy reales) de buen grado, sonrió y le dijo a Hackman que siguiera golpeándolo.

Medio siglo atrás, cuando se lanzó originalmente Contacto en Francia, este recurso se consideró revolucionario precisamente porque lucía muy anticuado.

No era un drama contracultural con referencias psicodélicas tipo Busco mi destino (1969). Tampoco fue una de esas películas sobre marginales que se enfurecen contra la sociedad en general como Five Easy Pieces (1970) y Midnight Cowboy (1969). Era un thriller policial duro filmado en un estilo realista y sucio. No hubo efectos especiales espectaculares. Los principales aspectos visuales de la película son las persecuciones, ya sea en automóviles o en el metro. La calidad rústica de Hackman era perfecta para el clima que estaba creando Friedkin. El director de fotografía Owen Roizman usó luz natural siempre que fue posible pero, aparte de las escenas ambientadas en Francia, no hay ni un atisbo de sol. Todo es deliberadamente gris. Las calles están llenas de basura y grafitis. La famosa escena final tiene lugar en un antiguo edificio industrial abandonado, con techos con goteras y escombros como telón de fondo.

Steve McQueen había sido la primera opción como protagonista para los productores, pero rechazó Contacto en Francia alegando que se parecía demasiado a Bullitt (1968) de Peter Yates, en la que había aparecido un par de años antes. McQueen podría haber sido un excelente Popeye, pero estaba entre los actores más geniales y atractivos de su época. Hackman —admitido por él mismo— estaba lejos de ser hermoso.

Sin embargo, es extraña la forma en que funcionan las simpatías de los cinéfilos. Desde el primer momento en que lo ve, casi todo el mundo apoya a Popeye. Hackman lo interpreta con una dignidad estoica y sufrida, rayana en lo cómico. Es como si esperara siempre lo peor. Si va a beber, se despertará con resaca. Cuando alguien comienza a dispararle o una novia lo encadena a la cama después del sexo, él siempre reacciona de la misma manera fatalista y como un carnero degollado. Su sombrero de cerdo le da una cualidad caricaturesca. De alguna manera, contra todos los cálculos, el policía sin escrúpulos se muestra perversamente empático.

La película está basada en la historia real de dos célebres policías de Nueva York, Eddie Egan y Sonny Grosso, quienes, en 1961, realizaron una espectacular redada antidrogas. Ambos tienen papeles en la película. Es instructivo ver entrevistas antiguas con el dúo. A medida que se vuelven nostálgicos por los buenos viejos tiempos de los años 60, cuando podían arrestar, intimidar y acosar libremente a quien quisieran, sin tener que pasar por el inconveniente de leerles los derechos a los sospechosos, se ven y suenan exactamente como la versión preferida de Hollywood para retratar a los detectives de una gran ciudad. Son duros, carismáticos y reaccionarios. Podría ponérselos en un episodio de The Wire o en una película de Sidney Lumet sobre corrupción policial y ellos encajarían perfectamente.

En Easy Riders Raging Bulls (el libro de Peter Biskind sobre el Hollywood de la década del 70) se menciona que Friedkin se inspiró, para hacer Contacto en Francia, en un comentario del legendario cineasta Howard Hawks. «La gente no quiere historias sobre los problemas de alguno o sobre cualquier mierda psicológica. Lo que quieren son historias de acción. Cada vez que hice una película como esa, con muchos buenos contra malos, tuve mucho éxito», le dijo Hawks. Ese fue un momento epifánico para el joven director. Friedkin quería que Contacto en Francia fuera una película que su tío, que trabajaba en una tienda de delicatesen en Chicago, pudiera entender.

Reducida a su esencia, esta es una historia sobre delincuentes franceses que planean vender heroína en Nueva York y policías que intentan detenerlos. Está lleno de persecuciones: Popeye Doyle persiguiendo a Fernando Rey en el subte o, más conocida, Doyle manejando a toda velocidad debajo del ferrocarril elevado mientras el tren que lleva a un sicario pasa zumbando por encima de él. Friedkin filmó las persecuciones de la misma manera naturalista que todo lo demás en la película. «Corrimos a 90 millas por hora a través de 26 cuadras de tráfico de la gran ciudad», dijo el director a la revista Sight and Sound, explicando cómo logró hacer que la carrera de Popeye contra el tren pareciera tan auténtica. El propio Friedkin se sentó en la parte de atrás del auto con su cámara de mano mientras el doble del conductor, Bill Hickman, aceleraba imprudentemente por la ciudad, a menudo yendo por el carril equivocado.

Esta secuencia no pasa de moda. Todos esos choques, golpes y chillidos sucedieron de verdad. La edición virtuosa también ayudó: la forma rítmica en que Friedkin corta entre Hackman en el auto y el asesino a sueldo (Marcel Bozzuffi) en el tren, aterrorizando a los conductores y a los pasajeros.

Si Contacto en Francia solo hubiera consistido en escenas de acción y acrobacias, no habría ido mucho más allá de un episodio de acción en vivo de un dibujito animado para niños como Wacky Races. La razón por la que ganó cinco premios Oscar y sigue siendo tan apreciada hoy en día es que tenía alma y coraje, además de velocidad.

Durante los años setenta en Hollywood, hubo un gran abismo entre el nuevo estilo de películas experimentales de influencia europea que estaban haciendo artistas como Dennis Hopper y Peter Fonda y las producciones tradicionales de los estudios estadounidenses. Contacto en Francia fue una de las pocas películas que reconcilió las formas opuestas de contar historias. Por un lado, fue radical y renovadora en el uso del jazz, la cámara en mano y su enfoque hiperrealista. Por el otro, estaba en la tradición de todas aquellas películas de gangsters de James Cagney. Hackman no sería tan atractivo como Warren Beatty o Paul Newman, pero tenía una presencia en la pantalla que igualaba a la de actores como Cagney y Paul Muni en las «crime thrillers» de Howard Hawks y Raoul Walsh de los años 30 y 40,

Friedkin puso junto a él a varios policías de la vida real. La mayoría de los actores que interpretan a traficantes de drogas y arrogantes criminales franceses solo tienen un tiempo de pantalla limitado y muy poco diálogo, pero sus personajes quedaron fuertemente marcados. Scheider (más tarde en Jaws y All That Jazz) sobresale como hombre recto y compañero de Popeye. Él es tranquilo y pragmático, así como su socio es cabeza dura e impulsivo.

Friedkin se negó a suavizar los bordes de Popeye. El policía se comporta de forma atroz a lo largo de la película, golpea a los sospechosos, discute con sus superiores, se emborracha, acosa a mujeres ciclistas, roba coches y pone en riesgo la vida de sus compañeros. No obstante, Hackman le da a su personaje un carácter conmovedor y una pizca de vulnerabilidad. Su actuación parece infinitamente más rica que la de los protagonistas más elegantes y convencionales.

Para Jimmy «Popeye» Doyle, ser detective de Nueva York no es solo un trabajo, sino una causa sagrada. Cincuenta años después, no se puede sino admirar la seriedad maníaca y la pasión que entregó.

*De The Independent, especial para Página/12

Tráiler del filme Contacto en Francia (Estados Unidos, 1971) de William Friedkin

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Jeff Bridges, más allá de «The Dude»

Jeff Bridges, actor estadounidense Foto GQ España

Por Geoffrey Macnab

Libertad condicional (1951), es una de esas viejas, irregulares películas de Hollywood que desde entonces ha desaparecido del foco mayoritario. Es un thriller melodramático sobre una mujer artista de la estafa (Jane Greer) que acaba de salir de la prisión y que diseña una trama para robarle al novio de su oficial de libertad condicional. «Toda la película tiene ese sabor de los productos románticos más baratos y pulp», desdeñó el diario The New York Times cuando se estrenó, cincuenta años atrás. Otros críticos fueron igualmente despreciativos. Nadie prestó mucha atención al bebé que Greer llevaba en brazos durante un breve instante de la película.

Pero ese bebé era Jeff Bridges, que así hacía su debut en la gran pantalla a la madura edad de seis meses. Llegó al «personaje» por puro azar. Su padre, el actor Lloyd Bridges, era muy amigo del director John Cromwell, y lo había visitado en el set de filmación. «Necesito un bebé», le dijo el realizador. «OK, tomá a Jeff», le dijo Lloyd, pasándole alegremente a su hijo recién nacido.

La madre de Bridges, Dorothy, tenía una pequeña participación en la película, al igual que su hermano mayor, Beau. Pero Jeff no estaba del todo feliz con la cuestión de ser arrastrado a una carrera cinematográfica aun antes de dejar de usar pañales. «Realmente nunca quise ser actor», aseguró tiempo después. «De hecho, yo me resistí porque para mí se sentía como un acto de nepotismo, que tuve las puertas abiertas para mí gracias a mi padre. Yo quería ser apreciado por mis propios talentos.»

Esa actitud, de todos modos, cambió rápidamente. En los 70 años transcurridos desde su debut, Bridges ha puesto su nombre en los créditos de 94 películas para cine y televisión, y pronto volverá a la pantalla como la estrella principal de la serie de espionaje The Old Man, en la que interpreta a un encanecido ex oficial de inteligencia.

Shakespeare ha escrito sobre las siete edades del hombre. En su carrera de actuación, Bridges ya ha completado el círculo completo, cubriendo en el camino las siete bases… y quizás algunas más. Empezó en la temprana infancia; de allí empezó a tomar papeles como escolar; interpretó su buena porción de delincuentes juveniles y protagonistas románticos; se convirtió en un símbolo sexual menor en varios thrillers de los años ochenta; encarnó a algunos psicópatas en el comienzo de su edad madura; alcanzó su apoteosis como The Dude en El Gran Lebowski, de Ethan y Joel Coen (1998); empezó a asumir roles más profundos y oscuros; tuvo su momento Falstaff en el Salvaje Oeste como Rooster Cogburn en la remake que hicieron los hermanos Coen de Temple de acero en 2010; y ahora es la primera opción que consideran todos los directores de casting a la hora de buscar veteranos gruñones. El año pasado fue diagnosticado con un linfoma («Ha salido a la luz una nueva mierda», tuiteó sobre su enfermedad, en algo que sonó bastante parecido a los parlamentos de The Dude), pero apunta a seguir trabajando.

Puede parecer extraño sugerir algo así, pero en sus setenta Bridges sigue siendo lamentablemente subestimado. Cuando ganó su premio Oscar como el alcohólico cantante de country and western en Loco corazón (2009), podría haber sido interpretado como un gesto culposo por parte de los votantes de la Academia, tratando de compensar sus acciones por todas esas performances igualmente emocionantes que en el pasado decidieron ignorar.

Bridges asumió un inesperado estatus de culto gracias a The Big Lebowski, la película que en la actualidad, para bien o para mal, define su carrera. Es un giro magnificente y altamente excéntrico para un actor que previamente no era reconocido por su habilidad para la comedia. Jeffrey «The Dude» Lebowski luce perezoso y tambaleante, pero resulta absolutamente entrañable. Su acercamiento hacia la vida ha inspirado estudios por parte de filósofos Zen. No se puede sino sentir cercanía por su actitud relajada desde los primeros momentos de la película, cuando dos pesados lo asaltan en su departamento de Los Angeles. «¿Dónde está el dinero?», le gritan una y otra vez mientras le meten la cabeza en el inodoro. «Ahí abajo, en alguna parte», responde él despreocupadamente. Los asaltantes lo llaman «perdedor» y le orinan la alfombra, y él simplemente les responde «Por lo menos soy un tipo hogareño».

Los vagos de cualquier parte del mundo encontraron un nuevo santo patrón en el desastrado, siempre amigable Lebowski. La contraparte de eso, de todos modos, es que The Dude es el primero, y a veces el único, rol de Bridges que muchos fanáticos recuerdan hoy. Bridges es tan convincente que algunos fans pensaron que estaba interpretándose a sí mismo.

La crítica de New Yorker Pauline Kael dijo que, a comienzos de la carrera de Bridges, era «El más natural y menos autoconsciente actor que haya vivido alguna vez; físicamente es como si hubiera pasado toda su vida en la ocupación de cada personaje». La periodista era una ardiente admiradora, que en una reseña de Lo importante es vencer (Lamont Johnson, 1973) sugería que Bridges «a sus anchas» era suficiente razón para «hacer que una película valga la pena ser vista», y que el intérprete «se mete en un papel y vive dentro de él».

Parece como si, años antes de que sucediera, Kael hubiera visto a The Dude ya removiéndose dentro de Bridges. De todas maneras, sus cumplidos tuvieron un aguijonazo oculto. Aun cuando celebraba su trabajo, Kael dudaba de que Bridges fuera capaz de «las indignantes escenas explosivas» que su contemporáneo Robert De Niro presentaba en sus primeras películas.

En los años setenta, el joven actor interpretó una buena cantidad de amantes atormentados y hombres solitarios. En La última película (Peter Bogdanovich, 1971), el actor es el abrasivo Duane, una estrella de fútbol americano de la escuela secundaria en un pequeño pueblo de Texas. Es el típico macho alfa, arrogante y seguro de sí mismo, al menos hasta que fracasa en dar la talla como amante del personaje de Cybill Shepherd. Ella está intentando perder su virginidad pero, en una agudísima escena en la que él simplemente no puede cumplir su cometido, no es capaz de hacer lo que ella desea.

«Ese pibe siempre tuvo cierta mezquindad», observa la camarera de la cafetería (Eileen Brennan). De todos modos y de manera típica, Bridges supo componer un personaje que podría haber sido repulsivo y hasta absurdo, pero con el que resultaba posible empatizar. Incluso cuando está rompiéndole una botella en la cara a su mejor amigo en medio de un brote de celos furiosos, luce algo furtivo, como un tipo abandonado. Ese fue su primer trabajo significativo en la industria del cine, pero aun así ya aparecía extraordinariamente confortable frente a las cámaras.

El joven Bridges también mostró excelencia como el aspirante a boxeador Ernie Monger en Ciudad dorada (John Huston, 1972), otra vez dándole un pathos y una profundidad notables frente a su personaje opuesto, Stacy Keach, como su mentor alcohólico y en decadencia. «Es sobre personas que han sido castigadas incluso antes de comenzar, pero nunca detienen sus sueños», dijo Huston sobre su película. Esa fue una descripción que podría aplicarse a muchos otros de los personajes que Bridges asumió en los comienzos de su carrera. Él nunca fue del tipo rebelde que encarnaron tan bien James Dean o Marlon Brando. Cuando se encargó de esos jóvenes outsiders aparentemente temerarios, siempre en última instancia demostraban ser vulnerables, con una vida interior en la que estaban completamente perdidos.

A medida que fue creciendo, Bridges empezó a tomar papeles aún más oscuros. En Al filo de la sospecha (Richard Marquand, 1985) es el sociópata editor de periódicos que, como finalmente se revela, ha asesinado a su propia esposa. En El rapto (1993), la remake que hizo George Sluizer de su propia película holandesa, interpreta a Barney, un hombre de modales engañosamente suaves, quien gusta de secuestrar personas para enterrarlas vivas. En ambos casos, la elección de casting funcionó tan bien porque eran muy a contrapelo de lo que se esperaba.

Bridges es una presencia en pantalla tan querible, tan con los pies en la tierra, que eso hace tan shockeante el momento en que se vuelve diabólico. Terry Gilliam lo eligió como el atlético Jack Lucas en Pescador de ilusiones (1991), un temerario narcisista que, como muchos otros personajes de Bridges, cae a un abismo. Jack se encuentra devastado al descubrir que una de sus diatribas públicas ha provocado que uno de sus oyentes cometa un asesinato en masa. Así se convierte en un pobre tipo alcohólico que se desprecia a sí mismo y que, a diferencia de The Dude, no tiene ningún encanto que lo redima. En su punto más bajo es rescatado por un vagabundo sin techo (Robin Williams) en una loca búsqueda detrás del cáliz sagrado. Es otro ejemplo más de Bridges en la piel de un personaje poco simpático, interpretado con simpatía. Se combina de manera brillante con Williams, nunca tratando de superarlo pero aun así manteniendo su lugar cuando el actor, conocido por su exacerbada expresividad, llega a sus niveles más maníacos.

A medida que pasaron los años, Bridges se aventuró aún más. Hizo películas de ciencia ficción, westerns, comedias y dramas políticos. Interpretó al presidente en una película y a una estrella del country en decadencia en la siguiente. Directores de tanto renombre que iban de Michael Cimino, Francis Ford Coppola y Ridley Scott a Walter Hill, John Carpenter, Gilliam, Sidney Lumet y los Coen, lo buscaron para incorporarlo a sus elencos. Hizo películas de Marvel, aventuras de espías y dramas independientes de bajo presupuesto. En el camino hubo varias elecciones erradas, pero se mantuvo trabajando sin descanso. Mientras su hermano Beau Bridges se dedicaba a personajes característicos de reparto, a Jeff le seguían ofreciendo papeles protagónicos.

Algunos han comparado a Bridges con Robert Mitchum, la estrella con la cara del hoyuelo que, una generación antes, sostuvo de manera similar una carrera como el lacónico actor protagonista durante cincuenta años sin dejar nunca que decayera la calidad de sus performances. Puede imaginarse fácilmente a Mitchum interpretando varios de los roles que tuvo Bridges en épocas recientes, por ejemplo su giro -nominado al Oscar- como el desagradable, obstinado Texas Ranger que nunca se apura por nada en Sin nada que perder, dirigida por David Mackenzie en 2016.

Bridges, de todos modos, tiene un rango más amplio que Mitchum. Es el raro ejemplo de un actor cuyas elecciones se han ampliado, más que limitado, a medida que su carrera fue progresando. Loco corazón, que le hizo ganar un Premio de la Academia, y El Gran Lebowski, son los primeros títulos que aparecen en la memoria de la gente cuando se menciona su nombre. Pero si se mira más allá de The Dude, de todos modos, se encontrará un extraordinario cuerpo de trabajo de Bridges, en cualquiera de sus siete edades.

Tomado de: Página/12

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Scarlett Johansson, Bette Davis y la esclavitud en Hollywood

Scarlett Johansson. Actriz estadounidense. Foto Show News

Por Geoffrey Macnab

Scarlett Johansson no se ve ni se comporta como una lunática, pero en algunos sectores de Hollywood ahora la ven como tal. «Los locos tomaron el poder del manicomio», comentó el ejecutivo de un estudio en 1919, cuando descubrió que tres de las principales estrellas cinematográficas del momento —Charlie Chaplin, Mary Pickford y Douglas Fairbanks—, junto al director de primera línea D. W. Griffith, habían fundado su propia compañía disidente, United Artists. Estaban determinados a retener las ganancias de sus películas. Después de todo, ellos eran los «talentos», y tenían fuertes sospechas de que los magnates de Hollywood estaban intentando conducirlos a firmar contratos altamente restrictivos que podrían limitar tanto su libertad artística como sus salarios.

Chaplin, Pickford y compañía dieron a conocer una magnánima declaración en la que se juramentaban a proteger al público de «amenazantes combinaciones y consorcios que lo forzarán a ver producciones mediocres y un entretenimiento hecho en serie».

Corresponde hacer un salto de más de un siglo y encontrar una situación muy similar. En 2021, la «amenazante combinación» aparece bajo el nombre de Disney+, el nuevo servicio de streaming que controla Pixar, Marvel y Star Wars, entre muchas otras marcas. Esta vez, la rebelde con causa es Johansson. Ella quizá no lanzó su propio estudio pero sí se encuentra en abierto enfrentamiento con los jefes de Hollywood.

Disney está trabajando duro para aumentar el número de suscriptores de su plataforma. Su tanque más reciente, Viuda Negra, en la que Johanssen es productora ejecutiva y protagonista, fue estrenado de manera simultánea en cine y en Disney+. La película fue bien recibida, pero los números de taquilla son muy pequeños en comparación con los billones que otras películas de superhéroes de Marvel han recaudado, principalmente por no haber tenido la larga marcha exclusiva en cines que tuvieron sus antecesoras.

La semana pasada, Johansson entabló una demanda contra el estudio, manifestando que la decisión de Disney de poner a Viuda Negra disponible en el sistema de «video on demand» al mismo tiempo que en la gran pantalla «disminuyó los ingresos de taquilla de manera dramática». Según el diario The Wall Street Journal, la decisión puede haberle costado a la actriz más de 50 millones de dólares en ingresos. La demanda también señala que el estudio obtiene grandes beneficios de la performance en Disney+, y que por ello tenía un interés creado en mostrar la película en la plataforma.

Rápidamente, la disputa se puso muy fea. Disney respondió con furia contra Johansson. La compañía despreció la demanda como «algo sin ningún mérito», llamándola «triste» y «encallecida». También reveló que le había pagado 20 millones a la actriz por su protagónico. Fue un intento calculado para retratarla como una nena mimada y pagada en exceso, insensible al sentimiento público durante la crisis de la Covid.

Aún queda por verse cuál será el daño a largo plazo para la franquicia Avengers y para la marca familiar de Disney, o si Johansson volverá a trabajar alguna vez para la compañía. Lo que hace a la disputa tan interesante es cuán similar es el lenguaje que se está utilizando a la retórica utilizada más de cien años atrás, cuando Pickford, Chaplin y compañía estaban tratando de romper los lazos con el sistema de estudios.

Las mismas quejas que se están escuchando ahora son las que en 1919 hablaban de «actores locos que están obteniendo salarios astronómicos». También se produce la misma movida hacia la consolidación entre las compañías más grandes. Usando la pandemia como una cortina de humo, corporaciones como Disney y Warner Bros, están reinventando sus modelos de distribución, pasando por alto o por el costado de manera cada vez más ostensible a las salas de cine. Al hacer eso, están restándole poder a las estrellas cuya remuneración hace tiempo está atada a la performance en las boleterías.

Johansson no es la única actriz de primera línea que sostiene una disputa con sus patrones. El héroe de acción Gerard Butler está demandando a la compañía cinematográfica independiente Nu Image/Millennium por ocultar beneficios de su thriller de 2013 Ataque a la Casa Blanca. Otras estrellas han expresado claramente su descontento por la decisión de Warner Bros de lanzar este año todas sus películas en Estados Unidos simultáneamente en los cines y en su servicio de streaming HBO Max.

Estas disputas echan luz sobre la extrema desconfianza de los estudios hacia los «talentos» con los que trabajan de manera tan cercana. La historia de Hollywood es una saga de desgaste y una continua ola de malos sentimientos entre las estrellas y los ejecutivos que las contratan. Son mutuamente dependientes, pero tienen un enorme resentimiento entre sí.

Entre las muchas películas de Bette Davis hay una llamada Of Human Bondage (1934), que se conoció en castellano como Cautivo del deseo pero cuyo título literal, Servidumbre humana, resume perfectamente la agria actitud de la actriz con respecto a sus condiciones de trabajo en Hollywood, que una vez comparó con la esclavitud. Davis resintió amargamente la manera en la que Warner Bors la forzó a tomar personajes en películas que despreciaba. En 1938 la actriz fue suspendida por el estudio tras negarse a aparecer en un proyecto llamado Comet Over Broadway. En ese momento Davis estaba enferma pero, tal como le dijo a la prensa, hubiera participado de cualquier manera si la película hubiera sido buena. «No sentí que se justificara arriesgar mi salud en defensa de un guión tan atroz», explicó.

Esto era la continuación de las acciones que Davis había tomado dos años antes, cuando había sido suspendida por negarse a aparecer como una mujer leñadora en God’s Country and the Woman (1936). Ella reaccionó al castigo yéndose a Gran Bretaña, esperando poder hacer películas allí, aun en flagrante violación de su contrato con Warner Bros. El estudio la llevó a estrados judiciales, donde el procurador, usando un lenguaje atrozmente sexista, la describió como «una jovencita traviesa». La actriz perdió el caso. Con solo dos años cumplidos de un contrato de siete, una castigada Davis volvió a Hollywood «para servir cinco años en la cárcel de Warner», como describió de manera ácida.

Como Johansson, Davis sintió que el estudio estaba pisoteando sus derechos. Ella quería más dinero y más control sobre su carrera. Sus experiencias pavimentaron el camino para su compañera en Warner Olivia de Havilland, quien demandó al estudio en 1943 y ganó. La llamada «Ley de Havilland» impidió a los estudios que siguieran extendiendo los contratos de sus estrellas de manera arbitraria, manteniéndolos así en una dorada forma de servidumbre legal.

Johansson puede ser vista como una sucesora actual de Davis y De Havilland: una estrella de la «Lista A» con la astucia para enfrentarse a los grandes jefes de estudios de Hollywood. Muchos creen que la actriz está siendo tratada con la misma condescendencia y desprecio que recibieron sus antecesoras. «Este ataque de género no tiene lugar en una discusión de negocios, y contribuye a un ambiente en el que las mujeres y las chicas son percibidas como menos capaces que los hombres para proteger sus propios intereses, y que enfrentan críticas que buscan confundir sobre el tema», señalaron los grupos activistas Women In Film, ReFrame y Time’s Up en un comunicado sobre el tema de Johanssen muy crítico hacia Disney.

Para quien quiera saber por qué las estrellas de Hollywood ganan tanto dinero, se necesita echar un vistazo a un western en blanco y negro de 1950, Winchester ’73, una de las primeras y mejores de las muchas colaboraciones entre el director Anthony Mann y el actor James Stewart. En su momento, la manera en que la película fue financiada fue revolucionaria: alentado por su agente Lew Wasserman, Stewart renunció a su habitual tarifa de 200 mil dólares (que en un momento de poca liquidez Universal de todos modos no iba a poder pagarle) a cambio de la mitad de los beneficios. El éxito de la película convirtió instantáneamente a Stewart en el actor mejor pago de Hollywood, y le dio un poder que pocas estrellas habían tenido jamás. Ese fue el momento en el que los lunáticos realmente empezaron a tomar el control del manicomio.

Robert Downey Jr. ganó unos 75 millones de dólares por Avengers: Endgame, gracias a su porción de las ganancias. Eso es más o menos lo que Johansson podría haber esperado de Viuda Negra en tiempos más normales. En lugar de eso, tras haber llegado con tanto apuro a Disney+, se convirtió en la película más pirateada del año, y llevó a Johanssen a lanzar su demanda contra el estudio, que puede fijar un gran precedente. ¿Está peleando por el dinero o por la libertad artística? Como ha demostrado la historia, en la casa de locos de Hollywood estos dos asuntos nunca pueden ser realmente considerados por separado.

*De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12

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Sigourney Weaver, mucho más que la teniente Ripley*

Sigourney Weaver, actriz estadounidense. Foto The Guardian

Por Geoffrey Macnab

Sigourney Weaver está en su típica forma imperiosa en el drama My New York Year (titulada en algunos países My Salinger Year), ambientado en los años noventa. Allí interpreta a Margaret, la jefa de una agencia de representación literaria que se encarga de los asuntos del exclusivo escritor J. D. Salinger. Ella es muy alta, imponente, y bastante brusca. Un mechón blanco en su cabello la hace ver un poco como Cruella de Vil. El sentido para su vestuario parece haber tomado algo prestado de alguna de esas viejas películas con Katharine Hepburn. Viste pantalones de cintura muy alta y una joyería notoriamente cara; siempre parece sostener entre sus dedos un cigarrillo del que nunca inhala. «¡Descanso!», puede llegar a ladrarles a sus aterrados asistentes, como si fuera una oficial comandante que acaba de llevar a cabo una inspección de sus tropas.

En realidad, esta no es una de las películas más memorables que haya hecho Weaver. Dirigida por Philippe Falardeau, es una historia amable, a veces algo artificial, contada desde el punto de vista de una joven escritora con un talento precoz —interpretada por Margaret Qualley— que acaba de ser contratada para trabajar en la agencia. De todas maneras, la performance de Weaver queda incrustada en la memoria. Le da espesor, propósito y profundidad a un personaje que, en sus primeras escenas repletas de copas de martini y el humo de un cigarrillo detrás de otro, parece una grotesca caricatura de una gran dama literaria de la escena neoyorquina.

Weaver está en el comienzo de sus 70 años (cumplirá 72 el 8 de octubre). Nunca ganó un premio Oscar de la Academia. Ha tenido una buena serie de nominaciones a los Globos de Oro y algunos galardones pero, dados los escándalos que salpicaron últimamente a la Asociación de la Prensa Extranjera en Hollywood que organiza los premios, ya no parecen tener tanto valor como alguna vez tuvieron. Estrellas de la industria que van de Tom Cruise a Scarlett Johansson vienen atacando a la HFPA (por su sigla en inglés, Hollywood Foreign Press Association) por las firmes sospechas de corrupción y la falta de diversidad. Hace poco, la cadena NBC, que transmite habitualmente la ceremonia, confirmó que no se encargará de esa función en la entrega del próximo año.

Es bastante educativo comparar su carrera con la de su exacta contemporánea Meryl Streep. Ambas tienen la misma edad y vienen de ambientes similares. Sus caminos se cruzaron muy al comienzo, en la Escuela de Arte Dramático de Yale, donde aparecieron juntas en escena varias veces. Streep tiene tres Oscar y una abrumadora cantidad de 21 nominaciones, 18 más que Weaver. Sigue siendo la primera opción en todos los mejores papeles, mientras que Weaver rara vez fue una competidora seria en los premios de la última década.

En Yale, mientras a Streep le daban las mejores intervenciones, Weaver era advertida por sus profesores de drama: le decían que no tenía el talento suficiente para abrirse camino de manera profesional. También era demasiado alta, demasiado desgarbada. Una vez la compararon con «una cama sin hacer». «Sigo pensando que ellos probablemente tenían este ideal platónico de una mujer protagonista, con el que nunca pude coincidir», dijo más tarde la actriz sobre sus maestros. Por contraste, Streep fue reconocida como un prodigio incluso por sus compañeros estudiantes. «Lento pero seguro, se dieron cuenta de que Meryl podía superarlos en casi todo», escribió su biógrafo Michael Schulman. Terminaron arrastrándose detrás de ella y, 50 años después, a veces parece como si Weaver aún estuviera siguiendo la ola de Streep.

De todos modos, puede esgrimirse un fuerte contra-argumento: Weaver es una estrella de cine mayor. De acuerdo a la consultora Box Office Mojo, sus películas han recaudado bastante más de 3 mil millones de dólares solo en Estados Unidos y Canadá, que es más de lo que han conseguido los títulos en los que apareció Streep. Cuando las largamente demoradas secuelas de Avatar que prepara James Cameron, en la que ella tiene un rol protagonista, lleguen finalmente a los cines, la distancia entre las taquillas de Weaver y Streep se hará aún más grande. Gracias a Alien y a su recurrente aparición como la talentosa, infinitamente llena de recursos Ellen Ripley, Weaver ha cultivado desde hace tiempo su nicho como una de las más importantes heroínas de acción de su época.

Por supuesto, es irrespetuoso y reductivo tomarle el peso a la carrera de Weaver solo sobre la base de la cantidad de tickets que ha vendido. No existía ninguna sensación particular de que ella fuera a convertirse en una estrella de cine aunque su madre, Elizabeth Inglis, alcanzó cierto éxito en la pantalla. Nacida en Colchester (Reino Unido), Inglis apareció en el escenario y en el cine en Inglaterra en los años ’30, interpretando una pequeña parte en Los 39 escalones (de Alfred Hitchcock) y protagonizando la producción de la puesta teatral de Gas Light, de Patrick Hamilton. El padre de Weaver fue un legendario ejecutivo de la cadena NBC TV, Pat Weaver, creador nada menos que de The Tonight Show. De todos modos, la joven Weaver estaba mucho más interesada en la literatura que en el show business. Fue bautizada como Susan pero tomó su nombre de la mundana tía de Jordan Baker (Sigourney Howard) en la novela de F. Scott Fitzgerald El Gran Gatsby.

Weaver puede provenir de un ambiente privilegiado, pero su carrera de actuación tuvo un comienzo errático. Uno de los más extraños detalles sobre ella es que cuando estaba haciendo un bachillerato en Estudios Ingleses en la Universidad de Stanford, a comienzos de los  ’70 y en el pico de la guerra de Vietnam, mostró sus credenciales de contracultura viviendo en una casita en un árbol y presentándose a las clases vestida de elfo. Apareció en puestas estudiantiles de corte radical que a veces se presentaban en locaciones inusuales. Un perfil de ella en la revista de Stanford presenta una vívida crónica de un show que montó en el estacionamiento de una secundaria en San Francisco.

Tras dejar el colegio, Weaver tuvo su porción de obras teatrales off Broadway, trabajando con un ex compañero de Yale, el dramaturgo Christopher Durang, «en un alocado cabaret estilo Bertolt Brecht-Kurt Weill» llamado Das Lusitania Songspiel. También apareció en una obra de Durang de una hora de duración, Titanic. El sitio web de Durang incluye una foto de ella como «la vivaz hija del capitán», soltando alegremente su «historia de bizarra conducta sexual» a un alarmado pasajero en la cubierta del malhadado crucero.

Desde el principio, la sombra de Streep siguió extendiéndose sobre Weaver. Ambas fueron elegidas al comienzo de su carrera para películas de Woody Allen. Weaver tiene una muy fugaz aparición como la cita de Allen en el final de Dos extraños amantes (1977). Se la ve apenas unos segundos junto al controversial actor, director y comediante en la puerta de un cine que anuncia The Sorrow and the Pity, el documental de guerra de Marcel Ophuls sobre Francia durante la ocupación nazi. Se puede sospechar a medias que Allen solo la eligió porque era tan alta que podía lucir cómica junto a él en una toma amplia.

Cuando Streep apareció en Manhattan dos años después, tuvo una parte mucho más prominente. Allí interpretó a la amargada ex esposa de Allen, escribiendo un libro sobre su turbulento matrimonio y cómo descubrió que era lesbiana una vez que lo dejó. Streep se roba las escenas con Allen, y él deja que se salga con la suya. La película fue mucho más útil para ella como carta de presentación de lo que Annie Hall fue para Weaver.

El director Ridley Scott le dijo a Entertainment Weekly que consideró a Weaver —entonces a fines de sus veinte años— para el rol de la teniente Ripley en Alien por consejo de Warren Beatty. «Arreglé un encuentro con ella, y apareció con un afro y tacos altos: medía más de dos metros. Me sentí como si saliera con la Momia», recordó más tarde el realizador. La contrató «por su fuerza y su inteligencia».

Weaver estaba interpretando un rol originalmente escrito para un actor: uno de los miembros del equipo a bordo de la nave espacial Nostromo que más ingenio mostraba cuando la malévola criatura hacía explotar el estómago de John Hurt e iniciaba su matanza a bordo. «La idea de hacer del héroe una heroína fue realmente un golpe maestro porque, por supuesto, todos esperaban que Sigourney fuera la primera en morir, pero esta historia es muy diferente. Sigourney estuvo fantástica porque tiene una gran presencia y autoridad», dijo el director sobre la consagratoria performance de su estrella.

Las declaraciones posteriores de Weaver sobre tomar el rol de Ripley también son reveladoras. Según admitió al Stanford Magazine, ella era «una especie de snob que no quería hacer una película de ciencia ficción.» La manera en que superó su aversión a ese género fue identificar a Ripley con las figuras escénicas y literarias que más admiraba. Eventualmente decidió interpretar al personaje como si fuera un equivalente del espacio exterior de la Viola de Noche de Reyes de Shakespeare, la joven sobreviviente de un naufragio que se hace pasar por hombre.

Weaver estuvo brillante en la película, y en sus secuelas. Interpretó a Ripley con tal ferocidad y compromiso que nunca hubo la más mínima sensación de que estuviera subestimando el trabajo o haciendo un esfuerzo de tolerancia para hacer un film de género. No puede sino admirarse la despiadada, acerada determinación con la que vuela los huevos de la Reina Alien en el final de Aliens (1986), justo antes de lanzar al monstruo al espacio a través de una esclusa.

De manera inevitable, la serie Alien aún define la carrera de Weaver. Es más posible que se la vea en modo Ripley con armadura, gritándole a su reptiliana antagonista «¡aléjate de ella, puta!» antes que escucharla sosteniendo charlas de alta literatura en My New York Year. De todas maneras, la actriz ha entregado grandes performances en muchas otras películas, en todos los géneros concebibles. Ha habido dramas basados en relaciones como La tormenta de hielo y comedias de ciencia ficción como Galaxy Quest. Se divirtió a lo grande en el estilo slapstick de Cazafantasmas, e hizo una visita inesperada en el reino del thriller erótico con La calle de la media luna. Hizo comedias románticas (Las estafadoras), películas de asesino serial (Copycat), comedias de oficina (Secretaria ejecutiva), dramas independientes de bajo presupuesto (Tadpole) y films que tocan el tema del autismo (Encuentro en la nieve). Fue subestimada pero muy emotiva como la abuela que cuidaba al chico con su madre moribunda en Un monstruo viene a verme. Y se mantuvo en sus trece con todos esos primates peludos cuando fue elegida como la conservacionista Dian Fossey para Gorilas en la niebla, de Michael Apted.

Weaver no tiene la facilidad de su antigua compañera de clase para pronunciar acentos extranjeros extravagantes. Por la razón que sea, sus películas en general no han ganado tanto favor de los críticos y los votantes de premios como las que hizo Streep. De todos modos, es una figura pionera que se metió en el mundo de las películas de acción y  en ese proceso transformó las ideas sobre género y machismo. Aun hoy, más de 40 años después de su primera Alien, sigue ejecutando tareas físicas exigentes, bien lejos de las capacidades de la mayoría de sus contemporáneos. De acuerdo a un reporte reciente, mientras hacía la más reciente tanda de películas de Avatar, Weaver filmó múltiples escenas bajo el agua, y fue entrenada por un especialista militar para mantener la respiración «tras una gran bocanada de oxígeno suplementario», durante seis minutos. ¿Podría Meryl Streep hacer lo mismo?

*De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12

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«1917», o el desafío de retratar la guerra (+Tráiler)

1917 (2019), de San Mendes

Por Geoffrey Macnab

Un exhausto soldado alemán echa un vistazo a la Tierra de Nadie. Solo unos metros más allá, ve una mariposa aleteando delante de una lata descartada. Se arrastra hacia adelante y se estira para tratar de agarrarla. Al hacerlo, queda al descubierto. Un francotirador francés lo ve. En un primerísimo plano, se ve la mano del soldado y la mariposa. Se escucha un disparo. La mano se sacude y cae lentamente hasta quedar quieta. El soldado está muerto. Son las imágenes finales de Sin novedad en el frente, la clásica película antibélica dirigida por Lewis Milestone en 1930.

Es sorprendente lo similares que resultan las reseñas de la película de Milestone –adaptada de una novela de Erich Maria Remarque- con las que se escriben en estos días, 90 años después, sobre 1917, la nueva película de Sam Mendes (Belleza americana, Camino a la perdición, Spectre), que acaba de ganar el Globo de Oro a la Mejor Película Dramática y otro a la Mejor Dirección (se estrenará en la Argentina el 6 de febrero). “Convincente en su realismo, su grandeza y su repulsividad… la mejor película de guerra jamás filmada”, fue el veredicto de la revista estadounidense Variety sobre Sin novedad en el frente. “Retrata a la Primera Guerra Mundial como nunca la vimos: simultáneamente horripilante y bella, inmersiva y desprendida, inmediata y a la vez extraordinariamente alejada de nuestra propia experiencia”, es lo que el crítico de Variety escribió sobre 1917 hace algunas semanas. Se puede tomar un párrafo de una de las reseñas y meterlo dentro de la otra sin que los lectores puedan advertir la diferencia.

Como Milestone, Mendes ha sido elogiado por su formidable técnica y la poética descripción de los horrores de una trinchera de guerra. 1917 es un tour de force formal para el cineasta y su director de Fotografía, Roger Deakins, que lleva al espectador a un viaje por las laberínticas trincheras, los búnkeres y los embarrados campos junto al soldado de primera William Schofield (George Mackay). El soldado corre una carrera contra reloj para entregar un mensaje que puede salvar la vida de 1600 compañeros. Los realizadores consiguen la ilusión de que toda la película se desarrolla en una única toma en tiempo real. De manera similar, Milestone fue aplaudido por su fluido estilo de filmación, que se consideró especialmente meritorio dado que estaba haciendo su película al comienzo de la era de los intercomunicadores, utilizando un equipamiento pesado e incómodo. 1917 está llena de rasgos similares a la escena del soldado moribundo y la mariposa en la película de Milestone: momentos filmados en campos llenos de amapolas o violentas persecuciones y peleas que tienen lugar bajo cielos incongruentemente bellos.

Los actores principales de las dos películas son también muy similares. Para el personaje principal, Mendes eligió de manera bien deliberada a Mackay, un actor joven excelente pero aún no reconocido, con cierta cualidad reservada e ingenua. En 1930, Milestone siguió el consejo de su asesor de diálogos, George Cukor, y utilizó al entonces poco conocido Lew Ayres para estelarzar su film. Quedó impresionado por la “dignidad y el aspecto de dueño de sí mismo” del actor.

1917 es una buena película que quizá agregue algún Oscar a sus Globos de Oro, pero, aun con la potencia de su estilo narrativo, sufre de cierta aburrida sensación de deja vu. La Primera Guerra Mundial ha inspirado tantas películas, piezas de arte, memorias, obras de teatro, poemas, novelas e incluso series y videojuegos que conseguir un tratamiento original es todo un desafío. Cualquiera que hoy se pone a realizar un film situado en las trincheras tiene más de un siglo de material al cual recurrir. Y ese es el principal problema.

Hasta los roedores de 1917 parecen familiares. En un punto, Schofield y su compañero, el soldado de primera Blake (Dean-Charles Chapman) deambulan por los cuarteles que el ejército alemán (los odiados “hunos”) abandonó horas antes, cuando ven una rata enorme. En su libro The Great War and Modern Memory (“La Gran Guerra y la memoria moderna”), el historiador Paul Fussell escribó sobre cuán frecuentemente aparecen las ratas en las historias y anécdotas de tiempos de guerra, “grandes y negras, con pelo húmedo y embarrado”, alimentándose tanto de cadáveres humanos como de caballos muertos. Las ratas eran tan feroces y tenían tal voraz apetito que llegaban a comerse a los gatos que llevaban a las trincheras para exterminarlas. Ninguna película de la Primera Guerra que se precie de tal está completa sin al menos un veloz vistazo a una de esas criaturas.

Esa atmósfera misteriosa, evocada de manera tan experta por Mendes en algunas de las escenas de los soldados metiéndose tras las líneas enemigas, es extrañamente reminiscente de las primeras escenas en Más allá de la gloria (Samuel Fuller, 1980), en las que un caballo corre a través de un brumoso campo de batalla y un soldado estadounidense -interpretado por Lee Marvin- mata a un alemán luego de que el armisticio ya fuera firmado. El acto de guerra se convierte así en asesinato.

Gracias a su artesanía y atención al detalle, y a la ayuda otorgada por los efectos digitales, los realizadores contemporáneos pueden obtener logros asombrosos al retratar el horror de las trincheras. El trabajo de cámara inmersivo y subjetivo hacen que el público se sienta allí, en el medio del caos y la carnicería, viéndolo desde su propio punto de vista. Darle a sus películas una autenticidad emocional es a menudo mucho más que una lucha para estos cineastas. Se puede investigar exhaustivamente la guerra y se pueden recolectar historias e información que dan aquellos que estuvieron en las líneas de batalla (Mendes tomó inspiración de historias que le contó su abuelo Alfie), pero eso no significa que se sepa cómo fue realmente.

El distinguido historiador militar John Keegan lo puso de manera muy precisa en la introducción de su libro de 1976 The Face of Battle (“El rostro de la batalla”). “He visto una buena cantidad de batallas anteriores de este siglo en las noticias, algunas de ellas convincentemente auténticas, así como muchas películas de ficción e incontables imágenes estáticas de guerra”, escribió. “Pero nunca estuve en una batalla. Y estoy cada vez más convencido de que tengo una idea muy pequeña de lo que una batalla puede ser”. Mostrar cómo realmente es una batalla es lo que la mayoría de las películas de guerra aspira a hacer, y es algo que casi siempre queda fuera de su alcance.

Un secreto que los directores son reticentes a revelar es que el significado que tienen las películas antibélicas está también en las mismas aventuras de los muchachos. Es llamativo el modo en que varios de los que reseñaron 1917 la compararon con atracciones de feria o juegos de disparos en primera persona. “Asombrosamente audaz… un tren fantasma dentro de una casa de los horrores a plena luz del día”, se entusiasmó The Guardian. Otros la compararon con “un macabro videojuego”, mientras que The Independent habló en su reseña de la obsesión de los directores contemporáneos con convertir las películas bélicas en “una seudo-experiencia de realidad virtual”.

El abuelo de Mendes observó cómo las historias de sus aventuras en el frente “que erizan el pelo” cautivaban a sus parientes, mientras que Mendes habló en Screen International de su deseo de hacer “una única película que no fuera una franquicia” que pudiera verse en las pantallas más grandes. En otras palabras, su intención es entretener al público, no shockearlo. Fuller, un celebrado director de películas Clase B, apuntó una vez que la única manera en que los directores pueden transmitir la realidad de la guerra a la audiencia podría ser que alguien hiciera disparos ocasionales a los espectadores desde detrás de la pantalla durante las escenas de batalla.

Fuller fue un soldado que vio la guerra de primera mano. Sus películas bélicas fueron hechas con presupuestos relativamente pequeños, sin ejércitos de extras o efectos especiales sofisticados. Pero trató de representar el modo en que la guerra traumatizó a aquellos que la experimentaron. Y a la vez tuvo conciencia de la imposibilidad de su propia tarea. “Uno de los meollos de la guerra, por supuesto, es la colisión entre los eventos y el lenguaje a mano, o lo que se piensa como la manera apropiada de describirlos”, escribió Fussell en The Great War and Modern Memory.

La idea de que el lenguaje es inadecuado para describir el horror de la Primera Guerra Mundial es en sí misma un cliché. Pintores, escritores y realizadores cinematográficos han hecho fila para describir la guerra como “indescriptible”, pero eso no los ha detenido para tratar de representarla en su propio trabajo. La fórmula básica de las películas sobre la Primera Guerra ha permanecido más o menos inalterable, de la era de Lewis Milestone hasta el presente. Los directores quieren mostrar la miseria y la destrucción. Generalmente se verá alambre de púas, barro, calaveras y alimañas. De todos modos, en los momentos más ominosos se verán chispazos de humanidad y decencia. Los escoceses tocarán sus gaitas, los alemanes quizá canten arias de ópera (como en Noche de paz de Christian Carion, 2005). Durante las treguas, los soldados estrecharán sus manos a través de las líneas enemigas e incluso jugarán juntos al fútbol.

Los cineastas gustan de abrir la opción de dejar a la cámara libre en las trincheras. La patrulla infernal, de Stanley Kubrick (1957), está llena de travellings en los que se ve a oficiales rondando por campamentos con aspecto laberíntico en los que los soldados están preparándose para la batalla o recuperándose de ella. Las trincheras tienen nombres de calles británicas famosas. Hay siempre una tensión entre la conducta formal, exageradamente civilizada de los oficiales y sus soldados en las trincheras, y la muerte y el sufrimiento que les espera cuando llega el momento de ir al choque.

Algunos cineastas han intentado tomar la perspectiva de las víctimas. La experimental Johnny tomó su fusil (Dalton Trumbo, 1971), adaptada de la propia novela que Trumbo publicó en 1939, presenta a un protagonista (interpretado por Timothy Bottoms) que perdió sus brazos, piernas, orejas y boca en la Primera Guerra Mundial y que se describe a sí mismo como “un pedazo de carne que se mantiene vivo”. La película recibió críticas muy hostiles y estuvo lejos de ser un éxito de taquilla. El cuarto de los oficiales (2002), de François Dupeyron, presentaba a soldados franceses desfigurados por las heridas sufridas en la Primera Guerra, rechazados por sus esposas y tratados como parias; fue recibida con respeto, pero consiguió cifras modestas. Como Johnny tomó su fusil, fue considerada demasiado deprimente.

En 1917, Mendes no está (solo) tratando de refregarle al público en la cara el sufrimiento y las miserias de la guerra. Es una épica conmovedora y concretada de manera brillante sobre los intentos de un soldado de salvar la vida de sus camaradas. Combina lo lírico y la brutalidad. Pero de todos modos hay que considerar que todo se ha visto y escuchado antes. Hay muy poco que no se haya tocado en el pasado, en las incontables historias sobre la guerra, en todas las guerras que se han relatado en la pantalla desde que Lew Ayres intentó atrapar esa mariposa tantos años atrás.

Tomado de: https://www.pagina12.com.ar

Tráiler del filme 1917 (2019), de Sam Mendes

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